Chapter 1: ¿Somos los villanos?
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—¿Te apetece un poco de helado, cariño? ¿O qué tal si vamos a echar un vistazo a la tienda de animales? ¡Siempre has querido tener un gato!
Sam hizo un gesto con la cabeza que podría haber sido una afirmación, mordiéndose la lengua lo suficientemente fuerte como para saborear la sangre, mientras luchaba por evitar que la respuesta mordaz que estaba pensando no se le escapara.
El señor y la señora Granger la estaban volviendo loca, flotando sobre sus hombros, sin dejarla fuera de la vista, haciendo preguntas y más preguntas, lo que hacía que Sam estuviera a un tris de tirarse de los pelos. Si volvía a escuchar un “¿Estás bien, cielo?” otra vez, iba a asesinar a la pareja mientras dormían.
Lo único que la estaba frenando era el hecho de que no podía culparles. Desde su perspectiva, su dulce hija de once años se despertó un día con un nuevo vocabulario lleno de palabras que no podían ser dichas en público y una actitud que hacía que hasta los animales más salvajes parecieran mansos en comparación. Pero Sam no quería ser Hermione Granger más de lo que sus padres querían que alguien como Sam fuese su hija.
El primer día, Sam entró de lleno en la fase de negación absoluta. Se había autoconvencido a sí misma, sin lugar a dudas, de que todo era producto de haberse quedado dormida delante de la televisión después de tomar doce tazas de café y una cantidad inconcebible de azúcar. Pero, después de abrir los ojos y ver el mismo techo desconocido que había visto antes de quedarse dormida la noche anterior, esperando a que llegase el mañana, se dio la vuelta y ahogó sus gritos en la almohada hasta que sus pulmones parecían que iban a fallarle por falta de oxígeno.
Los siguientes días habían pasado más o menos de igual forma, con ella intentando demostrarse a sí misma que todo aquello no era más que un sueño, o el resultado de caer en coma, o alguien habiéndole colado drogas en su bebida. Cualquier cosa. Pero cuando despertó en el mismo cuerpo mirando al mismo techo una semana después, tuvo que aceptar que esto era real, y que iba a tener que vivir con su nueva vida como un personaje de ficción en un mundo del que solo había leído en historias cuando en realidad tenía la misma edad que el cuerpo que habia secuestrado.
Tenía veintitrés años, casi veinticuatro. Tenía una mierda de apartamento en la zona más lejana de Londres y un trabajo con el que apenas llegaba a fin de mes. Había nacido en el año 1995 y había crecido en el siglo XXI, con iPhones, Wifi e Internet al alcance de sus manos.
Ahora tenía once años, era una chica pálida y con dientes salientes, con un cabello que había vencido cada cepillo con el que había intentado domar su cabellera. Ni siquiera se había dado cuenta de en qué cuerpo había despertado hasta que la señora Granger había gritado “¡Hermione!” por las escaleras mientras Sam había estado estudiando su reflejo en estado de shock, realidad que fue cimentada una vez que la pareja comenzó a hablar sobre lo emocionante que era que ella fuera una bruja en el desayuno.
Ella no era Emma Watson.
Intentar justificar su presencia le producía dolor de cabeza, y eso solo fue el principio de sus problemas. Había sido fan de la saga cuando era joven; había crecido leyendo los libros y viendo las películas en cuanto habían salido en los cines, pero eso fue hace años. Apenas podía recordar lo mínimo del argumento y ni siquiera estaba segura de qué eventos pasaban en qué película —o, más concretamente, en qué libro— porque estaba claro que ella no estaba dentro de la versión adaptada a pantalla grande.
Hermione Granger había pasado de ser un personaje de ficción a una persona muy real y muy viva en el cuerpo que Sam había secuestrado.
Prefería no pensar en eso último con frecuencia.
Algunas personas pensarían que esto era un sueño hecho realidad: vivir en el mundo mágico de sus libros de fantasía favoritos.
No para Sam.
Al carajo con el Mundo Mágico y la escoba en la que se construyó.
Su actitud había sido tan mala que los Granger habían decidido que un viaje hasta el Callejón Diagon igual la animaría, y Sam tenía que admitir que sí la había alegrado considerablemente. Pero los Granger no paraban de hablar y eso, a sus ojos, estaba estropeando la experiencia.
—¡Oh, la librería! ¿Crees que deberíamos comprar algún libro más?
Sam, al borde de la histeria, abrió su boca para decirle a la señora Granger dónde podía meterse sus libros… y paró en seco cuando vio quién había pasado justo a su lado.
En dirección hacia la librería de nombre ridículo se encontraba un chico escuálido vestido con ropas gigantes y descoloridas de segunda mano, con gafas redondas y una mata de pelo tan negra como el petróleo y tan salvaje como el propio nido de pájaros de Sam. Ella reconoció de inmediato al personaje principal de la historia. Pero eso no fue lo que la hizo pararse en seco.
Fue la expresión en su rostro, rebosando puro odio mientras fruncía el ceño ante la calle brillante y colorida. Lo vio entrar en la librería, pegándole una patada a la puerta para cerrarla tras de sí, sin prestar atención al gigantesco hombre que lo seguía con una mirada de pánico desconcertado en su cara. Era una actitud tan atípica del protagonista que la había dejado muda de asombro.
Tan atípica…
—No… —dijo, inspirando profundamente—. No es posible.
Completamente consciente de que podía estar equivocada en su asunción, Sam se apresuró a seguirle el paso con el dúo Granger pisándole los talones.
La librería estaba abarrotada de niños, libros apilados en sus brazos y los de sus padres, todos ellos vestidos con esa especie de albornoces y, palabra de honor, sombreros de brujas que parecían ser el código de vestimenta común en estas partes. Fue fácil identificar al chico de pelo oscuro fulminando con la mirada las estanterías, un aura de no-me-hables emanando tan fuertemente que todos los presentes se habían echo a un lado de forma instintiva. Sam despistó a los Granger y se acercó a él con la confianza de alguien que no tiene nada que perder.
—¿Qué diantes haces aquí, capullo? —demandó en cuanto estuvo a sus espaldas, la sonrisa de su cara y la excitación en su tono de voz contrastando con sus palabras.
Harry Potter se giró tan rápido que Sam estaba segura que habría sufrido un coletazo. Él la observó a ella, sus ojos verdes abiertos como platos detrás de sus lentes redondas que estaban sujetas con un celo por el puente. No dijo nada, sus ojos estudiando los suyos por un momento.
Esos mismos ojos verdes se iluminaron y una gran sonrisa ocupó su rostro en cuanto la reconoció.
—¡Nunca me he alegrado tanto de verte! —exclamó, mientras la arrastraba en un abrazo de oso—. ¡Aunque no te veas como tú misma!
La risa de Sam rozó la histérica mientras ella le devolvía el abrazo. La presión que se había estado acumulando en su pecho desde que había despertado en el cuerpo equivocado se alivió en cuanto enterró su cara en el huesudo hombro del niño.
—¡Oh, Dios mio, no te haces a la idea de lo contenta que estoy de que estés aquí! —confesó, exhalando; sus costillas protestando por la presión pero ella se negó a soltar la única cosa familiar que había encontrado en este mundo.
Jim se apartó un poco, pero mantuvo sus brazos en sus hombros para poder estudiarla mejor de pies a cabeza.—¿Quién se supone que eres?
—Hermione. —Él alzó una ceja, interrogante. —¿Emma Watson? —dijo, encogiéndose de hombros, desinteresado. —Al menos eso me dice que tú sí sabes quién se supone que eres.
Él le dirigió una sonrisa radiante:
—Yo soy la estrella del espectáculo —proclamó, poniendo sus brazos en cruz como si esperase que Sam se arrodillase ante él—. ¿Alguna idea de cómo hemos terminado aquí?
Su sonrisa desapareció al oír la pregunta. Estaba a punto de confesarle que ella tampoco tenía idea cuando una voz a sus espaldas interrumpió cualquier cosa que hubiera estado a punto de decir.
—¡Oh, Hermione! ¿No nos vas a presentar a tu amigo?
Sam apretó sus dientes tan fuerte que su mandíbula protestó. Se había olvidado por completo de sus falsos padres en su excitación por haber encontrado a Jim aquí. Miró por encima de sus hombros a la señora Granger para fulminarla con la mirada.
—Soy Jim —dijo su compañero antes de que Sam pudiera detenerlo—. Hemos sido amigos desde hace años.
«Mocoso», pensó ella, esperando que su mirada transmitiera sus pensamientos. Los Granger volvieron a mirar a su hija inquisitivamente.
—Ajá… —se apresuró a confirmar, con torpeza, pisándole el pie a Jim en venganza—. Nos conocimos en… ¿el parque? —Ese era el sitio donde los niños pasaban el rato, ¿no?
Jim parecía estar luchando contra el impulso de reírse a carcajadas ante el intento de acento británico que Sam había estado intentando imitar desde que llegó aquí. Si los Grangers se habían dado cuenta, no habían dicho nada al respecto. Seguramente pensaban que eran gajes de su nueva actitud.
—¿Por qué no le has invitado a casa antes? —Quiso saber la señora Granger, que se veía asquerosamente feliz, y Sam tuvo el presentimiento de que Hermione no había tenido amigos incluso antes de que ella hubiera llegado—. ¿Te gustaría venir a nuestra casa a tomar té, Jim? Íbamos a cenar pastel de carne.
—En realidad, he invitado a Sa… Hermione a mi casa esta noche —respondió Jim con una sonrisa encantadora—. Si a ustedes no les importa, claro está.
—¡Oh, no, en absoluto! —dijo la señora Granger, quizás demasiado deprisa, claramente encantada con ese niño tan educado.
«Ja, si solo supieras el bastardo que se esconde tras esa cara angelical», pensó Sam, divertida—. ¿A qué hora quieres que te recojamos?
—Nosotros la traeremos de vuelta, no se preocupe —contestó Jim por ella. Era agradable ver cómo el estar en el cuerpo equivocado no había afectado sus habilidades de mentir—. Había quedado con mi familia en la heladería una vez terminase las compras. Hermione puede terminar sus compras conmigo y así nos ponemos al día.
Si no fuera porque tenían once años y estaban delante de sus falsos padres, Sam podría haberle besado.
—¿Qué era ese acento? —Jim demandó en cuanto los Grangers se despidieron de Sam con un abrazo (para su inri), y se fueron—. Sonabas como si fueras parte de la BBC.
—Ya, y Harry Potter definitivamente es de Norwich —ella rebatió. Jim sonrió, pícaro.
—Anda vamos, salgamos de aquí —dijo, echándole un vistazo a la tienda—. Como pase un minuto más en compañía del gigante, acabaré empujándole delante de un autobús.
Sam, sonriendo de oreja a oreja como un idiota, cogió su mano y le arrastró fuera de la librería.
Acabaron en el Caldero Chorreante, el pequeño pub que también funcionaba como la entrada al Callejón Diagon, y tras fallar en ser atendidos, se sentaron en un rincón apartado con una copa de Cerveza de Mantequilla cada uno (que, desafortunadamente, no era una bebida alcohólica) y un gran plato de bocadillos entre ellos, con vaca, pollo o las dos cosas dentro.
