Actions

Work Header

Carrera Al Corazón

Summary:

En un mundo donde los dragones son cazados sin piedad, Astrid Hofferson ha crecido entre fieros guerreros en la fortaleza de Iseldur, forjando su lugar en una sociedad que desprecia la debilidad.
Pero tras años de obedecer reglas impuestas por una familia caída en desgracia, el fuego en su interior empieza a arder con dudas.
Cuando conoce a un nuevo recluta torpe y reservado, no imagina que ese joven guarda un secreto que podría cambiarlo todo.
Hipo Horrendo Abadejo III se ha infiltrado en Iseldur con una sola misión: descubrir los planes de los cazadores y detenerlos desde dentro. Pero cuanto más tiempo pasa junto a Astrid, más borrosa se vuelve la línea entre deber y deseo. La traición se vuelve inevitable. También el amor.

En una carrera contra el tiempo, donde la verdad es un lujo y las decisiones marcan la diferencia entre la libertad y la ruina, ambos deberán elegir: ¿honrar su origen o luchar por un nuevo destino? ¿Te atreves a descubrirlo?

➵AU. ¿Qué pasaría si después de la muerte de Finn Hofferson los Hofferson se hubieran ido de Berk?
➵ No se permiten las copias y/o adaptaciones, todos los derechos reservados.
➵ Lo personajes no me pertenecen créditos a sus creadores.

Chapter Text

01. El despertar de la amenaza


Hipo no podía procesar todo lo que había pasado en menos de un día.

El viento gelido azotaba su rostro mientras observaba los restos humeantes del barco. La mañana de reconocimiento como habían llamado a la misión los gemelos y Patapez, había terminado en un amargo descubrimiento: no solo existían más dragones de los que imaginaban, sino también hombres decididos a cazarlos. Hombres organizados, con barcos preparados y un símbolo escalofriante grabado en sus cascos: una garra aprisionando una cadena.

De no haber sido por el ojo del dragón nunca habrían encontrado a Eructo y Guacara ya albóndiga, habían acabado en una búsqueda impensable, los gemelos y Patapez habían quedado a la deriva de un pedazo de tabla, navegando en el mar abierto, apenas conscientes.

¿Dónde estaban sus dragones?

—Hipo, los tienen los cazadores, tenemos que rescatar a mi Albóndiga, debe estar aterrada —expresó Patapez con preocupación, y los gemelos también insistieron.

Fueron a pistas en aquel lugar donde habían visto por última vez a aquellos cazadores buscares, pero no encontraron nada, excepto una lente del ojo del dragón. Al examinarla, Patapez jadeó.

—¡Es una pieza del Ojo del Dragón! ¡Creo que desbloquea más funciones! —comentó, mientras manipulaba el objeto con cautela—. Parece que se activa con el ácido de un Ala Cambiante... es clase misterio.

—Vaya suerte —refunfuñó Patán.

Una vez que activaron la lente, regresaron a la Orilla del Dragón, donde ensamblaron la pieza con el resto del Ojo del Dragón que tenían. Fue al examinar los mapas antiguos a través de la nueva función que Patapez exclamó:

—¡Hipo, es esa! —dijo mientras observaba en el ojo del dragón, viendo la marca de los cazadores sobre un mapa desconocido—. ¡Es un puerto de caza!

—Vamos antes de que sea tarde —ordenó Hipo, guiando a sus amigos hacia la dirección indicada.

Tras activar la lente y alistarse para rescatar a sus dragones, los gemelos, en cambio, se infiltraron en el barco de los cazadores... pero fueron capturados.

Luego de haberla desbloqueado habían ido preparados para rescatar a sus dragones, los gemelos en cambio se colaron junto a Patapez al barco... pero fueron secuestrados.

Hipo y Patán lograron escapar de una lluvia de flechas. Desesperados, idearon un plan para liberar a sus amigos. Recordaron las resistentes escalas de Grito Mortal que habían preparado y, bajo esa improvisada armadura, se lanzaron al peligro y lograron liberarlos... apenas. Pero no todo estaba resuelto. Lo que no esperaban era encontrar a Dagur entre los cazadores.

Un juramento gutural escapó de la garganta de Hipo mientras su bota pateaba con rabia una astilla carbonizada, reduciéndola a un puñado de ceniza. Su mente hervía. —¡Maldito Dagur! ¿De dónde salieron diablos estos... estos  cazadores ?

Patapez se acercó, temeroso, sosteniendo el fragmento de madera con el símbolo.

—Nunca había visto algo así en los mapas antiguos. No son como Dagur... son más... metódicos.

Los gemelos, habitualmente bulliciosos, observaban el horizonte con una gravedad inusual.

—Vimos jaulas en su barco —murmuró Tilda, su voz apenas un susurro—. Jaulas grandes. Eructo y Guacara nos dijeron que usarían su piel para venderla... A Albóndiga la usaron para hacer hierro de Gronkle... Hipo, esto es más que matarlos. Los venden...

—Y esas lanzas... —añadió Tacio, con un escalofrío recorriéndole la espalda—. Maravillosas en su factura, pero inquietantes. No parecían armas de cazadores salvajes. Esas puntas extrañas, brillantes... eran demasiado precisas.

Chimuelo gruñó con desconfianza, y un escalofrío recorrió la espina dorsal de Hipo. La amenaza de Dagur siempre había sido visceral, personal, un torbellino de locura. Pero esto... esto era diferente. Metódico. Calculado. Peligroso a una escala mucho mayor. Eran hombres dispuestos a cortar vidas, humanas o dracónicas, para saciar su codicia.

—Tenemos que volver a Berk — señaló Hipo, la urgencia apretándole el pecho como una garra—. Necesitamos descansar, sí, pero primero... debemos anunciar a mi padre sobre esto.

Él, nunca había conocido una victoria sin costo. Pero el último ataque lo había dejado más estupefacto que aliviado. Había sido un milagro rescatar a Patapez y los gemelos, pero la sensación de alivio se desvaneció tan rápido como había llegado. Ahora, más que nunca, la amenaza era inminente, y el enemigo ya no estaba en las sombras: Dagur había caído en las manos de los cazadores de dragones.

" Esto es más grave de lo que pensábamos ", pensó mientras caminaba entre las ruinas de la última batalla, el peso de sus pensamientos mucho más pesado que las cicatrices en su cuerpo. ¿Qué podía hacer para detener a los cazadores ahora que Dagur, su viejo enemigo, había fuerzas unidas con ellos? Tenían que avisar a Berk, pero con el peligro acechando en cada rincón, era cuestión de tiempo antes de que todo se desmoronara.

Y algo dentro de él lo sabía. Si regresaba a la isla, su padre no lo dejaría pisar la Orilla del Dragón nunca más.

Mientras seguían explorando entre los restos carbonizados del barco que ellos mismos habían atacado, Hipo sintió cómo la culpa se filtraba bajo su piel como ceniza caliente. El viento, áspero y salado, arrastraba el olor del desastre: madera quemada, sangre. Sus pasos dejan huellas en la ceniza como si sus decisiones también marcarán el suelo. Cada una más pesada que la anterior.

Las velas rotas ondeaban como fantasmas de lo que alguna vez fue una flota amenazante. En otro contexto, sentido habría orgulloso de haber vencido. Pero lo único que sentía era vacío.

—Estamos demasiado cansados como para ir a la orilla en este momento. —Le mencionó Patán, y los demás estuvieron de acuerdo.

—Bien acamparemos aquí, dudo que vuelvan en un rato, si ven algo, atacaremos y nos iremos. —advirtió Hipo.

A un lado, Chimuelo se removía inquieto. El dragón olfateaba el aire, nervioso, como si percibiera una amenaza invisible. No estaban solos. La isla estaba silenciosa, pero el silencio era del tipo que precede a una tormenta. O a una emboscada.

—No me gusta esto —dijo Hipo en voz baja, más para su amigo que para los demás.

Detrás de él, Patapez arrastraba una bolsa de suministros mientras los gemelos y Patán discutían sobre quién había sido el primero en lanzar fuego al barco principal.

—¡Fui yo! Colmillo prendió fuego a sus estúpidas lanzas, y quedaron a la deriva—gritó Patán, orgulloso.

—¿Tú? ¡Si Colmillo apenas te hace caso! Fue nuestro ataque con Eructo y Guacara. —replicó Tilda, con una sonrisa cruel.

—¿Podemos concentrarnos, por favor? —interrumpió Patapez, resoplando—. No estamos aquí para discutir quién es el más pirómano.

Pero era inútil. Los gemelos y Patán discutían como si estuvieran en el mercado de Berk, no caminando por un cementerio flotante.

Hipo se agachó junto a un fragmento de madera ennegrecida. Grabado en la superficie, medio consumido por las llamas, aún podía leerse un símbolo: el emblema de los cazadores de dragones. Una garra estilizada encerrando una cadena.

—Esto era solo una pequeña armada, hay más —murmuró Hipo, chimuelo gruño en contestación.

Patapez lo oyó y se le acercó.

—¿Qué?

—Este barco no era parte de la armada principal. Era una prueba. Un mensaje. Quieren que sepamos que existen.

—¿Crees que nos estaban observando? —Pregunto Patapez.

Hipo no respondió. Su mirada se perdió en el horizonte, donde el cielo comenzaba a teñirse de rojo con los últimos rayos del sol. Un presagio. Sangre en el cielo.

—Los vi, ¿sabes? — indicó Patapez, envolviéndose en una manta—. Es decir, sé que lo viste, a Dagur. Estaba al mando. Pero, Ya no es el loco que conocíamos. Tiene un plan. Y eso me da miedo.

Hipo no dijo nada al principio. Solo observó las llamas. Pensó en Dagur, en su sonrisa torcida, en la forma en que se había reído cuando se reveló al final del ataque. Como si todo fuera un juego para él.

—Dagur les dijo de nosotros... y estoy seguro que se quiere vengar, o estará feliz hasta tenernos a Chimuelo y a mí. —Respondió Hipo bajando la mirada.

—Estaremos listos Hipo, le ganamos una vez, ganaremos esta. —Consoló Patapez.

Esa noche, en la tienda improvisada sobre la playa donde habían acabado con ese barco de cazadores, el fuego chisporroteaba, pero no calentaba lo suficiente para espantar la inquietud.

—Ya no podemos capturarlo —dijo, por fin—. Pero podemos acabar con él.

El silencio que siguió fue denso. Los gemelos dejaron de hablar. Incluso Eructo y Guacara, que estaba echado junto a ellos, levantó la cabeza.

—¿Y el Consejo? —preguntó Patapez.

—Nos va a destrozar. Nos advirtieron que no cruzáramos esa frontera. Que no siguiéramos investigando con el Ojo del Dragón, mi padre confió en mí, en la orilla... esto nunca lo vi venir. —respondió Hipo—. Pero si no lo hubiéramos hecho, seguiríamos ciegos.

—¿Y ahora qué? —preguntó Tacio, más serio de lo habitual.

—Ahora... volvemos a Berk.

Se levantaron temprano y fueron a la orilla, empacaron algunas cosas, y fueron a Berk, sería un largo viaje... y probablemente nunca más volverían a la orilla del dragón, No. Eso jamás, el consejo iba a querer que se convirtiera en jefe, seguro querrían que cumpliera sus obligaciones, no aún no estaba listo, y menos con lo que había descubierto.

E el trayecto a Berk, había un silencio incomodo, incluso los gemelos no tenían animo para hablar, y eso decía del miedo que los estaba consumiendo, el ver eso... era mucho, incluso para Hipo, odiaba tener que ver como sufrían los dragones, el jamás lo haría, ¿Y si o ganaban esta guerra?

—Definitivamente no quisiera estar en tu zapato, Hipo. El jefe va a estar furioso —se burló Patán rompiendo el hielo y sacándolo de sus pensamientos.

—Gracias por el recordatorio, Patán. Pero si yo estoy en problemas... todos lo estamos. ¿Recuerdas? El Consejo nos advirtió —replicó Hipo, con tono serio—. Ahora no nos dejarán volver a la Orilla.

—¿Qué? ¿Entonces por qué vamos a Berk? Yo estaba feliz viviendo allá, no quiero volver a la vieja rutina aburrida. Estúpido Dagur —refunfuñó Patán.

—Sí, estúpido Dagur... —murmuró Patapez, y luego añadió—. ¿Vieron esa armada? Si no fuera por esa armadura... que tuvo algunos desajustes, Patán. No usaste punto cadena. Pero aparte de eso... qué cobardía, tirarle flechas con raíz de dragón a los pobres dragones...

—Oh, muy cobarde... o muy inteligente —opinó Tacio—. Así no tienen que matarlos. Pero si no los matan, ¿para qué los cazan?

—Dinero, dah —respondió Tilda, como si fuera obvio.

—Los trafican—explicó Patapez, más serio—. Los venden. Algunos como bestias de guerra, otros como trofeos.

—Lo sé. Y ahora que saben de nosotros, intentarán romper nuestra alianza desde dentro. Tenemos que ser más listos, más rápidos... mejor preparados —dijo Hipo, su voz firme—. Voy a preparar un equipo en Berk. Abriremos la Academia de nuevo. Reclutaremos nuevos jinetes para Berk.

—Cuenta con nosotros. —Dijeron al unísono.

El grupo quedó en silencio, solo roto por el suave batir de las alas de sus dragones mientras comenzaban el descenso hacia Berk. Al acercarse a la aldea, una figura imponente se recortó contra el horizonte: Estoico, con los brazos cruzados y la imponente presencia de Rompecráneos a su lado, esperaba su llegada.

Hipo había enviado un corredor con un mensaje urgente a Berk tan pronto como la magnitud de la amenaza se hizo evidente. No sabía cómo explicarle todo a su padre cara a cara.

—Así que... ¿enviaste un correo del terror? —preguntó Patapez, con una mezcla de curiosidad y nerviosismo.

—Era mejor que lo supiera antes, no sabría cómo decírselo a la cara... —Respondió Hipo, con un suspiro. —. Entrare solo, quédate aquí amigo, regresare entero, bueno, sabes a que me refiero. —Bromeo, y chimuelo asintió, acomodándose en la puerta del gran salón.

—Suerte Hipo, se que el jefe no dirá nada malo, eres su hijo. —Le calmo Patapez.

Ojalá fuera así, pero su padre ya le había aguantado muchas ideas, buenas sí, pero esta vez, era diferente, casi no la contaban, y su padre lo quería, era demasiado sobreprotector.

La sala del Consejo estaba en silencio. Solo el leve crujir del fuego en la chimenea rompía la tensión que se palpaba como un espeso humo.

La reunión en la sala del Consejo fue tensa. Las palabras de Hipo sobre los cazadores de dragones fueron recibidas con escepticismo y temor.

—¿Cazadores organizados? —gruñó Spitelout—. ¿Una flota? Estás viendo fantasmas, muchacho. Dagur te tiene paranoico.

—¡No son fantasmas! —replicó Hipo, su voz tensa por la frustración—. ¡Vi sus barcos! ¡Vi las jaulas donde encerraban a los dragones! ¡Estaban cazándolos, no defendiéndose! ¡Incluso Patán puede confirmarlo!

—Aun así, te adentraste en territorio desconocido después de que te lo prohibimos —replicó Svalt, con severidad—. Desobedeciste las órdenes del jefe.

Un escalofrío de impaciencia recorrió a Hipo al escuchar la voz de Svalt. ¡Cómo detestaba la intromisión de ese anciano! Si no fuera por la paciencia que su padre siempre le había inculcado, y por el peso de la tradición que mantenía a Svalt en el Consejo desde los tiempos de su abuelo, Hipo ya le habría gritado sus verdades a la cara hacía mucho tiempo. La forma en que Svalt siempre cuestionaba sus decisiones, su escepticismo constante ante cualquier idea nueva... todo en él irritaba a Hipo profundamente.

Estoico observaba a su hijo, con el ceño fruncido.

—¿Qué pruebas tienes de esto, Hipo? ¿Solo tu palabra? —Pregunto Svalt

Hipo colocó sobre la mesa el fragmento de madera quemada con la garra y la cadena grabadas, junto a una de las siniestras flechas de raíz de dragón y un burdo dibujo de la cimera de los cazadores.

—¿Esto también es un fantasma? Lo encontramos en uno de sus barcos. Los miembros del Consejo examinaron los objetos con recelo.

—Un símbolo y una flecha... podría ser cualquier tribu —murmuró Svalt, sin convicción.

La frustración de Hipo crecía. Sabía lo que había visto. Sentía la amenaza como un escalofrío recorriéndole la espalda. Pero no lograba convencerlos.

—Si no hacemos nada —insistió—, esos cazadores vendrán a Berk. Vendrán por nuestros dragones, y Dagur no estará feliz hasta vengarse de nosotros.

—No permitiremos que te pongas en peligro de nuevo —zanjó Estoico, su voz firme—. Te quedarás en Berk. Se acabó tu aventura con el Ojo del Dragón hijo, lo siento.

—¿Qué, me culpan por esto? —Replicó Hipo molesto.

Hipo apretó los puños. No podía quedarse quieto. No cuando sabía que una nueva amenaza se cernía sobre ellos. El fuego crepitaba en la chimenea, pero no lograba derretir la escarcha en las miradas de los ancianos del Consejo.

—Te excediste, Hipo —sentenció Spitelout, su voz áspera como piedra—. El Ojo del Dragón era una herramienta de exploración, Estoico te dio permiso de ir a explorar a los dragones, pero, no era una invitación al peligro. Despertaste algo que dormía.

Svalt asintió sombríamente—. Ahora esos cazadores saben de nosotros. Conocen el valor de nuestros dragones y no dudarán en tomar represalias.

—¡¿Mis dragones?! —Hipo replicó, su voz teñida de furia—. ¡Todos tenemos dragones aquí! ¿Acaso les gustaría ver jaulas rodeando sus hogares? ¡No actúen como si esto solo me afectara a mí!

Svalt vaciló por un instante antes de murmurar—: En parte es tu imprudencia...

—¡Su intención era buena! —intervino Estoico, aunque su rostro reflejaba una profunda preocupación—. Solo intentaba comprender mejor el mundo que nos rodea... todos fuimos jóvenes y curiosos.

—La curiosidad tiene un precio, Estoico —replicó Svalt con frialdad—. Un precio que bien podrían ser nuestras vidas. Pusiste en riesgo a tus amigos, a nuestros dragones... a toda Berk.

—¡No me arrepiento! —exclamó Hipo, su voz cargada de frustración—. ¡Si no hubiéramos ido, seguiríamos ignorando que Dagur está libre y aliado con estos cazadores! ¡Que se están organizando, fortaleciendo... y que vienen por lo que tenemos!

—Aun así... esto nos supera —insistió Spitelout—. Dagur no solo escapó de tu torpeza, ahora lidera un ejército. Y tú... tú dudaste cuando tuviste la oportunidad de detenerlo. Ya no podemos encerrarlo, muchacho. Quizás ni siquiera derrotarlo.

Estoico entrecerró los ojos, su preocupación teñida de una firme determinación—. No permitiré que vuelvas a arriesgar tu vida de esa manera, Hipo. Basta. Te quedarás aquí, a salvo.

—¡¿Qué?! ¿Ahora tú también quieres encerrarme? —preguntó Hipo, la incredulidad marcando cada sílaba.

—No es un castigo, hijo —explicó Estoico, aunque su tono no admitía discusión—. Es protección. Permanecerás en Berk, bajo mi vigilancia.

—¿Protección? ¿Mientras esos cazadores se acercan? ¿Mientras planean cómo arrebatarnos a nuestros dragones? ¿Se supone que debo quedarme de brazos cruzados esperando el desastre?

—Pronto cumplirás diecinueve años, Hipo —terció Spitelout—. Berk necesita un heredero, un líder. No un joven impulsivo que se lanza a la boca del lobo.

Svalt añadió, su tono cargado de segundas intenciones—. Y no estás atado a ningún compromiso... Ya es tiempo de considerar alianzas matrimoniales estratégicas. Hemos recibido propuestas de familias nobles con gran influencia...

—¡No quiero gobernar si eso significa renunciar a lo que creo! —interrumpió Hipo, su voz elevándose con vehemencia—. ¡Y mucho menos casarme con alguien a quien no amó por un maldito tratado político!

Estoico lo miró fijamente, su rostro pétreo. —Te quedarás aquí, Hipo. Es mi última palabra.

La frustración de Hipo era palpable, un peso opresivo en el silencio de la sala. La idea de la inacción lo asfixiaba. Sabía que la amenaza era real y que Berk necesitaba una respuesta, una que incluso su padre parecía negarse a dar. Esa noche, mientras Berk dormía, tomó una decisión. No podía esperar la aprobación de su padre. Tenía que actuar.

。゚•┈୨♡୧┈•゚。

El viento salado era un viejo amigo para Astrid Hofferson. Desde que tenía cinco años, cuando su familia dejó la deshonra de Berk por la muerte cobarde de su tío Finn, Iseldur se había convertido en su hogar. Una isla gobernada por la implacable familia Grimborn, donde la supervivencia se tallaba a golpe de espada y la valía se medía por la cantidad de dragones abatidos.

Para Astrid, los dragones no eran más que bestias peligrosas, alimañas que amenazaban la seguridad de su nuevo hogar. Esa era la lección que le habían inculcado desde niña. Una lección grabada a fuego en su memoria el día que un Gronkle salvaje casi le arrebató a su hermana menor. Desde entonces, la piedad no tenía cabida en su corazón cuando se trataba de esas criaturas.

Su dedicación al entrenamiento fue implacable. Superó a cada cazador en fuerza, agilidad y estrategia. En un mundo dominado por hombres, Astrid se abrió camino a base de pura determinación, luchando contra el prejuicio con cada golpe certero. Su belleza, lejos de ser una debilidad, se convirtió en un desafío tácito a cualquiera que osara subestimarla.

Viggo Grimborn, el astuto líder de Iseldur, reconoció su talento. A los dieciocho años, Astrid no solo era una de las mejores cazadoras, sino también la general a cargo del entrenamiento de los nuevos reclutas. Su disciplina férrea y su mente táctica la habían elevado por encima de rivales como la ambiciosa Thyra.

Junto a ella, siempre estaba Heather, su amiga desde la infancia. Aunque compartían la destreza en la batalla, Heather poseía una naturaleza más contemplativa, marcada por la trágica muerte de su padre a manos de un dragón. Ese dolor la había endurecido, impulsándola a la lucha con una venganza silenciosa.

Aquella tarde, el aire en el puerto de Iseldur vibraba con una tensión inusual. Astrid y Heather esperaban la llegada de los barcos de caza, la rutina diaria de recibir las capturas y llevarlas a las jaulas. Pero hoy, la normalidad se sentía frágil, presagiando algo diferente.

—¿Por qué tardan tanto? —murmuró Heather, su mirada fija en el horizonte brumoso.

Astrid apretó la empuñadura de su hacha, un mal presentimiento helándole el estómago. Los rumores de jinetes desconocidos, de ataques audaces en territorios lejanos, habían llegado a Iseldur como ecos de una amenaza creciente.

Finalmente, las siluetas de los barcos emergieron entre la niebla, pero algo andaba mal. Solo tres regresaban de los seis que habían zarpado, sus velas hechas jirones y sus cascos mostrando las cicatrices de un enfrentamiento brutal.

—¿Qué ha ocurrido? —susurró Astrid, su voz cargada de una inquietud repentina.

La respuesta no tardó en llegar, grabada en los rostros pálidos y las heridas de los cazadores que desembarcaban, y en las palabras agitadas de su hermano Bjarne...

El viento azotaba el puerto de Iseldur mientras Astrid y Heather supervisaban la llegada de los barcos. La tarea habitual de descargar dragones y llevarlos a las jaulas se sentía tensa. De los seis barcos que habían zarpado, solo tres regresaban, sus velas desgarradas y sus cascos marcados por la batalla.

—¿Dónde están los demás? —murmuró Heather, su rostro reflejando la creciente inquietud.

Astrid apretó los labios, su mirada escrutando cada rostro que desembarcaba. Su corazón dio un vuelco al ver a Bjarne salir de uno de los barcos, apoyándose pesadamente en un compañero. Una mancha carmesí se extendía por su brazo.

—¡Bjarne! —exclamó Astrid, corriendo hacia él.

—Estoy bien, Astrid —dijo él, con una mueca de dolor mientras ella lo sostenía—. Solo un rasguño... de esa bestia.

Lo ayudó a llegar a la rudimentaria enfermería, su mente llena de preguntas sin respuesta. ¿Qué había sucedido? ¿Qué tipo de criatura era capaz de infligir tales heridas a cazadores experimentados?

De vuelta en el muelle, la atmósfera era sombría. Los cazadores restantes relataban un encuentro aterrador con un dragón negro como la noche y un jinete veloz y escurridizo. Dagur, el nuevo aliado de Viggo, gesticulaba con furia.

—¡Los teníamos! ¡Esos jinetes torpes y sus lagartos voladores eran nuestros! Pero entonces... ¡ese demonio!

Bjarne se acercó, su brazo vendado pero su rostro aún pálido—. No esperábamos un ataque. Solo íbamos a tomar sus dragones. Eran unos ingenuos... los dejamos a la deriva. Pero volvieron.

—¿Cómo nos encontraron? —intervino un cazador corpulento, su voz llena de confusión—. Nadie conoce nuestros puestos de caza tan al norte.

—Sabían dónde estábamos —continuó Bjarne—. Llegaron directamente a liberar a sus bestias. Les ganamos la primera vez, pero... regresaron con furia. Ni siquiera las flechas de raíz de dragón... ¡las atravesaban como si fueran de mantequilla! Ese Furia Nocturna... es diferente. Inteligente.

—¡Inteligente! —bufó Dagur—. ¡Fue mi error subestimarlos! ¡Por el Ojo del Dragón! Les dije que esa cosa les daba... sabiduría. Y si piensan culparme, Viggo, recuerden que mi armada y mi ayuda tienen un precio.

Ryker, con los puños apretados, parecía a punto de lanzarse sobre Dagur, pero la mano de Viggo en su hombro lo detuvo.

—¿El Ojo del Dragón? —preguntó Viggo, su mirada penetrante fija en Dagur—. ¿Qué es exactamente, Dagur? ¿Por qué es tan importante que arriesgues a tus hombres y a los míos contra un jinete tan... eficaz?

—No sé qué hace exactamente —admitió Dagur, aunque su tono aún era arrogante—. Pero sé que es importante para ese jinete. Tiene información... mapas de dragones. Con eso, podría capturar al Furia Nocturna. Lo tuve una vez... ¡me lo arrebató!

Una chispa de reconocimiento brilló en los ojos de Viggo. Dudó por un instante, luego hizo un gesto a un sirviente para que trajera una caja de madera. La abrió, revelando un dibujo cuidadosamente conservado de un catalejo intrincado.

—¿Se parece a esto? —preguntó Viggo, su voz cargada de una emoción contenida.

Dagur se acercó, sus ojos se abrieron con sorpresa—. ¡Sí! ¡Exactamente! ¿Cómo...?

—Nos pertenece —afirmó Viggo, su tono ahora firme—. Y si ese jinete lo tiene... esto se vuelve personal. Perder tu apoyo sería un revés, Dagur, pero recuperar lo que es nuestro... es primordial.

—Si las ganancias siguen siendo las mismas, mi lealtad permanece con tu pueblo, Viggo Grimborn —prometió Dagur, estrechando la mano de Viggo—. Pero ese Furia Nocturna... quiero su cabeza.

—Bjarne —dijo Viggo, volviéndose hacia el joven cazador—. Descansa. Estarás fuera de servicio hasta que te recuperes por completo. No quiero darle a tu padre motivos para culparme.

—Entendido, señor —respondió Bjarne, retirándose lentamente.

Astrid había esperado fuera de la sala, su preocupación por Bjarne mezclándose con la creciente inquietud por la amenaza que representaba ese jinete desconocido.

—¿Qué sucedió exactamente? —preguntó Astrid a su hermano cuando finalmente salió.

—Fue el jinete del Furia Nocturna, Astrid —explicó Bjarne, su voz aún temblorosa—. Padre y los demás siempre decían que era un cobarde por perdonarle la vida a ese dragón. Patrañas para asustarnos, decían. Nadie había visto a ese domador de dragones... hasta hoy.

Ayudó a Bjarne a regresar a casa. Más tarde, mientras cenaban en un silencio tenso, un mensajero llamó a la puerta. Era Ryker.

—General Hofferson —dijo Ryker, su rostro sombrío bajo la luz de la antorcha—. Viggo necesita hablar con usted de inmediato.

Astrid siguió a Ryker hasta la sala de mapas. Viggo la esperaba, con el ceño fruncido mientras examinaba los informes.

—Estos ataques son diferentes, Astrid. Organizados. Ese Furia Nocturna... las leyendas eran ciertas. Es real. Poderoso. Peligroso. Y parece ser el último de su especie.

—Necesitamos prepararnos —dijo Astrid, su mente ya elaborando estrategias—. Entrenar a nuestros cazadores para enfrentar algo así. Quizás... debería enfrentarme a ese jinete.

Viggo asintió lentamente—. Estoy de acuerdo. Y creo que es hora de que asumas un papel aún mayor en esto, Astrid. Tu habilidad y tu determinación son cruciales ahora.

La miró fijamente—. Quiero que lideres nuestras misiones. Serás la nueva general a cargo no solo de la academia, sino de todas nuestras fuerzas. Tú liderarás la defensa de Iseldur.

Un vuelco en el estómago. Era un honor, una prueba de su valía. Pero la magnitud de la responsabilidad era inmensa. Sin embargo, al pensar en su familia, en su hogar, en la amenaza que se cernía sobre ellos, su determinación se solidificó.

—Acepto, Viggo —dijo Astrid, su voz firme como el acero—. Protegeré Iseldur.

Mientras tanto, en la oscuridad que envolvía el mar, la silueta de un Furia Nocturna surcaba el cielo, acercándose a la isla fortaleza. Hipo sabía que se adentraba en territorio hostil, pero la necesidad de respuestas y la urgencia de proteger a Berk lo impulsaban hacia adelante, sin saber que su destino estaba a punto de entrelazarse con el de la guerrera que ahora lideraba la defensa de Iseldur.

Mientras tanto, en la oscuridad de la noche, Hipo y sus amigos se acercaban a la costa de una isla envuelta en niebla. Iseldur. El corazón de los cazadores de dragones. Hipo sabía que se adentraba en territorio peligroso, pero no podía permitirse quedarse de brazos cruzados. Tenía que descubrir la verdad y proteger a Berk, incluso si eso significaba enfrentarse solo a un enemigo desconocido.

。゚•┈୨♡୧┈•゚。

Con la determinación grabada en sus rostros, el grupo se reunió en las ruinas de su antigua academia. Un plan comenzaba a tomar forma entre las sombras y el polvo: entrenarían a una nueva generación de jinetes de dragón en un tiempo récord, menos de un mes. Algunos serían enviados a reforzar la seguridad de la Orilla del Dragón, mientras que Hipo se prepararía para una misión mucho más peligrosa: infiltrarse en la guarida de los cazadores. Pero primero, debían saber dónde se escondían.

En la oscuridad de su habitación, Hipo, con su equipo a su lado, extendía mapas sobre la mesa iluminada por una temblorosa vela.

—Tiene que haber algo —murmuró Hipo, trazando líneas con el dedo—. Alguna pista de dónde está esa isla.

—Estoico no va a entender esto, Hipo —dijo Patapez, su voz cargada de preocupación—. Nos prohibió salir.

—Y yo no puedo quedarme de brazos cruzados, Pez. ¿Entiendes? Dagur... esos cazadores... no van a detenerse.

Hipo tomó el catalejo del Ojo del Dragón, su superficie fría bajo sus dedos.

—Dame una flama baja amigo. —Le pidió a Chimuelo y este obedeció.

Al enfocarlo sobre el mapa iluminado, una nueva isla surgió de las sombras, marcada con el mismo símbolo amenazante que habían visto en los barcos enemigos.

—Hipo... —murmuró Patapez, con los ojos fijos en el mapa del ojo del dragón—. ¿No es esa la marca? La garra aprisionando la cadena brillaba ominosamente en la superficie del mapa recién descubierto.

—¡Es ella! —exclamó Hipo, un escalofrío recorriéndole la espalda—. ¿Dónde está esa isla?

—Iseldur... —respondió Patapez, su voz teñida de preocupación—. Está mucho más lejos de lo que imaginamos, incluso más allá de la Orilla del Dragón.

—Iseldur—susurró, el nombre helándole la sangre—. Ahí están.

Patapez tragó saliva—. ¿Estás seguro de esto, Hipo?

—Tan seguro como que mi padre me pondrá grilletes si me ve intentando salir por la puerta principal —respondió Hipo con amargura—. Tenemos que tener un plan, me asegurare de que Berk pueda defenderse.

—¿Qué quieres decir? —Pregunto Patapez.

—Acabaré con sus planes —declaró Hipo, con una firmeza inusual—. Evitaré esta guerra. No permitiré que lastimen a nuestros dragones... ni a Berk.

Patán tragó saliva.

—¿Por favor, dime que no estás pensando en ir solo?

—No... por favor, Hipo, dime que hay otra manera —añadió Tacio, con genuina alarma—. Amm... ¿Qué tienes en mente?

Una sombra de presentimiento cruzó el rostro de Tilda antes de que sus ojos se posaran en Hipo. —Infiltración.

El silencio se hizo denso. Hipo asintió lentamente, confirmando la temida suposición.

—Exacto.

—¿Estás completamente loco? —preguntó Patán, incrédulo.

—Puede ser —replicó Hipo, con una sonrisa tensa—. Pero si alguno de ustedes respira una palabra de esto a alguien más... pasarán el próximo año limpiando los establos de los dragones con un cepillo de dientes.

。゚•┈୨♡୧┈•゚。

Paso un mes entrenando a los jinetes, asegurándose de mandar a otros a la orilla del dragón, se hizo una armadura y mascara para todos sus amigos y el, se preparó una espada de fuego que se encendiera cuando el apretara su botón, todo listo. Incluso tenía a su padre orgulloso, aunque él sabía que eso no duraría mucho.

El día había llegado, se despidió de su padre como siempre al irse a dormir, dejando una carta que esperaba leyera hasta el día siguiente. Preparo provisiones y a Chimuelo.

—¿Estás seguro de esto, Hipo? —preguntó Patapez, con los ojos llenos de preocupación.

—No puedo quedarme aquí sin hacer nada —respondió Hipo, su mirada fija en la oscuridad más allá de la aldea—. Iré a encontrar esa isla. Averiguaré quiénes son esos cazadores y qué quieren.

Los gemelos aparecieron junto con Patán y unas maletas, y peinados diferentes.

—Iremos contigo —dijeron Tacio y Tilda al unísono, con una chispa de aventura en sus ojos.

—Yo también —añadió Patán, aunque con menos entusiasmo—. Prefiero enfrentar cazadores de dragones que los sermones de mi padre.

—Chicos no podemos. —Advirtió Hipo.

—No si tú te vas, nos vamos Hipo, somos equipo, además, no queremos estar aquí cuando Estoico vea que no estas. —Dijo Patapez.

Hipo suspiró, una mezcla de frustración y gratitud en su pecho. —Está bien... solo... tendremos que pensar en nombres en clave también.

Bajo el manto estrellado, cuatro figuras montadas en tres dragones se elevaron silenciosamente en el cielo nocturno, dejando atrás la relativa seguridad de Berk y adentrándose en lo desconocido. Hipo sabía que estaba desafiando la autoridad de su padre, pero en lo profundo de su corazón, sentía que era el camino correcto. Tenía que proteger a su pueblo, incluso si eso significaba desobedecer una orden directa. La inesperada lealtad de su equipo era un peso reconfortante en su creciente incertidumbre.

Mientras volaban hacia el norte guiados por las constelaciones, Hipo consultó el mapa proyectado por el Ojo del Dragón. La isla marcada con la runa ominosa. Iseldur. Su incierto destino.

El vuelo a través de la noche pareció una eternidad, solo interrumpido por el batir rítmico de las alas de sus dragones y el susurro del viento. Finalmente, emergiendo de la bruma salina que danzaba sobre el mar, los contornos escarpados de una isla se alzaron como una garra oscura contra el horizonte.

—Allí —dijo Hipo, señalando unas tenues luces que parpadeaban en la distancia—. Iseldur.

Descendieron en una costa desolada, las rocas afiladas como dientes y la arena negra y áspera bajo sus pies. Buscando refugio entre las formaciones rocosas, avanzaron a pie, ocultándose entre la escasa maleza azotada por el viento, hasta que pudieron observar la isla desde la cima de una colina.

—Hay una caverna... profunda y laberíntica —susurró Patapez, con la voz apenas audible—. Estuve investigando los mapas del ojo del dragón. Los cazadores no la usan. Se centran más en el centro de la isla, donde tienen sus... jaulas.

—Ahí se quedarán, amigos —dijo Hipo, su voz cargada de preocupación—. Como acordamos. Dragones en la cala. Vendremos a verlos. Por favor... no salgan. Si lo hacen, nos arriesgamos a que nos descubran a todos.

Tras una silenciosa despedida de sus dragones en la entrada oscura de la cueva, se dirigieron hacia un pequeño bote pesquero que habían arrastrado hasta las afueras de Iseldur. Subieron a bordo, intentando aparentar haber llegado por mar. Patán incluso llevaba un burdo estandarte con la cimera de Hekern que habían improvisado, listos con una historia de simples forasteros en busca de una nueva vida.

Y entonces los vieron. Barcos siniestros adornados con la marca de la garra y la cadena. Hombres armados con lanzas de puntas extrañas y brillantes moviéndose con una eficiencia aterradora. Jaulas oscuras apiladas en las cubiertas. Y en medio de todo... Dagur, su sonrisa retorcida brillando con una familiar malicia incluso a la distancia.

—Ahí está el maldito —siseó Patán, sus nudillos blancos al apretar con fuerza el borde de madera del bote.

—No podemos enfrentarlo ahora —susurró Patapez, con los ojos fijos en la figura de Dagur—. Necesitamos saber más sobre lo que están haciendo aquí.

—Todavía no —ordenó Hipo, su mirada analítica recorriendo el campamento costero—. Información. Pruebas. Si Dagur desaparece repentinamente, sospecharán de inmediato.

Desde su precario escondite entre las rocas, alcanzaron a escuchar fragmentos de conversaciones arrastradas por el viento. Dagur hablaba con un hombre alto y fornido, de cabeza calva y mirada penetrante. Estrategias, planes de ataque... y el nombre de Hipo resonó en el aire, helando la sangre de él.

Hipo cerró el puño con furia contenida. El tiempo se agotaba. Pero ahora, al menos, tenían un punto de partida.

—Tenemos que esperar a que se vaya —murmuró Hipo, su mente ya elaborando estrategias—. Que se aleje de este campamento principal. Será más prudente atacarlos cuando estén divididos. Dagur no debe estar aquí cuando hagamos nuestro movimiento.

Dagur se fue junto con su flota, y estos pudieron avanzar el barco sigilosamente hacia la costa. Pero antes de que pudieran saltar a tierra, una figura esbelta, aunque de porte firme, emergió de las sombras del muelle. Aun en la oscuridad, su cabello rubio pálido brillaba débilmente a la luz de las antorchas lejanas, y sus ojos parecían escrutar cada uno de sus movimientos. Era como si los hubiera estado vigilando desde su llegada. En un movimiento rápido y silencioso, una hacha se apoyó en la garganta de Patán.

—¿Quiénes son y qué buscan en Iseldur? — Su voz era un susurro gélido, cada palabra cargada de una amenaza latente. Sus ojos oscuros escrutaban al líder, buscando cualquier signo de engaño o debilidad.—. ¡Hablen ahora, si no quieren ver a su amigo morir!

—Wao, tranquila, señorita —dijo Hipo, tratando de mantener la calma en la oscuridad—. Somos comerciantes de Hekern, venimos aquí en busca de nuevas oportunidades laborales. Ese que tienes ahí. él es mi primo, Magnus Sigvald, y ellos son nuestros amigos los gemelos, Storm y Sigrid Skarn, y mi robusto amigo aquí es Thor Eldjarn. Me presento, soy Harald Drakensson. —Añadió, esforzándose por sonar convincente—. Traemos una carta firmada por el propio jefe de Hekern, si no nos cree.

La mujer, aunque tensa, dudó por un instante. Sin soltar a Patán, tomó la carta que Hipo le ofreció con cuidado. Al reconocer el sello distintivo de Hekern, su agarre sobre Patán se relajó ligeramente. ¿Qué ocultan? pensó, sus ojos azules taladrando los verdes del joven.

—Igualmente los llevaré ante el jefe Viggo —declaró, su voz carente de cualquier calidez. —. Él discernirá la verdad de sus palabras. Cualquier falsedad tendrá consecuencias... fatales, decidirá su destino aquí, si los echa de mi isla o les ofrece un refugio.

—Estaremos eternamente agradecidos por su consideración —respondió Hipo con una reverencia forzada.

Mantiene la compostura, pensó Hipo, pero puedo ver la desconfianza en sus ojos. Los guio bajo su estricta vigilancia hacia la luz de las antorchas.

Bajaron del barco bajo su estricta vigilancia. Al alcanzar el círculo de luz de las antorchas, Hipo finalmente pudo verla con claridad, y su aliento se atascó en su garganta. Era una visión impactante: una belleza austera, casi etérea, con pómulos altos y una mandíbula firme que denotaba una voluntad de acero. Sus ojos azules, ahora bañados por la luz, poseían una intensidad penetrante que lo hizo sentir vulnerable, ese cabello rubio hermoso. Patán dejó escapar un suspiro quedo, su terror inicial comenzando a ser reemplazado por una expresión de asombro. Los gemelos se quedaron boquiabiertos, intercambiando miradas incrédulas. Un leve matiz de fastidio cruzó el rostro de ella ante sus reacciones. Hipo sintió un calor repentino en sus mejillas, apartando la mirada, avergonzado. Ella ya se había girado, guiándolos con una silenciosa autoridad hacia una cabaña que parecía ser el centro del campamento.

—Es... es como si un ángel guerrero hubiera descendido del cielo... —murmuró Patán con los ojos vidriosos, completamente embelesado.

—Magnus, ¡por el amor de Thor! Cierra la boca antes de que ese "ángel guerrero" te clave su espada —siseó Hipo, con una mezcla de fascinación y creciente nerviosismo.

—¿Podríamos saber su nombre, señorita? —se atrevió a preguntar Tacio, con una sonrisa nerviosa.

—Ah, sí, claro —respondió ella, deteniéndose frente a la entrada de la cabaña—. Astrid Hofferson. General Hofferson.

—Mucho gusto, General Hofferson. — dijo Hipo, sintiendo una punzada extraña en el pecho al pronunciar su nombre. Extendió una mano, su palma ligeramente sudorosa, en un gesto de respeto y agradecimiento. El apretón de manos de Astrid fue firme y directo, sus dedos sorprendentemente cálidos a pesar de su aura fría, y sus ojos se encontraron con los de él por un instante fugaz, transmitiendo una intensidad que lo desestabilizó dijo Hipo con una educada inclinación, extendiendo una mano en señal de agradecimiento. Ella correspondió con un apretón firme, sus ojos azules evaluándolo por un instante. Un nombre tan hermoso como ella, pensó Hipo fugazmente.

—El jefe los espera —dijo Astrid, rompiendo el incómodo silencio y la conexión de sus manos.

—Gracias, General —respondió Hipo, ofreciéndole una última mirada antes de seguirla hacia el interior. Su mente aún luchaba por procesar la impresión que Astrid Hofferson había causado en él, una mezcla de temor, respeto y una inexplicable... fascinación. La incertidumbre de lo que les esperaba con el jefe Viggo al que tanto buscaban se mezclaba ahora con la imagen imponente de la general rubia. Astrid sintió sus ojos en su espalda mientras caminaba, y supo que este encuentro, lejos de haber terminado, apenas comenzaba. Había algo en ese joven "Harald" que la mantenía alerta, una sensación intuitiva de que su llegada a Iseldur cambiaría las cosas.

Al verlo con claridad, ella notó su complexión delgada pero ágil, era más alto que ella, su cabello castaño despeinado por el viaje y esa mirada verde, ahora más intensa bajo la luz, que parecía analizarla con la misma cautela con la que ella lo observaba a él.  Es guapo, de una manera extraña , pensó Astrid fugazmente, reprimiendo la sorpresa ante su reacción. El hombre corpulento dejó escapar un suspiro quedo, claramente intimidado, mientras sus compañeros reaccionaban con una mezcla de sorpresa y algo parecido a fascinación. Un leve matiz de fastidio cruzó el rostro de Astrid ante sus reacciones. El tal "Harald" apartó la mirada, un rubor apenas perceptible tiñendo sus mejillas.  "Parece avergonzado" , notó Astrid.  Interesante . Pero al apretar su mano, sintió que algo estaba a punto de cambiar, sin imaginar que su vida no sería la misma.

Iseldur los esperaba... y no todos regresarían, al menos no todos querrían irse.

。゚•┈୨♡୧┈•゚。

Chapter 2: 02. Bienvenidos a Iseldur

Chapter Text

 

Las antorchas de la cabaña de audiencias titilaban suavemente con el viento costero. Viggo Grimborn estaba sentado en su trono de piedra pulida, a su derecha estaba Ryker, cuya expresión era un retrato de arrogancia contenida.

Los recién llegados avanzaron por la alfombra café aparentemente de piel de oso, con un caminar sumamente relajado y tratando de no mostrarse demasiado tensos... sobre todo Hipo, quien se mantenía tranquilo, los demás con las manos visibles, rostros alertas pero humildes. Hipo Haddock, con su nueva identidad como Harald Drakensson, al frente, como siempre el líder de su equipo. Patapez había ahora tomado su rol como Thor Eldjarn, el fornido y silencioso a su izquierda. Patán era todo un actor en personaje, como el valiente Magnus Sigvald con la sonrisa más confiada de todas. Los gemelos sin duda mantenían su humor al borde, haciéndose pasar como los hermanos Skarn, Storm y Sigrid, cerraban la formación. La formación como un diamante.

—Cinco forasteros —murmuró Ryker—. ¿Y tú simplemente los recibes?

—Silencio —susurró Viggo, más interesado que molesto—. Dejemos que hablen.

Hipo se adelantó un paso y se inclinó brevemente.

—Mi señor. Venimos desde Hekern, buscando techo... y propósito, como comprenderá la situación de nuestra isla en estos momentos no es la mejor. —Dijo Hipo tratando de sonar creíble, los gemelos solían decirle que no era para nada buen actor, que se tragaran sus palabras ahora.

Viggo entrecerró los ojos.

—¿Y traen ambos? ¿Techo y propósito? —Pregunto Viggo, provocando que Hipo tensara la mandíbula, ahora tenía cara a cara a su mayor enemigo... Trato de relajar su mirada, la cual se había puesto tan afilada como cuando quieres matar a alguien...

—Solo el segundo. El primero, esperamos ganarlo si usted lo permite. —Añadió Hipo.

—¿Y por qué aquí? —Indagó Viggo, haciendo que la pandilla tragara saliva.

—Iseldur es muy conocida en la isla Hekern señor, por su fortaleza, por sus riquezas y oportunidades. Su orden. La clase de lugar donde quienes buscan redención o reinicio pueden servir a algo más grande que ellos mismos. —Afirmó Patapez.

Ryker resopló una risa por lo bajo, los miraba como quien ve una piedra en su bota. Pero Viggo... Viggo sonrió.

—¿Nombres?

—Harald Drakensson —Contesto Hipo, con su postura firme.

—Thor Eldjarn —continuó Patapez, sin levantar demasiado la vista.

—Magnus Sigvald —anunció Patán, con una inclinación teatral, él era todo un personaje.

—Storm Skarn —agregó Tacio sonriente, y Tilda a su lado concluyó:

—Sigrid Skarn.

Viggo se levantó.

—Iseldur no rechaza manos que quieran servir. Pero tampoco confía tan fácil. Así que propongo esto: una prueba. Una semana. Les daremos albergue temporal, y trabajos según sus habilidades. Si demuestran utilidad, podrán construir su propio espacio y quedarse. Sí no... —sus ojos se afilaron— ya conocen el mar que rodea esta isla.

—Tienen que aceptar nuestras reglas, al mínimo reclamo, se van, y no su isla. —Agregó Ryker.

—¿Aceptan? —Preguntó Viggo una ultima vez, dirigiendo su mirada a Hipo.

—Con gusto señor. —Contestó Hipo, y Viggo estrecho su mano.

Hipo deseo con todas sus fuerzas reclamarle en ese momento por lo que estaba haciendo con los dragones del archipiélago... pero el era mejor que eso, y simplemente se tragó su odio... No podían fallar, después de eso, no había vuelta atrás.

—Llama a Astrid, que los lleve a la posada, luego si se ganan una tierra aquí, podrán construir su hogar. —Ordenó Viggo, y Riker salió en busca de la general que los había llevado antes Viggo.

Como antes, Astrid Hofferson, entro a el salón con el porte erguido y el cabello trenzado en alto. Iba vestida con ropas de guardia, esta vez con más luz iluminando su rostro, pudo ver más de aquella mujer... su paso era firme, tenía el rostro sereno, pero sus ojos eran hielo en movimiento.

Hipo se tensó al verla. Recordó el breve apretón de manos que compartieron hace un momento, y vaya que su presencia imponía respeto inmediato...

"Tiene esos ojos que te matan...". Pensó Hipo.

—Astrid —ordenó Viggo sin mirarla—, acompáñalos a la posada. Mañana serán asignados según sus capacidades, te encargaras de llevarlos temprano a cada una de ellas.

—Sí, mi señor —respondió ella.

Astrid se detuvo frente a ellos. Su mirada recorrió al grupo con un juicio silencioso. Cuando sus ojos se cruzaron con los de Hipo, se detuvieron por un segundo. Recordando el momento incomodó en el que el la miró como nadie lo había hecho antes... "Bicho raro" Pensó para si misma.

Él se obligó a mantener la mirada, aunque por dentro se sintió examinado como una pieza defectuosa en manos de un herrero exigente.

—Síganme —Ordenó simplemente Astrid. Y se giró, sin esperar respuesta.

—Es hermosa, pero vaya carácter —murmuró Patán en voz baja.

—Shh —susurraron los demás.

El camino a la posada fue silencioso, sobre todo porque nadie se atrevió a preguntarle nada a Astrid... si ella hablaba ellos lo harían.

La posada era rústica, pero cómoda. Tara, la dueña de la posada, les asigno dos cuartos y una mesa apartada, como si fueran un grupo de lobos bajo observación.

Astrid les entregó unos pergaminos enrollados —credenciales temporales y normas básicas—, todo con un tono profesional, casi frío.

—Lean esto. No hagan preguntas innecesarias. No se metan en lo que no les concierne. Aquí, todo el mundo es observado. Y si hablas de más considérense muertos.

Hipo asintió, y los demás también... quizá no había sido tan buena idea después de todo.

Sus ojos se clavaron brevemente en Hipo antes de girarse para marcharse.

—Buenas noches.

Y se fue. Dejando un silencio incómodo quedó tras ella.

—¿Fue mi idea o casi me asesina con la mirada? —susurró Hipo.

—No, no fue tu idea —respondió Tilda—. Aunque yo creo que así mira a todos.

—O quizá solo a los que parecen raros, sin ofender Hi-, Harald, Harald —comentó Patapez.

—O a los que tienen cara de tener un secreto ¿No Harald? —añadió Patán.

—¡Shh! —chasqueó Tilda—. ¿Quieren que nos echen antes de empezar?, Hasta yo se que aquí soy Sigrid.

—¿Es que quien querrá que le digan por su nombre cuando los nuestros son tan perfectos?, es decir "Storm", es todo lo que siempre quise, me siento más fuerte y guapo. —Añadió Tacio.

Ya instalados, se reunieron en su cuarto improvisado de guerra: cuatro camas vikingas, una mesa coja, un mapa robado, y un pan duro como escudo.

Exploraron bien sus provisiones, sus camas, sus cuartos que en realidad simplemente estaban divididos por una pared de madera delgada, y su puerta a el cuarto siguiente era pequeña tela, y como era de esperarse los gemelos tomaron la que llamaron "Cama de Loki" una cama individual, algo separada, digna de ellos, por ser más grande eran como si tenían cinco camas, a Hipo esto le pareció absurdo, "¿Por qué ponerles nombres a las camas?" Pero como siempre con los gemelos no se quejó, y por supuesto Patán se resignó a dormir en el mismo cuarto que ellos, él dijo que se sacrificaba por el grupo, pero la realidad que esa cama fue llamada por los gemelos "Cama de Thor" era fuerte y robusta, y super cómoda.

Por su parte Hipo y Patapez su cuarto no estaba del todo mal, considerando que los gemelos habían tomado lo mejor según ellos, La cama de Patapez fue llamada "Cama de Balder" por ser serena y luminosa. Para quien busca paz y buen descanso, como el dios más amado del panteón nórdico, y por último la cama de Hipo fue nombrada "Cama de Odín" La cama más grande, reservada para él claro, el digno líder del grupo. Un lecho digno del padre de todos los dioses...
—¿Por qué él siempre tiene lo mejor? —Se quejó Patán.

Dah, porque es el jefe. —Respondió Tacio.

Luego de un rato, ya listos para dormir se encontraban todos reunidos en aquella mesa, comiendo sus últimas provisiones de viaje, decidieron compartir su último pan que había llevado desde Berk, tristes por ser lo ultimo que probarían en mucho tiempo de su hogar.

—Mañana nos separan —Informó Patapez—. Si nos toca con civiles o soldados, hay que actuar normal. Perfil bajo. Nada de cosas raras.

—¿Incluye eso a Patán intentando seducir a la posadera? —preguntó Tacio.

Hey, solo pregunté si el desayuno venía con sonrisa.

—¿Y ella respondió "te voy a echar del local"? —bromeó Tilda.

Rieron bajito.

—Hipo, ¿qué opinas de la rubia hermosa de ojos azules, que casi te atraviesa con los ojos? —preguntó Patán, levantando una ceja. —toda una psicópata ¿No?

—No lo sé —dijo Hipo, pensativo—. Pero si ella está en la cadena de mando de Viggo, entonces hay que tener cuidado. Podría ser una amenaza... o una oportunidad.

—¿Oportunidad para qué? ¿Enamorarte? —se burló Tacio.

—Para obtener información, idiota.

—Sí, claro, "información"... —susurró Patán con voz de novela.

—Vamos, si nos dimos cuenta de cómo la mirabas, como si hubieras visto a un ángel en persona, digo todos lo hicimos porque linda chica, pésimo carácter, pero linda... Pero tú amigo mío, tú la tenías toda, es decir toda esa tensión, la sintieron ¿no amigos? —Comentó Tacio.

—Y vaya que sí, la tomó de la mano como si no quisiera soltarla nunca. —Añadió Tilda.

—Estoy con los gemelos, nunca te habíamos visto actuar así, ni si quiera cuando conocimos a Camicazi. —Afirmó Patapez sonriendo.

—A Hipo le gustan las rubias. —se burló con una risa seca.

—¿Saben qué? Mejor duerman, mañana empieza la verdadera misión —suspiró Hipo con un leve sonrojo.

—Sip, escuchemos al jefe, si mañana terminamos en la letrina, yo quiero estar bien descansado —añadió Tacio.

—O en los establos... —Recalcó Tilda con resignación.

—O siendo interrogados por esa Astrid con su voz de juicio eterno —añadió Patán.

—Nah, eso dejémoselo a Hipo, el puede con ella. — Bromeó Tacio.

Hipo se resignó a que sería molestado con lo del nerviosismo que le causaban las mujeres, sobre todo ella, así que simplemente rodó los ojos, y rieron otra vez, en voz baja, nerviosos pero unidos. La noche en Iseldur era fría, pero la conspiración calentaba el aire.

Y en algún rincón del fuerte, una soldado rubia también repasaba mentalmente los rostros de los recién llegados... y uno de ellos, especialmente, no terminaba de encajar...

。゚•┈୨♡୧┈•゚。

La luz pálida de la mañana se filtraba entre los muros de piedra de la posada. Aún con el olor del desayuno colándose por debajo de la puerta, el ambiente estaba cargado de expectativa.

—Levántense, grupo de vagos —dijo una voz firme desde el marco de la puerta.

Astrid Hofferson, con su capa azul oscuro y el cabello recogido en una trenza perfecta, y el fleco cayendo sobre su rostro, los miraba como si ya supiera lo inútiles que serían. Definitivamente no conocía a esos cinco.

—Tenemos cosas que hacer y lugares que no explotan solos. —Ordenó con su voz mas firme que nunca.

Tacio fue el primero en hablar desde el colchón.

—¿Tú siempre eres así de dulce por las mañanas o hoy es un regalo especial?

—Sigue hablando y te asigno a limpiar letrinas —respondió Astrid sin pestañear.

—Por eso decía que buenos días... —murmuró Tacio, incorporándose de inmediato.

Ya reunidos, Astrid les lanzó una mirada evaluadora. Parecía medir no solo su estatura, sino su capacidad de no hacer tonterías.

—Viggo les dio una semana, y créanme que está siendo muy considerado con ustedes, así que no la desperdicien. Aquí están las opciones de vacantes: herrería, cocina, patrullas, instrucción infantil o mantenimiento de calabozos.

—¡Dibújalo en una ruleta! ¡Yo le giro! —propuso Tilda emocionada.

—Esto no es un juego. Ustedes quieren quedarse, ¿no?

Hipo alzó una ceja. —¿Y tú siempre das las bienvenidas así?

—Solo a los que no me inspiran confianza —respondió Astrid, sus ojos fijos en los suyos. Un segundo. Dos. Nadie se movió.

Patán tosió para romper la tensión.

—¿Puedo pedir el calabozo? Digo... no es lo más glamoroso, pero siempre quise una celda con vista, sobre todo si no estoy encerrado.

—Perfecto —respondió Astrid sin mirar atrás—. Hay presos que necesitan vigilancia y tú tienes cara de que puedes intimidar a una piedra.

—Gracias... supongo, lo tomare como un alago. —Mencionó Patán.

—Tú, ¿Harald no? —señaló a Hipo, y este afirmó con la cabeza.—. Te toca herrería. Parece que sabes usar las manos.

Hipo asintió, intentando sonar neutral, pero no pudo evitar sonrojarse un poco... E grupo por su parte, con un humor bastante roto, simplemente contuvo la risa.

Hipo para aliviar ese comentario añadió:
—Diseño trampas también.

—¿Sí? —Astrid cruzó los brazos—. ¿Y eso es algo que uno simplemente... anuncia?

—Solo si él quiere ser útil —Contestó él.

Astrid mantuvo su mirada en él un par de segundos más...

—Estarás con Grettir en la forja. No lo hagas explotar.

—Ah si, no prometo nada.

—Los gemelos, cocina. Heather los espera. Tengan cuidado, le gusta jugar con cuchillos.

—¿Jugamos también nosotros? —preguntó Tacio con una sonrisa nerviosa.

—Solo si no les importa perder dedos —respondió Astrid.

—¡Genial! —exclamó Tilda.

—Y tú —miró a Patapez con cierta duda—. Vas a la escuela de dragones. Ayudarás a los niños a reconocer especies y cuidar a los pequeños que están en recuperación.

—¿Con... niños? —repitió él, pálido.

—Sí. Son menos salvajes que tus amigos, no te preocupes.

—No estoy tan seguro...—Murmuró Patapez recordando cuando era el líder del campamento en Berk, los niños bueno... eran niños, traviesos y esas cosas... No era lo más fácil sin duda.

El grupo comenzó a dispersarse, aunque solo un poco, curiosos a lo que iba a pasar con Hipo, Hipo por su parte se detuvo a su lado. Astrid no lo miró, pero sabía que seguía ahí.

—¿Por qué me asignaste herrero? —Frunció el ceño, dudando, sin duda él era un gran herrero, el mejor de Berk, tuvo un gran maestro, Bocón sin duda le hubiera dado un golpe por esa pregunta, pero él... no estaba ahí, esto no era Berk.

—Porque necesitas estar vigilado, y Grettir no se distrae fácilmente. —Le sostuvo la mirada con firmeza.

—¿No confías en mí?

—No. —le soltó, sin más.

Finalmente, ella se giró y lo miró con frialdad controlada.

—Solo haz tu trabajo. Y no me obligues a tener razón sobre ti.

Y con eso, se fue.

Tilda silbó bajito desde la puerta donde podían escuchar muy bien.

—¿Eso fue... coqueteo o amenaza? —indagó curiosa.

—Definitivamente ambas —murmuró Patapez.

El sol apenas había tocado las torres de Iseldur cuando la rutina comenzó con precisión casi militar.

Hipo estaba frente a un yunque, martillo en mano, las mangas remangadas y la frente ya perlada de sudor. A su lado, un hombre robusto de cabello gris y barba trenzada observaba cada uno de sus movimientos con ojo crítico. Era Grettir, el herrero jefe y supervisor de la armería. No hablaba mucho, pero su presencia imponía respeto.

Un oficial se acercó y le entregó unos planos enrollados.

—Necesitamos esto para la frontera este. Trampa de foso, reforzada. Lo más resistente que puedas. Y sin explosiones, esta vez —añadió con mirada desconfiada.

—No prometo nada —respondió Hipo esbozando una sonrisa tensa mientras desplegaba los planos, nunca había explotado nada, pero inquirió que era obra de los gemelos, a quien había pedido el favor de entregar un pedido de armas, ya que no estaban haciendo nada luego de terminar de cocinar el desayuno, una nueva nota mental "No pidas favores a Tacio y Tilda". Mientras medía materiales, su mirada apenas tardó unos segundos en captar los patrones defensivos de la zona marcados en el papel. Memorizó cada línea sin parecer demasiado interesado.

Grettir gruñó en tono neutro, pero sin dureza.

—Tienes buena mano para el metal... y para los detalles. Eso no se enseña, se trae.

—Supongo que he tenido buenos maestros —Confesó Hipo sin levantar mucho la vista, recordó a Bocón, a su padre... ¿Y si realmente había sido una mala idea?

Grettir asintió, cruzándose de brazos. No lo halagaba fácilmente, pero estaba vigilando de cerca.

Hipo levantó la vista justo en el instante en que Astrid hacía girar a un novato por encima del hombro y lo estampaba contra el suelo con una facilidad que le resultó casi hipnótica. Su fuerza era contenida, precisa... brutalmente elegante. No sabia si sentirse agradecido por aquella vista tan buena de la arena... En definitiva, no era como las carreras de dragones, pero era algo.

Sin darse cuenta se quedó perdido en sus pensamientos con la vista clavada en ella, y cuando por fin salió de su trance, sus miradas se cruzaron. Por un segundo, el mundo pareció hacer silencio. Ella lo miró como quien examina un acertijo con desconfianza. Esa mezcla de frialdad y autoridad se le clavó bajo la piel.

Hipo no desvió la mirada, aunque sintió cómo algo en su estómago se tensaba. No era miedo. No exactamente.

Era... otra cosa...

El tipo de cosa que complicaba los planes.

No confía en mí. Perfecto.
Mejor así.
...O al menos eso debería pensar, ¿no?

Volvió a bajar la vista, golpeando el metal con más fuerza de la necesaria.

A pocos metros, en la sección de entrenamiento del patio, Astrid giraba con velocidad impecable y derribaba a un recluta más con un movimiento seco de lanza. Heather le lanzaba una sonrisa desde la sombra de un poste, fingiendo estiramientos.

Astrid, aún jadeando por el ejercicio, se permitió una pausa. Su mirada vagó un segundo... y tropezó directamente con la figura de Hipo, que martillaba con fuerza y precisión, la mandíbula apretada, los brazos marcados por el esfuerzo, y esos bíceps que se formaban cada que él levantaba aquel martillo. Él sintió la mirada de ella también, y por una fracción de segundo, sus ojos se cruzaron nuevamente, casi martilleándose el pulgar...

Astrid frunció el ceño. No había razón para que alguien como él fuera tan hábil, tan... centrado. Un refugiado, sí, pero con un aire que no cuadraba del todo. Lo había sentido desde el primer instante. Era como si su sola presencia desentonará en el patrón que ella había aprendido a leer en la gente. No sabía si era una amenaza... o algo más peligroso aún: una distracción.

—¿Todo bien? —preguntó Heather, acercándose con una sonrisa astuta.

—Sí... solo lo observo —dijo Astrid sin mirarla, aún con los ojos puestos en Hipo, como si al mirarlo pudiera resolver el enigma que la inquietaba sin razón.

Heather sonrió más amplio, divertida.

—Claro. "Observar". Cómo no.

Astrid le lanzó una mirada asesina, pero su atención volvió de inmediato a la herrería. Algo no estaba bien con él.

Y eso, por alguna razón, le gustaba menos de lo que esperaba.

Mientras tanto, en el ala norte, Patapez intentaba sobrevivir a una manada de niños pre adolescentes armados con maquetas de dragones y demasiadas preguntas.

—¡¿Y qué pasa si el Nadder Mortífero estornuda mientras vuela?! —preguntó uno, levantando la mano y luego lanzando una réplica de madera.

—Eh... se complica la aerodinámica —respondió Patapez con la voz aguda—. Y todos caen. Todos. Así que no estornuden encima de un dragón, ¿sí?

Los niños rieron. Uno lo llamó "Profe Espanto", lo cual... bueno, no sonaba tan mal...

En la cocina, Tacio y Tilda lidiaban con un horno que crujía cada vez que lo abrían. Heather entró con una lista de raciones.

—¿Sabes cocinar sin quemar todo? —le preguntó a Tacio.

—¿Eso fue un desafío? —respondió él, alzando una ceja y prendiendo una sartén con una sonrisa malévola.

—No, fue una súplica. Quiero vivir. —Afirmó Heather.

—Buena suerte entonces —añadió Tilda, arrojando pan al aire como si fueran cuchillos.

—Esta va a ser una larga semana... —murmuró Heather, saliendo mientras oía un BOOM en la cocina.

En el lado más oscuro de Iseldur, Patán caminaba entre los barrotes, arrastrando las botas con pereza estudiada, decidió fingir limpiar una celda vacía mientras afinaba el oído.

—¿Y bien? —susurró un preso.

—Los barcos del este vienen con armas. Dos noches —respondió el prisionero, sin levantar la cabeza.

Patán no reaccionó. Solo se giró lentamente, grabando la frase en su memoria antes de seguir barriendo.

。゚•┈୨♡୧┈•゚。

En la cena, el grupo ocupaba una mesa larga en el rincón más apartado del comedor de la posada. Las paredes de piedra rezumaban humedad, la chimenea crujía suavemente, y las velas daban un brillo cálido al lugar. Aún no se les permitía comer en el gran salón por ser nuevos reclutas. La comida no era mala, para ser cocinada por los gemelos, quienes jamás tocaban la cocina, al menos en la orilla, se podría decir que estaba bien, tenía un ligero toque a Berk, pero Patán no dejaba de quejarse.

—¿Quién le pone ciruelas a un estofado de carne? —bufó Patán, dejando la cuchara como si hubiera probado veneno.

—¡Tal vez es tradición local! —defendió Tilda mientras le daba un sorbo a su jarra de sidra—. Aunque... sí, sabe a tragedia, en mi defensa diré, que lo hizo Heather.

—Podría ser veneno lento —sugirió Patapez con un tono lúgubre—. Tal vez nos quieren debilitar desde adentro. Inteligente.

—O tal vez solo cocinan mal —masculló Patán, haciendo una mueca—. Extraño el pan duro.

—¿Cómo te atreves a decir eso? — Tacio cruzó los brazos con fuerza, ciertamente indignado.

—Bien, no esta tan mal.

Hipo, sentado al extremo de la mesa, revisaba mentalmente lo que había aprendido en el día, mientras asentía vagamente a los comentarios. Pero cuando la puerta del comedor de la posada se abrió, sus sentidos se tensaron como un resorte.

Astrid.

Entró con paso firme, su silueta recortada por la luz exterior. Miró directamente hacia ellos, o más específicamente... hacia Hipo.

El grupo enmudeció brevemente. Tacio incluso dejó caer su cuchara.

—¿Viene hacia aquí? —murmuró Patán, con el tono de quien ve una tormenta venir por el horizonte.

Astrid se detuvo junto a la mesa y cruzó los brazos. Habló sin rodeos.

—Grettir me pidió que trajera esto. —Le entregó a Hipo un pequeño paquete de pergaminos enrollados—. Son planos de acceso para los suministros. Dice que los ajustes que hiciste hoy le ahorraron trabajo, y quiere ver si puedes replicarlo.

Hipo los tomó, con el gesto medido.

—Lo intentaré.

—Hazlo —replicó Astrid, pero sin brusquedad. Luego, bajó la mirada al banco vacío a su lado. —¿Puedo?

El grupo se tensó. Nadie se esperaba eso. Hipo dudó medio segundo antes de asentir.

—Claro.

Astrid se sentó. El silencio fue incómodo durante unos segundos. Los demás intercambiaban miradas, como si esperaran que algo explotara.

Fue Patapez quien rompió el hielo.

—Y... eh... ¿Cómo estuvo el entrenamiento hoy? ¿Muchos huesos rotos?

—Menos de los esperados. —respondió Astrid sin apartar la vista de Hipo, aunque con una sombra de sonrisa.

Tara le sirvió comida y sidra, la cual acepto con gusto, y se dispuso a comer con los refugiados. Evitando que estos pudieran hablar cómodamente.

Hipo levantó la vista apenas. Se encontraron otra vez.

—No sabía que también venías a socializar con "refugiados". — Añadió Hipo ciertamente incomodó.

Astrid entrecerró los ojos, no como amenaza, sino con una chispa de desafío.

—No suelo hacerlo. Pero algo en ti no cuadra. Quiero saber qué.

—Tal vez solo soy complicado, muy feo —dijo él, y luego añadió, con una sonrisa casi imperceptible—. O interesante.

Un carraspeo fingido de Patán hizo que todos estallarán en risas incómodas. La tensión se disipó, pero solo un poco. Astrid se levantó sin decir más, había terminado su cena, y se levantó recogiendo su plato y jarra.

—Mañana, revísalo. Y si no sirve, lo sabré.

—Estoy seguro de que tendrás una opinión de todos modos —replicó Hipo.

Ella se fue sin mirar atrás, pero durante un instante, Hipo creyó ver que sus labios se curvaban apenas.

Cuando la puerta se cerró tras ella, Tilda soltó:

—Bueno, eso fue... tenso.

—¿Tenso? ¡Parecían a punto de lanzarse cuchillos o besarse! Toda una novela, ¡Pido ser el padrino! —soltó Tacio, llevándose una cachetada de su hermana, y un leve sonrojo de Hipo.

Patapez se inclinó hacia Hipo con voz baja.

—¿Estás seguro de que esto es solo una misión encubierta?

Hipo suspiró, revisando los planos sin mirar a nadie.

—Sí.

。゚•┈୨♡୧┈•゚。

Horas después, en la posada, el grupo volvió a reunirse en secreto.

—Ahora sí, sin rubias entrometidas alrededor. —Dijo Hipo lanzándose a la banca del cuarto.

Tilda se ofendió.

—¿Qué entonces me voy?

—No, no Til- Sigrid, no hablaba de ti, hablaba de la otra rubia, de Astrid. —Respondió él con una sonrisa.

—Ahh, hubieras empezado por ahí. —Murmuró sentándose en la mesa de nuevo.

—¿Cómo les fue? —preguntó Hipo.

—Un niño me ofreció soborno para no hacer tareas —respondió Patapez.

—Quemamos cuatro panes y a Heather casi se le va la paciencia —dijo Tilda.

—Escuché sobre cargamentos en camino —aportó Patán, cruzándose de brazos, a lo que todos se quedaron sorprendidos

—¿Qué? ¿Cómo? —Pregunto Patapez sorprendido.

—. Dos noches. Armamento pesado. Probablemente para reforzar las murallas.

—Perfecto —murmuró Hipo, desplegando un croquis de la herrería y los túneles bajo ella—. Si entramos por aquí...

—¡Alto ahí, conspiradores! —interrumpió Tacio, poniéndose dramático—. ¿Y si Astrid entra y nos encuentra planeando algo?

—Yo la entretengo —dijo Patán.

—¡Tú la distraes y salimos arrestados! —soltó Patapez.

—¿No lo ves? ¡Ella me odia! Eso es tensión romántica —insistió Patán con una sonrisa confiada.

—Eso es peligro de muerte, idiota —bufó Hipo, mientras todos reprimían una carcajada.

Siguieron hablando en voz baja hasta entrada la noche. Afuera, la isla dormía... pero dentro de esos muros, las piezas comenzaban a moverse.

Y entre ellas, una guardia rubia aún no dormía, repasando en su mente los rostros de los infiltrados, sintiendo que había algo más en ese herrero nuevo con mirada seria y palabras demasiado bien medidas.

。゚•┈୨♡୧┈•゚。

Gran Salón, Berk.

El fuego chisporroteaba en la gran chimenea, lanzando sombras largas que danzaban por las paredes de piedra. Pero nada podía suavizar el ceño de Estoico el Vasto, ni calmar la tormenta que rugía bajo su pecho. En su puño, la carta de Hipo estaba arrugada, casi irreconocible, con la tinta corrida por la presión de sus dedos.

—¡Se fue! —gruñó con la voz tensa, profunda como un trueno contenido—. Se largó de Berk con todo su equipo... sin decir una palabra. Solo dejó esto.

Tiró la carta al suelo con un gesto de desprecio, pero la miró como si cada palabra quemara más que el fuego.

—Un mes fingiendo estar de acuerdo. Un maldito mes en el que pensé que lo había aceptado: quedarse en Berk, asumir el liderazgo, prepararse para la guerra. Y luego... simplemente se fue. Como si no le debiera nada ni a su gente... ni a mí.

Tenía razón... Hipo paso un mes entero fingiendo ser un líder nato, un digno jefe para Berk, él no podía estar más orgulloso, pero simplemente fue una jugada.

Bocón abrió la boca, pero se detuvo. El ambiente no le daba permiso para hablar.

—El Consejo prohibió que saliera —continuó Estoico, su voz subiendo en volumen—. Lo quieren aquí. Quieren convertirlo en jefe, casarlo con la hija de un jefe isleño para sellar tratados, alianzas de sangre. ¡Y si descubren que se fue, lo harán por la fuerza! ¡Lo arrastrarán de vuelta! ¡O algo peor!

Silencio. El crepitar del fuego era lo único que se atrevía a llenar el vacío.

—¿Qué excusa puedo darles, ¿eh? ¿Que fue a buscar dragones? ¡Él no podía salir! Y si, nunca sigue órdenes... ¡jamás lo ha hecho! Y ellos lo saben. Pero me temo que esta vez lo tomarán en serio... en su contra.

—¿Y si decimos que lo dejamos ir a la orilla? ¿Y sobornamos a los auxiliares para que no hablen? —dijo Bocón, cortándose a mitad de la frase, el pecho subiendo y bajando con violencia... También estaba molesto con Hipo, un mes entero fingiendo ser un líder extraordinario, para irse sin más...

Se dejó caer pesadamente en su silla, como si la rabia le hubiera drenado los huesos. La dureza de su rostro cedió apenas un poco.

—Yo no quería obligarlo... —Habló Estoico con un tono más bajo, casi un susurro—. Nunca quise encadenarlo. Solo quería que viera que aquí también se puede luchar por lo que cree... sin huir.

Bajó la mirada.

—Y sí. Estoy decepcionado. No porque se fuera... sino porque no confió en mí para quedarse. No me dijo su plan... Porque prefirió el silencio a una despedida.

Un largo silencio siguió. Bocón dio un paso.

—¿Y si el Consejo pregunta?, mi plan suena brillante...

Estoico levantó la vista. Sus ojos brillaban, no de lágrimas, sino de decisión endurecida.

—Entonces tendré que mentir mejor. Y rezar para que no lo encuentren antes de que él logre... lo que sea que fue a hacer.

El fuego parpadeó, y una ráfaga de viento azotó la gran puerta como si algo quisiera entrar.

Solo quedaba rezar a los dioses para que Hipo acabará esta Guerra...

。゚•┈୨♡୧┈•゚。

 

Chapter 3: 03. La Noche de las Decisiones.

Chapter Text

Finalmente, después de discutir los detalles, acordaron su plan para esa noche. Saldrían en silencio, sin que nadie los viera, para asegurar el bienestar de sus dragones y explorar un poco más del terreno.

A esa hora, la isla dormía bajo un silencio espeso. Las calles, desiertas, solo se iluminaban por unas cuantas antorchas dispersas. La brisa marina se colaba entre las callejuelas, trayendo consigo el salitre del mar y el susurro de lo prohibido.

Hipo avanzaba con cautela junto a Patán, Patapez y los gemelos. El grupo se mantenía en las sombras, moviéndose como espectros hacia el claro donde sus dragones esperaban, ocultos.

El corazón de Hipo retumbaba. No era solo la misión. Era la emoción contenida, el riesgo, el reencuentro con su dragón... Pero también era el miedo. Si alguien los descubría... Todo estaba acabado.

Una sombra interrumpió su avance, e Hipo se tensó al instante.

No tardó en reconocer la silueta: firme, decidida... familiar. Astrid.

Su paso era silencioso pero determinado. Vigilante. Hipo tragó en seco. Ella no les quitaba la vista de encima desde que llegaron. Y si los alcanzaba ahora...

—¿Qué hacemos? —susurró Patán, viendo la expresión de Hipo endurecerse.

Hipo no vaciló.

—Ustedes sigan. Yo me encargo de ella.

El grupo asintió en silencio. El grupo le lanzó una última mirada antes de desaparecer en la oscuridad. Hipo respiró hondo y se quedó quieto, esperando.

A medida que Astrid se acercaba, Hipo sintió el latido acelerarse en su garganta. No solo era tensión. Había algo más. Esa mezcla peligrosa de deseo, rabia y desconfianza que flotaba entre ellos desde el primer día.

Se encontraron bajo el tenue resplandor de una antorcha. Por un instante, el mundo pareció detenerse. Solo estaban ellos dos.

—¿Qué haces aquí, Harald? —preguntó Astrid, con voz firme. La sospecha se le notaba en cada palabra.

Hipo esbozó una sonrisa tranquila, ensayada.

—¿No puedo dar un paseo a la luz de la luna? Solo quería aire fresco.

Astrid frunció el ceño. Su mirada lo atravesaba. Estaba a un par de pasos de él, demasiado cerca para que Hipo se sintiera cómodo... o tal vez demasiado cerca para que no lo deseara...

—¿Aire fresco? ¿A estas horas? —dio un paso más, su tono agudo—. No me engañes. Sé que hay algo más.

Hipo apenas se movió. Mantuvo la sonrisa.

—Sí, ya sabes... solo necesitaba despejarme. Este lugar... tiene algo. Y no es precisamente hospitalidad... Me gusta pensar a solas.

Astrid lo estudió. Sus ojos lo recorrían como si pudiera leer lo que escondía bajo la piel. Y quizá podía.

—¿Podemos hablar? —intentó Hipo, para ganar tiempo.

—¿Hablar? —repitió Astrid, sin bajar la guardia—. ¿De qué quieres hablar?

Hipo se giró apenas, señalando con la cabeza una esquina oscura.

—Tal vez podamos hacerlo allá. Tú no confías en mí, yo no confío en ti... pero si vamos a estar en esta isla, podemos intentar algo parecido a la paz.

Astrid no se movió al principio. Pero entonces, como si algo en él la empujara, avanzó despacio.

—Está bien, Harald. Pero no me hagas perder el tiempo. No somos amigos. ¿Entendido?

—Lo entiendo perfectamente.

Astrid lo observaba detenidamente, como si estuviera leyendo cada uno de sus movimientos. Algo en su mirada le decía que no estaba del todo convencida.

—¿Por qué te quedas atrás? —preguntó Astrid, con una mezcla de curiosidad y desconfianza. Sus ojos no se apartaban de Hipo, claramente evaluándolo.

Hipo mantuvo su postura, sin revelar ningún signo de incomodidad. Quería mantener la calma, pero la tensión en el aire era palpable. Astrid no confiaba en él, y era difícil ocultar ese hecho.

—Pensé que podría ser más... prudente. —respondió Hipo con una sonrisa ligera, tratando de sonar relajado—. Alguien tiene que quedarse atrás para asegurarse de que no haya problemas.

Astrid lo miró, los ojos entrecerrados, como si estuviera buscando una falla en su historia.

—¿Problemas? ¿Qué tipo de problemas? —preguntó ella, cada palabra salía de su boca con un tono de sospecha apenas disimulada. La verdad era que no confiaba en él, y no podía ignorar la sensación de que había algo oculto detrás de su actitud.

Hipo levantó las manos en un gesto de tranquilidad, buscando aliviar la presión del momento.

—Simple precaución, Astrid. Tú eres la experta en tácticas, ¿no? A veces es mejor no arriesgarse. Alguien debe estar vigilante. Además, no todos pueden ser tan arriesgados como tú.

Astrid lo estudió por unos segundos más. Su mente no dejaba de hacer preguntas. ¿Qué escondía Harald? ¿Estaba realmente infiltrándose, como temía?

La incertidumbre nublaba sus pensamientos, pero algo en ella la impulsaba a seguir mirando a Harald. Tal vez había algo en sus ojos, una chispa de algo que no podía identificar, que la hacía dudar de su propia intuición.

—Lo que sea —dijo finalmente, desinteresada, pero con una mirada fija en Hipo—. Aunque no me convence.

Hipo respiró profundo, aliviado de que no hubiera insistido más. Sabía que Astrid no era fácil de engañar, pero la verdad era que él no podía permitir que ella supiera la verdad. No podía arriesgarse. Así que se quedó allí, vigilando, mientras los demás avanzaban hacia el claro.

。゚•┈୨♡୧┈•゚。

Mientras tanto, los demás miembros del grupo se dirigían a la cueva donde sus dragones descansaban. Patán, Patapez y los gemelos se adelantaron en silencio, sin hacer ruido. Al llegar, Chimuelo los reconoció de inmediato, y el dragón hizo un pequeño movimiento, como si ya sintiera que algo estaba por cambiar.

—Ahí están —susurró Patán, con una sonrisa enorme.

Del otro lado a lo profundo de la cueva, Chimuelo fue el primero en aparecer. Su silueta oscura como la noche, ojos como faroles verdes buscando desesperado a una figura que no estaba.

—Tranquilo, viejo amigo —murmuró Patapez, acercándose con cautela—. Hipo no pudo venir. Está bien. Solo... tenía que distraer a alguien.

Chimuelo gruñó bajo, como si no estuviera del todo conforme, pero al ver a los otros que salían detrás de Patapez, se calmó.

—Estaban bien escondidos, ¿eh? —comentó Tacio, acariciando a un Eructo—. Aunque casi me dan un infarto cuando bufaron al vernos.

—Eso fue porque llegaste tú primero —respondió Tilda, riendo por lo bajo mientras rascaba detrás de la oreja de Guacara.

Patán estaba ya en el suelo, abrazando a su dragón como si no lo hubiese visto en años.

—¿Y ahora qué? —preguntó Patapez, aún con la mano en el lomo de su Albóndiga—. No podemos quedarnos mucho.

—Solo vinimos a verlos, calmarlos. Que sepan que seguimos aquí —respondió Patán, con tono serio por una vez—. Ya habrá tiempo para actuar. Por ahora, sobrevivir.

Todos asintieron.

Chimuelo, en cambio, seguía mirando hacia donde Hipo estaba. Como si supiera que algo no estaba bien.

—Él también te extraña, amigo —murmuró Patapez—. Pero no puede arriesgarse... Tú lo sabes.

El dragón soltó un bufido resignado, y se recostó en el pasto, aún alerta, pero en calma. Los demás se acurrucaron a su alrededor, en una burbuja breve de paz.

Cinco humanos. Cuatro dragones y medio. Un secreto demasiado grande para dejarse descubrir.

Pasados unos minutos, cuando ya era hora de volver, Patapez lanzó una última mirada a la cueva.

—Volveremos pronto.

Y con pasos rápidos y cautelosos, desaparecieron entre la niebla.

—Chimuelo estaba muy inquieto —comentó Patán.

—Probablemente siente que hay algo fuera de lugar —respondió Patapez en voz baja—. Pero se calmó. Hipo será el que lo calme mejor, luego...

Tacio frunció el ceño. Aunque estaban ocupados con su misión, no podía evitar preguntarse por qué Hipo había decidido quedarse atrás con Astrid.

—¿Por qué Hipo no está con nosotros? —murmuró Tilda.

—Es extraño —dijo Tacio, con voz baja—. Pero tal vez tiene algo que ver con su rol aquí. No quiero pensar que se está enamorando.

—Está distrayendo a Astrid chicos, es el único que puede.

Patán, por su parte, observaba a lo lejos, sin prestar demasiada atención a las preguntas del grupo.

Entonces, un ruido. Chimuelo se irguió, rugiendo suave, y corrió hacia el pueblo.

—¿Qué hace? —exclamó Tacio.

—Va por Hipo —dijo Patapez—. Lo siente. Sabe que algo no va bien...

。゚•┈୨♡୧┈•゚。

Hipo tratando de desviar la atención y darles tiempo a sus amigos hablo.

—Bien, pero, dime algo...

Hipo bajó un poco la voz. El momento se volvió más íntimo, más turbio...

—¿Nunca te has sentido... encerrada? Como si todo te estuviera observando, presionándote, sin poder respirar. Y entonces, de repente, surge una rendija, solo un segundo, para escapar. Eso es lo que yo buscaba... hasta que apareciste tú a interrumpir mi paseo.

Astrid lo miró, una mezcla de molestia y desconcierto en sus ojos. Su voz, afilada como un cuchillo, cortó el aire entre ellos.

—¿Eso es un reclamo? No deberías estar fuera de tu casa a estas horas, eres nuevo. Aquí, las reglas importan.

Hipo ladeó la cabeza, con una sonrisa apenas perceptible.

—¿Y tú sí puedes romperlas?

Astrid cruzó los brazos, acercándose apenas.

—Yo cuido esta isla, Harald. Y tú y tus amigos son extraños. Tengo razones para desconfiar.

Silencio. Tenso. Cargado.

Hipo sostuvo su mirada, pero esta vez, con un dejo de sinceridad en la voz.

—No espero que lo entiendas. Venimos de un lugar donde solo se sobrevive. Sin lujos, sin treguas. Tú... tú tienes una ciudad que brilla, respeto, rango. Nosotros solo tenemos lo que podemos cargar.

Astrid dio un paso más, su expresión suavizándose, casi imperceptiblemente.

—Entiendo más de lo que crees. —Su tono era más bajo, casi un susurro—. Pero proteger esta isla es mi deber. Y no voy a dejar que nadie la ponga en riesgo. Por muy... persuasivo que sea.

El aire entre ellos pareció volverse más espeso. Estaban a centímetros. Respiraban el mismo aire, y ni siquiera el viento marino que pasó entre ellos logró disipar la tensión.

—Gracias —dijo Hipo, apenas audible, pero firme.

Astrid lo miró, un segundo más de lo necesario. Luego, con voz lenta y directa:

—Gracias a ti por ser honesto. Pero si estás mintiendo... lo sabré. Y no me temblará la mano.

Hipo no dijo nada. No podía.

Entonces lo sintió...

No lo vio.

No lo oyó.

Lo sintió.

Un cosquilleo en la piel, una presión familiar en el pecho.

Chimuelo.

Estaba cerca.

Hipo giró apenas el rostro, como si buscara la luna, y en lo profundo del bosque lo vio. Esos ojos verdes que brillaban desde la oscuridad. Inquietos. Esperando.

No estaba solo. Claro que no, sus amigos lo intentaban llevar hasta la cueva de nuevo... se había escapado buscándolo a él.

—¿Estás bien? —preguntó Astrid, su tono volviéndose más cortante—. Estás... extraño.

Hipo, en su afán por disimular, intentó sonreír, pero sabía que no podía seguir con esa fachada por mucho tiempo. El dilema era inminente: Astrid empezaba a sospechar.

—Sí, todo tranquilo —respondió Hipo, sin mirar directamente a Astrid—. Solo me aseguraba de que todo estuviera en su lugar.

Astrid no dijo nada, pero Hipo vio en su rostro que la duda seguía allí, al acecho. ¿Sería suficiente para mantener la mentira? ¿O las sombras de su infiltración pronto se desvelarían?

Se acercó un poco más, la voz grave, casi como si fuera íntimo.

—Escucha, Astrid. No te pido que confíes en mí. Solo... esta noche. Déjame esta noche.

Ella lo observó. Algo en su expresión cambió. Desdén, sí... pero también algo más. Una grieta...

—No prometo ser amable —susurró ella—. Y si me entero de algo...

—No confíes en mí... pero dame esta noche.

Entonces, un crujido. Una rama rota.

Astrid giró la cabeza con rapidez.

—Oh Dioses, un jabalí —dijo Hipo, rápido—. Siempre salen a esta hora... En Hekern, no sabía que aquí igual, Hogar dulce Hogar.

Y sin darle tiempo a Astrid de responder, retrocedió un paso.

—Dame cinco minutos, iré a revisar, ya vuelvo. Si quieres esperarme... estaré de regreso.

Astrid lo miró como si no pudiera decidir si golpearlo o seguirlo.

—¿Vas a dejarme aquí hablando sola?

—¿Confías en que regresaré... o no?

Ella no respondió.

Hipo no esperó. Se perdió entre la maleza.

Y Astrid se quedó observando como él se iba perdiendo en la niebla.

。゚•┈୨♡୧┈•゚。

Al fondo, Chimuelo lo esperaba. Ojos brillantes, cuerpo alerta.

El claro estaba apenas iluminado por la luna filtrándose entre las ramas. Todo olía a tierra húmeda y a nervios contenidos. Hipo salió de la espesura sin aliento, la cara aún tensa por el encuentro con Astrid.

Chimuelo fue el primero en recibirlo, acercándose en silencio, sus grandes ojos verdes llenos de preocupación. El dragón frotó su hocico contra su pecho como para asegurarse de que estaba entero. Hipo no pudo evitar sonreír un poco y le devolvió el gesto.

—Estoy bien, amigo... pero estuviste a punto de arruinarlo todo —susurró mientras le acariciaba la cabeza—. Te dije que esperaras.

El dragón ronroneó suave, como diciendo, "No te iba a dejar solo."

Los demás estaban sosteniéndolo, Patán, los gemelos, Patapez. Preocupados.

—¿Y Astrid? —preguntó Patapez en voz baja, acercándose—. ¿La convenciste?

—Por ahora, sí. Pero está sospechando más de la cuenta. No podemos darnos el lujo de otro movimiento imprudente esta semana.

—Te dije que te quedaras... —susurró Hipo, apoyando la frente en su hocico.

—Casi nos ve —murmuró Patán—. Apenas logramos que no nos siguiera.

—Tenemos que esconderlos otra vez, ya —añadió Patán.

Hipo asintió, lanzando una última mirada hacia el claro.

Sabía que ella seguía ahí.

Y que esto, apenas estaba empezando.

Comenzaron a caminar de nuevo a la cueva.

—Perdona Hipo, no quiso quedarse—Afirmo Patapez, cruzando los brazos—. Y nos costó mantener a los demás atrás. Y más cuando Chimuelo casi se lanza a volar cuando oyó tu voz.

Hipo los miró uno por uno, y luego también miró a los dragones. A sus compañeros. Sabía lo que les estaba pidiendo. Quedarse quietos. Esconderse. Ocultarse cuando lo único que querían era volar, pelear, vivir libres.

—Escuchen —dijo Hipo, alzando la voz lo suficiente para que todos lo oyeran, pero sin romper el silencio del bosque—. Sé que esto no es justo. Que estar escondidos es lo opuesto a lo que somos. Pero si queremos cambiar algo aquí... si de verdad queremos acabar con la caza de dragones, tenemos que hacerlo bien. Sin ser descubiertos. Sin darles motivos para encerrarnos.

Hubo un murmullo de asentimiento. Los gemelos resoplaron, pero no protestaron.

—Solo un poco más de paciencia —continuó—. Solo unos días más. Pronto encontraremos la forma de movernos. De hablar con quienes importan. Pero esta noche... esta noche necesito que nadie salga. Que nadie vuele. Ni un rugido.

Chimuelo bufó suavemente, como si aceptara el trato a regañadientes.

—Te lo prometo —dijo Hipo, mirándolo a los ojos—. No los traje hasta aquí para dejarlos en una cueva como criminales. Lo estamos haciendo bien. Solo... un poco más.

El grupo fue dispersándose. Algunos acomodándose junto a sus dragones, otros vigilando el perímetro.

Antes de irse, Hipo se quedó solo un instante con Chimuelo. Acarició su cuello, más lento ahora.

—Ella casi me detiene —murmuró—. Pero no lo hizo. Y no sé si fue porque confía en mí... o porque quiere hacerlo.

Chimuelo ladeó la cabeza. No entendía todo, pero sí lo suficiente.

—No me mires así. Sé lo que estás pensando. Y sí, lo sé... me está afectando.

Se incorporó, respiró hondo, y le dio una última palmada.

—Quédate aquí. Esta vez sí. Voy a volver pronto.

Y con eso, dio media vuelta, regresando por donde había venido, en dirección al pueblo... y a Astrid... Había tardado más de cinco minutos.

Hipo caminaba con paso firme, pero su mente iba a la deriva.

La cueva ya había quedado atrás, junto con sus amigos, los dragones, y la última capa de calma que había logrado mantener. Sus amigos se fueron directo a la posada, cada paso hacia el pueblo era un nudo más en su pecho. El aire salado de la costa no ayudaba a despejar su cabeza. Tampoco lo hacía el recuerdo de esos ojos azules fijos en él, como si pudieran desarmarlo con solo una mirada.

Astrid. ¿Por qué tenía que ser ella?

De todas las personas en esa isla, tenía que ser la general. La más leal, la más recta, la más peligrosa. Y aun así... había algo en ella que no podía dejar de mirar. Algo en cómo se cruzaban sus palabras, entre el filo de la autoridad y la chispa de algo más. Algo que no entendía del todo pero que cada vez lo arrastraba más hondo.

Recordaba cómo lo había mirado. Cómo había sentido que casi lo entendía. Casi.
Y eso era lo peor. Porque no era solo atracción física. No era un juego... Le recordaban algo.

Era la sensación de estar en el borde de un precipicio, y saber que, si ella daba un paso más, él no haría nada por detenerla... Pero tenia que, el no esta en esa isla para nada, él estaba ahí para detener a Viggo Grimborn y a su imperio de cazadores de Dragones.

Pero... No podía dejar de preguntarse...

¿Por qué me importa tanto lo que piense? ¿Por qué me quedé ahí hablándole como si necesitara su permiso para respirar?
Y más aún... ¿por qué deseaba que no se fuera?

Hipo pateó una piedra del camino, frustrado con sus propios pensamientos. Chimuelo tenía razón. Siempre lo leía sin decir nada. Él sabía que esto se estaba volviendo más complicado de lo planeado... quizá si había sido mala idea después de todo... Y su padre, vaya que debería de estar decepcionado... Y el consejo, lo harían trizas.

No solo estaban infiltrándose. No solo estaban ocultando dragones. No solo debía detener la guerra... No podía haber algo más. Sin embargo.
Ahora había algo más. Alguien más... Tenia que detener sus impulsos.

O si no eso podía ser el mayor error de todos.

Pero, aun así, ahí estaba, regresando por voluntad propia. No porque tuviera que hacerlo. No porque hubiera una orden. Sino porque en algún rincón de su interior esperaba... verla.

¿Y si todavía está allí?
¿Y si me esperó...?

La idea era absurda. Astrid no era de las que esperaban a nadie. Pero no pudo evitar mirar hacia la esquina donde se habían separado. El corazón le dio un vuelco, idiota, iluso.

Y entonces...

。゚•┈୨♡୧┈•゚。

Astrid permaneció en pie, sola, en medio del sendero. El viento costero le desordenaba el cabello, pero ella no se movía. No aún. Seguía mirando el bosque por donde él había desaparecido.

Cinco minutos.

Eso había dicho.

Siete minutos y contando.

¿Y por qué demonios seguía ahí?

No era por desconfianza. O no solo por eso. Había interrogado a espías, perseguido traidores, enfrentado emboscadas... pero nada de eso la había dejado tan fuera de control como ese hombre. Harald.

Había algo en su forma de hablar, de mirarla, que descolocaba todas sus defensas. Como si cada palabra suya llevara una carga invisible, un eco de algo que no alcanzaba a nombrar.

Y esa última frase...

"No confíes en mí... pero dame esta noche."

¿Quién se atrevía a decirle eso a la general de Isla Guardia?

Y peor aún...

¿Quién era ella para considerar concedérsela?

Dio un paso, lista para regresar, o para ir tras él —ni siquiera sabía cuál—, cuando una rama crujió detrás.

Se giró de inmediato, con el pulso al cuello.

Y ahí estaba.

Harald.

El pecho agitado. Camisa desordenada. La luna le bañaba el rostro y, por un segundo, parecía otra persona. Más libre. Más cerca. Más peligroso.

—¿Volviste? —preguntó, con una frialdad ensayada. Pero su voz traicionó una grieta.

—Te dije cinco minutos —respondió él, con una sonrisa que no era arrogante... sino casi tímida.

Ella bajó la mirada, apenas un segundo.

—Fueron casi diez. No pensé que cumplirías.

—Tampoco pensé que me esperarías...—Hipo se detuvo a unos pasos de ella. Su corazón latía fuerte, como si aún corriera por el bosque. —Había más jabalíes de los que pensaba —bromeó con una sonrisa suave.

Astrid giró el rostro hacia él, sus ojos azules atrapando los verdes suyos en un solo golpe.

Silencio. Pero no un silencio tenso. Era algo más denso, casi eléctrico. Como si todo lo no dicho flotara entre ellos, vibrando bajo la piel.

—Vámonos —dijo Astrid al fin, girándose. Necesitaba moverse, o lo que sentía la consumiría.

Él la siguió. Sin palabras.

Caminaron en silencio hasta la plaza. La farola titilaba débilmente, bañando todo de una luz quebrada, como si el mundo estuviera hecho de sombras y secretos.

Frente a su puerta, Astrid se detuvo.

Él también.

—Bueno... —dijo ella, sin volverse—. Ya estás donde debías llegar. Todo en orden.

—Sí. Yo debería irme a... lo que sea que llame hogar —murmuró Hipo, con voz baja.

Ella lo sintió. El calor de su voz. El peso de su presencia. Estaba demasiado cerca. Pero no lo suficiente.

Se dio vuelta despacio. Sus ojos se encontraron. La mirada de él no era desafiante. Era... sincera. Dolorosamente sincera.

Maldita sea.

—Astrid...

—¿Qué?

—Sigues actuando como si no te importara nada. Pero cada vez que te miro, parece que cargas con el peso de toda la isla.

Ella esbozó una sonrisa amarga.

—No sabes nada de mí.

—Lo sé. Pero si algún día necesitas hablar... aunque sea con alguien que no debería estar aquí... estoy.

Astrid apretó los labios.

—Ya fue suficiente charla por una noche.

Silencio. De nuevo.

Pero esta vez era un silencio con aliento. Con latido.

—Deberías irte a dormir —susurró. Y no supo si se lo decía a él... o a sí misma.

Él asintió. Dio un paso atrás... pero luego uno hacia adelante.

Y quedó frente a ella.

Tan cerca que sus respiraciones se mezclaban. Que una palabra más bastaría para romperlo todo.

Astrid no retrocedió.

—Buenas noches, Harald.

—Buenas noches, Astrid.

No se despidieron. No se tocaron.

Solo se quedaron así, suspendidos en ese espacio diminuto donde todo podía empezar... o acabarse.

Y entonces, él se giró.

Ella lo observó desaparecer en la niebla. Su silueta se desdibujaba como un recuerdo.

Cuando la puerta se cerró tras ella, apoyó la espalda contra la madera y exhaló por fin.

Él no era parte de su mundo.

Pero ya no podía negar que, de alguna manera, lo había dejado entrar. 

。゚•┈୨♡୧┈•゚。

La noche se alargó, e Hipo, regresó a la posada. Deseándole a Astrid las buenas noches. Sin embargo, Hipo no podía dejar de sentir la pesadez de su mirada. Ella sospechaba algo, lo sentía... O eso era lo que decía él para si mismo.

Los nervios seguían a flor de piel. Habían visto a sus dragones, pero el plan todavía estaba lejos de concretarse... Tenía que enfocarse en un plan concreto, seguir vigilando sus movimientos, y entonces dar el primer ataque.

La noche se alargó.

Hipo regresó a la posada en silencio, sin molestar a nadie. Las escaleras crujieron bajo su peso, y la madera vieja pareció quejarse como si supiera que él traía encima más de lo que debía.

"Buenas noches, Astrid."

Todavía sentía las palabras en la lengua. Su voz no había temblado, pero por dentro... estaba en ruinas.

Ella lo había mirado como si pudiera... Como si, por un segundo, lo hubiera dejado entrar. Y eso era un problema.

Un problema enorme.

Se dejó caer en el borde de la cama, con las manos en el rostro. Chimuelo, recostado junto a la ventana abierta, alzó apenas una oreja. No necesitaba hablar para entender. Él siempre sabía.

Astrid sospechaba. No lo había dicho, pero se notaba en su forma de observarlo. En el filo contenido de sus palabras. Como si cada conversación fuera un duelo, y cada silencio, un interrogatorio. Y aun así... ahí estaba ella, dándole esa noche. Un mínimo de tregua. Una rendija.

Y él... él había querido más.

No debería. No podía.

Habían visto a los dragones, sí, pero eso apenas era el principio. El plan aún era frágil, sostenido por mentiras y suerte. Si alguien como Astrid llegaba demasiado cerca, todo podía colapsar. Su padre... Debía de estar tan decepcionado.

Y sin embargo...

Cerró los ojos con fuerza.

No era solo la misión.

Era ella.

Había algo en Astrid que desarmaba sus defensas, incluso cuando se suponía que debía estar más alerta que nunca. La forma en que sostenía la mirada. La manera en que medía sus palabras como si cada una fuera un ancla. Y cómo, aún con toda su rigidez, parecía hecha de fuego.

¿Por qué tenía que ser ella?

Había visto a muchas personas en el poder. Había manipulado, mentido, fingido... Incluso teniendo al mismo Viggo Grimborn enfrente, pero con ella era distinto. Con ella, cada palabra parecía una cuerda floja, cada gesto, un salto sin red.

Y lo peor de todo era que... no quería retroceder.

Aunque supiera que debía.

Porque si se acercaba más... si dejaba que Astrid lo conociera de verdad... entonces no solo pondría en riesgo la misión.

Se pondría en riesgo a sí mismo.

Y a ella.

Miró por la ventana. Las luces del pueblo se habían apagado casi todas. Solo quedaba la bruma y el vaivén distante del mar.

Tenía que ser inteligente.

Tenía que mantener la fachada. Distancia. Paz. Cautela.

Pero había algo dentro de él que no encajaba con ese plan. Una grieta que había comenzado a abrirse, justo en el momento en que Astrid no lo detuvo. Cuando no lo rechazó. Cuando solo lo miró... y no dijo nada.

Y ese silencio, tan cargado, tan íntimo...

Podía ser su perdición.

Se levantó despacio y comenzó a quitarse la camisa. La tela aún tenía el olor de la noche, y de ella. Se detuvo un instante, con la prenda en la mano, sintiendo la punzada de algo parecido a deseo... o arrepentimiento.

No.

No había espacio para eso.

Había un imperio que debía caer. Había dragones que dependían de él. Había un padre que ya no podía darle consejos... y quizá no querría llamarlo hijo jamás, una isla que seguramente querría su cabeza... y un legado que pesaba demasiado como para permitirse distracciones.

Y Astrid Hofferson... era una distracción letal.

Se acostó finalmente, pero no cerró los ojos. Solo se quedó ahí, con la mirada clavada en el techo, oyendo los ecos de su propia respiración, y de sus propias decisiones.

Iba a mantener la paz.

Pero también iba a mantenerse lejos.

Porque si no lo hacía...

Todo lo que habían construido podía venirse abajo.

Y esta vez, no solo perdería una batalla.

Podría perderla a ella.

。゚•┈୨♡୧┈•゚。

Cuando la puerta se cerró tras ella, el silencio fue absoluto.

Astrid apoyó la hacha contra la madera y permaneció quieta, como si moverse pudiera romper algo invisible. La respiración le salía irregular, como si acabara de correr una batalla que no sabía que estaba librando.

¿Qué acababa de pasar?

Algo se había roto. O tal vez... algo se había abierto.

El eco de su voz, grave, suave, repitiendo su nombre como si lo saboreara, aún vibraba en su pecho. Y su mirada... esa condenada mirada que parecía suplicar algo que no se atrevía a pedir.

Cerró los ojos. Se pasó una mano por el rostro.

Era una locura. Él era un forastero. Un desconocido. Un posible enemigo. Y aun así, había en él una extraña honestidad que descolocaban todas sus alarmas.

Era como si, cada vez que lo empujaba lejos, él aceptara irse... pero con una ternura que la hacía desear que se quedara.

No podía permitirse eso.

Tenía un ejército bajo su mando. Una isla que proteger. Lealtades que no podían fallar. Sin embargo, lo había dejado entrar. No en su casa. En otra parte. Más profunda. Más peligrosa...

¿Qué diablos pasa contigo Hofferson?

Fuera lo que fuera, no podía seguir pasando.

—Tonta —susurró para sí misma.

Pero no sonaba como un reproche.

Sonaba a resignación.

A lo lejos, el sonido del mar seguía golpeando la costa como un recordatorio. Nada es constante. Todo cambia. Las olas siempre encuentran la forma de entrar.

Y en algún lugar de su pecho, aunque no lo dijera en voz alta, ya sabía que no iba a detenerlo.
Ni a él. Ni a sí misma.

。゚•┈୨♡୧┈•゚。

 

Chapter 4: 04. Distancia segura.

Chapter Text

Al amanecer, la ciudad aún dormía, pero Hipo no.

Estaba sentado frente a un mapa extendido sobre la mesa del cuarto que compartía con sus amigos. Marcas hechas a mano con carbón, rutas de patrullaje, zonas de vigilancia, puntos de entrada a los túneles subterráneos. Era un rompecabezas, y cada pieza tenía una vida detrás.

La brisa matinal entraba por la ventana, trayendo consigo el rumor de las gaviotas y el lejano murmullo de la actividad portuaria.

Pero lo único que resonaba en su cabeza era la voz de Astrid.

"No lo hice por ti."

Hipo apretó los puños. Tenía que dejar de pensar en eso. En ella. En la forma en que su respiración se aceleraba cuando estaban demasiado cerca. En cómo lo miraba, como si ya supiera que él no era quien decía ser... pero tampoco lo alejara.

Esa conexión era un lujo que no podían permitirse.

Su bolsa de viaje se abrió, dejando caer suavemente sobre la mesa un trozo de tela: una insignia arrancada de uno de los cazadores cuando inicio todo...

—No puedo fallar—murmuró Hipo, tomando el trozo con cuidado.

Viggo se estaba moviendo. Más rápido de lo previsto. Y si ellos llegaban antes de que pudieran preparar la defensa... sería el fin de todos los planes.

Tenía que actuar pronto. Convencer a los dragones de reubicarse. Localizar las armas que estaban entrando por el sur. Neutralizar al espía que aún no habían identificado.

Y aun así...

Volvió a mirar el mapa, su mirada cayendo sobre el círculo que rodeaba el puesto de vigilancia principal.

El puesto de Astrid.

No importaba cuánto lo intentara. Ella también era parte del mapa. Y no podía seguir fingiendo que sus decisiones no la tocaban.

Lo que iba a hacer... podía romperla. A ella.

Pero no había vuelta atrás.

Respiró hondo.

La guerra no se detenía por los sentimientos... Por nadie.

Y él no podía permitirse perder por un par de ojos azules...

。゚•┈୨♡୧┈•゚。

El viento soplaba más fuerte que nunca, como si quisiera arrancar el último vestigio de calma que quedaba en la isla. El aire fresco se mezclaba con la tensión palpable que se había acumulado en los últimos días. Algo se estaba acercando, pero Hipo lo sentía más fuerte que nadie.

Tres semanas. Tres semanas desde aquella noche frente a la puerta de Astrid. Tres semanas de gestos fríos, sonrisas tensas, y palabras vacías. En su interior, el tiempo se arrastraba, cada segundo más pesado que el anterior.

Durante el día, Hipo seguía con su fachada. Era un buen herrero, un mecánico confiable. Pero su verdadera pasión se desbordaba durante las noches, cuando se despojaba de la fachada y se sumergía en el bosque. Ahí, rodeado de su equipo, la cueva cobraba vida.

Ahí, cada noche, él y su equipo en la cueva en el taller que habían creado con restos traídos de Berk y piezas robadas a los cazadores. La fragua, alimentada con carbón del bosque, rugía como un corazón en medio de la tierra.

Utilizaba sus habilidades como herrero no solo para fabricar armas, sino para crear artefactos útiles, cosas que pudieran proteger, que pudieran neutralizar sin matar. Había diseñado un par de trajes que no solo eran ligeros y resistentes, sino que también incorporaban alas retráctiles para un escape rápido, ganchos de sujeción para ayudar a maniobrar sin daños, y compartimientos secretos para transportar comida o equipo sin que se notara. Nada en sus creaciones podía ser utilizado para matar, y esa era la clave. Él no estaba ayudando a cazar dragones. Estaba ayudando a no lastimarlos.

Allí diseñaban, soldaban, probaban. Los nuevos trajes eran más ligeros, más resistentes. Incorporaban alas retráctiles, ganchos de sujeción y compartimientos ocultos para herramientas. Eran el paso final para la ofensiva.

Y cada noche, después de trabajar, salían con sigilo por el acantilado norte. Uno a uno, se internaban en el bosque, cruzaban el río helado y llegaban hasta el claro secreto donde los dragones los esperaban.

Chimuelo siempre era el primero en aparecer, sus ojos brillando en la penumbra. Los otros dragones llegaban después, como sombras silenciosas.

Hipo y los demás los alimentaban en silencio. Los cuidaban, los revisaban, hablaban con ellos en voz baja, como si pudiera vaciar allí todo lo que no decía durante el día. Chimuelo y él salían a volar muy de noche, al igual que los demás... pero su cansancio hablaba al día siguiente, así que eran los que se levantaban no tan temprano.

—No te acerques más, ¿verdad? —le murmuró una noche a Chimuelo, mientras acariciaba sus escamas. El dragón solo lo miró con sus grandes ojos verdes, como si supiera la respuesta desde el principio.

Pero, aun así, sus noches de trabajo y de encuentros con los dragones estaban ocultas a los ojos de Astrid.

El clima había cambiado. El viento ya no era tan cálido, y el aire traía consigo un presagio difícil de nombrar. Algo se avecinaba. Todos lo sabían.

Pero nadie lo sentía más que Hipo.

Habían pasado tres semanas desde aquella noche frente a la puerta de Astrid. Tres semanas sin más palabras que las necesarias. Saludos breves. Órdenes secas. Miradas fugaces que nunca duraban más de lo prudente.

Y cada día se le hacía más difícil.

Especialmente lo que no decía a Astrid.

Porque ella... seguía ahí. Firme. Inquebrantable. Observándolo desde la distancia, como si cada uno de sus silencios fuera un muro.

Y él la respetaba por eso.

Pero dolía.

Cada vez que pasaba cerca, y ella giraba antes de mirarlo. Cada vez que daba una orden y su voz no temblaba. Cada vez que lo trataba como a cualquier soldado. Como si no hubiera habido nada... Como si no lo hubiera esperado aquella noche. Que iluso era.

Aunque Hipo sabía que sí lo había hecho.

También lo sentía. Aunque no lo mostrara.

Y mientras él creaba, ella... observaba.

Durante esas tres semanas, se había enterrado en sus deberes. Patrullas constantes. Supervisión de entrenamientos. Organización de los puestos defensivos. Dormía poco. Comía menos. No porque quisiera probar algo. Sino porque no podía dejar de pensar.

No podía permitir que sus emociones se convirtieran en una debilidad.

Pero cada noche que lo veía desaparecer por la colina, cada rumor de pasos fuera de la posada, cada chispa lejana en el bosque, la dejaba con los músculos tensos y el corazón latiendo demasiado rápido.

Sabía que él estaba tramando algo. No tenía pruebas. Pero lo sabía.

Y, lo que era peor... parte de ella quería saber para qué. No para atraparlo. No para castigarlo.

Sino para ayudarlo... Porque algo en el fondo de su corazón le decía que él no era malo...

Ese pensamiento la enfurecía.

Él la estaba alejando. Con intención. Y eso dolía más que cualquier traición. Porque Astrid nunca había sido el tipo de persona que esperaba nada de nadie.

Pero con él... había esperado.

Y ahora, se estaba cansando de hacerlo.

。゚•┈୨♡୧┈•゚。

Era uno de esos momentos tranquilos, donde la tensión del futuro plan de ataque quedaba en segundo plano y los habitantes del pueblo, incluyendo a los guerreros de la isla, podían relajarse un poco. En la esquina de la posada, Hipo estaba revisando una de sus últimas invenciones, completamente absorbido en su trabajo. A su lado, Chimuelo descansaba, mirando a su dueño con esos ojos tan conocidos que a veces parecían más humanos que los de una criatura alada. Pero a pesar de la atmósfera tranquila, algo peculiar estaba ocurriendo en el resto de la posada.

Los gemelos Tacio y Tilda no dejaban de burlarse, y no era nada raro en ellos. Sin embargo, hoy tenían una misión especial: hacerle la vida más difícil a Hipo, a su manera única... Más bien su plan era animar a su líder, quien desde que no hablaba con Astrid, estaba más malhumorado que de costumbre.

— ¡Oye, Harald! —gritó Tilda desde un rincón, con una enorme sonrisa traviesa—. ¿Sabías que Astrid te mira mucho últimamente?

Tacio se unió inmediatamente, saltando sobre una mesa cercana con una exagerada sonrisa.

— ¡Sí! ¡Parece que está completamente enganchada! —dijo Tacio, haciendo un gesto de estar completamente impresionado.

Hipo no levantó la vista, fingiendo no haber escuchado. Pero los gemelos no iban a dejarlo tan fácil.

— ¿En serio, Harald? —preguntó Patán, caminando hacia él con una expresión falsa de preocupación—. ¿No te molesta que Astrid te observe todo el tiempo, como si estuviera evaluando qué hacer contigo? Ya quisiera yo que me mirará así.

Tilda se acercó por el otro lado, poniendo una mano sobre su hombro y hablando en un tono cómicamente meloso.

— ¡Sí, Harald! ¿Sabías que le encanta cómo te ves con esos trajes de herrero? Oh, sí. ¡Lo sabemos! Esos músculos... ¡esa mirada intensa! —Afirmó con un tono que solo podía considerarse ridículo.

Hipo, que seguía con su invento en las manos, ahora se detuvo por un segundo y, por fin, levantó la vista. Estaba a punto de explotar de frustración, pero el rostro de los gemelos, con sus sonrisas demasiado amplias, le hizo soltar un suspiro.

— No sé de qué hablan. —respondió con calma, aunque su voz tembló ligeramente—. ¿Qué quieres decir con "te está mirando"? Ella mira a todos así.

Tacio lo miró como si fuera el hombre más ingenuo sobre la faz de la Tierra.

— ¡Venga, Harald! ¡No puedes ser tan ciego! —exclamó—. Astrid está enamorada de ti. Te ve como si fueras un... ¡Un Vikingo Enorme!

Tilda se echó a reír con una carcajada tan fuerte que casi tiró una jarra de cerveza sobre la mesa.

— ¡Sí, eso! ¡Enorme! —añadió, imitando la manera de mirar a Hipo con una expresión exageradamente melosa. Después de un momento de espectáculo, Tacio volvió a hablar en tono más serio—. Y te apuesto a que cuando no está mirando, tú la miras. Lo hemos visto.

Hipo se sintió completamente atrapado en la situación. Sabía que no podía permitir que los gemelos continuaran con su juego. ¿Astrid enamorada de él? No tenía sentido. Ella lo estaba ignorando más que nunca, y él... no podía dejar que esos pensamientos lo distrajeran ahora.

— Déjenme en paz, chicos. —dijo Hipo, volviendo a enfocarse en su trabajo.

Los gemelos se miraron entre ellos, y la mirada que compartieron era un claro "Esto no ha terminado".

De repente, Tilda, sin perder el ritmo, soltó la bomba final.

— ¡Oh, vamos, Harald! No te hagas el tonto. ¡Nosotros te conocemos! ¡Estás enamorado de Astrid! —gritó, provocando una risa contagiosa en Tacio, y incluso Patapez y Patán e unieron.

Hipo, rojo de vergüenza, golpeó con la palma de la mano la mesa, haciendo saltar unas piezas de metal que estaban sobre ella.

— ¡No estoy enamorado de nadie! —se defendió, su voz demasiado alta.

Tacio, saltando hacia adelante, no perdió la oportunidad para meter el dedo en la herida.

— ¿En serio, Harald? ¡¿Y esos ojos rojos como dos bolas de fuego cada vez que la ves?!

—¡¿Qué ojos rojos?! —Pregunto Hipo cansado.

Hipo no sabía si reír o gritar, pero la reacción de los gemelos lo tenía tan mareado que terminó dejando escapar una sonrisa sin querer.

— Estás demasiado loco, Storm. —dijo finalmente, intentando retomar el control de la situación, mientras Tilda reía como si le hubiera ganado una gran batalla.

En ese momento, Astrid entró en la posada, y todos los ojos se volvieron hacia ella. Hipo se encogió en su silla, sabiendo que si ella oía alguna de esas conversaciones... podría ser el fin de la poca paz que quedaba entre ellos.

Astrid, observando a los gemelos con una expresión de total indiferencia, los ignoró por completo y se acercó a Hipo.

— ¿Todo bien? —preguntó, sin mirarlo demasiado a los ojos.

Hipo asintió rápidamente, el rubor aún visible en su rostro.

— Sí, todo bien. Solo... revisando unas cosas.

Astrid asintió con una ligera sonrisa y, como siempre, siguió con su propio ritmo.

Pero antes de que pudiera alejarse, Tilda se acercó un paso más, con la voz casi susurrando.

— Oye, Astrid, ¿te has dado cuenta de que Harald te mira como si estuviera buscando una forma de volverse invisible? —dijo en tono de broma, pero lo suficientemente alto para que todos escucharan.

Astrid se detuvo y giró lentamente. Sus ojos se entrecerraron mientras observaba a los gemelos con un leve toque de diversión en su mirada.

— No sé de qué hablas. —respondió simplemente, sin darle mucha importancia.

Los gemelos miraron entre sí, sorprendidos por la tranquilidad de Astrid, pero al final ambos se echaron a reír como si no hubieran tenido suficiente con la diversión.

Hipo, por su parte, deseaba que la tierra lo tragara. Esta vez, los gemelos realmente lo habían dejado en evidencia.

Y mientras Astrid se alejaba, Hipo no pudo evitar pensar que, aunque todo eso era un completo desastre, al menos ahora tenía un respiro... aunque fuera por un segundo.

。゚•┈୨♡୧┈•゚。

Esa noche, mientras el equipo de Hipo regresaba al pueblo entre las sombras, él se detuvo al borde del camino.

Una silueta lo esperaba, apoyada contra un árbol.

Astrid.

No armada. No con armadura. Solo ella. Mirándolo como si cada segundo que había pasado en silencio se concentrara ahora en esa mirada.

Hipo no dijo nada.

Astrid tampoco.

Solo lo observó durante un largo, largo instante. Luego se apartó del árbol y le dio la espalda. Comenzó a caminar hacia el pueblo.

Pero al pasar junto a él, sin mirarlo, murmuró:

—La próxima vez que salgas, llévame.

Y desapareció entre las sombras, dejándolo allí, helado.

。゚•┈୨♡୧┈•゚。

En el cuartel general, Astrid repasaba mapas de patrullaje, fingiendo que su estómago no se encogía cada vez que escuchaba que alguien había visto luces extrañas al norte. O que habían oído ruidos metálicos en la vieja carpintería.

Heather, recostada en una silla al fondo, la observaba con una ceja arqueada.

—Estás rara —dijo finalmente, sin preámbulos.

Astrid no levantó la vista.

—Estoy ocupada.

—Sí, claro. Ocupada mirando el mismo punto del mapa desde hace siete minutos. ¿Quién te hizo enojar?

—Nadie. Estoy bien.

Heather se sentó más derecha, ladeando la cabeza con una media sonrisa.

—¿Tiene algo que ver con Harald el herrero misterioso, por casualidad?

Astrid alzó la mirada, afilada como un cuchillo.

—No es de tu incumbencia.

—Eso es un "sí" disfrazado —dijo Heather, divertida—. ¿Qué hizo? ¿Te miró con esos ojos tristes otra vez? ¿Te habló con voz de poema incompleto?

Astrid frunció los labios. Y Heather, en lugar de parar, se acercó.

—Astrid. Te conozco desde que aprendiste a lanzar hachas con los ojos cerrados. Algo te pasa. Y no es la guerra.

Hubo un silencio tenso. Astrid volvió a mirar el mapa.

—No sé en qué está pensando. Se alejó. No dijo por qué. Y ahora anda con su gente a escondidas, desapareciendo en las noches como si nadie lo notara. Me está ocultando algo. Pero... no parece una amenaza. Es extraño.

Heather se cruzó de brazos.

—¿Y qué harás?

Astrid respiró hondo.

—Anoche le dije que la próxima vez que saliera, me llevara con él.

Heather abrió los ojos, sorprendida.

—¡¿Tú hiciste eso?! ¡¿Tú?! ¿Le estás pidiendo que confíe en ti?

—No. —dijo Astrid con firmeza— Le estoy pidiendo que me deje ver con mis propios ojos si realmente puedo confiar en él.

Heather sonrió.

—O sea... sí.

Astrid la fulminó con la mirada. Heather levantó las manos en gesto de paz.

—Ok, ok. Pero ten cuidado. Si te rompes el corazón, me va a tocar a mí juntar los pedazos.

Astrid no respondió. Solo bajó la mirada y murmuró:

—No tengo tiempo para corazones rotos.

。゚•┈୨♡୧┈•゚。

Esa noche, mientras el equipo de Hipo probaba las alas del dragón dos, él no dejaba de mirar hacia el sendero del norte.

Ella había dicho que quería ir. Que la llevara. Y ahora no sabía si lo esperaba o lo vigilaba.

Pero si aparecía... tenía que estar preparado.

No solo con herramientas, sino con respuestas.

Porque tarde o temprano, Astrid iba a preguntar.
Y él tendría que elegir si mentía...
...o confiaba. Definitivamente la primera opción.

A medida que la luna ascendía y la niebla comenzaba a envolver la isla, Hipo observaba el horizonte desde la ventana del taller... La ansiedad le recorría los nervios. Había pasado tanto tiempo planificando su infiltración, evaluando cada movimiento, cada palabra, pero ahora... ahora Astrid estaba comenzando a acercarse.

¿Cómo iba a mentirle? La mentira que Hipo preparaba era de esas que no solo manipulaban la verdad, sino que la transformaban por completo. Tenía que ser creíble, suave, casi natural.

Pensó en lo que podría decirle:

"Estoy aquí con mi gente, pero no soy quien dices que soy." No, eso no funcionaría.

¿Qué diría si la encontrara esa noche, observando sus movimientos?

Poderosa, desafiante, imposible de engañar... y, aun así, él tenía que intentarlo.

Se acercó a la mesa de trabajo, donde los diferentes artefactos estaban alineados. Escogió un par de herramientas discretas, unas piezas que podía justificar fácilmente si ella le preguntaba. Sin embargo, lo que más le preocupaba no era su trabajo. Era el dragón.

Los dragones estaban cerca, a salvo, pero él necesitaba verlos de nuevo. Necesitaba asegurarse de que su plan estaba en marcha. Y si Astrid lo acompañaba, iba a ser difícil seguir ocultando su verdadera misión.

¿Qué si ella le preguntaba directamente sobre sus "amistades" nocturnas, no eso no, y más si descubría que ocultaban... No más bien ellos eran los jinetes de dragones, Podría decir que está ocultando algo, pero nunca la verdad. "Si yo soy el jinete de dragones, como no" pensó. Un claro sarcasmo, pero sin que ella pensara que su conexión con los dragones era lo que realmente estaba en juego.

Sus dedos acariciaron el filo de un pequeño cuchillo, esa misma herramienta que había creado para liberar a los dragones sin lastimarlos. Había descubierto, al fin, el material de las trampas aprueba de dragones, y había sido bastante útil. Podía usarla para decir que estaba investigando el terreno, diseñando dispositivos para ayudar a contener a los dragones sin dañarlos. No era una mentira... exactamente.

Pero el asunto era Astrid.

Esa misma noche, cuando Astrid apareció en la puerta de su taller, la tensión entre ellos era un aire tan intenso que te ahogabas solo de sentirlo. Ella lo miró por un largo instante, como si viera más allá de las chispas que salían de la fragua.

—Te dije que quería acompañarte. No pensarías que bromeaba —dijo, con una expresión que no ocultaba la mezcla de desconfianza y curiosidad.

Hipo dejó la herramienta en la mesa y se giró con una sonrisa que intentó ser relajada, pero que se sintió forzada.

—Pensé que preferías mantener tus distancias. —La mentira ya estaba en sus labios—. Además, no es nada interesante. Solo trabajo.

Astrid frunció el ceño, claramente sin creerle.

—¿Trabajo? ¿Eso es todo? —replicó con tono mordaz—. ¿O acaso tienes secretos, Harald?

La mención de su nombre real le provocó una punzada de incomodidad. Hipo se aclaró la garganta y sonrió con más calma, buscando una salida.

—Te dije que quería ganarme esto. El respeto de la isla... el respeto de Viggo —dijo, desviando la mirada hacia la puerta.

Astrid no se dejó engañar. Aquella respuesta la desconcertó, pero no le pareció sincera. ¿Qué estaba ocultando?
Hipo trató de mantener la compostura.

—Si lo que buscas es la verdad, será mejor que me sigas —dijo, casi como un desafío, mientras abría la puerta. No le dio tiempo a responder—: Quiero que lo veas con tus propios ojos. Mi trabajo no es exactamente lo que imaginas.

Astrid lo siguió. Aunque su mirada era cautelosa, también había en ella algo que buscaba entender.

El camino los llevó a las afueras del pueblo, donde la brisa marina soplaba con fuerza. De pronto, Hipo se detuvo.

—¿Ves? Esto es lo que hago —dijo, señalando las redes, trampas suaves y dispositivos de control.
Astrid se acercó con cuidado.

—¿Estás ayudando a los cazadores a atrapar dragones? —preguntó, seria.

Hipo negó con la cabeza, frustrado, y se pasó una mano por el cabello.

—No, Astrid. No es eso. —Su voz bajó a un susurro—. Me aseguro de que, si alguna vez tienes que enfrentarte a uno, al menos no lo mates. Así evitamos muertes innecesarias... de ambos lados. Estoy creando herramientas para contenerlos, no para destruirlos.

Astrid lo miró, sorprendida. ¿De verdad estaba hablando en serio? ¿Un forastero defendiendo la vida de los dragones... y la de su gente?
Algo en su interior se removió. Tal vez había algo más que no estaba viendo.

—No sé si debería confiar en ti —dijo finalmente, cruzándose de brazos—. Pero si esto es verdad... entonces estamos en el mismo bando.

Hipo la observó unos segundos y luego desvió la mirada.

—Lo que hago aquí es por algo mucho más grande —dijo con firmeza—. No te confundas, Astrid. Esto es profesional. Quiero destacar por mí mismo.

El silencio entre ellos era espeso. Las palabras no alcanzaban para cubrir el vacío... pero ese mismo vacío también los unía.

—Entonces... te creo —dijo ella, en voz baja.

—Gracias —respondió él, sonriendo apenas.

—Entonces, si querías mantener la paz... ¿por qué me evitabas? —preguntó ella, directa.

Hipo se quedó callado, procesando. ¿Cómo podía decirle que era porque ella despertaba en él algo que no quería sentir?

—No quería distraerme con nada más. Pero supongo que me comporté como un idiota. Aunque... tú tampoco te acercaste mucho —respondió, con sinceridad.

—Bueno, ¿y si intentamos... no sé, dejar de actuar así?

—Me parece bien. ¿Amigos?

—Sí... algo así —respondió ella, estrechándole la mano.

Se despidieron. Cada uno tomó rumbo a su hogar, sintiendo que, definitivamente, algo había cambiado.
Solo no sabían si para bien... o para mal.

。゚•┈୨♡୧┈•゚。

Los días pasaban con rapidez, y el aire en Iseldur seguía tan cargado como la tensión que Hipo sentía al estar cerca de Astrid. Su misión seguía adelante, y no podía permitir que nada, ni nadie, lo distrajera de su objetivo. Sabía que los días para atacar los barcos de Viggo se estaban acercando. Hipo, por su parte, seguía hablando y siendo amable con Astrid, más después de la charla de la noche anterior, en la cual ambos habían acordado ser amigos... aunque mentirle a ella aún le pesaba.

Aquella mañana, la encontró entrenando sola en el claro junto al taller. El sol apenas había salido, y su silueta recortada contra el cielo se movía con precisión y fuerza.

—Buen equilibrio —comentó él desde la sombra, con una media sonrisa.

Astrid giró la cabeza apenas, sin detenerse.

—Gracias. Y tú... buen intento de saludo.

Hipo se rió por lo bajo y se acercó con cautela, manteniendo las manos en los bolsillos.

—Traje esto —dijo, tendiéndole una cantimplora—. Agua con hierbas de los acantilados. Ayuda a la concentración... o eso me dijo un anciano con tres dientes.

Ella la tomó, alzando una ceja.

—¿Y no te pareció sospechoso confiar en alguien con solo tres dientes?

—Me pareció sabio. Casi siempre los sabios tienen dientes de menos —respondió él, encogiéndose de hombros.

Astrid sonrió, apenas, pero la sonrisa era real. Se sentó en una roca cercana y bebió un sorbo.

—Gracias —dijo, sin mirarlo directamente—. Por esto... y por no insistir.

—¿Insistir?

—Sí. En explicar lo inexplicable. A veces solo se necesita tiempo. Y espacio.

Hipo asintió, bajando la mirada al suelo.

—Amigos, ¿no? —dijo, con suavidad.

—Sí. Amigos —repitió ella, esta vez mirándolo directo a los ojos.

El silencio entre ellos fue breve, cómodo. Por primera vez, no dolía tanto.

。゚•┈୨♡୧┈•゚。

Hipo se mantenía en la penumbra de su taller. El sonido del martillo golpeando el metal resonaba en la habitación mientras él, como siempre, se concentraba en reparar armas. En la cueva cercana, sus dragones esperaban, pacientemente, los trajes y máscaras que él había diseñado. Esa creación oculta debía permanecer secreta. Cada uno de esos trajes era más que un simple camuflaje; era una herramienta precisa para infiltrarse en las filas de Viggo sin ser detectados. El esfuerzo que ponía en el diseño de cada máscara no solo era por seguridad, sino por el éxito de su misión. Nadie debía descubrir lo que estaba haciendo.

A medida que las noches se volvían más frías, la tensión crecía dentro de él. Y sin embargo, aunque su mente estaba completamente inmersa en la preparación del plan, una parte de su atención siempre volvía a Astrid. ¿Qué pensaba de él? ¿Por qué no podía dejar de pensar en ella? Su misión estaba en juego, pero ella lo desconcertaba. La forma en que se acercaba a él, sin miedo, con esa mirada tan desafiante y, al mismo tiempo, vulnerable...

Astrid por su parte estaba entrenando a un grupo de reclutas, pero su atención se desvió cuando vio a Einar acercándose al patio. Su porte altivo y la forma en que caminaba, casi seguro de sí mismo, no pasaron desapercibidos.

Él, se dirigió a ella, como si el resto del mundo no existiera. Astrid se mantuvo erguida, con la expresión seria que siempre usaba para mostrar que no iba a dejarse influenciar por su presencia.

—Astrid... —La voz de Einar, profunda y calmada, la alcanzó mientras él se acercaba. Sus ojos grises no dejaban de observarla, con una mirada que mezclaba la admiración con la certeza de que, tarde o temprano, ella lo vería como su opción.

Astrid se giró lentamente, apenas levantando una ceja, como si ya supiera lo que venía.

—Einar —dijo, manteniendo el tono neutral. No quería mostrar ni un atisbo de sorpresa. Ya conocía lo suficiente de él para anticipar lo que buscaba.

Einar sonrió, como si hubiera esperado su reacción.

—Me alegra verte, Astrid. —El tono de su voz era suave, pero con esa seguridad arrogante que tanto la molestaba. Dio un paso más cerca, hasta que estuvo a una distancia prudente, pero no la suficiente para no notarse la tensión entre ellos. —Iseldur no ha cambiado nada. Pero tú... tú sigues siendo igual de impresionante.

Astrid, aunque se mantenía firme, no pudo evitar que un leve rubor se asomara por sus mejillas. Era inevitable. Einar tenía una forma de decir las cosas que conseguía ponerla incómoda, pero sabía que no podía dar su brazo a torcer.

—Ya lo sé, Einar. —Respondió, esta vez con una sonrisa que no era del todo genuina. —¿Qué te trae por aquí? Pensé que no podrías llegar por un tiempo más.

Einar no le quitó la mirada, su sonrisa permaneció, pero se tornó más sutil.

—Mi tío Krogan no pudo venir. Pero aquí estoy yo, en su lugar. Y me quedaré. —Hizo una pausa, dejándola procesar sus palabras. Su mirada se intensificó. —Me alegra que siga siendo tan hermosa. Sé que algún día seremos más que aliados, Astrid. Ya lo sabes.

Astrid lo miró fijamente, pero no respondió. Lo que decía era claro, pero ella no podía admitirlo, ni permitir que él creyera que tenía control sobre la situación. Sin embargo, su silencio no pasó desapercibido para Einar, quien lo interpretó como una respuesta implícita a sus intenciones.

Einar dio un paso más hacia ella, pero antes de que pudiera decir algo más, Hipo apareció de repente, cortando la tensión con su presencia.

—¿Todo bien General? —Preguntó Hipo, mirando a Einar con una mezcla de curiosidad y desconfianza. Aunque no lo mostraba, algo en su interior comenzaba a hervir al ver la forma en que Einar miraba a Astrid. Esa mirada que parecía poseerla, como si ya la hubiera conquistado de alguna manera.

Einar lo observó por un momento, levantando una ceja. Quién era ese individuo y porque tanta confianza con Astrid

—Todo bien Harald, solo estoy dándole la bienvenida a Astrid, como siempre. —La sonrisa de Einar tenía un tono burlón, pero se retiró ligeramente para darle espacio a Astrid e Hipo.

Astrid, aunque algo incómoda, trató de mantener la compostura.

—¿Puedo seguir con el entrenamiento? —Preguntó ella, dando un paso atrás para alejarse de la escena. Estaba decidida a no mostrar debilidad.

Einar la miró con una expresión entre intrigada y satisfecha.

—Claro. Sabes que siempre estaré cerca, Astrid. —La respuesta salió de sus labios con una suavidad inquietante.

Cuando Astrid se alejó, Hipo no pudo evitar mirarla con preocupación, pero se forzó a mirar a Einar de nuevo. Algo en su actitud le molestaba, pero no podía dejar que sus emociones lo traicionaran. No podían perder la oportunidad de ganarse la confianza de Viggo.

Sin embargo, cuando Astrid se apartó lo suficiente, Hipo se acercó a ella, casi sin pensarlo.

—¿Todo bien? —Preguntó, su tono algo preocupado, pero también curioso, como si intentara entender lo que realmente sucedía en su cabeza.

Astrid lo miró, sus ojos azules brillando con una mezcla de frustración y algo más. Ella no quería ser amable, no ahora, no con Einar cerca, pero algo en el rostro de Hipo la hizo detenerse.

—No te metas, Harald. —La respuesta salió más áspera de lo que había planeado, pero el resentimiento que sentía hacia Einar la hacía difícil de controlar. No quería que él pensara que ella necesitaba protección.

Pero Hipo no se dejó amedrentar por su actitud. Un suspiro escapó de sus labios, y aunque su mirada permaneció tranquila, la respuesta que le dio fue clara.

—Perdón, Astrid. No tienes que ser tan grosera conmigo, solo me preocupe. —La voz de Hipo fue suave, sin enojo, pero con una calma que parecía desafiar el ambiente tenso entre ambos.

Astrid se quedó quieta, sorprendida por su respuesta. Durante un momento, su corazón latió más rápido al darse cuenta de que Hipo no estaba intentando provocarla, sino simplemente hablar con ella. La tensión que había entre ellos desapareció, y por un breve instante, se sintió algo vulnerable, como si todo su exterior de dureza se hubiera desmoronado ante la genuina preocupación de él.

Ella suspiró y desvió la mirada, intentando esconder la incomodidad que sentía.

—No es que quiera ser grosera... —murmuró, ya con un tono más bajo. —Es solo que... no me gusta que Einar venga con tanta autoridad aquí.

Hipo la observó por un momento, y sin pensarlo demasiado, dio un paso más hacia ella. No demasiado, solo lo suficiente como para que la distancia entre los dos se volviera más íntima.

—No te preocupes, Astrid. Estoy aquí, Einar no te hará nada y si intenta algo, yo... —Su voz se cortó por un momento, como si se estuviera deteniendo antes de decir algo demasiado directo. No quería que la situación se volviera incómoda.

Astrid lo miró de nuevo, su pecho se sintió un poco más liviano, pero algo en su interior seguía resistiéndose a lo que estaba sucediendo. Era como si cada palabra que Hipo decía llegará directo a un lugar en su corazón que ella no quería tocar.

Por un segundo, la tensión entre ellos se suavizó, y Astrid retrocedió un paso, no porque quisiera alejarse, sino porque sus propios sentimientos le estaban jugando una mala pasada.

En ese instante, sin querer, tropezó con una piedra en el suelo. Su cuerpo se desequilibró, Hipo reaccionó al instante, atrapándola en el aire. Ambos cayeron al suelo, con Astrid sobre él. Un golpe suave, pero lleno de electricidad. El mundo pareció detenerse en ese momento. Sus respiraciones se entrelazaron, y los ojos de ambos se encontraron con una intensidad que los dejó sin aliento.

El calor entre ellos se hacía palpable. Hipo no sabía qué hacer, no quería que ese momento terminara. Astrid, por otro lado, no sabía si odiar lo cerca que estaban o si rendirse ante la atracción que la invadía.

—Harald... —susurró ella, pero su voz sonó más suave de lo que pretendía.

Eso lo sacó de sus pensamientos. Él no estaba para amores, no ahora. Y mucho menos con ella. Astrid no sabía quién era realmente. Para ella, él era Harald Drakensson, un forastero de Hekern... no la pesadilla de su isla, no Hipo Horrendo Abadejo III, el jinete de dragón al que toda Iseldur despreciaba.

Su mano, casi por impulso, acarició su mejilla. Un roce inconsciente, pero tan íntimo que hizo a Astrid contener el aliento. No entendía por qué no reaccionaba. ¿Qué le pasaba? Jamás se había comportado así con nadie. Se sentía como una tonta... y, sin embargo, ¿cómo podía no perderse en esa mirada? El suave roce de su mano le provocó un deseo inexplicable, una necesidad de más.

Pero el sonido de voces acercándose rompió el momento.

Ambos se levantaron con torpeza, sonrojados, evitando mirarse directamente como si no pudieran creer lo que acababa de suceder.

Astrid dio un paso atrás, el rostro tenso, aunque en sus ojos todavía se leía la confusión.

—Discúlpame... —dijo rápidamente, y sin esperar respuesta, se alejó corriendo.

Hipo se quedó allí, inmóvil, tratando de procesar el caos que hervía en su pecho. ¿Qué había sido eso? ¿Cómo habían terminado tan cerca, de una forma tan... intensa?

Un pensamiento incómodo cruzó su mente. ¿Einar la ponía así... o era él?

La duda lo carcomía. ¿De verdad le importaba tanto? ¿O solo era él quien se sentía así al verla con otro? ¿Qué pasaría si, algún día, Einar lograba lo que quería? Porque estaba claro: Einar estaba enamorado de ella. Y no era de extrañar... ella era fuerte, decidida, leal. Hermosa. La más hermosa que había visto jamás.

El simple pensamiento de imaginarla con Einar le revolvió el estómago.

No. Mientras él estuviera ahí, mientras esa fachada de Harald siguiera viva, no solo protegería su misión. También la protegería a ella.

No porque fuera su deber.

Sino porque, por alguna razón, eso era lo único de lo que estaba seguro ahora.

Y también... de que quería acercarse más a Astrid Hofferson.

。゚•┈୨♡୧┈•゚。

 

Chapter 5: 05. Fuego silencioso

Chapter Text

Astrid caminaba rápido por el pasillo de piedra, sin mirar atrás, como si con solo hacerlo se arriesgara a que algo... se rompiera. Su respiración seguía agitada, pero no por el entrenamiento... sino por Harald.

"¿Qué demonios acaba de pasar...?"

Se detuvo al llegar a un rincón solitario del pasillo y apoyó la frente en la fría pared. Cerró los ojos. La sensación de su mano en su mejilla todavía ardía con claridad ridícula. Su tacto había sido suave, cuidadoso. Inesperadamente tierno...

Y sus ojos...

"¿Qué tienen esos malditos ojos verdes?" Ese brillo extraño, como si pudieran desnudar su alma, la desarmaba sin previo aviso...

Durante una semana lo había observado con recelo. Era astuto, reservado. Un herrero eficiente, un tipo bastante inteligente, sí, pero también alguien que parecía estar demasiado atento a todo. Desde el principio había sentido que ocultaba algo... O eso quería pensar. Pero a pesar de todo, nunca había sido grosero, nunca irrespetuoso. Al contrario. Siempre tenía una respuesta tranquila, nunca la trataba creyéndose más que ella, una sonrisa en el momento justo. Una amabilidad que irritaba... y al mismo tiempo la hacía temblar...

Ella, Astrid Hofferson, entrenada desde niña para detectar mentiras, para mantenerse firme y fría ante cualquier hombre que se creyera demasiado listo... ¿Y ahora qué? ¿Rubor en las mejillas? ¿Temblores en la voz? ¿Una caída tonta que terminó con él tan cerca que su corazón se olvidó de latir?

"No seas idiota," se reprendió. "Solo fue un accidente. Un reflejo. Él te distrajo, nada más."

Pero entonces recordó su voz. Cómo la miró. No como Einar, ni como Kael. No con ese aire de posesión disfrazado de halago. No con palabras vacías sobre belleza o matrimonio... Y ella jamás había creído en el... Amor.

No. Pero "Harald" la había mirado como si la viera realmente a ella, a la verdadera Astrid, no a la general Hofferson. Como si... no necesitara palabras para hacerlo... Sin hablar ya la tenía... Y no podía ser así.

Eso era peligroso.

Porque lo que menos podía permitirse en ese momento era sentir algo por alguien que ni siquiera conocía realmente...

—Es solo un forastero —murmuró para sí, volviendo a erguirse. La voz fuerte, como si así pudiera volver a ponerse su armadura habitual—. Solo un herrero...

Pero por más que lo repitiera, no podía sacarse de la cabeza la forma en que su cuerpo encajaba con el suyo al caer. La calidez. La mirada. El roce de su mano en su mejilla...

Y por primera vez en mucho tiempo... no quiso apartarse.

Como si fuera un impulso llevó su mano a su mejilla.. como si eso le recordara que no fue solo un sueño... si paso. Tal vez...

"¿Qué me pasa...?" se preguntó mientras caminaba de nuevo, esta vez más lento. Y en silencio, otra pregunta se coló entre sus pensamientos como una sombra difícil de evitar:

"¿Y si él no es lo que aparenta? ¿Y si es peor...? ¿O si era... mejor?

¿Quién demonios eres Harald?"

Dio un paso más... y se detuvo.

Su cuerpo giró apenas, como si una parte de ella quisiera mirar atrás, regresar. Volver a ese lugar donde, por un segundo, todo había sido distinto. Pero no lo hizo.

"No necesito a nadie" se dijo con firmeza, como quien se impone una orden que no cree del todo.
Caminó más rápido, como si pudiera huir de lo que acababa de sentir.

。゚•┈୨♡୧┈•゚。

Hipo permaneció inmóvil. Aún sentía el peso fantasmal de Astrid sobre su pecho, como si su ausencia tuviera forma. La calidez de su cuerpo, la electricidad que lo recorrió apenas sus ojos se encontró. Cerró los ojos un momento, apoyando la cabeza contra la pared de piedra tras de sí. El corazón le golpeaba el pecho como si acabara de correr, pero no era por la caída.

No. Era por ella. Astrid.

¿Por qué tenía que ser ella?

Había venido con una misión. Con un objetivo claro. Mantener la fachada. Ganarse la confianza del enemigo. Rescatar dragones. Sobrevivir. Y si era necesario, mentir, traicionar, destruir.

No enamorarse. Jamás.

Mucho menos de alguien como Astrid Hofferson. Fuerte. Valiente. Peligrosa. Y más hermosa que cualquier Valkiria... Porque tenía una mirada que lo atravesaba, como si viera más allá de lo que él quería mostrar. Como si, sin quererlo, pudiera descubrir al Hipo real, oculto bajo capas de mentiras.

Y si lo lograba... todo estaría perdido.

Apretó los puños. Esa caída no había sido nada. Solo un accidente. Podía repetirlo mil veces. Podía convencerse de que su cuerpo reaccionó por instinto, que sus ojos no la buscaron, que su mano no deseó rozar su piel... Hasta que tocó su mejilla...

Podía decirse todo eso. Y seguiría siendo mentira.

Porque por un instante —solo uno— se sintió como si no estuviera fingiendo. Como si pudiera quedarse ahí, con ella. Como si el peso de su nombre, de su padre, de los dragones, de los muertos... desapareciera.

Y eso era lo más peligroso de todo. No podía. No... No debía.

Cada paso que diera hacia ella era un riesgo. Una distracción. Una grieta. Y él no podía permitirse grietas. Porque si Astrid llegaba a conocerlo de verdad... A él no a Harald, no solo rompería su confianza. La destruiría.

Miró al cielo, una nube oscura pasando frente a la luna.

"No puedes amarla, Hipo. No con lo que se avecina."

Pero entonces recordó su voz, su mirada, la forma en que sus dedos rozaron su rostro, aunque fuera solo por un segundo.

Y supo que, aunque no pudiera quererla... ya lo estaba haciendo.

Y, aun así, si algún día tenía que elegir entre traicionar su causa o verla caer con ellos...
No sabía si tendría el valor de seguir con su misión.

Porque si Astrid se hundía con Iseldur...
Tal vez él también lo haría con ella...

。゚•┈୨♡୧┈•゚。

Berk, Gran Salón.

La mesa redonda del Consejo estaba llena. Viejos jefes de otras islas, consejeros de barba larga y miradas suspicaces, y aliados de sangre del clan Abadejo. El murmullo se apagó cuando Estoico cruzó las puertas con su andar firme, pero en el fondo, incluso su peso parecía más lento, más cargado.

—Estoico el Vasto — exclamó Svalt, con voz rasposa y ojos como cuchillas—. Han pasado tres semanas desde que tu hijo partió en "misión de exploración". ¿Vas a seguir pidiéndonos paciencia?

Estoico se detuvo en medio del salón. Su rostro era piedra. No mostró ira ni debilidad, pero el fuego que ardía en su interior le hacía temblar los músculos.