—¿Qué diablos nos ha pasado? —fue como Jim comenzó la conversación, frunciendo ferozmente sus pálidas y pequeñas manos, llenas de asco—. ¿Estamos alucinando o qué? ¿Acaso alguien nos coló drogas en nuestros vasos otra vez?
—Ojalá —suspiró Sam—. Yo pensé que era algún tipo de delirio en coma o algo así, pero ahora no tengo ni idea.
Jim pegó un bocado a uno de los bocadillos y enseguida hizo una mueca.
—¡Qué asco! —dijo, tirándolo de vuelta al plato—. ¿Qué se supone que tenemos que hacer?
Sam hinchó sus carrillos en consideración. Había estado pensando exactamente lo mismo.
—Ni idea. Todo esto me parece un nivel de locura que no pensé que existiese —comentó, echándole una ojeada a la taberna: las familias de compradores habían comenzado a irse, dejando la habitación poco a poco ocupada solo por viejos magos, posiblemente clientes regulares—. No me acuerdo de la mitad de las cosas que pasan en los libros y solo me acuerdo de las grandes partes de las películas.
—Lord Valium, ese que está detrás del cogote de algún tipo y quiere robar un espejo o algo así —Jim sugirió sin ayudar realmente una pizca—. Y matarme, ¿verdad?
—Lord Voldemort es el menor de nuestros problemas —Sam le corrigió seriamente—. Pasar de nuevo por la pubertad es mucho más terrorífico que cualquier mago malvado.
Jim abrió los ojos de par en par antes de fruncir el ceño.
—Vaya mierda —murmuró enfurruñado. De pronto, su expresión cambió a una de gran contemplación.
—¿Qué? —preguntó Sam con cautela. Esa cara le resultaba familiar; era la misma que les condujo en una ocasión a estar endeudados en millones, tres gatos, un viaje a Alemania y un mes entero de procedimientos judiciales—. ¿Qué se te ha ocurrido?
Jim se señaló a sí mismo.
—Soy Harry Potter. —Sam asintió, sin la más remota idea de adónde quería ir a parar—. Soy Harry Potter.
Sam dirigió su mirada hacia la cicatriz en la frente de Jim, apenas visible tras la mata de pelo negro, pero sí, Jim era, de hecho, Harry Potter.
Él se inclinó sobre la mesa para susurrar de forma conspiratoria.
—Piénsalo bien —dijo, con sus ojos verdes brillando de emoción—. Tenemos magia, yo una bóveda llena de dinero, nadie sabe quiénes somos realmente, ¡y soy famoso! No tenemos deudas ni antecedentes penales y tenemos un mundo completamente nuevo para explotar.
—¿Explorar quieres decir?
—No. Hemos venido por una razón, Sammy —le dijo sonriendo, dientes blancos destellando—. Estamos aquí para sembrar el caos.
Sam no estaba de acuerdo con esa idea. Para nada. Ellos no estaban aquí para explotar este nuevo mundo. Ni para joder con la historia solo porque sí. Y ella no estaba sonriendo de vuelta.
No.
Por supuesto que no.
Ellos estaban aquí para mejorar las cosas. Estaban aquí sabiendo lo que pasaría en el futuro para ayudar a la gente. No estaba pensando en todo el caos que podrían crear, ni en cómo alguien como Jim, siendo Harry Potter, iba a destruir el argumento entero. Y por supuesto que no estaba pensando en el daño que podrían hacer a básicamente todo teniendo magia a su disposición.
Para nada.
—Tienes razón —Sam se inclinó hacia adelante por encima de la mesa para estar a escasos centímetros de él antes de susurrar—. Sembremos el caos.
Chapter 2: Magia por diversión y beneficios
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—Bueno, es mucho mejor que nuestro viejo apartamento.
Jim no se equivocaba. Era definitivamente más espacioso que su anterior piso y tampoco tenía vistas hacia un patio en construcción desde la ventana. Lo que sí tenía era la cabeza de algún tipo de bestia montada en la pared, un espejo que había insultado el peinado de Sam en cuanto pasó por delante y lo que se parecía sospechosamente a manchas de sangre en el suelo.
—Siempre he querido ser vecina de un nigromante —comentó Sam, de forma casual, dejándose caer en una cama sorprendentemente cómoda.
—Oye, él no dijo que fuese uno —Jim señaló mientras estudiaba la extraña cabeza de animal montada en la pared—. Simplemente, se ofreció a llevarse los cadáveres que podamos o no adquirir. Podría ser un caníbal o un necrófilo, no deberías asumir cosas, Sam.
Sam ni siquiera pudo rebatirle porque su nuevo vecino podría ser, de hecho, cualquiera de esas tres cosas. Sería lógico que un lugar dispuesto a dejar que dos niños de once años sin supervisión alquilen una habitación no tendría ningún problema en permitir que un nigromante-necrófilo-caníbal se quedara en las instalaciones.
Ambos habían decidido que volver con sus respectivas falsas familias no entraba en su agenda y habían tramado el primero de muchos esquemas en este mundo. Convencer a los Granger de que existía una especie de escapatoria antes de Hogwarts para que los hijos/as de muggles aprendieran sobre el nuevo mundo del que ahora formaban parte antes de ir a la escuela había sido demasiado fácil, y valió la pena la emotiva despedida que Sam tuvo que soportar tras prometer que volvería a tiempo para celebrar la Navidad en familia.
Aunque ella no planeaba hacerlo.
Ahora que se había liberado de sus falsos padres por un año entero, tenía tiempo de sobra para fabricar una nueva excusa para irse el próximo verano.
A la falsa familia de Jim no le importaba que se hubiera ido, posiblemente para siempre, y Sam tenía celos de cuán fácil le había sido escapar en comparación.
Después de dejar a sus falsas familias, el siguiente paso del plan que estaban haciendo a medida que avanzaban era encontrar un lugar donde vivir. El Caldero Chorreante no tenía habitaciones libres y encontrar un sitio en el Mundo no Mágico que permitiese a dos niños menores de edad alquilar una habitación sería imposible, así que habían hecho lo que cualquier persona racional habría hecho.
Encontraron la zona más turbia que pudieron y comenzaron su búsqueda allí.
El Callejón Knockturn era un distrito comercial estereotípicamente espeluznante en el borde del Callejón Diagon, lleno de edificios amenazantes y misteriosas figuras encapuchadas acechando por el lugar. Sam casi había perdido a Jim una docena de veces cuando este había deambulado hacia los puestos ambulantes que vendían de todo, desde uñas humanas hasta joyas malditas, y tuvo que arrastrarle físicamente lejos del jorobado con un parche vendiendo una gran variedad de cuchillos muy chulos.
Sam habría tenido miedo del Callejón Knockturn si de verdad tuviera once años, pero había visto lugares aún más turbios que el ligeramente espeluznante distrito comercial. Había vivido en lugares peores. El Callejón Knockturn parecía haberse esforzado demasiado en ser edgy, y el resultado era que más que una zona peligrosa, daba la sensación de ser parte del recorrido de una casa embrujada en un parque de atracciones.
La Posada de la Serpiente Espinosa se encontraba en medio de Papeles tóxicos de sebo y cáñamo (tienda donde se vendían velas venenosas) y Falanges distílicas (tienda especializada en la fabricación de mobiliario hecho con huesos) e iba a ser su nueva casa durante el resto del verano. El propietario, Moribundo, de muy buena gana, dejó que dos niños se quedasen en su pequeña y extraña posada, sin preguntas, después de que ellos se ofrecieron a pagar por adelantado la estadía de un mes y algo más.
—Bueno, lo primero es lo primero —dijo Jim, saltando a la cama para sentarse a su lado con las piernas cruzadas—. ¿Cómo vamos a hacer esto?
Sam frunció el ceño y fijó la mirada en el techo.
—Si fueras menos ambiguo, te podría dar una respuesta.
—Todo esto de la magia —elaboró él, lo cual no fue de mucha ayuda—. Sé que aprenderemos hechizos en la escuela y tal, pero estoy pensando que deberíamos tomar cartas en el asunto y aprender los hechizos menos… convencionales.
Sam se giró hacia él.
—¿Como qué, por ejemplo?
—Ya sabes, los que molan —Jim sonrió pícaro—. Nada de esos hechizos para principiantes.
—Creo que esos 'hechizos para principiantes' es cómo empiezas a aprender magia, Jim. Como montar en bicicleta —Sam señaló, poniendo los ojos en blanco. En respuesta, Jim agitó una mano desdeñosamente.
—Sí, pero nosotros no tenemos once años en realidad, seguro que eso nos dará ventaja.
Sam se irguió e imitó su postura, con sus rodillas chocando contra las de su compañero.
—Quizás —admitió, frunciendo el ceño mientras pensaba el asunto con cautela—. Seguramente haya libros que expliquen magia. Podríamos adivinar qué podemos aprender por nuestra cuenta y empezar desde ahí, encontrar los 'hechizos que molan' una vez sepamos qué podemos hacer.
Jim le dirigió una amplia sonrisa.
—Ves, ese es el tipo de planificación al que me refiero —comentó con alegría, golpeándole la rodilla. Sam le devolvió la sonrisa, pero entonces algo menos divertido se le ocurrió.
—Hay otra cosa que tenemos que planear —Jim arqueó una ceja—. ¿Recuerdas que hay un gran malvado mago que va a por ti?
Arrugando sus labios en consideración, Jim asintió: —Bueno, el tipo nunca me ha hecho nada a mí. Quizás podemos hablar, llegar a un compromiso.
—Intenta matar a Harry en todos los libros —le señaló Sam—. Dudo que puedas dialogar con él, ya lo habrían intentado antes de ser ese el caso.
—Buen punto —Jim frunció en dirección a la cabeza montada en la pared como si esta tuviese todas las respuestas a su dilema—. Matémosle primero, pues.
Esta vez fue Sam la que arqueó una ceja, interrogante.
—¿Y cómo vamos a hacer eso?
—Solo he visto un par de películas. Tú eres la que leíste la colección entera, así que dime.
La mirada de Sam se deslizó hacia la pared mientras intentaba recordar el último libro. Había visto las películas también, pero, en esos momentos, solo podía recordar a trozos el contenido y no estaba segura de qué eventos ocurrían cuándo.
—Vale —dijo al fin, dirigiendo su atención hacia Jim—. Hay un colgante en el medio de un lago lleno de zombis que tenemos que pillar, hay estas cosas llamadas hor… algo, las necesitamos. Hay algo similar en el banco, una copa o algo así, podemos usar a un dragón para escapar… oh, y necesitamos una espada. No sé por qué, solo que la necesitamos. —Luego recordó la parte más importante de la información: —Ah, y Harry muere.
Jim, que hasta ahora solo había estado escuchando con media oreja puesta en su retahíla, parpadeó sorprendido.
—¿Que Harry hace qué?