—Hipo sigue cumpliendo una tarea para Berk —Afirmó con calma, eligiendo cada palabra como una piedra colocada en un muro—. Reconocimiento en la región sur, rutas de dragones, posibles entradas de enemigos. Volverá.

—¿Volverá? —repitió Leif Hagen, un hombre de la edad de Estoico, con el cabello trenzado y un escudo tatuado en el cuello, quien siempre aprovechaba para llevarle la contraria a Estoico, bueno a los Abadejo en general, siempre había querido el poder de Berk—. ¿Y si no lo hace? ¿Y si se ha ido por voluntad propia? Ya lo hizo una vez. No podemos tener un jefe que desaparece cuando se le exige responsabilidad.

—O un jefe sin heredero —añadió Thorstein un hombre del clan Thorvald, con ojos que brillaban con astucia—. Tres semanas de silencio. Eso debilita alianzas. Hay voces en mi isla que piden garantías... Y se murmura que Camicazi, hija de la jefa de la isla del Skadi, está disponible.

El nombre cayó como una lanza sobre la mesa.

Bocón, desde el fondo, gruñó entre dientes. Estoico no dijo nada de inmediato. Apretó la mandíbula.

—Camicazi es una aliada, y amiga de Hipo. Una joven valiente, sí. Pero Hipo elige con quién quiere casarse. Cuando esté listo.

—¿Y si nunca lo está? —preguntó Svalt, esta vez con menos paciencia—. Estoico, tu hijo no es un niño. Las islas se están preparando para la guerra. Necesitamos certeza. Un jefe que no aparece... es una debilidad que nuestros enemigos aprovecharán.

—¿Debemos interpretarlo como una traición? —Cuestionó Leif Hagen, más directo.

Estoico dio un paso adelante, clavando la mirada en cada uno de los presentes.

—No —respondió con voz grave—. Mi hijo no es un traidor. Es un estratega. Y un digno sucesor que se arriesga por su pueblo... incluso cuando ese pueblo duda de él. Está haciendo lo que ninguno de ustedes se atrevería: buscando la forma de evitar muertes.

Un silencio tenso siguió.

—Pero si alguno aquí desea traerlo a la fuerza... entonces tendrá que pasar sobre mí.

La amenaza fue clara, aunque velada. Un peso cayó sobre todos. Estoico sabía que no podría mantener la mentira mucho más. El Consejo quería resultados. Querría control. Y Camicazi... era una jugada política muy conveniente.

—Les pido un mes más —Les dijo Estoico finalmente—. Solo uno. Si en un mes no vuelve... o trae respuestas, haré lo que sea necesario para no debilitar a Berk y traerlo de vuelta.

Los ancianos asintieron lentamente, pero ya se notaba: los cuchillos estaban sobre la mesa. La cuenta regresiva había comenzado.

。゚•┈୨♡୧┈•゚。

Al día siguiente, Hipo se había levantado temprano. Había preparado una flor —una pequeña escarcha de fuego azul, rara en esas tierras— y una disculpa que había practicado tantas veces que ya se le secaba en la boca. Estaba en la arena de entrenamiento, esperando. El aire todavía olía a ceniza y metal, pero por primera vez en semanas no había gritos de combate ni el eco de órdenes. Solo el sonido firme de pasos acercándose al centro del patio.

Hipo se giró al escuchar, instintivamente llevando una mano al borde de su capa, donde ocultaba parte del rostro. Lo reconoció al instante: Bjarne Hofferson. Alto, hombros anchos, la misma mirada cortante que su hermana, aunque con una barba más descuidada y el aire relajado de quien acaba de salir de una larga recuperación.

—Harald, ¿no? —preguntó, cruzando los brazos mientras lo estudiaba con curiosidad—. No estoy seguro de si ya nos vimos... pero tu cara me suena. Aunque, claro, media Iseldur me suena desde que me golpearon la cabeza con un escudo y estuve tres semanas dormido.

Hipo forzó una sonrisa. En su interior, todo su cuerpo se tensó.

¿Él nos vio? ¿Nos recuerda?

—Es probable que me hayas visto en Hekern... —afirmó, manteniendo la voz grave y calmada—. Viajo mucho por el norte.

Bjarne lo miró un segundo más. Luego soltó una carcajada ronca, dándole una palmada en el hombro.

—Bah, da igual. Todos nos parecemos con tanta barba y cicatriz. Pero si vas tras mi hermana... —lo miró con una ceja alzada, en tono casi cómplice—. Buena suerte. No se enamora de nadie. Créeme, he visto jabalíes más receptivos al cariño.

Hipo soltó una risa nerviosa, y por un instante, el miedo se disipó.

—No estoy tras nadie —respondió, con una mueca.

—Ajá. Claro. Igual, si necesitas ayuda para no morir en el intento, avísame. Pero si te parte la nariz, no digas que no lo advertí.

Con una sonrisa ladeada, Bjarne siguió caminando, saludando a varios soldados que lo recibieron con respeto. Hipo lo observó alejarse... y solo entonces se permitió respirar.

No los reconoció... o no lo demuestra. Pero hay que tener cuidado.

。゚•┈୨♡୧┈•゚。

La arena había retomado su ritmo habitual. El sonido de las espadas en los entrenamientos, las órdenes gritadas, y el murmullo constante de rumores que se propagaban más rápido que el fuego. Pero entre todo ese caos... ella no lo miraba.

Astrid no le dirigió ni una palabra a Hipo en toda la mañana. Llegó tarde para evitar toparse con él.

Él lo notó desde el primer instante. La forma en que evitó cruzarse con él en la armería, cómo giró el rostro justo antes de que sus miradas pudieran encontrarse. Era evidente. Lo estaba evitando.

Y por una parte... lo entendía. Lo que había pasado entre ellos no era menor. Para ella, debía ser una traición emocional. Una vulnerabilidad que no podía permitirse.

Pero, por otra parte, eso lo estaba matando.

Porque cada vez que ella no lo miraba, él la miraba más. Como si pudiera encontrar en su espalda la respuesta que no se atrevía a preguntarle.

Einar, mientras tanto, parecía más presente que nunca. Siempre cerca. Siempre "casualmente" disponible para Astrid. Y eso le hervía la sangre.

。゚•┈୨♡୧┈•゚。

El ambiente estaba cargado de humo, acero y estrategia. Viggo Grimborn, como una sombra entre sombras, se mantenía en pie frente al mapa extendido sobre la gran mesa de piedra. Sus dedos largos y fríos se detuvieron sobre una zona al norte del Mar de los Rugidos.

—La Orilla del Dragón —murmuró, casi con reverencia venenosa—. Creían que podíamos pasar la guerra sin encontrarla. El pequeño paraíso rebelde... el último escondite del heredero de Berk.

Einar alzó la vista, sorprendido.

—¿Estás seguro?

Viggo asintió.

—Los rumores eran ciertos. Uno de nuestros hombres vio a uno de los jinetes dirigirse ahí, tenemos la certeza de donde se encuentra la orilla y Dagur a estado investigando por su cuenta y tiene coordenadas listas

Un leve murmullo recorrió la sala

—¿Cuál es el siguiente paso?

—Si él sigue con su vida normal, está allí. Protegido. Preparándose. Ocultando el Ojo del Dragón. El problema es que ya no tenemos tiempo para juegos de caza. Necesitamos ese artefacto ahora.

Einar se cruzó de brazos, evaluando la situación.

—¿Lo atacamos?

—No todavía —dijo Viggo, con una sonrisa gélida—. No quiero arriesgar la destrucción del Ojo. Lo conoce mejor que nadie... y si se ve acorralado, puede esconderlo, perderlo o destruirlo, lo que no conoce es el poder de tal artefacto.

Tomó una ficha negra del tablero de estrategia y la dejó caer sobre el dibujo del enclave oculto.

—Le enviaremos un mensaje. Uno que no pueda ignorar.

Einar lo miró con atención.

—¿Qué clase de mensaje?

Viggo se giró hacia él, su voz tan suave como una hoja afilada.

—Le daremos siete días. O entrega el Ojo... o arrasamos la Orilla del Dragón. Piedra por piedra. Dragón por dragón. Y si él está ahí... tanto mejor.

Guardó silencio un segundo y luego añadió:

—Quiero que el mensajero sea uno de los nuevos. Alguien que no levante sospechas. Alguien que pueda entregarlo sin saber realmente lo que está cargando.

Einar asintió, sin imaginar que Harald, uno de esos nuevos reclutas... era el mismísimo Hipo.

El juego estaba por comenzar.

—¿Le digo yo o...?

—Trae a Harald, pero primero a Astrid.

。゚•┈୨♡୧┈•゚。

Más tarde Hipo la vio en los establos, dejando comida a los dragones enjaulados. Sola. Tensa. Con esa manera suya de moverse como si el mundo fuera una amenaza constante.

Hipo se acercó, sin hacer ruido. No quería asustarla. Solo... estar cerca. Escondió la flor tras su espalda, como si todavía tuviera valor.

—¿Puedo ayudarte con eso?

Ella se sobresaltó apenas, pero no se volvió. Su voz fue seca, cortante.

—No necesito ayuda.

Silencio.

Él tragó saliva, manteniéndose firme.

—Astrid... —comenzó, pero ella lo interrumpió.

—Fue un accidente, ¿entendido? No significa nada. Así que mejor que ambos lo olvidemos. Tenemos cosas más importantes.

Finalmente lo miró. No con odio, ni siquiera con enojo. Con miedo. Miedo a lo que había sentido. Y eso fue peor.

Hipo asintió lentamente. Su corazón pesaba más que su armadura. Pero no la presionó.

—Está bien —respondió simplemente, y se alejó.

Porque sabía que, si insistía, si se acercaba un paso más... no podría seguir alejándose.

Cuando se iba, notó cómo los dedos se aflojaban. La flor cayó al suelo. No la recogió.

Ese día no había ganado nada. Es más, estaba seguro de haber perdido la poca dignidad que le quedaba. Pero por ella... valía la pena.

En ese momento, Einar apareció desde las sombras de la entrada de la arena. Sin saludar, simplemente dijo, con tono firme y cortante:

—Astrid, Viggo necesita verte. Inmediatamente.

El sonido de su nombre hizo que Hipo se detuviera en seco. Astrid levantó la mirada hacia Einar, luego hacia Hipo. En sus ojos, Hipo vio esa mezcla de emociones conflictivas. Pero no dijo nada más.

Astrid se giró hacia Einar y asintió.

—Voy. —Su voz fue tan fría y calculada como siempre, como si se tratara de un simple encargo.

Hipo se quedó allí, mirando cómo se alejaba, con la flor olvidada a sus pies.

El destino les había dado una misión. Y tal vez... solo tal vez, eso sería lo que ambos necesitaban para enfrentarse a lo que había entre ellos.

。゚•┈୨♡୧┈•゚。

Las antorchas crepitaban suavemente, proyectando sombras danzantes en los muros húmedos. Tacio ya se iba, había ido a entregar el desayuno a los jefes de Iseldur cuando escuchó voces en la sala lateral, detrás de una puerta apenas entreabierta. Se agachó, conteniendo la respiración.

—...siete días —decía Viggo—. Si no entrega el Ojo, arrasamos la Orilla del Dragón. No dejaremos nada en pie.

Tacio abrió los ojos de par en par. Su cuerpo entero se tensó. La Orilla del Dragón... el hogar de los nuestros. Sabía que Hipo necesitaba esa información de inmediato. Retrocedió con cuidado y se escabulló en las sombras hasta que pudo correr.

。゚•┈୨♡୧┈•゚。

Hipo estaba repasando las correas de los planeadores cuando Tacio entró agitado, jadeando y con el rostro pálido.

—¡Hipo! ¡Urgente! ¡La van a atacar!

Hipo se giró de golpe, ojos alerta.

—Tacio no vengas así, sabes que imagina que hubiera estado Grettir, te escucha y estamos fritos.

—Pero no está, me asegure de que no, además esto es urgente.

—¿Qué? ¿A quién?

—¡La Orilla del Dragón! Lo escuché. Viggo la encontró y dijo que si no entregan el Ojo en siete días... la destruyen. Todo. ¡Todo! Dagur viene con ellos. Y mandaran a uno de nosotros a entregar el mensaje a "Hipo".

Por un segundo, el silencio fue absoluto. Luego, Hipo apretó los dientes... pero una chispa se encendió en su mirada.

—Perfecto.

Tacio parpadeó, confundido.

—¿Qué?

—Ya tenemos una fecha.

Se puso de pie y tomó el mapa que habían estado trazando en secreto. Señaló los puntos débiles del puerto de Iseldur y las rutas de vigilancia. Luego miró a Tacio, con una determinación templada por el tiempo.

—Vamos a dejarlos pensar que tienen la ventaja. Mientras esperan que caigamos... nosotros atacamos primero.

Tacio asintió, ya comprendiendo.

—¿Y los demás?

—Recuerda, se cuidadoso, nada se filtra. Ni una palabra. Si sospechan, cambiamos todo.

Guardó el mapa en un doble fondo de su mochila, miró las mochilas de vuelo y añadió:

—En siete días, atacaremos, Tenemos que buscar una excusa o no dejar cabos sueltos. Volamos. Atacamos. Y liberamos la Orilla. Y regresamos como si nada pasará.

Su voz bajó.

—Y si Viggo quería una guerra... se la vamos a dar.

。゚•┈୨♡୧┈•゚。

A la hora de descanso el grupo se encontraba reunido en la posada, informando el nuevo plan de Viggo, esta vez tenían que atacar si o si, para lo que habían estado entrenando iba a ser la hora de ejecutar su plan.

—Si nos vamos por el lado este del acantilado, evadimos el radar... bueno, los idiotas que vigilan, ya sabes... y si Patapez no estornuda otra vez en mitad del sigilo —afirmó Tacio con risa, mientras trazaba líneas torcidas en la mesa con un cuchillo sin filo.

—¡Era musgo! ¡MUSGO! —se quejó Patapez, cruzado de brazos, con la dignidad herida.

—La pregunta es: ¿quién va a ser Hipo? Digo en el caso que lo elijan a él para enviar el mensaje —dijo Tilda, con una ceja levantada mientras se limpiaba las uñas con una daga.

—Obvio, yo —respondió Tacio alzando la mano como si ofreciera su alma a la ciencia—. Estoy listo para el papel protagónico.

—¿Tú? No te aguantas ni cuando te miran dos al mismo tiempo —gruñó Patán, apoyado contra la pared con los brazos cruzados.

—¡No si llevo la máscara dramática y hablo como él! —insistió Tacio, bajando la voz—. "He fallado como líder... pero no como hijo de Berk..."

—Dios mío —murmuró Tilda, sin molestarse en disimular la vergüenza ajena.

—Tacio irá como yo —interrumpió Hipo con seriedad, apoyando las manos sobre el mapa—. Llevará el traje y usará a Chimuelo. Nadie puede sospechar. Si lo hacen, estamos perdidos.

—Entonces hazme un guion o algo, necesito practicar el personaje —dijo Tacio, comenzando a caminar como si estuviera en un escenario.

—Improvisa y terminas bailando frente a Viggo —comentó Tilda, rodando los ojos.

—O confesando que eres virgen —añadió Patapez, conteniendo la risa.

—¡Eso fue innecesario! —saltó Tacio, rojo.

—Él no te verá, Tacio, cálmate —dijo Hipo mientras revisaba los cinturones del planeador.

—No creo que Tacio sea el más calificado para el trabajo —afirmó Patapez, mirando a Hipo con preocupación.

—Concuerdo. Es demasiada carga sobre mis hombros —dijo Tacio con voz dramática—. Además, no eres tan guapo como yo.

Hipo rueda los ojos y se enfoca en el mapa.

Mientras Hipo revisa los mapas, Tacio lo observa pensativo desde el rincón. Un silencio incómodo llena el espacio hasta que Tacio, con una sonrisa pícara, rompe el silencio.

—Hipo, se te olvida un detalle —le dijo Tacio, mientras jugueteaba con la correa de su mochila.

—¿Qué detalle? —respondió Hipo sin levantar la vista, concentrado en el plan.

—Yo no tengo pierna de metal —afirmó Tacio, dejando caer su tono burlón y mirando la mesa con una mirada seria—. El que te acompañe lo verá. Puedo esconder mi cabello rubio, pero la pierna... uff.

Hipo se quedó en silencio por un momento, con la mirada fija en el mapa. Luego levantó la vista, con una chispa de genialidad en sus ojos.

—Tienes razón. Pero no te preocupes, ya tengo una idea —afirmó Hipo, su mente ya trabajando en el problema—. Vamos a cubrirla con una capa que tenga el mismo tono metálico. No será perfecto, pero parecerá una prótesis común. Y si la pierna tiene algún movimiento, no será tan obvio.

—Ah, ¿y cómo vamos a hacerlo? ¿Vas a cortarme la pierna? O ¿Fabricamos una pierna falsa de metal a último minuto? —preguntó Tacio, frunciendo el ceño.

—No, más sencillo —respondió Hipo, levantando una mano con seguridad—. Usamos una armadura ligera, de esas que no son tan rígidas. Algo que haga juego con la prótesis, y la podemos cubrir con tela, de manera que no sea tan evidente que es falsa. Eso nos da tiempo para pasar por alto sin que nadie sospeche.

—¿Y qué hacemos con mi cabello rubio? —preguntó Tacio, dándose un toque en la cabeza.

—Lo tapamos con un casco, o una capucha. Estará todo cubierto, sin que nadie se dé cuenta de quién eres —respondió Hipo mientras apuntaba hacia un par de mochilas apiladas en la esquina—. A ver, ayúdame a recoger lo que necesitemos. No tenemos mucho tiempo, pero sí suficiente para hacer que todo encaje.

Tacio sonrió aliviado.

—Me gusta. ¡Un plan que no me hace ver como una estatua en medio de la misión! —exclamó Tacio, ya listo para ponerse en acción.

Hipo lo miró con una ligera sonrisa y asintió. Ya había tenido suficiente tiempo para estudiar la situación y preparar a todos para lo que vendría.

—Vamos a hacer que Viggo nunca sepa lo que pasó. Y si nos atrapan... bueno, al menos no habrá dudas sobre qué tan buenos somos actuando...

Hipo se recostó contra el respaldo de la silla, con los ojos fijos en el mapa que tenían extendido sobre la mesa. Estaba haciendo todo lo posible por pensar en lo que más importaba: cómo asegurarse de que la Orilla del Dragón no cayera bajo el control de Viggo. Pero la conversación seguía desviándose a otros detalles. No podía concentrarse, y algo en su interior le decía que esa misión no iba a ser tan sencilla como parecía.

De repente, la puerta de la posada se abrió con brusquedad, y la figura de Einar apareció en el umbral, casi como una sombra. Su mirada fija y directa recorrió la mesa, hasta que se detuvo en Hipo. Los demás callaron de inmediato al notar su presencia.

—Harald, Viggo te requiere. —Su tono era claro, sin espacio para preguntas ni demoras.

Hipo se levantó lentamente, sin dejar de mirar a Einar, como si esperara que se tratara de alguna broma o juego. Pero no lo era. Los ojos de Einar no mostraban ninguna emoción más allá de la de un simple mensajero de órdenes.

—¿Ahora? —preguntó Hipo, su voz cargada de incredulidad, aunque en su interior una sensación extraña comenzaba a formarse.

Einar asintió con firmeza.

—Ahora. —Su mirada pasó fugazmente sobre el grupo, como si confirmara que nadie más necesitaba ser llamado. Luego, alzó la mano en un gesto hacia Hipo—. Vamos.

Hipo dio un paso atrás, mirando a los demás, que también parecían nerviosos. ¿Qué quería Viggo de él? Había estado bastante claro en el entrenamiento, pero con los planes que estaban armando... no podía imaginar cuál podría ser su papel en esa misión ahora.

—Tranquilos. —Hipo se giró hacia el grupo y les dio una última mirada rápida. Luego, sin esperar respuesta, salió tras Einar.

El sonido de los pasos de Einar resonaba en el suelo empedrado mientras avanzaban hacia el cuartel, y aunque Hipo trataba de no pensar demasiado, una sensación de incomodidad lo envolvía. No podía dejar de preguntarse qué quería Viggo exactamente.

。゚•┈୨♡୧┈•゚。

Einar caminó en silencio junto a él, como si estuviera acostumbrado a esa clase de misiones urgentes. Hipo, por otro lado, sabía lo que venía, él era el elegido para la misión, ahora tenia que actuar con asombro.

No pasó mucho tiempo antes de llegar al gran salón de Iseldur, y fue cuando entraron, que la figura de Viggo apareció en la distancia, rodeado de mapas y planes de guerra. Su mirada, como siempre, calculadora y fría, se posó en Hipo sin mostrar sorpresa.

Las antorchas iluminaban los muros de piedra con una luz pálida. El eco de las pisadas de Hipo retumbaba en el pasillo mientras se acercaba al salón donde Viggo lo esperaba. Al cruzar la puerta, la vio.

Astrid.

De pie junto a la ventana, los brazos cruzados, el ceño ligeramente fruncido. Pero era la forma en que evitaba mirarlo lo que le heló la sangre... Sobre todo, después de aquella platica. "Fue un accidente, ¿entendido? No significa nada. Así que mejor que ambos lo olvidemos. Tenemos cosas más importantes." Las palabras que le había dicho aun le dolían.

Aún así, Estaba hermosa. Pero... Lejana.

Más lejana que nunca.

—Ah, Harald —dijo Viggo, interrumpiendo su momento estático—. Justo a tiempo.

Hipo tragó saliva, despegando los ojos de Astrid.

—Señor.

Viggo caminó lentamente hacia ellos, las manos cruzadas detrás de la espalda.

—Lamento interrumpir tus deberes en el taller, pero necesitamos tus habilidades para algo... más delicado.

Hipo alzó una ceja, con fingido interés.

—¿Delicado?

—Se trata de una entrega. Un mensaje. Urgente. Personal. Y.... potencialmente peligroso.

—Peligroso cómo... ¿Exactamente?

Viggo ladeó la cabeza, disfrutando la incomodidad de ambos.

—Es para el Jinete de Dragones.

Astrid apretó los labios. Hipo parpadeó, fingiendo sorpresa.

—¿Quien? ¿Él? Y esperan que vaya solo. —Intento sonar convincente en su actuación.

—No —intervino una voz seca. Astrid, sin mirarlo—. Yo iré contigo.

Hipo sintió una oleada de alivio disfrazada de nerviosismo.

—¿Tú?

Ella giró los ojos hacia él un segundo. Solo un segundo. Bastó.

—Sí. Me enviaron para asegurar que llegues con vida... y que el mensaje no se pierda.

—Una sabia decisión —observó Viggo, con una sonrisa serpentina—. Astrid conoce bien los caminos y puede cuidarte en caso de que las cosas... se compliquen.

—Estoy seguro de que lo hará —respondió Hipo.

Astrid evitó su mirada a propósito. Sabía lo que pensaba. Sabía que él la miraría esperando algo más, una señal de que lo pasado significaba algo. Pero no podía permitirse eso. No ahora. No con una misión de por medio. El corazón podía esperar. La guerra, no.

—Salen al amanecer. —Viggo dejó una pequeña caja negra sobre la mesa—. Aquí está el mensaje. Sellado. No lo abran. El Jinete debe recibirlo intacto.

Astrid lo tomó sin decir palabra. Hipo la observó de reojo. Sabía que su mente ya estaba trabajando en cien direcciones distintas. Como la suya.

Viggo se retiró, dejando atrás la tensión como un perfume denso en el aire.

Silencio.

Astrid seguía evitando mirarlo.

—¿Astrid...? —preguntó él, en voz baja.

—Solo prepárate —Respondió ella sin emoción—. Salimos en unas horas. No quiero retrasos.

Iba a girarse para marcharse, pero se detuvo.

—Y mantén tus bromas al mínimo, Drakensson. Esto no es un paseo.

Y se fue, con pasos duros, espalda recta... pero las manos apretadas con más fuerza de la necesaria.

Hipo la vio alejarse y soltó un suspiro.

—Esto va a ser más difícil de lo que pensé...

Lo que él no sabía, es que a ella le afectaba eso más que a él...

Astrid no quería esa misión. No porque no pudiera con ella, sino porque él estaría allí. Y eso complicaba todo. No era su orgullo herido lo que la frenaba, sino el miedo. Miedo de volver a sentir, de ceder al impulso de mirarlo demasiado tiempo, de recordar lo que no debió haber pasado. Lo había dejado claro: "Fue un accidente. No significa nada." Y, sin embargo, dolía. ¿Por qué dolía entonces?

。゚•┈୨♡୧┈•゚。

El aire dentro de la posada estaba denso y cargado de murmullos. Las mesas de madera estaban ocupadas por algunos soldados y otros residentes de Iseldur, pero Hipo y sus amigos se habían reunido en un rincón más apartado, lejos de las miradas curiosas. Hipo se sentó pesadamente sobre una silla, lanzando un vistazo rápido a la puerta antes de hablar en voz baja.

Patapez frunció el ceño, mirando a Hipo con la mirada que siempre reservaba para momentos serios.

—¿Qué te dijo Viggo? —preguntó, su voz baja y tensa, como si pudiera escuchar la respuesta incluso antes de que llegara.

Hipo suspiró y se pasó una mano por el cabello, sintiendo el peso de la misión sobre él. La misión que, de alguna forma, había terminado por ser más complicada de lo que había anticipado.

—Ya saben que dijo, Ahora Tacio... tú serás yo. Yo entregaré el mensaje. Y esta vez, no podemos fallar

Tacio levantó una ceja, claramente confundido.

—Finge bien por favor —le pidió Hipo al fin, bajando la voz para que los demás no pudieran oír más de lo necesario. —Viggo quiere que lo entreguemos antes de que lo destruyan todo. Pero la misión... no es tan sencilla. Astrid y yo partimos al atardecer, ella irá conmigo para cubrirme...

Tacio no pudo evitar sonreír, un poco nervioso. —¡Ah! Así que Astrid será tu "compañera", ¿eh? —bromeó, pero la mirada seria de Hipo lo hizo callar de inmediato.

—No es una broma, Tacio. —Hipo le respondió, su tono bajo pero firme. —Ella estará conmigo en esto, y el mensaje no puede fallar. Sabemos que Viggo no perdonaría un error.

El silencio se alargó, mientras el resto del grupo digería la gravedad de la situación. Finalmente, Patapez fue el primero en hablar.

—¿Y qué pasará si algo sale mal? —preguntó, y aunque intentaba mantener la calma, la preocupación era evidente en su mirada.

Hipo cerró los ojos por un segundo, sintiendo el peso de la verdad. —Si algo sale mal, si me descubren, si me ven... aben que todo se iría por la borda, así que nada puede salir mal.

Tilda cruzó los brazos, mirando al suelo. —Entonces tenemos que estar listos. Si vas, necesitamos a alguien que te cubra... alguien que se asegure de que la fachada se mantenga. —Suspiró. —Tacio... ¿estás listo para jugar a ser Hipo?

Tacio levantó las manos en señal de rendición.

—¡Me has convencido, Tilda! Claro que puedo serlo... ¿Quién no podría? —respondió, aunque su tono tenía más sarcasmo que confianza.

Patapez sonrió levemente, pero en sus ojos había una chispa de incertidumbre.

—¿Y el barco? ¿Cuál es el plan de escape?

Hipo asintió, tomando un trago de la jarra que tenía sobre la mesa. —En cuanto salgamos al atardecer, tomaremos el barco en dirección a la Orilla del Dragón. Nos aseguraremos de mantener todo bajo control. Nada de extraños. Nadie más sabrá que es una misión doble. Si Tacio tiene que cubrirme, lo hará como si fuera yo, y nadie notará la diferencia.

Tacio lanzó un suspiro exagerado.

—Lo tengo. Solo tengo que encontrar la forma de que todos piensen que soy tú. Nada difícil, ¿verdad?

Hipo se levantó de la silla y fue hacia la puerta, mirando hacia afuera por un segundo, como si buscara las respuestas en el paisaje gris que se extendía ante él.

—Esto tiene que ser perfecto. No puede fallar. —Lo dijo para sí mismo, pero los demás lo oyeron claramente.

Un momento de silencio pesado cayó sobre la mesa, y entonces Tilda habló, suavemente.

—¿Y Astrid? —preguntó, mirando a Hipo con esa mirada inquisitiva que tanto le molestaba.

Él la miró fijamente, sin poder ocultar una mezcla de frustración y una pizca de duda.

—Ella estará allí. Aunque no lo quiera, no hay otra opción.

Un murmullo recorrió la sala mientras Hipo se giraba hacia la puerta, listo para empezar. Pero antes de que pudiera salir, Tacio se levantó y lo alcanzó, colocando una mano en su hombro.

—Hipo, sé lo que estás pensando. No dejes que la misión se vuelva... algo más. Recuerda lo que estás haciendo. No dejes que Astrid te cambie el plan.

Hipo lo miró, sintiendo un nudo en el estómago.

—Lo sé. Pero, Tacio... no sé si puedo evitarlo.

Se quedó mirando la ventana, pero no la veía. Veía la arena, donde aquel momento había pasado... A veces, fingir que nada pasó dolía más que admitirlo. Pero si ella había decidido enterrar lo que sentía... él tendría que hacer lo mismo. Aunque le costara la concentración. Aunque le costara el plan... Pero se engañaba a sí mismo.

Hipo sabía que no podía distraerse. No ahora...Pero Astrid... su ausencia comenzaba a sentirse como un vacío en medio de todo.
No saber dónde estaba. No saber si pensaba en él. Si todavía lo miraba igual.

Y eso lo estaba volviendo loco.

Se levantó de golpe, con la silla arrastrándose por el suelo. Caminó hacia el pasillo sin saber exactamente qué buscaba. Solo quería verla. Solo una señal. Un instante.

Pero al llegar, el pasillo estaba vacío.

Solo quedaban las sombras proyectadas por las antorchas, el eco lejano de pasos que no sabía si eran reales o recuerdos.

El silencio le gritaba más fuerte que cualquier palabra.

Apretó la mandíbula. Si tenía que luchar, lo haría. Si ella había elegido el camino del deber por encima de todo... él también...
Pero maldita sea, dolía.

—No va a ser fácil —susurró al pasillo vacío—. Pero nada que valga la pena lo es.

Giró sobre sus talones y regresó a la posada.

Al cruzar el umbral, su sombra se alargó tras él, tragada por la noche que caía sobre Iseldur.

La guerra lo esperaba.

。゚•┈୨♡୧┈•゚。

 

Chapter 6: 06. Más seguro... lejos

Chapter Text

La posada se encontraba en silencio, pero la tensión entre los amigos era palpable. Después de la conversación, Hipo no pudo evitar pensar en los detalles de lo que se venía. Algo tan peligroso como la misión que se avecinaba necesitaba más que solo coraje y rapidez: requería precaución, preparación y, por supuesto, astucia. Eso implicaba que Tacio tendría que convertirse en él, al menos en apariencia.

Tacio observó con curiosidad cómo Hipo se apartaba del grupo y se dirigía a una mesa alejada, cubierta de utensilios y herramientas. Sacó un trozo de metal de un cajón -una pieza sólida, bien trabajada- y comenzó a moldearla con golpes rítmicos y precisos.

—Esto va a ser más complicado de lo que parece —murmuró mientras seguía concentrado en la lámina metálica, que poco a poco tomaba forma.

Patapez frunció el ceño, intrigado por la escena.
—¿Estás fabricando una prótesis para Tacio?

Hipo alzó la vista apenas por un instante y asintió con un gesto leve, aunque pronto lo matizó:
—No exactamente. —Tomó una lima y empezó a suavizar los bordes afilados—. Estoy creando una cubierta metálica, una imitación de mi pierna protésica. No será funcional, pero engañará a cualquiera que no mire con atención.

Tacio se acercó con cautela, mirando los materiales con creciente interés.

—Entonces... ¿me estás diciendo que voy a ser tú? ¿De forma literal? No me cortes mi pierna por favor Hipo se que doy problemas Pero hey.

Hipo levantó la pieza ya formada. Era una carcasa metálica que cubría desde la rodilla hasta el pie, con detalles cuidadosamente trabajados para imitar los acabados de su propia prótesis.

—Calmate Tacio, no te cortaremos tu pierna. Serás yo pero solo en apariencia. Necesitamos que el "Hipo" que entregue el mensaje no despierte sospechas. Y con esta pierna metálica, y con la máscara desde cierta distancia, podrías pasar por mí.

Tacio entrecerró los ojos, desconfiado.
—Tengo dos piernas funcionales. ¿Cómo esperas que camine con esto sin parecer un vikingo borracho?

Una sonrisa se dibujó en el rostro de Hipo.
—Por eso vamos a practicar. Desde que perdí la pierna, mi forma de moverme cambió. Si logras imitar mi andar -pausado, con ese ligero desequilibrio—, el disfraz será convincente.

—Vale, vale, lo haré -accedió Tacio, soltando un suspiro teatral—. Pero esto está empezando a parecer una obra de teatro. De muy bajo presupuesto.

—También tendrás que aprender a hablar como yo -advirtió Hipo, más serio esta vez—. Y a mantener la calma.

Tacio levantó una mano, en un gesto exagerado.
—¡Ya tengo mi guion listo! —anunció, parodiando con entusiasmo—. "Hola, soy Hipo, jinete legendario, siempre tengo la última palabra".

Patapez soltó una carcajada, pero Tilda no se unió. Su rostro permanecía serio.

—No olvides el gesto -intervino ella en voz baja, con una intensidad que captó la atención de todos-. No es solo la voz o la pierna. Es la actitud. Si algo falla, podríamos perderlo todo.

Tacio asintió, algo más sobrio.
—Lo tengo. Pero déjenme ensayar antes de que el público me tire tomates.

Hipo se le acercó, dejando la prótesis sobre la mesa.
—Esto no es una actuación, Tacio. Es nuestra única oportunidad. Si fallas, toda la misión se derrumba.

Tacio tomó la funda metálica y comenzó a colocársela. El peso y la rigidez le resultaban incómodos, casi ajenos. Por un instante se sintió desplazado de sí mismo, como si estuviera interpretando a otro en su propia piel. Luego alzó la vista y miró a Hipo con determinación.

—Lo haré bien. Si voy a reemplazarte, lo haré como si fuera tú.

—Solo no te olvides de quién eres realmente -advirtió Hipo con firmeza-. No te dejes consumir por el papel. Mantén la cabeza en la misión.

Ya con la prótesis simulada ajustada a su pierna, Tacio se colocó frente a un espejo improvisado y comenzó a ensayar sus movimientos. El parecido era sorprendente. Pero aún quedaba mucho por afinar.

Hipo dio un paso atrás, lo evaluó en silencio y finalmente asintió.
—Eso servirá. Ahora a practicar. Y sobre todo, a mantenernos unidos.

。゚•┈୨♡୧┈•゚。

La luz del amanecer caía fría sobre el puerto. La neblina marina aún no se había disipado del todo, y el aire traía consigo el olor de la sal, la soga húmeda y la tensión de lo inminente. El barco, pequeño pero bien armado, esperaba anclado, como conteniendo el aliento.

El grupo estaba dividido.

En el borde del bosque, Tilda y Patapez repasaban por última vez las provisiones, vigilando los alrededores. A su lado, Tacio ajustaba con torpeza el disfraz que lo convertía -al menos en apariencia- en Hipo. Se miraba en un trozo de metal pulido, ladeando la cabeza.

—¿Me parezco lo suficiente? -bromeó, con una sonrisa torcida-. Bueno, tal vez más guapo, pero...

Patapez bufó.
—Pareces una estatua mal tallada de él.

Tilda ni se dignó a responder. Lo fulminó con una mirada seca.

Patán si le advirtió.
—Concéntrate, Tacio. Chimuelo te está esperando en la cueva. No puedes fallar.

Más allá, entre los árboles, apenas visible, la silueta del dragón negro reposaba agazapada. Sus ojos, alerta. Chimuelo no se movía, pero observaba cada gesto con atención. Iban a volar pronto, en dirección opuesta al barco, como parte del engaño. La parte más peligrosa.

De regreso en el muelle, Hipo -el verdadero, ya disfrazado como Harald, con una capa algo raída y expresión contenida- se acercó a Astrid, que ataba una alforja con más fuerza de la necesaria.

—¿Lista?

Ella no lo miró.

—Lo estaré.

—Sé que no te hace gracia... esto. Viajar conmigo.

Ella exhaló por la nariz, aún sin mirarlo.
—No es eso.

Silencio. Solo el sonido del agua golpeando el casco del barco y, a lo lejos, los pasos de los demás internándose en el bosque.

Hipo la observó un segundo más, luego se apartó ligeramente. Pero cuando ella finalmente alzó la mirada, sus ojos se encontraron. Allí estaba el verdadero peso de todo: la cercanía física, la distancia emocional. El disfraz, los secretos, la misión. Pero también, lo que no se habían dicho.

Ella lo sostuvo con la mirada un poco más de lo necesario, como si le preguntara silenciosamente si aún estaba allí, debajo de ese nombre falso. Él le respondió con un leve asentimiento, apenas un movimiento de cabeza. No podía prometerle nada con palabras. Solo con estar.

Entonces Einar apareció, con su armadura negra brillante y gesto impaciente.

—¿Qué esperan? ¡Zarpan al amanecer!
Hipo subió al barco, Astrid siguió luego, sus ojos se cruzaron con los de Hipo, hubo algo allí: una súplica muda, un "no me hagas esto más difícil". Él asintió levemente.

El barco zarpó. Mientras tanto, Chimuelo se adentraba en la niebla por otro camino, en silencio.

La separación comenzaba.

Astrid asintió, recogió su bolsa y subió la pasarela sin más palabras. Hipo la siguió.

Desde el bosque, Tacio se volvió a mirar hacia el puerto una última vez. Chimuelo bajó la cabeza a su lado, listo para el vuelo.

—Allá vamos, amigo -susurró Tacio, su voz ya ensayando el tono de Hipo.

。゚•┈୨♡୧┈•゚。

El mar estaba cubierto por una bruma densa que borraba casi por completo el horizonte. El pequeño velero avanzaba en silencio, cortando las aguas con las velas medio alzadas para evitar llamar la atención de posibles vigías. Solo el crujido de la madera y el murmullo del oleaje rompían el silencio que se extendía como una barrera entre ambos.

Astrid permanecía sentada junto al timón, con la mirada fija al frente. Su hacha descansaba cerca, sus manos firmemente entrelazadas sobre las rodillas.

Hipo trabajaba en silencio en un rudimentario sistema de navegación que él mismo había instalado, "para el brazo de un navegante cansado". Fingía concentrarse, pero sus ojos se deslizaban hacia ella cada tanto, como si esperaran que dijera algo. Nada.

Finalmente, sin levantar la vista, murmuró:

—¿Siempre navegas así... en absoluto silencio?

Astrid tardó en responder. Cuando lo hizo, su tono era plano, medido.
-Solo cuando el silencio es más útil que cualquier palabra.

Él soltó una pequeña risa, como si no supiera si tomárselo como una broma o un castigo.
—Entonces, estoy en excelente compañía.

La pausa que siguió fue aún más tensa. El mar seguía su curso. El viento arrastraba jirones de neblina entre las velas.

—Mira... -añadió él con un suspiro, dejando de fingir ocupación-, sé que no te agrada esta misión. Ni el plan. Ni siquiera mi presencia. Y eso está bien.

Ella giró apenas la cabeza, sus ojos por fin encontrándose con los de él.
—No sabes lo que pienso, Harald.

—No —concedió él con suavidad—. Pero sí reconozco esa forma de mirar como si quisieras estar en cualquier otro lugar. Como si confiar en mí fuera una carga.

Astrid lo observó un largo momento. Luego bajó la vista, exhalando.
—Confío en que no vas a arruinar esto. Que sabes lo que estás haciendo.

—¿Y si no lo sé?

—Entonces tendré que encargarme yo —replicó con frialdad, pero sin dureza. Como si se lo dijera a alguien a quien... en el fondo, no quiere perder.

Por primera vez, sus labios se curvaron, casi imperceptibles. Él notó el gesto.
—Eso suena bastante como tú -musitó, con algo más que ironía en su voz.

Un leve parpadeo en sus ojos. Un resquebrajamiento minúsculo en la coraza. La tensión flotaba en el aire como electricidad previa a la tormenta. Y aunque las palabras no lo dijeron, algo entre ellos se encendía, como brasas bajo la ceniza.

。゚•┈୨♡୧┈•゚。

La niebla se cernía como un manto sobre la isla rocosa. Hipo y Astrid acababan de desembarcar, dejando el pequeño bote anclado entre las piedras. La orilla era angosta, rodeada de acantilados y matorrales oscuros.

Avanzaron con cautela unos metros hacia un claro entre las rocas, donde el bosque comenzaba a cerrarse. Fue entonces cuando una voz se alzó entre la bruma...

—¿Qué hacen en mi territorio?

Una figura emergió desde los árboles. La capa oscura se agitaba con el viento, montado sobre un Chimuelo visiblemente inquieto. Una máscara de cuero y metal cubría el rostro del jinete. Su postura, arrogante. Su tono, filoso.

—¿Quiénes son ustedes para pisar la tierra del heredero de Berk?

Astrid dio un paso al frente, firme.
-—Venimos con un mensaje. De parte del líder de Iseldur. Viggo Grimborn.

La figura desmontó con agilidad felina. Su forma de caminar era ensayada, segura, aunque demasiado exagerada para ser auténtica.
—¿Viggo? -espetó con desdén—. ¿Y qué basura pretende ahora ese gusano?

Hipo se adelantó y le tendió el cilindro de madera sellado. Mantuvo el rostro bajo.
—No es más que palabras. Léelas.

El falso Hipo tomó el tubo con teatral desprecio, lo abrió, lo leyó. Luego rió. Una risa hueca, sin humor.
—Siete días. Entregar el Ojo... o ver arder la Orilla.

Rasgó el mensaje en pedazos con dramatismo, dejando que cayeran como ceniza al suelo mojado.
—Esta es mi respuesta.

Y entonces, sin previo aviso, silbó con fuerza. Y subió en Chimuelo quien se alzó en vuelo y, con precisión milimétrica, lanzó una explosión de plasma contra el bote que los había traído.

El impacto fue seco. Las maderas volaron en pedazos; el mástil se partió como una astilla. Solo quedó el humo y el mar, devorando los restos.

—Nadie amenaza a mi pueblo —exclamó Tacio bajo la máscara—. Y si creen que mandarme a un pelele disfrazado cambiará algo... están más perdidos de lo que pensé.

Con un ágil salto, montó a Chimuelo de nuevo y desapareció en el cielo gris, dejando el aire cargado de tensión.

Astrid se quedó mirando los restos del barco, el mástil partido flotando como un cadáver a la deriva. Su lanza temblaba apenas en su puño cerrado.

—¿Así que ese es Hipo...? —murmuró, con un dejo de incredulidad amarga—. Arrogante, frío... como si todo el mundo le debiera algo.

Harald —o eso creía ella— no respondió de inmediato. Solo observaba el humo con el ceño fruncido.

—No imaginaba que fuera así —continuó ella, sin ocultar su decepción—. Dicen que es un líder, que lucha por su gente... pero parece más un niño jugando a ser rey.

Él apretó los labios, tragándose palabras que no podía permitirse decir.

—Quizá solo está haciendo lo que cree necesario -—sugirió con cuidado—. A veces, mostrarse duro es lo único que le queda a alguien que carga demasiado.

Astrid lo miró de reojo, tensa.
—No lo defiendas. No después de lo que hizo.

—No lo defiendo. Solo... intento entenderlo —replicó él, sin mirarla—. Como tú.

Hubo un silencio espeso entre ambos. Luego, Astrid se apartó un paso y barrió el horizonte con la mirada.

—Bueno. Ahora estamos atrapados. Sin barco. En territorio enemigo. Y dependiendo de un tipo que quema nuestras rutas de escape como si fueran ramas secas.

Harald sonrió apenas, con melancolía.
—Nada que no podamos manejar, ¿no?

Ella lo fulminó con la mirada, pero no replicó. Solo bajó la vista por un segundo... y cuando volvió a alzarla, su expresión ya era la de siempre: férrea, centrada, imposible de leer.

—Vamos. Encontrar refugio antes de que anochezca es más urgente que discutir lo idiota que fue tu amigo.

Él asintió, en silencio, y la siguió hacia el bosque.

Pero no podía evitar sentir el peso del engaño entre ambos, creciente, como la marea que les había quitado el barco... y empezaba a empujar sus destinos el uno hacia el otro.

。゚•┈୨♡୧┈•゚。

El cielo se había oscurecido, cubierto por un gris cada vez más denso. Las nubes bajas prometían lluvia y la temperatura caía con rapidez. Astrid caminaba en silencio junto a Harald por el borde rocoso de la isla, envueltos en la bruma espesa que el mar arrastraba como un manto frío.

—No dijiste nada —rompió Astrid, sin voltear a mirarlo.

—No había nada que agregar. Ya había disparado al barco —respondió él con voz firme, casi como una excusa.

Ella se detuvo, cruzando los brazos, y lo observó con dureza contenida.

—No hablo del ataque. Hablo de lo que pasó entre nosotros. De que sigues intentando acercarte, pero al mismo tiempo te alejas.

Hiccup tragó saliva, sus ojos se clavaron en los de ella con una mezcla de sinceridad y dolor.

—¿Y qué querías que dijera? ¿Que disfruté cada momento contigo aunque creas que te odio y jueg contigo? ¿Que me rompió el alma verte irte sin darme una sola razón?

Astrid bajó la mirada, dejando que el silencio fuera interrumpido solo por el susurro del mar.

—No es tan simple.

—Para mí sí lo es -susurró él, dando un paso más cerca—. No quiero que juegues con mis sentimientos, Astrid.

Ella levantó la vista, y sus ojos brillaban, húmedos, atrapados entre la tormenta y algo más profundo.

—No puedo permitirme eso, Harald. No ahora.

—¿Por qué? ¿Porque soy un simple herrero? ¿Porque crees que no soy suficiente para ti?

Las palabras se atoraban en su garganta. Por un momento, dudó, luego negó con suavidad.

—No es eso. Es que si me dejo sentir algo, pierdo el foco.

Retrocedió un paso, y su voz se quebró apenas.

—Mi familia perdió el honor hace años. Mi tío murió cobardemente, manchando el nombre de los Hofferson. Mi madre ha cargado con esa sombra toda su vida, y ahora me toca a mí restaurar ese legado. No puedo distraerme. No puedo fallar. Si me enamoro... si bajo la guardia, arrastro todo conmigo.

Harald la miró con el corazón golpeando fuerte, suavizando su expresión.

—No eres tu apellido. Eres Astrid. Solo Astrid. Y eso ya es más que suficiente. No tienes que llevar esa carga sola.

Ella se quebró. Un sollozo escapó sin aviso, y sin pensarlo, Harald la envolvió en sus brazos. La sostuvo con firmeza, como si pudiera evitar que el mundo se deshiciera en ese instante.

Ella no quiso apartarse.

Entonces, las primeras gotas comenzaron a caer.

Corrieron hacia una cueva cercana para resguardarse. Las paredes húmedas apenas ofrecían consuelo, pero Harald logró encender una pequeña fogata con madera apenas seca. El calor era débil, pero suficiente para arroparlos.

Astrid, sentada junto a él, temblaba más por dentro que por el frío.

—Gracias por esto —murmuró, su voz apenas un hilo.

Un crujido les hizo levantar la mirada. En la entrada de la cueva, un pequeño dragón relámpago los observaba con ojos curiosos. Astrid se tensó, pero Harald se puso de pie con calma.

—Shhh... tranquilo —susurró, haciendo un gesto suave con las manos.

Movimientos lentos, postura baja, respiración tranquila. El dragón se quedó quieto, luego retrocedió sin un solo rugido, desapareciendo en la lluvia.

Astrid lo miró, sorprendida.

—¿Cómo hiciste eso?

—En Hekern aprendí que cuando no tienes armas, tienes que usar el ritmo... y el respeto.

Ella sonrió, con los ojos aún enrojecidos por la emoción y el frío.

—Nunca dejarás de sorprenderme.

El silencio volvió a caer, solo roto por el crepitar del fuego. Sin pensarlo, sus cuerpos se acercaron, buscando el calor que el viento les negaba.

Ella apoyó su cabeza en su hombro, y él avivó la llama con suavidad.

Sentados juntos, sin más palabras, se quedaron dormidos abrazados, como si en ese momento nada más importara.

。゚•┈୨♡୧┈•゚。

La brisa de la mañana se filtraba suavemente en la cueva, trayendo consigo el aroma de sal, tierra húmeda y rescate.

Hipo despertó despacio, aún abrazando a Astrid, sintiendo el suave ritmo de su respiración contra su pecho y el roce de su cabello sobre su barbilla. Por un instante, cerró los ojos, deseando que ese instante durara para siempre. Para Astrid, él seguía siendo Harald, su líder y compañero. Para él, era un juego peligroso que estaba empezando a doler.

Un crujido leve afuera rompió la calma.

Con sumo cuidado se apartó sin despertarla y asomó la cabeza. Entre las rocas, Tacio se ocultaba junto a Chimuelo, que resoplaba bajo.

—¡Hipo! —susurró Tacio, agachándose—. Tenemos un barco.

Hipo frunció el ceño y se acercó en silencio.

—¿Qué barco?

—Chimuelo me trajo aquí al amanecer. En la bahía norte hay un viejo barco varado. No está en perfectas condiciones, pero con cuidado lo sacamos. Nos servirá para regresar.

—Bien hecho Tacio—respondió Hipo, aliviado—. Gracias.

—¿Y Astrid?

—Sigue dormida. No sospecho nada.

Tacio asintió y le entregó un pequeño fardo envuelto en tela.

—Traje pan, nueces y frutas. Hazle el desayuno. Digo... ya que estás tan cómodo —bromeó, guiñándole un ojo.

Hipo rodó los ojos, resignado.

—Lárgate antes de que te escuche.

Tacio subió a Chimuelo, que despegó con un bufido suave, desapareciendo entre la niebla.

De regreso, Hipo comenzó a preparar el desayuno junto a la fogata, el crepitar de la llama rompiendo el silencio.

Astrid abrió los ojos lentamente y, al ver a "Harald" junto al fuego, sintió una mezcla de alivio y confusión.

—¿Ya estás despierto? -preguntó, frotándose los ojos.

Él sonrió por encima del hombro.

—Sí... y tú también, justo a tiempo.

—¿Qué haces?

—Desayuno. Nos espera un viaje.

Ella se incorporó, aún adormilada.

—¿Un viaje?

Hipo señaló hacia la entrada, donde la playa comenzaba a clarear con la luz del amanecer.

—Encontré un barco. Bueno... apareció. Está en la costa norte. Sobrevivió a la tormenta.

Astrid se puso de pie, sorprendida.

—¿Estás diciendo que... podemos irnos?

—Sí —respondió él, ofreciéndole un trozo de pan caliente—. Tenemos una forma de volver. No estamos atrapados.

Ella tomó el pan y lo miró por un instante, sus ojos azules reflejando la tenue luz del fuego.

—Gracias, Harald.

Él sonrió, con el corazón apretado.

—Siempre.

Mientras la niebla se disipaba lentamente, dejando ver la costa clara, ninguno de los dos sabía que ese viaje sería mucho más que un regreso: sería el comienzo de algo que ninguno estaba preparado para enfrentar.

。゚•┈୨♡୧┈•゚。

El sol comenzaba a ocultarse tras nubes densas cuando Hipo y Astrid tocaron tierra en las costas de Iseldur. La isla, abrupta y salvaje, mostraba acantilados que caían en picada al mar, y una atmósfera cargada de humedad y expectación. El sonido de las olas rompiendo era el único testigo de su llegada.

Al llegar al puerto, los hombres de Viggo ya estaban preparados, observándolos con ojos afilados. No había tiempo que perder.

Hipo, con paso firme, se acercó directamente a Viggo, quien estaba enfrascado frente a un enorme mapa extendido sobre la mesa, su rostro inmutable bajo la penumbra.

—Harald, qué bueno que llegaron —saludó Viggo, sin levantar la mirada—. ¿Qué tenemos?

Hipo lanzó una rápida mirada a Astrid, que mantenía la expresión impasible, como siempre, antes de responder con voz firme.

—Viggo... el mensaje fue claro. Harald no entregará el Ojo del Dragón.

Un silencio cortante cayó sobre el grupo. Viggo clavó sus ojos en Hipo, estrechándolos con un brillo frío y calculador.

—¿Seguro de lo que dices, Harald? —su voz era un susurro venenoso, como una serpiente lista para atacar.

—Lo vi con mis propios ojos —contestó Hipo sin titubear—. Él mismo dejó claro que preferiría destruirlo antes que entregarlo a nadie.

La tensión creció, y los hombres alrededor contuvieron la respiración.

—Entonces no queda opción —Viggo avanzó un paso, su ira apenas contenida—. La Orilla del Dragón será destruida. Si no podemos tener el Ojo, arrasaremos con lo que él protege. La guerra es inevitable.

Astrid dio un paso adelante, sus ojos ardían con una mezcla de desafío y dolor.

—No —dijo firme, cruzando los brazos—. No podemos destruir la Orilla del Dragón. Hay vidas ahí, familias que dependen de ese refugio. No es solo un territorio, son personas.

Viggo la miró con dureza, su mirada cortante.

—Astrid, recuerda dónde está tu lealtad. No con ellos, sino con nosotros. No olvides quién te dio un propósito.

Astrid tragó saliva, sintiendo el peso de esas palabras, pero no cedió.

—Lo sé. Pero no puedo permitir que los inocentes paguen una guerra que no iniciaron.

Viggo exhaló lento, molesto pero calculador, y ordenó a sus hombres:

—No me interesa tu moralidad, Astrid. El objetivo es claro: la Orilla debe caer. El fuego será nuestra respuesta.

Viggo levantó la mano con determinación.

—Si Hipo no entrega el Ojo, la guerra no tendrá piedad. Esto no es solo sobre un objeto... es sobre él... Y el peligro que significa para nuestra isla.

Luego señaló un punto en el mapa.

—Entonces está decidido. Procedemos con el ataque.

El murmullo de los hombres preparándose llenó el aire. Astrid y Hipo se miraron, conscientes de que las palabras se agotaban y que la batalla estaba por comenzar.

。゚•┈୨♡୧┈•゚。

El atardecer teñía Iseldur con tonos anaranjados y púrpuras. El calor de las forjas se mezclaba con el olor a metal y humo, mientras los dragones dormían, plácidos, en sus grutas.

Astrid caminaba por el muelle principal, buscando una vieja caja de herramientas. Respiraba hondo, intentando calmar el torbellino de emociones que no terminaba de entender. Desde aquella noche en la cueva con "Harald", algo había cambiado, aunque ninguno de los dos lo dijera.

Se detuvo al escuchar voces cerca del cobertizo de vigilancia, que estaba mal cerrado.

—...te lo advierto, Grettir -la voz de Einar sonaba dura, como el filo de una espada—. Si ese tal "Harald" se acerca demasiado a Astrid... si empieza a creer que tiene una oportunidad con ella...

Un crujido seco interrumpió la amenaza.

—...lo echó de la isla. Y no caminando, ni respirando.

Astrid se cubrió la boca, paralizada por el miedo y la rabia.

—Pero, señor... ¿no es solo un herrero? —preguntó la voz insegura.

—Por eso mismo -respondió Einar—. No pertenece ni a ella ni a nuestra causa. Si no aprende su lugar, le mostraremos el precio de cruzar esa línea.

El silencio se hizo pesado.

—Además —añadió Einar en voz baja—, ella es valiosa para nosotros. Noble, respetada. No permitiré que desperdicie su legado por un maldito herrero que nunca será suficiente para ella.

Astrid retrocedió, con el corazón latiendo tan fuerte que creía que la traicionaría. Un crujido bajo sus pies la delató, y salió corriendo antes de que la descubrieran.

Llegó a la herrería, apoyándose en la mesa. El calor del fuego no lograba calmar el frío que sentía en el pecho.

Harald. Ellos. Einar.

Los pensamientos se arremolinaban con violencia.

"Si empieza a pensar que tiene una oportunidad..."

Se llevó la mano al corazón, como queriendo contener el dolor.

No podía permitirse debilidades. No podía ser la causa de la caída de quien ahora era su refugio.

Cuando Hipo entró minutos después, con una sonrisa tenue y esa mirada que parecía ver más allá de la guerra, Astrid fingió fortaleza.

—¿Todo bien? —preguntó él, notando su semblante apagado.

Ella asintió con una sonrisa forzada.

-Sí... solo cansada.

Y sin dejar que la viera quebrarse, se dio la vuelta.

。゚•┈୨♡୧┈•゚。

Harald caminaba con paso firme hacia el muelle, la mente en caos. El peso del silencio entre ellos era casi insoportable... No podía permitirse mostrar debilidad, no ahora.

Desde que Astrid se había alejado, él fingía estar bien, pero en sus ojos ardía la imagen de aquella noche: la cercanía, el roce... y cómo ella, de repente, se apartó, como si acercarse a él fuera peligroso... todo en menos de 24 horas.

Un suspiro escapó mientras miraba el mar, vasto y frío. Esa era la distancia real que los separaba ahora: un océano helado que parecía insalvable.

Entonces ella apareció a lo lejos. Harald no la miró, pero su presencia era inevitable.

—Harald -su voz tembló apenas, con cautela—. ¿Estás bien?

Él asintió sin mirarla y siguió su camino hacia el barco. El hielo entre ellos se hacía más espeso.

—Sí, estoy bien —respondió, con un tono firme, casi distante—. Tenemos trabajo que hacer.

Ella avanzó, dudando, y por fin habló, con voz quebrada:

—Harald... yo... no puedo seguir... no quiero que esto nos destruya.

Él se detuvo, y esta vez la miró. En sus ojos se reflejaba el dolor, pero ella le adelantó.

—No es que no importe, es que tengo ¿miedo?... más bien, miedo de que esto... perdóname —confesó con lágrimas que amenazaban salir, pero se mantuvo firme—. No sabes cómo son las cosas aquí. Temo por mi honor, me da miedo que te lastimen por mi culpa, que todo lo que sueñas se pierda por mí... Tienes cosas por hacer y los rangos son diferentes...

Harald quiso acercarse, tocarla, decirle que todo estaría bien, pero ella levantó la mano, deteniéndolo.

—Por eso... debo alejarme. Por ti. Por mí. Olvida todo.

Un silencio pesado se instaló entre ellos. Ella giró sobre sus talones, dando un paso atrás. Harald sintió cómo algo se rompía dentro, pero no dijo nada. Sabía que debía dejarla ir, aunque doliera más que cualquier herida.

Ella lo vio una última vez, con el corazón hecho trizas, y se perdió en la distancia. El viento se llevó sus susurros:
—Cuídate, Harald.

Y él, solo, la observó irse, llevándose la esperanza que alguna vez había existido entre ellos.

。゚•┈୨♡୧┈•゚。

Los cuatro días que siguieron a la última conversación entre Astrid y Hipo se arrastraron pesadamente. En la arena, Astrid fingía ocuparse en entrenar a los reclutas en el arte de la guerra, pero su mente estaba atrapada en un torbellino de emociones y recuerdos. Sostenía armas que no necesitaba, sus manos temblaban, no por el frío, sino por el peso del silencio que ambos habían impuesto. Cada noche soñaba con que Hipo se acercaba, que le decía lo que su corazón clamaba: "Te amo", pero al despertar, la realidad golpeaba más fuerte que sus sueños.

Mientras tanto, Hipo también cargaba con un vacío difícil de ignorar. En las reuniones con los compañeros, intentaba concentrarse en el plan de ataque a la orilla, pero su mente siempre se desviaba hacia Astrid... Chimuelo lo notaba, y con sus rugidos lo regañaba por ser tan terco y no decirle o enfrentarla. Patapez y Patán, que notaban su distracción, lo confrontaron una noche.

—Hipo, ¿qué pasa contigo? —le preguntó Patapez con voz firme—. No podemos perder la cabeza ahora, y menos tú, recuerda lo que está en juego.

—No es que no quiera estar concentrado —respondió Hipo, apretando los puños-, es solo que hay cosas que... necesitan aclararse.

—Entonces enfréntalas -le soltó Patán sin rodeos—. Astrid no va a venir a hablarte si tú no das el primer paso. Además, dignidad no tienes.

Esa noche, Hipo decidió que no podía seguir dejando que el silencio los consumiera. Sabía que la guerra se acercaba y que debían estar unidos, aunque dentro de él ardiera la incertidumbre sobre lo que Astrid sentía realmente.

Con el plan bien definido, el grupo reforzó las defensas en la orilla. Cada paso contaba, cada mirada vigilante. Viggo había anunciado el ataque en una semana, pero Hipo sabía que ese plazo se acortaba con cada segundo de distancia entre ellos y Astrid.

Esa noche la tensión entre ellos ya no podía sostenerse más. En la arena, Astrid sostenía su hacha sin intención de usarla. No entrena. Solo permanece quieta, sola en medio del polvo y las marcas de combate.

Sus manos tiemblan, pero no por el esfuerzo. Ni por el frío.

Es otra cosa. Más profunda. Más suya.

Entonces... Harald entro sin anunciarse.

Cerrando la puerta tras de sí. No con brusquedad. Con decisión.

Ella no se gira. Ya sabe que es él. Lo siente antes de verlo.

—¿Vas a seguir evitándome? —preguntó él, con voz ronca. Baja. Dolida.

Astrid deja la hacha sobre la mesa, sin responder.

—Necesito entenderlo, Astrid. Si no te importa... si no te importo, dímelo. Pero no me vuelvas a mentir diciendo que fue por mí.

Ella aprieta los ojos, y la voz le sale en un susurro:

—No es una mentira. Es lo único que podía hacer.

Harald da un paso más. Su voz tiembla.

—¿Alejarme? ¿Después de todo? ¿Después de esa noche? ¿Es tan fácil?

Astrid se gira al fin, con lágrimas contenidas en los ojos.

—¡Esa noche fue real! —exclamo—. Fue demasiado real. Por eso tuve que alejarme. Porque cuando estuviste cerca... cuando me tocaste, cuando me miraste así... sentí que podía rendirme.

Él se detiene, respirando hondo. Su mirada está llena de algo feroz y herido.

—¿Y qué tiene de malo rendirse? ¿Conmigo? ¿Otra vez los rangos sociales Astrid? Por favor eres mejor que eso.

Ella niega con la cabeza, cruzando los brazos, defendiéndose de sí misma.

—Porque tú no entiendes el peligro. Porque si te elijo, tú te conviertes en mi debilidad. Y ellos lo saben, Harald. Einar lo sabe. Y algún día lo usará contra ti. Y yo... yo no sobreviviría a eso.

Silencio. Sus palabras caen como cuchillas.

Hiccup dio otro paso. Hasta quedar cerca de ella. Y su voz se suavizo, como si cada palabra fuera una caricia.

—¿Y tú crees que yo ya no me arriesgo por ti todos los días? Astrid... no tienes que protegerme de amarte.

Ella parpadea, las lágrimas ahora cayendo sin permiso.

—No quería que me necesitaras.

—Pero lo hago —interrumpió él, con fuerza—. Desde el primer día. Desde que me miraste con esa mezcla de guerra y ternura. Te necesito, Astrid.

Ella lo mira. No hay más máscaras. Solo vulnerabilidad. Porque ella tambien sintio lo mismo. 

Y entonces él la beso.

Pero no fue un beso contenido. Fue fuego, todo lo que callaron durante semanas. El roce de sus labios rompe algo dentro de ambos, y las manos se encuentran con desesperación: su cuerpo contra el suyo, su alma contra su alma.

Astrid lo sujetó con fuerza, como si al fin pudiera dejar de pelear contra sí misma. Y cuando se separaron, respirando rápido, ella le susurró, temblando:

—Yo también te necesitaba. Y me asustaba demasiado decirlo.

Hiccup sonrió por primera vez en días. Y toco su mejilla con cuidado, como si fuera lo más precioso que ha sostenido.

—Entonces no me dejes —dice—. No otra vez.

Ella asintió, y lo beso una vez más, como si sellara un pacto silencioso. Un pacto entre dos guerreros heridos que, finalmente, eligieron el amor.

Aunque la guerra seguía en pie, en ese momento no se arrepentía de nada... Aún.

。゚•┈୨♡୧┈•゚。

 

Chapter 7: 07. Donde nadie nos ve

Chapter Text

Las brasas de lo que acababa de ocurrir aún ardían entre ellos. El silencio que siguió al último beso no fue uno incómodo, sino más bien reverente, como si ambos supieran que algo casi sagrado acababa de empezar a ser.

Astrid abrió los ojos, todavía envuelta en el calor de ese beso inesperado. La brisa nocturna le revolvía el flequillo, pero ella apenas lo notó. Lo miraba. A Harald —o eso creía— con una mezcla de sorpresa, confusión y algo que no se atrevía a nombrar.

Sonrieron al abrir los ojos aun manteniendo sus frentes unidas, Astrid no sabía porque actuaba de esa manera, ella que siempre había dicho que nunca se iba a enamorar, que el amor era cosa de débiles, pero el verlo a él, ver a esos ojos verdes que tanto le encantaban... la hizo derretirse.

Hipo sabía que estaba cometiendo un error, él no era así, bueno si era así, nunca había seguido la reglas, ni cuando encontró a Chimuelo y en vez de matarlo lo salvo, si, él no era un hombre que seguía las reglas, pero ahora no estaba poniendo en peligro solo su vida, si no la de su aldea, la de sus amigos, y... la de la misma Astrid, pero necio como siempre, poco le importo.

Él le sostenía el rostro con una ternura que no encajaba con la fachada distante que había mostrado desde que llegó.

—Esto... no debió pasar —susurró ella, sin convicción.

—Lo sé —respondió él, bajando la mirada—. Pero pasó. Y no pienso disculparme por ello.

El silencio se tendió entre ellos como una red invisible. Abajo, el mar rompía suavemente contra las rocas. El cielo, teñido de púrpura y oro, parecía sostener ese momento en un suspiro largo.

—¿Y ahora qué? —preguntó ella, bajando la vista—. ¿Qué somos?

Él rio, una risa suave, sin alegría.

—No lo sé. Pero si me dejas elegir... lo que tú quieras que seamos. Tu aliado. Tu sombra. Tu novio... o lo que tú prefieras.

—No digas cosas que no puedes sostener —advirtió Astrid con la dureza que usaba para protegerse.

—Lo digo porque lo sostengo y creo en esto, ¿No sabes cuan distraído he estado sin ti? Era un desastre.

Ella tragó saliva. Lo miró con una intensidad difícil de sostener.

—No entiendes, Harald. Aquí no es tan simple. Si Einar sospecha... si alguien lo hace... tú estarías en peligro.

—Astrid...

—No, escucha —se acercó un paso, su voz baja, tensa—. El día que volvimos de aquella isla, escuché a Einar hablar con Grettir. Dijo que si tú te acercabas demasiado a mí... si empezabas a pensar que tenías una oportunidad, te sacaría de aquí. A la fuerza.

El rostro de Hipo se volvió más serio. Piedra pura.

Einar ni siquiera le preocupaba, solo era un tipo machista, asqueroso, y fanfarrón, de esos que, al momento llegado de los problemas, el valor se les va, como dirían, mucho cuerpo poco cerebro. Pero por la tranquilidad de Astrid, haría lo que fuera.

—No me asusta. Pero entiendo si tú...

—¿Crees que se trata de miedo? —lo interrumpió ella—. No es para nada sobre eso, se trata de no tener que elegir entre protegerte o verte arrastrado por mis errores, incluso a mi familia.

Hubo un silencio. Largo. Pesado.

—Entonces hagámoslo bien —dijo él por fin—. Que nadie sospeche. Ni Heather, ni Bjarne, ni nadie. Fingimos. Yo soy el herrero. Tú, la general de siempre. Pero al anochecer... en el acantilado del ala este. Solo nosotros.

Ella lo miró un largo instante.

—Aún con eso, hay peligros, por ejemplo ¿Y si te siguen?

—No lo harán.

—Pero... ¿Y si lo hacen?

—Me esconderé, pero siempre espérame.

Astrid dudó. Algo en su pecho dolía, algo entre el miedo y la esperanza.

Astrid dudó. El peso en su pecho no era miedo exactamente... pero se le parecía. Algo entre el deseo de creer y el temor de hacerlo.

—¿Por qué haces esto? —preguntó por fin, sin mirarlo directamente—. ¿Por mí? ¿Qué ganas tú con esto?

Él tragó saliva. Sus ojos buscaron los suyos.
Abrió la boca, pero ninguna excusa salió. Solo la verdad.

—Gano a alguien que vale la pena. A ti.

Astrid apretó la mandíbula, luchando contra algo que ni ella sabía nombrar. No respondió de inmediato. Solo lo miró largo rato... como si evaluara cada palabra que no dijo.

Y entonces, sin suavizarse, le acarició la mejilla con los dedos. No fue un gesto dulce, sino firme. Un roce breve, casi como una promesa silenciosa.

—Entonces no te arriesgues, ten cuidado con todo esto, si mueres por culpa mía, voy a odiarte. De verdad. Aquí no es como Hekern, Harald. Sobreviven los fuertes, los que se obligan y siguen las órdenes de los jefes, por favor, cuídate, y no dejes que puedan hacerte daño por mí.

Él sonrió, apenas.

—No pienso darles ese gusto—susurró él con una sonrisa torcida. —Así que... ¿Qué somos? ¿Una especie de pareja secreta?

—¿Así se llama esto?

—Tampoco lo sé, pero si es contigo... supongo que podría ser lo que sea.

Y bajo las estrellas, sellaron su pacto.

No con palabras, con miradas, con esa forma en la que dos personas se entienden cuando todo alrededor podría destruirlos, pero igual se eligen.

Astrid bajó la mirada un segundo, como si buscara algo en el suelo. Luego alzó la vista, sería.

—¿Tenías a alguien en Hekern? ¿No soy la primera a la que has atraído con tus encantos?

La pregunta salió más brusca de lo que pretendía. No eran celos... era otra cosa. Precaución. Inseguridad disfrazada de frialdad. Una parte de su mente aún le decía que era demasiado bueno para ser verdad, quien sabe y él tenía una novia esperándolo haya y ella se estaba ilusionando por nada.

Hipo parpadeó. Tardó medio segundo en recordar que Harald, su falsa identidad, era de "Hekern".
Negó con la cabeza, sin dudar.

—No. Nunca estuve con nadie.

Ella asintió, pero algo en su expresión cambió. Una sombra de alivio le cruzó los ojos.

—Yo tampoco —dijo, apenas audible—. Nunca he tenido... tiempo para esas cosas. Ni cabeza para pensar en sentir algo así.

—Y sin embargo estás aquí —murmuró él, dando un paso más cerca.

Astrid lo sostuvo con la mirada, firme. Pero su voz fue suave esta vez.

—Solo quiero saber que no estás... jugando conmigo. Que esto no es parte de ese aire misterioso tuyo.

Él se acercó lo suficiente como para que sus palabras no necesitaran volumen.

—No estoy jugando, nunca lo haría, no contigo.
Si supieras quién soy de verdad... entenderías que no vine a buscar esto. Me encontré contigo. Y ahora... no pienso soltarlo.

Astrid lo miró. Como quien escucha algo que no quiere necesitar, pero necesita.

Y entonces, lo besó.
No como antes. Esta vez fue ella quien tomó la iniciativa, sin pedir permiso, sin titubeos. Un beso breve, pero cargado de todo lo que no se atrevía a decir. Ni largo ni urgente. Solo real.

Cuando se separaron, apenas un suspiro los distanciaba.

—Entonces lo mantendremos en secreto —dijo, volviendo a levantar la mirada con decisión—. Nadie sabrá, lo prometo, no lo mostraré, pero tú sí lo sabrás. Cada vez que te mire. Cada vez que esté cerca. Sabrás mis sentimientos Astrid Hofferson.

Astrid respiró hondo, como si aceptarlo le costara tanto como le aliviaba. Dio un paso atrás y asintió.

—Está bien, pero hay reglas. Nada de miradas prolongadas en público. Nada de tocarme cuando otros estén cerca. Ni una palabra de más, ni una sonrisa. Es por tú bien.

Hipo sonrió apenas.

—¿Entonces tampoco puedo darte una sonrisa cuando te vea? Es imposible no hacerlo. ¿Qué dices de las cartas? ¿Te gustan?

—Ni lo sueñes.

Ambos se miraron, y por primera vez desde que se conocieron, se permitieron una risa ligera, sincera, breve. Como una chispa de normalidad en medio del caos.

Pero luego Astrid se puso sería otra vez.

—Hay una cosa más... Sí Einar sospecha algo, si las cosas se salen de control, tienes que alejarte de mí. Promételo, Harald.

Él dudó. No quería prometer algo que no pensaba cumplir. Pero tampoco podía asustarla más de lo que ya estaba. Einar ni siquiera le preocupaba, solo era un tipo machista, asqueroso, y fanfarrón, de esos que, al momento llegado de los problemas, el valor se les va, como dirían, mucho cuerpo poco cerebro. Pero por la tranquilidad de Astrid, haría lo que fuera.

—Lo prometo —dijo al fin. Mintiendo con dulzura. Sabía que ya no podía alejarse.

Él sonrió, de esa forma en la que solo sonreía con ella.

Ella lo miró una última vez, y luego caminó hacia la puerta.

—Nos vemos en la mañana, mi recluta.

Y con eso, desapareció en la noche|.

Hipo se quedó solo, sintiendo el sabor de su promesa en la lengua. Sabía que mentirle no era lo correcto, pero también sabía que el momento para la verdad aún no había llegado.

Y mientras escuchaba el rugido lejano de Chimuelo, entendió que ese amor que ahora compartían era tan hermoso como peligroso.

Una batalla más se sumaba a las que debía pelear.

Esta vez, dentro de su propio corazón.

Ella asintió.

Y él se fue, pero esta vez no saltó de alegría. Se fue en silencio, porque lo que acababan de sellar no era algo para celebrar...
Era algo que debía protegerse.

。゚•┈୨♡୧┈•゚。

La luz del amanecer filtraba tenues destellos dorados por la pequeña ventana de la cabaña de Astrid. Afuera, el canto de las gaviotas anunciaba el inicio de un nuevo día, pero ella no se movía. Seguía en la cama, con la mirada clavada en el techo de madera, el corazón aún prisionero de la noche anterior.

Pasó un dedo por sus labios, como si el recuerdo del beso pudiera desvanecerse si no lo atrapaba rápido. Cerró los ojos, y por un segundo revivió su voz. "No estoy jugando, nunca lo haría, no contigo." Suspiró, y se obligó a levantarse.

Salió de la casa con paso firme, aunque por dentro aún estaba temblando. El aire frío le golpeó las mejillas, y caminó hacia la plaza de entrenamiento como cada mañana. Pero esta vez, algo en su rostro era distinto. Su amiga lo notó al instante.

—¿Dormiste algo anoche o estás así porque estás pensando en alguien? —bromeó Heather, cruzándose de brazos.

Astrid no respondió. Pero su boca, inconsciente, dibujó una pequeña sonrisa. Ínfima. Íntima. Como si alguien la hubiese dejado ahí sin su permiso.

Heather la observó con atención.

—Ajá... eso no es una sonrisa cualquiera. ¿Qué pasa? ¿Te pasó algo? ¿O alguien?

—No seas tonta —murmuró Astrid, pero no con su tono habitual. Esta vez no hubo dureza, ni sarcasmo.

Heather arqueó una ceja.

—¿Tiene algo que ver con Harald?

Astrid giró la cara rápidamente, como si la palabra le quemara.

—¡No! —dijo demasiado rápido. —Él... es solo el herrero, nada más.

Heather soltó una risa incrédula, y decidió no presionar. Pero el brillo en los ojos de Astrid era evidencia suficiente. Algo estaba pasando. Algo que aún no tenía nombre.

。゚•┈୨♡୧┈•゚。

El sonido del metal contra el yunque llenaba la forja con su ritmo constante. Hipo —o Harald, como se hacía pasar— llevaba horas allí, pero la sonrisa en su cara no tenía nada que ver con el trabajo. Era como si toda la isla se hubiera vuelto más ligera de repente... o al menos, su parte de ella.

Brutacio asomó la cabeza por la puerta, con una sonrisa que ya lo delataba.

—¿Entonces? ¿Lo hiciste?

Hipo soltó el martillo con torpeza.

—¿Qué?

—No te hagas —intervino Brutilda, entrando con los brazos cruzados—. ¡Te lo dijimos! ¡Te dijimos que si seguías suspirando por Astrid sin hacer nada ibas a enloquecer! Además, te ves de mejor humor, y te levantaste muy temprano.

—¿Y ahora qué? —dijo Patapez, que llegaba con Patán justo detrás—. ¿Son novios secretos? ¿Amantes desesperados trágicos? ¿Amor prohibido?

—¡Por el amor de Odín, cállense! —susurró Hipo, desesperado, cerrando la puerta de un portazo.

Todos lo rodearon como lobos olfateando la emoción.

—Cuéntalo ya —insistió Brutilda—. Queremos saber todo. Yo siempre supe que ibas a terminar por ir con ella.

—Yo igual, nunca te vi así de enamorado, así como cuando la viste la primera vez. —añadió Patapez—, tus mejillas estaban más rojas que el fuego de colmillo.

Hipo alzó las manos.

—¡Está bien, está bien! Pero hablen bajo. Nadie puede saberlo. Lo digo en serio.

—¿Entonces pasó algo? ¿Se besaron? —preguntó Brutacio, bajando por fin el tono.

Hipo los miró un instante. Dudó... y luego asintió, bajando la voz.

—Shh ¡Si alguien nos escucha vamos a morir todos!

Un silencio reverente cayó entre todos. Hasta Patán alzó las cejas.

—¡Sabía que el beso iba a llegar! —dijo Brutilda con una sonrisa de triunfo.

—¿Y ahora qué? —preguntó Patán—. ¿Ya tienen un nombre secreto en clave? ¿Se dicen apodos cursis?

Hipo se pasó la mano por la cara, tratando de no reírse.

—No es un juego. Es... complicado. Ella tiene pretendientes aquí. Einar la vigila. Si alguien sospecha que hay algo entre nosotros, la pondría en peligro. A ella... y a mí. A la misión, a todos.

Patán se puso serio por primera vez en la conversación.

—¿Einar dijo algo?

—Astrid escuchó que, si él sospechaba que yo tenía sentimientos por ella, me sacaría de la isla a la fuerza. Y ustedes saben cómo es Einar: bruto, bocón, y muy capaz de hacer algo solo por sentirse poderoso. Claro que es demasiado cobarde como para hacerlo él mismo.

Brutilda apretó los puños.

—Entonces lo mantendremos en secreto. Pero tú te arriesgas mucho, Hipo. ¿Estás seguro?

—Más que nunca —respondió él sin dudar—. No se lo contaría a nadie si no los necesitara. Si algún día no aparezco por la herrería... probablemente estoy viéndola. Necesito que me cubran, que distraigan a los centinelas, que inventen excusas si alguien pregunta.

—¿Y si las cosas se complican? Sabes que existe la posibilidad de que ella te odie mucho cuando se entere... que no eres Harald—preguntó Patapez.

—Entonces... Veré que hacer, no están ayudando mucho a tranquilizarme, en caso de que las cosas se compliquen saben qué hacer, saquen a los dragones de aquí y huyan... Más tarde tengo que contarle a Chimuelo... pero ella será la prioridad, si descubren nuestra mentira, ella correrá peligro... Ayúdenme a protegerla.

Brutacio puso una mano en su hombro.

—Cuenta con nosotros.

Brutilda asintió, y hasta Patán hizo un gesto con el pulgar.

—Gracias —murmuró Hipo, bajando la cabeza.

—Pero solo por confirmar —dijo Patapez, con una sonrisilla—. ¿Qué se siente besar a la general más temida de esta parte del archipiélago?

Hipo rio suavemente, negando con la cabeza.

—Como caer desde lo alto de Chimuelo, pero... sin alas, sin rescate... Y, aun así, querer volver a hacerlo.

Los demás lo miraron en silencio.

Brutilda sonrió, esta vez con sinceridad.

—Entonces vale la pena Hipo, nosotros estamos contigo.

。゚•┈୨♡୧┈•゚。

El sol caía en lo alto del cielo cuando Hipo se escabulló de la forja. No necesitó decir mucho. Brutilda le hizo un gesto con la cabeza para cubrirlo, mientras Patapez fingía una urgencia mecánica en el taller y Brutacio distraía a los vigilantes con su usual exceso de entusiasmo.

Astrid, por su parte, había dado una orden tajante: nadie la molestara durante la siguiente hora. Había dicho que necesitaba revisar mapas y entrenamientos en solitario. Heather levantó una ceja, pero no dijo nada.

Ambos tomaron caminos distintos, se desviaron entre rocas, rodearon campos de entrenamiento, y finalmente se encontraron donde sabían que nadie los buscaría: el acantilado del ala este.

El viento era más fuerte ahí, despeinando todo, y las olas se estrellaban contra la base de la roca con un ritmo pausado, como si la tierra respirara con ellos. La hierba era suave y el sol reflejaba el mar como si este fuese de vidrio fundido.

Astrid se sentó primero, estirando las piernas con naturalidad, sin su usual rigidez de general. Hipo llegó con una cesta improvisada que Patán le había ayudado a armar con frutas, pan, y un poco de queso. Se sentó a su lado sin hablar. No hacía falta.

Astrid echó un vistazo rápido a su alrededor. Nadie. Solo ellos.

—Llegas tarde —murmuró Hipo cuando la vio aparecer entre los árboles.

—¿Tarde? Estoy justo cuando debía —respondió ella, con media sonrisa—. Eres tú el ansioso.

—Bueno puede que sí. ¿O tu no querías verme?

Astrid rodó los ojos, pero no pudo evitar que se le escapara una sonrisa.

Caminaron por la línea del acantilado, lejos del campamento, sin testigos. Hablaban bajo. Reían de cosas mínimas.
En una roca, compartieron pan duro y fruta seca. El banquete más ridículo, pero para ellos... era perfecto.

—Oye Harald.

—¿sí?

—Si esto fuera real —dijo ella, mirando el mar abajo—. Si no tuviéramos que escondernos... ¿cómo sería?

Él la miró, serio.

—Te buscaría cada mañana solo para oírte decir que estoy haciendo algo mal. Te llevaría flores robadas del huerto de Heather. Te dejaría notas tontas en tu armadura. Y cada vez que alguien intentara interrumpirnos, te robaría un beso solo por fastidiar.

Astrid se rio, de verdad. Esa risa baja que casi nadie oía.

—¿Flores robadas?

—No las subestimes, son las mejores, mi padre solía contarme un par de cosas al respecto.

—Eres un desastre.

—¿Es eso malo?

Ella lo miró.

—Tenemos que ser cuidadosos —murmuró—. Un paso en falso y esto no acaba bien.

—Lo sé —dijo él con una tristeza tranquila—. Pero si tengo que esconderme... que al menos sea por algo que valga la pena.

Ella mordió su labio.

Luego de un rato decidieron comer. Astrid se sentó primero sobre la manta que Hipo había traído, estirando las piernas con naturalidad, sin la rigidez habitual de una general. Hipo llegó con una cesta improvisada —frutas, pan, un poco de queso— y se acomodó a su lado en silencio. No hacía falta decir nada.

Por un rato, comieron en silencio. Compartieron una manzana. Se rieron cuando el viento casi se llevó el trozo de pan de Astrid. Y entonces, ella se quedó mirando el horizonte.

—Míralo —dijo, con voz baja, casi asombrada—. Es tan alto, tan limpio. Es como si el cielo estuviera... cerca. Casi como si pudiera tocarlo con las manos.

Hipo la miró. No al horizonte, no al mar, ni al cielo. A ella.

—Sí... —respondió suavemente—. Muy hermoso.

Astrid parpadeó y lo miró de reojo, apenas un segundo, y ahí lo supo. Él no hablaba del paisaje.

Entonces, sin previo aviso, Hipo se inclinó hacia ella.

No hubo pregunta. Ni permiso. Solo la certeza de que ese momento era de ellos, solo de ellos.

La besó. Con una ternura contenida, sin prisa. No era un beso robado ni urgente. Era un beso honesto. Real. Una promesa en silencio.

Astrid no se apartó. Cerró los ojos. Dejó que el viento los rodeara como un manto, que el mundo quedara atrás, lejos. Solo se separaron cuando el aire empezó a faltar.

Ambos se quedaron allí, con las frentes apoyadas, respirando juntos.

—Harald... —susurró ella, como si decir su nombre hiciera más frágil la verdad que no conocía.

Él le acarició la mejilla con la yema de los dedos, sin decir nada.

El mar rugía abajo, pero ellos estaban en otra orilla.

Un lugar donde no había guerra, ni mentiras.
Solo ellos.
Y el cielo... casi al alcance de la mano.

El tiempo en el acantilado se había escurrido entre sus dedos como arena. El sol ya había comenzado a inclinarse hacia el oeste, y el aire se volvía más fresco, más alerta. Astrid estaba recostada contra la roca, con los ojos cerrados, mientras Hipo la miraba como si memorizarla fuera la única forma de soportar lo que venía después.

—Tenemos que volver —murmuró ella sin abrir los ojos.

Hipo asintió, aunque no quería. Ya podía sentir cómo el mundo volvía a encajar su armadura sobre él. Ya no era ese chico que besaba a la chica que amaba frente al mar. Era "Harald, el herrero infiltrado". Y ella... la general de Iseldur.

Astrid se incorporó y sacudió su ropa con un gesto automático. Su rostro volvió a adoptar la expresión firme de siempre. Pero había algo en su mirada que delataba el recuerdo de lo que acababa de pasar. Hipo lo notó. Lo guardó para él.

—Toma ese sendero de la derecha. Te deja cerca del establo sin que nadie te vea —le indicó ella, rápida, práctica—. Yo regresaré directo al patio central. Me verán venir desde las torres.

—Astrid... —la detuvo él, suave—. ¿Estás bien?

Ella lo miró. Y por un segundo, bajó el escudo.

—Siento que es cuestión de tiempo para que lo sepan.

—Tranquila. Si quieres... podemos separarnos antes de llegar al pueblo. Menos riesgo de ser vistos.
—Qué considerado, señor Drakensson.
—De hecho, es mi segundo nombre... señorita Hofferson.
Ella sonrió, pero en sus ojos no había alegría, solo un rastro de melancolía. Entonces lo besó. Rápido, un roce apenas, como quien guarda algo precioso antes de perderlo.
Y luego se separaron, cada uno tomando un camino distinto.

Cuando Astrid llegó al patio, aun ajustándose los brazales para mantener la excusa de "haber entrenado sola", escuchó una voz grave tras ella.

—Lady Hofferson.

Se dio la vuelta con calma. Einar.

El hombre la observaba con los ojos entornados, cruzado de brazos, ese aire de desconfianza flotando entre sus palabras.

—¿Dónde estabas?

—Revisando las rutas de patrullaje al sur —respondió sin dudar—. ¿Hay algún problema?

Él entrecerró los ojos. Caminó en su dirección como un ave de rapiña.

—No... todavía no. Pero sería prudente que no confíes tanto en los recién llegados. En especial en ese tal Harald. Tiene las manos demasiado limpias para ser un simple herrero.

Astrid sostuvo su mirada sin pestañear.

—¿Acaso me estás diciendo cómo hacer mi trabajo?

Einar sonrió, de forma casi desagradable.

—Solo recordándote lo que está en juego si confías en la persona equivocada.

Ella apretó la mandíbula y no respondió. Lo dejó ahí, solo, con su veneno.

Mientras tanto, Hipo ya había regresado a la posada, fingiendo estar reparando una vieja cerradura del comedor. Cuando Brutilda entró, fingiendo buscar clavos, se le acercó rápidamente.

—¿Todo bien?

—Nos separamos a tiempo. Pero... Einar la vio llegar —dijo él en voz baja—. La está vigilando.

Brutilda se encogió de hombros con calma, pero su mirada era seria.

—Entonces tendremos que movernos con más cuidado.

Hipo miró por la ventana. El cielo se oscurecía. Y aunque el recuerdo del beso aún lo ardía en los labios... ya no había calma. Solo la certeza de que los estaban rodeando.

。゚•┈୨♡୧┈•゚。

 

Chapter 8: 8. El Banquete de la Guerra

Chapter Text

Tres días habían pasado. Astrid e Hipo se habían estado viendo en secreto durante ese tiempo, robando momentos furtivos entre sombras, compartiendo miradas cargadas de deseo y promesas silenciosas. Pero el día del ataque ya estaba cerca. Viggo había organizado una cena para cerrar esa jornada y dar paso a lo que vendría.

Hipo se obligó a concentrarse en el plan de ataque: repasaba posiciones, rutas, cada detalle como si no hubiese nada más rondando su mente. Pero sí lo había. Había algo... alguien.

Esa noche, por fin, compartirían la mesa con Viggo Grimborn. El líder apenas salía de su cabaña desde su llegada, concentrado en planear su propia defensa contra los jinetes. Solo Tacio y Tilda lo veían a diario al llevarle la comida, y gracias a lo que oían y contaban, Hipo ya tenía lista su estrategia. Solo quedaban dos días.

Antes de partir hacia la cena, Hipo fue claro con todos:

—Actúen con naturalidad. Venimos de Hekern. Conocemos nuestras islas y poco más. Mantengan la historia. Nada de nombres, ni errores. —Los miró, uno por uno—. Esta noche enfrentamos al enemigo en su propio territorio. Sin armas, sin dragones... solo con palabras.

Habían acordado que esa cena sería un ejercicio de absoluta discreción, un momento para cumplir su papel sin revelar lo que había surgido entre ellos. Pero cuando la noche llegó, y sus miradas se cruzaron desde extremos opuestos de la mesa, supieron que sería imposible ocultarlo.

Las antorchas chispeaban contra los muros de piedra y proyectaban danzas temblorosas sobre las caras de los comensales. La mesa de roble, ancha y sólida, parecía un campo de batalla disfrazado de cena.
Había carnes asadas, raíces con especias, pan oscuro, jarras de hidromiel. Las risas de los gemelos cortaban la tensión como dagas escondidas en terciopelo. Pero el ambiente era más prueba que festejo.

Viggo Grimborn estaba en el centro, erguido, inexpresivo como una figura tallada en guerra.
A su izquierda, Astrid. Silenciosa desde que entró. Vestía con la sobriedad de su linaje, sin adornos, sin exceso. Y aun así... Hipo no pudo evitar mirarla. Como que con su mirada podía expresar lo hermosa que el la veía.

Ella había intentado no mirarlo, pero era inútil, lucia como un príncipe de cuentos, mejor de lo q Einar con toda esa ropa elegante, y ella le regalo una sonrisa, el también. Y lo notaban.

A su derecha, Ryker, el hermano menor de Viggo, cortaba la carne con movimientos pulidos. Vigilante. Más allá, Einar bebía con lentitud, la copa girando entre sus dedos, la sonrisa clavada como un anzuelo mientras observaba a Harald.

Bjarne saludó al grupo con la misma cortesía de siempre, correcto, amable. Astrid asintió en silencio, su rostro tan sereno que parecía vacío... pero solo quien la conocía de verdad podía notar la tormenta contenida tras sus ojos.

Cuando llegó el turno de saludar a Hipo, ella apenas murmuró su falso nombre:
—Harald.
Una sola palabra. Seca, distante. Pero sus ojos tardaron un segundo de más en apartarse de los suyos. Un segundo que ardió.

Hipo inclinó la cabeza en señal de saludo.
—Astrid —respondió, con un tono tan neutro que parecía indiferente. Pero sus dedos se cerraron brevemente bajo la mesa, como si contuviera algo más que una respuesta. Como si su cuerpo hablara lo que su boca no podía decir.

Bjarne observó la escena en silencio. Luego, con una precisión nada casual, ocupó el asiento justo frente a su hermana. Un lugar estratégico. Siempre entre ella y Harald. Siempre alerta.

¿Acaso temía algo que aún no les había contado?

"Mantén a tu hermana lejos de él."
La voz de Einar volvía como un eco oscuro en su mente.
"Si veo a Astrid acercarse a Harald... o a él acercarse a ella, lo tomaré como traición. Y créeme, Bjarne... tú sabes lo que Viggo hace con los traidores."

Einar no había levantado la voz. No lo necesitaba. Sus ojos lo decían todo.
"Tu familia dejará de ser útil. Y si no son útiles... tampoco son necesarios."

Desde entonces, Bjarne se mantenía firme, siempre en medio, vigilante. No por celos, ni por rabia. Por miedo. Por protección.
Porque sabía que una sola mirada malinterpretada podía ser el comienzo del fin para todos.

La gran sala estaba llena de voces, risas, el eco de copas chocando... pero para Hipo, el único sonido que importaba era la voz grave y autoritaria de Viggo. Sabía que ese momento llegaría. No podían seguir fingiendo indiferencia.

Viggo, sentado al centro de la mesa como un rey sin corona, tenía la capacidad de dejarlo sin aliento con una sola mirada. Pero Hipo no podía permitirse ceder. No ahora. No cuando la jugada ya estaba en marcha.

Entonces, Viggo alzó su copa:

—Ha pasado casi un mes desde su llegada a Iseldur —dijo, y sus ojos recorrieron lentamente a Hipo, Patapez, Patán, Tacio y Tilda—. Me pareció justo compartir una cena antes de iniciar nuestros planes. Saber con quién compartimos esta guerra. Conocer a quienes caminan a "nuestro lado".

Hipo apenas lo miró, pero su mente ardía. ¿Cómo podía un hombre como Viggo hablar de caminar juntos cuando todo lo que había hecho era manipular, conquistar, aplastar? Para él, todos eran piezas de un tablero. Y ese era su reino.

Hipócrita.

Tuvo que tragar el asco. Se obligó a no mostrarlo.

—Un gesto noble —dijo con voz medida, como quien ha lidiado con hombres peligrosos antes—. Más aun viniendo de alguien tan ocupado.

Viggo sonrió con sutileza. Una sonrisa afilada, como de alguien que ya cree haber ganado.

—El tiempo se encuentra... si el juego lo exige.

Hipo sostuvo la mirada sin pestañear. Esa sonrisa no le decía nada. Todo en Viggo era estrategia.

Tacio soltó una broma al oído de su hermana, provocando la risa breve de los gemelos.

—Sigrid dice que, si la estrategia requiere más postres, se sacrifica —dijo él, divertido.
—Una mártir admirable —respondió Ryker con sequedad elegante.

Pero el clima no se aligeró. Era como si la risa flotara sobre un campo minado.

Viggo tomó la palabra otra vez.

—Harald... nunca contaste mucho sobre tu pasado. ¿Qué hacías antes de llegar aquí?

Una pregunta directa. Una trampa. Hipo lo supo de inmediato. Lo estaban tanteando, buscando grietas.

—Forja y comercio —respondió, sin titubeos—. Caravanas al este. Aprendí a leer mapas, hombres... y metales. El hierro enseña cosas que los libros no.

Esa respuesta le costó más de lo que parecía. No por el contenido, sino por el contexto. Por tener que decirla frente a Viggo. Frente a Einar.

Y Astrid.

Ella no lo miraba. No lo había hecho desde que entró. Pero Hipo podía sentirla. Como una brasa bajo la piel.

Desde que se sentaron, no habían cruzado más de tres palabras. Y, aun así, todo lo que no decían estaba presente.

Y Einar lo sabía.

Lo notaba. Lo olía. Como un perro acechando la debilidad ajena.

"Si Astrid se acerca a ese forastero... o él a ella, lo tomaré como traición."
"¿Quieres ver cómo Viggo decide que tu familia sobra, Bjarne?"

Las palabras de Einar aún zumbaban en la mente de su hermano. Por eso Bjarne no soltaba a Astrid ni un segundo. Siempre entre ella y Harald. Siempre alerta. Siempre protegiéndola... aunque eso significara separarlos.

—¿Y el poder? —preguntó Einar, con la sonrisa torva que usaba cuando quería provocar—. Aquí eso es lo que importa. No el metal. La habilidad para sostener tu lugar... y sobrevivir en él.

Astrid bajó la mirada.

Hipo respondió con calma:

—El poder sin causa es solo ruido. Bonito, pero hueco. Yo prefiero el filo.

—¿Y tú tienes ambos? ¿Filo y propósito?

—Eso dicen —respondió él, con una sonrisa ligera.

Y entonces, sus ojos se cruzaron con los de Astrid. Solo un segundo. Pero bastó. Fue como abrir una herida mal cerrada.

Ella apartó la mirada. Demasiado rápido.
Y Einar lo vio.
Por supuesto que lo vio.

Ella no había probado bocado.

Los sonidos de la cena se convirtieron en un murmullo distante. El único pulso real en la mesa era esa tensión entre ellos. La mirada que no debía durar. El silencio que decía demasiado.

Y entonces llegó el ataque.

—¿Te resulta interesante nuestra Astrid, Harald?

Silencio.
La mesa entera se congeló.

—Einar... —advirtió Bjarne, en voz baja.

Pero Einar sonreía.

—Solo quiero entender a nuestro invitado. ¿Qué busca exactamente? ¿Oro? ¿Un trono? ¿O un trofeo disfrazado de guerrera?

Astrid se tensó. El aire se volvió pesado.

No por Harald. Por Einar.
Otra vez ese tono. Otra vez hablando por ella. Como si le perteneciera.

Y, aun así, Astrid no dijo nada. No podía.
Porque si lo defendía, lo condenaba.
Y eso dolía.

Harald limpió sus dedos con calma.

—Mi interés está donde debe: en la causa. En la victoria. No en posesiones. Y menos en tomar lo que no me pertenece.

La frase cayó como un martillazo.
No la usó como escudo. No la reclamó como suya. Solo la respetó.

Y eso fue peor. Porque la desarmó.

Astrid lo miró. No pudo evitarlo. Ya no.

Esa mirada suya, limpia, sincera, clara...
Y en ella estaba todo lo que no podían decir.

—¿Y Astrid es parte de esa causa? —insistió Einar, venenoso—. ¿O solo otro trofeo que quieres añadir a tu colección?

Harald lo miró. No como un rival. Como alguien que no entiende nada.

—Hay una diferencia entre conquistar... y merecer, Einar. Tú pareces haber olvidado cómo se gana algo sin imponerlo.

Y entonces añadió, sin cambiar el tono:

—Además, tú también eres un invitado aquí. Como yo.

—Cuida lo que dices.

—¿Por qué? ¿Temes que sea cierto?

Einar se tensó. Sus nudillos crujieron.

—Estás sentado en mi mesa, extranjero.

—Estoy sentado en la mesa de Viggo. Aquí tú y yo somos iguales. Solo que yo no tengo que amenazar para que me escuchen.

Astrid contuvo el aliento. Esa última línea... fue para ella. Solo para ella.

Viggo intervino al fin. No alzó la voz, pero su presencia bastó.

—Einar.

Todos lo miraron.

—Si tienes asuntos personales, resuélvelos fuera de mi mesa. Aquí no se humilla. Aquí se escucha. Y se observa.

Einar no respondió. No se atrevió.

—No hay problema, señor Grimborn —añadió Harald, con calma peligrosa—. Me halaga recibir tanta atención.

Tacio carraspeó. Patán murmuró algo sobre el pan. La tensión no se disipaba, pero nadie se atrevió a continuarla.

Y en ese silencio, Hipo sabía que había ganado algo más que respeto.

Había protegido a Astrid.

Él sostuvo su mirada. No como un enamorado más. Como un herrero que mide el calor exacto antes de golpear el acero.

Y eso, para él, ya era una victoria.

。゚•┈୨♡୧┈•゚。

La cena con Viggo había terminado hacía apenas una hora, pero el sabor amargo aún le pesaba en la boca.

Astrid caminaba sola por los pasillos de piedra, el manto recogido sobre los hombros, el ceño fruncido. Acababa de revisar los mapas de defensa y quería concentrarse en eso, solo en eso. Pero no podía.

No desde la cena. No desde él.

Durante toda la noche, no pudo apartarlo de su mente.
La forma en que había hablado, cómo la había defendido sin levantar la voz, pero con cada palabra. Cómo se las ingenió para cubrirla sin que nadie sospechara.
Y todo eso sin romper el disfraz. Sin romperlos a ellos.

Dioses... cómo lo adoraba.
Se sentía como una idiota enamorada. Y no le importaba.

Sintió una presencia antes de verla.
Una sombra que caminaba a su lado.
Una brasa encendiéndose en su pecho.

Una mano rozó su brazo, suave pero firme. Instintivamente se giró, el puño medio alzado.

—¿¡Quién es el idiota...!?

—¡Astrid, soy yo! —Hipo levantó ambas manos, retrocediendo un paso con los ojos abiertos.

Ella bajó el puño, respirando agitada.

—¿Qué crees que estás haciendo? —susurró enojada, más molesta consigo misma por la reacción que con él.

—Perdón... no quería asustarte —dijo él, con sinceridad—. Solo... quería verte. Saber si estabas bien. Nada más.

Astrid volvió la vista al frente. Su expresión, firme.

—Esto es justo lo que temía... —murmuró—. Ahora Einar no te va a dejar en paz.

—¿Y eso debería asustarme? —replicó Hipo, más suave esta vez—. Te prometí que iba a protegerte... incluso de él. Y, según ellos, lo hubiera hecho por cualquiera. Pero la verdad... solo lo haría por las personas que me importan.

Ella lo miró. Le costaba hacerlo... porque sabía lo que significaban esas palabras.

—¿Y ahora yo te importo?

Hipo no respondió con palabras.

Solo la tomó por la cintura y la besó. Fue un beso sin freno, apasionado, como si todo lo que no habían dicho se deshiciera ahí, en sus labios.
No se separaron hasta que les faltó el aire.

Cuando lo hizo, Astrid jadeó suavemente, el corazón latiéndole con fuerza.

—¿Esa es tu respuesta?

—Sí —susurró él, sonriendo con un dejo de desafío—. Y al idiota de Einar... déjamelo a mí. Sé cómo tratar con los de su tipo.

Ella intentó no sonreír, pero no pudo evitarlo.

—No dejes que te afecten sus palabras. Tú no eres como ellos. No tienes oro, ni títulos aquí... pero eres más valiente que todos ellos juntos. Para mí, eso vale más que cualquier cosa.

Él se tensó.
Esas palabras... lo conmovieron más de lo que podía admitir. Porque si ella supiera quién era realmente... si supiera lo que ocultaba... Ay dioses si su padre se enteraba de lo que había hecho... Lo desheredaba.

Era el heredero de Berk.
Lo tenía todo.

Y al mismo tiempo, estaba dispuesto a dejarlo todo... por ella.

Pero ¿cómo hacerlo sin romperle el corazón?

Respiró hondo. No se movió.

—¿Estás bien? —preguntó ella, al notar que se había quedado callado.

Él la miró con cuidado, con ternura.

—Sí... solo... me quedé pensando.

Astrid tragó saliva. Dio un paso atrás, como si tuviera miedo de lo que vendría.

—¿Te arrepientes de esto?

Hipo abrió los ojos, sorprendido. ¿Cómo podía pensar eso?

—No —dijo con firmeza—. No, nunca. ¿Tú sí?

—No quiero que te hagan daño por mi culpa.

—He hecho muchas cosas en mi vida que podrían ser errores... —dijo él con una sonrisa suave—. Pero ninguna de ellas eres tú, Astrid. Después de Chimuelo... tú eres lo mejor que me ha pasado.
Y sin duda alguna, me haces feliz, General Hofferson.

Ella lo miró. Había ternura, pero también fuerza en su mirada.
Y esta vez fue ella quien lo besó.

Un beso más lento. Más íntimo. No era una explosión... era una promesa.

Pero antes de que pudiera durar más, unas voces rompieron el silencio. Dos aldeanos cruzaron el pasillo, hablando entre ellos.

Astrid se separó rápido, bajando la mirada.

—Creo que... es mejor que me vaya a casa —susurró.

—Nos vemos mañana... milady —respondió él con una media sonrisa.

Se alejaron en direcciones opuestas.
Pero justo antes de que Astrid doblara la esquina, se giró.

Él seguía ahí. Viéndola.

Y le regaló una última sonrisa.
Él se la devolvió. Sencilla. Honesta.

Como un herrero que mide el calor antes de golpear el hierro. Con paciencia. Con certeza. Con amor.

Y sin saberlo... no estaban solos.

Desde la sombra más oscura del callejón, alguien había observado toda la escena. Y no sabia si debía quedarse callar.

。゚•┈୨♡୧┈•゚。

Al día siguiente, la neblina cubría la isla como un velo espeso, envolviendo todo en un gris profundo. Las olas golpeaban las rocas con fuerza, como si el mar presintiera la tormenta que estaba por desatarse.

Los guerreros se movían con urgencia, las armas brillaban bajo la humedad, y los planos de ataque ya estaban listos. Pero para Thyra, lo importante no estaba sobre la mesa de estrategias, sino en lo que se movía entre las sombras. Entre miradas.

Venía de una misión de caza junto a Kael, el recién llegado y viejo amigo de Astrid. Traía información clave... pero algo más llamó su atención apenas puso pie en la base: el silencio que rodeaba a Harald.

Lo vio de pie entre el bullicio, estático, con los ojos fijos en una sola dirección.

Astrid.

Thyra no lo pasó por alto. Se acercó en silencio, observando desde las sombras. Entre Harald y Astrid no hubo palabras, solo una mirada que decía demasiado. Desde la conversación de anoche, ambos parecían llevar algo clavado en el pecho.

Astrid no había podido dormir.
Recordaba el beso.
"Esa fue tu respuesta..."
La frase aún le quemaba en los labios. Se odiaba por cómo lo pensaba, por cómo lo deseaba. Por sentirse tan... vulnerable. Ella, la que juró jamás enamorarse, ahora estaba perdida por alguien que apenas conocía... y, sin embargo, sentía como si lo conociera desde siempre. Si él le pidiera que huyeran, lo haría sin dudar. Y eso... eso la aterraba.

Nunca había sido tan feliz.
Y nunca había tenido tanto miedo.

Hipo tampoco durmió. Paseó con Chimuelo, quien no tardó en burlarse de su estado con un gruñido bajo.
—Se te nota... —parecía decirle con los ojos entrecerrados.

Pero Hipo no podía permitirse sentir nada. Estaba infiltrado, su misión era destruir esta isla. Y, aun así, no podía sacársela de la cabeza. Verla... lo desarmaba por completo. Cuando Astrid estaba cerca, todo lo demás desaparecía.

Su padre siempre dijo que terminaría casado con Camicazi, su amiga de la infancia.
Pero ella siempre fue solo eso: una amiga.
Astrid era diferente. Podía ser su aliada, su igual, su todo.
Y él... él lo dejaría todo por ella.
El problema era que aún no se atrevía a contarle quién era.
Y cuando lo hiciera... ¿ella seguiría queriéndolo?

Thyra lo notó todo.
La forma en que él la miraba.
La forma en que ella lo evitaba... pero volvía a mirarlo de reojo.
Como si ambos se estuvieran construyendo un mundo propio en silencio.

Y entonces, notó algo más.

Kael también miraba a Astrid.
Y no como un amigo.

Thyra se tensó. Una chispa se encendió en su interior. Primero Einar, ahora Kael, y ese tal Harald... todos giraban alrededor de Astrid. Siempre Astrid.

Se acercó con paso firme, hasta que la tuvo de frente.

—¿No te has dado cuenta? —dijo, con voz baja, casi amable. Pero había veneno en sus palabras.

Astrid se giró, sorprendida.

—¿De qué hablas?

Thyra alzó una ceja.

—De que por más que intentes fingir que no te importa... todos los hombres en esta isla parecen seguirte como perros. Einar. Kael. Y ahora ese tal Harald.

Astrid frunció el ceño, incómoda.

—No sé de qué hablas.

—Claro que sí. Pero si tú no sabes qué hacer con toda esa atención —continuó Thyra, dando un paso más cerca—, yo sí.
No me molestaría ocupar el lugar que tú desprecias.

La miró de arriba abajo con intención, y luego sonrió.

—Además... creo que Harald no está nada mal para mí. ¿Qué opinas?

Astrid apretó los labios.
Esa provocación la había sentido.
Y no estaba dispuesta a ignorarla.

。゚•┈୨♡୧┈•゚。

 

 

 

Chapter 9: 09. El precio de un Secreto

Chapter Text

La madrugada avanzaba despacio, cubierta por la neblina, como si la isla se negara a despertar del todo.

Astrid se había apartado del resto, buscando aire. Silencio. Algo que la ayudara a entender por qué las palabras de Thyra seguían retumbando en su cabeza.

"No me molestaría ocupar el lugar que tú desprecias..."

Cerró los ojos. No, eso no era verdad. Ella no lo despreciaba. Tal vez la atención de los demás le importaba lo más mínimo. Nunca se había considerado la persona más atractiva del mundo, y le daba igual. Pero Harald no era como los demás. Y no, no lo despreciaba. Lo amaba. Solo que no podía decirlo en voz alta.

"Harald..."

"Además... creo que Harald no está nada mal para mí. ¿Qué opinas?"

¿Qué opino? Opino que eres una maldita perra.

Un crujido de ramas la hizo girar. Era Kael.

—Al fin te encuentro —dijo, con voz baja.

Astrid apenas asintió, sin mirarlo directamente. Desde que habían bajado de la misión no habían intercambiado una sola palabra. Kael tampoco lo había intentado, y siendo honesta, ella ni siquiera se había dado cuenta. No podía verlo aún sin sentir cierta incomodidad. Antes de irse, él había intentado confesarle lo que sentía. Pero ella... no sentía lo mismo. Y no quería perder su amistad por eso. Por eso lo evitaba.

—¿Estás enojada? —preguntó él, deteniéndose a unos pasos.

—No. Para nada. Bienvenido.

—¿Molesta, entonces?

—No, Kael. Solo... estoy cansada.

Él entrecerró los ojos.

—No me has dicho ni una palabra desde que llegué. ¿Hice algo? Mira, si es por lo que pasó antes de que me fuera...

—No. Todo bien. Amigos —respondió rápido, casi atropellando sus propias palabras.

Astrid respiró hondo. No era culpa de él, y lo sabía. Pero tampoco podía contarle la verdad. Ni siquiera una parte.

—No tienes que sentirte incómodo conmigo —dijo Kael, bajando un poco la voz—. De verdad.

—No es eso. Estoy enredada con cosas. Nada que ver contigo.

Kael se acercó un poco más.

—¿Puedo abrazarte... o también eso está prohibido ahora?

Antes de que Astrid pudiera responder, él ya estaba encima. La envolvió con fuerza, como si estuviera saludando a una vieja amiga después de años. Y sí, en teoría lo eran. Pero el abrazo duró más de lo necesario, más de lo que era cómodo, más de lo que su corazón aguantaba sin sentirse traidora. Porque él no era a quien quería abrazar en ese momento.

Astrid se tensó.

—Kael... —dijo, suave, intentando apartarse.

Él la sostuvo un segundo más, como si no quisiera soltarla. Como si tuviera miedo de que ella se fuera por completo.

—Te extrañé —murmuró contra su cabello.

Entonces, ella se apartó del abrazo con más decisión. No con violencia, pero sí con firmeza. No podía permitir eso. No cuando estaba con Harald, a ella le molestaría si Thyra intentara hacer eso...

Y cuando giró la cabeza, su corazón se detuvo por un segundo.

Harald estaba allí.

A unos metros. Sosteniendo una caja llena de armas, al parecer volviendo a la herrería.
La flor que había recogido... ya no estaba en su mano.

No dijo nada.

Solo la miró.

Y se fue.

Astrid sintió cómo algo se le rompía dentro. Quiso correr tras él, gritarle que no era lo que parecía. Pero... ¿cómo hacerlo sin revelar todo?

"Todos giran alrededor de ti como perros..."

"Y tú no sabes qué hacer con toda esa atención..."

La voz de Thyra volvió a taladrarle la mente. Por un segundo, dudó.
¿Estaba jugando con los sentimientos de todos sin querer?
¿Y si Harald empezaba a creer que realmente no era suficiente para ella?

Justo entonces, Yrsa, su hermana menor, apareció por el sendero. Traía dos trozos de pan y una manzana mordida.

—¿Qué pasó? —preguntó, viendo a Astrid en silencio y a Kael con el ceño fruncido.

Pero su mirada siguió la dirección de la de Astrid.

Y entonces lo vio.

A Harald, alejándose solo, con la espalda tensa y los puños cerrados.

Yrsa bajó la vista, luego apretó la mandíbula.

Se acercó a Astrid con cautela.

—Hermana... ¿podemos hablar? Tengo un problema. —Bajó un poco la voz—. A solas —agregó, mirando a Kael con intención.

—No te preocupes, pequeña Yrsa —dijo él, forzando una sonrisa—. Yo ya me iba. Fue un placer verte de nuevo, Astrid. Espero que podamos desayunar juntos luego.

—Bueno —respondió Astrid, sin mucha emoción.

Siguió a su hermana en silencio, hasta alejarse lo suficiente. Yrsa fue directa, como siempre.

—¿Es tu novio, verdad?

Astrid se detuvo.

—¿Quién, Kael? No, para nada.

—No me refería a Kael. Sé que no te gusta. Hablaba del otro... el guapo de los ojos bonitos y pierna de metal.

Astrid parpadeó.

—¿Quién?

—El herrero. El que tiene apellido de dragón.

Astrid sintió que se le detuvo el corazón, su rubor se expandió por toda su cara. ¿Cómo lo sabía?

—No sé de qué hablas.

—Harald. Los vi besándose anoche. Papá me mandó a buscarte porque te estabas tardando mucho...

Astrid se quedó muda.

—Tranquila. No voy a decir nada. Será nuestro secreto.
—...¿Y qué quieres a cambio? —preguntó Astrid, entrecerrando los ojos.

—Que me des tus postres en la cena. Siempre. Sin protestar.

Astrid soltó una risa baja.

—Pequeña estafadora... Está bien.

Yrsa sonrió.

Luego, con un tono más serio, dijo:

—Oye... quizás deberías hablar con él.

Astrid la miró, con los ojos cargados de algo que no se atrevía a nombrar... sabía que debía hablar con él... Pero en esos momentos no podía, todos lo notarían.

Yrsa suspiró.

—No por ti. Por él. Se le veía mal luego e verte abrazando a Kael.

—Lo haré más tarde. Si alguien me ve hablando con él, podría correr peligro.

—¿Por el idiota de Einar?

—Sí. Anda a casa, Yrsa. Y gracias. No le digas nada a Bjarne.

Yrsa solo asintió, y se alejó de nuevo.

Y el silencio volvió a cubrir la isla.

。゚•┈୨♡୧┈•゚。

Hipo no había cerrado los ojos en toda la noche. Ni un solo instante.

Intentó refugiarse en el bosque, entre los dragones, buscando la calma que sus propios pensamientos le negaban. Pero ni siquiera el arrullo de Chimuelo, que roncaba a su lado con una paz casi insultante, logró apaciguar la tormenta en su interior.

El techo oscuro parecía aplastarlo mientras la ansiedad le devoraba el pecho. La batalla que se avecinaba, la mentira que sostenía cada palabra, cada gesto... Todo se acumulaba, como piedras pesadas sobre su alma.

Tenía que contarle la verdad.
Ya no podía seguir fingiendo, ni ocultar quién era realmente. Cada día que pasaba era más difícil mantener el disfraz, y cada palabra no dicha se clavaba en su pecho como un cuchillo.

Quería decirle todo.
Decirle que no era solo Harald, el misterioso herrero recién llegado a la isla.
Que en realidad se llamaba Hipo, y que había llegado con un propósito oscuro: traicionar ese lugar.
Pero no podía.

No después de haberla conocido.
No después de cada beso.
No después de haberse enamorado de ella.

Antes del amanecer, se levantó con cuidado. Se envolvió en su capa, tomó su cuchillo —más por costumbre que por necesidad— y salió en silencio, sin querer despertar a nadie. Solo quería verla, estar cerca aunque fuera un instante, darle fuerzas. Quizás rozar su mano sin que su temblor delatara todo lo que sentía. Quizás decirle, en un susurro, que la amaba. Aunque fuera una locura.

Pero llegó tarde. Los nuevos cazadores habían desembarcado antes de lo previsto, y el taller lo absorbía por completo.

Esa mañana, había buscado una flor perfecta, simple, sin pretensiones. Como él. Una flor para confesarle lo que no se atrevía a decir con palabras, para ofrecerle un pequeño refugio de esperanza antes del ataque.

Al verla en el claro, rodeada de cazadores, dando órdenes con la autoridad que siempre había admirado, sintió que el caos dentro de él se calmaba un poco. Solo necesitaba encontrar el momento adecuado para acercarse.

Hasta que vio a aquel tipo.

Demasiado cerca.

—Al fin Kael se le hará con Astrid —dijo uno de los cazadores con tono burlón, limpiando su hacha.
—Ya sabía que esos dos terminarían juntos —respondió otro, cruzándose de brazos—. ¿No le basta con Einar? Ese también babea por ella.
—Que gane el mejor, entonces —replicó el primero con una sonrisa torcida.

Hipo sintió que la sangre le hervía. No dudaba de Astrid, no creía que ella le fuera infiel ni nada por el estilo. Pero verlo así, con Kael tan cerca, le revolvía el estómago. No le gustaba, y no podía evitarlo.

Con el corazón latiendo más rápido, se acercó un poco más. Sabía que debía controlarse, que no podía dejar que los celos lo dominaran. Pero entonces Kael puso el brazo sobre los hombros de Astrid y la abrazó.

Y en ese instante, el fuego dentro de Hipo se volvió una llamarada.

Hipo se quedó congelado, como si el suelo se hubiera abierto bajo sus pies. Primero sintió un nudo en el estómago que se le apretaba con fuerza, y luego un dolor punzante en el pecho, como si algo se rompiera por dentro.
El impulso de avanzar, de acercarse, se detuvo. Quedó inmóvil, prisionero de sus propios temores.
¿Era esto lo que había estado evitando toda la noche? ¿El miedo a no ser suficiente era real después de todo?

La flor, delicada y perfecta, resbaló lentamente entre sus dedos y cayó sin ruido al barro oscuro.
Sin emitir palabra alguna, dio media vuelta y se alejó, con su caja de herramientas apretada contra el cuerpo.

Cada paso que lo alejaba de Astrid dolía como un golpe más. La imagen de aquel abrazo persistía en su mente, una punzada constante que le recordaba sus celos.
Debería haber intervenido, debería haberla apartado de Kael.

Pero no pudo.
No podía quedarse a ver más. No esa escena. No cuando había llegado con el corazón en la mano.

Quizás no era el momento para hablar. Ni siquiera para decir la verdad.

¿Morir de celos? Dioses, que sí. ¿Quién se creía ese idiota abrazando a su novia?

Hipo apretó los puños, intentando retener el nudo que le quemaba en la garganta.
—No puedo... —se susurró a sí mismo—. No puedo perderla.
Pero la verdad estaba ahí, enterrada en cada mentira que mantenía viva.
Y el tiempo se le acababa.
Porque mañana... la batalla decidiría todo.
Y él tendría que elegir qué lado salvar.

。゚•┈୨♡୧┈•゚。

El comedor hervía de vida. Las mesas estaban repletas de platos humeantes, risas, conversaciones cruzadas y alguna que otra carcajada. El crepitar del fuego acompañaba el bullicio, y la hidromiel fluía con generosidad.

En una de las mesas centrales, Hipo estaba sentado junto a Patapez, Tacio, Patán y Tilda.
Pero él parecía más silencioso que nunca.

La escena de esa mañana seguía reproduciéndose en su cabeza una y otra vez. Quería hablar con Astrid. Preguntarle quién era ese tal Kael. Ya sabía su nombre, pero no la historia. ¿Un ex? ¿Un amigo? ¿Alguien más? No sabía qué pensar... y eso lo estaba consumiendo.

—¿Estás bien, amigo? —preguntó Patapez, con una ceja levantada—. Llevas mirando ese estofado como si fuera a revelarte el sentido de la vida.

—Tal vez está practicando telepatía vikingo-gastronómica —bromeó Tilda—. Primera señal: ojos ausentes. Segunda señal: no responde ni cuando le hablas de Astrid.

Hipo les lanzó una mirada de soslayo, pero no pudo evitar sonreír levemente.
Si no miraba a su plato, la miraba a ella. Astrid.
Para su suerte, Kael no se había aparecido en el comedor. Aun así, él no encontraba el valor para acercarse a ella. Quizá estaría molesta por la forma en que se fue esa mañana...

Un carraspeo lo sacó de sus pensamientos.

—Amigo, se te va a enfriar.

—Estoy comiendo. Solo... no tengo mucha hambre. Vi algo que me quitó el apetito —respondió con fingida calma.

—¡Ah, claro! —saltó Patán—. ¿Y dime qué era? ¿Comiendo silencio? Porque eso es lo único que te has tragado esta mañana.

Las risas estallaron. Incluso Hipo soltó una leve risa nasal, negando con la cabeza.
Pero su sonrisa se desvaneció en el acto cuando la puerta se abrió.

Kael entró. Y con él, una chica pelirroja que Hipo no conocía.

El ambiente no cambió para los demás. Pero para él, sí.

Astrid, sentada en la mesa opuesta, levantó la vista justo cuando Kael se dirigía directamente hacia ella.

—Qué gusto verte de nuevo, Astrid —dijo Kael con una sonrisa cálida—. Justo estaba pensando en ti. No me esperaste para desayunar. ¿Puedo sentarme aquí?

Astrid sonrió con cortesía, una amabilidad que no le llegaba a los ojos. Sin quererlo, su mirada se cruzó con la de Hipo.

Y él la vio. La vio demasiado bien. Esa sonrisa educada, esa mirada fugaz... y también a Kael, tan cómodo, como si ese lugar le perteneciera.

Hipo sintió cómo se le tensaba el cuerpo. Apretó los puños.

Kael saludándola con tanta confianza. Astrid no alejándolo. ¿Desde cuándo se conocían tan bien?
¿Y por qué le dolía tanto verlo?

—Amigo, cálmate... vas a romper la cuchara —susurró Patapez, algo preocupado.

"Genial... No solo Einar, también este ahora. Todos la rodean como si fuera una presa que deben cazar... ¿Y yo qué soy? ¿Una sombra en la esquina?"

"Y lo peor... es que ella ni siquiera lo sabe. Ni siquiera sabe que Harald no existe."

Patapez le dio un ligero codazo, como diciendo "no seas idiota". Pero Hipo no lo notó. Mantuvo su postura, brazos cruzados, mandíbula relajada, mirada neutra. Como si nada pasara.

Pero por dentro, su mente era un torbellino.

"¿Desde cuándo son tan... cercanos?"
"¿Y por qué me importa tanto? Ella me quiere a mi también"

Entonces, sus ojos se encontraron con los de Astrid.
Un solo segundo.
Pero bastó.
Ella le sonrió.
Y él, pese a todo, le devolvió la sonrisa.

Solo en ese instante, los pensamientos se calmaron un poco.

Y fue justo entonces cuando Thyra cruzó la sala como si fuera su dueña.
Con paso firme, sin pedir permiso, se dirigió directamente a la mesa de Harald.

—Así que tú eres el famoso Harald —dijo Thyra, con una sonrisa descaradamente coqueta—. Soy Thyra, y he escuchado mucho de ti. Aparentemente eres muy popular entre las mujeres de aquí.

Hipo no la notó de inmediato. Su atención estaba fija en Astrid, sentada al otro lado del salón junto a Heather. La observaba con el ceño fruncido, como si pudiera protegerla con la mirada... o evitar que Kael se acercara demasiado.

—¿Siempre tan callado, o solo cuando estás observando a cierta rubia? —añadió Thyra, ladeando la cabeza con malicia.

Hipo salió del trance y la miró con frialdad. No era fanático de los coqueteos, y mucho menos de ese tipo. Pero, como siempre, mantuvo la compostura.

—No sé de qué estás hablando. Solo estoy comiendo.

—Ah... tan serio —sonrió ella, inclinándose peligrosamente sobre la mesa—. De esos me gustan.

Mientras tanto, Patapez, Patán, Tacio y Tilda intercambiaban miradas divertidas. Sabían que aquello se estaba poniendo interesante. Las bromas sobre Harald y Astrid empezaban a correr en voz baja.

—El día en que este se case, va a ser un show —murmuró Patán, mirando a Tacio, quien solo asintió con una sonrisa contenida.

—Harald, creo que ya terminamos de comer. Nos vemos más tarde —dijo Patapez, poniéndose de pie, y los demás lo siguieron con disimulo.

—dioses, esa chica está lanzada. Así o más directa, cuidado Astrid —comentó Tacio, riendo junto a Tilda.

—¿Por qué siempre se fijan en él y no en mí, que tengo dos piernas? —se quejó Patán.

Astrid, desde su mesa, observó la escena de reojo. Sus puños se cerraron con fuerza sobre las rodillas. Sus ojos estaban fijos en la comida, pero no podía concentrarse. Kael seguía hablando, pero ella ni siquiera lo escuchaba.

El zumbido de la voz de Thyra era como un aguijón constante. Pero lo que la atrapaba era esa sensación punzante en el estómago... rabia, celos... o tal vez miedo.

"Maldita perra... no te atrevas. Que ese pelo bonito va a quedar en mi puño si lo haces."

"¿Qué me pasa? ¿Por qué me siento así? No debería. Él no me ha prometido nada. No desconfío de él. Él me quiere."

Tenía miedo. Porque jamás se había sentido de ese modo. Cada vez que lo veía, todo lo demás desaparecía. Y ahora... ahora estaba ella. Thyra. Acercándose a Harald con esa mirada seductora.

El aire parecía más denso. Como si algo dentro de Astrid estuviera por estallar.

"No me molesta por él... me molesta porque ella lo hace tan fácil. Porque no le importa. Porque lo hace a propósito. Y yo... yo no puedo hacer nada."

Casi sin quererlo, levantó la vista. Y sus ojos se encontraron con los de Harald.
Solo un segundo.
Pero fue suficiente para que el corazón se le detuviera... y luego latiera con furia.
Y lo odió.
Lo odió por mirarla así. Por no hacer nada. Por dejarla sentir todo eso sin decir una palabra.

—¿Celosa? —preguntó Heather, con una sonrisa ladeada.

—Claro que no. Solo me molesta su actitud. Es... provocadora —respondió Astrid, fingiendo indiferencia.

Heather alzó una ceja, escéptica.

—Astrid, por favor. Si fueras un poco más honesta contigo misma...

Astrid no respondió. Pero su pecho ardía. No por lo que decía Heather. No por Kael.
Por ella. Por Thyra.
Porque lo que sentía por Harald no era solo atracción. Ni curiosidad. Era otra cosa.
Algo que dolía.
Algo que temía admitir.

Y sin saberlo, Harald sentía lo mismo.

Thyra seguía hablando, lanzándole insinuaciones, pero él ya no la escuchaba. Su atención estaba completamente en Astrid. En su gesto. En cómo evitaba mirarlo. ¿Estaba molesta con él?
Claro que sí.
Y lo entendió.
Se sentía igual que él con Kael.

Así que buscó una excusa.

Con la mirada, le pidió ayuda a Patapez, quien entendió al instante.

—Harald, Grettir te está esperando. Dice que estás tardando mucho.

—Mira que ese hombre sí es pesado —intervino Thyra con fastidio—. Dile que estoy ocupada con algo más interesante.

—No quiero problemas —respondió Harald, levantándose de inmediato—. Mejor voy. Fue un gusto, Thyra.

—El placer fue mío —dijo ella, con tono juguetón, lanzándole una última mirada seductora—. Espero verte de nuevo muy pronto.

Harald la ignoró, recogió sus cosas y se marchó.

—Me salvaste la vida —le dijo por lo bajo a Patapez cuando se reunieron fuera del comedor.

—Le devolviste la jugada a Astrid. Y no te creas que no sé lo que te pasa. Estás mal desde que Kael llegó.

—No quiero hablar de eso ahora. Luego... tal vez.

Y sin decir más, se fue rumbo a la herrería.

"Ella solo puede amar a alguien como él. No a alguien como yo. No al que llega mintiendo. No al que vino a destruir su mundo."

"Qué irónico, ¿no? La única persona que me importa... jamás podrá perdonarme si se entera de la verdad."

Y, sin embargo, no podía dejar de pensarla. De quererla.
Ambos callaban. Fingían no amarse frente a los demás, como si con eso bastara para evitar que el mundo se diera cuenta. Pero la tormenta —no la del mar, sino la de sus corazones— crecía con cada segundo, rugiendo en silencio dentro de cada uno.

Harald se había ido del comedor junto a Thor.

Thyra se fue, lanzando una última mirada a Astrid. Era una provocación descarada. Una declaración de victoria.
Astrid desvió la vista de inmediato, conteniendo el nudo de rabia que se le formaba en el pecho.
Luego sonrió con incomodidad y volvió a enfocarse en su comida. Como si nada hubiera pasado.

Heather lo notó todo, por supuesto.

—¿Ves? Definitivamente te molesta —dijo con tono neutro, sin juzgar, solo observando.

Astrid no respondió. No podía contarle. Pero su cara la delataba.

Mientras tanto, Kael servía una copa de hidromiel con tranquilidad, como si no fuera parte de nada. Pero en su sonrisa había algo que insinuaba lo contrario: él sabía que la tensión estaba por explotar.

Y entonces, algo que nadie esperaba.

Una mano se posó con firmeza sobre el hombro de Kael.
Era Einar.

—Kael —dijo en voz baja pero firme—. No te acerques demasiado a Astrid.

Kael giró ligeramente la cabeza, sin perder la sonrisa, aunque ahora había algo más cortante en ella.

—¿Perdona?

—Sabes lo que siento por ella. No hagas algo de lo que después te arrepientas.

Kael lo miró con calma. Y respondió con esa sonrisa que parecía inofensiva... pero estaba cargada de filo.

—¿Y si ella no siente lo mismo por ti? —preguntó con voz suave, casi burlona—. ¿Qué se supone que haga? ¿Quedarme callado y mirar desde lejos?

Einar no se inmutó. Su expresión seguía impasible, pero su tono se endureció aún más.

—No te lo digo por celos. Te lo digo porque no entiendes en qué te estás metiendo. Las cosas con Astrid no son simples. No juegues con fuego, Kael. Sabes que ella terminara conmigo.

Kael suspiró, levantando la copa con un gesto relajado.

—Me iré —dijo, con tono algo más serio—. Pero solo porque no quiero arruinarle la comida a ella.

Se puso de pie. Su sonrisa era más controlada ahora, más calculada. Casi como una advertencia silenciosa.

Astrid sintió el cambio de atmósfera de inmediato. El peso del silencio. La sensación de que todos la observaban, esperando su reacción.

Se sentía harta.

De las miradas.
De los juegos.
De que la trataran como un premio por el que todos compitieran.

No era un trofeo. No necesitaba que nadie la protegiera o hablara por ella.
Y, aun así...
Lo único que quería en ese momento era ver a Harald. Saber qué pensaba él. Saber si también lo estaba sintiendo todo como ella. Si Thyra no había ido con él. Esa ida no la dejaba respirar.
Lo cierto es que Harald se había ido. Y aunque agradecía que no hubiera visto la escena, una parte de ella quería alcanzarlo. Quería abrazarlo. Decirle algo.

Sin pensarlo más, se levantó de golpe.

—¿A dónde vas? —preguntó Einar, con su voz habitual, controlada, pero con una sombra de preocupación.

Astrid ni siquiera lo miró.

—Terminé de comer. Y quiero estar lo más lejos posible de ti.

。゚•┈୨♡୧┈•゚。

El aire fuera del comedor era frío, pero no tanto como el nudo que Astrid sentía en el pecho. Caminaba sin rumbo, guiada solo por un impulso: encontrarlo.

Y lo encontró.

Harald estaba en la herrería, solo, con las manos apoyadas sobre la mesa de trabajo. No hacía nada. Solo respiraba hondo, como si llevara horas conteniendo algo que amenazaba con romperlo.

La herrería estaba en penumbra. El calor de las forjas apagadas todavía flotaba en el aire. Una hoja a medio limar descansaba olvidada frente a él, pero su mente no estaba allí. Todo el día, cada mirada, cada palabra... seguía clavada en su piel.

De pronto, la puerta se abrió de golpe.

Astrid entró sin dudar.
Y cerró la puerta tras ella con firmeza. El sonido seco del pestillo cayó como una sentencia.

Harald levantó la mirada, confundido.
—¿Qué haces aquí? Alguien podría verte...

—Quería ver si no estabas mal acompañado —replicó ella, cruzándose de brazos.

Su tono no era de enojo... era peligroso.

—Puedo decir lo mismo. Estabas bastante cerca del tal Kael, ¿no? —respondió él con cautela.

—Y tú parecías bastante cómodo con Thyra. ¿Te cayó bien?

Astrid dio dos pasos hacia él. El aire entre ambos vibraba con electricidad.

—¿Te gusta cómo se te lanza esa víbora? ¿Eso quieres? Que alguien te mire como si fueras un trofeo.

Harald frunció el ceño.
—¿Qué? ¡No! Pero dime tú... ¿te molestó? Porque al menos yo no abracé a nadie.

Un segundo de tensión.

—No sabes nada —dijo ella, aunque su voz temblaba.

—Entonces cuéntame si no se nada, y a ti Thyra ¿por qué te importa? Sabes que a quien quiero es a ti ¿Son celos, Hofferson?

Ella lo miró fijamente, sin decir nada.
Luego dio otro paso.

—¿Y tú? ¿Estás celoso? No quieres que te diga que Kael no me interesa. Que ni siquiera pensaba contarte sobre él...

—No me importa —murmuró Harald.

—Entonces dímelo. Dime que no estás celoso —susurró Astrid, desafiante.

Harald cerró los ojos un instante. Su voz salió áspera, casi entre dientes.
—¿Quieres que te diga la verdad? Sí. Sí estoy celoso. Y me siento un maldito idiota. Porque nunca lo había estado. ¿Contenta?

Ella no respondió con palabras.

Lo besó.

Fue un beso rabioso, cargado de tensión, de miedo, de deseo contenido toda la mañana. El estallido inevitable de todo lo que no podían decir.

—Contenta —murmuró ella contra sus labios.

Y esta vez fue él quien la besó. Más intenso. Más necesitado.
La hizo sentarse sobre el borde de la mesa mientras sus manos la rodeaban con torpeza y urgencia. Sus labios bajaron a su cuello, y por un momento el mundo desapareció.

Pero entonces...

Un golpe seco contra la puerta los hizo separarse de golpe.

—¡Harald! —gritó alguien desde el otro lado—. ¿¡Estás ahí!? ¡El Jefe quiere verte! ¿Por qué cerraste la puerta?

Astrid retrocedió, el corazón desbocado.
Harald se pasó una mano por el rostro, pálido.

Los dos se quedaron quietos, como si el más leve suspiro pudiera delatarlos.

Astrid giró hacia la puerta. Quiso irse. Pero...

No había otra salida.

Sus ojos se encontraron. No necesitaban decir nada.

Si abrían esa puerta ahora... y los veían juntos...

Todo se arruinaría.

。゚•┈୨♡୧┈•゚。

 

Chapter 10: 10. Antes del Amanecer

Chapter Text

Si Hipo podía presumir de tener mala suerte, ese día superaba todo lo imaginable.

Bjarne seguía afuera, firme, como una sombra amenazante, esperando a que "Harald" apareciera.

"Maldito Viggo" murmuró Hipo entre dientes. "¿Por qué tenía que llamar justo ahora? ¿Qué demonios quería?"

Sabía que si Bjarne abría la puerta y los encontraba a él y a Astrid juntos, en cualquier situación comprometedora, estaba acabado. Y a ella tampoco le iría mejor.

"Hipo, piensa," se recordó, apretando los puños.

—Harald, ¿con quién estás ahí adentro? —la voz de Bjarne retumbó desde fuera, tensa y dura—. Si no sales, entro yo. No voy a esperar toda la eternidad.

—Ya voy, Bjarne —respondió Hipo, fingiendo calma—. La cerradura está atorada, estoy buscando la llave, un momento más.

El corazón le latía con fuerza.

Astrid, temblando, susurró:

—¿Qué hacemos? ¿Cómo le voy a explicar esto? Si Bjarne entra y nos ve juntos, estoy perdida... Y tú también.

Ella tenía razón. Apenas se habían separado cuando escucharon a Bjarne gritar. Si los descubría encerrados, no habría manera de negar nada. Y peor aún, si averiguaba lo que realmente estaban haciendo...

—Escóndete en el armario —ordenó Hipo bajito—. Nadie mira ahí. Yo distraeré a Bjarne. Tienes que salir antes de que Grettir regrese del desayuno.

Astrid asintió, aunque con los ojos llenos de miedo.

—Lo siento mucho, Harald. No quería ponerte en esta situación... Pero no podía callarme. No tienes que sentir celos de Kael. Yo te quiero a ti.

—Y yo a ti —murmuró Hipo, frustrado consigo mismo—. Debí hacer algo para que Kael te dejara en paz. Tirarle algo, hacerle caer la caja de armas... Pero estaba demasiado furioso. Esa imagen no me la saco de la cabeza.

—Hablamos luego, ¿sí? —dijo Astrid, y sus labios se encontraron en un último beso antes de que cerrara la puerta del armario.

Hipo se aclaró la garganta y abrió la puerta lentamente.

Bjarne cruzó el umbral sin permiso, con el ceño fruncido y los brazos cruzados, mirando cada rincón con ojos de halcón.

—¿Estabas con alguien, Harald? ¿Por qué estaba la puerta cerrada? —su voz era un filo.

—¿Qué? No, con nadie —respondió Hipo, tragando saliva—. Solo olvidé dónde puse la llave. Estaba nervioso por terminar las armas para mañana, supongo.

Bjarne no se mostró convencido. Hipo sabía que no toleraría sorpresas que involucraran a su hermana. Por dentro, sentía cómo la tensión crecía, cada segundo sumaba al riesgo de que la verdad saliera a la luz.

Entonces, algo pequeño llamó la atención de Bjarne: un broche azul asomaba entre papeles en el suelo.

Lo levantó, frunciendo el ceño.

—¿Qué es esto? —preguntó, mirando fijo a Hipo.

Desde el armario, Astrid sintió un escalofrío recorrer su espalda. Era suyo, se lo había quitado Hipo mientras se besaban.

Se mordió el labio, temiendo lo peor.

—Es un broche de mi hermana —dijo Bjarne, la desconfianza clavada en la mirada—. ¿Por qué lo tienes aquí? ¿Estabas con ella?

Hipo tragó saliva, pero no titubeó.

—¿Tú hermana? Ah eso. Me pidió que le hiciera un colgante con el diseño de ese broche. Quería algo especial y acepté ayudarla. Por eso lo tengo.

Bjarne lo miró un largo momento, buscando una mentira.

Finalmente asintió y guardó el broche en su bolsillo.

—Está bien —dijo—. Pero si me entero de que me mientes, no saldrás vivo de esta. Sabes que no puedes salir con mi hermana. No solo yo lo prohíbo, Einar mataría a quien se le acerque.

—Lo sé perfectamente, Bjarne —respondió Hipo, con más enojo del que debía—. ¿Por qué permites que la traten como si fuera una posesión? No puedo escuchar esa estupidez.

—Bien, vámonos —sentenció Bjarne—. Viggo nos espera.

Salieron de la herrería sin más.

Astrid soltó el aire que había estado conteniendo, pero su corazón seguía latiendo a mil.

Hipo miró hacia atrás, la herrería se perdía en la penumbra. Habían estado demasiado cerca de ser descubiertos. Esperaba que nadie la viera salir.

Al llegar, Viggo lo esperaba impaciente en la entrada de su hogar.

—Llegaste tarde —dijo con una sonrisa torcida—. ¿Qué pasó, te atoraste con la puerta?

Hipo forzó una sonrisa, pero sabía que ese dia nada saldría como esperaba. No tenía idea de cómo acabaría todo.

。゚•┈୨♡୧┈•゚。

Astrid ya estaba a punto de irse, con el corazón latiendo con fuerza por lo que acababa de ocurrir. Con cuidado, tomó el broche azul que había quedado olvidado sobre la mesa. No podía dejar rastros, no ahora.

Justo cuando cruzaba la puerta, una voz profunda la detuvo.

—¿Qué haces aquí, Astrid? ¿Y dónde está Harald? Tenía mucho trabajo para él —preguntó Grettir, sorprendido de verla sola en la herrería.

Ella se congeló un instante, luego fingió calma y esbozó una sonrisa leve.

—Lo estuve buscando, pero no lo encontré —respondió rápido—. Tenía que entregarme un pedido importante, pero parece que se fue hace rato, porque acabo de llegar.

Grettir la miró con desconfianza por un segundo, pero encontró sinceridad en sus ojos.

—Está bien, pero la próxima vez avísame a mí. No quiero que te metas en problemas. Los pedidos házmelos a mí, no a Harald.

Astrid asintió, sintiendo un alivio apenas contenido.

—Claro, gracias, Grettir. Prometo que no volverá a pasar.

Salió de la herrería con el broche guardado en el bolsillo, y el peso de la mentira apretándole el pecho.

Odiaba cuánto miedo dominaba a todos por culpa de Einar.

Harald era mil veces mejor. No tenía riquezas ni un reino, pero a ella no le importaba. Siempre había querido ser líder, pero aunque Einar le ofreciera su reino, preferiría morir antes que estar con él.

Una vida junto a Harald era lo único en lo que podía pensar, y esa debilidad la asustaba. Temía manchar el honor de los Hofferson, como advertía su padre... pero, contrariamente a lo que esperaban, no le importaba.

Porque Harald... valía la pena.

。゚•┈୨♡୧┈•゚。

El aire en el salón estaba denso, casi asfixiante, como si cada palabra pesara más que la anterior.

—¿Para qué querías verme, Viggo? —preguntó Hipo, con un tono más serio y contenido que de costumbre.

Viggo lo observó con una sonrisa fría, casi imperturbable.

—Mañana será un día decisivo —comenzó—. El final del Jinete de Dragones. Algo que debería llenarnos de esperanza.

Hipo sintió un nudo en el estómago. Tu final, tal vez, pensó para sí.

—Entonces todo saldrá bien, ¿no? —replicó Hipo, intentando sonar firme—. Al fin acabarán con esa "plaga".

—Exacto —asintió Viggo—, pero ese no es el motivo de esta reunión.

Un silencio incómodo llenó el espacio. Hipo trató de adivinar qué sabía Viggo, con el corazón acelerado.

—¿Yo? No entiendo, señor —intentó sonar tranquilo, aunque cada palabra temblaba un poco.

—Ryker me dijo que pediste quedarte en la isla en vez de ir a la misión —dijo Viggo, clavando su mirada en Hipo—. ¿Por qué?

Hipo tragó saliva, sintiendo que las paredes se cerraban.

—Aún no me siento listo para el campo de batalla —respondió con cautela—. Creo que puedo ser más útil protegiendo la isla.

Viggo lo miró con intensidad, sin creerle.

—¿De verdad? —dijo con voz baja—. No me parece.

Hipo sabía que no podía decir la verdad: que el enemigo más peligroso era él mismo, y que no iría a la misión porque planeaba enfrentarlo.

"Piensa, Hipo, hoy necesitas más que nunca usar la cabeza."

—Señor —comenzó con cuidado—, he descubierto un riesgo en nuestras defensas. Se lo informé a Einar, pero él dijo que se encargaba. Revisé todo hoy y no se ha solucionado. Por la hospitalidad que he recibido aquí, siento la responsabilidad de proteger esta isla y a su gente. Si me voy a la misión, nadie quedará para defenderla. Por eso pedí a mis compañeros quedarse también.

Viggo lo estudió un largo momento, buscando alguna mentira en sus ojos.

—¿Un riesgo? —inquirió—. Einar no me mencionó nada.

Hipo asintió, con voz firme.

—He detectado movimientos enemigos que nadie más notó. Alguien está saboteando nuestras defensas. En el ala del puerto, hay un tramo sin vigilancia ni trampas. El mercado ha sufrido varios robos que confirman esto.

Viggo guardó silencio, evaluando la información.

—Ryker, revisa ese sector ahora mismo.

Hipo contuvo la respiración. Diez minutos después, Ryker volvió.

—¿Y? —preguntó Viggo, impaciente.

—Es cierto —respondió Ryker—. No sé cómo no lo vimos antes. También hay problemas en el mercado.

—Aumenten los guardias en esa zona —ordenó Viggo—. Y Harald, tú te encargarás de la seguridad. Tu solicitud está aprobada, igual para tus compañeros.

Hipo sintió cómo el peso en sus hombros se aligeraba.

"Bien hecho."

—Gracias por confiar en mí, Viggo —dijo, aliviado.

—Gracias a ti por la ayuda —respondió Viggo—. Encontrar hombres confiables como tú es raro hoy en día. Pero si esto es una excusa para ocultar miedo, lo sabré.

Hipo tragó saliva, manteniendo la mirada firme.

—No es miedo, señor. Es responsabilidad.

—Puedes retirarte —sentenció Viggo—. Espero que la seguridad mejore cuando vuelva.

—Así será.

。゚•┈୨♡୧┈•゚。

Astrid entró a la arena de entrenamiento acompañada por Heather, con el corazón latiendo a mil por hora. El broche azul, torcido sobre su pecho, era un recordatorio vivo de los besos robados con Harald, que aún le hacían cosquillas y la distraían.

Se aclaró la garganta, tratando de enfocar su mente, mientras comenzaba a dar los últimos detalles del plan a los jinetes.

—Bien, chicos —su voz temblaba un poco, pero se esforzó por sonar firme—. Debemos actuar rápido y coordinados. Una falla podría costarnos la tribu entera.

Heather la miró con preocupación, notando el broche fuera de lugar.

—¿Estás bien, Astrid? Pareces... distraída.

Astrid se llevó una mano al broche, incómoda.

—Solo un poco cansada —mintió rápido—. Nada importante, solo nervios por todo esto.

—Extraño, tú nunca te pones nerviosa por un ataque —comentó Heather—. Siempre has sido la mejor.

—Esto es diferente —susurró Astrid—. Se trata del Jinete de Dragones, el más inteligente y peligroso que hemos enfrentado. Seguro viene con un ejército de dragones, atacando desde el aire, invisibles para nosotros.

Heather asintió, pero entonces soltó una sonrisa.

—Ah, ya me acordaba que fuiste con Harald a hablar con él.

Astrid sintió cómo se le aceleraba el corazón.

—No digas nada, sabes que Einar es un idiota. Si se entera de que hablé con Harald, me manda a darle una paliza —le pidió apresurada.

—Claro, pero pareces preocupada por él.

—Heather...

—No insisto —dijo ella, con una sonrisa—. Pero cuando quieras contarme tu historia con él, aquí estaré. Eso sí, que nadie más se entere.

Astrid sonrió débilmente, intentando convencerla.

—No pasa nada entre nosotros.

—Oh, amiga —replicó Heather—, cuando hablas de Harald se te ilumina la cara como cuando ganaste el torneo de Iseldur. Pero bueno, te creo.

Entonces una voz venenosa cortó el momento.

—Astrid, querida —dijo Thyra, acercándose con una sonrisa ladeada, afilada como un cuchillo—. Nuestra charla de esta mañana me fue muy útil. Harald es alguien muy interesante... y extremadamente sexy. Espero que se quede aquí mucho tiempo. Sería una lástima perder a alguien tan encantador. Quién sabe, capaz que termine conmigo.

Astrid la fulminó con la mirada, el fuego de la ira ardiendo en sus ojos.

"¿Quién se cree esa zorra para intentar robarme a Harald?" pensó con rabia, apretando los puños. Voy a arrancarle esa sonrisa de la cara.