—Deja que Voldemort le mate y va a hablar con el fantasma de Dumbledore en el cielo o algo así —Sam intentó recordar—. Pero no pasa nada. Vuelve a la vida.
La persona que actualmente era Harry Potter consideró la información por un momento.
—Bueno, eso es estúpido. No voy a hacerlo. Lo que sea que el-Harry-de-verdad hizo, no creas que yo voy a hacerlo —Sam asintió. Le parecía válido—. ¿Recuerdas algo, ya sabes, útil?
—¡Eso fue útil! —ella protestó. Jim arqueó una ceja como diciendo, ¿Seguro?—. Ya me iré acordando de todo con el tiempo. Tenemos como cuatro libros antes de que se convierta en un problema, hay tiempo para planear.
—Necesitamos una pistola —Jim decidió.
—No, Jim.
—¡Oh, venga! ¡Será mucho más fácil!
—No.
—¡Sammy!
—… Vale. Vamos a por una pistola.
Para el alivio de Sam y la irritación de Jim, resultó que no había armas en el Callejón Knockturn, porque los magos no sabían siquiera qué era una pistola, lo cual había derivado en una conversación bastante curiosa con Moribundo, quien les había apuntado en la dirección de ciertos objetos malditos capaces de hacer más daño que cualquier arma muggle. Al final, pusieron la búsqueda en su lista de tareas pendientes.
Pero antes de nada, magia.
—¡Wingardium Leviosa!
Jim frunció el ceño a la pluma cuando se negó a elevarse en el aire, como si pudiera asustarla para que le obedeciera. Sam se mordió el interior de su mejilla para evitar reírse. Habían pasado diez minutos y Jim había fallado en hacer que la pluma temblase siquiera.
—¡Esto es una estafa! —declaró, fulminando a su varita con la mirada—. Grandes y terribles cosas, y un cuerno, ¡no puede ni mover una pluma!
—Solo porque yo lo logré antes que tú —Sam se regodeó, haciendo girar su varita entre sus dedos. Ella había hecho levitar su pluma en el primer intento.
Las tres semanas antes de que comenzaran las clases se habían dividido entre leer tantos libros como pudieran y probar varios hechizos de El libro Estándar de Hechizos: Primer Grado. De momento, solo habían conseguido dominar dos hechizos cada uno; Sam podía usar Lumos y Alohomora, mientras que Jim había optado por dominar Diffindo e Incendio. Sus prioridades igual habían sido diferentes, pero ambos habían querido hacer levitar objetos para poder hacer referencias a Star Wars.
Descubrir el Detector, hechizo que se usaba para asegurarse de que los niños mágicos menores de edad no practicaran magia fuera de la escuela, inicialmente había sido una fuente de gran decepción antes de que Sam decidiera investigar más a fondo y encontrase el pretexto perfecto. Si un menor usaba magia en entornos donde solo había magos alrededor —como por ejemplo Hogwarts o los dos Callejones—, éste era imposible de rastrear. Al principio, Jim se había lanzado directamente a leer Maleficios y cómo contrarrestarlos, pero Sam le había convencido de que sería más útil comenzar por aprender hechizos más mundanos.
Aprender dichos hechizos resultó ser más complicado de lo que se habían imaginado. Tenías que mover la varita de la manera correcta, pronunciar el encantamiento perfectamente y concentrarte en el resultado deseado. Los libros avisaban de que hacer cualquiera de las tres de forma incorrecta haría fallar el hechizo o que éste resultara contraproducente, pero eso no los había disuadido. Aún cuando Sam había prendido fuego a las cortinas.
Dos veces.
Jim colapsó en la cama a su lado, con un suspiro, aparentemente harto de la pluma por el día. Su búho, Gmail, descendió de la cabeza montada en la pared para aterrizar en la cabecera de la cama, junto a su amo.
—No puedo creer que mañana vayamos a ir a Hogwarts —comentó mientras lanzaba su varita al aire, distraído—. Jugar con magia es una cosa, pero… ¿Hogwarts?
—Ahí es cuando las cosas se ponen serias. —Los ojos de Sam se posaron en la cicatriz de Jim—. Aún no hemos hablado de Voldemort. —Jim dejó escapar un suspiro exasperado.
—Yo sigo sin entender por qué él es nuestro problema —se quejó, igual que había hecho cada vez que Sam sacaba el tema a relucir—. ¿Por qué no dejamos que Gandalf…?
—Franquicia incorrecta.
—… se encargue de ello. ¿No se supone que es todopoderoso?
Ahora fue Sam quien dejó escapar un suspiro.
—Porque en los libros, los adultos eran básicamente inútiles, como supongo que era la intención. ¿Cuán interesantes serían los libros si cualquiera de los profesores hubiese hecho algo?
Jim hizo un ruido de reconocimiento.
—Pero ¿por qué es Lord Vanderdoodle nuestro problema en específico?
—Porque quiere matarte, Jim —gruñó él, molesto.
—No tengo la motivación para encargarme de él —se quejó, y Sam le dio unas palmaditas en el hombro con simpatía.
—Haber suplantado el cuerpo de un personaje secundario.
Chapter 3: Los tests de personalidad no son precisos
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—Pensé que dijiste que sabías por dónde ibas —Jim le acusó, parándose para apoyarse pesadamente contra el enorme baúl que arrastraba. G-Mail emitió un ulular desdichado desde su jaula, precariamente equilibrada encima del tronco—. Sí, ya sé que no estás contento en la jaula. Supéralo.
G-Mail hinchó las plumas y apartó la cabeza de Jim. Estaba de mal humor. Las lechuzas mágicas eran demasiado inteligentes. Sam les tenía miedo.
Sam miró alrededor de la estación, fallando en encontrar una pared de ladrillos con gente corriendo a través de algún lado. Ambos estaban comenzando a llamar la atención, yendo como iban, arrastrando consigo baúles y un búho.
—Fallo de adaptación. Me he perdido —le dijo. Jim suspiró profundamente, girándose hacia G-Mail.
—¿Sabes tú qué plataforma es? —le preguntó, pero la lechuza seguía de mal humor—. Típico. —Observó a su alrededor, como si pudiera encontrar una señal que les indicase por dónde ir—. Hey —le dijo a Sam, golpeando su brazo para llamarle la atención y señalando hacia un punto en concreto de la plataforma—. Mira a esos.
Estaba señalando en dirección a un par de gemelas de pelo oscuro, acompañadas por sus padres. El padre sujetaba una jaula con una pequeña lechuza parda. Vieron cómo el grupo se dirigía hacia la barrera de metal que se extendía desde las puertas 9 a la 10 para evitar que la gente pasara por las puertas; la familia caminó hasta la barrera y luego la atravesó... y después desaparecieron.
—Eso es a lo que me refería —Sam declaró, agarrando su maletín otra vez y siguiendo el ejemplo de las gemelas.
Al otro lado de la barrera mágica los recibió una plataforma llena de familias, personas vestidas con túnicas de todos los colores, gatos y búhos por todas partes, mientras los niños subían a una enorme máquina de vapor roja.
—Me encanta —Sam declaró, observando fijamente al tren—. Dios, esto es genial.
Sí, bueno, estar en el cuerpo de uno de los protagonistas y tener magia estaba bien, pero ver al tren de verdad que les llevaría a Hogwarts trajo de vuelta el entusiasmo de estar de veras en el mundo de Harry Potter.
Esto iba a ser genial.
Se apoderaron del último compartimento en el tren y cerraron la persiana de la ventana para evitar que gente no deseada entrase, apilando los baúles en la puerta para más seguridad.
—Bueno —Jim dijo, una vez recostado en el asiento con los pies en alto—. Creo que tenemos que establecer algunas reglas básicas.
—¿Reglas básicas? —Repitió Sam, sorprendida. Reglas no era una palabra en el vocabulario de Jim.
—Tenemos que ser astutos, ¿verdad? —preguntó, mientras G-Mail, libre de su prisión al fin, voló para posarse en su rodilla—. Quiero decir, sabemos cómo va el argumento más o menos, pero si hacemos demasiados cambios no vamos a saber qué pasará después.
Eso era… bastante razonable, la verdad. Si cambiaban demasiadas cosas, perderían la única ventaja que tenían, pero Sam dudaba de sus capacidades para no estropear las cosas. Aún así, asintió.
Jim sonrió, pícaro, cruzando los brazos por detrás de su cabeza:
—Cuéntame una historia, Sam.
Pasaron la mayor parte del trayecto repasando los eventos del primer libro, decidiendo ir año por año para no adelantarse demasiado. Sabían los eventos principales; Quirrell llevaba a Voldemort en su nuca y quería robar la Piedra Filosofal, no un espejo —algo de lo que Jim estaba convencido—; había un perro de tres cabezas; Sam recordaba algo de un juego de ajedrez gigante, mientras una de las pocas cosas que Jim recordaba era que Harry había matado a Quirrell con sus ‘manos de fuego’.
Probablemente era mala idea hacer las cosas año por año, ya que iban a cambiar cosas que luego afectarían a los eventos de los años posteriores, pero no les importaba lo suficiente como para planear con tanta antelación.
Querían pasárselo bien.
Usando sus falsos nombres no iba a funcionar, viendo cómo Jim odiaba el nombre de Hermione y cualquier diminutivo que se le ocurría sonaba a cada cual peor. Sam dudaba de la capacidad de Jim de acordarse de su propio falso nombre. Decirle a la gente que ‘Sam’ y ‘Jim’ eran apodos sería más fácil que tener que explicar su origen cuando inevitablemente se equivocasen y los usaran.
La discusión pasó, pues, a qué casa querían entrar. Jim quería ir a Gryffindor porque era la casa principal de las películas, mientras Sam estaba decidida a irse a Hufflepuff, lo que derivó en un argumento sobre qué casa era superior. Seguían sin tener un plan para derrotar a Quirrell cuando el anuncio de que habían llegado sonó, y mientras Sam se vestía, su excitación anuló cualquier preocupación por el mago malvado que los esperaba.
El viaje en barco por el lago fue horrible.
Sam se dejó los nudillos en blanco agarrándose al borde del bote todo el trayecto y casi se perdió por completo su primer vistazo a Hogwarts cuando Jim sacudió el bote lo suficientemente fuerte como para que casi volcaran.
Su primera impresión de Hogwarts fue que era enorme. Ubicado encima de unas enormes rocas que sobresalían desde el lago que estaban cruzando, el castillo tenía al menos siete pisos de altura y era absolutamente enorme; una colección complicada y diversa de edificios de diferentes estilos y arquitecturas con torres que parecían desafiar la gravedad. Era lo mejor que había visto en su vida.
Cuando por fin entraron en el Gran Comedor —después de que Sam perdiera un par de años de su vida al ver un grupo de fantasmas flotar a través de las paredes—, se quedó tan asombrada como lo había estado al ver el exterior. Grandes paredes llegaban hasta un techo cubierto de velas flotantes que parecía estar abierto al cielo nocturno. Cuatro largas mesas se extendían a lo largo de la sala, y en la mesa del personal Sam divisó al villano.