—Gracias por tu opinión, Thyra —respondió con frialdad—. Pero creo que Harald decidirá con quién quiere estar. Y por lo que vi, ni te dirigió la palabra.

Thyra sonrió aún más, aceptando el desafío silencioso.

—Claro que no escuchaste nada —replicó—. Hasta pidió a sus amigos que nos dejaran solas.

"Sigue soñando, zorra" —pensó Astrid—. "Se fueron porque no soportaban tu aliento a víbora muerta. Y él salió corriendo apenas lo dejaron solo. Si no estuviéramos aquí, te habría arrancado esos pelos de escoba, idiota. Pero con Harald, no."

Justo en ese momento Kael apareció en la entrada.

—¿Podemos hablar? —dijo con voz firme, mirando a Astrid directo a los ojos.

Astrid respiró hondo, sabía que este momento era inevitable. Se alejó un poco de Heather y Thyra, preparándose para la conversación que sabía dolorosa.

Este es el momento de ser honesta, por mí, por Harald. Aunque pierda un amigo.

Heather, viendo la tensión, no aguantó más.

—Thyra, ya cierra la boca. Estoy harta. ¿Por qué siempre tienes que competir con Astrid? Nadie te quiere, todos la prefieren a ella.

Thyra frunció el ceño, lanzando un comentario venenoso.

—Tú tampoco sabes nada, imbécil. Solo vives bajo su sombra.

—Mejor vete, antes de que te humille otra vez, roja descerebrada —replicó Heather y se marchó, dejándola sola, furiosa.

Kael se acercó, sus ojos llenos de sinceridad.

—Astrid, necesito entender —comenzó—. ¿Por qué me evitas? ¿Por qué te alejas cuando intento acercarme? Has cambiado desde que te dije... Bueno, ya sabes.

Ella bajó la mirada, buscando palabras sin herir.

—Kael, eres un gran amigo y un compañero valioso en la batalla. Te aprecio mucho, pero... no siento lo mismo. No puedo corresponderte así.

La tristeza se mezcló con esperanza en los ojos de Kael.

—¿Entonces es verdad? —dijo, con voz temblorosa.

—¿De qué verdad hablas? —preguntó, nerviosa.

—¿Amas a Einar? —inquirió Kael con suavidad, intentando no sonar acusador.

Astrid negó con rapidez, incapaz de revelar la verdad.

—No... No amo a Einar. Ni siquiera lo soporto —su voz se quebró un poco—. Hay cosas que no puedo explicar ahora. Solo necesito tiempo para aclarar mis sentimientos.

Kael asintió lentamente, aunque sus ojos mostraban que no estaba convencido.

—Está bien —dijo—. Pero por favor, sé siempre sincera conmigo.

Astrid le devolvió una sonrisa pequeña y agradecida.

—Eso quiero.

Sellaron su pacto con un apretón de manos breve pero significativo.

。゚•┈୨♡୧┈•゚。

Hipo acababa de regresar de su reunión con Viggo cuando Grettir se le acercó, con el ceño fruncido y expresión seria.

—Harald —dijo en voz baja, casi susurrando—, Astrid te estuvo buscando. Dijo que había encargado algo. Pero yo ordené que, si ella venía, la mandaras directamente conmigo.

Hipo frunció el ceño, sorprendido. Sabía que la había visto, pero Astrid había buscado la excusa perfecta... menos mal.

—Fue algo muy repentino —explicó—. Ese día no estabas y, aunque la envié contigo, no estabas. Dijo que estaba apurada, pero no volverá a pasar. —Trató de sonar convincente, sintiendo cómo su corazón se aceleraba.

Grettir asintió, sin dejar de mirarlo con seriedad.

—¿A dónde fuiste? Tenías que entregar las armas.

—Viggo me llamó, por eso me ausenté.

—Bien —gruñó Grettir—, me imaginé algo así. Ahora sí, ve a entregar las armas de la arena.

Hipo respiró profundo, sintiendo un nudo en el estómago.

—Gracias, Grettir. Iré ahora mismo.

El otro le dio una palmada firme en el hombro y se alejó, dejando a Hipo con una mezcla de nervios y esperanza. Esperaba que Astrid estuviera bien... y lejos de Kael.

。゚•┈୨♡୧┈•゚。

La arena estaba repleta de gente. Hipo recordó que era el centro de planeación, por lo que pasaría desapercibido fácilmente.

Al entrar, vio a Leif Hofferson, el padre de Astrid, junto a su esposa Freya, seguramente ahí para apoyar a sus hijos. Harald les dedicó una breve sonrisa antes de continuar.

Después de entregar las armas, se acomodó en las gradas, observando la arena en busca de Astrid.

De pronto, una vocecita dulce y traviesa llamó su atención.

—Buscando a alguien, ¿eh?

—¿Perdona? —respondió Hipo, girando para ver quién hablaba.

Una chica con sonrisa pícara se sentó junto a él, sin permiso.

—Soy Yrsa, la hermana de Astrid —dijo con aire juguetón—. Mucho gusto.

Hipo sonrió amable, sorprendido pero encantado.

—Harald, un placer conocerte, Yrsa. He oído mucho sobre ti.

Yrsa lo miró fijamente, con una chispa en los ojos.

—Se ve hermosa, ¿verdad? —dijo señalando a Astrid, que entrenaba concentrada.

Sin pensarlo, Hipo respondió con sinceridad:

—Sí, es impresionante su belleza.

Yrsa rió divertida. Hipo calló en cuenta de que habló de más.

—Lo digo porque es verdad, no porque me interese —aclaró con picardía.

—Tranquilo, sé que ella siente lo mismo. Cree que eres guapo —contestó Yrsa, confiado.

—¿Ah, sí? —arqueó una ceja Hipo—. ¿Y cuánto hablan?

Yrsa vaciló un segundo.

—Bastante. Los ví anoche, sé que son novios —dijo ella, con tono de complicidad.

Hipo sintió cómo el suelo desaparecía bajo sus pies. ¿Tan obvio era? ¿Quién más sabía?

—Tranquilo, no diré nada —sonrió Yrsa—. De hecho, quiero que sepan que los apoyo... y si quieren, puedo ayudarlos cuando lo necesiten.

Hipo se relajó un poco y le agradeció.

—Sabía que te iba a caer bien, gracias, Yrsa. Se siente bien saber que alguien nos apoya.

En ese instante, una voz arrogante y cortante irrumpió cerca.

—¿Con quién hablas, Yrsa? —preguntó Einar, con un desprecio palpable. Su secuaz sonreía burlón a su lado.

Einar miró a Hipo con desdén.

—No te conviene hablar con ella, Harald. Y con Astrid tampoco. Astrid estará conmigo, y tú mejor que ni lo intentes.

Hipo se tensó, los puños apretados, sosteniendo la mirada desafiante.

—No sabes de qué hablas, además tú no controlas con quien puede y no hablar las personas,mucho menos alguien que ni te soporta. —respondió con firmeza.

Yrsa cruzó los brazos y lanzó una mirada desafiante a Einar.

—Aquí nadie elige con quién está Astrid, Einar. Más te vale recordarlo. Y tú no mandas sobre con quién hablo. Me importa muy poco lo que tú o tu tío piensen de mí. Puedes largarte muy a la...

—Está bien, Yrsa, déjalo —intervino la voz de Hipo, intentando calmarla—. No vale la pena perder el tiempo con ellos.

Einar bufó, giró sobre sus talones y se alejó, pero la tensión en el aire se mantenía densa, casi palpable.

Yrsa miró a Hipo con seriedad.

—Creo que será mejor que me vaya —dijo Hipo rascando su cuello—. No quiero poner a Astrid en peligro.

—Así que no te importa lo que Einar pueda hacerte, siempre que ella esté a salvo —respondió Yrsa con una sonrisa leve—. Tienes mi bendición, cuñado.

—Un honor, señorita, o ¿cuñadita? —respondió él con picardía, y se despidió con una reverencia exagerada.

Hipo la vio alejarse y, aunque el peso del plan lo llamaba, no pudo evitar lanzar una última mirada hacia Astrid, que seguía entrenando, hermosa y ajena a todo. Sabía que hablarían después.

Era hora de concentrarse en la batalla que se avecinaba.

。゚•┈୨♡୧┈•゚。

En Berk, en la cabaña que solía ser el hogar de Hipo, Estoico estaba sentado en silencio, con la mirada fija en el fuego que crepitaba en la chimenea. El peso de la incertidumbre le oprimía el pecho. El consejo no dejaba de exigir respuestas, pero él no tenía ninguna que ofrecer. Dos semanas sin noticias de su hijo. Dos semanas en las que cada minuto se hacía eterno.

—Hipo... ¿por qué nunca escuchas a tu padre? —murmuró para sí, con una mezcla de tristeza y frustración.

El golpe seco en la puerta lo sacó de sus pensamientos. Se levantó con lentitud, el corazón acelerado por la mezcla de esperanza y temor. Abrió con cautela, preparado para cualquier cosa menos para lo que encontró.

No era alguien del consejo, ni un mensajero oficial. Era Gustav, uno de los hombres más fieles a Hipo, con una expresión grave y urgente.

—¿Qué haces aquí, Gustav? —preguntó Estoico, tratando de mantener la calma.

—Jefe... traigo un mensaje de la orilla —respondió el hombre sin rodeos.

—¿De mi hijo? —la voz de Estoico tembló ligeramente.

—Sí —dijo Gustav, con un leve asentimiento—. Hipo va a necesitar ayuda. Algo grande se avecina.

El silencio se hizo más pesado que nunca. Estoico apretó los puños, intentando ordenar sus pensamientos.

—¿Qué clase de ayuda? —inquirió con voz áspera.

—No sé los detalles, jefe, pero el mensaje es claro: la situación es crítica. Él está en medio de algo que puede cambiarlo todo para nuestra tribu... y para nosotros.

Estoico sintió un nudo en la garganta. La preocupación le quemaba el pecho.

—Dos semanas sin noticias... —murmuró, más para sí que para Gustav—. Demasiado tiempo para un guerrero como mi hijo.

—El consejo no parará de presionar, jefe. Pero no tenemos que darles explicaciones hasta que sepamos qué está pasando —dijo Gustav, con firmeza—. Por ahora, lo mejor es estar preparados.

Y en ese instante, sabían que esa batalla prometía cambiarlo todo.

。゚•┈୨♡୧┈•゚。

Chapter 11: 11. Bajo Las Estrellas

Chapter Text

El atardecer había llegado como un lienzo ardiente sobre el mar. El cielo, pintado en tonos naranjas y púrpuras, parecía extender un puente de fuego hacia el horizonte. La plaza hervía de voces y música, de tambores que marcaban un pulso ancestral. El fuego de las hogueras iluminaba los rostros orgullosos de los guerreros, mientras los niños corrían entre las mesas con risas contagiosas, arrastrando serpentinas de hierbas secas que chisporroteaban al contacto con las chispas.

Hipo se mantenía en un rincón, apoyado contra un poste de madera, observando sin llamar demasiado la atención. Su postura era tranquila, pero sus ojos, su mente, su corazón... estaban lejos de esa calma fingida.

Al contrario de sus amigos, que disfrutaban cada segundo. Tacio y Tilda reían a carcajadas, celebrando que por primera vez su postre no había incendiado la cocina; sus rostros brillaban de orgullo como si hubieran derrotado a Viggo. Patapez, con esa pasión inquebrantable, tocaba su armónica mientras sus alumnos cantaban al unísono la melodía que él mismo les había enseñado, sus voces jóvenes desentonando y encajando con torpeza, pero arrancando aplausos. Patán, fiel a sí mismo, compartía hidromiel con los guardias, lanzando carcajadas roncas que parecían sacudir los bancos.

Eran sus amigos. Su gente. Sus hermanos. Y verlos así, reír sin cadenas, le arrancaba una sonrisa breve, una punzada de ternura en el pecho.

Pero no tardaba en desviar la mirada.
No podía evitarlo.

A unas mesas de distancia, entre la multitud, estaba ella.
Su Astrid.

Sentada al lado de Heather, escuchando con paciencia lo que parecía ser una conversación aburrida, Astrid se mantenía recta, digna, hermosa incluso en la quietud. Y, sin embargo, Hipo sabía —lo sentía— que con él nunca era así.

Con él no existía ese silencio vacío. Cuando estaban juntos la plática no acababa, era un río que fluía sin descanso: podían hablar de lo extrañas que eran las formas de las estrellas, de cómo él había prometido nombrar una con su nombre en cuanto encontrara la más perfecta; podían perderse en recuerdos de su infancia, compartir confesiones que pesaban como piedras, y aun así siempre terminaban riendo, siempre con esa chispa que solo ellos encendían.

Y entre palabras y risas, surgían los besos. Al principio eran tiernos, robados entre sonrisas y miradas cómplices, como si el mundo entero se contuviera para dejarles ese instante solo a ellos. Luego, sin advertencia, algunos se tornaban más profundos, más urgentes, llenos de esa pasión que hacía que el corazón se les saliera del pecho. Sus manos buscaban las suyas con naturalidad, recorriendo espaldas, brazos y cabellos, como si el contacto físico fuera un lenguaje secreto que solo ellos entendían.

Hipo se inclinaba, susurrándole promesas entre los labios; ella reía, temblando ante la intensidad, y se aferraba a él como si pudiera sostener el tiempo mismo. Cada beso era un puente entre lo que eran y lo que soñaban ser, un pacto silencioso de que, aunque todo el mundo estuviera en su contra, ellos siempre se encontrarían. Incluso los besos más suaves estaban cargados de emoción, dejando una estela de deseo y ternura que los envolvía, haciéndolos sentir que nada más importaba, que el aire mismo se volvía suyo.

A pesar de la cercanía de sus cuerpos y la intensidad de sus besos, había un límite que Hipo jamás cruzaría sin su consentimiento. Nunca habían consumado su amor de manera completa, y él lo sentía como un pacto silencioso: un respeto sagrado hacia ella, hacia sus deseos y su tiempo. Cada caricia, cada roce, estaba cargado de ternura y pasión contenida, pero también de una promesa implícita: nunca haría que se sintiera presionada, nunca la haría pensar que jugaba con su corazón.

Él quería que ella supiera, aunque solo fuera en miradas y susurros, que su amor era verdadero. Que cada beso robado, cada roce, cada instante de intimidad, era un reflejo de lo que sentía, no un juego ni un capricho. Y que mientras ella no estuviera lista, él esperaba, paciente y firme, porque nada valía más que su confianza y su corazón.

Pero con él, Astrid brillaba de otro modo.

Y por eso... por eso él la amaba con cada parte de su ser.
Amaba la manera en que lo miraba sin filtros, como si lo viera entero, incluso bajo el disfraz de Harald. Amaba su fuerza, que era fuego, y su ternura, que era refugio. Amaba la sensación de que al hablar con ella todo tenía sentido, que el mundo dejaba de ser caos y se volvía hogar.

Hipo tragó saliva. Si algún día reunía el valor para decirle la verdad, quizás —solo quizás— no lo odiaría. Tal vez entendería que nunca fue un juego, que la mentira era solo un puente torpe hacia un amor demasiado grande para dejarlo escapar. Tal vez podría llevarla a Berk, junto a su familia, junto a Chimuelo... y juntos dejarían atrás este lugar que no era suyo, este disfraz que lo estaba consumiendo.

Su estancia aquí ya se había alargado demasiado.
Pero... ¿cómo marcharse, cuando había encontrado a la mujer que había soñado toda su vida?

Aún recordaba una de las últimas conversaciones con su padre. La voz de Estoico, grave y cargada de autoridad, retumbaba como eco en su memoria:

Si no te interesa nadie, al menos considera a Camicazi. Sé que se llevan bien. ¿Por qué no sientas cabeza de una vez? Deja de andar con la cabeza en los aires y gobierna Berk junto a ella...

Su primera reacción había sido huir.
Sí, quería a Camicazi. ¿Cómo no hacerlo? Ella había estado ahí cuando él aún no era nadie, cuando todos lo miraban con burla o desdén. Pero Camicazi era como su hermana, su cómplice. Jamás su esposa. Ambos lo sabían, ambos se reían de la presión de sus padres.

En ese entonces, Hipo pensaba que la vida seguiría un rumbo sencillo: rescatar dragones, descubrir especies nuevas, buscar más como Chimuelo, vagar libre. Y eso le bastaba.

Hasta que la vio a ella.

Astrid.

La primera vez que la vio, en medio de la penumbra de un su llegada a Iseldur. Hipo, bajo su identidad de Harald, debía mantener la concentración absoluta, evaluar posiciones, memorizar movimientos... pero entonces la vio. Astrid apareció entre las sombras, firme y decidida, con esa mirada desafiante que parecía capaz de atravesar cualquier coraza. Cada paso suyo hacía crujir las tablas del suelo y, sin darse cuenta, Hipo contuvo la respiración.

La primera vez que le estrechó la mano, sintió lo mismo que la primera vez que montó a Chimuelo y voló sobre las nubes: el corazón suspendido en un abismo que no daba miedo, sino libertad.
Los nervios lo traicionaban siempre, porque Astrid lo desarmaba con una facilidad brutal. Y él, que había pensado que las historias de amor de su padre hacia su madre eran cuentos de adultos, descubrió que no, que él también era un adulto, y que lo que sentía no era un juego de niños: era fuego, era verdad.

La belleza de Astrid era incalculable, pero no era solo eso. Era esa mirada suya, desafiante y feroz, que lo derretía por dentro. "Mátame si quieres", pensaba él cada vez que ella lo observaba así, y se rendía sin resistencia.

Intentó recordar su misión. "No te distraigas. No es el momento. Tu deber está primero." Pero no pudo. No había manera de ignorarla. La forma en que sostenía su hacha, la seguridad de su postura, incluso el leve gesto de su ceño fruncido cuando observaba a los guardias lo desarmaba más que cualquier batalla. Hipo comprendió en ese instante que ella no era solo una guerrera... era un huracán que podía arrastrarlo todo, incluso su voluntad de mantenerse alejado...

Trató de concentrarse, de repasar mentalmente cada detalle de su misión, de recordar que no podía acercarse, que debía mantener su identidad oculta... y aun así, cada palabra que cruzaba con ella era un hilo invisible que lo atrapaba. Incluso cuando fingía observar otra cosa, cuando escondía su identidad detrás de Harald, no podía dejar de notar la fuerza que emanaba, la claridad de su mirada, la forma en que parecía desafiar todo lo que él había aprendido sobre estrategia y control.

Aquella noche cuando casi se besaron, entre sombras y susurros, Hipo entendió algo que nadie le había enseñado: podía enfrentarse a dragones, a enemigos y a guerras... pero no a Astrid. Su corazón latía con fuerza desmedida, mezclando admiración, deseo y una extraña desesperación de protegerla sin que ella lo supiera. Intentó reprimirlo, apartarlo, concentrarse en su misión, pero era imposible. Cada gesto suyo, cada movimiento, lo desarmaba, lo hacía humano de una manera que nunca antes había sentido.

Pero desde su primer beso, Hipo supo que nada sería igual. Su misión había adquirido un peso nuevo, más peligroso... pero también más hermoso, porque el simple hecho de estar con ella significaba que cada riesgo valdría la pena, aunque solo fuera por un instante junto a ella.

Pero el destino había querido que la encontrara en una isla a la que llegó como enemigo. Entre las sombras de su pasado y las garras de Einar, ese imbécil que no merecía ni pronunciar su nombre.

No.
Astrid no tenía por qué cargar con las cadenas de esa familia.
Si nadie más la protegía, él lo haría. Siempre. Porque ella jamás estaría sola otra vez, no mientras él pudiera impedirlo.

Hipo respiró hondo. La idea de decirle la verdad ardía en su lengua, pero el miedo a perderla era más grande que todo.
Y aun así... qué fácil era imaginarlo: Astrid a su lado en Berk, su risa llenando el aire, sus manos entrelazadas con las suyas.

El murmullo de la plaza se apagó de golpe cuando Viggo levantó la mano. Su voz firme se impuso sobre todos, como un trueno que partió la noche en dos.

Y con ello, los pensamientos de Hipo se desvanecieron como humo, aunque el fuego en su pecho siguiera ardiendo.

—Hoy no solo celebramos nuestras victorias, sino también a quienes han demostrado verdadero valor. Y entre ellos, quiero destacar a alguien que ha probado estar lista para más que solo ser la mejor entrenadora y guerrera que Iseldur jamás haya tenido —su mirada barría la plaza hasta detenerse en la joven de trenzas rubias—. Astrid Hofferson.

Un estallido de vítores inundó la plaza. Astrid dio un paso al frente, elegante y digna, aunque Hipo notó cómo sus mejillas se teñían de un rubor apenas perceptible. Su pecho ardía de orgullo, y la fuerza del deseo por correr a abrazarla le hacía cosquillas en los músculos. Quería gritar su amor a todo el mundo, pero no podía. No allí, no así.

—A partir de hoy —continuó Viggo—, liderará una de las divisiones de la misión contra los jinetes de dragones.

El aplauso se volvió ensordecedor. Los golpes de vasos, los gritos de alegría y la música del fuego llenaban el aire. Hipo se mantuvo en su rincón, cada fibra de su ser vibrando por ella, sintiendo cómo la envidia de algunos y el respeto de otros se mezclaban en un cóctel que solo aumentaba su necesidad de protegerla.

—Siempre tiene que ser ella... —susurró una voz venenosa cerca de él.

Hipo giró y se encontró con Thyra, la mirada afilada y cargada de resentimiento. La envidia era tan evidente que dolía casi físicamente.

—¿Perdón? —su voz era tranquila, pero con un filo que podía cortar acero.

—No importa qué haga yo, siempre terminan alabando a Astrid... ¿quién sabe bajo qué métodos logra que todo salga mejor que los demás? —escupió ella, cada palabra goteando veneno.

Hipo la observó, controlando la furia que le subía por la garganta. "¿Cómo se atreve a insinuar algo así sobre ella?" pensó. Su voz se mantuvo firme y helada:

—Es esfuerzo. Ella se lo merece. Entrena más duro que nadie. Si alguien quiere superarla, deberá tener la disciplina y la determinación que ella posee. Y no, no tiene nada que ver con su género, así que guarda tus insinuaciones para ti. —Cada palabra estaba cargada de odio y defensa, la protección hacia Astrid vibrando en cada sílaba.

—Ves... eso es lo que digo. Logra que todos anden detrás de ella, aunque siempre juega con todos.

Hipo tragó saliva con fuerza, evitando que la sangre le subiera a la cabeza. No. No caería en provocaciones. No otra vez.

—Lo que describes se llama envidia —respondió con calma, el fuego en su pecho oculto tras un muro de control—. Deberías superarla si tanto te molesta que alguien sea mejor que tú.

Thyra entendió al instante que Hipo no iba a ceder. Pero había otra carta que jugar. Se inclinó hacia él, fingiendo cercanía, dejando su perfume rozar su nariz, y sonrió con una mezcla de astucia y desafío:

—Tú sabes apreciar a una mujer fuerte, ¿no, Harald?

Hipo se tensó al instante. Cada fibra de su cuerpo le gritaba que retrocediera, y lo hizo, apartándola con firmeza, su voz fría como acero:

—Lo que aprecio es el valor. Astrid lo tiene de sobra.

El gesto de Thyra se endureció, pero rápidamente se recompuso, dejando escapar una risa ligera y falsa. Luego, en un movimiento que dejó helado a Hipo, le plantó un beso fugaz en la mejilla, rozándole peligrosamente los labios.

El mundo pareció detenerse. Hipo reaccionó instintivamente, apartándola con firmeza, pero sin violencia:

—No vuelvas a hacerlo. No estoy interesado en ti, ni lo estaré. Entiéndelo.

Los ojos de Thyra brillaron con rabia, frustración y humillación, mientras forzaba una sonrisa:

—Ya veremos cuánto dura tu lealtad... Harald.

Hipo sintió que el aire le faltaba. Allí, entre la multitud, Astrid lo miraba. Su sonrisa desapareció, reemplazada por un hielo que atravesaba cada fibra de su cuerpo. El corazón de Hipo dio un vuelco, impotente. Intentó levantar la mano como queriendo explicarse, pero ella ya había vuelto su atención hacia la multitud, ocultando la tormenta que se agitaba en su interior.

A un lado, Einar observaba con satisfacción, consciente de la escena y del malentendido que podría sembrar. Hipo se pasó una mano por el cabello, desesperado. No había hecho nada mal. No había jugado con nadie. Y, aun así, la única persona cuya opinión realmente importaba... podría haberlo malinterpretado.

Su pecho latía con fuerza, mezclando orgullo, deseo y miedo. Su Astrid, su guerrera, la mujer que había conocido infiltrado en Iseldur y que había cambiado su mundo para siempre, merecía ser entendida. Y él... él haría todo lo posible para que eso sucediera.

。゚•┈୨♡୧┈•゚。

Astrid salió entre la multitud con pasos firmes, el corazón ardiendo de celos y rabia. Cada músculo de su cuerpo parecía vibrar con una tensión que no podía liberar. No sabía qué dolía más: la boca de Thyra rozando a Harald... o la impotencia de no poder reclamarlo como suyo frente a todos. El aire de la noche parecía pesado, casi sofocante, mientras avanzaba con determinación.

Hipo la buscaba sin descanso. Había recorrido el gran salón, la torre este, incluso la terraza donde ella a veces se refugiaba. Nada. Ni un rastro. Entonces se detuvo, cerró los ojos un momento, y escuchó a su corazón: ¿Dónde irías cuando estás molesta con todo? La respuesta fue inmediata: la arena.

Por supuesto.

Astrid estaba allí. La noche había caído temprano, y el cielo despejado dejaba que la luz de la luna bañara el patio en tonos plateados. El viento helado del norte le cortaba la piel, pero no le importaba. Sus manos sujetaban un hacha tras otra, lanzándolas con fuerza, dejando que el golpe físico drenara su rabia, su frustración, y la sensación de impotencia. Cada impacto contra la madera resonaba como un latido, un recordatorio de que aún podía controlar algo en su vida.

Entonces lo sintió. No oyó pasos, ni respiración, pero su instinto le dijo que estaba allí. Se giró, y lo vio. Hipo estaba al otro extremo del patio, bajo la luz vacilante de las antorchas, quieto como si estuviera debatiéndose entre avanzar o quedarse ahí para siempre. La distancia entre ellos parecía interminable, y aun así, la sola presencia de él llenaba el espacio de un calor imposible de ignorar.

El silencio entre ellos lo dijo todo.

El viento jugaba con la capa de Hipo, y las sombras bailaban sobre su rostro. Pero sus ojos, fijos en los de Astrid, no vacilaban ni un instante. Cada respiración parecía compartida, cada pequeño gesto cargado de tensión contenida.

—Sabía que estarías aquí —dijo él finalmente, con un hilo de voz que intentaba sonar relajado, pero cada palabra estaba teñida de cuidado y atención. Sus manos permanecían en los bolsillos, aunque su cuerpo se inclinaba ligeramente hacia ella, como si incluso un leve movimiento pudiera acercarlos más de lo permitido.

Astrid no respondió enseguida. Sus hombros se encogieron, y su mirada se posó en un hacha girando entre sus dedos, pero no podía ignorar cómo su pecho latía más rápido, cómo el simple roce de la brisa que venía de él le erizaba la piel.

—¿Por qué estás aquí? Estabas bastante ocupado antes... con compañía —susurró, la voz firme, pero con un temblor que delataba su emoción.

—Astrid, déjame hablar... —rogó él, levantando las manos en un gesto que pedía permiso, no imposición.

—¿Hablar? —replicó ella, fría—. No hay mucho que explicar. Lo vi todo. Y no, no es inseguridad, es solo que... yo le puse un alto a Kael por ti, porque tú no hiciste lo mismo con Thyra.

Los ojos de Hipo brillaron con desesperación, y dio un paso hacia ella. La distancia que los separaba parecía absorber todo el aire del patio.

—No, no lo viste todo. Solo viste a alguien intentando lo que jamás permitiría. Yo no la busqué, no la alenté, y en cuanto lo intentó, le dejé claro que no había nada... y nunca lo habrá. Te lo prometo. Lo que viste fue apenas un instante, un error de otro tiempo... Pero contigo... contigo es diferente.

Astrid desvió la mirada, el pecho oprimido. Sentía el calor de su presencia, la cercanía de su cuerpo, aunque apenas los separaran unos pasos. El aire parecía vibrar entre ellos, cargado de emociones contenidas.

—Harald... no sé si puedo... creerte —susurró, con la voz quebrada—. Que esto sea lo único que me ocultes, quizá todo pasó muy rápido... y soy solo una idiota que se enamoró del primer hombre que vio diferente...

Él tragó saliva, y por un instante, todo su mundo se concentró en ella, en la curva de su mandíbula, en el temblor de sus labios, en la manera en que sus manos se cerraban inconscientemente sobre el hacha.

—Si quieres terminar esto, no voy a forzarte. Entenderé si no quieres seguir... Solo te pido una cosa: ven al acantilado en media hora. Déjame explicarte cuánto te quiero, cuánto significas para mí. Te prometo que jamás jugaré contigo. Y si no vas... entenderé que ya no quieres nada conmigo.

Astrid lo miró, sorprendida, el corazón golpeándole el pecho como un tambor salvaje. Antes de que pudiera responder, Hipo sacó un pequeño anillo, dorado y brillante bajo la luz de las antorchas, con sus iniciales grabadas con delicadeza casi reverente.

—Lo hice para ti —susurró, deslizándoselo en la mano—. Porque eres mi fuerza, Astrid. Siempre lo serás...

Se inclinó, besó suavemente su mejilla, y retrocedió sin mirar atrás, dejando un rastro de calor donde sus labios habían tocado la piel de Astrid. Ella lo sostuvo contra su pecho, la respiración entrecortada. Cada latido parecía gritarle que no podía odiarlo, que no podía ignorarlo.

—Astrid... —la voz de Kael interrumpió, dura, penetrante. Allí estaba, con los ojos llenos de celos y manos crispadas.

—Así que es por él —escupió—. Ahora entiendo. No me rechazaste por Einar... fue porque en tu corazón ya estaba ese herrero.

—Kael... no es lo que crees.
—¿Ah, no? —rió sin humor, con un filo cortante en la voz—. Lo vi todo. Ese anillo, ese beso... y tú, temblando por él. Pensé que no eras de ese tipo.

Astrid apretó los puños, la sangre ardiendo en sus venas.
—Sí, lo amo. A Harald. Pero no puedes decir nada. Si Einar se entera, lo matará... y yo... yo no puedo permitirlo.

Kael la miró como si le hubieran clavado un cuchillo en el pecho. Sus ojos ardían con celos y dolor.
—¿Quieres que guarde tu secreto? ¿Quieres que proteja al que te robó de mí?

Astrid lo enfrentó con mirada firme, la voz temblando de fuerza contenida.
—Él no te ha robado nada. Primero, no soy un objeto. Segundo, jamás te vi como algo más que un amigo. Así que no hagas drama por nada, Kael. Fue mi decisión. Yo lo elegí a él.

Las facciones de Kael se torcieron, un retorcido nudo de celos y desesperación en su rostro.
—Él no es más que un simple herrero con sueños de grandeza... —susurró, con un veneno apenas contenido—. ¿O a qué crees que vino a esta isla? Te enamoró con palabras dulces y algún metal brillante, y cuando se canse... volverá a su isla y te dejará aquí. Y si no te cuidas... quedarás deshonrada y destrozada.

El sonido seco de la mano de Astrid estallando contra su mejilla resonó en la penumbra.
—¡Nunca vuelvas a hablar así de mí! —gritó, la furia y las lágrimas conteniéndose al borde de romperse—. No tienes derecho, ninguno. Soy lo bastante grande para decidir mi corazón. Lo elegí a él, te duela o no. Harald jamás jugaría conmigo.

Kael se quedó helado, la mejilla ardiendo, los labios temblando. La rabia que lo había consumido se desmoronó, dejando solo un rastro de arrepentimiento y vacío.
—Astrid... perdóname. No debí decir eso.

Ella respiró hondo, apartando la vista, con el corazón aún latiendo desbocado.
—No quería perder tu amistad, Kael... pero ya no me importa. Si de verdad me respetas, guarda este secreto. Por mí.

Kael bajó la cabeza, derrotado, la voz ronca y quebrada:
—Lo haré. Lo juro. No diré nada.

Pero en sus ojos todavía ardía un fuego oscuro, el veneno del dolor que ninguna promesa podría borrar del todo, como una cicatriz que no cerraría nunca.

。゚•┈୨♡୧┈•゚。

Astrid caminaba rápido hacia el acantilado, el aire frío cortándole las mejillas como cuchillas invisibles. La luna llena iluminaba la arena y hacía que el anillo brillara en su mano con un fulgor casi mágico. Su corazón era un torbellino de emociones: miedo, esperanza, rabia contenida, y sobre todo una necesidad desesperada de respuestas. Cada paso resonaba en la roca y la grava, pero parecía casi silencioso frente al latido atronador en su pecho. Sabía que tenía que verlo, escuchar sus palabras, dejar que su voz le demostrara si todo lo que había dicho era real. No podía seguir en la incertidumbre; no después de sentir ese hilo de algo más profundo entre ellos.

Y sin embargo, el recuerdo de sus amigas heridas, de amores traicionados y promesas rotas, la hizo dudar por un instante. No quería caer en esa misma trampa, no quería abrir su corazón para que lo destrozaran. Pero algo en su interior le decía que Harald no sería como los demás, que su amor no era efímero, y que merecía arriesgarse a sentirlo.

Entonces, una voz áspera y arrastrada rompió el silencio de la noche.

—¿A dónde tan sola, amor?

Astrid se detuvo en seco, su respiración entrecortada. Sus ojos encontraron a Einar, tambaleante, la botella de hidromiel aun colgando de su mano, pero sus ojos brillaban con una mezcla peligrosa de furia y deseo. El aire parecía pesado, cargado de amenaza, y por un instante un escalofrío la recorrió.

—No es asunto tuyo —replicó con voz firme, aunque su corazón latía con fuerza—. Y no me llames "amor" si no quieres acabar con un ojo morado permanente. ¡Te odio!

Einar dio un paso hacia ella, torpe pero decidido, bloqueándole el camino.

—Sí que es asunto mío. Siempre huyendo de mí... pero ya no. Esta vez no. Si vas a decir que sea de verdad, así no podrás escapar de mí.

Su voz era pastosa, y aunque su equilibrio era inestable, sus manos encontraron los brazos de Astrid, intentando sujetarla.

—Suéltame, Einar. Estás borracho. —Astrid frunció el ceño, sus dedos tensos en los puños, la adrenalina burbujeando bajo la piel.

—No necesito estar sobrio para saber que me deseas. Solo que ese tal Harald se está metiendo en lo que es mío. Dime, ¿él te ha tocado alguna vez?

Antes de que pudiera responder, él se inclinó bruscamente, intentando besarla por la fuerza. El movimiento fue tan repentino que un escalofrío recorrió la espalda de Astrid. Su corazón se paralizó un instante, pero su entrenamiento y reflejos tomaron el control antes que el miedo.

Con un giro seco, levantó el codo con precisión y lo clavó en su estómago. Einar cayó de espaldas contra el suelo pedregoso, soltando un gruñido de dolor mientras la grava se hundía bajo su peso. Astrid respiró hondo, la rabia ardiendo en cada músculo.

—¡No vuelvas a tocarme! —espetó, con la voz firme y cortante como acero—. Prefiero la muerte antes que estar con alguien como tú. Nunca, jamás.

Einar se retorció, furioso, intentando incorporarse, sus movimientos torpes delatando el efecto de la bebida.

—Te arrepentirás de esto, Astrid... —gruñó, pero la gravedad y su propia furia borracha lo mantenían tambaleante.

Astrid lo ignoró, sacudiéndose el asco y la rabia, asegurándose de que no pudiera alcanzarla de nuevo. Con pasos decididos y el corazón todavía latiendo a mil por hora, continuó su camino hacia el acantilado, sin mirar atrás. Cada respiración era un recordatorio de la fuerza que la impulsaba, de la determinación de no dejar que nadie la dominara.

Cuando finalmente llegó, la encontró allí, esperándola. Hipo estaba quieto, la ansiedad escrita en cada línea de su rostro, los hombros tensos y las manos ligeramente temblorosas.

。゚•┈୨♡୧┈•゚。

La brisa nocturna azotaba los riscos del acantilado, trayendo consigo el rugido constante del mar que se estrellaba contra las rocas. El cielo, despejado, estaba cubierto de estrellas brillantes que parecían arder en silencio, como si incluso ellas contuvieran la respiración esperando lo que estaba por suceder.

Hipo ya estaba allí, de pie cerca del borde, con los brazos cruzados y los ojos perdidos en la inmensidad del horizonte. Su corazón latía como un tambor desbocado. Cada minuto que pasaba era un tormento, cada segundo un recordatorio de lo mucho que podía perder si ella no aparecía.

"Tal vez no venga... tal vez ya se cansó de mí, tal vez esto fue el final."

El pensamiento lo ahogaba, hasta que escuchó pasos a su espalda.

Giró de golpe.

Astrid.

La luna bañaba su figura, resaltando sus trenzas rubias y la fuerza de sus ojos azules. Caminaba hacia él con paso firme, pero sus labios apretados revelaban la tormenta que llevaba dentro.

Hipo tragó saliva, cada palabra ensayada en su mente se borró al verla.

—Astrid... —comenzó con cautela, dando un paso hacia ella—. Si viniste... —susurró, con la voz quebrada por la incredulidad.

Astrid se detuvo a un par de metros, sin cruzar la distancia.

Ella intentó esbozar una sonrisa, pero la sombra de lo ocurrido todavía la estremecía. Sus dedos acariciaron inconscientemente el anillo brillante, como si tocarlo pudiera darle coraje y fuerza. Su respiración se mezclaba con el viento frío que golpeaba el acantilado, y por un momento, todo parecía detenerse: la arena, el cielo, las olas lejanas rompiendo contra las rocas. Solo quedaban ellos dos, y la electricidad silenciosa que pendía en el aire entre sus miradas.

—No sé por qué —dijo con dureza, aunque en sus ojos había algo más—. Quizá para escuchar cómo explicas lo que vi con mis propios ojos.

Hipo alzó las manos, desesperado.

—Astrid... lo que viste fue un engaño —dijo Hipo, la voz temblándole entre la desesperación y el fuego contenido—. Ella intentó besarme, pero jamás lo habría permitido. La aparté de inmediato, te lo juro. No quiero a nadie más que a ti... y, de hecho, la puse en su lugar. —Avanzó un paso hacia ella, el pecho ardiendo, los ojos fijos en los suyos—. Porque solo tú puedes tocarme, solo tú puedes besarme... y solo tú podrías matarme si quisieras...

Astrid respiró hondo, sus ojos chispeando entre enojo y dolor.

—¿Y si no la hubieras apartado? ¿Y si lo intentaba otra vez? ¿Cuánto tiempo debo soportar que otras se te acerquen como si... como si tu corazón estuviera libre? Odio no poder hacer nada.

Hipo cerró los ojos un instante, conteniendo el temblor. Luego los abrió, dejando que toda la verdad brotara de su interior.

—Nunca estará libre, Astrid. Lo tienes desde el día en que me miraste como si valiera algo. —se llevó una mano al pecho—. Todo lo que soy, todo lo que tengo, lo eres tú.

Astrid bajó la mirada, sus dedos apretando con fuerza el anillo que él le había dado.

—Harald... —lo llamó en un susurro, finalmente usando su verdadero nombre.

El simple sonido de su voz pronunciándolo le arrancó un suspiro.

—Dime que confías en mí —pidió él, acercándose con cautela, como si cada paso pudiera romperla—. Dime que entiendes que jamás te traicionaría, que no podría... porque sin ti, Astrid, no soy nada.

Ella lo miró entonces, y la máscara de enojo comenzó a resquebrajarse.

—Te odio —murmuró, con lágrimas contenidas en los ojos.

Hipo se detuvo, dolido, hasta que ella dio un paso al frente y completó:

—Te odio porque no puedo dejar de quererte, aunque me vuelvas loca.

Hipo rio entre lágrimas, con una mezcla de alivio y amor.

—Entonces estamos perdidos los dos.

Ella lo miró en silencio, y al fin dejó caer la guardia. Sus manos buscaron las de él, temblando, entrelazándose con fuerza.

—Cuando te vi con ella... sentí que el mundo se me derrumbaba —confesó, con la voz quebrada—. No porque no confiara en ti, sino porque me asusta lo mucho que te necesito.

Hipo llevó sus manos a sus labios y las besó con ternura.

—Yo también tengo miedo. Miedo de perderte, de que alguien nos descubra, de no poder protegerte. Pero, Astrid... si tengo que arriesgarlo todo, lo haré. Por ti.

El silencio del acantilado los envolvió. Solo el mar era testigo de cómo sus corazones se abrían en carne viva.

Astrid lo miró, los ojos ardiendo de amor y de rabia mezclada. Finalmente, se lanzó hacia él, atrapándolo en un beso intenso, profundo, cargado de todo lo que habían callado.

Hipo la sostuvo con fuerza, como si temiera que pudiera desvanecerse entre sus brazos.

Cuando se separaron, ambos respiraban agitados, las frentes unidas.

—Prométeme algo —dijo Astrid, con la voz baja pero firme.

—Lo que sea.

—Que nunca seré una opción para tí. Que, pase lo que pase, siempre me elijas a mí.

Hipo sonrió, con lágrimas en los ojos.

—Eso no tienes que pedírmelo. Siempre serás tú.

Ella apretó el anillo entre sus dedos, como si en ese objeto quedara sellado su pacto.

Y en lo alto del acantilado, bajo las estrellas, sellaron su reconciliación con otro beso, más largo, más profundo, un juramento silencioso de que ni la envidia de Thyra, ni las amenazas de Einar, ni la sombra de Viggo podrían romper lo que habían forjado juntos.

—Gracias, por creerme.

—No tienes por qué agradecerme... aunque, antes de hablar... necesito decirte algo. No quiero que haya mas secretos y mentiras, así que es mejor que lo sepas por mí.

Hipo frunció el ceño al ver su tensión.

—¿Qué pasó?

Astrid apretó los labios, dudando. No quería darle demasiados detalles, pero tampoco podía callarlo.

—Primero... Kael nos vio, pero lo amenace para que no diga nada, y luego... me crucé con Einar. Estaba borracho... y se pasó de la raya. Intentó... —se detuvo, cerrando los puños—. No importa, pude defenderme. Y estoy segura que jamás intentara nada...

Los ojos de Hipo se encendieron con un fuego oscuro, la mandíbula apretada.

—¿Intentó...? —repitió, la voz cargada de veneno.

Astrid lo miró con firmeza, intentando calmarlo.

—Ya está. Lo dejé en el suelo. Pero quiero que sepas que no te ocultare nada. As que olvidemos eso sí.

Hipo asintió, aunque en su interior el deseo de destrozar a Einar lo devoraba vivo. ¿Como se atrevía a intentar tocarla?

"Ese maldito. Si cree que va a ponerle una mano encima, tendrá que enfrentarse a mí. Y cuando llegue la mañana... voy a hacerle pagar. De un modo u otro."

Disimuló, tragándose la furia, y volvió a tomar sus manos con suavidad.

—Lo sé. Eres más fuerte que cualquiera. Pero aun así... el simple hecho de que te haya intentado tocar... —sacudió la cabeza, intentando calmar la tormenta—. No lo voy a olvidar, Astrid...

Ella lo miró a los ojos, con un dejo de ternura.

—Solo prométeme que no harás una locura. No quiero que nada arruine lo que tenemos. Ni que tu corras peligro.

Hipo sonrió con tristeza, acariciando su mejilla.

—Prometo que lo que tenemos es lo único que nunca arruinaré.

Pero en su interior, ya había tomado una decisión.
La misión contra los "enemigos" sería el escenario perfecto.
Einar pagaría caro por atreverse a tocar a Astrid.

El mundo pareció reducirse a ellos dos cuando sus labios se encontraron de nuevo. Esta vez, el beso los hizo caer suavemente sobre el pasto, las estrellas como testigos silenciosos sobre sus cabezas. Cada movimiento era intenso, eléctrico, como si cada fibra de su ser hubiera estado esperando este instante durante años.

Hipo sintió el calor de su aliento mezclarse con el suyo, el suave aroma de su cabello rozando su cara. Sus manos temblorosas se posaron sobre sus hombros, luego bajaron con delicadeza, sin cruzar límites que él sabía que debían respetar. Cada respiración era compartida, entrecortada, cargada de una tensión dulce y abrumadora.

Astrid arqueó ligeramente la espalda, buscando acercarse más, y él respondió apoyando su frente contra la de ella, cerrando los ojos un instante para sentirla con todo su cuerpo, pero sin cruzar la línea que la haría sentir incómoda. Sabía que, si se apresuraba, si ignoraba su tiempo, podría arriesgarlo todo... incluso la ira de su padre. Pero esa regla que había respetado durante años ahora era un hilo delicado entre deseo y respeto.

Sus miradas se encontraron entre besos, ojos abiertos apenas lo suficiente para perderse en la profundidad del otro. Hipo sintió un escalofrío recorrer su espalda mientras sus manos acariciaban suavemente su rostro, recorriendo cada línea como si estuviera memorizando cada detalle de ella. Astrid suspiró contra sus labios, un sonido que hizo que el mundo dejara de existir por completo, pero él se contuvo, reteniendo el beso, dejando que el tiempo se alargara sin romper la frontera de su respeto.

Finalmente, se separaron apenas un poco, los labios rozándose todavía, respirando al unísono. Sus frentes seguían juntas, e Hipo murmuró, apenas audible:

—Solo cuando estés lista... solo entonces.

Ella lo miró, respirando agitadamente, y una sonrisa pequeña pero llena de confianza apareció en su rostro. No necesitaban palabras más allá de ese momento; todo lo que sentían estaba ahí, en cada roce, en cada mirada, en cada respiración compartida.

El silencio se hizo espeso entre ellos después del beso. La brisa del mar helaba, pero sus cuerpos aún ardían. Astrid lo miraba con esa mezcla de dulzura y fiereza que siempre lo había desarmado.

Hipo tragó saliva.
En su interior, la batalla comenzaba:

"Díselo... dile que no eres Harald. Dile que siempre has sido Hipo. Que la primera vez que la viste tu corazón se detuvo. Que todo esto es una mentira, pero que tu amor por ella es lo único verdadero. Díselo ahora, antes de que sea tarde..."

Sus labios se entreabrieron, temblorosos.

—Astrid, yo... yo necesito decirte algo...

Un estruendo lo interrumpió. El cuerno de la guardia retumbó desde la plaza, llamando a los guerreros a reunirse. Voces, pasos apresurados y órdenes comenzaron a llenar el aire.

Astrid giró la cabeza con seriedad, la guerrera dentro de ella reaccionando al instante.

—Hora de descansar, embarcaremos temprano.

Hipo cerró los ojos un instante, mordiéndose la lengua. La verdad quedó atrapada en su garganta, como una daga que no pudo desenvainar.

Astrid apretó el anillo en su mano y lo miró de nuevo, con la mirada firme y cálida a la vez.

—Deséame suerte, Harald. Y confía en mí, ¿sí?

Hipo forzó una sonrisa, el corazón desgarrándose.

—Tú no necesitas suerte... porque eres la mejor. —Se inclinó, rozó su frente con ternura y susurró—: Pero igual la tendrás, porque la necesito yo para soportar no estar a tu lado. Promete que te cuidaras.

Astrid lo abrazó rápido, fuerte, como si el tiempo fuera enemigo, y luego se apartó para correr hacia su casa.

Él la siguió con la mirada, sabiendo que iba directo hacia una batalla donde sus caminos chocarían como enemigos.

"Perdóname, Astrid... ojalá pudiera decirte todo antes de que la verdad nos rompa."

。゚•┈୨♡୧┈•゚。

Su casa apenas asomaba por el horizonte cuando Heather la sorprendió y la jalo del brazo sin pedir permiso. Astrid, que ya estaba con sueño se sorprendió.

—¿Que pasa? Vienes a molestar eh.

Heather sonrió y se sentó junto a ella, con una expresión demasiado inocente.

—¿Molestarte? Solo vine a ver si estabas viva después de... bueno, lo de la arena.

Astrid se cubrió la cara con las manos.

—No... ¿Lo viste?

—¿Ese beso? Astrid estoy tan feliz por ti.

—No pasó nada.

—Ajá. Entonces te vas porque viste a Thyra cerca de Harald, él te persigue y te pide perdón y explica lo sucedido, son novios y no me dijiste, él te da algo que te deja sin respiración, p cierto lindo anillo, luego te besa en la mejilla y se va, supongo que vienes de perdonarlo... ¿y eso es "nada"?

Astrid sonrió fulminándola con la mirada.

—No fue así.

—¿No?

—Bueno... tal vez un poco.

Heather soltó una carcajada y le dio un codazo suave.

—Astrid, tienes esa cara, de enamorada, jamás te había visto así. Lo vi desde la primera vez que hablaste con él, pero ahora ya no puedes esconderlo. Y no estoy molesta porque no me lo hayas dicho, supongo que tuviste tus razones.

Astrid se cruzó de brazos, mirando al suelo.

—No sé qué siento. Es confuso. Es como si cada vez que intento estar con él, algo me dice que está mal. Y no puedo... confiar. No del todo. Pero lo hago...

Heather se puso seria por un momento.

—¿No puedes confiar en él... o en ti misma?

Astrid no respondió de inmediato. Miró por la abertura de la tienda, donde el sol ya empezaba a pintar el campamento de dorado.

—Tengo miedo —afirmó finalmente, en voz baja—. De que esto no sea real. De que... sí dejo que me importe demasiado, lo pierda. Como todo lo demás.

Heather asintió, tomándole la mano.

—Entonces, demuéstrale al miedo que eres más valiente, no lo dejes por miedo, se te ve feliz Astrid, mereces serlo no dejes todo. No si te hace sonreír así sin darte cuenta.

Astrid cerró los ojos. Su sonrisa apareció sin permiso.

—Es un idiota —susurró.

—Lo son todos. Pero este idiota... te gusta.

。゚•┈୨♡୧┈•゚。

La noche se había asentado sobre Iseldur, con su manto de estrellas, y el aire estaba lleno de la calma antes de la tormenta. Hipo caminaba cerca del borde de la cueva, sintiendo el calor de los abrazos y los besos compartidos con Astrid aun vibrando en su pecho. Una sonrisa ligera se dibujaba en su rostro; nadie la veía, pero él la llevaba como un tesoro silencioso.

A pocos metros, Patapez, Tilda, Tacio y Patán revisaban sus trajes y máscaras, organizando el equipo que usarían en la misión.

Los dragones estaban afuera de la cueva y, felices de volver a sentir el viento bajo sus alas, Chimuelo daba vueltas alrededor de Hipo con entusiasmo, listo para volar largas distancias nuevamente.

—Todo listo para partir —dijo Tacio, ajustando la máscara sobre su rostro.
—Sí, pero no podemos irnos todavía —añadió Patán—. Viggo y Astrid deben irse antes de que partamos, y además Hipo "se queda revisando la seguridad de la orilla del pueblo" Aún no sé cómo harás eso.

Hipo asintió, conteniendo una risa suave. Por fin podría disfrutar del recuerdo de Astrid en la tranquilidad de la noche mientras cumplía con su deber.

—No se preocupen —dijo—. Dejaré todo listo y aseguraré que esta parte del pueblo esté protegida. Solo asegúrense de que todo esté listo para la misión.

Tilda, con una sonrisa traviesa, bromeó:
—Espero que esta noche sea más tranquila que los desayunos de la posada.

Hipo observó a Chimuelo, que daba vueltas emocionado, y no pudo evitar acariciar su cabeza.
—Listo para volar, amigo, solo esperemos un poco más —susurró, y el dragón respondió con un chillido alegre.

Hipo solo podía dejar que su corazón se llenara de la felicidad de lo que acababan de compartir, mientras mantenía la concentración en su tarea. La seguridad de la orilla debía ser impecable antes de que partieran todos a la misión.

—Esta noche —murmuró Hipo, ajustando su capa y respirando hondo—, todo estará listo. Y al amanecer, tendremos la victoria, Viggo no sabe con quién se ha metido.

La brisa nocturna arrastraba los murmullos de los dragones y los preparativos de los amigos, e Hipo sintió cómo la anticipación de la misión se mezclaba con la felicidad silenciosa que lo mantenía fuerte, decidido y sorprendentemente ligero, con el recuerdo de Astrid brillando entre las estrellas.

No sabían qué les depararía el futuro ni qué desafíos los esperarían al amanecer, pero mientras la esperanza de un mundo mejor ardiera en sus corazones, sabían que juntos podrían enfrentarlo todo.

。゚•┈୨♡୧┈•゚。

Chapter 12: 12. Cuando La Calma se Rompe - Parte 1

Chapter Text

El murmullo del mar se mezclaba con el crujido de las cuerdas y el golpeteo de los barriles contra la madera. La brisa salada levantaba los mechones del cabello de Astrid, que parpadeaba para apartarlos de su rostro mientras caminaba entre los compañeros que revisaban frenéticamente cada detalle antes de zarpar. Cada paso que daba parecía acercarla a un momento que Hipo temía enfrentar: la despedida.

Todo el puerto vibraba con la tensión de los preparativos: órdenes gritadas, pasos apresurados, el tintinear de armas recién afiladas. Pero para Hipo, todos esos sonidos se desdibujaban ante el estruendo de su propio corazón. Lo sentía golpear con fuerza en el pecho, como si quisiera salir para alcanzarla antes de que fuera demasiado tarde.

La veía entre la multitud, firme, resuelta, con esa mirada que siempre parecía medir cada riesgo antes de actuar. Y, sin embargo, lo suficientemente lejos como para que el aire le faltara. El miedo a la batalla que se aproximaba lo devoraba, pero aún más lo era la idea de que ella pudiera salir herida. Las órdenes estaban dadas: pelear, sí, pero protegerla a toda costa. Astrid debía volver a él sana y salva.

El recuerdo de la noche anterior ardía en su memoria como brasas vivas. Desde entonces no se habían visto, y la idea de despedirse con un saludo frío le resultaba insoportable. No después de lo que habían compartido bajo las estrellas, no después de todas las promesas que habían hecho sin pronunciar palabra. Esa cercanía silenciosa, ese roce de manos, esa risa compartida... todo eso lo perseguía, haciéndole imposible marcharse como si nada.

Se abrió paso entre la multitud casi sin que nadie lo notara, cada movimiento guiado por un impulso que lo superaba. Sus dedos rozaron los de ella y, antes de que pudiera detenerse, la llevó hacia un rincón apartado, donde el bullicio del puerto se apagaba y solo quedaba el rugido constante del oleaje rompiendo contra los muelles.

Astrid lo miró sorprendida, con el ceño fruncido, pero la chispa en sus ojos lo desarmó por completo. Su corazón dio un vuelco al ver esa mezcla de enfado y algo más, un brillo que él conocía demasiado bien.

—¿Qué estás haciendo? —susurró, la voz cargada de sorpresa y un dejo de reproche.

Hipo la sostuvo con la mirada, urgente, como si el tiempo fuera su enemigo más cruel.
—No podía dejar que te fueras así, sin despedirme... —su voz se quebró un poco—. No después de lo que... —tragó saliva, buscando fuerzas— después de lo que compartimos.

Sus dedos se enredaron en los de ella y, con suavidad y determinación, la acercó. La brisa marina les revolvía el cabello y traía consigo el olor salado del océano, mezclado con la fragancia de Astrid, que él reconocería entre mil. Un impulso lo llevó a inclinarse y juntar sus labios con los de ella.

El beso no fue breve ni tímido. Fue un relámpago que lo atravesó todo, intenso y eléctrico, cargado de lo que no podían decir en palabras. Sus labios temblaban, los corazones latían al unísono, y el mundo se redujo al calor de ese contacto, al roce de sus pieles, al salitre que impregnaba el aire. Cada segundo se prolongaba, lento y devastador, mientras el oleaje parecía acompañar su confesión silenciosa.

Astrid se apartó apenas, respirando con dificultad, con la mejilla todavía caliente por el roce de sus labios.
—Prométeme que estarás bien —susurró, con la voz quebrada.

Hipo acarició su mejilla con suavidad, y su sonrisa era al mismo tiempo dulce y rota.
—Lo estaré... —dijo—. Mientras vuelvas a mí, sana y salva.

Ella bajó la mirada, tragando saliva, como si quisiera grabar cada detalle de su rostro en su memoria.
—Siempre... ¿Me vas a extrañar?

—Mucho, my lady —respondió él, deslizando un dedo sobre el anillo que ella llevaba—. Cuando me extrañes a mí, mira esto. Yo siempre estaré contigo.

Sus labios se encontraron de nuevo, esta vez con más ternura, con más urgencia, con la promesa silenciosa de que ninguno de los dos se dejaría ir. Los sonidos del puerto se habían convertido en un eco lejano, y lo único real era el roce de sus manos, la presión de sus cuerpos y la sensación de estar finalmente juntos, aunque fuera por un instante robado al mundo.

Hipo susurró contra su oído:
—Te esperaré. Sin importar cuánto tiempo, sin importar qué suceda.

Ella apoyó la frente contra la suya, sintiendo el calor de su respiración mezclarse con la suya.
—Y yo... yo siempre volveré a ti —dijo, con voz temblorosa—. No importa qué nos espere allá afuera.

Unos metros más atrás, oculto entre sombras, Bjarne observaba en silencio. Sus ojos absorbieron cada gesto, cada roce, cada palabra. No podía creer lo que veía, y aunque no pronunció palabra, sabía que presenciaba un secreto demasiado peligroso para ser ignorado.

Astrid volvió a paso firme hacia el muelle, tratando de recomponerse, mientras Hipo permanecía en la penumbra, observando cómo la luz de las antorchas engullía su silueta. Sabía que mientras más esperara para confesarle todo lo que sentía, más dolor le causaría. Probablemente lo odiaría por ello, y él lo soportaría, porque no había nada que no hiciera por su perdón. No podía imaginar un mundo sin ella. Había tomado una decisión: cuando Astrid y él regresaran, todo saldría a la luz.

Mientras la veía alejarse, Hipo sintió que su corazón se quebraba un poco, pero también que se llenaba de una determinación nueva. La amaba demasiado para dejar que las palabras no dichas crearan un abismo entre ellos. Y mientras el viento salado le golpeaba el rostro, juró en silencio que haría todo lo necesario para protegerla y para, cuando volvieran, contarle todo lo que guardaba en su corazón... Esperando con toda su alma que fuera capaz de perdonarlo.

。゚•┈୨♡୧┈•゚。

Más tarde, el puerto se iba quedando vacío poco a poco, apagándose como un fuego que se consume. Las velas de los barcos se alejaban, perdiéndose entre la bruma del horizonte, hasta que no quedó más que un rastro de luces temblorosas sobre el agua.

Astrid, de pie en la cubierta, buscó entre la multitud de la orilla una última vez. Y allí estaba él. Harald, casi oculto entre sombras, fingiendo ser uno más de los que se quedaban atrás. No dijo nada, no levantó la mano ni intentó llamar su atención; solo la miró. Pero esa mirada, intensa y callada, bastaba para prometer más que cualquier palabra.

Astrid alzó el mentón, obligándose a sonreír con firmeza, como si quisiera esconder lo que ardía por dentro. Luego giró el rostro hacia el mar, tragándose las ganas de saltar de vuelta a tierra y correr hacia él. Cuando los barcos desaparecieron por completo en el horizonte, el silencio fue tan pesado que casi dolía.

Bjarne no pasó por alto el brillo en los ojos de su hermana. Desde hacía días lo carcomía la sospecha, y ese día lo había confirmado, lo que había visto entre ella y Harald se repetía en su mente como una herida que no dejaba de sangrar. Les había preguntado a ambos, y los dos lo negaron con descaro. Pero él no era ingenuo. Harald la estaba arrastrando, estaba manchando lo que Astrid siempre había prometido mantener intacto. ¿Qué le pasaba? Ella nunca se había dejado impresionar por nadie. Einar y Kael habían intentado de todo para conquistarla, y ella jamás se inmutaba. Y ahora, bastaba una sola mirada de Harald para verla temblar.

Bjarne apretó los puños. No lo iba a permitir. No dejaría que ella tirara su honor, ni que Einar se vengara de la familia, ni mucho menos que Krogan se metiera en medio de todo.

—¿Todo bien, Astrid? —preguntó de pronto, rompiendo el silencio, estudiando cada gesto de su hermana—. ¿En qué piensas?

Astrid se sobresaltó. Salió de golpe de sus pensamientos, forzando una sonrisa tensa.
—No es nada... —respondió—. Solo un poco nerviosa por la batalla.

Él arqueó una ceja, incrédulo.
—Qué extraño. Una batalla jamás te había puesto nerviosa. —Sus ojos se clavaron en los de ella con dureza—. Te has puesto... sentimental. ¿Es por alguien?

El corazón de Astrid dio un salto. La pregunta era demasiado directa. ¿Acaso lo había notado? ¿Acaso lo sabía?
—Bjarne, ¿qué cosas dices? —replicó, intentando sonar firme, aunque su voz tembló apenas—. Una cosa no tiene nada que ver con la otra.

—No lo sé —replicó él, acercándose un paso, casi como un cazador arrinconando a su presa—. Me resulta raro... muy raro. Además... Harald no vino. —La pausa fue intencionada, cargada de veneno—. ¿Tiene algo que ver con él?

El aire se volvió pesado entre ellos. Astrid lo miró, con los ojos muy abiertos, antes de reaccionar con furia.
—¿Qué insinúas? ¿Qué derecho tienes? —Su voz subió un tono, hiriendo el silencio del barco—. El hecho de que quieras que esté con Einar no te da derecho a meterte en mi vida. ¡Ni en mi mente! Siempre he sabido cuidarme sola. Y que lo sepas: jamás voy a estar con alguien por estatus. Así que deja de hacerte ideas en la cabeza... y deja de intentar empujarme hacia él. Lo odio. ¿Me escuchas? ¡Lo odio! Fin de la discusión.

Bjarne frunció el ceño, con el rostro endurecido, pero su voz sonó más baja, como un golpe contenido:
—Te lo advierto, Astrid. Si llegas a estar con Harald... yo mismo lo echo de la isla.

El corazón de Astrid ardió de rabia. Ya estaba harta de esa advertencia, de esa vigilancia constante, de que todos quisieran decidir por ella.
¿Cómo se atrevía Bjarne a interferir de esa manera en su vida? ¿Con qué derecho?

Nunca había sido libre de elegir nada. Siempre tenía que ser la hija perfecta, la guerrera implacable, la hermana intachable... pero ¿y su felicidad? ¿Alguna vez a alguien le importó lo que ella deseaba en realidad? No. Nunca.

Si Harald se iba, ella también lo haría. Estaba segura. Porque ya lo había entendido: en esa isla no había nada que la hiciera feliz. Solo cargas, deberes, expectativas. Una vida entera viviendo para complacer a los demás, reprimiendo cada impulso propio.

Pero por primera vez había decidido algo por sí misma... algo que la hacía sentir viva. Y ahora todos querían arrebatárselo. Como si no tuviera derecho a amar, a elegir, a equivocarse incluso. Como si su corazón fuera un terreno que podían vigilar, repartir y controlar.

No. No esta vez. No pensaba permitirlo.

Y aunque la guerra se llevara todo, aunque su hermano la odiara por ello... Astrid había decidido que ya no iba a renunciar. No más.

。゚•┈୨♡୧┈•゚。

En cuanto la costa quedó vacía, Hipo bajó la mano con la que había saludado en secreto hacia Astrid y dio media vuelta. El gesto fue tan pequeño que nadie lo había notado, pero su corazón seguía latiendo con fuerza, como si ella aún lo estuviera mirando.

Todo estaba listo. Nada podía salir mal. O al menos, eso quería creer.

—Vamos, es hora —dijo en voz baja pero firme.

—Sí, hora del show —replicaron los gemelos al unísono, con su sonrisa de siempre, como si el peligro les divirtiera.

—Que Odín nos ampare... —murmuró Patapez, tragando saliva.

El grupo se internó en el bosque, alejándose del asentamiento hasta que las luces del puerto quedaron atrás. La oscuridad se espesaba entre los árboles, el aire húmedo impregnado de olor a musgo, resina y tierra mojada. El crujir de las ramas bajo sus botas parecía retumbar demasiado fuerte en aquel silencio expectante.

Avanzaban rápido, con pasos seguros, hasta que llegaron a la entrada de la caverna. Allí, el silencio se quebró con un rugido contenido.

Los dragones los esperaban.

Sus ojos brillaban en la penumbra como brasas vivas, las colas golpeando el suelo con impaciencia. Chimuelo se adelantó primero, rozando la mano de Hipo con un chillido bajo, como si preguntara por qué habían tardado tanto.

—Tranquilo, amigo —susurró Hipo, acariciándole la cabeza—. Ya es hora.

Tacio ajustó la correa de su máscara, Patán y Patapez se lanzaron una mirada nerviosa —la de siempre, justo antes de hacer una locura—, y Tilda revisó por última vez las bolsas de provisiones, ordenando con meticulosidad lo que los demás dejaban a medias.

—Admitan que con estas capas y las máscaras nos vemos como unos héroes encubiertos —dijo Tacio con una sonrisa.
—Más bien como unos bandidos guapos —añadió Patán, y todos rieron suavemente, disipando la tensión por un instante.

—¿Y si estamos oxidados? —preguntó Patapez con voz temblorosa.

—¿Oxidados? —bufó Patán—. Todas las noches hemos salido a entrenar cerca de la isla. ¿Qué vamos a estar oxidados? Somos los jinetes de dragones, por amor de Thor.

—Sí, tranquilo —añadió Tilda—. Estamos listos. Tendríamos miedo si no hubiéramos entrenado, pero lo hicimos.

Patapez no parecía convencido.
—No es lo mismo que una batalla real.

—Claro que no —replicó Patán, con una sonrisa desafiante—. ¡Es mejor! Colmillo y yo nos vamos a lucir en esa pelea, ya lo verán. Barco por barco. Caerán ante el poder de ¡PATÁN!

—El barco de Astrid no se toca —interrumpió Hipo, con tono serio—. Tienen que asegurarse de no lastimarla... ni dejar que ella los lastime.

—Pides mucho, Hipo. —Patán se cruzó de brazos—. Ella es la mejor guerrera del archipiélago. Puede hacernos pedazos.

—¿Y no eran ustedes los mejores jinetes de dragones? —replicó Hipo, arqueando una ceja.

Tacio sonrió de lado.
—Y ella la mejor guerrera... y tu novia, suertudo. Estoico estaría feliz de ver que por fin sentaste cabeza. Claro, si ella te perdona por mentirle.

Las palabras cayeron como un balde de agua fría. Hipo se quedó helado, un escalofrío recorriéndole la espalda. Todos lo notaron.

—¡Tacio, cállate! —soltó Patapez, dándole un codazo al gemelo.

—¿Qué? —se defendió Tacio, levantando las manos—. Solo digo lo obvio. Pero el amor todo lo puede, ¿no? —intentó sonreír, torpemente—. Así que tranquilo, my friend, todo va a salir bien.

—Nadie sospecha nada —dijo Patapez, con tono más bajo—. Creen que seguimos en la isla, esperando. Y así será hasta que regresemos.

Hipo asintió, ajustando la máscara que le cubría el rostro por completo. En el fondo, las palabras de Tacio seguían pesándole, clavadas como una espina. ¿Perdonarlo? ¿Astrid podría hacerlo, si llegaba a saber la verdad? No, esos pensamientos no más, lo iba a decir, incluso si ella lo odiará...

—Entonces no perdamos más tiempo —dijo, recuperando la firmeza en su voz—. Si volamos ahora, llegaremos antes de que los barcos.

El rugido de los dragones llenó la caverna, amplificado por las paredes húmedas y resonando como un trueno atrapado bajo tierra. Uno a uno, los jinetes montaron sobre sus compañeros alados.

Chimuelo agitó las alas con impaciencia, y el suelo tembló bajo su fuerza contenida.

Y en un estruendo de alas desplegándose, la oscuridad del bosque se desgarró cuando los cinco salieron disparados hacia el cielo de madrugada. El sol apenas asomaba entre las nubes, iluminando fugazmente sus siluetas. Hasta desaparecer entre las nubes.

Solo el eco de sus vuelos quedó atrás, borrado por el viento.
Y con ellos, el secreto que nadie en la isla debía descubrir.

Las alas cortaban el aire como cuchillas atravesando las nubes. El grupo volaba alto, lo suficiente para que las velas de los barcos se vieran como sombras flotando sobre la superficie oscura del mar. Hipo lideraba la formación, con la mirada fija en el horizonte, aunque cada tanto bajaba los ojos para asegurarse de que no fueran detectados.

El viento frío le golpeaba el rostro, pero no lograba apagar el fuego que ardía dentro de él. No podía dejar de pensar en Astrid. Si ella apoyara sus ideales... si pudiera volar con él, libre, en medio de la noche... sería la mejor jinete de dragones que jamás existiera. No había duda. Así como era la guerrera más fuerte, también sería la más brillante entre las estrellas si tan solo desplegara sus alas a su lado.
La imaginó junto a él en ese instante, el cabello azotado por la brisa, los ojos brillando con la misma intensidad que el cielo tachonado de estrellas. Esa visión le arrancó un suspiro que el viento se llevó.
Ojalá algún día... algún día vueles conmigo.

—Más alto —susurró, y Chimuelo obedeció, ascendiendo suavemente mientras las corrientes de aire rozaban sus rostros como caricias invisibles.

Abajo, los barcos avanzaban pesados, el crujir de la madera y los cantos apagados de los remeros llegaban como ecos distantes, amortiguados por la bruma. El grupo de jinetes pasó por encima de ellos, deslizándose como fantasmas invisibles en la noche. El corazón de Patapez latía tan fuerte que casi estaba seguro de que todos podrían escucharlo, pero en cubierta nadie levantó la vista.

En uno de esos barcos, Astrid permanecía de pie junto al mástil. Sus ojos estaban fijos en el mar, serios, perdidos, sin imaginar que justo sobre ella, invisible a los mortales, Hipo la observaba con un dolor callado. Quiso gritar su nombre, descender y arrancarla de allí, pero se contuvo. Esa distancia imposible lo desgarraba, y al mismo tiempo lo fortalecía. Su amor tenía que sostenerse en el silencio.

Unos pasos detrás de Astrid, apareció Einar, tambaleante, apoyándose en la baranda. Su sombra lo precedía como una amenaza.
—¿Qué haces aquí, tan seria? —preguntó con esa sonrisa torcida que siempre le helaba la sangre.

Astrid apretó la mandíbula, su mirada fija en el mar.
—Te lo diré una sola vez, Einar: déjame en paz. —Su voz salió baja, firme, cortante como un filo recién forjado—. ¿No te bastó con lo de anoche? Estabas borracho e intentaste ponerme las manos encima, parece que todo se te olvida rápido. Y si aún puedes caminar, es solo porque no quise dejarte tirado allí mismo... pero a mí no me vuelves a tocar. Nunca.

Él soltó una carcajada ronca, cargada de desdén.
—¿Y si no quiero? ¿Y si resulta que te amo? —el veneno en su voz se disfrazaba de ternura—. No descansaré hasta que me ames también. No sabes lo feliz que podría hacerte, Astrid. Serías mía. Y yo, tuyo.

Astrid giró tan rápido que por un instante él retrocedió, intimidado por la furia en sus ojos.
—No soy tuya —escupió, con voz grave, cargada de rabia—. No lo fui, ni lo seré jamás. ¿Lo entiendes? Y si no lo entiendes ahora, lo entenderás cuando lo grite frente a todos.

La amenaza quedó suspendida en el aire, tan afilada que incluso Einar enmudeció por un segundo. Luego, con una sonrisa torcida, alzó las manos en falso gesto de paz.
—Hablaremos después, cuando estés más tranquila. —Y se alejó tambaleando hacia otro lado del barco.

Astrid lo siguió con la mirada, los puños apretados, conteniendo el impulso de hundirle la hacha en el pecho. No era miedo lo que sentía: era asco, ira... y un cansancio profundo de que su vida se viera siempre medida por lo que los demás querían de ella.

Thyra, desde un rincón, había presenciado la escena. No con horror, sino con algo peor: diversión. Aquello le parecía casi un chiste cruel. Todos giraban alrededor de Astrid como si fuera el centro de todo... y ella, Thyra, estaba condenada a vivir bajo su sombra. Ahora que sabía lo de Harald, que había visto lo imposible brillar en los ojos de su contrincante, supo qué hacer. Se vengaría. Le arrebataría lo que más amaba, aunque tuviera que quemar medio mundo para lograrlo.

Bjarne también lo había visto. Lo de Einar, lo de Astrid. Pero lo que lo consumía por dentro no era esa amenaza... sino la imagen que se repetía en su cabeza como un martillo: Astrid y Harald, besándose en secreto, con una pasión que lo había dejado helado. Ese recuerdo lo perseguía, lo asfixiaba, lo hacía sentir traicionado. Y sin embargo callaba. Guardaba el secreto como una piedra atada a su cuello, hundiéndolo cada vez más.

Mientras tanto, arriba, los dragones seguían su vuelo. El rugido del viento en sus alas, el frío de la altura, el resplandor tenue de las estrellas... todo era testigo de que esa noche no se libraba solo una guerra en el mar.
Había otra, más silenciosa, más feroz. Una que ardía en los corazones.
Y que, tarde o temprano, estallaría.

。゚•┈୨♡୧┈•゚。

El mar estaba embravecido aquel día, las olas golpeando con furia los cascos de los barcos, levantando espumas que se mezclaban con la bruma salada del aire. Las antorchas, agitadas por el viento, parecían llamaradas danzantes sobre la superficie oscura, proyectando sombras que se retorcían como monstruos en la cubierta.

Viggo se mantenía erguido en la proa de su navío, los pies firmes sobre la madera mojada, la capa oscura agitada por el viento. Sus ojos calculaban cada distancia, cada ángulo, cada instante. Nada escapaba a su mente fría y calculadora. A su lado, Einar jugueteaba con el filo de su hacha, los músculos tensos, respirando con impaciencia contenida como un lobo acorralado.

Un cuerno sonó en la lejanía, y el estruendo cortó el rugido de las olas como un latigazo. Desde el este, otra formación de barcos apareció, cortando el oleaje con precisión militar, las velas ondeando con el símbolo de los Berserker pintado en rojo carmesí.

—¿Quién demonios...? —masculló Einar, estrechando los ojos, la desconfianza pintada en cada línea de su rostro.

Viggo no respondió de inmediato. Reconoció las velas, la formación, la presencia de un viejo rival. Su mandíbula se tensó.

Un rugido de risa atravesó el aire. En la cubierta de uno de los barcos, Dagur el Desquiciado apareció de pie, los brazos abiertos, saludando como si se tratara de una fiesta y no de una guerra.

—¡Viggo Grimborn! —gritó, la voz cargada de locura y desafío—. ¡Pensé que ibas a quedarte jugando mazas y garras en vez de venir a divertirte con nosotros!

—Soy la cabeza de esta misión —respondió Viggo, la voz firme, cortante y con una autoridad que podía partir la madera de los mástiles—. Como tal, no podía faltar a presenciar la caída de los jinetes de dragones.

Einar frunció el ceño, el desdén tallado en cada línea de su rostro.
—¿Quién es este payaso?

Dagur giró la cabeza, sus ojos inyectados en fuego y locura, y lo observó como un depredador que encuentra una presa débil.
—¿Y este idiota insolente quién es?

Einar apretó la mandíbula, la sangre ardiéndole en las venas, pero Viggo alzó la mano con calma, deteniendo la tensión como un maestro de la guerra conteniendo un torrente.

—Basta —dijo, la voz baja pero cargada de control absoluto—. Este "payaso", como lo llamas, es Dagur el Desquiciado, jefe de los Berserker. Y ahora... nuestro aliado.

Dagur soltó una carcajada que resonó sobre el mar, haciendo eco entre los barcos como un trueno.
—¡Aliados! —gritó, alzando la espada al cielo—. Esa palabra me encanta. ¡Hipo y los jinetes no sabrán lo que les golpeó!

Einar chasqueó la lengua, molesto, la impaciencia y la desconfianza vibrando en cada músculo.
—No confío en él. Está loco.

Dagur se inclinó hacia adelante sobre la borda, la sonrisa torcida iluminada por el fuego de las antorchas.
—¡Y tú hueles a gallina! —gritó burlón, sus ojos brillando con un fuego que desafiaba a cualquiera.

Einar apretó los puños, rojo de ira, pero Viggo volvió a interponerse, esta vez con una autoridad que no admitía réplica.

—No necesitas confiar en él, Einar. Solo obedecer. —Sus ojos destellaron de manera calculadora—. Dagur será muy útil en lo que se avecina.

El viento arrastraba la tensión como un látigo, el crujido de los barcos y el rugido de las olas componían una sinfonía de peligro. Los Berserker se movían con precisión, alineando sus navíos junto a los de Viggo, y la alianza se selló no con palabras ni con gestos, sino con la certeza de que, unidos, eran un puño oscuro que pronto caería sobre la costa.

—La costa nos espera —dijo Viggo, la voz firme mientras su mirada se perdía en el horizonte—. Y con ella, los jinetes de dragones.

El crepitar de las antorchas y el batir de las velas agitadas por el viento parecían marcar el inicio de la tormenta que se avecinaba. Cada hombre, cada guerrero, cada locura contenida estaba listo para estallar. Y mientras los barcos avanzaban como un solo monstruo sobre las olas, una certeza recorría a todos: aquella noche no habría tregua, solo combate, estrategia... y caos.

。゚•┈୨♡୧┈•゚。

Las siluetas de los acantilados comenzaron a recortarse contra el amanecer. El cielo ardía con tonos rojos y dorados, como si la propia tierra anunciara que algo estaba a punto de suceder. El rugido bajo de los dragones se confundía con el bramido del mar, y el aire salado golpeaba los rostros enrojecidos de los jinetes mientras descendían en formación cerrada.

Hipo, oculto bajo la armadura oscura y la máscara que velaba su identidad, inspiró profundamente. En su pecho latía con fuerza no solo la adrenalina, sino también el peso de lo que había dejado atrás. El Ojo del Dragón, escondido con cuidado en la isla de Iseldur. El verdadero tesoro que Viggo codiciaba no estaba allí, sino esperándolos en una trampa perfecta. Una carnada brillante. Una mentira calculada.

Pero incluso con la mente cargada de planes y estrategias, Hipo no pudo evitar que sus pensamientos volvieran a lo personal: a lo que había sacrificado, a las palabras que no había dicho y a los fantasmas que todavía lo perseguían.

—¡Más rápido, Chimuelo! —ordenó con un grito, y el Furia Nocturna respondió con un aleteo potente que los lanzó como una flecha negra contra la bruma.

Los demás dragones los siguieron. Colmillo desplegó sus alas enormes, rugiendo con un poder que retumbó contra los acantilados. Eructo y Guácara giraron como remolinos en el aire, arrancando carcajadas a los gemelos que chillaban de pura emoción. Albóndiga, con un esfuerzo torpe pero determinado, no se quedó atrás, dejando una estela de espuma blanca sobre el mar.

En segundos, las garras tocaron arena húmeda. La espuma del oleaje lamió las botas de los jinetes al desmontar. El grupo cayó de pie, jadeante, con los ojos encendidos de emoción y los pulmones llenos del aire áspero de casa.

—¡Lo logramos! —gritó Tilda, alzando las manos con euforia.
—Primera vez que me alegro de pisar tierra mojada —bufó Patapez, aunque la sonrisa lo traicionaba.

Los gemelos chocaron las palmas entre carcajadas.
—¿Viste esas maniobras? ¡Éramos rayos cayendo del cielo!
—¡Más que rayos, hermano! ¡La tormenta entera! —respondió Tilda—. Esos cazadores ni se enterarán de lo que les pasó.

Hipo giró sobre sus talones, la mirada fija en el horizonte. Los barcos aún eran diminutos puntos en la lejanía, luchando contra las olas como bestias pesadas y lentas. Esa distancia era oro.
—Tenemos ventaja... —murmuró, lo suficiente para que los demás lo escucharan.

—¿Cuánto tiempo antes de que lleguen? —preguntó Patán, ajustándose las correas de su armadura.
—Al menos dos horas, si el viento no cambia. —Hipo acarició la cabeza de Chimuelo, que respondió con un ronroneo grave—. Suficiente para preparar lo que necesitamos.

El muchacho dejó escapar un respiro largo y luego añadió, con un tono más ligero, aunque los ojos seguían cargados de tensión:
—Vamos a ver nuestras casas. Seguro Gustav y los demás las han cuidado bien... aunque, ¿a quién engaño? Seguro las dejaron hechas un desastre.

—¡Si alguien tocó mi S, los mato! —gruñó Patán, antes de salir corriendo hacia la aldea, arrancando risas del grupo que lo siguió.

Por unos instantes, la orilla se llenó de voces, de pasos presurosos, de risas que no escuchaban desde hacía semanas. Había alivio, había emoción. Estaban juntos, en tierra, con tiempo para respirar antes de que la tormenta los alcanzara.

—Extrañaba esto —confesó Tacio, deteniéndose un momento para observar la costa, con la mirada perdida en la aldea que se dibujaba más adelante.
—¿Qué? ¿Casi morir de nervios? —rió Patapez.
—No, tonto. —Tacio le lanzó un poco de arena—. Estar de vuelta. Los cinco. Aquí, en la orilla.

El comentario cayó sobre ellos como una manta cálida. Hubo un silencio breve, no incómodo, sino necesario. En esos segundos, los jinetes se miraron, y fue como si todo lo demás dejara de importar: las batallas, los secretos, los peligros. Solo quedaban ellos, unidos bajo el mismo cielo.

Hipo alzó la cabeza, con una chispa ardiente en los ojos.
—Pues vamos a hacer que valga la pena. Esta isla será nuestro punto fuerte. Y cuando lleguen, no tendrán idea de lo que les espera.

Los dragones rugieron al unísono, un rugido que resonó en los acantilados, reverberando como un eco antiguo. No era un grito de guerra. Era un grito de bienvenida. De pertenencia.

—Hogar dulce hogar... ¿cierto, amigo? —susurró Hipo.
Chimuelo inclinó la cabeza y respondió con un rugido suave, casi un ronroneo.

Fue entonces cuando un crujido de ramas quebradas lo hizo girar.
—¿Gustav? —llamó, con la esperanza enredada en la voz.

Pero no fue Gustav quien emergió de entre las sombras del sendero.
Una figura más alta, más firme, con los ojos fijos en él.

—Hijo... tenemos que hablar.

El mundo de Hipo pareció detenerse. No había esperado verlo. No allí. No ahora. Y mucho menos enfrentarlo.

。゚•┈୨♡୧┈•゚。

La brisa fría del mar agitaba las antorchas del puerto, haciendo bailar las sombras sobre la madera húmeda. Astrid y Heather se habían apartado un poco, sentadas sobre cajas de madera que crujían bajo su peso. La luz del sol iluminaba sus rostros, revelando el cansancio, pero también la intensidad de lo que no se decía en voz alta.

Heather la miró de reojo, con esa media sonrisa de hermana mayor que contenía complicidad y advertencia al mismo tiempo.
—Se te nota en la cara, ¿sabes? —susurró, como si las olas pudieran escuchar—. No tienes que decir nada, pero... brillas. Desde que llegó, veo algo en tus ojos que no había visto casi nunca: felicidad.

Astrid bajó la vista, jugando con el anillo oculto entre sus dedos, como si ese pequeño círculo pudiera contener todo lo que sentía.
—Lo sé... —dijo con voz baja, casi temblorosa—. Cuando estoy con él todo se siente distinto... como si por fin alguien me entendiera. Pero al mismo tiempo... —se detuvo un segundo, tragando saliva, la voz quebrada—. Si alguien lo descubre, podría costarle la vida. Y ahora... lo sabe Kael, aunque dijo que no diría nada, incluso creo que Bjarne sospecha. Me dijo que, si él y yo tenemos algo, lo echará de Iseldur... Mira si le cuenta a mi padre... dudoso que lo entienda. Y mi madre... peor. Solo Yrsa parece apoyarme.

Heather apretó su mano con firmeza, como transmitiéndole fuerza con un gesto más que con palabras.
—Escúchame bien, Astrid. No puedes vivir con miedo a lo que digan Einar o los demás. Si Harald de verdad te quiere —y Heather no pudo evitar sonreír con complicidad—, y yo veo que sí, entonces vale la pena. Pase lo que pase, no estarás sola. Yrsa y yo te apoyamos.

Astrid respiró hondo, sintiendo cómo el peso en su pecho se aligeraba, aunque no del todo.
—Gracias, Heather. A veces pienso que estoy loca por arriesgar tanto... por sentir tanto por él. Intenté disfrazar mis sentimientos, pero no funcionó. Cada vez que estoy con él... es como si hubiera encontrado un hogar. Y lo odio por eso... porque jamás me sentí así. ¿Crees que enloquecí?

—No —dijo Heather con firmeza, negando con la cabeza—. Loco sería dejar ir a alguien que de verdad amas.

Pero detrás de la puerta del barco, una sombra se tensó. Bjarne se había detenido sin querer, escuchando cada palabra como un cuchillo atravesando su conciencia. Su mandíbula se apretó, sus puños se cerraron. Harald... Astrid... y Einar.

Sabía perfectamente de qué era capaz Einar cuando el alcohol y la furia se mezclaban. Y lo peor: Einar era sangre de Krogan, sobrino de aquel hombre cruel y despiadado que no conocía límites. Si lo descubría, Harald no tendría escapatoria. Y Astrid... tal vez ella tampoco.

Toda su familia, por decisiones egoístas, estaba en juego... y todo por un enamoramiento que probablemente no duraría. Además, Harald era un forastero, alguien que prometía cuidar de Astrid, pero que podía irse en cualquier momento, dejando un vacío detrás. No podían confiar en él, menos aun cuando el honor de su familia estaba en juego. Solo su padre y su madre recordaban lo que había pasado... y Astrid también lo sabía, aunque ignoraba de qué isla provenían realmente. Sin duda, Viggo había aceptado que fueran a Berk porque, al llegar a Iseldur, Berk se había convertido en un pasado que nadie debía recordar. Astrid ignoraba que ella también venía del mismo lugar que Hipo Haddock III, el jinete de dragones.

Bjarne sintió un nudo en el estómago. No quería hacerle daño, pero algo tenía que hacer, quizá demostrarle que tenía razón, que Harald era un mal tipo... ¿pero y si no lo era? ¿Y si la única manera de protegerla era convencerla de terminar con Harald antes de que fuera demasiado tarde?

Su mirada se endureció en la oscuridad. "Después de la misión", pensó. "Hablaré con ella. Y tendrá que dejarlo... por las buenas... o por las malas."

Se alejó caminando hacia otra parte del barco, el corazón golpeándole el pecho. Cada palabra de Astrid, cada risa compartida con Heather, le retumbaba en la cabeza. Sabía que no podía quedarse quieto, pero tampoco estaba seguro de poder enfrentarse a eso.

Atrás, Astrid y Heather seguían hablando, riendo bajito, conspirando como amigas que planean algo imposible pero hermoso. Y mientras tanto, Bjarne se quedaba con su conflicto, atrapado entre la lealtad a su familia, el miedo por lo que podría suceder... y algo más que no sabía cómo nombrar.

La brisa salada del mar jugaba con los mechones de cabello de Astrid mientras se sentaba junto a Heather sobre una caja de madera, el sol reflejando destellos sobre las olas.

—Es bueno saber que al fin alguien me apoya en todo esto —dijo Astrid, soltando un suspiro que parecía llevarse un poco del peso que sentía en el pecho.

—Aun me duele que no me lo hayas contado antes —respondió Heather, acomodándose el cabello detrás de la oreja—. Al principio tenía mis dudas... pero luego te vi mirarlo y todas mis sospechas se disiparon.

Astrid giró ligeramente el rostro hacia el horizonte, jugando con el anillo oculto entre sus dedos.
—Lo que no soporto es que Einar se meta en todo y quiera que a fuerzas lo quiera... y Thyra, Dioses, que ella quiera involucrarse también con Harald ahora. Es como si viviera para buscarme pelea. Lo bueno es que Harald ya puso un alto, y lo mejor: ella y Kael van en otra parte del barco, así que no tengo que preocuparme de que escuchen esto. Yo... quisiera gritar a los cuatro vientos que amo a Harald, pero él... es más peligroso de lo que me gustaría admitir.

Heather apretó su hombro, dándole ánimo con un toque firme.
—Ya encontraremos una solución. Solo espero que no estemos equivocadas con esto.

Astrid arqueó una ceja, intrigada.
—¿A qué te refieres?

—A esta misión —Heather hizo un gesto hacia el mar y los barcos que se acercaban—. Todos estos tipos... no me caen bien. Viggo ha sido un líder excelente, aunque raro con sus leyes, pero me refiero a todo esto... una guerra contra un grupo de jinetes. Porque...

—Según dicen, es por Dagur —interrumpió Astrid—. Él dijo que el jinete tiene algo que Viggo ha buscado toda su vida. Y ahora lo saben. Pero Hipo no quiere entregarlo.

Astrid se tensó un instante al escuchar el nombre, y algo extraño se removió en su interior.
—¿Hipo? —dijo, un poco más suave, casi sin darse cuenta—. Ya lo tuteas, ¿eh? No vaya a ponerse celoso Harald... Dime... cuando estuviste sola con Harald en esa isla, ¿l jinete es guapo? O estabas demasiado ocupada con Harald.

—¡Qué dices! —protestó Astrid, llevando la mano a la frente—. Yo no quería aceptar a Harald ni quería sentir nada... obviamente no pasó nada.

Heather arqueó una ceja con picardía.
—Bien, pero dime... el tal Hipo, ¿es guapo?

Astrid miró al horizonte, distraída, jugando con el anillo de nuevo.
—No sé... no se deja ver. El día que lo vi estaba encapuchado, no se veía ni el color de su pelo... solo sus ojos, grises, y estaba cubierto y enmascarado. Además... le falta una pierna.

—¿Cómo Harald? —preguntó Heather, entornando los ojos.

—¿Qué? —Astrid frunció el ceño, confundida.

—Sí, Harald tampoco la tiene. ¿Te ha contado alguna vez cómo la perdió? —insistió Heather, acercándose un poco más, curiosa.

—Sí... dijo que fue en un ataque de dragones cuando era pequeño. Hubo una gran explosión, y cuando despertó... no tenía pierna.

—¿A qué edad?

—¿Por qué me preguntas eso? —Astrid la miró con un dejo de desconfianza, aunque su corazón latía más rápido.

—No sé... tu "Romeo" y el tal Hipo tienen demasiadas coincidencias. Pero seguro es paranoia mía... —Heather se encogió de hombros, mordiendo el labio—. Además, ¿cuántos vikingos hay en Iseldur y en todo el archipiélago sin piernas o brazos por culpa de los dragones? Además, el no vino porque está ocupado en Iseldur.

Astrid bajó la vista, jugueteando con el anillo. Por un momento, un pequeño atisbo de duda y curiosidad se sembró en ella, aunque lo ahogó de inmediato.

—Claro... además, Harald es mejor que Hipo, y ambas prótesis son distintas. —dijo, intentando sonar segura, pero su mirada no dejaba de vagar hacia el horizonte, imaginando los ojos grises de aquel jinete misterioso, o eran los mismos que los de Harald, aquella teoría no tenía sentido.

—Se nota que estás enamorada, eh, confías ciegamente —susurró Heather, guiñándole un ojo.

—Cállate, nos va a oír —Astrid estalló en una risa nerviosa, tapándose la boca con la mano.

Ambas se quedaron mirando el mar, riendo suavemente, mientras el barco avanzaba hacia su destino. El viento arrastraba su cabello y las olas golpeaban la madera como si acompañaran el murmullo de sus voces. Por un instante, todo parecía normal... hasta que, en el fondo de la mente de Astrid, un hilo de duda permaneció: Hipo y Harald... ¿podrían ser la misma persona? No, aquello era una paranoia de Heather, eso nada más...

。゚•┈୨♡୧┈•゚。

El viento del mar cortaba como cuchillas, arrastrando sal y espuma contra las rocas mientras el rugido de las olas se mezclaba con la tensión que flotaba en la cubierta. Chimuelo se movía inquieto al lado de Hipo, sus alas vibrando, emitiendo pequeños chillidos que parecían imitar la alarma en el pecho del joven jinete. Cada sonido del dragón parecía amplificar la furia contenida en la escena.

Estoico lo miró fijamente, la mirada penetrante atravesando la máscara de Hipo, como si quisiera despojarlo de cualquier excusa. Su voz estaba cargada de rabia y cansancio.
—Así que huiste a una isla desconocida, abandonando a tu padre... estabas ahí todo este tiempo. Mientras en Berk todos nos preguntábamos por qué no regresabas, por qué tu silencio... y yo enfrentando al consejo, respondiendo por ti, cubriendo tus huellas como si fueras un niño. —Sus puños se cerraron, las articulaciones crujieron—. ¡¿Qué demonios hacías en esa isla, Hipo?! Te prohibí irte.

Hipo respiró hondo, notando cómo el pecho le ardía bajo la armadura. El viento levantaba su capa y el chillido de Chimuelo se elevaba a su alrededor, inquieto. Por un instante quiso inventar otra excusa, pero sabía que las mentiras ya se habían agotado. Su voz salió firme, pero cargada de emoción.
—Lo hice por los dragones, padre. Además, dijiste que tenía edad para liderar Berk... eso significa que podía tomar decisiones. No podrías prohibirme nada.

—¿Por los dragones? —gruñó Estoico, incrédulo, con los ojos brillando—. ¡Pusiste a todos en peligro por una causa que ni siquiera entiendes! Se te saldrá de las manos, hijo, porque no es solo darles lo que quieren y volver a Berk.

Hipo dio un paso adelante, los dedos de sus manos temblando ligeramente bajo el guante de la armadura, y Chimuelo emitió un rugido bajo, como si respaldara cada palabra que su jinete iba a soltar.
—¡Porque yo sí lo entiendo! —gritó, la rabia temblando en su voz—. He visto lo que sufren... he visto cómo los cazadores los destrozan por pura ambición. No puedo quedarme en Berk, sentado en un salón con el consejo, mientras los matan ahí afuera. No puedo... y no quiero. Si les entrego el Ojo del Dragón... los encontrarán, los cazarán, los matarán... venderán... no sabes lo valioso que es esto, padre. Hemos descubierto secretos que ni siquiera imaginábamos.

Estoico sacó una de las lentes del Ojo del Dragón, el metal reluciendo bajo el sol.
—¿Te refieres al artefacto que puede leer estas lentes?
—¿De dónde la sacaste, papá? —preguntó Hipo, frunciendo el ceño.

—Gustav me dio un mapa —dijo Estoico, con una sombra de culpa en la voz—. Pensamos que si lo seguíamos podríamos... pero nos llevó a problemas. En fin, es historia para otro día. La lente está aquí. No sé cuál sea tu plan, pero si has estado más de un mes en esa isla y no has acabado con los cazadores... ¿qué caso tiene? Regresa a Berk antes que te descubran, podrían matarte.

—No, padre —Hipo lo interrumpió, la voz firme como acero—. Ganaré esta batalla y seguiré con la misión. Esta vez sí acabaré con ellos. He estado reuniendo información, y estoy cerca.

—¿Qué te ha pasado, hijo? —Estoico bajó la voz, como si reprochara algo que no podía entender—. A estas horas ya hubieras detenido a los cazadores y vuelto a Berk. ¿Qué pasa? ¿Acaso huyes de liderar Berk? ¿Por qué quieres quedarte en esa isla?

—No puedo, papá. No insistas. —Hipo bajó la cabeza un instante, pero su voz se mantuvo firme, y Chimuelo soltó un pequeño chirrido, como aprobando su decisión.

—Esa mirada... —Estoico lo señaló, la voz más suave, pero llena de interrogantes.
—¿Qué pasa con mi mirada? —Hipo lo desafió con los ojos, que se mantenían encendidos de determinación y preocupación.
—Una mujer... No me digas que es por una mujer. —Estoico respiró hondo, las arrugas de la frente marcando cada línea de su preocupación—. ¿Qué clase de mujer puedes haber encontrado en esa isla? No creí que fueras así.

Hipo tragó saliva, y por un instante sus pensamientos se desviaron hacia Astrid, su corazón latiendo con fuerza. Cada recuerdo de su rostro, de sus manos, de la risa compartida bajo el cielo nocturno, ardía dentro de él.
—No es por eso —dijo, apenas un susurro, pero la convicción en sus ojos lo delató.

—Lo es —Estoico lo miró con intensidad, reconociendo aquel brillo familiar—. Reconozco ese brillo en los ojos. Es por una mujer. Yo lo tuve con tu madre, así que dime... ¿tan importante es como para que no quieras regresar y te vistas de esta manera ocultando tú identidad, con una doble vida?

Hipo sintió un nudo en la garganta, y Chimuelo se acomodó a su lado, emitiendo un ronroneo bajo, casi como un recordatorio de que no estaba solo.
—Bien, si es una mujer... ¿pero no eras tú el que me decía que algún día me enamoraría? ¿Cuál es el problema?

—El problema es que le mientes y que además s de la isla enemiga de los dragones. —Estoico respiró hondo, golpeando ligeramente el hombro de Hipo con fuerza controlada—. ¿Ya le dijiste que eres Hipo Haddock III, heredero de Berk, y te aceptó? 

Hipo guardó silencio, la mandíbula apretada, mientras Chimuelo lanzaba un leve chillido, como anticipando la tormenta de palabras que estaba por venir.

—Ves que tengo razón —Estoico volvió la mirada hacia el horizonte—. Termina la discusión, gana la batalla y volvemos a Berk. A esa isla no vuelves ni por ella. Se me acabaron las excusas con el consejo, y no pienso exiliar a mi propio hijo.

—No. —Hipo lo dijo con voz firme, cada palabra marcada por la pasión de su convicción.

—¿Qué? —Estoico se tensó, sorprendido.

—Dije que no. Haré las cosas a mi manera. Y si fallo... fallaré a mi manera. Es mi pelea. Peleo por los dragones, por la paz. Por cuánta gente retorcida hay... no lo permitiré, al menos no en mi archipiélago.

—Hijo... esto te superará —Estoico respiró hondo, la furia cediendo un poco ante el orgullo y la preocupación.

—Puedes apoyarme o irte y exiliarme. Y sobre ella... no me importa que no la aceptes. La quiero, y eso es lo que importa.

Estoico negó con la cabeza, herido, pero con un rastro de comprensión.
—Siempre creyéndote más sabio que todos, ¿eh? Creí que al menos confiabas en mí, en tu padre.

Las palabras lo atravesaron como lanzas, pero Hipo levantó la cabeza, los ojos brillando con determinación y amor.
—Confío en ti... pero también confío en lo que me enseñaste —señaló su pecho, tocando el corazón—. Me enseñaste a proteger a los míos. Y Chimuelo no es "un simple dragón", es mi hermano. Ellos son mi gente. No permitiré que Viggo los condene a una guerra sin fin.

El silencio que siguió fue denso, roto solo por el rugido de las olas y los chillidos de Chimuelo, que parecía acompañar cada latido del corazón de su jinete.

—Si debo cargar con el enojo de Berk, con tu decepción... lo haré. Pero no daré un paso atrás. Prefiero que me odies a traicionar lo que creo.

Estoico lo miró largo rato, y por primera vez vio no a un muchacho testarudo, sino al hombre que Hipo estaba a punto de convertirse. Su mandíbula permanecía dura, pero la furia cedía frente a la resolución de su hijo.

—Bien —dijo finalmente, su voz más baja—. Estoy contigo en esto. Pero no digas que no te advertí que saldrás más lastimado de lo que crees...

Chimuelo dejó escapar un rugido bajo, como sellando aquel pacto silencioso entre padre e hijo, mientras el viento arrastraba la tensión de la pelea hacia el mar abierto.

。゚•┈୨♡୧┈•゚。

El atardecer apenas despuntaba, tiñendo el horizonte de tonos rojos y naranjas que parecían anunciar la sangre que estaba por correr. Hipo observaba desde lo alto de la colina, la brisa marina golpeándole el rostro mientras ajustaba la hebilla de su armadura. A su alrededor, los demás terminaban de colocarse las máscaras, el sonido metálico de las armas y las correas resonando como un eco de guerra.

Los dragones aguardaban, tensos, sus ojos reflejando el fuego del alba. Chimuelo daba vueltas inquieto, ansioso por desplegar las alas, y no estaba solo: un grupo de dragones salvajes, ganados con paciencia y respeto en semanas de preparación, se alzaba entre la niebla, listos para unirse a la lucha. Era más que un escuadrón; era un ejército.

—Ya no hay marcha atrás —dijo Patapez, rompiendo el silencio, mientras bajaba la visera de su casco.
—Nunca la hubo —respondió Hipo, su voz firme, más fría que el viento del norte.

Tacio y Patán intercambiaron una mirada nerviosa, pero asintieron con resolución. Tilda comprobaba una y otra vez sus cuchillas, incapaz de quedarse quieta, hasta que Hipo levantó la mano y todos guardaron silencio.

Desde la costa, los jinetes y dragones vigías encendieron una señal de humo. En el horizonte, como bestias de madera emergiendo del mar, los barcos enemigos comenzaban a tomar forma entre la neblina. Filas y filas de velas de barcos que parecían devorar la luz del sol.

El corazón de Hipo dio un vuelco. Pensó en Astrid, en lo que habían compartido la noche anterior, en la promesa muda de volver a verla. Se permitió un instante para aferrarse a esa fuerza, a esa chispa que lo mantenía erguido incluso cuando el miedo intentaba doblegarlo.

Acarició el cuello de Chimuelo, que gruñó con expectación.
—Es hora, amigo.

Los dragones rugieron al unísono, un sonido tan intenso que sacudió los árboles cercanos y vibró en la tierra misma. Cada jinete subió a su dragón con movimientos fluidos, pero Hipo sintió cómo su pecho se apretaba al recordar la reciente pelea con su padre, la discusión cargada de dolor y orgullo. Las palabras de Estoico aún resonaban en su mente: "Confío en ti, pero no dejes que tu terquedad los destruya...".

Hipo montó a Chimuelo, alzó la mano como señal para todos y, con voz grave, dejó escapar las palabras que sellarían ese momento:

—La batalla... ha comenzado.

。゚•┈୨♡୧┈•゚。

 

 

Nota de la autora:

 

Chapter 13: 13. Cuando la Calma se rompe - Parte 2

Chapter Text

El aire estaba cargado de electricidad y sal, un presagio que recorría la piel y los nervios como un hilo ardiente. En el barco, Astrid avanzaba entre la línea de vikingos, los pies firmes sobre la cubierta que crujía bajo su peso. Su corazón latía con fuerza, golpeando su pecho como un huracán de sensaciones: por un lado, la conversación con su hermano aún le recorría la mente —¿sabría algo de ella y Harald? Esperaba que no—. La tensión era tangible; cada vela que aparecía entre la bruma parecía un estandarte de amenaza, y cada sombra que se movía en el agua podía esconder una muerte inesperada...

Agradeció en silencio que Harald no estuviera allí. No sabía cuán letales podrían ser los jinetes. Siempre había llevado a su pueblo a la victoria, pero esta vez su rol era distinto: coordinar, dar órdenes, asegurar que las trampas estuvieran listas... Solo si algo fallaba, tomaría el hacha.

—Asegúrense de que las redes y barreras estén tensadas, los cañones listos y los arqueros preparados —la voz de Astrid cortó el murmullo del viento y del mar, firme, aunque sus dedos temblaban ligeramente mientras señalaba los puntos estratégicos—. Nadie se acerca sin pagar por ello. Eviten la raíz de dragón bajo mi mando. No queremos cadáveres. ¿Entendido?

—¡Sí, general! —exclamaron al unísono los soldados.

Astrid recorrió a cada soldado con la mirada, asegurándose de que comprendieran la importancia de cada movimiento. Sabía que, si caían, nadie más podría salvarlos. El pensamiento de perder a alguien bajo su mando le hizo apretar los labios. No permitiría que se derramara sangre innecesariamente.

Su reputación de mujer valiente estaba consolidada, pero en el fondo, sabía que liderar era proteger, incluso si eso significaba arriesgar su propia vida. Aun en medio de vikingos y dragones, dudaba de la necesidad de aquella guerra; Harald tenía razón: no todo conflicto merecía derramamiento de sangre. Por un instante, imaginó que, si Hipo y ella fueran amigos, podrían haber cambiado algo. Cerró los ojos y apartó el pensamiento; sus padres jamás se lo permitirían. No otra mancha en su honor.

Mientras estaba sumida en sus pensamientos, la voz de Ryker y la de un vikingo entrometido atravesaron la niebla y la distrajeron.

—jefe, la general Hofferson ordenó que no disparáramos raíz de dragón —dijo el vikingo con un tono que intentaba parecer firme—. ¿Tenemos que obedecer? Para eso la trajimos, y no nos puede decir que no la usemos, creo que ella nos cree cobardes por usarla.

—¿Cómo se atreve a pasar por alto nuestras órdenes, así como así? —bufó Ryker, la vena del cuello palpitándole—. Esto no son órdenes de mi hermano. No hagan caso, derríbenlos. Recuperen lo que es nuestro. ¡Traigan a Hipo Haddock ante Viggo, cueste lo que cueste! Me encargaré de recordarle a la general Hofferson quién manda.

Astrid cruzó los brazos, intentando mantener la calma mientras su mirada seguía las siluetas de las casas de la isla "La Orilla del Dragón". Un símbolo familiar llamó su atención por un instante, evocando recuerdos de la posada de los amigos de Harald, aquella S en la cabaña roja... pero lo apartó rápidamente de su mente. Ryker se detuvo a su lado, frunciendo el ceño con una mezcla de desdén y exigencia.

—¿Quién te crees que eres? Te dan un rango más del que ya tenías y crees que eres la jefa. No olvides cuál es tu lugar —reclamó Ryker con voz grave.

—¿De qué estás hablando? —preguntó Astrid, confundida.

—Ordenaste no dispararles raíz de dragón, dime ¿por qué te preocupas tanto por nuestros enemigos? —dijo, con la voz cargada de reproche—. Este no es momento de sentimentalismos, Hofferson. Creí que estabas lista para esto. Pero creo que mi hermano se equivocó contigo.

Astrid levantó la barbilla y apretó el mapa contra su pecho, inspirando profundamente antes de hablar.

—No es sentimentalismo... es prevención. Si atacamos sin cuidado, podemos perder más de lo que ganamos. Con las nuevas armas podemos intervenir justo en el momento preciso, asegurando que nadie salga herido. Incluso los jinetes. Como dijo Viggo, necesitamos que sobrevivan para encontrar el ojo del dragón. Y para hacer sufrir a Hipo Haddock.

Ryker la fulminó con la mirada, el aire alrededor de él cargado de tensión.

—Te dimos órdenes directas. Las flechas de raíz de dragón existen para esto. No vuelvas a actuar así, Astrid. Si tus sentimientos te distraen, olvídate de tu puesto... Puedo dárselo a Thyra, y ella no mostrará piedad, algo que tú pareces haber perdido. No queremos que tengas buenos sentimientos, necesitamos que sigas como eras antes, ¡ERES LA GENERAL HOFFERSON POR AMOR A THOR!, tú más que nadie no tenías corazón.

Antes de que pudiera responder, Bjarne dio un paso al frente. Sus cejas fruncidas mostraban seriedad, pero sus ojos irradiaban protección y confianza.

—¡Ella sabe lo que hace! Viggo confió en su trabajo. Coordina todo y mantiene a todos a salvo. No creo que Viggo quiera muerto al jinete de dragones; así nunca nos dirá dónde está el ojo del dragón ni las lentes que haya encontrado. Yo creo que su estrategia es buena.

Ryker bufó y se retiró hacia la cabina, mientras Astrid soltaba un leve suspiro de alivio, mezclado con culpa por haber dudado de sí misma. Cerró los ojos un instante, recordando la conversación con Harald aquella noche, cuando le confesó que nunca había matado un dragón. Esa idea —proteger sin destruir— la mantenía firme y centrada.

—Hm... supongo que no todo el mundo tiene corazón de piedra —musitó Ryker, lanzando una última mirada antes de desaparecer en la cabina—. Que no se repita. Te estaré observando; si vuelves a mostrar piedad, bajarás tu rango y tú misma irás por ellos. Y puedes despedirte de la isla.

Bjarne se giró hacia ella, apoyando la espalda en la baranda mientras la brisa le revolvía el cabello. Una sonrisa ladeada iluminó su rostro.

—Un poco de razón sí tiene... aunque estoy seguro de que Harald te está influyendo —dijo con un toque de burla, como si quisiera provocarla.

Astrid rodó los ojos, apoyando la espalda contra la baranda.

—¿Todavía con eso? No hay nada entre Harald y yo. Nada. Y no lo habrá. ¿Está claro?

Bjarne arqueó una ceja, divertido, cruzándose de brazos con aire retador.

—No te creo.

—Entonces estarías equivocado —replicó ella con una sonrisa traviesa, girando la cabeza y cruzando los brazos con determinación.

—Si él evita dañar a "la mercancía", ¿por qué tú tampoco quieres lastimarla? —preguntó, señalando hacia el horizonte con gesto exagerado, como si intentara comprender lo incomprensible.

Astrid suspiró, apoyando las manos sobre la baranda mientras su mirada se perdía entre la niebla y el oleaje.

—Porque es lo correcto. Podemos detenerlos, inmovilizarlos... pero no quiero que nadie muera innecesariamente. Y me refiero a todos. Somos líderes, no verdugos.

Bjarne soltó una carcajada ligera, medio resignado, mientras Astrid recuperaba la concentración. Cada cuerda tensada, cada red lista, cada alerta enviada a los jinetes era un paso más hacia la protección de todos. Inspiró profundo, sintiendo la brisa salada en los pulmones, y levantó la voz, clara y firme:

—¡Ahora! Activen las trampas en mi señal. Manténganse detrás de las líneas hasta que tengamos todo bajo control.

Astrid observó cómo todo estaba listo para el ataque. El corazón le latía con fuerza, una mezcla de alivio, agotamiento y gratitud se apoderó de ella. Harald había tenido razón: se podía ser fuerte sin perder la sensibilidad. Incluso en medio de la guerra, podía proteger a los inocentes y mantener la humanidad intacta.

。゚•┈୨♡୧┈•゚。

El viento del norte traía consigo un aliento salobre que se pegaba a la piel como una segunda armadura. Desde lo alto del acantilado, Hipo sentía ese sabor metálico en la boca; no era solo la sal del mar, era la antesala de la sangre. Bajo su capa, el cuero de su armadura se estremecía con cada ráfaga, y Chimuelo, a su lado, movía las alas con nerviosa expectación. La niebla lo cubría todo como una cortina de teatro a punto de levantarse.

Frente a ellos, la línea de barcos enemigos emergía poco a poco del gris. Sus velas negras ondeaban pesadas como estandartes de guerra, salpicadas de símbolos que parecían ojos vigilantes. Cada sombra que surgía del agua era un presagio. Cada crujido de madera, un tambor de guerra. La respiración de Hipo se volvió un compás medido: uno, dos, tres... igual que su padre le había enseñado para no dejarse dominar por el pánico.

—Recuerden sus posiciones —ordenó, su voz clara y cortante pese a la presión en el pecho—. No se trata solo de atacar; se trata de proteger. De proteger a los nuestros... y a los dragones.
Sus palabras se perdieron en el viento, pero Tácito, Patapez y el resto de jinetes asintieron. Sus ojos, medio ocultos bajo las máscaras de cuero, brillaban como acero bruñido. Detrás de ellos, los dragones estiraban el cuello, bufaban y chasqueaban las mandíbulas, percibiendo la tensión como si fuera electricidad en el aire.

—¡Al Valhala y más allá! —rugieron a coro, la consigna rebotando en los acantilados.

Hipo ajustó la correa de su armadura. Bajo el cuero frío sentía su corazón golpear como un martillo, no solo por la batalla inminente sino por la imagen persistente de Astrid. Sus dedos rozaron inconscientemente la empuñadura de la espada, y Chimuelo inclinó la cabeza hacia él, un rugido bajo, grave, como recordándole que no podía dudar. Cada decisión de esa noche podía cambiarlo todo.

«Esta es nuestra oportunidad... de acabar con esto», murmuró para sí. Pero el eco de las palabras de su padre resonaba todavía. ¿Hasta qué punto había traicionado los límites de su clan? Y, aun así, no se arrepentía. Porque en lo más hondo de su corazón —ese corazón que no dejaba de pertenecerle a Astrid Hofferson, aunque ella lo odiara— sabía que estaba luchando también por ella. Recordaba cuando intentó obligarse a dejar de sentir por ella y no pudo. Los dioses tenían que estar riéndose de él.

Un silbido cortó el aire. La primera flecha cayó en la roca a sus pies, rebotando en chispas. La batalla había comenzado oficialmente.

Hipo alzó la mano. Un gesto breve. El escuadrón se tensó. Era hora de lanzarse al vacío. Chimuelo rugió y saltó, desplegando las alas como una sombra viva; Hipo se inclinó en su lomo y juntos se lanzaron al aire. El resto de jinetes los siguió, dibujando un triángulo perfecto contra el cielo teñido de rojo y naranja por el sol agonizante.

En la playa, Estoico observaba. Rompecráneos resoplaba, inquieto.
—Que los dioses los protejan... —masculló Estoico entre dientes. La atmósfera estaba tan densa que parecía de plomo.

Abajo, los barcos enemigos cobraban vida. Catapultas y ballestas tensaban sus cuerdas, arrojando fuego y hierro sobre las olas. Llamas y chispas iluminaban la niebla, transformando el mar en un campo de batalla fantasmal. El aire olía a resina quemada y sal. Chimuelo se inclinó bruscamente, esquivando una lanza que surcó el aire con un zumbido agudo. Hipo sintió el impacto rozar la cola del dragón.

—¡Mantenganse en formación! —gritó. La voz le salió más áspera de lo que esperaba.

El corazón de Hipo era un tambor sordo. Pensó en Astrid, en su risa breve, en su mirada cuando hablaba de honor. Pensó en la promesa de volver. Ese recuerdo fue como un talismán contra el caos. Chimuelo rugió en respuesta, un rugido que decía: Estoy contigo.

—¡Ahora! —ordenó Hipo, y todos descendieron en picada, surcando el aire como flechas vivientes. La batalla había comenzado, y cada movimiento sería crucial, cada decisión tendría un peso que podía inclinar la balanza de la guerra.

。゚•┈୨♡୧┈•゚。

El primer contacto llegó como un rugido de metal y madera. Una de las embarcaciones quedó atrapada en una barrera de humo, levantando chispas y gritos mientras los jinetes y dragones descendían con precisión. Astrid apretó los labios, sintiendo el dolor en el pecho crecer: aunque nadie había resultado herido, el espectáculo de la batalla siempre le recordaba lo frágil que era la vida.

—¡Manténganse firmes! —ordenó, alzando las manos para indicar las posiciones—. No ataquen hasta que los tengamos controlados.

Chimuelo volaba cerca de los barcos enemigos, gruñendo y mostrando sus dientes, provocando a los atacantes para que cometieran errores. Los dragones aliados, bajo las órdenes de Hipo, descendieron en picada, levantando olas y empujando a los enemigos hacia las trampas que Astrid había colocado.

Ryker frunció el ceño y se acercó a ella:
—¿Sigues preocupándote por eso? —dijo, señalando los barcos atrapados—. ¡Si no eres más dura, nos costara la batalla!

—¡Estoy siendo objetiva...! —Astrid comenzó a replicar, pero su voz se quebró un instante. Su corazón latía con fuerza, imaginando a los hombres y dragones cayendo, y deseando que nadie resultara herido...

Einar intervino, firme:
—¡Ryker! Déjala. Ella sabe lo que hace. Todo esto está bajo control gracias a sus órdenes.

Ryker bufó, negando con la cabeza, pero se mantuvo en silencio, y Astrid aprovechó para concentrarse nuevamente.

—No tienes por qué defenderme, se cuidarme sola y no deseo nada que venga de ti, vete de aquí. —respondió Astrid

—Astrid...—dijo Einar.

—Muchachos, dirijan las flechas en dirección frontal, acecharemos por tierra. —ordeno Astrid

—Me gusta cómo piensa esta chica. —se rio Dagur.

—Ya la oyeron. Muévanse —dijo Heather.

Un pequeño flashback la golpeó con fuerza. Recordó cómo Harald le había dicho, la noche en que le confesó su temor de perder vidas: "Puedes protegerlos sin destruirlos. Esa es tu fuerza. Esa es tu verdadera habilidad." Astrid cerró los ojos un instante, dejando que esas palabras la llenaran de determinación.

—¡Ahora! —ordenó con voz firme, rompiendo el recuerdo—. ¡Empiecen a reducirlos, pero sin derramar sangre! Los queremos con vida.

Una serie de movimientos coordinados siguió sus órdenes: Nadie moriría innecesariamente, y la estrategia de Astrid se mostraba impecable.

Ryker, observando desde una roca cercana, suspiró y dijo finalmente:
—...Bien. Veo que has logrado controlar la situación sin perder la cabeza. No esperaba menos. Pero no vuelvas a flaquear así, ¿entendido?

Astrid asintió, con la respiración agitada y un hilo de alivio atravesando su pecho. Su hermano la miró con orgullo silencioso, mientras los dragones seguían luchando y los jinetes se preparaban para la siguiente ola.

—Gracias... —susurró Astrid, casi para sí misma—. Harald tenía razón... se puede ser fuerte y aun así proteger lo que es valioso.

El viento arrancó un rugido de los dragones, mezclándose con los golpes metálicos y los gritos de los enemigos, recordándole que esta batalla apenas comenzaba. Pero por primera vez desde que había asumido su papel de comandante, Astrid sintió que podía hacerlo... y que, tal vez, podría sobrevivir para contarlo.

。゚•┈୨♡୧┈•゚。

El viento golpeaba con fuerza, arrancando gritos y el olor salado del mar se mezclaba con el humo de las trampas que explotaban en chispas brillantes. Desde su posición, Hipo veía un caos que parecía bailar al compás de cada decisión calculada: barcos enemigos atrapados en redes que crujían como huesos, trampas que estallaban con un estallido seco y metálico, y dragones surcando los cielos con alas que cortaban el aire, dibujando círculos precisos mientras los jinetes maniobraban sobre las olas como sombras vivientes. Cada instante era un compás de tensión que podía decidir la vida o la muerte de alguien.

—¡Chimuelo, prepárate! —gritó Hipo, ajustando las riendas mientras un barco enemigo intentaba esquivar la primera red que Astrid había lanzado con maestría—. Es hora de ver a Viggo.

El dragón lanzó un rugido profundo, un sonido que vibraba en los huesos de Hipo, y descendió en picada hacia los atacantes. Cada aleteo del monstruo parecía calcular la trayectoria de las olas, de las flechas y de las lanzas; Hipo sintió que cada movimiento de Chimuelo era una extensión de su propio cuerpo, una coreografía de precisión mortal que debía ejecutar sin margen de error. El olor a sal y madera quemada subía hasta sus fosas nasales, mezclándose con la adrenalina que le hacía palpitar la sangre como tambores de guerra.

Desde lo alto, Hipo pudo distinguir a Astrid. La veía dar órdenes con calma en medio del estruendo: líneas de fuego que no buscaban matar, trampas calculadas, alertas precisas a sus hombres. Su mirada se detenía en cada detalle, en cada soldado, en cada dragón. Hipo frunció el ceño, admirado; no por debilidad, sino por la fuerza que requería mantener la compostura en ese infierno.

Un recuerdo fugaz lo atravesó, casi dulce en medio de la guerra: la noche en que Astrid le confesó que nunca había matado un dragón. "Proteger sin destruir... esa es tu fuerza". Hipo sonrió con un dejo de nostalgia. Ella no era débil; era increíblemente fuerte, y la forma en que lideraba su ejército lo hacía más sexy de lo que había imaginado jamás. No era solo su habilidad... era la intensidad con la que cuidaba a todos los suyos, incluso a los enemigos.

—¡Izquierda! —ordenó Hipo, apuntando hacia un grupo de hombres que intentaba flanquearlos desde la popa—. ¡No dejen que lleguen lejos! Hoy termina esto.

Chimuelo descendió con precisión letal, obligando a los atacantes a retroceder hacia las trampas que Astrid había colocado. Las redes cayeron como serpientes de hierro, atrapando a los más imprudentes y dejándolos atónitos sobre la cubierta. Hipo, con un toque apenas perceptible, ajustó la trayectoria de su dragón para que los enemigos cayeran aturdidos y no heridos de gravedad. El corazón le latía con fuerza, una mezcla de miedo y éxtasis; cada segundo contaba, cada error podía costar vidas.

—Ven, mira como la trampa del tramposo atrapa al tramposo... —se burló Hipo, con una risa baja que apenas resonó sobre el rugido del mar—. Ay, dioses, que digo... hablo como Dagur.

Mientras tanto, las flechas silbaban, los martillos golpeaban el hierro de los barcos enemigos y los gritos de los hombres se mezclaban con los rugidos de dragón y el crujido de las redes tensadas. Cada sensación golpeaba a Hipo con fuerza: el calor de la batalla, la humedad en la piel, la bruma salada que le picaba los ojos, y el vértigo de saber que, si fallaba, nadie más podía salvarlos.

Observó a Ryker y Bjarne en la línea de mando. Sus movimientos eran precisos, coordinando hombres, dragones y armas. El respeto entre ellos era tangible. Hipo sintió un nudo en la garganta: la batalla no era solo fuerza bruta, sino confianza, estrategia y liderazgo compartido. Cada mirada que cruzaba con Astrid, aunque ella no lo supiera, reforzaba su determinación.

—¡Ahora, golpeen las cubiertas! —gritó un Patapez desde la proa, y Hipo inclinó a Chimuelo, derribando a un enemigo que intentaba huir—. ¡No hay tregua!

Chimuelo rugió a su lado, y el sonido resonó como un tambor de guerra, recordándole que cada segundo contaba. Hipo acarició el cuello del dragón mientras esquivaban otra lanza. Su mente estaba unida a la de la criatura; cada aleteo, cada giro, cada respiración formaba parte de una sincronía perfecta. Por ahora, la línea estaba bajo control, pero la amenaza de Viggo y sus fuerzas seguía flotando como un fantasma sobre el horizonte.

Hipo sentía algo más que la urgencia de la batalla: sentía la tensión que Astrid exudaba desde abajo. Cada movimiento de ella era calculado, pero había en sus ojos un brillo de ansiedad y determinación que lo atravesaba incluso desde la altura. Su corazón se aceleraba, mezclando miedo, excitación y un deseo silencioso de protegerla. Sabía que, pese a la máscara y el disfraz, parte de su yo verdadero estaba expuesto en cada orden que ella daba.

—Bien hecho, amigo —susurró, acariciando el cuello de Chimuelo mientras esquivaban otra flecha—. Por ahora los tenemos bajo control. Pero esto es solo el comienzo.

El cielo se teñía de naranja y rojo por el sol que comenzaba a descender, mezclando su luz con el humo de las catapultas y el rocío salado de las olas. Cada instante era un cuadro pintado con sangre, fuego y sudor. Hipo comprendió algo que la batalla le estaba enseñando con cada latido: la verdadera fuerza no estaba solo en la espada ni en los dragones, sino en quienes coordinaban, quienes tomaban decisiones difíciles, quienes protegían a los suyos, aunque los riesgos fueran inmensos.

Observó a Astrid mientras lanzaba otra orden, asegurándose de que ningún hombre o dragón cayera innecesariamente. La forma en que levantaba la voz, señalaba posiciones y ajustaba las trampas, era casi un acto de arte: cada gesto medido, cada mirada controlando la línea, cada respiración sincronizada con el pulso de la batalla. Hipo sintió un sobresalto en el pecho. No era Harald ahora, pero s pudiera bajara su quitaba la mascará y le daba un beso,  la forma de Astrid, su fuerza y su capacidad de liderazgo, lo dejaba sin aliento.

El rugido de Chimuelo volvió a cortar el aire, esta vez más cercano, resonando con cada golpe de ola y cada impacto de metal. Hipo miró abajo: los barcos enemigos intentaban reorganizarse, pero los dragones aliados y las trampas coordinadas por Astrid los mantenían en jaque. Cada acción que tomaban reforzaba la idea de que podían ganar sin sacrificar vidas innecesariamente, y ese pensamiento lo llenó de un orgullo silencioso.

—No hay vuelta atrás —murmuró para sí, ajustando la empuñadura de la espada y respirando profundamente—. Hoy demostramos que se puede luchar con honor y proteger a los inocentes. Cada vida salvada vale más que cualquier victoria.

El rugido del mar, los golpes metálicos, los gritos humanos y los aleteos de dragón se mezclaban en una sinfonía caótica. Hipo sintió, por primera vez en mucho tiempo, que confiaba plenamente en Astrid. Que podían mantener el control y sobrevivir. Y mientras Chimuelo trazaba otra curva elegante entre las olas, Hipo supo que, aunque la batalla estaba lejos de terminar, esa coordinación, ese respeto mutuo y ese liderazgo compartido, eran su mayor arma.

El aire olía a sal, humo y hierro. Cada segundo contaba, cada movimiento era decisivo, y cada mirada entre Hipo y Astrid, aunque distante y velada por la distancia y la confusión de la batalla, contenía la promesa de confianza, respeto y algo más que ninguno de los dos estaba listo para admitir.

Hipo acarició de nuevo a Chimuelo, sintiendo la tensión en el aire y en su corazón, y supo que, mientras pudiera mantener esa conexión, podrían enfrentar cualquier desafío, incluso Viggo, incluso la muerte misma. Y aunque nadie lo sabía todavía, esa batalla no solo decidiría vidas, sino también corazones.

。゚•┈୨♡୧┈•゚。

Las olas golpeaban los cascos de los barcos con la fuerza de martillos, levantando espuma helada que empapaba tablones y botas. El aire olía a sal, hierro y pólvora, cargado de chispas y humo, y cada bocanada hacía que el corazón de Astrid latiera con más fuerza. Un instinto antiguo le gritaba que lo peor estaba a punto de desatarse. Sus ojos recorrían el campo sin descanso: redes tensas que vibraban con la tensión, cañones cebados y arqueros en posición, cada uno conteniendo la respiración ante lo que se avecinaba. Cada orden que daba era una cuerda más que mantenía unida a su gente, un hilo que podía decidir quién viviría y quién no.

—¡Cuidado con los jinetes de la derecha y ustedes, a la izquierda! —su voz cortó el estruendo de las olas y el choque del metal—. Si se acercan demasiado, inmovilizadlos. ¡Sin heridas graves!

Sus dedos señalaban puntos concretos mientras caminaba a paso rápido sobre la cubierta que crujía bajo su peso. Ajustaba sogas, rectificaba posiciones, hacía señas con el brazo para indicar ángulos de tiro. La bruma olía a pólvora y a miedo, y en cada respiro sentía el ardor del riesgo inminente.

Un rugido profundo y ominoso atravesó el aire, arrancando a los hombres de su concentración. La neblina se abrió como un telón de teatro, revelando a Eructo y Guácara, el Cremallerus de dos cabezas. Dos jinetes rubios lo guiaban con precisión mortal, y el dragón exhaló una nube de gas que chispeó al contacto con las brasas de los cañones. Un destello, un estallido, astillas y humo envolvieron la línea defensiva, dejando aturdidos a varios soldados. El corazón de Astrid dio un vuelco. Si alguien caía ahora, no sería culpa de su estrategia, sino del azar y la locura de la guerra.

—¡Cuidado! —chilló uno de los vikingos, tropezando y retrocediendo, las manos temblorosas—. ¡Va directo a nuestras líneas!

Astrid tragó saliva y sintió cómo un nudo le oprimía el pecho. Este era el momento definitivo: mantener a todos vivos mientras el caos rugía a su alrededor.

—¡Dagur! —ordenó con voz firme, cada sílaba cortando como acero—. Cubre el flanco izquierdo. ¡Tú, hermano, asegura el derecho! Yo coordinaré las trampas. ¡No dejéis que ese monstruo toque la línea principal!

Dagur se volvió hacia ella con un gruñido, los dientes apretados, el hacha temblando en la mano. Sus ojos, normalmente seguros, ahora mostraban una chispa de miedo que Astrid debía ignorar.

—No entiendo por qué diablos te preocupas tanto por ellos, solo déjalos venir —escupió, señalando hacia los jinetes que giraban como sombras sobre las olas—. ¡Concéntrate en atacar! Necesitamos a Hipo para Viggo. Mi hermano no va a salir de esta. Además, se cansarán antes que nosotros; nosotros tenemos un ejército, ellos solo unos pocos jinetes.

Astrid clavó los talones en la cubierta y se giró hacia él, la mandíbula tensa y los ojos ardiendo.

—¡Porque si lo derriban, podrían morir! —su voz tembló apenas, pero el fuego en su mirada era implacable—. Esto no es solo fuerza bruta... ¡estamos protegiendo vidas de los nuestros! Y si hieren al dragón de Hipo, no saldremos vivos de aquí. Y aunque sean pocos, él derrotó a la Muerte Roja... ¿te dice algo eso?

Bjarne dio un paso al frente, interponiéndose entre ellos con una sonrisa ladeada que no alcanzaba a suavizar la tensión de la batalla.

—Muy inteligente, rubia —dijo con un tono burlón, pero lleno de respeto—. Cuando esto termine, podría presentarte a Hipo. Alguien tan quisquilloso como tú quedaría bien... a menos que estés con el idiota de Einar.

—Estamos en medio de una batalla y tú hablando de eso —replicó Astrid, con un hilo de irritación y una chispa de humor—. Primero muerta a estar con ese imbécil.

—Sin duda —continuó Bjarne, divertido—. Ya decía yo que no podrías estar con tal pendejo. A Hipo le vas a gustar mucho.

—Me importa poco, ¡concéntrense! —cortó Astrid, apoyando la palma de la mano en la baranda, sintiendo la vibración de cada impacto en los cascos de los barcos.

Dagur bufó, cruzando los brazos con arrogancia, pero el gesto se suavizó al ver la determinación en los ojos de Astrid.

—Está bien... —murmuró, bajando la voz—. Pero no vuelvas a flaquear así, ¿entendido? Tu puesto depende de tu cabeza fría. Pensé que eras más salvaje. Tienes corazón... y en este trabajo no hay sitio para débiles. No dejes que la reputación que te has ganado se vaya al carajo por unos jinetes tan idiotas como Einar, que ni una orden puede seguir.

—No les hagas caso, están celosos de que tenga un cargo tan importante —dijo Heather, con el hacha doble apoyada contra el hombro y el sudor resbalando por la frente.

Astrid cerró los ojos un momento, inhalando profundamente, dejando que la brisa salada y el olor a pólvora la estabilizaran. Volvió a su mente la conversación con Harald, aquella noche bajo el cielo estrellado: "Puedes proteger sin destruir. Esa es tu fuerza. Esa es tu verdadera habilidad." Inspiró hondo, dejando que esas palabras renovaran su determinación.

—¡Ahora! —bramó, la voz cortando el rugido de las olas y los cañones—. ¡Activen las trampas! Cuando llegue el momento... inmovilícenlos. Entramos en campo prohibido.

Una sombra se movió rápidamente por el campo: Colmillo y su jinete, Patán, irrumpieron en la línea de Astrid con maniobras ensayadas, esquivando flechas y moviéndose como un torbellino de peligro. Patán gritaba y reía, celebrando el caos como si fuera un juego.

Astrid contuvo la respiración. Cada músculo de su cuerpo estaba en tensión, calculando el instante perfecto. Con un movimiento rápido, activó una de las redes ocultas bajo las hojas de la cubierta. El mecanismo se cerró sobre Colmillo y Patán antes de que pudieran reaccionar, arrancando un chillido al jinete y obligando al dragón a perder equilibrio y fuerza.

—¡NOOO! —gritó Patán, golpeando la red con frustración mientras intentaba liberarse.

—¡Hipo, tienen a Patán! —gritó Patapez desde el agua, hundiendo un barco enemigo mientras esquivaba balas de cañón y movía su dragón con precisión.

Hipo giró la cabeza hacia el grito, el viento azotándole el rostro, el corazón latiendo con fuerza y la adrenalina recorriendo cada fibra de su cuerpo.

—Voy por él. Ustedes sigan derribándolos. Protejan a sus dragones de las flechas. Cuiden sus puntos débiles... ¡o estamos fritos! —ordenó, firme, decidido.

—Como órdenes, jefe —respondió Tacio, lanzándose en picada junto a su hermana. Eructo y Guácara dejaron tras de sí una estela de gas que, al encenderse, iluminó el campo como un relámpago verde, proyectando sombras que bailaban sobre la bruma y el agua.

Los gritos, el humo y la ansiedad se mezclaban en un mar de caos, cada instante lleno de peligro y tensión. Pero Viggo permanecía oculto en las sombras, observando con ojos calculadores a Hipo y a sus aliados. Su plan era claro: derribar primero al joven jinete, hablar después. Aquella batalla era solo la carnada. Habían buscado su punto débil sin éxito; Chimuelo e Hipo eran invencibles juntos. Aun así, Viggo confiaba en encontrar alguna grieta, algún error, para apoderarse del Ojo del Dragón y controlar todas las bestias aladas.

Astrid, por su parte, sintió un alivio momentáneo: nadie había muerto aún, su estrategia funcionaba. Heather apareció a su lado, sudor en la frente y hacha en mano, intentando infundirle ánimo.

—Lo estás haciendo excelente, Astrid —dijo con una sonrisa breve, la mirada brillando de respeto y camaradería.

Astrid inhaló profundamente, dejando que el olor a sal y pólvora le recordara la magnitud del desafío. Cada decisión, cada movimiento calculado, era un acto de liderazgo y cuidado. La batalla estaba lejos de terminar, pero por primera vez sentía que podía mantener a todos con vida, y que su fuerza no residía solo en la espada, sino en la inteligencia y el corazón que guiaban sus órdenes.

Pero la calma duró apenas un suspiro. Un rugido profundo, más cercano, retumbó en la costa como un tambor de guerra. Chimuelo e Hipo habían llegado. La sombra negra descendió como una tormenta sobre las defensas, y los ojos verdes del jinete brillaban como fuego de aurora, un verde que a Astrid le resultaba inquietantemente familiar, y a la vez desconcertante. La presión en su pecho se hizo insoportable, un peso que le apretaba las costillas mientras su respiración se volvía corta y rápida.

—¡Atrás! No dejen que lo liberen —gritó Astrid, girándose entre redes y postes, señalando con la lanza—. ¡Activen las trampas secundarias! ¡No permitáis que llegue al corazón de nuestra línea! ¡No nos sacarán de aquí hasta tener el Ojo del Dragón!

—¡Hipo, vete! Te atraparán también —advirtió Patán, retrocediendo un paso, el miedo evidente en su voz.

Hipo distinguió a Astrid entre el caos: pies firmes, hombros tensos, la trenza pegada al rostro húmedo por el rocío y el sudor. Un nudo le encogió el estómago. Si se acercaba demasiado, podría herirla... o ella a él. Se inclinó hacia Chimuelo, bajando la voz:

—Cuidado con ella, amigo. Solo vamos a hacerlos huir para liberar a Patán e impedir que lleguen a las cabañas. No quiero que vean a Gustav ni a papá —susurró, acariciando la piel oscura del dragón con suavidad.

Chimuelo resopló y plegó ligeramente las alas, conteniendo su fuerza, como si entendiera que debía ser cuidadoso.

Desde la playa, Astrid vio cómo se acercaban: la silueta negra del dragón cortando la bruma como una flecha, Hipo en su lomo. La tensión le apretó el pecho como un puño de hierro. Dio un paso al frente, la lanza brillante bajo la luz mortecina, el corazón latiéndole a toda prisa.

—¡No tengan miedo! Protejan al rehén, llévenlo con Viggo —bramó, girándose hacia los suyos que dudaban—. ¡No les hará daño! ¡NO ABANDONEN LA ISLA!

Hipo la observó. Conocía ese gesto: mandíbula apretada, ojos brillando más de rabia que de miedo. Estaba frustrada, y él no podía evitarlo. No quería verla cargar con la culpa de hombres cobardes. Apretó los puños sobre la montura de Chimuelo.

Si la provocaba un poco, reaccionaría. Se centraría. Era lo que siempre hacía cuando dudaba.

Sonrió bajo la máscara, modulando la voz para que ella no lo reconociera.

—Oye, linda... —dijo Hipo, con un tono rasposo y divertido mientras Chimuelo descendía—. Creo que te falló un poco eso de entrenar a tus hombres para que fueran... menos gallinas.

Astrid parpadeó. Por un instante, esa cadencia, ese descaro... No, no podía ser. Pero un recuerdo se filtró: Harald riendo bajo las estrellas, su voz hablándole de proteger sin destruir, de la compasión incluso en medio de la batalla. Sacudió la cabeza. Concéntrate, Astrid. No es Harald.

Se irguió en la arena, los nudillos blancos sobre la lanza.

—¿Gallinas? —replicó, el brillo de sus ojos desafiantes—. Al menos mis hombres no se esconden detrás de máscaras para parecer valientes.

Hipo inclinó la cabeza lentamente, burlón, sus ojos verdes brillando a través de la máscara, evaluando cada gesto de Astrid.

—Oh, pero esta máscara no es por miedo, princesa —dijo, dejando escapar una ligera risa que se mezclaba con el rugido de Chimuelo—. Es por estilo... y para que no te distraigas mirándome demasiado.

Astrid sintió un calor subirles a las mejillas, pero no bajó la vista.

—No me distraen los enemigos incompetentes, ni los enmascarados —respondió, apuntando la lanza hacia el dragón—. Última advertencia: aléjate antes de que tenga que demostrarlo.

Chimuelo soltó un rugido bajo. Hipo inclinó apenas su cuerpo, saludándola con un movimiento sutil, como un gesto privado entre ellos.

—Demostrarlo, ¿eh? —murmuró, su voz baja y provocativa—. Eso suena a reto. Siempre me gustaron tus retos... aunque sueles perder.

Astrid apretó los dientes. Maldición.

Ordenó a Chimuelo liberar a Patán, y el dragón obedeció con un rugido, moviéndose con precisión.

—Déjame solo con la señorita, ve a ayudar a los demás —dijo Hipo, ajustando la empuñadura de su espada mientras aterrizaba con suavidad.

—Hipo, creo que me veré menos idiota de lo que quiero aparentar, pero... ¿en realidad amamos tanto a esta isla como para morir por ella? —preguntó Astrid, manteniendo la lanza firme, la arena levantándose bajo sus pies.

—Si no protegemos esta isla, irán a Berk, y no permitiré eso —respondió él, firme, sus ojos verdes encontrando los suyos por un instante.

—Entonces, ¿qué harás? —replicó ella, la voz tensa pero firme.

—Creo que... solo sigan luchando. Esto terminará pronto —dijo él, y su risa breve, casi dulce, se filtró entre el estruendo de la batalla.

—Quizá me subestimas. Quizá no soy quien crees. Quizá... te sorprenda —añadió, inclinándose ligeramente, como midiendo el riesgo.

Astrid sintió que el suelo vibraba bajo sus pies por la explosión cercana, pero la sacudida mayor venía de dentro.

—Hablas demasiado. Baja y pelea limpio... o vete —le ordenó, apretando la lanza.

Hipo se inclinó más cerca, la máscara apenas a medio metro, la voz baja y provocativa:

—¿Y si bajo, me prometes no matarme?

Astrid alzó la lanza y sonrió con frialdad:

—Yo no prometo nada.

Chimuelo bufó suavemente, e Hipo soltó una carcajada breve, más nerviosa de lo que quería mostrar.

—Entonces correré el riesgo —dijo, y con un giro ágil, saltó del dragón, la arena levantándose en un remolino de polvo y sal.

El jinete cayó a dos metros de Astrid, sus botas clavándose en la arena mientras ella apuntaba con la lanza, el corazón latiéndole frenéticamente.

—Así que al fin bajas —escupió ella, con los ojos brillando de ira—. ¿Vienes a pelear o a seguir hablando?

Hipo inclinó la cabeza, evaluándola, midiendo la distancia entre ellos con calma y cuidado.

—Depende de lo que desees... ¿quieres un baile o un combate? Espero la segunda opción, soy pésimo bailarín —susurró, casi suave, y el filo de su voz la hizo apretar la lanza aún más.

Astrid avanzó primero, girando el hacha hacia su costado. Él esquivó con un movimiento fluido, desviando el golpe con la empuñadura de su espada. Chispa contra chispa, el sonido metálico retumbaba en la arena.

De repente, sintió la espalda presionando contra un pecho firme, un brazo fuerte rodeando su cintura. Su hacha cayó a la arena. Un cordel de la silla de Chimuelo se enroscó suavemente sobre su muñeca y cintura, controlando su movimiento sin apretarla demasiado, dejando espacio para moverse, pero sin escapar.

—¡Suéltame! —jadeó Astrid, el pelo pegado al rostro.

La máscara se inclinó hasta su oído, la voz baja y cálida:

—Podrías soltarte si quisieras. Sé que podrías... pero necesito poder irme sin perder mi cabeza.

Se quedó rígida, los ojos buscando los suyos detrás de la máscara.

—¿Quién demonios eres...? —su tono tembló apenas.

Él rio suavemente, casi familiar, girándola para mirarla frente a frente.

—Solo un enemigo que no quiere ver herida a una señorita tan hermosa, o un don Juan como dijiste la última vez.

Astrid dio un paso atrás, furiosa por la inmovilización, y aun así algo en su pecho se aflojó al escuchar esa voz cálida y protectora.

—No necesito tu compasión. Si vas a pelear, hazlo. Si vas a huir, hazlo ahora —dijo ella, firme.

Hipo bajó la vista un instante, y por un segundo, el sonido del rugido de Chimuelo, de las olas y los gritos quedó en segundo plano.
—No te equivoques, Astrid. Yo no huyo. —Alzó su espada en guardia, pero la hoja temblaba apenas—. Sólo quiero que sobrevivas. Y te des cuenta que estas jugando al bando equivocado.

Ella tragó saliva. Habla igual que Harald. Sacudió la cabeza y avanzó.
—Entonces lucha. Porque no pienso caer sin saber quién eres y porque crees que estoy equivocada.

Él esquivó su embestida una vez más, sin responder, giró sobre sí mismo y de un salto regresó a Chimuelo, que rugió impaciente. La miró desde arriba, la máscara brillando por un instante con la luz de las llamas.

—Algún día lo sabrás. Pero hoy no es ese día. —Su voz se quebró apenas en la última frase.

No era un enemigo cualquiera.
No podía serlo.

Astrid alzó la vista, y sus ojos se cruzaron con los del jinete enmascarado. Por un instante, todo el mundo pareció desvanecerse: la bruma, el rugido del dragón, el estruendo de la batalla. Solo quedaron ellos, fijos el uno en el otro.
Los ojos del enmascarado brillaban intensamente, verdes como esmeraldas bajo la luz del fuego y el humo, y por un instante, Astrid sintió un estremecimiento que no entendía.
—Tus ojos... —susurró, como si decirlo pudiera atraparlo—... son verdes. Como... como los de Harald.

La frase se perdió entre el rugido del dragón, pero el impacto quedó en su pecho. No había palabras, solo ese instante suspendido en el tiempo, donde el miedo, la adrenalina y algo indefinible latían al mismo ritmo.

El viento traía olor a sal, metal caliente y madera chamuscada. Cada ráfaga parecía cortar la piel. Hipo volvía a subir a Chimuelo, sus músculos tensos, la capa negra agitando tras él. El dragón resopló, alzando las alas con un golpe que hizo temblar las tablas bajo sus patas. Justo cuando estaba por despegar, una sombra se cruzó en su camino.

Einar.

El vikingo descendió del barco con un salto, el hacha doble balanceándose en sus manos, los ojos ardiendo de furia. La espuma del mar salpicaba sobre su rostro mientras avanzaba como una bestia que había olfateado sangre.

—¡Baja de ese maldito dragón, cobarde! —gritó, la voz resonando entre las olas y el fragor de los cañones—. ¡Te voy a arrancar la máscara y la vida! ¿Cómo te atreves a tocarla así?

Hipo se quedó inmóvil un instante, con el corazón golpeando el pecho como un tambor de guerra. Ese idiota... la noche anterior había cruzado límites imperdonables, y ahora tenía la audacia de llamarlo cobarde. Chimuelo bufó, bajo y amenazante, retrocediendo un paso para darle espacio a su jinete. Con un salto calculado, Hipo descendió a la cubierta, la capa ondeando tras él, las botas golpeando la madera con un sonido seco y definitivo. Sin decir palabra, inclinó apenas la cabeza, como aceptando el desafío silencioso.

Astrid, aún "atrapada" entre las sogas, apretó los puños hasta que los nudillos se pusieron blancos. Que no se acerque... rogó. Pero algo en su interior vibraba con anticipación, un hilo de esperanza: Hipo... ¿qué harás?

Einar cargó con un rugido que sacudió la bruma. Su hacha descendió como un rayo buscando la cabeza de Hipo. Pero Hipo giró con agilidad, esquivando el golpe y usando la pierna de metal para impactar la rodilla de Einar. Un crujido seco resonó. El vikingo gritó, tambaleando, y Hipo, con precisión quirúrgica, le lanzó un puñetazo en el estómago, doblándolo. Sin darle tiempo a reaccionar, un rodillazo directo a la entrepierna lo hizo caer de rodillas, jadeando y con los ojos desorbitados.

—Eso es por ella —susurró Hipo, tan cerca que solo Einar lo oyó.

El vikingo intentó alzar el hacha, pero Hipo lo pateó en la cara, un golpe limpio que hizo brotar sangre y lo estrelló contra un poste. Con un giro rápido, tomó una de las redes del suelo y la lanzó, atrapando los brazos y el torso de Einar en segundos. Jadeaba, impotente, la respiración entrecortada.

Astrid observaba la escena con el corazón martillándole. La fuerza, la precisión, la rabia contenida... era exactamente la misma energía que recordaba de Harald, en esos momentos secretos donde la protegía de todo y de todos. Su respiración era lenta, contenida, mientras fingía estar atrapada, observando cada movimiento del enmascarado.

Hipo se inclinó sobre Einar, sujetando el cabello del vikingo para obligarlo a mirar la máscara. Sus ojos verdes brillaban como un fuego contenido:

—No vuelvas a tocarla. Ni con los ojos —dijo con voz afilada—. Si no tienes el valor de enfrentarte a alguien de tu tamaño, calla y muerde el polvo.

Un golpe seco en el estómago dejó a Einar sin aire. Cayó retorciéndose, atado y derrotado, mientras Chimuelo rugía detrás, proyectando su sombra sobre el vikingo como un augurio de poder y dominio.

Con un movimiento casi imperceptible, Hipo soltó la soga que simulaba atrapar a Astrid. Ella sintió el nudo ceder y quedó libre, sus manos temblando mientras los dedos se cerraban sobre la lanza. Sin apartar los ojos de Hipo, respiró profundo y dio un paso firme.

—¡Llévenselo al barco! —ordenó con voz firme, apuntando hacia Einar.

Hipo se giró con fluidez, subió al lomo de Chimuelo y se colocó firme. Antes de alzar vuelo, lanzó una última frase, cargada de autoridad y cuidado:

—Cuida de los tuyos, Astrid. Yo ya me encargué de la basura.