—Hey —susurró, dándole un codazo a Jim—. Voldemort al frente.
Jim observó al hombre que en esos momentos estaba escondiendo a Voldemort dentro de su turbante de color lila. Quirrell definitivamente no parecía ser el villano, siendo tan pálido y ansioso, y dando un respingo con cada ruido. Jim no parecía nada impresionado.
—¿Estás segura? —le preguntó a Sam. Ella asintió—. Le puedo derrotar en una pelea. Esto va a estar chupado.
Mientras el Sombrero Seleccionador cantaba una canción sobre las cuatro casas de Hogwarts y sus características, Sam contempló en cuál le gustaría estar. Había hecho una o dos pruebas de personalidad antes, y había caído en un agujero sin fondo, donde de algún modo había acabado por descubrir qué tipo de queso sería, y siempre solía ser Hufflepuff. Decidió que le gustaría más entrar en Ravenclaw. Porque su combinación de colores era la más atractiva.
Cuando su falso nombre fue nombrado, ella se sentó emocionada en el taburete, y mientras el Sombrero descendía hacia su cabeza, ella se preparó para debatir a qué Casa entrar, con su primer argumento listo…
—¡SLYTHERIN!
Vaya…
Con el ceño fruncido, Sam se dirigió hacia la mesa de los Slytherin entre los aplausos de sus nuevos compañeros de Casa. Odiaba el color verde.
El Sombrero estaba trucado.
Al fin, Jim fue nombrado. Inmediatamente después, la sala se llenó de susurros emocionados al ver al protagonista en persona, y Sam lo vio sentarse en el taburete, jurando que si conseguía entrar en su casa preferida, exigiría que la clasificaran de nuevo. Al sombrero le tomó un segundo más en clasificar a Jim.
—¡SLYTHERIN!
Sam se rió.
Los aplausos por cualquier otro estudiante cuando fueron seleccionados fueron como si cada casa hubiese ganado un premio, pero en el caso de Jim fue dubitativo, la confusión palpable ante su clasificación. Hasta los Slytherins parecían confundidos, aunque sí aplaudieron su entrada.
—¿Por qué tengo la sensación de que he hecho algo que está mal? —Jim preguntó tan pronto como se sentó a su lado, observando a su alrededor, confundido por la reacción general de la sala.
—Estás en la casa de los malos —Sam le informó alegremente—. Se supone que eres el bueno.
—Yo no escogí estar aquí —protestó él.
—Malvado —Sam le contestó mientras la selección continuaba—. Eres pura maldad.
Dumbledore se puso de pie una vez que el último estudiante fue colocado en su Casa designada, y Sam estuvo segura de que nunca había habido un mago que se viera como tal que el Director, con su larga barba plateada y su brillante túnica púrpura:
—¡Bienvenidos! —dijo—. ¡Bienvenidos a un año nuevo en Hogwarts! Antes de comenzar nuestro banquete, quiero deciros unas pocas palabras. Y aquí están: ¡Papanatas! ¡Llorones! ¡Baratijas! ¡Pellizco!... ¡Muchas gracias!
«Qué hombre más magnífico.»
Comida apareció de la nada, y Sam pilló con entusiasmo un puñado de púdines de Yorkshire, ignorando al pobre Jim mientras todos los Slytherin en los alrededores se presentaban ante él. Detuvo efectivamente el apretón de manos al preguntar:
—Vale, ¿por qué nadie parecía feliz cuando el sombrero parlante me puso aquí?
Un Slytherin veterano, sentado un par de asientos más lejos, respondió:
—Puede que hayas oído algunos rumores sobre la Casa Slytherin; que todos practicamos Artes Oscuras, que de aquí salen todos los magos malvados… incluyendo al que tú derrotaste —le dijo ella—. Básicamente, nadie se esperaba que Harry Potter fuese seleccionado en Slytherin.
—La Casa más guay y rebelde —resumió Sam—. Te dije que eras malvado, Jim.
—Tú también estás aquí —le rebatió.
—Yo no soy la Salvadora del Mundo mágico.
—No reconozco el apellido Granger —comentó la chica de rostro severo sentada enfrente de ella, y Sam levantó una ceja.
—No sé cómo podrías, si no nos conocemos.
La chica se burló:
—¿No me digas que eres una sangre sucia? —Qué pedido más extraño. Si tan solo Sam supiera qué quería decir con ello.
—¿Y ser una sangre sucia… es…?
—Una bruja nacida de muggles —la palabra fue pronunciada con tanto desprecio que parecía haber sido cubierta con cianuro.
—Oh, eso. Sí, soy yo. Mis padres son muggles —a Jim se le escapó una risotada al recordar a los Grangers, y Sam le pegó una patada por debajo de la mesa—. ¿Pero por qué decir sangre sucia? ¿Es eso algún tipo de insulto o qué?
Otro Slytherin, una chica con unas pintas desafortunadamente similares a las de un bulldog, se entrometió en la conversación:
—Significa que tu sangre es sucia.
Jim pareció entender la situación:
—¡Oh! ¡Racismo mágico! ¿Oyes eso, Sammy? Mi sangre podría vencer a la tuya en un combate —dijo, mirando a la otra chica—. ¿Verdad?
—Eres un mestizo —el mayor de los Slytherin le respondió a Jim, pronunciando la palabra con menos disgusto que "nacida de muggles”, pero aun así dando la impresión de que era otra razón de menosprecio—. Eres mejor que una sangre sucia —continuó, disparando otra mueca hacia Sam—, pero Slytherin es una casa mayoritariamente purista.
Y vaya si ese no era el mayor mensaje de "No eres bienvenida aquí" que había escuchado jamás.
—Es por eso que la gente piensa que sois malvados —señaló Jim—. Racistas malvados, encima.
—Soy O negativo —Sam dijo mientras cogía otra porción de pudin de Yorkshire—. Por si ayuda.
—Donador universal —Jim asintió y luego observó a la Slytherin—. ¿Y tú?
—Yo… ¿qué? —la chica preguntó, confundida.
—Tu tipo de sangre —Jim aclaró—. Ya sabes, ¿A, B, AB, O? —Todos en la mesa, a excepción de Jim y Sam, se mostraron confusos y vagamente preocupados. Jim frunció el ceño—: Nos habéis dado el sermón sobre vuestra sangre, ¿pero no tenéis idea de cuál es vuestro tipo? ¿Qué pasa, nunca habéis ido a un médico de cabecera antes?
—¿A un qué?
—Dios mío —gruñó Jim—. Los magos son inútiles. —Se volvió hacia Sam para quejarse—. Primero las túnicas y las plumas, ¿y ahora no hay sanidad pública? ¿Qué será lo siguiente, no pensiones? Los niños lo miraron, todavía confundidos, y él se tapó la cabeza con las manos. —Odio la magia. ¡Llévame a casa, Sammy!
—Espera un momento —empezó Malfoy con los ojos entrecerrados—. ¿Creciste con muggles?
—¿Acaso estás sordo? —preguntó Jim, bajando las manos para mirar a Malfoy con exasperación. Ahora Jim era el blanco de la mueca de asco.
—¿Tú? ¿El famoso Harry Potter, criándote con muggles? —Dios mío, Sam, nunca había pensado que una frase pudiera pronunciarse de tal manera que dieran ganas de golpear al que hablaba.
—Oh, cállate, Mallory —Jim puso los ojos en blanco—. Soy huérfano. Tengo un pasado trágico. Es extremadamente triste —Sam resopló y lo miró indignada—. ¿Qué? ¡Lo es!
—Lo que tú digas, Jim.
Jim abrió la boca, sin duda para seguir hablando de lo trágica que había sido su vida, cuando Malfoy preguntó:
—¿Por qué lo llamas 'Jim'?
—Porque es un apodo —Jim arrastró las palabras, dejándo implícito lo idiota que consideraba esa respuesta. El ceño de Malfoy se agravó.
—Obviamente —escupió—. ¿Entonces usas tu segundo nombre? James Potter el segundo, ¿no es así?
Jim miró fijamente a Malfoy un segundo y luego se rió. Fue una carcajada fuerte y un poco desquiciada, y varios de los estudiantes más cercanos parecieron alarmados por la reacción.
—¡James! —Se rió entre dientes, con los ojos brillantes mientras miraba a Sam—. ¿Oíste eso, Sammy? ¡James! ¡Madre mía, qué gracioso! —le llevó un minuto calmarse, y seguía sonriendo cuando dijo:
—¿Sabes qué? Sí. Exactamente, ahora soy James Potter, no el segundo. Me da igual quién sea ese otro James, solo puede haber uno.
—Ese sería tu padre, Jim... pasado trágico, ¿recuerdas? —Sam agarró el último pudin de Yorkshire. Este festín era genial, podía elegir los mejores trozos e ignorar toda la porquería.
—Sí, por supuesto. Trágico. Pobre James y... —Cerró la boca, pensó un segundo—. Pobres mamá y papá —se corrigió. Todos lo miraban como si estuviera completamente loco, y Sam sintió lástima por esos pobres Slytherin.
No tenían ni idea de lo que se les avecinaba.
Chapter 4: La nueva celebridad
Chapter Text
—Sammy, no seas niña.
—No. Ni hablar. Me voy a cambiar de casa.
—Sammy…
—Ni lo intentes, Jim.
Sam se había recuperado de su disgusto por no poder elegir su propia casa con relativa rapidez. Es más, ni siquiera se había quejado en alto de tener que dormir en los pavorosos calabozos del castillo. No, el verdadero problema vino cuando entró en la Sala Común de Slytherin y vio las ventanas —de techo a suelo— que ofrecían vistas al interior del lago.
No dudó un instante en dar media vuelta para salir por donde había venido.
—¿Dormirías tú en una habitación llena de telarañas? —le demandó a Jim, quien se encontraba de pie, delante de la puerta de entrada a la Sala Común, intentando convencerla de volver adentro, igual que hace cinco minutos.
Jim suspiró como si estuviese tratando con un niño que se negaba a irse a dormir:—Sammy, es un lago. No hay tiburones en un lago.
No había muchas cosas que pudieran asustar a Sam, si era honesta. De hecho, ella era un poco adicta a la adrenalina. Las alturas, las arañas, las serpientes, ninguna de las fobias habituales eran un problema para ella, a diferencia de Jim, quien le tenía un gran pavor a lo que él llamaba "bastardos de ocho patas". Pero su miedo completamente racional a las criaturas oceánicas de ojos muertos y demasiados dientes en la boca era tan grande que cualquier cuerpo de agua más profundo que un charco la dejaba paralizada.
No es como si de verdad creyese que fueran a haber tiburones en un lago o en una piscina, pero la mera posibilidad era suficiente para reducirla a un manojo de nervios delante de cualquier cuerpo de agua que pudiera albergar dichas criaturas en él.
¿Y ahora se suponía que iba a tener que dormir en una sala con vistas abiertas a un abismo oscuro e infinito de agua?
Y una mierda.
—¿Dónde vas a dormir, pues?
Sam se cruzó de brazos, tozuda:
—En cualquier otro sitio —replicó, firme.
Jim suspiró de nuevo.
—Ajá —dijo, agarrándola del brazo y arrastrándola hacia la Sala Común. Los demás alumnos de primer año ya se habían ido a explorar sus respectivas habitaciones y por eso, los únicos presentes en la sala eran un par de estudiantes de cursos superiores, incluyendo al Prefecto de cuyo discurso de introducción Sam había huido.
—Oye, chico Prefecto —Jim dijo al tiempo que arrastraba a una reticente Sam tras de sí—. ¿Hay tiburones en el lago, mágicos o normales?
El Prefecto se le quedó mirando, confundido, antes de darse cuenta de que estaba esperando una respuesta:
—No, claro que no —dijo, y esperó a que Jim le señalase con los brazos como si él fuese la solución a todos los problemas de Sam, antes de continuar—. Es muy inusual ver a uno en el lago. La única criatura que verás será el Calamar Gigante, pero eso no es…
Sam se giró y salió de la habitación.
Le llevó a Jim una hora convencerla de volver dentro, y en lugar de irse a la cama, acabaron pasando la noche sentados en la mesa más alejada de las ventanas, planeando su siguiente movimiento.
—Está bien —Jim comenzó, poniendo sus manos sobre la mesa de una forma muy profesional para los once años de edad que aparentaba ser—. Quiero ir al corredor prohibido.
Sam lo había visto venir:
—Tú solo quieres ir a ver al perro.
—¡Es un perro con tres cabezas, Sammy! —le insistió, como si ella no pudiera entender el concepto—. ¿Por qué no querrías ir a ver a un perro con tres cabezas? ¿Cuándo, si no, vas a tener la oportunidad de ver a un perro con más de una cabeza?
—Jim, va a devorarte.
—No lo sabes seguro.
—Está ahí para salvaguardar la Piedra Filosofal.
Jim frunció el ceño:
—¿Cómo sabes lo que está protegiendo?
—Es el título del primer libro, Jim.
—Oh —dijo Jim, tras hacer una pausa—. Claro.
—Te habías olvidado por completo, ¿verdad?
—¡Un perro con tres cabezas!
La discusión continuó durante un buen rato hasta que Sam tiró la toalla y accedió a visitar al perro, lo que les condujo a su siguiente discusión.
—Jim —le dijo Sam, tan paciente como pudo—, estás forrado.
—Puede, pero no soy inmortal —él le sonrió—. Todavía.
Ella se arrepintió de haberle contado a Jim todo sobre la Piedra. Había comenzado a investigar todo sobre la Piedra Filosofal antes de adentrarse en la trama, pero revelarle a Jim que la piedra podía convertir en oro cualquier metal y en inmortal a quien la obtuviera había sido un error. Tenía que haberle dicho que solo era una bonita roca.
—Venga, Sammy —Jim se quejó—. ¡Sería genial! ¡Inmortalidad! —Sam tuvo que admitir que, a pesar de que el argumento era súper débil, Jim la estaba convenciendo—. Mira, tenemos que detener a Lord Vaselina, ¿no? Pues venzámosle en su mismo juego.
—Tú solo quieres la piedra de la inmortalidad.
—Piensa en los niños.
Y así fue como Jim ganó su segundo debate, porque todo lo que necesitaba para convencer a Sam de hacer algo era o A) iba a ser divertido, o B) iba a fastidiar a alguien. La incesante necesidad de Jim de estar siempre haciendo algo complementaba bastante bien la impulsividad de Sam y realmente era un milagro que hubieran vivido tanto tiempo.
(Sam se estaba comenzando a preguntar si lograrían sobrevivir siquiera un año entero en este nuevo mundo, en lugar de los siete que necesitaban. Dios, Voldemort iba a ganar porque Jim quería acariciar a un Cerbero.)
Resulta que las lecciones de magia reales eran bastante difíciles. Había teoría, práctica y un millón y medio de cosas que hacer antes de que se les permitiera probar el hechizo, y la materia de Transfiguración era mucho más difícil que los encantamientos que habían conseguido aprender por su cuenta. Tanto Sam como Jim fallaron en convertir sus cerillas en agujas. Jim había comenzado a declarar que era imposible hasta que vio a otros tres estudiantes lograr la tarea, momento en el que había encendido su cerilla y prendido la tarea de su vecino en llamas.
Obteniendo su primera detención.
Diez minutos después, Sam se vio recibiendo la ira de McGonagall.
—¿Señorita Granger? —Sam miró a la profesora—. ¿Qué es eso que tiene en la mano?
—¿Un bolígrafo?
—¿Dónde está su pluma?
—No tengo.
—¿Y puede saberse por qué?
—Son los noventa —respondió, haciendo que algunos alumnos de Hufflepuff se rieran—. Entiendo que queráis mantener una estética, pero las plumas tienen que ser una broma. No pienso escribir con una maldita pluma.
Y esa fue el primer castigo que Sam se ganó.
Pociones había sido la lección que ella había estado esperando con más ansias, lo que desconcertó a Jim, considerando lo mucho que había despotricado contra dicha asignatura después de haberse leído el libro de texto y descubrir lo innecesariamente complicadas y aburridas que eran las instrucciones escritas dentro.
Pobre Jim. No tenía idea de lo que se le avecinaba.
Por fin era viernes. Sam se aseguró de arrastrar a Jim para que se sentase al frente de la clase, al lado de Malfoy, quien lucía poco entusiasmado con la disposición de los asientos. Si había algo que se estaba convirtiendo en sentido común entre sus compañeros de clase, era que “Sam y Jim están majaras”, una opinión con la que Sam estaba completamente de acuerdo y por tanto, no tenía ningún deseo de cambiar. Jim había contado una docena de versiones distintas sobre cómo había ido la noche en que Voldemort había intentado matarle, cada una de ellas con una descripción distinta del hombre, llegando al punto de haber convencido a un grupo de Gryffindores de tercer año que el Señor Oscuro se parecía al payaso Pennywise.
Para cuando los calendarios marcaron el día 6 de septiembre, el Niño-Qué-Vivió había pasado de ser una celebridad a ser una amenaza pública.
—Es un nombre estúpido —Jim se quejaba a todo aquel que le llamase por su título—. “Jim el Invencible” suena mucho mejor.
Sam prefería llamarle “Jim el Imbécil Indestructible”.
Estaba casi brincando de la emoción en su asiento cuando el profesor Snape entró en la sala deslizándose, muy dramáticamente, con su túnica negra ondeando tras de sí, como una especie de murciélago amenazador.
Al pasar la lista, Sam ya estaba sonriendo de oreja a oreja de la emoción contenida y, cuando éste llegó al nombre falso de Jim, no defraudó.
—Sr. Potter —Snape hizo una pausa al leer el nombre. El momento había llegado—. Nuestra nueva celebridad. —Su tono burlón hizo estallar las risitas por la sala.
Jim miró al profesor con curiosidad:—¿Quién fue la anterior?
—Dos puntos a Slytherin por tu osadía —Snape dijo, fulminándolo con la mirada. Jim, visiblemente confundido, dirigió una mirada de ayuda a Sam.
Pero ella no tenía ninguna intención de hacerlo.
En vez de ayudarle, se limitó a ignorar la charla de bienvenida del profesor, pero llegó a captar algunas frases que parecían indicar que al menos era interesante de escuchar. Pena que las estuviera entonando con ese tono tan lento, silencioso y monótono. Había conocido a funerarios con más entusiasmo.
—¡Potter! —La abrupta subida de tono hizo que Sam, al igual que la mitad de sus compañeros, se sobresaltaran —incluso Jim, que aparentemente no había hecho nada para llamar la atención—. Dime, ¿qué obtengo si añado polvo de raíces de asfódelo a una infusión de ajenjo?
Jim se le quedó mirando embobado:—¿Qué en polvo con qué? —Parecía desconcertado por las extrañas palabras que había pronunciado el profesor—. Eso… Eso es un galimatías. —Miró hacia Sam otra vez en busca de ayuda—. ¿Se supone que he de entender lo que me dice?
El labio de Snape se curvó en una mueca hostil:—Cinco puntos menos para Slytherin. —Sam se preguntó si la Casa de Slytherin alcanzaría los puntos negativos al final de la lección—. Intentémoslo otra vez. ¿Adónde mirarías si te pidiera buscar un beozar?
—¿El zoo?
—¿Cuál es la diferencia entre el acónito y la hierba lobo?
—El nombre —dijo Jim convencido. Varias personas se rieron por lo bajo, pero callaron de inmediato cuando los ojos de Snape se posaron en ellos.
Sam, por su parte, estaba disfrutando de lo lindo en la clase de pociones.
Y entonces…
—Señorita Granger —ahora era Sam la que levantó la vista con cautela ante el lento pronunciamiento de su nombre falso, anticipándose a lo que se le venía encima—. ¿Con qué está usted tomando apuntes?
—… Con un bolígrafo.
—¿Y dónde está su pluma?
—Castígueme. No voy a dar mi brazo a torcer.
Y ese fue el segundo castigo de Sam, mientras que al final de la lección, Jim obtuvo su segunda, tercera y cuarta detención, además de hacerle perder un total de veintitrés puntos a Slytherin.
—¿Qué mosca le ha picado? —Jim le preguntó en cuanto salieron del aula de Pociones, mirando por encima de su hombro como si esperase que Snape fuera a asaltarle por sorpresa con más preguntas sin sentido.
—No me acuerdo —Sam le contestó alegremente—. Algo relacionado con tu falso padre, que era un capullo. Y creo que también quería tirarse a tu falsa madre.
Jim parecía claramente alarmado.
Chapter 5: Cuando la vida te da caramelos de limón
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Halloween.
Era brillante. A prueba de balas. Todo el mundo estaría en el banquete, otorgándoles la oportunidad perfecta para husmear en el corredor del tercer piso (para que Jim pudiera acariciar al perro). Y si alguien preguntaba por qué no estuvieron en el banquete, tenían la excusa perfecta: el luto de Jim por la muerte de sus falsos padres.
Se pasaron las tres semanas previas a Halloween urdiendo su plan. A medianoche, las conspiraciones en la sala común se convirtieron en algo habitual; Sam dormía en su dormitorio después de descubrir que su cama tenía cortinas alrededor, lo cual le permitía no tener que ver el lago, pero su reposo a menudo era interrumpido por pesadillas del calamar gigante y una bandada de tiburones entrando por la ventana.
Sam recordaba el contenido de los libros y las películas de dos maneras: súper útily¿por qué demonios recuerdo esto? Estaba segura de haber recordado bien la mayoría de los obstáculos entre ellos y la Piedra. Jim había sobornado a Malfoy para que le enseñara cómo jugar al ajedrez, y Sam estaba un 90 % segura de que la planta carnívora podía derrotarse con fuego.
Las clases transcurrieron con relativa fluidez, con la obvia excepción de Pociones. Entre el total desinterés de Sam en la materia y Jim enemistándose con Snape, hasta el momento habían derretido tres calderos y perdido suficientes puntos para Slytherin como para que los prefectos los amenazaran... y luego les suplicaran que pararan.