El rugido de Chimuelo cortó el aire, y las alas del dragón golpearon con fuerza ensordecedora, levantando nubes de sal y arena. Hipo ascendió, la capa ondeando tras él como sombra en el crepúsculo. Astrid quedó en la playa, respirando con dificultad, el corazón todavía martillando. Sus ojos siguieron la silueta de Hipo y Chimuelo hasta que desaparecieron entre la bruma, las olas y los dragones que surcaban el cielo como tambores de guerra.

Inspiró hondo, plantando los pies firmes sobre la arena, y giró hacia los hombres que avanzaban hacia los barcos:

—¡Todos listos! —gritó, la voz cortante y clara como acero—. ¡Control total de las líneas! Recuerden: inmovilizar, no matar. ¡Cada decisión cuenta!

Los soldados, viendo su postura segura y la determinación en su mirada, comenzaron a reagruparse. Ryker, aún con el ceño fruncido, murmuró con un hilo de admiración:

—Excelente... Lo hiciste bien. Incluso con tu "sentimentalismo", eres increíble en esto.

Astrid no respondió, pero un hilo de alivio le recorrió el pecho. La bruma del mar se mezclaba con el humo de los barcos enemigos; el aire vibraba con los batidos de alas y rugidos de dragones. La línea defensiva se cerró como un puño. Todo estaba listo para la siguiente fase.

Por un momento, se quedó contemplando el cielo, siguiendo con la mirada la dirección de Hipo y Chimuelo hasta que desaparecieron entre la bruma y las olas. Un pensamiento cruzó su mente como un rayo: Harald... te necesito.

No dijo nada. Solo respiró hondo, dejando que la determinación y el recuerdo de Hipo —sus ojos verdes, su forma de moverse, la manera de protegerla— se mezclaran con la fuerza que necesitaba. Casi como si Harald estuviera protegiéndola.

Astrid estaba lista. Lista para proteger a todos sin perder lo que la hacía humana... y sin saber que el hombre que había salvado el día frente a ella era aquel que le había enseñado, con cada gesto y palabra, cómo cuidar lo que más amaba.

。゚•┈୨♡୧┈•゚。

El rugido de los dragones se apagaba gradualmente, dejando un eco de alas y metal que aún vibraba en el aire. Pero Astrid no podía relajarse. Desde la colina, un mensajero corrió, empapado de sudor, el estandarte de Viggo ondeando tras de él como un aviso de guerra.

—General Astrid —jadeó, inclinándose brevemente—. Órdenes directas: deben invadir la zona del jinete enemigo. Tu misión es encontrarlo y asegurarte de que el Ojo del Dragón caiga en nuestras manos. Thyra irá contigo.

El corazón de Astrid se aceleró, un peso frío y pesado asentándose en su pecho. Esto no era defensa; era ataque directo, riesgo puro. Cada músculo se tensó, consciente de que un error podía significar muerte inmediata.

—¿Thyra también? —preguntó, el filo de duda apenas perceptible en su voz—. ¿Podremos...?

El mensajero asintió con firmeza, rígido como una estatua:

—Viggo insiste. Esta es la única oportunidad de recuperar el Ojo antes de que caiga en manos equivocadas.

Astrid inspiró hondo y giró. Thyra estaba allí, detrás de ella, con la sonrisa torcida y ojos que brillaban con malicia, afilados como cuchillas. Cada paso de la chica parecía medir el suyo, cada respiración un desafío silencioso.

—Me temo que así será... a menos que decidas matarme —dijo Thyra, con un hilo de burla que cortaba el aire como un cuchillo.

Astrid la miró de reojo, imperturbable, la mandíbula firme y los dedos apretando las armas. No dejaría que la intimidara.

—Prepárate —dijo con voz firme—. Vamos a invadir la zona. Cada movimiento cuenta, cada decisión es crucial. No hay margen de error.

Thyra la examinó con una mezcla de diversión y odio contenido. La sonrisa no llegaba a sus ojos, y su postura, ligeramente inclinada, exudaba desafío. Era la tensión hecha carne.

—¿Crees que encontraremos lo que Viggo quiere allí? —preguntó, con la voz cargada de sarcasmo, como una daga apuntando a Astrid.

—No lo sé —respondió Astrid, ajustando la capa y revisando sus armas, la mirada fija en el terreno—. Pero si está allí, lo encontraremos. Nadie se interpondrá en nuestro camino hacia el Ojo del Dragón.

Cada paso hacia las colinas parecía un desafío: árboles que ocultaban trampas, sombras que podían esconder enemigos y la constante sensación de que el peligro podía emerger de cualquier lugar. Astrid caminaba con firmeza, mientras Thyra seguía a su paso, cada movimiento medido para incomodarla. Sus gestos eran lentos, casi deliberados; un paso mal calculado y podrían perder la ventaja.

—Recuerda —ordenó Astrid mientras inspeccionaba las posiciones—, no queremos derramar vidas innecesarias. Inmoviliza primero, ataca solo si es imprescindible. Esto es recuperación, no masacre.

Thyra asintió, pero la dureza en sus ojos la delataba. Su mirada era un filo de acero dirigido a Astrid, cada respiración un aviso de que estaba lista para desafiarla en cuanto tuviera oportunidad. La brisa levantaba polvo y hojas secas, y el sonido lejano de los dragones sobre el mar aumentaba la urgencia que hacía latir el corazón de Astrid con fuerza.

—Hemos entrenado para esto —murmuró Astrid, más para sí misma que para la otra—. No puedo fallar. Ni por mi gente, ni por Harald, ni por mi familia.

Llegaron a la primera casa, una estructura de madera reforzada con barricadas amarillas. Astrid inspeccionó cada tablón, cada ventana, cada rincón, buscando puntos débiles y trampas. Thyra, detrás, ajustaba la cuerda para escalar, con movimientos deliberadamente lentos, cada gesto un desafío, una provocación silenciosa.

—Toma la izquierda, yo cubriré la derecha —ordenó Astrid, el pulso acelerado, la voz firme y cortante—. Entramos rápido, encontramos el Ojo y salimos antes de que lleguen refuerzos.

Thyra rodó los ojos, cruzando los brazos, y soltó un bufido cargado de desprecio, lento, consciente de cada segundo que Astrid perdía.

—Rápido, cubre la derecha —ordenó Astrid, clavando la mirada en ella, cada palabra un mandato—. Si fallas, todo esto puede arruinarse.

Thyra murmuró con sarcasmo, apenas audible:

—Siempre la heroína...

—No me interesa tu opinión —dijo Astrid, calmada, pero con una tensión que cortaba el aire—. Haz tu trabajo o quítate del camino. Puedo sola.

Thyra frunció el ceño, pero se movió hacia la derecha, cubriendo el flanco. Cada gesto estaba cargado de resentimiento, cada respiración medida, cada ojo clavado en Astrid como si estuviera esperando el momento de atacarla, no al enemigo, sino a ella. Astrid lo percibía todo: la manera en que Thyra levantaba la cuerda con un ligero retraso, los dedos tensos sobre la madera, la presión contenida en cada hombro.

—Cuidado con las trampas —advirtió Astrid, señalando los puntos críticos—. No quiero que nadie salga herido por descuido.

Thyra rodó los ojos, claramente irritada, pero no protestó más. Astrid respiró hondo, concentrándose mientras bloqueaba mecanismos y aseguraba cuerdas. Cada paso era calculado para mantener ventaja, sin causar daño innecesario.

—¡Vamos! —ordenó finalmente—. Ingresamos al interior, buscamos el Ojo y nos retiramos antes de que lleguen refuerzos.

Mientras avanzaban, Thyra buscaba atajos, movimientos bruscos, intentando ganar protagonismo o poner a Astrid en desventaja. Astrid interceptó cada intento con firmeza:

—No hay atajos aquí. Cada paso está calculado. Si quieres sobrevivir y completar esta misión, me sigues a mí o puedes irte.

Thyra bufó de nuevo, murmurando, pero terminó siguiéndola. Cada paso estaba cargado de tensión; el aire parecía vibrar con el odio de Thyra, un filo constante que Astrid debía esquivar con concentración absoluta.

—Respira —murmuró Astrid, más para sí misma que para la otra—. Todo está bajo control... mientras mantenga la cabeza fría.

La casa frente a ellas se erguía silenciosa y amenazante. Atrás, los dragones y jinetes estaban listos, preparados para reaccionar a cualquier movimiento. Astrid y Thyra avanzaban hacia la puerta principal, cada una con sus motivos, secretos y rencores. La misión de recuperar el Ojo del Dragón acababa de empezar, y la tensión emanada por Thyra era casi tan mortal como cualquier enemigo que pudiera es

。゚•┈୨♡୧┈•゚。

El viento cortaba la bruma marina mientras Hipo, capa oscura y máscara ajustada, avanzaba sobre la cubierta del barco principal de Viggo. Cada ola que golpeaba la madera resonaba como un tambor, marcando la tensión que lo envolvía.

Hipo se ajustó la máscara con un movimiento rápido, asegurándose de que cubriera completamente su rostro. La brisa marina le helaba la piel bajo la tela, pero eso no importaba: cada músculo de su rostro estaba preparado para ocultar su identidad. Su voz, grave y distorsionada, sonó diferente incluso para él, casi irreconocible. Viggo podía verlo, estudiar cada gesto, cada movimiento, pero no sospecharía que bajo esa sombra estaba Harald. Cada palabra que pronunciaría tendría que mantener ese engaño intacto, porque un solo desliz y todo se vendría abajo.

—Viggo —dijo Hipo, la voz grave y distorsionada bajo la máscara—. El Ojo del Dragón jamás estará en tus manos. Ríndete y regresa con tu gente, antes de que esto se vuelva mortal.

Viggo, erguido en la proa, lo observó con una mezcla de desprecio y diversión cruel, el sol poniente iluminando su figura como un espectro de amenaza.

—¿Jamás, dices? —replicó Viggo, la voz resonando sobre las olas—. Si es necesario, destruiré Berk para conseguirlo. No importa cuántos dragones tengas a tu lado. No sabes con quién te has metido, querido Hipo.

Hipo mantuvo la postura firme, la mandíbula tensa, los puños apretados sobre la empuñadura de su espada.

—No me intimidas —respondió, cada palabra medida, calculada—. Detén esta guerra antes de que más sangre inocente se derrame.

Viggo soltó una carcajada, cargada de arrogancia.

—Ja... veremos quién ríe al final. Esto no termina hoy. Querías probarme, y lo has hecho... pero Berk, tus dragones, tu gente... todo está bajo fuego mientras hablamos. Solo eres mi distracción.

El aire se volvió pesado. Hipo sintió un nudo en el pecho, como si el mundo se desmoronara. Su mente se llenó de imágenes: la ciudad de Berk atacada, el caos, los dragones en peligro, los hombres gritando... Un ataque de ansiedad lo golpeó, la respiración se le aceleró y por un instante todo el control que creía tener se quebró.

—No... —murmuró, incrédulo, la máscara apenas ocultando el temblor en su voz—. No puede ser... ¿cómo...?

—No eres valiente por mí, niño —dijo Viggo, acercándose sobre la cubierta—, tu pueblo sí lo será. Estamos atacando Berk en este momento. ¿Creías que sería tan fácil? Somos tu distracción.

Hipo tragó saliva, la confusión y el miedo rozando su conciencia, pero el odio y el respeto por la astucia de Viggo lo sostuvieron. Su mirada se endureció.

—No, eres un maldito cobarde —escupió, con rabia, apretando los dientes.

—Soy un jugador —replicó Viggo, con una sonrisa glacial—. Y tú, Hipo, has demostrado ser un digno oponente... pero no suficiente. Ahora dime: ¿qué harás?

—No permitiré que cobres más sangre inocente —dijo Hipo, con la voz firme, tratando de calmar su corazón acelerado, la tensión recorriendo cada músculo.

—Entonces sabes cómo detener esta batalla.

—No lo tengo ahora conmigo —admitió Hipo, el peso del mundo cayéndole encima por un instante, la culpa y la ansiedad amenazando con devorarlo.

—Te creo —respondió Viggo, inclinando la cabeza, astuto—. Pero yo dictaré cuándo y cómo entregarás el Ojo. Créeme, si no cumples, Berk no solo perderá recursos... perderá vidas.

Hipo respiró hondo, respirando contra el nudo que amenazaba con ahogarlo. Dio un paso a un costado, señalando a sus compañeros:

—Dile a mi padre que Berk está siendo atacado. Iremos a verlo. La batalla termina... —su voz era firme, cada palabra una advertencia y una orden.

—Acepto el trato. Termina ahora la batalla —dijo Viggo, con una mezcla de respeto y burla.

Hipo sintió un escalofrío al reconocer lo predecible que era. Viggo entendía su debilidad por los suyos y sus dragones, y eso lo hacía igualmente humano.

—Sabía que eras tan predecible —continuó Viggo, con voz baja pero firme—, capaz de hacer lo que sea por los tuyos. La única diferencia es que a mí el amor no me ciega.

—¿Qué diablos dices? —Hipo frunció el ceño, conteniendo la ira—. ¡No dejaré que entres en mi cabeza! Te daré el Ojo, así que termina esto ahora.

—Claro —replicó Viggo, con un dejo de satisfacción—. Soy un hombre de palabra, Ryker.

—¿Sí? —preguntó Hipo, aún con el corazón latiendo desbocado, la mente girando entre la ansiedad y la determinación.

—Diles que paren todo. Nos vamos ahora. Informa a los hombres que estaban en Berk que nos retiramos.

Hipo giró hacia su equipo, ajustándose la máscara, respirando profundo, aunque la ansiedad persistía, mientras intentaba mantener la compostura. Sabía que habían enviado un mensaje poderoso y dejado una advertencia clara, pero también que había cometido un terrible error. Su padre jamás lo perdonaría por esto.

—¡Todos fuera, ahora! —ordenó—. Nadie se queda atrás. No podemos arriesgarnos a más pérdidas. Quiero que vayan a Berk con mi padre; trataremos de regresar lo más pronto posible para continuar con el plan.

—¿Volveremos a Iseldur? —preguntó Patapez, preocupado.

—No tenemos opción —respondió Hipo, con voz cargada de frustración—. Este plan falló... yo fallé. Me siento inútil... él tiene razón.

—No, al fin has encontrado a alguien digno de retarte —dijo Patapez, intentando levantar su ánimo—. Eso no significa que sea más listo que tú, sino que puedes aprender mucho.

—Voy a entregarle el Ojo del Dragón —concluyó Hipo, respirando profundo, tratando de calmar el nudo en el pecho.

—Apoyaré tu decisión —dijo Patapez—, pero ahora vayamos a Berk. Creo que el grito que se escuchó fue de tu padre; seguro nos quiere matar.

El horizonte ardía con los últimos rayos del sol. Hipo permaneció firme sobre Chimuelo, la máscara cubriendo su rostro, mientras su mente giraba en mil pensamientos: cómo arreglar todo lo que había causado, por haberse dejado llevar por su enamoramiento, por la distracción, por la ansiedad... y sabía que este error le costaría caro.

。゚•┈୨♡୧┈•゚。

La brisa salada del mar se colaba por las ventanas rotas de la cabaña al borde del acantilado. Astrid y Thyra revisaban los cajones y estanterías con rapidez, buscando cualquier pista sobre el Ojo del Dragón. Cada crujido de la madera bajo sus pies parecía amplificarse, mezclándose con el rugido de las olas que chocaban contra las rocas debajo.

De repente, Thyra se giró con los ojos encendidos de odio y arrogancia. Antes de que Astrid pudiera reaccionar, la empujó con fuerza contra la pared, un golpe seco que le hizo doler la sien y tambalearse. Su visión giró en espirales, y la cabeza le daba vueltas mientras intentaba mantener el equilibrio sobre el suelo inclinado de la cabaña.

—Creí que eras más lista, Astrid —susurró Thyra, con voz cargada de veneno—. Pero mírate... incluso aquí dentro, tambaleándote al borde. Te mereces que te quiten tu puesto... y más si estás protegiendo a ese intruso.

Antes de que Astrid pudiera contraatacar, Thyra la agarró de las manos y la arrastró hacia la puerta abierta, el viento golpeándolas con fuerza mientras el acantilado se abría al vacío justo afuera. El corazón de Astrid se detuvo un instante; el mareo y el golpe en la sien la hacían sentir que cada segundo podía ser el último.

—¡No... no soy cómplice! —balbuceó, intentando zafarse—. Solo intenté protegerlos...

Thyra sonrió con crueldad, inclinándose peligrosamente sobre el borde, sus manos firmes y amenazantes, como si pudiera empujar a Astrid al vacío con un simple gesto.

—Siempre quisiste ser el centro de todo, ¿verdad, Astrid? —dijo con veneno—. Siempre la heroína, siempre recibiendo la atención de Harald... de Einar... de Kael. Pero ahora actúo como la inocente, y todo será mío. Harald estará conmigo, no tú. Tú no mereces ser feliz.

Astrid, mareada y con las uñas ensangrentadas, tironeó hacia atrás con todas sus fuerzas, logrando apoyarse en un saliente de la cabaña que sobresalía sobre el acantilado. La sangre y el sudor se mezclaban en sus manos mientras gritaba con furia:

—¡Estás loca!

Thyra se detuvo en seco, sus ojos reflejando un atisbo de horror. Por un instante, la cruel jefa pareció consciente del abismo y de lo cerca que estuvo de convertir su ambición en asesinato. Retrocedió, dejando a Astrid colgando apenas de un hilo de roca, el corazón latiéndole salvajemente, con el vértigo y el miedo atravesándole cada fibra del cuerpo.

Thyra permaneció unos segundos inmóvil, los ojos fijos en Astrid, con el peso de lo que casi había hecho aplastando su arrogancia. Por un instante, la crueldad se quebró, dejando un atisbo de miedo y arrepentimiento: comprendió que había estado a punto de matarla.

—¡Vete...! —susurró finalmente, con voz temblorosa y vacilante, retrocediendo hacia la cabaña—. Perdóname... —agregó casi inaudible, girándose y alejándose rápidamente, desapareciendo entre las sombras y la bruma que cubrían el acantilado.

Astrid, todavía con el corazón desbocado, parpadeó un instante y trató de incorporarse. Sus manos estaban sangrando y temblorosas, los músculos ardían por el esfuerzo de haberse sostenido del saliente. Con respiraciones entrecortadas, logró ponerse de pie, apoyando un pie en la roca firme del borde de la cabaña.

Pero justo cuando parecía recuperar algo de estabilidad, un temblor recorrió la tierra bajo sus pies. Un fragmento cedió y la roca se desmoronó lentamente, haciendo que Astrid cayera unos centímetros, aferrándose con uñas y dedos ensangrentados a lo que quedaba firme.

El vértigo la golpeó con fuerza. El corazón le latía con violencia, los músculos ardían de esfuerzo, y el dolor en las manos y brazos era casi insoportable. Mientras colgaba del acantilado, un pensamiento la atravesó como un rayo helado: Harald... si muero así, no habrá nadie que sepa lo que sentí por ti... Su pecho se apretó y un temblor recorrió su cuerpo. La posibilidad de no volver a verlo, de perderse en el vacío, le arrancó un suspiro contenido, mezclando miedo y deseo.

Un instante, mientras el vértigo y el dolor le cortaban la respiración, Astrid recordó una noche bajo las estrellas en Iseldur: Harald riendo junto a ella, sus manos cálidas entrelazadas con las suyas, prometiéndole que siempre la protegería, sin importar el peligro. El recuerdo la llenó de fuerza, un impulso para no ceder, aunque su cuerpo estuviera exhausto y sus uñas sangrando.

Aun así, a pesar del vértigo y la debilidad, su mirada se mantuvo firme en el horizonte, sobre la bruma del mar y los acantilados. Cada fibra de su cuerpo gritaba por aferrarse, y cada pensamiento hacia Harald se convirtió en fuerza para no ceder. Aunque un instante más podría significar la caída, Astrid se obligó a no rendirse.

。゚•┈୨♡୧┈•゚。

Desde lo alto de otra colina, Hipo observaba la escena, su corazón latiendo con fuerza desbocada. La bruma apenas dejaba distinguir la silueta de Astrid al borde del acantilado, y el mundo pareció detenerse un instante. Un rugido interno brotó de su pecho, sofocado por la máscara que ocultaba su identidad y su miedo.

—¡Astrid! —quiso gritar, pero la voz quedó atrapada en su pecho. Solo un hilo de sonido se escapó, sofocado por el viento y la distancia.

Vio cómo la tierra cedía bajo sus pies y cómo Astrid se aferraba con uñas ensangrentadas a la roca, su respiración entrecortada y la fuerza de cada músculo al borde del colapso. Hipo sintió un escalofrío recorrerle la espalda, un nudo de terror mezclado con amor apretando su pecho. No puedo perderla... no así... pensó, mientras sus puños se cerraban con fuerza bajo la capa.

—No... no... Chimuelo... —susurró apenas, como si la invocación del dragón pudiera salvarla—. Aguanta, Astrid... aguanta...

Cada segundo se alargaba mientras Astrid se obligaba a mover su cuerpo, arrastrándose unos centímetros hacia atrás, apoyando el pie donde podía, cada fibra de su ser quemando por mantenerse viva. Y mientras lo hacía, sus pensamientos volvían a Harald: la idea de que podría morir antes de volver a verlo la llenaba de un anhelo y una tristeza que le arrancaban un sollozo reprimido. Moriré sin poder decirle todo... sin volver a su lado...

Hipo tragó saliva, la distancia y la máscara hacían que nada de su desesperación se viera, pero por dentro, el miedo lo desgarraba. Cada segundo que ella colgaba del abismo le parecía una eternidad. Y sin pensarlo, comenzó a correr, a lanzarse colina abajo, decidido a alcanzar a Astrid antes de que la gravedad decidiera por él.

Pero antes de que pudiera moverse, Astrid perdió el equilibrio. Cayó hacia atrás, los ojos cerrados, el cuerpo suspendido sobre el vacío. El corazón de Hipo se detuvo; un grito silencioso emergió de su pecho, ahogado por la máscara, mientras sentía un nudo de terror y amor mezclarse.

La bruma envolvió su figura mientras comenzaba a correr sin pensar, cada fibra de su cuerpo disparada hacia ella. Su mente se llenó de un único pensamiento, tan claro como un faro en la tormenta: nada ni nadie podía quitarle la certeza de protegerla. Su determinación era absoluta: la rescataría, sin importar el costo, sin medir riesgos, porque entendió algo fundamental en ese instante: ella no era culpable de nada, y él no podía —no podía perderla. No a ella.

。゚•┈୨♡୧┈•゚。

。゚•┈୨♡୧┈•゚。

 

Chapter 14: 14. Al borde del peligro

Chapter Text

El aire cortante de Iseldur hacía que cada respiración doliera. Las olas golpeaban las rocas, el mar rugía como un gigante furioso. Las brumas nocturnas envolvían el acantilado, haciendo parecer un abismo interminable. 

Su cabeza dolía, su cuerpo flaqueaba, pero lo que más le dolía era la idea de perderlo todo: la promesa hecha a Harald, su amor, su futuro. Cada pensamiento se mezclaba con el vértigo, con el viento que la zarandeaba.  No puedo... no ahora... le prometí a Harald regresar... lo prometí...

Y entonces, la gravedad hizo su trabajo. Astrid cayó. No fue un movimiento simple: era el mundo derrumbándose bajo ella. El rugido del mar se volvió un susurro, las gaviotas callaron, incluso el viento parecía contener la respiración. Solo Hipo estaba allí para verlo, y el terror le arrancó un grito del pecho:

-¡NO!

La voz de Hipo atravesó el aire, rasgando la bruma, y ​​su corazón se hundió al ver la silueta de Astrid suspendida en el vacío. Su cabello dorado flotaba desordenado, sus uñas ensangrentadas buscaban un agarre que no existía, su miedo transformado en obstinación pura. Hipo sintió que todo su mundo se apagaba; cada músculo de su cuerpo gritaba por alcanzarla, pero no podía moverse lo suficientemente rápido.

¿Thyra...? ¿De verdad la empujó? ¿De verdad...? ¡LA VOY A MATAR!  Pensó, sintiendo que el estómago se le retorcía. Su mente se llenó de rabia, miedo y culpa: la culpa de haber mentido, de no haberla protegido antes, de no estar ahí cuando más lo necesitaba. No podía imaginar un mundo sin ella. Cada fibra de su cuerpo temblaba, y el aire parecía cortarle los pulmones.

Entonces, un rugido profundo y oscuro cortó la bruma. No era el mar, ni el viento, ni el eco de la caída: era una Furia Nocturna. El sonido vibró en las rocas y en el pecho de Hipo, un rugido lleno de furia, de promesa, de vida.

Hipo ya no pensaba. Su cuerpo actuó solo.

—¡Ahora, Chimuelo! ¡AHORA! —gritó, la voz rota, atravesando el viento y la distancia.

Chimuelo respondió con un aleteo que partió la niebla, descendiendo en picada hacia Astrid. Las alas cortaban el aire, abriendo un túnel en la bruma. Hipo, con el corazón latiendo a mil por hora, extendiendo los brazos y sosteniendo a Astrid, sintiendo cómo su cuerpo temblaba entre sus manos.

Cuando Chimuelo atrapó a Astrid con sus garras poderosas y suaves a la vez, Hipo sintió un alivio brutal. Su brazo la rodeó con desesperación, su pecho pegado al de ella, y la máscara apenas ocultaba los ojos desbordados por la emoción y el miedo.

—Te tengo... —susurró, con la voz temblorosa, apenas audible entre el rugido del dragón y el viento—. No voy a soltarte. Estás a salvo ahora...

El rugido de Chimuelo respondió como una pregunta:  ¿Está bien?

—Sí... sí, amigo —dijo Hipo, acariciando el hocico del dragón mientras ajustaba a Astrid sobre su pecho—. Está inconsciente... pero su cabeza... no, no sangra mucho. Vas a estar bien. Lo prometo. He fallado en muchas cosas, pero no en esto... no te perderé.

Mientras Chimuelo remontaba vuelo, alejándose del acantilado, la luz del atardecer bañaba sus alas negras en destellos de oro y sombra. Debajo, el mar rugía, y el viento golpeaba como un látigo. Astrid estaba aferrada a Hipo, temblando entre el alivio y el shock, pero él no podía dejar de mirarla, de sentir su fragilidad, de preguntarse cómo sobrevivía sin él.

Lo siento... lo siento por mentir... por todo... pero jamás dejaré que te pase nada, Astrid. Jamás.

Hipo la sostuvo más cerca, sus dedos aferrando la capa y la ropa de ella como si soltarla fuera imposible. Cada latido de su corazón era un recordatorio de lo que estaba en juego: su vida, su amor, su futuro... y la de ella.

La noche caía sobre Iseldur, pero en ese vuelo, entre la bruma y las olas, solo existían ellos dos: un jinete aterrorizado por perder a su amada, un dragón imponente que lo sostenía y la promesa silenciosa de que nada, absolutamente nada, volvería a separarlos.

Hipo cerró los ojos un instante, respirando profundamente el calor de Astrid contra su pecho.  Esta es la única verdad que importa... la única que nunca cambiará. Te amo... y no te perderé.

Y así, entre el rugido del mar, el aleteo de Chimuelo y la bruma que los envolvía, la vida y el amor se convirtió en una sola fuerza, salvándolos a ambos, aunque el mundo a su alrededor siguiera girando hacia la guerra.

。゚•┈୨♡୧┈•゚。

La bruma del acantilado era tan espesa que parecía pegarse a la piel. El viento arremolinaba granos de arena y olor a sal, cortando la respiración. Thyra tropezó entre las rocas, cada paso más torpe que el anterior. El eco del rugido aún le vibraba en los oídos. Se detuvo, el estómago encogido, y por primera vez sintió miedo... no del jinete, sino de sí misma.
"¿Qué... qué acabo de hacer?",  pensó, con las manos temblorosas. Se dejó caer de rodillas. La tierra húmeda se le metió bajo las uñas mientras las lágrimas que no quería admitir se mezclaban con la niebla. Su corazón latía como un tambor desbocado. No había plan, ni venganza, ni excusa que justificara aquello.

—¿Qué demonios te pasa, Thyra? —la voz de Bjarne retumbó detrás de ella, dura como piedra.

Ella giró apenas el rostro. La silueta del hermano de Astrid emerge entre la niebla, alta, los ojos encendidos. Detrás, Einar avanzaba con el ceño fruncido, la mandíbula tensa, y Ryker cerraba el grupo, su mano en la empuñadura de la espada.

—Yo... —balbuceó Thyra, la garganta seca.

—Tú qué? —espetó Bjarne, dando un paso adelante, el corazón ya latiéndole con un presentimiento oscuro—. ¿Dónde está mi hermana?

Thyra apretó los labios. El viento le arrebató la voz, pero aún así la dijo:
—Astrid está herida... fue... fue el jinete.

— ¿Estás bromeando? —Bjarne sintió un latigazo en el pecho; sus ojos se abrieron con incredulidad—. A Astrid nadie la toca. ¡Dime dónde está mi hermana!

Señaló hacia el borde del acantilado, el dedo temblándole.
—Allí... en aquel acantilado... inconsciente. Yo vine por ayuda porque...

—¡Inútil! —bramó Bjarne, el rostro enrojecido por la rabia y el miedo—. ¡No pudiste ayudarla!

—Vamos por ella —escupió Einar, con los ojos como cuchillos, empujando a Thyra a un lado para adelantarse.

Los cuatro corrieron hacia el borde. El viento soplaba más fuerte allí, mezclado con el rugido de las olas. El corazón de Bjarne golpeaba como martillos. Pero cuando llegaron, el suelo estaba vacío. Solo quedaban marcas de lucha, una mancha de sangre y huellas borradas por la bruma.

—No... —susurró Thyra, llevándose la mano a la boca—. Les juro que estaba aquí. ¡Hay sangre! ¿Lo ven?

Einar se giró hacia ella, el rostro deformado por la furia y algo más oscuro, una obsesión que hervía bajo su piel.
—¿Qué le hiciste? —rugió, avanzando un paso, la mano temblando de ganas de golpear.

—¡Nada! ¡Nada! —gritó ella—. ¡Yo la dejé viva, estaba aquí!

Bjarne se inclinó sobre la mancha, la tocó con dos dedos. Estaba fresca. Levantó la vista hacia Thyra, los ojos llenos de desesperación y reproche.
—¿Y qué? ¿Que haya sangre se supone que me debe hacer sentir mejor? —dijo con voz rota.

El viento les azotaba las capas, trayendo olor a mar ya hierro. Ryker, hasta entonces en silencio, levantó la mano para calmar a todos.
—Tenemos que irnos ahora —dijo con tono firme—. Esto se acabó. Buscaremos a Astrid después. Estoy casi seguro de que el jinete la tiene de rehén. Tenemos que avisarle a Viggo. Él decidirá qué trato hacer. Pero debemos irnos ya.

Bjarne apretó los puños, la mirada clavada en el vacío del acantilado. Sentía un hueco helado en el pecho, la certeza de que su hermana estaba en manos de alguien que no conocía. Einar respiraba con violencia, el rostro pálido, los ojos llenos de un fuego enfermizo. Thyra temblaba, el peso de la culpa aplastándole los hombros. Y sobre todos ellos, la bruma giraba lenta, como si el mar guardara para sí el secreto de lo que acababa de pasar.

。゚•┈୨♡୧┈•゚。

Las alas de Chimuelo cortaban la bruma como cuchillas, levantando torbellinos de sal y espuma que se enredaban entre las rocas del acantilado. El aire olía a hierro, a agua fría, a peligro. Bajo la máscara, Hipo respiraba rápido; el aliento le golpeaba la cara, caliente y entrecortado. Sujetaba a Astrid con fuerza, como si soltarla significara perder todo. Su cuerpo era ligero, frágil, y cada respiración irregular le recordaba lo cerca que estaba de perderla.

Berk ardía en su mente: su padre, su gente... ¿cómo estarían después del ataque? El rugido lejano de la batalla que Viggo había prometido retumbaba como un tambor interminable. Pero en sus brazos, el peso de Astrid era lo único real, tangible. Su piel helada, su corazón temblando... todo lo demás se desvanecerá. Si la perdía, no quedaría nada por lo que luchar. Nada.

Hipo inclinó el rostro hasta que la máscara casi rozó la piel fría de Astrid. El sonido del viento y del mar desapareció por un instante. Cerró los ojos, y con un susurro rasgado, roto por la emoción, dejó salir lo que no podía contener:

—Aguanta... —los labios le temblaban mientras la abrazaba con más fuerza—. No te me vayas ahora. Te amo... ¿me oyes? Te amo...

Cada palabra era un cuchillo en su pecho, y la culpa lo atravesaba como un látigo. Tragó saliva, sintiendo un nudo en la garganta.

—Soy un idiota —murmuró entre dientes—. Si te hubiera dicho la verdad desde el principio... ahora estarías bien. Preferiría que me odiaras a tenerte así, helada, entre mis brazos...

Chimuelo giró la cabeza, sus ojos verdes brillando en la niebla, cruzándose con los de su jinete. No necesitaban palabras: ambos sabían que Berk esperaba a un lado, Iseldur al otro. Un solo movimiento de alas decidiría el destino. Y, aún así, el dragón entendía cuánto amaba Hipo a esa chica.

Bajo ellos, el mar se extendía oscuro y picado, como una bestia hambrienta. La costa era un borrón de roca y espuma. El sol agonizaba en el horizonte, tiñendo todo de rojo, como si el mundo sangrara. saliva de hipo tragó; su corazón golpeaba con fuerza contra su pecho. " Si la llevo a Berk... me odiará. Pero si la llevo a Iseldur... vivirá, aunque mi padre me considere un traidor."

La culpa lo apretaba más que el viento. Miró a Astrid: la piel pálida, un hilo de sangre en la sensación, los dedos aferrados a su capa, incluso inconsciente. Una promesa muda surgió entre ellos. Cerró los ojos un instante y murmuró:

—Primero ella... primero salvarla. Aunque me odien. Aunque piensen que fallé. Vamos, amigo, iré a decírselo yo mismo a mi padre.

Chimuelo inclinó las alas hacia el este, descendiendo entre la bruma hasta un claro apartado. Allí, el dragón se acuclilló, cubriendo a la pareja con su cuerpo, sus alas extendidas como un techo protector. Hipo acarició suavemente el hocico de su amigo.

—Gracias, amigo... —susurró, con un nudo en la garganta—. Ahora necesito hacer esto solo.

Apoyó a Astrid sobre la silla y una manta suave, ajustándola con cuidado. Su respiración era apenas un hilo; su fragilidad le rompía el corazón. Ajustó la máscara, asegurándose de no ser reconocido: debía entrar como un desconocido, no como Harald.

Sus pasos crujieron sobre la grava mientras buscaba a su padre. Estoico estaba por montar a Rompecráneos, la luz rojiza del atardecer iluminando su rostro endurecido. Sus ojos reflejaban decepción incluso antes de hablar.

—¿Por qué tardaste tanto? —tronó su voz, profunda, pesada como un tambor—. ¡Te estaba esperando para irnos a ver a nuestra gente! De todas las cosas irresponsables que ha hecho... esta es la peor por mucho.

Hipo tragó saliva, el corazón latiendo con fuerza, y la voz le salió rota:

—Lo sé... y sé que me odiarás más por esto... pero no iré contigo a Berk.

Estoico giró lentamente, incrédulo.

—No hablas en serio.

—Lo siento —dijo Hipo, el pecho apretado por la culpa y el miedo—.

—¿Y ahora por qué? —rugió Estoico, apretando los puños—. Dame una buena razón para no dejar que Rompecráneos te coma ahora mismo.

Hipo se acercó, sujetando a Astrid con ambas manos, la carga como si fuera lo más precioso del mundo. No podía permitirse fallar.

—Está muriendo —dijo, la voz firme pero quebrada—. Una psicópata intentó hacerle daño. No puedo arriesgarme a dejarla sola.

Estoico frunció el ceño, incrédulo, y respir hondo.

—Podríamos llevarla con Gothi... ella sabrá qué hacer.

—No —dijo Hipo, casi entre dientes—. No soportaría escuchar la verdad ahora. Además, su familia está allí.

El silencio se volvió pesado, solo roto por los resoplidos de los dragones. Estoico lo miró con intensidad, comprendiendo por fin.

—Va siendo hora de que lo sepa. ¿O qué esperas? ¿Casarte con ella como Harald? —dijo, suavizando el tono—. En algún momento se va a enterar.

—No puedo —susurró Hipo, la voz rota—. La considerarían traición y le harían daño a su familia.

Estoico respiró hondo y, por un instante, la rabia dio paso a la comprensión.

—Realmente la amas...

—Con todo mi corazón —dijo Hipo, sus ojos brillando, el pecho aprisionado por la emoción—. Y la protegeré, aunque me odien, aunque todo el mundo me juzgue... aunque yo mismo sufra.

Hubo un instante de silencio, solo ellos, los dragones y el viento. Finalmente, Estoico apartó la mirada:

—No esperes que la acepte... pero vete. Me encargaré de Berk. Pero es la última vez.

—Gracias, papá —susurró Hipo, apretando a Astrid contra su pecho.

Estoico miró a Chimuelo, con un dejo de respeto.

—Cuida de mi hijo... y de su novia, dragón.

Chimuelo rugió suavemente, aprobando. El viento cambió, frío y cargado de sal y algas, mientras el dragón desplegaba sus alas hacia el este. La sombra de Chimuelo y su jinete, con Astrid entre sus brazos, se alargó sobre el mar encendido.

Hipo se inclinó sobre ella, acariciando su frente, sintiendo cada temblor de su cuerpo. " Lo siento, padre. Lo siento, Berk. No puedo dejarla morir... no puedo decirle la verdad todavía..."  Cada fibra de su ser gritaba por protegerla. Su miedo a perderla era un fuego que lo consumía, mezclado con un amor que dolía.

A lo lejos, las luces de Iseldur parpadeaban como estrellas bajas sobre la costa. El rugido del mar dio paso al silbido del viento entre las casas de piedra, y Hipo respiró hondo, sintiendo que cada latido de su corazón marcaba un destino irreversible: salvarla, aunque eso significara sacrificar todo lo demás.

El mundo parecía dividirse en dos: atrás, Berk en llamas y lleno de deberes, adelante, la promesa de protegerla a cualquier costo. La máscara ocultaba su rostro, pero no podía esconder el miedo, el amor, ni el tormento de saber que esta noche cambiaba su vida para siempre.

。゚•┈୨♡୧┈•゚。

Las alas de los dragones recortaban siluetas negras contra un cielo gris cargado de nubes bajas. El viento traía olor a sal, humo y madera quemada, y un leve temblor recorría los muelles de Berk con cada batida de alas. Rompecráneos aterrizó con un estruendo sordo, doblando un par de tablones del muelle; la madera crujió como si protestara, y pequeñas olas golpearon con violencia contra los pilares. Estoico saltó al suelo sin esperar a que el dragón se detuviera del todo, la capa chamuscada y agitada, la mirada dura como el acero, cargada de la rabia contenida de la batalla reciente.

—¡Patapez! —rugió, la voz grave y firme, pero sin perder el control—. ¡Ve a ver cómo están todos, reporte de heridos ya!

Tacio y Tilda corrían de un lado a otro, los gemelos dispersando el caos con su habitual energía desordenada, mientras Patán Jorgenson empujaba la puerta de la casa de su padre, Spitelout, con el corazón latiéndole en la garganta.

-¡Capellán! —gritó, la voz temblorosa por la preocupación, al encontrarlo sentado junto al fuego, un brazo vendado, pero aún entero.

Spitelout levantó la vista, sorprendiendo a Patán más que su propia herida.

—Estoy bien, muchacho. Solo un rasguño... ¡y vuelve a cerrar esa puerta, que entra el frío! —gruñó, pero sus ojos brillaron al ver a su hijo sano y salvo.

Patán tragó saliva, la mano temblándole sobre el marco de la puerta.

—Pensé que estabas herido... —murmuró, aliviado y todavía asustado.

—Todavía no, hijo. Todavía no —dijo Spitelout, posando una mano pesada sobre su hombro, transmitiendo fuerza y ​​calma.

Desde afuera, Estoico observaba el pequeño caos controlado que se formaba a su alrededor. La bruma del mar aún se enredaba entre los techos, y el humo de las casas quemadas se mezclaba con el olor de la sal y la ceniza.

— ¿Cómo fue? —preguntó con tono autoritario y preocupación contenida.

—Tranquilo —respondió uno de los jinetes, con la respiración aún agitada por el vuelo—. Solo quemaron algunas provisiones. Parece que querían asustarnos, nada más. Ya llamamos al mercader Johan para reabastecernos, y todos los jinetes que estaban aquí actuaron a tiempo.

—Entonces, ¿por qué le dijeron eso a Hipo? —Estoico frunció el ceño—. ¿Qué pretende ese tipo?

Bocón, apoyado en un barril, se encogió de hombros y dejó escapar una risa nerviosa.

—Viste a Hipo? —preguntó con curiosidad y algo de incredulidad—. ¿Cómo está? Lo regañaste por dejarme todo el cargo de la herrería, ¿verdad?

—Sí —confirmó Estoico, serio.

—Y ¿dónde está? —Bocón se inclina, intrigado—. Pensé que, si lo viste, deberías estar aquí.

—Con su novia —dijo Estoico, la voz grave, firme, pero con un dejo de asombro en el fondo.

Bocón abrió los ojos, incrédulo, y luego una sonrisa mezcla de diversión y sorpresa apareció en su rostro.

— ¿Hipo tiene novia? —exclamó, casi riéndose—. Pero eso es ridículo... a menos que se haya encontrado con Camicazi y finalmente se haya decidido. No me lo creo... pero, bueno, buena excusa.

—No es ninguna excusa —respondió Estoico, relajando apenas los hombros—. Ella salió herida en la batalla e Hipo regresó con ella para salvarla. Nunca lo había visto tan preocupado... ni siquiera cuando Chimuelo enfermó. Pero esto... esto es diferente, creo que lo he perdido.

Bocón arqueó una ceja, preocupado.

—Tu hijo se enamoró de una chica cuya isla juró destruir... Él está perdido. No ve el daño que podría hacerle a ella. ¿En qué estaba pensando?

—No pensaba —admitió Estoico, con un hilo de sonrisa nostálgica—. Se enamoró hasta los huesos.

Bocón estimulante, divertido y curioso al mismo tiempo.

—Y tú nuera? —preguntó, con un brillo pícaro—. ¿Es bonita?

—Inconsciente se veía hermosa... y tiene los buenos gustos de su padre —dijo Estoico, entrecerrando los ojos, recordando la forma en que Astrid lo miraba, incluso débil y agotada.

—¿Te dijo su nombre? —Bocón se inclina, intrigado.

—No directamente, pero los chicos me dijeron que se llama Astrid, general de Iseldur... y que también lo ama.

Bocón palideció un poco, incrédulo.

—¿Astrid? —murmuró—. ¿La hija de los Hofferson que se fueron?

—Exacto —respondió Estoico, con un suspiro que mezclaba nostalgia y orgullo.

—Sin duda, las coincidencias de la vida... —Bocón río, aunque con cierta melancolía—. Me pregunto cómo habría reaccionado tu hijo al saber que ella quería comprometerlo desde los tres años solo porque le gustaba estar cerca de ese bebé.

—Fue todo culpa de Mildew —concluyó Estoico, dejando escapar un suspiro profundo, el viento llevándose un mechón de su cabello chamuscado.

El cuerno del mercader Johan resonó a lo lejos, anunciando su llegada con un sonido metálico y urgente, cortando la bruma y la tensión de la escena.

—Bueno —dijo Bocón, volviendo a la realidad—. Hora de volver al trabajo. La vida no espera, ni siquiera el amor, ni los dragones, ni las tormentas que dejamos atrás.

El aire olía a sal, humo y ceniza, mientras los dragones desplegaban sus alas nuevamente, recordando a todos que la guerra, la protección y el amor siempre caminarían juntos en Berk.

。゚•┈୨♡୧┈•゚。

El mar se extendía como una plancha fría y gris, golpeando el casco del barco con un ritmo lento, casi amenazante. Cada ola parecía recordarles los frágiles que estaban frente a la furia del océano, y el viento traía un olor salado mezclado con hierro y algo indefinible, como la promesa de sangre. La vela del barco de Viggo se hinchaba con fuerza, proyectando sombras que danzaban sobre la cubierta y los rostros tensos de los que navegaban.

Bjarne se apoyaba contra la borda, los nudillos blancos de tanto apretar. Su corazón latía con fuerza, golpeando en su pecho como un tambor que no podía callar. Sus ojos estaban enrojecidos y húmedos, y el pensamiento de su hermana desaparecida le quemaba la mente. Cada rugido lejano de un dragón parecía perforarle los oídos, y un nudo en la garganta le impedía respirar con normalidad.

—No debimos dejarla atrás —murmuró, la voz rota, casi un susurro que se perdía entre el crujido de las cuerdas y el latido del océano.

Einar, más cerca del mástil, giró bruscamente, la furia chispeando en sus ojos oscuros. Sus manos temblaban alrededor de la empuñadura de su espada, como si el mero contacto le quemara.

—Si ese jinete tiene a Astrid... lo mataré —escupió, cada palabra cargada de rabia y desesperación.

Ryker lo observaba con calma, apoyado en un barril, una media sonrisa que no alcanzaba a ocultar la tensión en su mirada.

—Sería mejor usar la cabeza antes que la espada, Einar —dijo, la voz firme pero baja—. No sabemos cuán poderoso es ese jinete. Ya vimos cómo te dejó la cara.

Dagur se burló desde su rincón, cruzando los brazos, el viento despeinándole el cabello.

—Uh, me perdí esa pelea... sin duda mi hermano la traía contra ti. No veo otra razón por la que casi te mata.

—¿Y tú no te ibas a tu isla? —respondió Einar, frunciendo el ceño, rojo de ira.

—Ni quien quiera ver tu cara hinchada —replicó Dagur, encogiéndose de hombros—. Voy a mi barco ya mi hogar, porque yo sí tengo un lugar que liderar, no solo hablar de más gallinas.

Mientras tanto, Thyra se encogía en la sombra del barco, las manos apretadas sobre las rodillas, sintiendo cada temblor de la madera bajo sus pies como si el mundo entero la juzgara. El viento traía consigo el rugido lejano de la Furia Nocturna, y con cada soplo sintió que un pedazo de su orgullo se desvanecía, dejando solo vacío y miedo.

Heather se acercó con pasos silenciosos, la mirada fija y penetrante. Su voz fue un filo cortante, apenas audible entre el crujido de las cuerdas y el golpeteo de las olas:

—Yo sé que tienes algo que ver.

Thyra levantó la cabeza de golpe, los ojos abiertos de par en par, el corazón golpeando en el pecho como un tambor desbocado.

—No... yo no... lo juro —balbuceó, sintiendo que la sangre le abandonaba el rostro.

Heather la tomó del brazo con fuerza, cada músculo tenso, la voz apenas un susurro cargado de amenaza:

—Te juro que si estás mintiendo... si Astrid muere... te arrojaré al mar antes de que Viggo o Einar puedan protegerte.

El silencio cayó sobre la cubierta, pesado y opresivo. Cada uno contenía la respiración, cada golpe de ola era un latido de advertencia. Einar dejó de caminar, Bjarne levantó la vista con los ojos desorbitados, y hasta el crujido del timón parecía un rugido que presagiaba desastre. Thyra apartó la mirada, tragando saliva, sintiendo el peso del abismo que ella misma había abierto bajo sus pies. Por primera vez, el mundo no tenía respuestas fáciles; solo miedo y culpa.

En la proa, Viggo permanecía erguido, como una estatua tallada en sombra y viento. Su silueta recortada contra el cielo gris no mostraba emoción, pero sus ojos brillaban con cálculo, con la fría certeza de que cada decisión que tomara tendría consecuencias.

El barco avanzaba, pesado y silencioso, cortando la niebla y el frío. Cada uno de los que estaba a bordo sentía la tensión como una cuerda apretada alrededor del pecho. Miedo, rabia, culpa y desesperación se mezclaban con la brisa salada, mientras el horizonte oscuro prometía un destino incierto. Nadie podía predecir lo que encontrarían al final del viaje, y cada uno, por su propia razón, deseaba con fuerza que llegara la noche siguiente, donde todo podría cambiar, para bien o para mal.

。゚•┈୨♡୧┈•゚。

La noche había caído sobre Iseldur como un manto pesado de ceniza. El viento traía el aroma salado del mar lejano, mezclado con el crujido de los pinos y el murmullo de las olas rompiendo contra los acantilados. La bruma subía lenta, acariciando cada roca y cada rama, cubriendo los movimientos como un velo.

Un único punto negro surcaba el cielo: Chimuelo, con las alas plegadas para no hacer ruido, manteniendo la respiración de fuego como si el aire mismo fuera peligroso. Cada batida de alas levantaba un remolino de humedad y hojas, pero Hipo estaba concentrado solo en el peso que cargaba entre sus brazos. Astrid, débil y casi transparente por el agotamiento, parecía un delicado sueño humano. Su respiración era un hilo, irregular y tembloroso; no era grave, pero sí frágil, vulnerable... y él sentía un nudo en el pecho con cada exhalación que ella daba.

El frío calaba a través de su máscara, pero no importaba. Nada importaba excepto mantenerla a salvo.

—Resiste... por favor —murmuró, la voz grave y ronca, temblando apenas un instante por el miedo que no podía mostrar—. Solo un poco más, Astrid...

Chimuelo descendió entre pinos y rocas hasta un apartado claro, donde las sombras y la niebla podían ocultarlo. Sus ojos verdes brillaban en la oscuridad, reflejando la preocupación y la lealtad inquebrantable. Se acuclilló, extendiendo las alas como un techo protector, y emitió un chirrido bajo cuando Hipo le acarició el hocico.

—Gracias, amigo... supongo que nos separaremos aquí —susurró Hipo, con un nudo en la garganta—. Tengo que salvarla ahora.

Acomodó a Astrid sobre un lecho improvisado de musgo y tierra suave, cuidando cada movimiento. Su cuerpo se inclinó sobre ella apenas un instante, sintiendo su calor leve y frágil contra el pecho, sus dedos temblorosos, la respiración aún irregular. Cada pestaña pegada de humedad y bruma parecía gritarle que debía ser paciente, delicado, protector.

Hipo se apartó un momento, observando la pierna metálica que llevaba como jinete. La ajustó con cuidado, cambiándola por la que usaba Harald, recordando la importancia de la ilusión. Cada gesto debía ser medido; no podía permitirse que alguien notara la verdad. El corazón le latía tan fuerte que sentía que la bruma lo empujaba, que cada sombra podía descubrirlo, que cada ruido era un enemigo.

Se inclinó de nuevo, sosteniendo a Astrid entre sus brazos, sintiendo el leve calor de su cuerpo contra el pecho y la suave fragilidad que emanaba. La máscara ocultaba su rostro, pero no podía ocultar lo que sentía. Quería susurrarle que todo estaría bien, que ya no habría peligro, que él estaba ahí... y que la amaba. Pero no podía; debía esperar, debía protegerla primero, amarla en silencio hasta que el mundo fuera seguro para los dos.

El viento susurraba entre los pinos, las hojas crujían bajo cada movimiento del dragón oculto, y la bruma abrazaba la escena como si supiera del secreto que contenía. Cada instante era un equilibrio entre la urgencia y la ternura, entre el miedo y la esperanza, e Hipo estaba dispuesto a sostenerlos a ambos, aunque eso significara arriesgar su propia vida.

—Tranquila... —susurró apenas un hilo de voz, mientras ajustaba suavemente a Astrid en sus brazos—. Ya casi... ya estás a salvo.

Y mientras la bruma los cubría, Hipo se quedó allí un instante más, contemplando su respiración, el leve calor de su piel, los latidos de su corazón contra el suyo. Todo el mundo podía esperar. Por ahora, solo existían ellos, la noche, y un amor que se negaba a ser contenido.

。゚•┈୨♡୧┈•゚。

La aldea estaba envuelta en sombras y el parpadeo tembloroso de las antorchas dibujaba siluetas sobre las chozas. El aire olía a sal y madera húmeda; un viento ligero traía el eco lejano del mar, mezclado con el crujir de las tablas y la murmuración de los pocos vigilantes que rondaban.

De entre esas sombras apareció Hipo, cargando cuidadosamente a Astrid entre sus brazos. Cada paso que estaba calculado, intentando no hacer ruido, pero el peso de su cuerpo era casi irrelevante frente al temblor en su pecho. Su corazón latía desbocado, temeroso de lo que encontraría, deseando que nadie notara la tensión que lo recorría de pies a cabeza.

—¡Astrid! —exclamó Bjarne, la voz rota por el miedo y la preocupación, corriendo hacia él con los puños apretados. Su rostro estaba rígido, lleno de tensión, y sus ojos verdes reflejaban temor y alivio a partes iguales.

Hipo inclinó ligeramente la cabeza, manteniendo su papel de Harald, pero cada fibra de su ser gritaba que todo estaba bien. Apretó a Astrid más contra su pecho, sintiendo su fragilidad, la respiración irregular, el calor que todavía podía percibir en su piel. La distancia entre ellos parecía más pequeña que nunca, como si solo existieran ellos dos en medio de la noche y la bruma de Iseldur.

—La encontré en la orilla —dijo con voz grave, tratando de sonar frío—. Unos jinetes con un dragón de dos cabezas la dejaron allí. Encontré esta nota.

Sacó del cinturón un pergamino arrugado, con la caligrafía apresurada:

"La tomamos como carnada porque Thyra intentó hacerle daño. El jinete de dragón la devuelve sana. Porque al menos nosotros sí tenemos honor y no intentamos matarnos entre nosotros. Díganle que el jinete le manda un beso."

Bjarne tembló, el pergamino se le resbalaba de las manos mientras los puños se cerraban con fuerza. Sus dientes crujieron en un rugido:
—¡Maldito mar! ¡Cómo se atreven!

Hipo lo miró, intentando mantener la compostura, pero por dentro todo era un torbellino de emociones: miedo, alivio, amor, culpa. Cada palabra que decía debía sonar firme, pero su corazón estaba entero con Astrid entre sus brazos.
—La llevaré con la sanadora, o la llevan ustedes... —dijo, la voz tensa pero controlada—. No sé si se dio cuenta, está inconsciente. Necesita ayuda urgente.

Dos mujeres salieron apresuradas, extendiendo una camilla improvisada y recibiéndola con cuidado. Cada movimiento de Astrid era medido, cada respiración suya parecía gritarle a Hipo que debía protegerla más que nunca.

Bjarne lo observó, las cejas fruncidas, el cuerpo rígido.
—¿Por qué eres el único que la vio? —escupió, la desconfianza temblando en su voz.

Hipo apretó los puños, respirando profundo, tratando de que el calor del miedo y el amor no se le notara en la voz:
—Si no la hubiera traído, estaría muerta. Así que no me preguntas qué hago vagando en la noche... ¿Acaso está prohibido salvar a alguien?

Bjarne, todavía temblando de rabia y alivio, apartó a Einar con un gesto firme.
—Llévenla dentro. Ahora.

Hipo siguió a las mujeres y al pequeño grupo hasta la cabaña, cada paso lleno de cuidado. Sus ojos no se separaban de Astrid; no podía permitirse distraerse ni un instante. La brisa nocturna movía su cabello, los sonidos del pueblo dormido parecían amplificarse, y el corazón de Hipo latía como un tambor, grabándole que cualquier daño que le ocurriera a ella sería insoportable.

Se detuvo en la puerta de la cabaña, arrodillándose apenas un instante, inclinando la cabeza hacia la figura pequeña y vulnerable de Astrid. Sus dedos rozaron apenas una hebra de cabello que se escapó de la camilla, y una mezcla de ternura y dolor recorrió todo su cuerpo.

—Tranquila... —susurró, apenas audible—. Ya estás a salvo. Te prometo que nadie más te hará daño.

Y mientras la vela oscilaba, proyectando sombras danzantes sobre la madera, Hipo permaneció allí, guardián silencioso, con el corazón latiendo por ella y por un amor que aún no podía revelar del todo, pero que estaba decidido a proteger a cualquier costo.

。゚•┈୨♡୧┈•゚。

Astrid yacía recostada sobre pieles calientes, el cuerpo todavía temblando por el cansancio. La brisa nocturna se colaba por la ventana entreabierta, mezclando el olor a sal del mar con la madera recién cortada. Sus párpados se movían, pesados, atrapados entre el sueño y la realidad, mientras su respiración se volvía irregular y profunda.

Su mente, suspendida entre fiebre y agotamiento, tejía imágenes fragmentadas, recuerdos y miedos mezclados. Un susurro cálido rompió la oscuridad de su inconsciencia:
—Todo estará bien...

La voz le era familiar, dulce y reconfortante, como un eco de su infancia, algo que creía perdido. Astrid sintió un escalofrío recorrerle la espalda, la piel erizándose, y una sensación de alivio mezclada con temor se instaló en su pecho.

De repente, una figura apareció ante ella, alta y envuelta en sombras. El jinete estaba allí, su silueta recortada contra la penumbra de la cabaña. Lentamente, se quitó la máscara, y debajo no estaba el extraño que esperaba... sino Harald. Sus ojos verdes brillaban, penetrantes, la mirada que ella tanto amaba. El corazón de Astrid se encogió, golpeando con fuerza contra sus costillas, como si quisiera salir de su pecho.

—Te amo —dijo él en el sueño, la voz clara y cargada de emoción, tan intensa que le dolió el corazón.

Se inclinó sobre ella y la besó suavemente, con ternura, como si el mundo entero desapareciera alrededor. Astrid se estremeció, un calor recorriéndole la espalda, los recuerdos de todo lo vivido con Harald mezclándose con la sensación de seguridad y deseo.

De golpe, abrió los ojos. La cabaña estaba silenciosa, el parpadeo de una vela iluminando tenuemente la habitación. Sus manos, sudadas y temblorosas, se aferraban a las pieles; el corazón le latía desbocado, como si acabara de correr por toda la isla. La realidad tardó un instante en asentarse: estaba a salvo, pero su mente aún revoloteaba entre sueño y verdad.

"Era un sueño... ¿o no?" Pensó, respirando agitadamente, con la garganta seca. La imagen de Harald bajo la máscara parecía fresca en su mente, nítida, demasiado real para ser solo un recuerdo.

"No... solo una pesadilla... nada más" se dijo, intentando calmarse. Pero al abrir los ojos por completo, notó los dedos entumecidos, el dolor en sus muñecas y la piel marcada por el cansancio. Cada fibra de su cuerpo le recordaba que había estado al borde, que había sobrevivido, y que ahora estaba a salvo.

Se dejó caer un poco más sobre las pieles, cerrando los ojos un instante, respirando el aire cargado de la cabaña, tratando de atrapar la sensación de alivio que se mezclaba con el recuerdo del beso de su sueño. Por primera vez en horas, su mente sintió un respiro, aunque aún temblaba por la cercanía del peligro que había escapado.

Astrid estaba despierta, sí... pero su corazón aún flotaba entre la realidad y la fantasía. Entre el miedo que había sentido y el amor que seguía latiendo fuerte, imposible de ignorar.

。゚•┈୨♡୧┈•゚。

El humo se disipaba lentamente sobre Berk, mezclándose con el olor a madera quemada, sal del mar y metal retorcido. Los primeros rayos del sol comenzaban a filtrarse entre la bruma, reflejándose en los charcos y en los tejados destruidos. La ciudad estaba herida, pero aún respiraba.

Tacio y Tilda, los gemelos, corrían de un lado a otro con su típico caos, intentando ayudar... a su manera.

—¡Tacio, deja eso! —gritó Tilda, el cabello lleno de ceniza pegado a la frente—. ¡No es momento de andar robando cosas!

Tacio levantó un dedor acusador, la cara roja de indignación y frustración.
—¡No es robar! ¡Es Gallina! —exclamó, abrazando a la famosa ave contra su pecho—. ¡No voy a dejar que Viggo la convierta en su cena con esos ataques! La llevo conmigo, sí o sí.

En ese instante, de entre las mantas, asomó la cresta roja de Gallina, picoteando a Tacio en la oreja.
—¡Au! ¡Ves! ¡Ella también quiere venir! —chilló Tacio, rascándose la oreja y abrazándola con más fuerza, como si protegiera un tesoro.

Tilda rodó los ojos, mezclando cansancio y exasperación, mientras el humo de Berk se pegaba a su piel.
—¿En serio vas a arriesgar la misión por ella?

—¡No es solo ella, es Gallina! —protestó Tacio, aferrándola con fuerza, balanceando la cabeza de un lado a otro—. Sin ella no hay moral, no hay motivación, ¡no hay Tacio! ¿Me entiendes? —hizo una pausa dramática, con un brillo de travesura en los ojos—. Nah, seguro solo estás celosa de que la quiero más que a ti.

Patapez pasó corriendo junto a ellos, cargando una maleta y sin perder el paso.
—¡Por favor, que alguien saque esos dos antes de que sigan peleando! —gruñó, sin mirar atrás.

Estoico apareció entre el grupo, su figura imponente recortada contra la bruma matutina y los escombros humeantes de Berk. Sus ojos recorrían la ciudad con una mezcla de preocupación y determinación.
—Berk aguanta —murmuró casi para sí mismo, la voz grave resonando entre las casas destruidas—. Hemos perdido esta vez, pero no todo está perdido.

Se giró hacia los jinetes, sus brazos cruzados, la mirada firme.
—Ya hicieron suficiente. Ahora muévanse. Si no salen ya, Viggo los descubrirá y no podrán continuar de incógnito.

Tilda empujó a Tacio por el hombro, la voz cargada de urgencia.
—¡Oíste! ¡Sube a tu dragón y deja de hacer drama!

Tacio resopló, con el ceño fruncido y la mandíbula apretada, subiendo a regañadientes a su dragón mientras Gallina permanecía segura entre sus brazos.
—Está bien... pero si Gallina no va, yo tampoco voy —masculló, con los ojos brillando de determinación y un toque de terquedad infantil.

—¡Sube de una vez, Tacio! —gritaron a coro Patapez y Tilda, sus voces cortando el viento frío de la mañana.

Los dragones rugieron, agitando sus alas y levantando torbellinos de humo, ceniza y polvo. El mar se extendía hacia el horizonte, brillante y frío, como una promesa de nuevos desafíos. Estoico alzó la mano en un gesto breve y seguro.
—Vayan. Nosotros mantendremos Berk en pie —dijo, firme, mientras su mirada recorría cada rincón de la ciudad, asegurándose de que nada cayera mientras los jinetes partían.

Uno tras otro, los jinetes se despegaron, arrastrando consigo bruma, humo y ceniza. Berk quedó abajo, herido, con sus techos chamuscados y calles cubiertas de polvo y escombros, pero viva. Cada batida de alas resonaba con urgencia: si no llegaban antes que Viggo a Iseldur, toda la misión podría derrumbarse en segundos.

Tacio lanzó una última mirada hacia la ciudad, Gallina acurrucada contra su pecho, y una chispa de orgullo mezclada con miedo cruzó sus ojos. Sabía que este viaje no sería fácil, pero también sabía que era necesario. El horizonte los esperaba, y con él, el destino que todos tenían que enfrentar.

。゚•┈୨♡୧┈•゚。

El aire de la cabaña estaba cargado de movimiento, alivio y un olor a velas quemadas mezclado con el aroma del mar que se colaba por las ventanas abiertas. Astrid abrió los ojos lentamente, parpadeando bajo la luz cálida que iluminaba su rostro. Su respiración aún era irregular, pero la piel comenzaba a recuperar calor.

—¡Astrid! —exclamaron varios al mismo tiempo, corriendo hacia ella. Bjarne y la madre la rodearon, abrazándola con fuerza, como si no pudiera dejarla ir nunca más.

—Gracias a los cielos que estás bien —susurró la madre, las lágrimas rodando por sus mejillas, mientras sus manos temblaban de emoción.

Hipo permaneció un paso atrás, observando la escena con un nudo en el pecho. Un destello de alivio cruzó por sus ojos al ver que Astrid estaba fuera de peligro. Quiso abrazarla, besarla, sentirla segura en sus brazos... pero no podía, aún no. Nadie parecía notar su tensión; Todo el mundo estaba demasiado ocupado con la alegría de la recuperación de Astrid.

Ella también lo buscó con la mirada. Cuando lo encontró, su corazón se aceleró, deseando correr hacia él, pero sabía que no podía exponerse de esa manera. Una mezcla de frustración y alivio se mezclaba en su pecho, haciéndola temblar apenas.

—Creo que ya te agradecimos por traerla, Harald —dijo Bjarne con un gesto serio pero agradecido—. Pero creo que es hora de que te vayas con tus amigos, ¿o estás esperando que te paguemos?

Hipo respiró hondo y esbozó una sonrisa, intentando aliviar la tensión que le quemaba en el pecho.
—Al contrario, no hago esto por dinero, lo hago porque quiero. Me alegra que estés bien, Astrid, que te mejores —dijo primero a Bjarne con firmeza y luego, con una cálida sonrisa, a Astrid.

—Muchas gracias, Harald —susurró Astrid, con una sonrisa tímida que lo decía todo, llena de cariño y algo de travesura.

Aún así, Hipo se retira silencioso. Se quedó unos segundos observándola, asegurándose de que estaba realmente bien.  Está bien... ella está bien. Esperaré a que todos se vayan si es necesario para verla de nuevo, para abrazarla, para besarla... porque todo esto ha valido la pena , pensó mientras caminaba hacia la puerta.

La cabaña se quedó con un silencio tenso mientras Hipo salía. Bjarne se acercó a la sala donde Viggo ya lo esperaba.

—Vengo a ver cómo están. Me contaron lo que pasó. Lamento no haber regresado por ella, pero sabía que Hipo no le haría daño —dijo Viggo con elegancia, cruzando los brazos mientras evaluaba la situación.

—Esta vez no fue cosa de ellos, lo sé —respondió Bjarne, extendiendo la carta hacia Viggo. Él la tomó con gesto serio, sus ojos recorriendo cada palabra mientras la tensión del momento se hacía palpable en la sala.

Viggo la analizó con calma y luego giró la mirada hacia Thyra.
—Rápido, que esto se resuelva —murmuró el líder—. Y que Thyra recibe su merecido.

Thyra, encogida y roja de vergüenza, bajó la mirada mientras Einar y Viggo la reprendían con dureza.

—¡Intentaste hacerle daño a mi hija! —tronó Leif Hofferson, con la voz firme y los ojos brillando de indignación—. Esto no puede volver a pasar. Vas a recibir todo el peso de la ley.

—Lo siento... —balbuceó Thyra, temblando, mientras todos la observaban con desaprobación—. No... no quería... yo...

— ¿Qué idiota hizo eso? —salió Yrsa de la habitación de Astrid, corriendo hacia la sala con la cara roja de indignación y los ojos llorosos, preocupada por su hermana.

Bjarne suspir, todava temblando de rabia y preocupacin, mientras abrazaba a Yrsa con fuerza.

—Siempre le has tenido envidia a mi hermana porque es mejor que tú en todo, pero ella jamás te ha hecho daño. ¿Por qué intentaste matarla? ¡Eres una maldita! —gritó Yrsa, las lágrimas recorriendo su rostro mientras su voz temblaba por la emoción.

—Espero que me perdone... díganle que lo siento —murmuró Thyra mientras la agarraban y la esposaban, derrotada y humillada.

—Iré a ver cómo está Astrid... seguramente tendrá pesadillas después de esto —dijo Yrsa, preocupada, mientras sus dedos se entrelazaban nerviosos.

—Si Yrsa ve, ya esa perra estará en la cárcel —dijo Bjarne, aún con los puños apretados, respirando con fuerza.

—Sí, esa perra tendrá su merecido —agregó Yrsa, con un brillo de satisfacción mezclado con cuidado por su hermana.

—Hey, cuida tu lengua, jovencita —la regañó Bjarne, cruzando los brazos.

—Acabas de decirlo también —respondió Yrsa con picardía, encogiéndose de hombros.

—Bien, si te doy unas monedas, no digas que me oíste a mí. ¿Trato? —propuso Bjarne con una media sonrisa.

—Un placer hacer negocios, hermano —dijo Yrsa, agarrando las monedas, pero sin dejar de mirar hacia la habitación de Astrid—. Ahora sí, tengo que ir a ver a nuestra hermana.

Con paso rápido y decidido, Yrsa se dirigió hacia la habitación de Astrid, lista para asegurarse de que su hermana estuviera completamente a salvo, mientras la bruma de la noche se desvanecía lentamente con los primeros rayos del sol que iluminaban la cabaña, dejando en el aire un silencio cargado de alivio, tensión y una sensación de justicia inminente.

。゚•┈୨♡୧┈•゚。

La noche era fresca, la bruma se colaba por los rincones de la calle, mezclándose con el aroma del mar cercano. Las hojas y ramas crujían suavemente bajo los pasos de Hipo mientras avanzaba hacia la ventana abierta de Astrid. Yrsa, escondida detrás de un arbusto, lo observaba con los ojos brillantes de determinación.
—Tranquilo, Harald... yo te cubriré si algo pasa —susurró Yrsa, lista para ayudarle a entrar por la ventana.

Pero no contaban con que Einar, con la cara marcada de golpes, avanzaba hacia Hipo con los puños apretados, el ceño fruncido y la respiración cargada de rabia.

—¡Oye, imbécil! —gruñó, el orgullo más herido que la piel—. ¿Qué crees que haces afuera de la casa de Astrid?

Hipo lo miró con calma, dejando que la oscuridad de la noche y la tensión del momento se mezclaran. Su voz grave y firme cortó el aire:
—No es tu asunto.

Se colocó frente a él, bloqueando cualquier avance, los músculos tensos, cada fibra preparada para lo que viniera.

—Deja de acosarla —dijo Einar, con un hilo de desprecio—. ¿Acaso no has entendido que será yo el que se casará con ella? No entiendes un carajo de lo poco que vales aquí. Ella jamás te hará caso.

—Te atreves a decirme eso tú? —replicó Hipo, sin perder la calma—. Wow... si tan seguro estás de que vas a ganar, ¿por qué me amenaza?

—Cuida tus palabras, Harald.

—No te tengo miedo, Einar —respondió Hipo, cada palabra medida—. No me da miedo un imbécil que se refugia en el poder de su padre. Cuando tú eres poderoso, eso se nota sin decirlo, no necesitas amenazas.

Einar frunció aún más el ceño, incrédulo.
—Y me lo dices tú? ¿Un simple herrero? Ay no... ¿de verdad crees que te vas a casar con ella? Alguien tan poca cosa como tú.

—Y sigues amenazándome —replicó Hipo—. Admite que tienes miedo de que ella esté interesada en mí.

—Jamás.

—Bien, entonces no temas. Si ella te eligió a ti, está bien. Solo que no veo que te soporte. La diferencia entre tú y yo es que yo no la veo como un objeto, ni un trofeo que puedas ganar o arrebatar. Ella es una persona... una mujer increíble que cualquier hombre querría ser digno de ella.

Einar abrió los ojos de par en par, sin palabras, mientras Hipo respiraba hondo, dejando que cada palabra pesara.

—No sabes nada —dijo Einar con un hilo de rabia—. Tú no eres digno.

Hipo dio un paso atrás, cruzando los brazos con calma, su sonrisa burlona apenas iluminada por la luz de la luna:
—Bien, solo déjame decirte algo. Sí, estoy enamorado de ella. Pero a diferencia de ti, no la obligaré a estar conmigo. Si ella lo desea, será conmigo; si no, nadie la obligará. Y deja de amenazarme... ¿acaso ya viste tu cara? No sé quién te dejó así, pero respeto que vengas a pelear. Nos vemos —dijo, burlándose, consciente de que él había sido quien lo había golpeado en la batalla, y se sentía satisfecho.

Einar abrió la boca para replicar, pero la incredulidad y la furia lo dejaron mudo. Se quedaron unos segundos inmóvil, rojo de rabia, los puños apretados hasta que los nudillos se pusieron blancos. Finalmente, se giró, la carta de su tío Krogan temblando en la mano:

—¡Esto no se queda así! —gruñó, y se marchó furioso—.  "Urgente: necesito ver cómo me caso con ella" ...

El viento de la noche golpeaba suavemente las paredes de la casa, haciendo que la bruma del mar se colara por las ventanas. La luna iluminaba tenuemente el patio, y el olor a sal y madera húmeda flotaba en el aire. Hipo se detuvo unos segundos detrás del arbusto donde Yrsa lo había estado esperando, respirando hondo para calmar el corazón que le latía como un tambor.

—Mmm... no creo que pueda entrar ahora —dijo Hipo con un susurro cargado de frustración, mirando la ventana que Yrsa había señalado antes. Sus dedos jugaron con la capa, nerviosos.

Yrsa lo miró, preocupada y un poco decepcionada.
—Lo sé... Einar se fue, pero Bjarne todavía está la puerta principal... —dijo, mordiendo ligeramente su labio, como si quisiera ofrecer ayuda, pero no pudiera.

Hipo suspir, bajando la cabeza un instante, la luz de la luna dibujando sombras sobre su rostro.
—Lo sé, Yrsa... de verdad lo agradezco. Si no hubieras estado aquí, no habría podido acercarme ni dos metros, gracias por decirme que está fuera de peligro —dijo con sinceridad, apretando levemente los puños para contener la emoción.

Yrsa bajó la mirada, nerviosa.
—Solo quería ayudar... —susurró—. Ojalá pudiera ser feliz...

—Y lo haremos —respondió Hipo, su voz grave y firme bajo la máscara—. Pero ahora no puedo verla. No es el momento... —miró hacia la ventana otra vez, respirando hondo—. Pero dile a Astrid que vendré a verla, y que... la amo.

Yrsa caminando, con los ojos brillantes de emoción y un toque de tristeza por no poder hacer más.
—Se lo diré —susurró, con voz temblorosa pero decidida.