Cosa que… no harían. Sobre todo después de que Sam hubiera regañado a Jim por tirarle una babosa con un irritado:
—¡James!
Y Snape les hubiera echado de clase tras imponerles una semana de castigos. Sam ahora estaba casi segura de sus vagos recuerdos sobre el falso padre de Jim siendo un imbécil; era la causa del odio que Snape le profesaba. Por su parte, Jim estaba convencido de que Snape simplemente sentía una gran pasión por las babosas.
Sam estaba convencida de que, a estas alturas, estaban en guerra con Snape.
El resto de los alumnos sentían una muy respetable dosis de miedo hacia El-Niño-Que-Vivió, y Sam pudo o no haber sido quien inició el rumor de que la Maldición Asesina había destruido una parte vital de su cerebro. El resto de los Slytherin ya sentían una profunda antipatía hacia Sam por su sucia sangre 0 negativa, y eso, sumado a la incapacidad de Jim y la suya para adaptarse a las normas sociales o ser personas decentes en general, había hecho que la actitud de toda su casa se consolidase en un: «Ignóralos y tal vez se vayan.»
Y entonces, por fin, llegó Halloween.
—¡Tres cabezas! —Jim estaba prácticamente dando saltos a lo largo del corredor, arrastrando consigo a una Sam mucho menos entusiasmada, de la mano—. ¡Un perro de tres cabezas! Es como la oveja esa que nació con dos... ¡pero mucho mejor!
Sam no tenía ni idea de dónde venía la obsesión de Jim por los animales con más cabezas de las que deberían, pero le rezaba a todos los dioses que conocía para que las hidras no resultaran ser reales en este mundo.
Estaban a punto de llegar al corredor prohibido cuando el sonido de pasos acercándose rápidamente los hizo agacharse tras la esquina, justo a tiempo para ver cómo el profesor Quirrell, con el turbante torcido, corría por el corredor hacia el Gran Comedor.
—¡Oh, venga ya! —susurró Jim, irritado—. ¿En serio no podía haberse esperado un poco más? Vaya mier…
Sam le tapó la boca al escuchar otro par de pasos viniendo de la misma dirección. Esta vez fueron testigos de cómo Snape corría por el corredor, persiguiendo al otro profesor, con sus ropajes ondeando tras de sí, cual capa de superhéroe.
—Mi Vengador favorito —susurró Sam, y a Jim se le escapó un resoplido tan alto que Sam temió por unos momentos que Snape los hubiera escuchado y fuera a darse media vuelta. Por suerte, eso no sucedió.
—Pues vaya mierda —masculló Jim en cuanto se fueron en dirección contraria de los profesores—. ¿Y ahora qué? ¿Esperamos hasta Navidad?
Sam se encogió de hombros.
Jim se pasó todo el camino de vuelta a las escaleras de morros, y no fue hasta que llegaron al primer piso que Sam se percató de que había olvidado un punto vital de la trama.
—Ah, es verdad… —comenzó tímidamente—. Había un trol en las mazmorras.
Aparentemente, el trol en cuestión compartía la aversión de Sam por las mazmorras, porque estaba justo delante de ellos. Medía más de tres metros, tenía la piel gruesa color gris oscuro, y su cabeza era diminuta al punto de resultar ridícula en comparación con el resto de su enorme cuerpo. Sam lo habría encontrado gracioso de no ser porque los ojos pequeños y brillantes del trol estaban firmemente posados en ellos, y porque sostenía un enorme garrote de madera.
—No te muevas —dijo Jim, siguiendo su propio consejo sin apartar la mirada del trol—. Solo puede vernos si nos movemos.
Esto resultó ser una vil mentira, porque el trol enseguida soltó un rugido que hizo que las costillas de Sam vibraran como si fuera el más ruidoso concierto de bajo jamás escuchado.
—¡Corre! —gritó Jim, y Sam no tardó en hacerle caso. Salieron escopeteados en dirección contraria, con las pesadas pisadas del trol sacudiendo el suelo mientras les perseguía.
—¡Joder, es rápido de cojones! —exclamó Sam tras cometer el error de mirar hacia atrás. El trol se estaba moviendo a una velocidad que no debería haber sido posible para una mole como esa.
Lograron poner distancia entre ellos y el trol en las esquinas; era rápido, pero no cuando tenía que girar, chocándose siempre contra las paredes y rugiendo rabioso. Jim no había parado de soltar tacos durante la huida, y Sam hubiera hecho lo mismo si no hubiera estado ocupada chillando a pleno pulmón.
Al doblar la cuarta esquina, Sam solo tuvo una fracción de segundo en la que vio a la persona que corría hacia la misma esquina desde el lado opuesto del corredor antes de chocar contra ella, enviándolos a ambos al suelo.
—¡No vayas por ahí! —exclamó mientras se ponía en pie, sin apenas mirar a su desafortunada víctima—. ¡Lo siento, profesor! ¡Castígame luego! —le dijo a Snape, que aún se encontraba tirado en el suelo.
McGonagall, que había estado siguiendo a Snape, se les quedó mirando con los ojos como platos, pero Jim agarró la mano de Sam y se la llevó corriendo antes de que la profesora pudiera dirigirles la palabra.
—¡Es rápido de cojones! —les informó Jim a los profesores mientras continuaban huyendo.
«Eso, dejemos que los adultos se encarguen del problema. A ver qué les parece», pensó Sam.
No se pararon hasta haber llegado a la sala común de Slytherin. Jim gritó la contraseña y literalmente entraron de cabeza, al haber intentado pasar por la entrada al mismo tiempo.
Dicha sala, que hasta ahora había estado llena de murmullos nerviosos, se quedó en silencio ante su dramática entrada. Sam no hizo ademán de levantarse, contenta con quedarse allí tumbada, mirando al techo, mientras intentaba recuperar el aliento. Los pulmones le ardían con cada inhalación y sentía una punzada en el costado como si alguien le hubiera clavado un cuchillo.
—En el nombre de Merlín, ¿se puede saber dónde os habíais metido? —les gritó el Prefecto Pucey tras recuperarse del shock.
—El trol —jadeó Jim, sin hacer amago de levantarse tampoco—. No estaba en las mazmorras.
—Y era rápido de cojones —añadió Sam sin aliento. Aún no lo había superado. Esas piernas y esos pies no estaban hechos para correr, todo su físico carecía de sentido alguno—. Y creo que he matado a Snape.
Jim se rió, con jadeos por el esfuerzo: —Más te vale… ¡le hiciste un auténtico placaje!
Sam se cubrió la cara con sus manos.
—Por favor, que esté muerto —rezó en voz baja—. Y que se joda el argumento.
Snape no murió, como descubrieron una hora después, cuando la entrada a la sala común se abrió y el hombre apareció al otro lado. Sam se sintió como si la mismísima Parca hubiera venido a reclamar su alma.
—Vosotros dos —Snape ni siquiera tuvo que especificar. Siempre eran ellos dos—. Venid conmigo.
Jim reprimió una sonrisa mientras siguieron al profesor fuera de la sala común, y a Sam le asaltó la sensación de estar siguiendo al carnicero que les iba a conducir al matadero, sobre todo cuando reparó en la cojera de Snape. ¡Dios mío, iba a morir!
Por su parte, Snape no pronunció palabra alguna en todo el trayecto, y aunque Sam tampoco se moría de ganas de hablar con él, los silencios incómodos eran su perdición. Por fortuna, un segundo antes de que ella pudiera abrir la boca para preguntarle a Snape si su futura carrera como jugador de fútbol iba a verse afectada por el incidente, Jim la detuvo. Snape se giró cuando se percató de la falta de pisadas tras de sí.
—Este es el tercer piso —señaló Jim, y Sam miró a su alrededor, sorprendida. Había estado tan concentrada intentando no hablar que ni siquiera se había fijado en cuántas escaleras habían subido hasta ahora—. El Director dijo que a los alumnos no les estaba permitida la entrada. Y como ciudadanos legales que somos…
—Movéos —la voz de Snape sonó tan fría que Sam se sorprendió de no ver vaho salir por su boca. Al echar un vistazo a Jim, y ver cómo su cara reflejaba que estaba deliberando sus opciones, su impresión de estar cerca de su muerte aumentó.
«¡Nos va a dar al perro como comida!»
Por suerte, Snape les condujo hacia el corredor contrario, ignorando la mirada de añoro que Jim le echó al corredor prohibido, hasta detenerse delante de una enorme gárgola. El grupo se mantuvo en silencio hasta que Snape dijo: —Caramelos de limón.
El tono monótono con el que pronunció esas dos palabras fue tal, que Sam ni se percató de que la gárgola se apartaba y apenas logró reprimir una risotada. La mirada fulminante que le dirigió Snape podría haber derretido el metal. De hecho, Sam habría jurado sentir cómo su ceja izquierda se había chamuscado.
—Escalera mecánica mágica —susurró Jim mientras le seguían el paso al cada vez más furioso Snape por la escalera circular que ascendía lentamente. A Sam la asaltó el repentino deseo de que las demás escaleras del castillo fueran iguales. ¡Subir escaleras era tan cansado!
Al cruzar la puerta de madera en lo alto de la escalera, Sam miró a su alrededor asombrada. Se encontraban en una sala grande y circular, llena de extraños instrumentos de plata sobre mesas, que zumbaban, emitían ruidos raros y soltaban pequeñas bocanadas de humo; atestando la sala de ruidos y movimiento. Sentado tras un enorme escritorio, se encontraban el director con la Profesora McGonagall a su lado, pero la mirada de Sam se detuvo en el pájaro rojo y dorado del tamaño de un cisne que estaba posado en la percha junto al escritorio.
—¡Es un pollo en llamas! —exclamó Jim, con sus ojos brillantes de la emoción. Esto, aparentemente, ofendió al “pollo en llamas”, que hinchó el pecho de forma claramente enfadada. El sonido de una risita hizo que la atención de Sam regresara hacia el Director. Esta era la primera vez que veía al hombre de cerca, e instantáneamente se encontró cautivada por sus ojos: eran de un azul brillante y penetrante, y Sam no podía dejar de mirarlos porque, «¡Madre mía!». Eran los ojos más bonitos que había visto en su vida. Eran ojos mágicos. En ese momento, se convenció de que todo el poder de Dumbledore se almacenaba en sus ojos y que este podía dispararlos como láseres. ¡Así de mágicos eran!
—Creo que la palabra que está buscando es fénix, Sr. Potter —dijo Dumbledore, sonriéndoles amablemente—. Y su nombre es Fawkes.
Jim separó sus ojos del pájaro para observar a Dumbledore:
—Por favor, dime que le nombraste en honor a Guido Fawkes y su conspiración de la pólvora —suplicó.
Los ojos de Dumbledore brillaron con picardía:
—En efecto, así fue —confirmó.
Jim le sonrió extasiado.
—Tenía la impresión de que el Sr. Potter y la Srta. Granger fueron traídos aquí por sus acciones insensatas y potencialmente mortales de esta noche. —Snape no parecía impresionado por la escena.
Dumbledore miró al profesor de Pociones por encima de sus lentes y luego posó su mirada en ellos, desprendiendo un aura de pura serenidad.
—Es verdad —asintió tras una breve pausa, e indicándoles que tomaran asiento en los dos sillones que había frente a su escritorio.
Al sentarse, Sam tuvo el placer de descubrir que eran tan mullidos como parecían. Una vez tomaron asiento, Dumbledore extendió la mano hacia una caja de metal en el centro del escritorio y levantó la tapa para revelar que estaba lleno de pequeños dulces amarillos.
—¿Os apetece un caramelo de limón? A mí me encantan.
Al oír esas palabras, a Sam le invadieron unas ganas irrefrenables de echarse a reír y se apresuró a morderse el interior de la mejilla, mirando a cualquier lado menos a Snape.
Y entonces, Jim la hizo perder su compostura.
—Caramelos de limón —dijo, imitando casi a la perfección la voz de Snape, y Sam se tapó la boca en un intento desesperado por no reír. Pero cometió el error de cruzar miradas con Snape, que la estaba fulminando con la mirada, y al final, para su gran mortificación, se le escaparon unas risitas.
Aunque un vistazo hacia el escritorio reveló que el propio Dumbledore parecía haber estado intentando contenerse de igual modo e incluso le pareció ver a McGonagall sonreír brevemente.
—Si pudiéramos ir al grano… —Snape también parecía estar conteniéndose, pero no para echarse a reír, sino a gritar.
Dumbledore hizo acopio de sus fuerzas y asintió, con esa voz suya que invitaba a relajarse. Sam aprovechó la ocasión para meterse un caramelo de limón en la boca.
—Por supuesto, Snape —y girándose hacia Jim y Sam, Dumbledore comenzó—: Os hemos citado porque nos gustaría saber por qué vosotros dos no estabais en la sala común con el resto de vuestra Casa cuando sonó la alarma.
—No sabíamos que había un trol suelto —Jim dijo mientras Sam se concentraba en chupar su caramelo—. No estábamos en la cena.
—¿Y puede saberse por qué? —demandó Snape, y Sam se giró para mirar a Jim, expectante. Ahí estaba, el momento para el que habían practicado; solo tenían que soltar su cuartada del luto de manera convincente y…
—Estábamos cazando fantasmas.
Sam casi se atragantó con el caramelo.
—¿Cazando fantasmas? —preguntó Dumbledore, sus pobladas cejas blancas tocando su frente de la sorpresa.
—Es Halloween —dijo Jim, como si eso fuera explicación suficiente. Viendo venir el desastre, Sam se apresuró a masticar el caramelo para poder hablar. Ya tendría tiempo de expresar su sorpresa en cuanto hubiera terminado de arreglar la situación.
—No estábamos cazando fantasmas —le regañó a Jim como si esa fuera la parte más sorprendente de todo y no la ridiculez de la mentira en sí—. Repite conmigo: estábamos investigando un fenómeno paranormal.
Jim la miró fijamente.
—Cazando fantasmas.
—Decir cazar implica que estábamos intentando capturar a un fantasma. Estábamos investigando lo paranormal. Somos profesionales, ¡maldita sea!
Los ojos de Dumbledore comenzaron a brillar otra vez: —Me temo que vuestros esfuerzos fueron en vano —les reveló—. Porque todos los fantasmas se encontraban en el Gran Comedor presumiendo de su formación aérea.
Los ojos de Sam se abrieron como platos.
—¡¿Qué?! —exclamó Jim, tan escandalizado como ella se sentía—. ¡¿Nos hemos perdido a los fantasmas volando como la Fuerza Aérea Real?! ¡Estás mintiendo!
—¡¿Qué más nos hemos perdido?! —interrumpió Sam—. ¡¿Había esqueletos danzantes?! No me digas que nos hemos perdido a los esqueletos bailando?! —Jim pareció horrorizarse ante la mera posibilidad de haberse perdido tal imagen, pero Dumbledore les calmó sin dejar de sonreír.
—No, no hubo esqueletos bailando —les aseguró, y Sam respiró aliviada. Jamás se habría perdonado haberse olvidado de un momento así—. Pero me parece una idea maravillosa para el banquete del año que viene.
—Serás mi persona favorita del planeta entero si lo haces —le soltó Sam al director, con franqueza, y luego se giró hacia Jim—. Perdona, Jim, acabas de ser degradado al segundo puesto. Jamás podrás satisfacer mis necesidades así.
Sam no se perdió el momento en que la ceja de Dumbledore se alzó al oír el nombre, pero la sorpresa solo le duró un instante. El ojo de Snape se contrajo con frustración reprimida, pero eso no era nada nuevo.
—No, si te entiendo perfectamente —le respondió Jim, encantado con la idea—. Yo también te intercambiaría por esqueletos danzantes así de rápido —le confesó, chasqueando los dedos.
—Espeluznantes y aterradores, Jim —se justificó Sam, sabiendo perfectamente que Jim no iba a poder resistirse a cantar la canción de Andrew Gold, pero una risita contenida procedente de Dumbledore les hizo detenerse.
—Bueno, veo que el asunto está resuelto. No se os puede culpar por no saber que había un trol suelto, pero os recomendaría asistir a los festines en el futuro. Y así, evitaréis perderos las actuaciones —comentó alegremente.
Un vistazo reveló la cara de Snape al escuchar el veredicto, todo un cuadro de amargura, pero sorprendentemente no se opuso.
—Pueden regresar a sus dormitorios.
Sonriendo de oreja a oreja, por un final bien terminado, Sam se puso en pie de un salto y, cogiendo a Jim de la mano, salió de la sala antes de que Snape pudiera explotar. Pero no sin antes de que Jim agarrase un puñado de caramelos de limón.
—¡Truco o trato! —exclamó, sosteniendo su botín contra el pecho, mientras se lanzaba escaleras abajo.
—Perdón por haberte tumbado antes, espero que tu carrera como futbolista no sufra demasiado ynomedemandesporfavor! —se despidió Sam de un suspiro mientras se apresuraba a bajar los escalones.
—¿Cazando fantasmas? —le susurró incrédula a Jim en cuanto estuvieron lo suficientemente lejos del despacho como para que Snape les hubiera seguido con su cojera.
—No quería contarle una mentira —dijo, y Sam le quedó mirando, incrédula—. Bueno, me refiero a contarle una mentira seria. Me cae bien y tal. —Sosteniendo un puñado del botín robado, le dijo: —¿Caramelos de limón? —imitando a la perfección la voz de Snape.
La historia de su aventura en Halloween llegó a oídos de todo el colegio a la mañana siguiente y, de pronto, todo el mundo empezó a querer saber de ellos, casi como el primer día que Jim llegó al castillo. Fueron acosados varias veces por estudiantes curiosos que querían saber cómo le habían hecho frente a un trol de montaña, pero Jim nunca contó más allá de una sola parte en concreto.
—Por favor, para —le suplicó Sam cuando llegó la hora de la comida, dándole la espalda a la mesa donde se sentaban los profesores, por miedo a ver cómo Snape intentaba prenderle fuego con la mirada. Podía sentirlo—. Vas a conseguir que me mate.
Jim, que acababa de terminar de contarle a otro estudiante cómo ella se le había echado encima a Snape durante la huida, sonrió pícaramente antes de responderle:
—¡Es que no puedo evitarlo! ¡Es tu mayor logro!
Sam estaba segura de que la clase de Pociones iba a consistir en Snape dejando en paz a Jim para centrar todo su odio en ella, pero Jim, fiel a su naturaleza de eterno gamberro, no pudo contenerse. Sam no debería haberse preocupado por si le había roto la pierna a Snape, porque su siguiente reacción fue mucho peor. Todo comenzó cuando Snape les preguntó el nombre de una ridícula poción que Sam estaba segura de que no iban a aprender hasta Sexto año, a lo que Jim respondió:
—Caramelos de limón.
Y Sam perdió por completo la compostura.
El resto de sus compañeros observaron incrédulos y horrorizados cómo Snape se ponía más y más lívido de furia, al tiempo que las carcajadas de Sam y Jim crecían en volumen. Al final, Snape los expulsó de la clase inmediatamente, y para cuando llegó la cuarta sesión, ni siquiera les permitió entrar, cerrando la puerta de un portazo justo después de que pasara el último de sus compañeros.
Ellos se quedaron mirándose el uno al otro, embobados, hasta que Sam sonrió y comentó: —Creo que hemos ganado la guerra.
Y así fue como la clase de Pociones pasó a ser tiempo libre para ellos. Snape ni siquiera se dignó a castigarles, y Sam estaba segura de que eso se debía a que no quería estar cerca por miedo a ceder ante sus impulsos asesinos.
No obstante, dado que su guerra con Snape no era ningún secreto, a principios de diciembre fueron emboscados por sus competidores cuando iban a desayunar.
—Muy bien, desembuchad —dijo uno de los gemelos, en cuanto tuvieron a Sam y a Jim apartados de miradas curiosas.
—¿Cómo lograsteis que Snape os expulsara de su clase? —preguntó el otro.
—Hemos estado intentando lo mismo durante años.
—¿Y vosotros lo conseguís en tres meses?
—¿Cuál es vuestro secreto?
—Juramos solemnemente que no nos iremos de la lengua.
—Por nuestro honor como gamberros.
Sam se estaba mareando tratando de seguir la voz de los gemelos, pero Jim se quedó observando al dúo, pensativo.
—¿Y qué es lo que nos daréis a cambio de revelaros nuestro mejor secreto? —preguntó. Sonriendo, Sam le siguió la corriente:
—Al fin y al cabo, seria peligroso si la información cae en las manos equivocadas —comentó, deleitada. Ellos también podían jugar a ser gemelos.
—Exactamente —corroboró Jim—. No podemos entregar las herramientas de nuestro oficio a cualquier pelirrojo que se nos acerque preguntando.
—A menos, claro está, que nos ofrezcan algo para equilibrar la balanza.
—Y demuestren ser las manos equivocadas más adecuadas para nosotros.
—Jim, eso ha sonado muy obsceno.
Los gemelos, por su parte, parecían maravillados ante su actuación, y Sam sospechaba que era porque hasta ahora no habían encontrado a nadie digno de considerarse su rival.
—Está bien, pequeñas serpientes —dijo uno, con una sonrisa viciosa.
—Aceptamos el trato —coreó el otro, imitando la sonrisa de su hermano.
—Ahora revelarnos cómo podemos demostrar que somos dignos de vuestro conocimiento.
—¿Y qué pueden nuestras manos equivocadas pero adecuadas hacer por vosotros?
—George, eso ha sonado muy obsceno.
Sam no podía evitar sonreír como una idiota. Pero no era para menos: acababan de encontrar a sus dos nuevos mejores amigos… o mejor dicho, a sus nuevos socios. Jim dio una palmada.
—Caballeros —comenzó, con una sonrisa tan viciosa como la de su audiencia—. Creo que ha llegado la hora de que estos dúos se conviertan en un cuarteto.
—Jim, eso ha sonado muy obsceno —corearon Sam y los gemelos, para gran deleite del grupo.
Oh, esto iba a ser bueno.
Chapter 6: El imbécil invisible
Chapter Text
—¿Por qué estás intentando matar a nuestros nuevos mejores amigos?
Jim alzó la mirada por encima de sus deberes de Transfiguración y arqueó una ceja hacia Sam.
—¿Y por qué haría eso?
—Le están lanzando bolas de nieve a la cara de Voldemort.
Jim se encogió de hombros.
—Son profesionales. No los atraparán.
El precio por su conocimiento era, al parecer, acosar a Quirrell. Los gemelos se entregaron a su nueva misión con entusiasmo, encantando bolas de nieve para que persiguieran a su víctima y rebotaran sin cesar contra su turbante. El plan de Jim para derrotar al Señor Oscuro parecía consistir en irritarlo hasta la muerte.
—Le están lanzando bolas de nieve a la cara de Voldemort —repitió Sam.
—Bastante merecidas —replicó Jim antes de volver a sus deberes—. Me provoca dolores de cabeza.
Sam había escuchado esa queja en particular al menos cuatro veces por semana desde que empezaron las clases. Aparentemente, Jim poseía sentidos «Potterescos» —nombre que él mismo se había dado—, que le permitían detectar la presencia de Voldemort a unos quince metros, manifestándose en forma de horribles jaquecas.
—A mí también, Jim. A mí también —suspiró Sam. Incluso si Quirrell no estuviera cargando con el Mal en persona, Sam lo seguiría detestando por su tartamudeo y su obsesión con el ajo. Sus clases eran un chiste, lo cual era todavía peor, ya que Defensa Contra las Artes Oscuras había sido la asignatura que más había esperado con ansias.
Al menos los gemelos Weasley estaban contentos. Habían sido desterrados de Pociones por repetir excesivamente la frase “Caramelos de limón”, lo cual tuvo como consecuencia que Snape redirigiera toda su furia hacia Sam y Jim. Estaba segura de que, a este paso, jamás dejarían de estar castigados, lo cual en la práctica significaba pasar horas escribiendo líneas con McGonagall, ya que Snape se negó rotundamente a compartir espacio con ellos durante tanto tiempo.
McGonagall resultó ser un hueso más duro de roer en ese sentido, pero parecía que finalmente habían encontrado la combinación ganadora:
Juegos de palabras con gatos.
—Vaya, el clima está para arañar paredes.
—Ya lo creo… ¡hace que se le erice el pelo a uno!
—Continúen y les añadiré otra semana de castigo a las que ya tiene acumuladas.
—¡Eso sería una gatástrofe!
—¿Quiere que sean dos, señorita Granger?
—Qué mala garra, Sam.
—¡Señor Potter!
Por supuesto, no tardaron en compartir dicho descubrimiento con sus nuevos cómplices, y muy pronto, los cuatro se encontraron en la biblioteca para idear tantos juegos de palabras sobre gatos como pudieron a lo largo de dos horas.
El resto de la escuela tembló, con razón, ante el nacimiento de tan impía alianza. Bueno, todos menos Dumbledore quién, en contraste, se iluminó como un árbol de Navidad cuando los cuatro se presentaron en su oficina para declararse miembros de la Banda de los Caramelos de Limón.
Lo mejor de haber formado su nueva banda fue obtener acceso al mapa mágico de los gemelos. Para Jim, sin embargo, fue una gran decepción descubrir que, en lugar de mostrar su sobrenombre —Jim el Inmortal— sobre sus pisadas, aparecía el de Harry Potter. Desde entonces estaba decidido a encontrar la manera de alterarlo. Contrario a lo que muchos creían, el mapa no mostraba a todos los presentes en el castillo —lo cual, en retrospectiva, tenía sentido, pues sería un enredo interminable de huellas—, sino únicamente a quienes el usuario buscaba de forma específica o a aquellos que el propio mapa consideraba capaces de interferir en sus fechorías. Los nombres que aparecían con más frecuencia eran los de Filch, la señora Norris, Peeves y Snape; aunque los gemelos también solían vigilar a su hermano Percy el prefecto aguafiestas que detestaba sus bromas.
El Mapa de los Merodeadores era un arma de destrucción masiva perfecta.
Poco después, con la llegada de la Navidad, consiguieron un nuevo recurso para su arsenal. Sam lo descubrió una mañana, cuando se dirigía a la sala común de Slytherin para encontrarse con Jim y no lo vio por ninguna parte. Se sentó en una mesa apartada en la esquina, cubierta de grafitis con referencias a series y películas que aún no existían y plagada de las palabras «caramelos de limón» en distintos estilos de letra. A causa de aquello, el resto de Slytherins estaba convencido de que la mesa estaba maldita, y nadie quería sentarse allí. Sam apenas llevaba medio minuto esperando cuando, de pronto, la sonriente cabeza de Jim —sin cuerpo alguno— apareció frente a ella.
El grito que soltó resonó por toda la sala, el tipo de alarido que solo se reserva para un asesinato espantoso. De un salto, tiró la silla al suelo y salió corriendo, desesperada por alejarse de la cabeza flotante.
El retumbar de pasos fue la señal de que el resto de la casa había oído el grito y corría a ver qué ocurría. La cabeza de Jim desapareció tan rápido como había aparecido, dejando a Sam sola, de pie frente a la silla caída en medio de la sala común.
La prefecta Farley fue la primera en llegar, varita en alto, irrumpiendo como si estuviera a punto de entrar en combate. Tras ella, una veintena de alumnos apareció también dispuestos a salvar a Sam, todos en pijama y con el pelo revuelto. La visión de los normalmente impecables Slytherins en semejante estado habría bastado para hacerla reír… de no ser porque seguía al borde de un infarto.
Farley echó un vistazo rápido a la sala y, al ver únicamente a Sam allí plantada, frunció el ceño.
—¡Por las barbas de Merlín, Granger! —exclamó—. ¡Ya te hemos dicho que el calamar gigante no puede entrar en la sala!
Una risa sofocada resonó a la altura de su hombro y Sam pegó un salto, girándose de golpe.
—¡Que le den al calamar gigante! —espetó, lanzando un manotazo al aire en dirección al sonido.
—Merlín… —murmuró alguien a lo lejos con un deje de resignación. Sam volvió a encararse con sus compañeros.
—Es un poco tierno que todos vinierais corriendo a rescatarme —admitió. El ceño de Farley se endureció aún más.
—Sea cual sea el ataque psicótico que estés teniendo, ¿puedes, por favor, tenerlo en silencio? —dijo en un tono que dejaba claro lo harta que estaba. Sam asintió con rapidez.
—Sí, por supuesto. ¡Estad atentos por si veis cabezas sin cuerpo flotantes de camino a vuestras habitaciones! —se despidió. Luego volvió a mirar los alrededores, pero no parecía haber señales de la presencia de Jim, ni siquiera una sombra fuera de su lugar—. *"Fue como esa escena de Alien con el androide de sangre blanca… pero sin la sangre. Ni el androide. Todo el mundo dice que lo peor es cuando la criatura sale del pecho de John Hurt, pero te juro por Merlín que la parte en la que la cabeza se le cae y empieza a manar esa especie de gelatina lechosa me persigue en sueños.
—Ni siquiera quiero saber de qué hablas —replicó la prefecta Farley mientras regresaba a su dormitorio.
—¡Feliz Navidad! —se acordó de gritar Sam, recibiendo de vuelta un coro de gruñidos y amenazas entre dientes. En cuanto se quedaron solos, siseó hacia la sala aparentemente vacía—: ¡James!
Unas carcajadas resonaron junto a la chimenea y Jim apareció de la nada.
—¡Ha sido brillante! —exclamó, todavía muerto de risa. Sam cruzó la distancia y le soltó un manotazo fuerte en el brazo—. ¡Ow! ¡Vamos, Sammy! ¡Ha sido divertidísimo!
—¿Con tus sentidos «Potterescos» y la capa de invisibilidad? Sí, serás todo un superhéroe —ironizó Sam, mientras pasaba los dedos por la tela plateada que ahora sostenía. Parecía hecha de agua, pero al tacto resultaba tan suave como la seda—. ¿De dónde demonios has sacado esto?
—Estaba al pie de mi cama cuando salí del baño. Los regalos de Navidad de todos han aparecido así… creo que Papá Noel es real.
—¡Ah, claro! La capa de invisibilidad —recordó Sam—. Se me había olvidado por completo cuándo y cómo ibas a conseguirla. ¿Quién te la ha enviado?
Jim se encogió de hombros.
—Ni idea, solo había una nota diciendo que le perteneció a mi falso-padre y que me la devolvía «por si acaso». Así que… ¿vamos?
Caminar los dos bajo la capa al mismo tiempo resultó un auténtico fastidio, así que pasaron un buen rato practicando en la sala común, intentando coordinarse hasta que por fin lograron avanzar al mismo compás.
Terminaron en las cocinas, que se habían convertido en su nuevo lugar de reunión desde que los gemelos les enseñaron cómo entrar. Sam no les había creído ni una palabra cuando le dijeron que había que hacerle cosquillas a una pera en el cuenco de frutas, pero cuando efectivamente soltó una risita y se transformó en picaporte, ella misma se echó a reír durante cinco minutos. Allí tomaron asiento en la mesa réplica de la de Hufflepuff. Los elfos domésticos los adoraban desde la primera visita, cuando Sam proclamó que eran ‘los mejores’ después de que le sirvieran café. Eran criaturas fáciles de contentar, y estas vocecillas agudas con orejas de murciélago parecían felices de abastecerlos con cantidades infinitas de cafeína.
—No podemos perdernos el banquete de Navidad —advirtió Sam una vez terminado el café, mientras los elfos regresaban a los preparativos de la cena de la noche siguiente—. Saltarnos dos festines seguidos levantaría sospechas.
Jim asintió distraídamente mientras repasaba la lista de obstáculos que habían elaborado sobre la piedra. Había mejorado bastante en ajedrez —Sam estaba convencida de que Malfoy, en el fondo, apreciaba tenerlo como rival—, y ambos ya dominaban el hechizo de fuego contra la planta. Sam incluso había recordado que el perro se dormía al oír música, cuando estuvo anotando todo lo que podía rescatar del argumento y llegó a la parte en la que Hagrid se había ido de la lengua.
Lo que necesitaban era una distracción que asegurara que nadie notara su ausencia y que, además, mantuviera a los profesores alejados de las defensas.
—¡Quidditch! —exclamó de pronto Jim, provocándole a Sam su segundo infarto de la noche—. Todo el mundo asiste a los partidos de Quidditch, incluso los profesores.
Sam le dedicó una sonrisa radiante.
—¡Brillante! —lo alabó—. Estoy segura de que hay un partido el veinte de febrero. Faltan solo dos meses, ¡estamos salvados!

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