Hipo le dio una pequeña sonrisa, casi invisible bajo la máscara.
—Gracias, Yrsa. No sabes cuánto significa para mí —dijo, y se dio la vuelta, comenzando a escabullirse entre las sombras del patio.

Yrsa lo vio desaparecer en la bruma, el corazón latiéndole rápido, sintiendo que algo importante había sucedido. El sonido del viento y las olas rompían el silencio de la noche, y en el aire quedaba un eco de promesas y amor silencioso.

Hipo continuó su camino, el peso de Astrid en sus pensamientos, cada paso acercándolo más a su promesa de cuidarla, protegerla, y esperar el momento adecuado para estar a su lado.

。゚•┈୨♡୧┈•゚。

Yrsa entró a la habitación con un plato de comida, el olor cálido llenando el pequeño espacio. La luz del sol de la mañana se filtraba por la ventana, iluminando el rostro pálido de su hermana.

— ¿Cómo te sientes? —preguntó, con voz suave, preocupada mientras acomodaba la manta sobre Astrid.

—Pues... como si casi me muriera —respondió Astrid, frotándose la frente—... pero aparte de eso, estoy bien.

Yrsa suspir, aliviada ya la vez tensa.
—Puedes estar tranquila, Thyra está encerrada ahora.

Astrid entrecerró los ojos y apretó los labios.
—Sí... y mejor no hablamos de eso, me duele la cabeza —dijo, inclinándose un poco hacia atrás, apoyando la frente contra la almohada.

—Bien, hermana —respondió Yrsa, con un dejo de ternura y alivio en la voz.

Astrid giró un poco la cabeza, los ojos buscando algo más allá de la habitación:
—¿Has visto a Harald? No pude verlo por el idiota de Einar, si esta afuera hazlo pasar, necesito verlo.

Yrsa irritante, divertida y emocionada al mismo tiempo.
—Sí... estaba esperándote, iba a dejarlo entrar por la ventana... Pero Einar lo echó, aunque mi cuñado le dijo que está enamorado de ti, obvio sin revelar que son novios. Y el imbécil de Einar... uff, hubieras visto sus ojos morados, todo un show, y si me dejo un mensaje, dice que quiere verte, y te ama —dijo, agitándose con la emoción y dejando escapar una risa contenida.

Astrid frunció el ceño, sorprendida y un poco incrédula.
—Él hizo eso?

—Sí, hermana —aseguró Yrsa—. Te ama y no le tiene miedo a Einar... Entonces, ¿por qué no lo hacen oficial?

Astrid mordió el labio, sintiendo el corazón acelerarse.
—Necesito verlo, Yrsa. Por favor... puedes taparme con mis padres mientras voy a buscarlo —dijo, la voz firme pero aún débil, mientras se incorporaba lentamente, sosteniéndose con las manos.

Yrsa la miró, preocupada y dudando un instante.
—¡Te sientes mal todavía! ¿Cómo pretende ir así? —advirtió, cruzando los brazos, preocupada por la frágil figura de su hermana.

—Él me cuidará mejor que nadie, sin ofender... —respondió Astrid, con un brillo de determinación en los ojos y una sonrisa tímida.

Yrsa suspir, rascndose la nuca.
—Nah... yo te cuidaría mejor, pero sé que, si no vas, no podrás dormir —dijo, dejando escapar una sonrisa comprensiva.

—Gracias, Yrsa —murmuró Astrid, mientras tomaba la manta y se acomodaba un poco más—. Si mi mamá pregunta, estoy muy cansada y le dije que no quería que me molestaran, ¿bien?

—Va —dijo Yrsa, dejando que su hermana se levantara, con el corazón latiendo rápido por la preocupación y la emoción de lo que estaba por pasar.

Astrid se escabulló silenciosamente, sin que la luz de la mañana delatara su salida. Su corazón palpitaba mientras bajaba las escaleras y se dirigía hacia el lugar donde esperaba Hipo. Cada paso era un latido, cada sombra un pequeño temor.

Pero no sabía que Bjarne estaba justo al otro lado del pasillo, observándola, con los ojos abiertos de par en par y la mandíbula tensa. No dijo nada, pero sus pensamientos eran un torbellino:  "¿A dónde va? ¿Y con quién?... ¡Harald...!"

El corazón de Astrid latía con fuerza, la emoción y la determinación mezcladas, mientras se acercaba a Hipo sin imaginar que cada paso estaba siendo observado.

La luna iluminaba el horizonte, pero la tensión de lo que vendría flotaba en el aire...

。゚•┈୨♡୧┈•゚。

Nota de la autora:

 

Chapter 15: 15. Entre la Verdad y el Amor

Chapter Text

El aire nocturno olía a madera húmeda, sal y hierro. Hipo avanzaba con pasos lentos por la calle empedrada, los puños apretados dentro de la capa. Cada crujido de grava le sonaba como un recordatorio de lo que acababa de suceder.
Se odiaba por dentro. "Nunca fui de golpes", se repetía. Pero las manos le ardían con ganas de destrozar el rostro de Einar. Había querido propasarse con Astrid. Su Astrid. Y eso era algo que no iba a permitir.

Mientras caminaba, la rabia se mezclaba con tristeza. Si ella hubiera crecido en Berk, todo sería distinto. Allí quizá habría tenido el respeto que merecía. Aquí, en cambio, seguía atrapada en un pueblo que sólo admiraba la fuerza bruta y la palabra "respeto" era apenas un rumor.

Al llegar a la posada, el viento movió el letrero oxidado que chirrió como un aviso. Las antorchas a medio apagar proyectaban sombras largas y temblorosas sobre las paredes de madera. Las rendijas del edificio dejaban escapar hilos de humo y el olor agrio de la cerveza rancia. Ruth, la dueña, llevaba un mes fuera; de otro modo su plan se habría desmoronado antes de empezar.

Hipo respiró hondo, buscando una excusa por si alguien lo encontraba allí. Sus amigos no habían regresado y probablemente no lo harían. En Berk, mientras tanto, debían estar odiándolo. Siempre lo habían hecho. Ahora, con Mildew al frente, no faltarían voces llamándolo irresponsable, buscando razones para cuestionarlo.

La puerta se abrió con un gemido. Dentro, sólo había oscuridad y el susurro del viento colándose por las rendijas. El suelo crujió bajo su peso.

Entonces la sintió: una presencia, primero fría y luego afilada, llenando el corredor como una sombra. Viggo apareció sin aviso, su figura recortada contra la penumbra. Sus ojos brillaban con concentración, dos cuchillas que se clavaron en Hipo.

—Harald —dijo con voz calmada, pero cargada de intención—. Qué bueno encontrarte aquí.

Hipo arqueó una ceja, ocultando su sobresalto. Con un gesto deliberado dejó su espada de fuego apoyada a un lado, como si no le diera importancia.

—¿Mi ayuda? —preguntó con cautela, inclinando apenas la cabeza—. ¿Para qué?

Viggo sonrió apenas. No era una sonrisa amable; era el destello calculado de un depredador que evalúa a su presa.

—Como sabes, en la última misión pediste permiso para quedarte aquí. Tus amigos también. —Su mirada se deslizó como una cuchilla—. Una lástima, si me preguntas. Pero sabrás de qué hablo... ¿o no?

Hipo bajó los ojos un instante, modulando su respiración.

—Sí. Una lástima. —respondió con un tono contenido—. Prometo que no se repetirá.

—Eso espero. —Viggo avanzó un paso; las tablas del suelo se quejaron bajo su peso—. Hablando de la razón por la que te quedaste... mañana necesito tu reporte. Pero hoy... ¿tus amigos están arriba?

Hipo se obligó a sonreír con timidez, las manos detrás de la espalda para ocultar que las apretaba.

—Eh... sí. Ya se durmieron. Me han estado ayudando mucho, señor. Yo estaba paseando y encontré a la señorita Hofferson, por eso vuelvo tan tarde.

—Bien por ellos. —Viggo inclinó apenas la cabeza, tomando nota mental de cada palabra.

Hipo lo sostuvo con la mirada un segundo.

—Pero creo que no has venido a preguntarme por ellos. Dijiste que querías mi ayuda.

—En lo cierto, como siempre, Harald. —El brillo de los ojos de Viggo se hizo más agudo—. No vengo por ellos. Vengo por ti. Por tus habilidades en la herrería.

Hipo tragó saliva, sintiendo cómo se tensaba cada músculo.
—¿Ah, sí?

Viggo dejó que su voz descendiera un tono, casi un secreto.

—Vi algo durante la última batalla. Algo que el Jinete de Dragón usa... una espada de fuego. La forma en que la maneja es estratégica. Necesito a alguien que comprenda el concepto para reproducirla.

El corazón de Hipo dio un salto. "Mi espada". Pero su rostro se mantuvo impasible. Con un gesto pausado, soltó el aire contenido.

—Está bien. —dijo finalmente, esbozando una sonrisa hipócrita que no le llegaba a los ojos—. Pero no será fácil. Nunca la he visto de cerca. La última vez que me crucé con el jinete no la traía consigo. Si pudieras describirla o hacer un dibujo sería útil.

Viggo asintió, la luz tenue dibujando un filo en su rostro.

—Lo sé. —murmuró con un destello de satisfacción—. Por eso mandaré a mi hermano mañana con el boceto y pasaré a ver cómo vas en la tarde. Diré a Grettir que no te dé más encargos; necesito que te concentres sólo en esto.

Hipo inclinó levemente la cabeza, interpretando el papel de subordinado.
—Para mí será un honor —pronunció, y la palabra "honor" sonó hueca, como hierro frío.

Viggo avanzó otro paso, lo bastante cerca para que Hipo oliera el cuero de su abrigo y el metal de las armas escondidas.

—Entonces es un trato. —Su voz se volvió más baja, casi un ronroneo venenoso—. Cuento contigo, Harald. Créeme, serás bien recompensado. Pero necesito otra cosa que ocupará tu tiempo.

Hipo entrecerró los ojos, apretando los puños tras la espalda.

—¿Qué cosa? —preguntó con un tono que pretendía ser neutro, aunque se le escapaba un filo de irritación.

Viggo se detuvo justo frente a él, como quien coloca la última pieza en el tablero.

—Como sabes, la joven General Hofferson no está bien —explicó con tono grave—. La causante de su accidente, Thyra está bajo vigilancia; habrá un juicio para decidir su castigo. Pero la General, ella se niega a descansar. Y va a necesitar ayuda. No puedo darle a su hermano; lo necesito conmigo, y Einar no es opción, no queremos enfermarla más. Y a ti, en cambio, ni una cosa ni la otra. Serías de gran ayuda. Quizá no sepas mucho, pero ella te guiará.

Aquello encendió algo cálido en el pecho de Hipo. Cualquier excusa era buena para estar más cerca de ella, de su amada. El simple hecho de poder cuidar de Astrid sin levantar sospechas le resultaba casi un regalo. Ese esconderse les daba a sus encuentros un aire secreto, casi mágico, aunque a veces era agotador para ambos; ella no merecía vivir a escondidas y él tampoco. Por un instante, mientras Viggo hablaba, Hipo dejó que esa ilusión le aliviara el corazón.

—Será un honor —respondió con suavidad, y esta vez la frase sonó sincera, casi emocionada—. Ahí estaré... me haré cargo de ambas cosas.

Viggo sonrió, la sonrisa de un jugador que ha movido bien sus piezas.

—Sabía que aceptarías. —dijo suavemente—. Confío en que harás un buen trabajo, Harald. Que tengas linda noche.

—Igualmente. —respondió Hipo, y esta vez su voz salió más grave, con un hilo de odio que se le escapó sin querer.

El silencio volvió. Pero ya no era simple silencio: era un filo suspendido entre ambos, respeto mutuo y tensión; dos mentes moviendo piezas en un tablero invisible donde cada paso podía decidir victorias y derrotas futuras. Hipo respiró hondo, sintiendo el sabor metálico del secreto en la boca.

。゚•┈୨♡୧┈•゚。

El cielo sobre Iseldur estaba cubierto por un manto de nubes bajas, grises y pesadas, que dejaban pasar apenas un hilo de luz lunar, iluminando la aldea dormida con destellos plateados. Entre las sombras, los jinetes descendieron de sus dragones con movimientos cuidadosos; los grandes animales aleteaban suavemente, evitando crujidos que delataran su presencia. La cueva cercana se mantenía en silencio, un santuario oculto donde los dragones se mezclaban entre la roca, sus ojos brillando en la penumbra mientras se revolvían y jugueteaban entre sí, vigilantes y tranquilos.

—¡Llegamos a tiempo! —exclamó Tilda, bajando de su Cremallerus con gracia, el frío de la noche haciéndole estremecer los hombros.

Tacio, con Gallina acurrucada entre los brazos, esbozó una sonrisa divertida mientras la pequeña ave cacareaba, protestando contra su abrigo cálido.

—Vivos —dijo simplemente, con su voz grave, pero con un brillo en los ojos que revelaba orgullo.

Patapez sacudió el polvo de su silla voladora y añadió, con un toque de dramatismo:
—Y con la moral intacta... Espero que Viggo no haya notado nuestra ausencia... de lo contrario estaremos muertos, será un milagro si salimos de esta sin... bueno, digamos "incidentes".

—¿Matarnos ese idiota? —intervino Patán, con desdén y un ego inflado—. Si ni siquiera se dignó a aparecer hoy en el combate, ¿de verdad creen que nos va a matar? Son ridículos.

Tacio alzó las manos, exagerando la voz como si fuera una víctima suplicante:
—¿Viggo? ¡Díganme que no! ¡Lo sentimos, tío! ¡Mátennos a todos, pero dejen a Gallina libre!

—¿Dónde? ¿Dónde? —preguntó Patán, con un salto, asustado ante la exageración de Tacio.

Tilda, Tacio y Patapez rieron, y Gallina respondió con un cacareo que sonó casi como un comentario sarcástico.

—¿No decías que no era capaz de matarnos, Patán? ¿Y que era un cobarde? Creo que el cobarde es otro —se burló Patapez, apoyando una mano en la cadera mientras su dragón revoloteaba cerca.

—Cierra la boca, Patapez —se quejó Patán, cruzando los brazos, aunque un hilo de sonrisa escapaba de su seriedad.

Chimuelo, curioso, Salió de la cueva para mirar a los jinetes y sus amigos, mientras los jinetes se reían, los dragones jugueteaban en la entrada de la cueva, chocando suavemente unos con otros y dejando escapar un vapor caliente que olía a roca húmeda y escamas.

—Mejor apresurémonos a la posada —dijo Tacio, abrazando con cuidado a Gallina que ya empezaba a dormitar—. Saben cómo se pone cuando se desvela... y no seré yo quien limpie sus "gracias" esta vez.

—Bien, pero yo tampoco —agregó Tilda, arrastrando los pies mientras miraba al suelo—. No quiero encontrarme con excremento de pájaro en mi cama otra vez.

Tacio sonrió y levantó una mano con gesto teatral:
—Tranquila, nena. Ella habla de Patán. Tú eres un ave magistral; ojalá yo tuviera la gracia de esta bella Gallina.

—¡Hablaba de ti, idiota! Yo amo a Gallina —replicó Tilda, frunciendo el ceño, aunque sus labios dibujaban una pequeña sonrisa.

Patapez se acercó a los dragones, acariciando con cuidado a Albóndiga, su dragona, que emitió un ronroneo suave.

—Bien, ya saben cómo es esto —dijo con voz firme—. Tienen que quedarse aquí por el bien de todos. Pero... volveremos pronto. No puedo dejarte sola tanto tiempo, nena.

—Vamos a ver si Hipo sigue vivo —agregó Tilda, mientras su mirada se llenaba de preocupación—. O si logró salvar a...

—¡ASTRID! —gritaron todos al unísono, sorprendidos por su propia coordinación.

—Oh, dioses —dijo Patapez, llevándose una mano a la frente—. Estaba tan perdido en esto que olvidé la razón por la que volvimos.

—Vayamos a ver cómo está ese muchacho —dijo Tilda con determinación—. Porque sin su rubia, no sabemos de lo que es capaz.

—No te refieres a ti, ¿verdad? —bromeó Tacio, con un guiño—. Hipo te quiere como hermana. Ama a Astrid... pero aun así puedes llorar un poco, lejos de mí, odio las ya sabes, con las que se llora...

—Hablo de Astrid, tarado. —Tilda rodó los ojos—. Ni modo que fueras tú la rubia, parece que no entiendes nada.

—Necesito saber si está viva —intervino Patán, serio ahora, mientras su respiración se volvía más rápida y el corazón le latía con fuerza.

El grupo emergió del bosque con cuidado, agradeciendo que los guardias estuvieran medio dormidos. La posada se alzaba delante de ellos, silenciosa, envuelta en sombras. La puerta crujió al abrirla, y Patán fue el primero en entrar, avanzando con cautela, mientras Hipo esperaba adentro, tensionado y alerta.

Hipo estaba en su cuarto, ajustándose la pierna de metal, cuando los vio acercarse desde la ventana. La bruma de la noche se colaba por las rendijas de madera y dibujaba sombras en las paredes. Sus hombros se relajaron ligeramente al verlos.

—¿Todo bien? Pensé que no regresarían más —preguntó, con un hilo de voz que mezclaba alivio y cansancio, mientras los gemelos se acercaban sonrientes.

—Sí... pero este idiota —dijo Tilda, dándole un codazo a Tacio con una sonrisa— insistió en traer a Gallina...

—¡Tú me dijiste que era buena idea! —protestó Tacio, abrazando a Gallina como si fuera un tesoro—. Dijiste que la extrañábamos, que no era lo mismo sin ella, y yo como buen hermano la apoyé. ¡Y hey! ¡Ella también quería ver cómo estabas! ¿No es adorable?

Hipo no pudo evitar sonreír, acercándose para acariciar la cresta de Gallina, que cacareó suavemente como aprobando la atención.
—Sí... adorable. ¿En serio fue tu idea Tilda? —dijo divertido, mientras los jinetes reían bajos, como cómplices del momento.

—No, no tengo las ideas más brillantes... —dijo Tilda, con un gesto de resignación.

—Claro que sí —interfirió Tacio, con su sonrisa amplia.

—En realidad Tacio tiene razón, tienes ideas brillantes a veces —dijo Hipo, acariciando el metal de su pierna con gesto pensativo.

—Oh, entonces sí fue idea mía —admitió Tilda, fingiendo orgullo.

—Creo que ya fue suficiente platica de Gallina, bien por todos... pero, ¿cómo está Astrid? —preguntó Patapez, inclinándose hacia Hipo con curiosidad.

—Pues supongo que está bien... oh, si no, Hipo sería un mar de lágrimas —comentó Patán, dejando escapar un suspiro exagerado.

Hipo apretó los labios, su mirada oscureciéndose un instante mientras pensaba en el peligro que Astrid había corrido en el acantilado.
—Gracias a Odín regresamos a tiempo... pero esto es peor de lo que creo. Me temo que pase lo que pase, ella no estará segura aquí —dijo con voz grave, preocupado, y pasando una mano por su rostro.

—¿Entonces le dirás la verdad y será una jinete también? —preguntó Patapez, con la esperanza de ver a Hipo sonreír.

—No sé... No creo que sea tan fácil —admitió Hipo, con un suspiro que dejaba escapar su tensión.

—Hipo, tu papá nos dijo que te dijéramos algo... pero no recuerdo si era que no vuelvas, te odia y te desheredará, o que todo estaba bien... mi memoria no está muy clara, me inclino más a la primera opción —dijo Tacio, rascándose la cabeza.

—Cabezas de carnero, no lo molesten —dijo Patán—. Ya tiene suficiente con todo lo de hoy.

Todos se dispersaron un poco, dejando espacio y susurrando entre ellos.

—¿Qué? —preguntó Patán, desconcertado.

—Nada... solo que tú eres el primero en bulearlo —dijo Patapez con una sonrisa.

—Sí, pero también tengo corazón... Creo, igual creo que el pierna de metal merece respeto... no mío claro, de ustedes —admitió Patán, encogiéndose de hombros.

—¿Cómo está Berk? —preguntó Hipo, tratando de calmar su mente.

—Cuando llegamos, nos dimos cuenta que fue solo una advertencia, realmente no hubo heridos. Las municiones sí, pero Johan se encargó de abastecernos de nuevo, no nos fuimos hasta que estuvimos seguros de que la isla estaba a salvo, reforzamos la vigilancia y marcamos los puntos débiles... ten, pues revisarlo y pondremos un nuevo plan en marcha, pero esto... Fue solo fue un truco más de Viggo —dijo Patapez, entregándole el mapa con los puntos rojos marcados, frunciendo el ceño con desaprobación.

—Ese imbécil... está jugando con nosotros... y se están acabando las opciones... por el momento nuestra prioridad es Berk, ver que puedo crear y uno de ustedes llevara los planos a Bocón cuando este listo —murmuró Hipo, con la mandíbula tensa y el corazón latiendo rápido.

De repente, un golpe suave en la puerta los silenció a todos. Sus miradas se cruzaron, tensas.

—¿Quién...? —murmuró Patapez, frunciendo el ceño.

Antes de que Hipo pudiera reaccionar, alguien golpeó de nuevo, más decidido.

—Thor... necesito ver a...

La puerta se abrió lentamente y allí estaba Astrid, con el abrigo todavía húmedo por la bruma, los ojos brillantes y llenos de determinación, y una sonrisa traviesa que iluminaba su rostro.

—¡Harald! —exclamó, sin poder contener la emoción—. Tenía que verte.

Hipo la miró mientras ella entraba, y su corazón dio un vuelco. Cada paso que daba hacia él parecía desafiar la gravedad, y él sentía cómo todo el resto del mundo desaparecía: el ruido, la posada, los jinetes... solo existía Astrid, viva y decidida frente a él.

"No sabes lo que significas para mí", pensó Hipo, tragando saliva mientras inclinaba la cabeza ligeramente para ocultar un temblor en su voz. "Estás aquí, a salvo... y yo... yo solo quiero mantenerte así. No importa qué pase después. Solo tú, Astrid, ahora mismo."

—Astrid, ¿qué haces aquí? —dijo Hipo, acercándose con cuidado, sus manos extendidas para sostenerla—. Estás herida, aún te llevaré a casa.

—No, no quiero estar ahí... ¿quieres que me vaya? —preguntó ella, con voz temblorosa pero desafiante.

Sus dedos temblorosos rozaron suavemente su brazo mientras la ayudaba a sostenerse. La cercanía lo electrizó, un calor que subía desde el pecho y le llenaba de una mezcla de alivio y deseo de protegerla. Observó cada detalle: la forma en que su cabello aún húmedo se pegaba a su rostro, la manera en que sus ojos brillaban bajo la luz de la luna, la curva de su sonrisa traviesa. Todo le resultaba perfecto y frágil, y sintió un nudo en la garganta.

—No... pero no quiero que te lastimes más. Necesitas descansar —dijo Hipo, mientras su corazón se apretaba al ver las marcas de su caída en el acantilado, y cómo sus ojos brillaban bajo la luna.

Los jinetes se miraron entre sí, sorprendidos y sonriendo como si hubieran descubierto la escena más tierna del mundo.

Tilda se inclinó hacia Hipo, susurrando con un guiño travieso:
—Creo que es mejor que salgan un rato... nadie los verá; es noche.

—Sí —asintió Patapez, con una sonrisa cómplice—. Vayan.

Astrid lo miró, y por primera vez él vio en sus ojos más que determinación: vio confianza, complicidad, un brillo que le decía que no tenía miedo mientras él estuviera cerca. Una ráfaga de brisa nocturna hizo bailar algunos mechones de su cabello sobre su frente, y Hipo los apartó con suavidad, sin querer romper la magia del momento.

"Eres increíble", pensó, y no pudo evitar que un pequeño escalofrío recorriera su espalda. "Siempre tan valiente... y yo solo quiero estar cerca, cuidar de ti, que sientas que no estás sola ni un segundo."

Astrid le tomó la mano, y él sintió cómo todo su cuerpo reaccionaba: cada fibra de su ser se tensó y al mismo tiempo se relajó, como si el mundo entero estuviera contenido en ese contacto. Era un toque pequeño, pero cargado de promesas no dichas, de sentimientos guardados y de todo un futuro que solo ellos podían imaginar.

—Está bien —susurró Hipo, con la voz más suave de lo que había imaginado posible—. Vamos.

Sus ojos se encontraron, y en ese instante la bruma, la noche, los problemas, todo, desapareció. Solo existían sus miradas entrelazadas, el calor de sus manos, el latido compartido de sus corazones. Astrid le devolvió la mirada, iluminada por los rayos de luna, y él sintió que, por primera vez en días, realmente podía respirar. Que mientras estuviera con ella, aunque fuera un instante, todo podía estar bien.

Mientras se escabullían fuera de la cabaña, Hipo sentía cada roce, cada movimiento de Astrid junto a él como un recordatorio de que su amor no era solo un sentimiento: era un acto de cuidado, de entrega y de alegría silenciosa. Sus manos entrelazadas, sus cuerpos cercanos bajo la bruma de la noche, todo hablaba más que cualquier palabra: un lenguaje que solo ellos compartían, y que hacía que cada latido valiera la pena.

。゚•┈୨♡୧┈•゚。

La bruma de la noche se arremolinaba como un velo espeso alrededor del acantilado, lamiendo las rocas con dedos fríos y húmedos. El mar, muy abajo, rugía apagado, como si guardara secretos. Hipo avanzaba despacio, cada paso medido; la pierna de metal emitía un crujido suave bajo el peso de su propio cuerpo y el de Astrid. Sin embargo, no le importaba: el calor de ella entre sus brazos bastaba para sostenerlo.

Astrid estaba acurrucada contra su pecho, su cabello todavía impregnado de sal y viento. Cada vez que su respiración le rozaba el cuello, Hipo sentía que el mundo entero se contraía en ese punto: un calor eléctrico le subía al pecho, mezclado con la punzada de un miedo que no quería nombrar. "La tengo aquí, viva... no la perderé, no otra vez".

Ella apoyó la frente en su hombro y, con una sonrisa traviesa, empezó a rozarle la piel del cuello con besos ligeros, casi temblorosos. Hipo se tensó, sorprendido, pero no se apartó. Un cosquilleo dulce le recorrió la espalda y se le hizo un nudo en la garganta.

—Harald... —susurró Astrid, con la voz apenas audible bajo el viento—. ¿Por qué estás tan callado?

Él parpadeó, como despertando. Había estado tan inmerso en el olor de su cabello, en el peso de su cuerpo contra el suyo, que había olvidado hablar.

—Yo... estaba pensando —respondió al fin, su voz baja y rota—. Pensando en que hoy pude perderte. Déjame sentir que eres tú, un poco más... ¿no lo merezco?

Astrid levantó la vista, sus ojos brillando en la penumbra como dos destellos azules.
—¿No estás molesto? —preguntó, casi en un susurro.

Hipo bajó la cabeza, buscándole la mirada.
—¿Por qué estaría molesto? —dijo, sincero y curioso.

El viento les azotó la cara cuando alcanzaron la cima del acantilado. Hipo se agachó con cuidado, depositándola sobre una manta gruesa que había extendido en la hierba húmeda. Sus manos, siempre torpes, se volvieron suaves al acomodar otra manta sobre sus hombros.

Astrid apretó los labios, bajando la mirada.
—Porque... me descuidé mucho —murmuró—. No estaba concentrada. Me enfoqué tanto en salvar a la gente de resultar herida... que olvidé protegerme yo. Mi padre, ciertamente, está furioso. Nunca me había pasado algo así.

Hipo la escuchó en silencio, su corazón latiendo fuerte. Sus dedos se detuvieron un instante sobre la manta que la cubría y después, sin pensarlo, le apartó un mechón de cabello de la frente. Ella cerró los ojos y suspiró, como si ese gesto valiera más que cualquier palabra.

En ese momento, la bruma los envolvía por completo; no eran simples mortales ni fugitivos, solo dos almas heridas encontrándose en la oscuridad.

Él rompió el silencio, su voz grave, más baja:
—Te lo diré las veces que haga falta. Nada de esto fue tu culpa. Eres una líder increíble... y serás una gran jefa algún día. Me duele que no te hayas protegido, sí... pero no porque te culpe por distraerte. Me disculpo si alguna vez te hice sentir eso.

Astrid negó rápido.
—No. No tiene que ver contigo.

Hipo bajó la mirada.
—Pero... si tú no hubieras estado bien... si no te hubieran salvado...

Astrid le puso un dedo sobre los labios, con una media sonrisa.
—No hablemos de eso. Yo solo pensaba en volver a verte... es lo único que pensé.

Él sonrió, con un nudo en la garganta. Apretó el paso para mantenerse erguido, como si cargarla así le diera fuerza.
—Yo tuve tanto miedo de perderte, Astrid... —su voz tembló, y ella lo oyó, aunque el viento la arrastrara.

—No pensaba irme sin volverte a ver. Y los dioses lo saben —dijo ella, con firmeza.

Hipo río suavemente y besó su frente, dejando que sus labios descansaran allí un segundo.
—Milady... ¿me prometes algo?

—Lo que quieras —susurró ella.

—No vuelvas a culparte por cosas que no puedes controlar. Nada de esto es tu culpa. Ellos deberían agradecer que nadie de tu equipo salió lastimado.

—Sí, porque la lastimada fui yo —bromeó ella, con una sonrisa cansada.

Él apretó la mandíbula.
—Pero no fue por los jinetes. Fue Thyra. Por mucho odio que podamos tenerles, ellos te salvaron. Y ahora... ahora espero que Thyra pague por lo que te hizo. No puedo soportar que alguien te lastime así...

Astrid lo miró largo rato, sus ojos brillando bajo la luz pálida. Sacudió la cabeza suavemente.
—Sí, les debo la vida después de todo. Lástima que nunca den la cara... pero ¿sabes de qué me di cuenta?

El corazón de Hipo se aceleró.
—¿De qué? —preguntó, nervioso, temiendo que ella hubiera descubierto demasiado.

Ella lo miró con extrañeza.
—No parecía el mismo que vimos. Recuerdo que sus ojos eran grises. Ahora... verdes. Como los tuyos. O quizá solo estaba pensando en ti en ese momento...

Hipo tragó saliva.
—Debe ser eso, sí.

Astrid suspiró.
—Respecto a Thyra... no pienso imponer cargos. La ley aquí es demasiado, incluso para ella.

Hipo la miró incrédulo.
—¿Qué? Astrid, Thyra intentó matarte. ¿Y dices que la dejarás libre?

Ella bajó la mirada.
—Yo entiendo por qué la odias... pero también... quizá puedo entenderla a ella. Su corazón vive lleno de odio, de envidia, pero incentivada por sus padres. Ellos solo querían tener a la hija perfecta y siempre la comparaban conmigo. Yo solo quería destacar porque... Harald, esta no es mi isla. Y nuestro honor no estaba muy bien. Desde que vine prometí ser la mejor. Quizá no me di cuenta de cuánto le afectó.

Él frunció el ceño.
—¿Estás diciendo que es tu culpa que ella te odie? No, Astrid. No intentes justificar sus actos. Sí, pobre de ella, pero... a mí me trataron así y no me convertí en el villano de la historia solo por eso.

Ella levantó la vista.
—¿Eras un marginado en tu isla? Jamás me has contado sobre ello.

Hipo cayó en cuenta de que estaba hablando de más.
—Yo... pues yo sí. ¿Te parece si no hablamos de eso? Me da un poco de...

—¿Vergüenza? ¿Por qué te marginaban? —preguntó, con suavidad.

Él pensó rápido.
—Pues nunca tuve el mejor físico. Me propuse compensarlo con ideas, pero... mis inventos salían mal. Cada vez que intentaba algo, fracasaba. Y después... crecí y vine aquí.

Astrid se inclinó, con una media sonrisa.
—No entiendo por qué no les gusta tu físico. Creo que el exceso de músculos no te hace un gran hombre. Si no, mira a Ryker o a Einar: mucha grasa, poco cerebro.

Hipo río, y ella también, esta vez con ganas. Sus risas se mezclaron con el viento.
—Además —continuó ella—, a mí me gustas tal como eres... Me hubiera enamorado de ti sin importarme nada, si hubiera vivido en tu isla.

Él la miró con asombro y ternura.
—Y yo de ti, aunque me hubiera tomado mil vidas encontrarte.

Ella se sonrojó, y en su rubor había un brillo tímido y feliz.
—Sí... bueno, con Thyra, creo que hay que darle una segunda oportunidad... sacarla de la cárcel...

Hipo tragó saliva. Su corazón latía con fuerza. La bondad de ella lo ablandaba incluso mientras la furia contra Thyra le ardía dentro. Sin pensarlo, la besó: un beso lento, profundo, lleno de emoción. Ella le respondió con la misma intensidad. Cuando se separaron, él murmuró:

—Sí... tienes razón...

Respiró hondo, su frente apoyada en la de ella.
—Cuando te vi llegar con los jinetes y ese Cremallerus... sentí tanto miedo de perderte... tanto...

Astrid frunció ligeramente el ceño.
—No entiendo... si me dices que eran los jinetes los que me traían... yo no recuerdo eso. Yo recuerdo... que me trajo el jinete, Hipo.

Él tragó duro. El peso de la verdad lo golpeaba. ¿Recuerda todo? ¿Es hora de decírselo? pensó, sintiendo cómo la tensión le cerraba la garganta.

Astrid, como si leyera su mente, añadió con dulzura:
—Quizá tengas razón, no es malo... quizá los malos somos nosotros y ni siquiera lo sabemos. Siempre lo entendí. Pero ahora que he visto la desgracia de cerca, sé que no puedo traicionar a los míos, a mi padre... tengo demasiado que perder si me revelo. Por eso... me encanta tenerte a ti. Eres mi pecado, Harald.

El corazón de Hipo se detuvo un instante. "No... no puedo decirle... pero debo" pensó, consciente del riesgo de romper su confianza. Pero ella notó su silencio y lo besó suavemente, rozando sus labios con ternura.

Él la sostuvo más fuerte, como si ese momento pudiera durar para siempre. La bruma los envolvía y el mundo se desvanecía, quedando solo ellos, el acantilado y el mar.

El viento del acantilado se había vuelto más suave, casi cálido. El cielo, salpicado de estrellas, parecía inclinarse hacia ellos como un manto protector. Hipo sentía la piel de Astrid contra la suya, su respiración leve y dulce en su cuello. No quería moverse; cada segundo era una eternidad frágil.

—Ahora tú prométeme algo —dijo Astrid de pronto, su voz baja, grave, con ese filo dulce que usaba cuando hablaba en serio.

—¿Qué cosa? —preguntó Hipo, curioso, intentando mantener el pulso estable.

—Prométeme que tú... nunca me vas a mentir. Porque te mataré si lo haces —susurró Astrid, firme, con una mezcla extraña de amor y amenaza.

Hipo sintió un dolor seco en el pecho. Si lo decía, la perdería. Si no lo decía, tarde o temprano la traicionaría. Por primera vez en su vida no supo qué hacer. Pero al verla, con los ojos brillando como dos zafiros encendidos por la luz de la luna, lo entendió. 

Entendió que ella no le debía nada... que era él quien le debía todo. Que el tiempo a su lado era un regalo tan frágil como un copo de nieve en la mano. Que debía guardarlo, atesorarlo. Porque cuando supiera la verdad, cuando ella descubriera aquello que aún ignoraba, ya no volvería a tenerla. 

Y esa certeza lo obligaba a estar presente, a amarla sin medida, como si cada instante fuera el último.

Con la voz ronca, casi un suspiro, murmuró:
—Lo prometo.

Astrid sonrió con un brillo pequeño y lo besó. El beso no fue fugaz; empezó suave, tímido, y se fue profundizando hasta que Hipo sintió que la tierra desaparecía bajo él. Sus labios se entreabrieron y el aire olía a pino y sal. Sus dedos temblaron al rozar la piel de su nuca; ella le devolvió la caricia, aferrándose a su cuello. Hipo dejó escapar un leve gemido y susurra, jadeante:
—Deberíamos irnos...

—Un rato más... —dijo Astrid sonriendo, su frente apoyada en la de él.

Ella, casi sin darse cuenta, empezó a hacerle pequeñas trencitas en el cabello. Sus dedos se movían lentos, cuidadosos, peinando cada mechón como si trenzara también sus pensamientos. Hipo se dejó hacer, sintiendo que cada trenza era un lazo invisible. "Jamás me las quitaré", pensó, con una ternura que le erizaba la piel.

—Hay algo más que no te he dicho —susurró Astrid.

—¿Qué cosa? —preguntó Hipo, el corazón encogiéndose.

—Bjarne sabe lo de nosotros... debemos estar preparados para lo que sea que planee hacer —confesó ella, sin apartar la mirada.

Hipo le acarició el pómulo con el pulgar.
—¿Tienes miedo de lo que pueda pasar?

—No, no me importa... ya no —dijo Astrid. Sus ojos brillaban con sinceridad y desafío.

Astrid lo abrazó fuerte, hundiendo la cara en su cuello. Él respondió del mismo modo, con las manos abiertas en su espalda, sintiendo cada respiración, cada temblor. Robó un beso de sus labios, luego otro, y otro más, sin prisa. Ella le respondió con la misma intensidad, sus dedos explorando la línea de su mandíbula, su cabello, la cicatriz de su brazo. Cada roce era un recordatorio: el mundo podía desmoronarse, pero ese instante era solo de ellos.

Hipo luchaba consigo mismo. Una parte lo obligaba a detenerse: el peligro, su padre, los dragones, la misión. Separó lentamente sus labios de los de ella y, con un nudo en la garganta, susurró:
—Perdón... te llevaré a casa. No quiero que Bjarne me mate por... ya sabes. Te esperaré el tiempo que sea necesario.

Astrid lo miró y sonrió, rozándole la mejilla con los dedos.
—No tienes que disculparte, Harald. Sé que no te aprovecharías de mí. Amo que seas tan considerado.

—¿Quieres que volvamos? —preguntó él.

—Me gustaría quedarme a dormir aquí contigo. Además, Yrsa está cuidando mi habitación. Dudo mucho que alguien se haya dado cuenta de que salí.

Hipo río bajito.
—Recuérdame agradecerle a tu hermana por ser nuestra heroína.

—Creo que está feliz de que estemos juntos —dijo Astrid, con un brillo cómplice en la mirada.

—Me alegra saber que al menos alguien de tu familia me acepta —confesó él, bajando la voz.

Hipo sacó otra manta y la extendió con cuidado sobre el suelo de la cueva junto al acantilado. La envolvió primero a ella, después a él mismo. Astrid, al sentir el calor de la manta y el de su cuerpo, se acomodó de costado, dejando que su frente quedara pegada a la de él. Sus dedos se deslizaron hasta sus manos, entrelazándolas. Él la acarició suavemente, repasando con las yemas las marcas de sus heridas, como si pudiera borrarlas con caricias. Astrid suspiró, cerrando los ojos.

El mar golpeaba allá abajo, pero dentro de la cueva solo se oían respiraciones y murmullos. Se robaron más besos, lentos, sin hambre ni prisa, cada uno distinto, cada uno un secreto. Hipo cerró los ojos, imaginando una vida entera de amaneceres así: Astrid cerca, viva y segura, él capaz de protegerla sin miedo. La abrazó un poco más fuerte, y por primera vez en días, el sueño llegó sin fantasmas.

。゚•┈୨♡୧┈•゚。

Bjarne estaba en la entrada de la posada, apoyado contra la madera fría de la puerta. Sus brazos cruzados, ceño fruncido y mandíbula tensa delataban que algo lo preocupaba. Había visto la bruma moverse, había sentido que algo no encajaba... su hermana se había ido, herida y, más que nada, sabía exactamente con quién se había ido su hermana.

—Maldito Harald... pervertidor de hermanas... —murmuró para sí mismo, apretando los puños—. Con ese idiota, ¿en serio? No es que Einar sea un gran tipo, ¿pero que le puede ofrecer ese forastero? Miseria nada más, vales más que eso hermana... No quiero ni imaginar que estás haciendo, ¿Qué hago? Si lo digo su honor estará por los suelos y todo por lo que luchamos estos años se ira al bote, y si no lo digo ese imbécil se seguir aprovechando de ella, pero no si puedo evitarlo.

Sus ojos recorrieron la noche, buscando cualquier rastro de sus pasos, cualquier indicio de la dirección que habían tomado. Pero solo encontró la bruma, el silencio y el tenue resplandor de la luna sobre el acantilado.

—Si los encuentro... —susurró, con la voz cargada de advertencia—. Oh, sí, me van a escuchar... y no va a ser bonito.

Se pasó la mano por el cabello, respirando hondo para calmar la mezcla de ira y preocupación que lo quemaba por dentro. Sabía que Astrid estaba feliz, eso no podía negarlo... pero también sabía que ellos no entendían el peligro en el que se metían... En el que los metían a todos.

—¿Cómo se le ocurre escaparse de esta manera? —murmuró, casi para sí mismo, mientras se imaginaba a su hermana riendo, acercándose a Harald y dejándole esos besos que él no permitiría o peor aún... fornicación, no que asco—. Y ese Harald... si lo veo, ¡va a pagar!

Bjarne apoyó la frente contra la madera, recordando la escena de ella marchándose con él y la manta en brazos. Por un instante sintió un nudo en el estómago. "Está viva... eso es lo que importa. Pero esto no se queda así..."

—Maldito idiota... —susurró otra vez, ahora más firme—. Cuando los encuentre, les voy a hacer prometer que nunca más vuelvan a hacer algo así... o de verdad, Harald, te mataré.

Se enderezó, respirando hondo y cruzando los brazos de nuevo. La noche continuaba en silencio, y Bjarne sabía que por ahora no podía hacer nada. Por ahora. Pero cuando los encontrara... sería otra historia.

Un escalofrío recorrió su espalda al pensar en la pareja abrazada bajo la bruma, y una pequeña parte de él, muy escondida, admitió que estaba celoso. No por Hipo, no del todo... sino porque Astrid parecía feliz, algo que él nunca había esperado ver tan claro.

—Bien... —dijo finalmente, apretando los dientes—. Por ahora... supongo que... los dejo. Pero... cuando los vea, voy a hacer que me prometan que nunca más van a estar juntos y de mi depende que es tipo este bien lejos de aquí... será la última vez que se salgan con la suya.

Con eso, Bjarne se desvaneció entre las sombras de la posada. La bruma nocturna lo engulló como un manto espeso mientras su mente giraba sin descanso, repasando cada escenario posible para enfrentar a Harald sin destruir aquello que más quería proteger: la seguridad de su hermana.

Desde el ventanal, los gemelos observaban en silencio, con las siluetas apenas dibujadas por la luz tenue del interior.
—¿Crees que deberíamos ir a decirle a Hipo? —susurró Tilda, con el ceño fruncido.

—En la mañana —respondió Tacio, acariciando a su gallina. El ave cacareó suavemente, como si también compartiera el secreto.

Pero la verdadera pregunta flotaba en el aire, pesada como la niebla: ¿quién los encontraría primero?

。゚•┈୨♡୧┈•゚。

Nota de la autora:

 

Chapter 16: 16. Cuando el rio suena...

Chapter Text

La madrugada mordía con frío la casa de los Hofferson como si algo más que el frio gobernara el lugar, la preocupación de un hermano mayor temiendo por su hermana. El pueblo todavía bostezaba entre brasas y toldos ondeando, pero Bjarne no había podido cerrar los ojos. El piso crujía bajo los pasos de Bjarne, que recorría el pasillo de un lado a otro, la mirada fija en la puerta de la habitación de Astrid. Cada respiración estaba cargada de frustración.

«Si la delato», pensaba, golpeando con el puño la barandilla de la escalera, «el honor de nuestra familia se irá al subsuelo».
«Pero ese Harald Drakensson...», continuaba, la ira quemándole la garganta, «esa sabandija mentirosa... juró que no tenía nada que ver con mi hermana, ¡y ella tonta fue a buscarlo incluso herida!».
«No estoy en mis cabales», admitió, con la cabeza entre las manos, «no pienso con claridad... y un escándalo así nos destruiría a todos, pero dejarlo pasar sería cobardía».

—Bjarne, ¿qué haces despierto tan temprano? —la voz de Yrsa sonó desde la puerta del cuarto contiguo, como un disparo. Salía de la habitación de Astrid, donde había "velado" a su hermana durante la noche, aunque, obviamente, Astrid no estaba ahí—.

Él se giró con el ceño fruncido.
—¿Cómo está Astrid? Quiero verla —dijo, esperando la primera mentira de la menor.

Yrsa tragó saliva y pensó rápido.
—No puedes —respondió firme, cruzando los brazos.

—¿Por qué no puedo? —preguntó Bjarne, la irritación marcando cada palabra.

—Dijo que no quiere ver a nadie, menos a ti y a Einar, hasta al menos el mediodía. Está muy cansada —dijo Yrsa, avanzando un paso para que él sintiera su autoridad—. Así que si entras, me veré obligada a decirle a mamá lo que hiciste el miércoles en la noche: con quién fuiste a verte cuando mamá te dijo que no volvieras a ese lugar.
Se cruzó de brazos y le lanzó una mirada de advertencia. —Te mantendrás alejado de esa puerta... y me harás el desayuno. Que te sirva de castigo haberte levantado temprano.

Bjarne se quedó helado unos segundos. «¿A qué se refiere?», pensó. Y recordó inmediatamente: Sara Wincher. La esposa de Mustang, mucho mayor que él, y su pequeña aventura que si su madre descubría... que seguía viéndola, lo mataría. Y si su padre se enteraba, lo lanzaría al mar. Comparado con eso, el "escándalo" de Astrid y Harald parecía un juego de niños.

—Eres una mocosa entrometida, bien —dijo al fin, tratando de recuperar autoridad.

Yrsa le sacó la lengua, caminando con paso firme hacia la cocina.
—Tú eres un tonto alto y calenturiento —dijo, divertida—. Honestamente no te veo casado con esa mujer. Además, su marido viejo y feo podría matarte con su posición, sin contar que ella jamás lo dejaría... haces mejor pareja con Heather.

Bjarne bufó y cruzó los brazos.
—Cállate. Haré lo que quieras, pero sé que Astrid no está adentro dormida. Asi que cuando vuelva, quiero hablar con ella.

Yrsa sonrió con suficiencia.
—Sí, sí, lo que digas. Pero si la tratas mal o la amenazas, ya sabes... mi boca no guarda secretos. No me pagan suficiente por eso.

Ambos intercambiaron una mirada que decía más de lo que sus palabras podían transmitir.
«Que Astrid regrese antes de que alguien note que no está», pensaron al unísono.
Bjarne se apoyó contra la pared mientras esperaba a que el agua hirviera, el pecho aun palpitando por la frustración, mientras Yrsa se sentaba en el borde de la escalera, vigilando el pasillo como si fuera su torre de control.

El silencio se llenó con el murmullo de la casa: el crujido de la madera, el viento que golpeaba las ventanas, el olor a desayuno a medio preparar flotando en la cocina. Y en medio de ese hogar, la tensión familiar era tangible, un recordatorio de que el amor, la protección y las reglas podían ser armas tan afiladas como cualquier espada.

«Si ella no vuelve...», pensó Bjarne, «no solo perderá el honor. Perderé a mi hermana. Y a mí familia, otra vez».

Yrsa, con las manos cruzadas sobre las rodillas, murmuró para sí misma: «Que vuelva antes de que todo explote... que vuelva antes de que nos cueste demasiado, a todos, y que regrese pronto, sobre todo para que Harald conserve intactos sus... ya saben».

。゚•┈୨♡୧┈•゚。

Los primeros rayos del sol se filtraban por las grietas de la cueva, quebrando la oscuridad con hilos de oro que bailaban sobre las piedras húmedas. El aire olía a sal, a fuego apagado y a piel. Afuera, el mar golpeaba con suavidad las rocas, marcando un ritmo lento, como si el mundo aún no quisiera despertar.

Dentro, entre mantas desgastadas y el calor de un pequeño fuego que agonizaba, Hipo mantenía a Astrid entre sus brazos. Su respiración era tranquila, su rostro apenas rozaba su pecho. El cabello de ella, enredado y dorado por la luz del amanecer, parecía una llamarada dormida sobre su piel.

Hipo no dormía.
Sus ojos estaban abiertos, fijos en la bóveda rocosa, perdidos entre pensamientos que lo asfixiaban.
<<Piensa, Hipo... piensa>>, se repetía una y otra vez, como si al hacerlo pudiera ordenar el caos que llevaba dentro.
¿Por qué el mundo tenía que ser tan cruel? ¿Por qué justo ahora, cuando había encontrado a alguien que lo hacía sentir que todo era posible?

Cerró los ojos. Le ardía el pecho.
Quería gritarle a los dioses, preguntarles por qué habían tejido su destino con tanta ironía. <<¿Tanto les costaba que Astrid hubiera nacido en Berk?>> pensó, apretando los dientes. <<En otro universo... quizá podríamos ser felices sin tantas mentiras.>>

Mentiras.
Esa palabra le pesaba más que cualquier herida.
Él mismo había creado esa red, y ahora no encontraba el inicio ni el fin del hilo. Sabía que cuando ella descubriera quién era en realidad —Hipo Haddock—, lo odiaría. Todo lo que habían construido se desplomaría en segundos, como una pared de arena ante una ola.

El miedo lo consumía.
Miedo a perderla.
Miedo a perderlo todo.
Pensó en Chimuelo, su compañero, su otra mitad. En Astrid, que ahora dormía en paz sobre su pecho. En el padre que había dejado atrás. Tres pilares que sostenían su mundo, y los tres amenazaban con derrumbarse.

<<Tal vez debí alejarme antes...>>
Pero ni siquiera podía creerlo. Antes de ella, jamás pensó que algo así existiera. Ni siquiera cuando conoció a Camicazi, tan valiente y libre como el viento del norte; con ella hubo amistad, risas, una conexión genuina. Pero con Astrid... era distinto. Con Astrid el corazón se volvía loco, el alma ardía, el tiempo se detenía. Dejarla... sería como arrancarse el alma con las propias manos.

El eco del mar llenó el silencio, rompiendo la calma del momento. Hipo tragó saliva. Recordó la guerra, a Viggo y su mirada calculadora. Aquel hombre parecía pelear con él no solo con espadas, sino con ideas, con mente. Lo retaba, lo ponía a prueba. Y aunque Hipo era un Haddock, aún era joven, impulsivo, demasiado humano.
Y eso, a veces, lo hacía peligroso.

Miró a Astrid una vez más.
Sus dedos se movieron por inercia, rozando su mejilla. Ella suspiró en sueños, como si lo reconociera incluso dormida. En ese instante, todo lo demás dejó de importar. Ni las mentiras, ni la guerra, ni su nombre. Solo ella. Solo ese momento.

<<Si algún día tengo que morir...>> pensó con el corazón en la garganta, <<quiero que sea viéndola así. Con el sol pintando su rostro y la paz abrazándola.>>

Sabía que no podía pedirle que se quedara. Astrid merecía volar libre, cumplir sus sueños, seguir su propio camino. Y aunque él podía darle casi todo lo que anhelaba, lo único que ella no podría perdonarle era la verdad.

<<Después de que sepa quién soy...>>, se dijo con tristeza, <<no habrá vuelta atrás.>>

La conversación de la noche anterior aún resonaba en su cabeza. Ella había hablado con tanta pasión, con tanto fuego en la voz, sobre sus ideales, sobre su familia, sobre lo que era correcto. Él había visto en sus ojos la posibilidad de un cambio, de que quizás, solo quizás, Astrid pudiera amar a los dragones tanto como él. Pero también sabía que, si su familia lo supiera... jamás la dejarían cometer lo que ellos llamarían traición.

El viento se coló en la cueva, helado, arrastrando consigo el murmullo del mar. El fuego se extinguió del todo.
Hipo la abrazó un poco más fuerte, como si así pudiera retenerla, detener el paso del tiempo.
Por un instante, todo lo que fue, todo lo que temía, se redujo a una sola certeza:
la amaba. Y esa verdad, por sí sola, lo destruía.

La luz del amanecer se colaba por la entrada de la cueva, tiñendo las paredes de un ámbar cálido. Afuera, el mar rugía en la distancia, pero dentro reinaba una calma suave, apenas rota por el crujido del fuego que moría y el sonido acompasado de dos respiraciones.

Astrid abrió los ojos lentamente.
Durante un instante, se quedó quieta, observando el rostro pensativo de Hipo. Su cabello desordenado, su mirada perdida en algún lugar del techo, su respiración entrecortada, como si el sueño no lo hubiera alcanzado del todo.
Sonrió con ternura y dejó un beso apenas perceptible en su mejilla.

—Buenos días... —susurró, su voz ronca por el sueño, mientras una sonrisa pícara curvaba sus labios.

Hipo giró el rostro hacia ella, su mirada suavizándose de inmediato.
—Buenos días... —respondió con voz baja, grave, todavía cargada de sueño—. ¿Cómo dormiste? ¿Te duele algo? —dijo, rodeándola con un brazo, atrayéndola más a su pecho, como si temiera que el viento se la llevara.

Astrid rió suavemente.
—No, bueno... aún me duelen los dedos y las uñas, si es que eso es posible —murmuró, moviendo una mano y haciendo una mueca divertida—. Pero sanará. Aunque... —lo miró a los ojos, con ese brillo que tanto lo desarmaba— creo que nunca había dormido tan bien en mi vida como anoche.

Hipo sonrió, pero una sombra cruzó su mirada.
—Pues yo estaba un poco incómodo —dijo en tono tranquilo.

Astrid arqueó las cejas, sorprendida.
—¿Qué quieres decir? ¿No te gustó? —preguntó con una mezcla de enojo y confusión.
Intentó levantarse, pero él la sujetó con cuidado, rodeándola con más fuerza.

—Milady... —susurró junto a su oído, apenas audible—. Deberías dejarme terminar mis frases.
Ella lo miró, aún con el ceño fruncido.
—Lo que quise decir... —continuó él, bajando la voz hasta que su tono se volvió un susurro grave y sincero— es que me incomodó pensar que podrías arrepentirte... e irte.
Hizo una pausa.
—A una cama cálida... que no fuera la mía.

Astrid lo miró en silencio. El enojo se disolvió, reemplazado por una ternura inesperada. Un leve rubor subió a sus mejillas.
—No tienes que preocuparte por eso —dijo despacio, su voz temblando con dulzura—. Eres el único ser que quiero, aparte de mi familia... y de Heather, claro.
Guardó silencio unos segundos.
—Aunque... te puedo confesar algo.

Hipo sonrió apenas.
—Por supuesto, general —bromeó con una reverencia apenas insinuada, su aliento rozándole el rostro.

Astrid levantó el mentón, sus ojos brillando como si guardaran un secreto.
—Creo que a ti... te quiero un poco más. —Y lo besó.

El beso fue lento, cálido, lleno de esa mezcla peligrosa entre alivio y deseo. Afuera, el viento golpeó con más fuerza, como si el mar se estremeciera con ellos.
Se quedaron así un momento, abrazados, sintiendo la respiración del otro. Cada caricia era un recordatorio de que estaban vivos, de que aún había un refugio en medio del caos.

Astrid apoyó la cabeza en su pecho, sus dedos jugando con las trenzas de su cabello y luego con las de él.
Hipo la acarició con suavidad, recorriendo su espalda desnuda con la punta de los dedos, grabando en su mente cada línea, cada respiración, como si temiera que ese instante fuera el último.

—No puedo creer que estemos aquí... —murmuró Astrid, su voz se perdía entre las olas—. Juntos. Sin ningún idiota a kilómetros.
Cerró los ojos y sonrió.
—Pensé que todo siempre sería difícil, como esos cuentos de amores imposibles. Pero nuestra historia... —se rió con suavidad— me alegra que no sea tan complicada. Libre de engaños, mentiras y traición... y eso.

Hipo sintió que el aire se volvía más pesado.
El corazón le dio un vuelco, y su garganta se cerró.
Tragó saliva, sin saber qué responder.
Cada palabra que ella decía lo atravesaba como una daga.
«Si supieras la verdad, Astrid...» pensó, con el alma temblándole. «Si supieras que Harald no existe... que todo esto está construido sobre mi mentira... mi maldita mentira»

Por un momento, quiso decirlo. Quiso soltarlo todo, romper el hechizo.
Pero cuando la vio ahí, tan tranquila, tan suya, solo pudo mentir con una sonrisa.
—Yo también —dijo despacio, besándole la frente—. Pero estamos juntos. Eso es lo que importa.

Astrid cerró los ojos y lo abrazó más fuerte.
El mundo se desvaneció: solo el sonido de las olas allá abajo, la bruma de la mañana que acariciaba la cueva, y el fuego que se consumía lentamente.
En ese rincón del mundo, por un instante, ambos pudieron creer que nada los separaría.

Pero dentro de Hipo, la verdad seguía ardiendo... esperando el momento de destruirlos.

。゚•┈୨♡୧┈•゚。

El sol ya estaba alto, golpeando con fuerza las rocas húmedas del acantilado. El mar rugía abajo, furioso, y cada ráfaga de viento traía consigo sal y el eco de las olas rompiendo contra la piedra.
El sendero era angosto, resbaladizo, apenas un camino de piedra mal acomodado que serpenteaba entre precipicios. Cualquier paso en falso, y adiós para siempre.

Tacio iba adelante, con Gallina en brazos, y un gesto de "sé lo que hago" que no convencía ni al mismísimo Thor.
Detrás, Tilda resoplaba cansada, su trenza al viento y su cara roja por el esfuerzo.

—Ves que eres un tarado —bufó ella, con las manos en la cintura—. Te dije desde el principio que este era el camino.

Tacio chasqueó la lengua y apretó más a Gallina, que cacareó como si también protestara.
—A ver, hermana, sabemos que Hipo es un genio arquitectónico, pero si quisiera esconder una cueva, ¿no crees que haría que el camino se viera más... feo? Mi teoría estaba bien. Solo que, quién diría que nuestro "líder brillante" sería tan obvio. ¿O será que eso es lo no obvio? Qué descaro. —Levantó una ceja, satisfecho de su propio razonamiento.

Gallina cacareó otra vez.
Tacio asintió solemnemente.
—¿Ves? Hasta ella concuerda en que Hipo se pasó de imbécil.

Tilda rodó los ojos.
—Tacio, por favor...

—Pero estábamos hablando de otra cosa —continuó él, ignorándola completamente—. De que Hipo se llevó a Astrid a "dormir". Y sí, digo "dormir" entre comillas, porque después de casi morir, ¿quién no querría vivir la mejor noche de su vida, no? —alzó las cejas con picardía—. Aunque no sé quién tuvo más suerte, si ella o él.

Tilda se detuvo de golpe y le lanzó una mirada asesina.
—Hermano, ¿podemos dejar la vida sexual de Hipo fuera de esto? —dijo, cruzándose de brazos—. Con su estúpida calentura puede perder la otra pierna... o la cabeza, si Bjarne los encuentra. Y si eso pasa, estamos fritos todos.

Tacio hizo un gesto con la mano, restándole importancia.
—Bien, avísame si ves la cueva. —Se giró para seguir avanzando.

—Ya la veo. —respondió ella, alzando la voz.

Él arqueó una ceja.
—Desde siempre he visto, hermana. Bueno, desde que abrí los ojos y te vi por primera vez, hubiera preferido quedar ciego. —Colocó a Gallina en su cabeza como si fuera un casco de guerra improvisado.

Tilda lo empujó con un bufido.
—¡No, Tacio, que ya veo la cueva! ¡Apúrate!

Los gemelos echaron a correr, tropezando y resbalando entre piedras hasta llegar a la entrada. La cueva se alzaba frente a ellos, envuelta en la neblina que subía del mar, oscura y silenciosa.
Se detuvieron, jadeando, con las manos sobre las rodillas. Gallina cacareó una vez más, como si también pidiera un descanso.

—¿No crees que deberíamos... avisar antes de entrar? —preguntó Tilda, mirando la penumbra con una mezcla de curiosidad y picardía—. No quiero ver a Hipo como lo trajeron al mundo.

Tacio la miró con cara de asco fingido.
—Dioses, Tilda...

Ella se encogió de hombros con una sonrisa maliciosa.
—Bueno, olvídalo... sí quiero. —Y avanzó sin esperar respuesta.

—A veces me asusta lo parecida que eres a mamá —murmuró Tacio siguiéndola, con Gallina colgando de su brazo como si fuera un escudo.

Dentro, el aire era húmedo y tibio. Se escuchaba el leve crepitar de un fuego, y el aroma a madera quemada se mezclaba con algo más... algo que no pudieron identificar de inmediato.
Tacio levantó una antorcha improvisada y avanzó despacio.

—¿Harald, Astrid...? —llamó en voz baja.

No hubo respuesta. Solo el rumor lejano del mar colándose por las grietas de la cueva.
Dieron un paso más.

Y entonces, Tilda se detuvo.
Sus ojos se abrieron de par en par, una sonrisa divertida se dibujó en su rostro.
—Oh... por los dioses —susurró, reprimiendo una risa.

¿Qué pasó? ¿están durmiendo? —preguntó Tacio en voz baja—. Dime que están vestidos.

El silencio fue una respuesta, hasta que un movimiento dentro hizo que la luz del fuego dibujara sombras sobre los cuerpos. Astrid se incorporó despacio del suelo; Hipo, junto a ella, estaba ordenando mantas y recogiendo cosas como si nada hubiera pasado.

Tacio tragó saliva y bajó la voz aún más.

—¡Estan vestidos...! —murmuró—. ¿Qué...? —Se quedó sin palabras al verlos tan cerca.

Astrid alzó la vista, sorprendida. —¿Qué hacen aquí? —preguntó, apenas audible, incorporándose por completo.

Tacio exhaló y se acercó con sigilo, pero su cara delataba urgencia.

—Solo diré algo: mejor no pregunten. Apaguen todo el fuego y empiecen a caminar. Les contaré en el camino. Hay un problema: Bjarne llegó furioso a la posada—dijo Tacio, y Gallina cacareó como si entendiera la gravedad.

—Oh no... —murmuró Astrid, con el color subiendo a sus mejillas...

Hipo se levantó de un salto, tensando el cuerpo.

—Espera, Astrid te acompaño a casa —dijo firme—. Ustedes vuelvan a la posada y manténganse fuera de problemas...

Sin esperar más, se fue tras ella, tirando de la manta y cubriéndola mientras cruzaban la penumbra de la cueva. Tilda y Tacio se quedaron un instante, mirándose, y luego se perdieron cuesta arriba, con Gallina cacareando a su lado.

。゚•┈୨♡୧┈•゚。

El camino hacia la casa parecía interminable. Astrid caminaba con la respiración entrecortada, el corazón golpeándole en el pecho como un tambor. Cada sombra, cada crujido de rama bajo sus pies, le recordaba que debía apurarse.

«Si llego un minuto tarde...», pensó, «mi padre me atrapará y todo se arruinará...».

—Astrid, tranquila, vas a llegar a tiempo —la consolaba Hipo, trotando a su lado—. No corras tanto, todavía estás convaleciente.

—Estoy bien —respondió ella, apresurada—. ¡Si no llego a tiempo nos van a matar! No conoces a Bjarne.

Al doblar la última esquina, las ventanas de su casa brillaron con la luz del amanecer. Se le enroscó el estómago: sus padres dormían, tal como Yrsa le había dicho, y la puerta principal estaba entreabierta. «Perfecto. Solo unos pasos más».

Apenas puso un pie en el porche, se volvió y vio a Hipo acercándose.
—Astrid... —susurró él.

Ella saltó hacia él y apoyó sus manos en su pecho. Sus labios se encontraron en un beso rápido, corto pero cargado de todo lo que no podían decir en voz alta. Un beso que duró una eternidad en la memoria.

—Vuelve sana y salva —murmuró Hipo, apretando sus manos—. No hagas nada estúpido otra vez... estaré esperándote.

—Lo prometo —susurró Astrid, apoyando la frente contra la de él.

«Quisiera quedarme más», pensó, «pero no puedo... todavía no».

Se separaron. Astrid giró hacia la puerta.

—Entra, antes de que te descubran —dijo la menor, guiándola—. Y recuerda... Bjarne está en alerta máxima.

Astrid respiró hondo, empujó la puerta y entró en silencio. La casa olía a pan recién horneado y a madera vieja. Sus padres seguían dormidos; su pulso empezó a calmarse.

«Llegué a tiempo», pensó, cerrando la puerta detrás de ella. «Ahora... solo queda enfrentar a mis hermanos. Pero por ahora... Hipo sabe que estoy bien».

—Escóndete, nos vemos luego —susurró Astrid, y él obedeció, refugiándose detrás de un arbusto.

Ella esbozó una sonrisa, todavía con el calor del beso en los labios, hasta que una mano fuerte la sujetó del brazo.

—Astrid... —susurró Bjarne, con reproche y un extraño alivio en la voz—. ¿Qué demonios haces corriendo así? Te recuerdo que ayer casi moriste; deberías estar en tu cuarto, descansando.

—Yo... nada —respondió ella, tratando de recuperar el aliento y ocultar la verdad.

«No puedo decírselo», se dijo internamente. «Si sabe que venía de estar con Hipo... todo explota. ¿Por qué tienes que venir a esperarme aquí, Bjarne? ¿Y Yrsa... por qué tuvo que chismosear?».

Antes de que Bjarne respondiera, Yrsa apareció a su lado, cruzándose de brazos como si presidiera la sala familiar.

—Deberías quedarte quieta e ir directo a tu cuarto —dijo con voz firme—. Papá y mamá casi te descubren. Menos mal que llegaste a tiempo.

Astrid apoyó la espalda contra la pared y suspiró aliviada.

—Gracias —murmuró, mirando a Yrsa con una sonrisa cansada pero cómplice—. No sé qué haría sin ti.

Bjarne la observó un instante más, el ceño fruncido, debatiéndose entre regañarla o abrazarla. Al final soltó un gruñido:

—Tú y yo hablaremos luego —dijo firme.

Astrid asintió. Antes de entrar, se detuvo un instante; Hipo seguía allí, oculto entre las plantas, con los ojos llenos de miedo y esperanza. Su corazón dio un vuelco.

—¿Qué miras? —preguntó Bjarne, enfadado, sospechando que en ese arbusto tenía que estar Harald.

—Nada, yo... —balbuceó Astrid, nerviosa.

—Si es "nada", entra ya. Tengo que resolver un asunto primero. Y si te atreves a defenderlo, será peor. —La amenaza fue corta, dura—. Entra.

Astrid obedeció; conocía a Bjarne. No quería un escándalo y sabía que él no bromeaba. Se giró y entró en la casa mientras él se alejaba... buscar a Harald, a su Harald... Solo esperaba que los dioses le ayudaran a salir vivo de ahí.

Bjarne, sin perder tiempo, fue directo al arbusto donde había visto moverse algo. Golpeó la maleza con la palma, y una voz sorprendentemente desafiante respondió desde el interior.

—Hey idiota ¿Acaso no piensas salir a dar la cara? —amenazó Bjarne.

—¿Te refieres a mí? —preguntó Hipo, intentando sonar desenfadado.

—No veo a otro imbécil mentiroso por aquí, de nombre Harald —resopló Bjarne—. Debes ser tú. Pero para preguntar eso no se si, eres muy valiente o muy estúpido. Sígueme.

Lo llevo a una esquina apartada junto al muelle, donde la brisa olía a sal y a madera lijada. Hipo no sabía bien qué hacer: disculparse, explicar que sus sentimientos eran puros, decir la verdad sobre nadie, todo parecía inútil frente a la furia contenida de Bjarne. Para él, Hipo era un lobo que se había acercado demasiado a la oveja.

—¿Puedo defenderme antes de que me mates? —preguntó Hipo con voz temblorosa, tratando de ganar tiempo.

—Creo que sabes de qué quiero hablar, y creo que sabes que si mi hermana estuvo anoche contigo y lo estuvo, tendré que matarte —respondió Bjarne, sin rodeos.

—Sí —dijo Hipo—. Ya lo dijo. Lo sabes todo. Y también se que estas pensando, pero no es nada de eso.

Bjarne apretó los dientes. —¿Sabes qué es lo que más me enfurece? No que salgas con ella, sino que te pregunté si te gustaba mi hermana y te atreviste a negármelo en la cara. Aun así... ¿crees que no mereces una paliza? Sin mencionar que Astrid paso toda la noche contigo —la amenaza era tan fría como un filo.

Hipo tragó saliva y se plantó con la única honestidad que le quedaba.
—Haz lo que quieras —dijo—. Si matarme a golpes te hace sentir mejor, hazlo. No me voy a defender. Mi conciencia está tranquila: la amo. Mis sentimientos son puros, no es solo algo carnal. Sin mencionar que no paso nada entre nosotros, ella esta herida por amor a Thor, y jamás abusaría de ella en ese estado. Jamás la dañaría. Por eso fue secreto: porque sé, como nadie más, que Einar jamás nos dejaría en paz si se enterara.

Las palabras de Hipo golpearon a Bjarne. Por un minuto, el hermano mayor pareció confundido: la honestidad del muchacho le llegó de una forma inesperada... ¿de verdad amaba a Astrid?

—Eres un cobarde —escupió Bjarne con rabia—. Y mientes para que no te mate. Conozco a los de tu clase...

—¿Los que queremos salir adelante? —replicó Hipo con dureza—. Ser forastero no me hace un mal tipo. No juegues la carta del pervertido conmigo. Si quieres echarme de la isla, hazlo. No me importa nada más que ella. Y en el fondo sabes que digo la verdad, solo que tu estúpido ego no te deja ver.

Bjarne lo miró, buscando una rendija de verdad o un engaño.

—¿Cómo sé que no la harás sufrir? —preguntó, más bajo.

—No quiero hacerla sufrir —respondió Hipo con calma—. Si quieres que ella sea feliz, deja que ella decida sus propias batallas. Si no confías en mí y quieres venderla a Einar como veo que todos quieren, hazlo. Pero cuando ella sufra, no digas que no te lo advertí. A diferencia de algunos, yo no la subestimo: ella sabrá lo que está bien y lo que no. Mientras viva aquí, me dedicaré a no dejarla sola con una familia que piensa en su propio bienestar y se olvida de ella.

Bjarne respiró hondo, la ira y la duda peleando en su rostro. Finalmente, escupió las palabras que sellaron la suerte de Hipo.

—Si eso insinúas, bien —dijo—. Te quiero fuera de la isla en una semana. No me importa lo que tenga que hacer. No te quiero para ella, y no se irá contigo. No mientras yo pueda impedirlo, aunque eso significa que me odie para siempre.

Con eso dicho, dio media vuelta y se fue hacia su casa, pasos que sonaban como una sentencia. Sin duda Bjarne sabía que Astrid jamás iba a perdonarlo y como una mujer enamorada trataría de irse con Harald, pero él iba a solucionarlo de una u otra forma, pero eso debía acabar...

Hipo se quedó ahí, tragando saliva, anonadado por la crudeza del veredicto. Quedó claro que Bjarne haría lo que fuera para impedir que ellos estuvieran juntos. Otro obstáculo más en la lista... Quizá debía ser una señal: quizá su amor no bastaría para vencer todo aquello.

«¿Y si todo esto es demasiado?», pensó Hipo, mirando el muelle vacío. «¿Y si no es suficiente?»

Pero en algún lugar del pecho, la certeza persistía: valía la pena intentarlo. Por ella.

。゚•┈୨♡୧┈•゚。

La puerta se cerró con un portazo que resonó por todo el pasillo. Bjarne volvió a la casa con los hombros tensos, la rabia aún caliente en la garganta. Sus pisadas sobre el suelo de madera sonaban como pequeños martillazos.

Freya, con una taza de té entre las manos, alzó la vista al verlo entrar. —¿Qué tienes, hijo? —preguntó con calma, intentando medir la tormenta.

—¿Mi hermana ya está despierta? —soltó Bjarne, seco, sin esperar demasiado discurso. Y tratando de sonar convencido, aunque sabía que Astrid recién llegaba.

Leif, que limpiaba la mesa con un paño, dejó la tarea y miró al muchacho con ojos cansados. —Sí, está despierta. Dice que irá a la arena. Me gustaría que la acompañes; ya sabes cómo es —pidió, con voz de padre que teme y manda a la vez—. Aunque esté herida, no se queda quieta y no puedo evitar preocuparme.

—Está bien, padre —respondió Bjarne con un gruñido contenido—. Iré con ella.

Astrid bajó las escaleras, ya lista para salir, con la curiosidad clavada en la expresión de su hermano. Mientras se alistaba no podía evitar pensar en todo lo que había podido decirle a Harald... Al cruzar, él la miró fijo.

—¿Estás bien? —preguntó ella, sin disimular que quería saber más de lo que decía.

—Sí —contestó él, con un hilo de sonrisa—. Vamos ya a la arena.

—Bueno —dijo ella a los padres—. Regreso más tarde, papá.

Salieron camino a la arena. El viento traía olor a sal y a cuero recién curtido; el bullicio del mercado se mezclaba con el clangor de espadas en práctica. Al fin, cuando estuvieron a cierta distancia, Astrid se animó.

—Entonces... ¿vas a decirme qué le dijiste a Harald? —preguntó, clavando la mirada en él.

Bjarne la miró como quien no quiere darle cuerda a la tormenta.

—Vuelve a preguntarme por él y haré que lo echen hoy mismo —amenazó, cortante.

—¿Qué? ¿Lo echaste? No puedo creerlo de ti, prometiste que no... Bjarne no sabes nada el no hizo nada malo, fui yo la que fue a buscarlo, no paso nada —dijo ella, dolida y furiosa.

—Te advertí desde un principio —replicó Bjarne con frialdad—. Es mejor así. Él hará su vida en otro lado, tú aquí. Todos ganan. Además... Si el río suena, piedras trae.

—Eres un egoísta de mierda —escupió Astrid—. Solo te importa lo que quieres. Y te digo algo: él no se va a ir porque yo no dejaré que lo echen...

Bjarne la miró con un desprecio suave.

—Bien, llegaste sana y salva. Me voy, vuelvo luego.

—¡Bjarne Leif Hofferson Wolfeist no me cambies el tema! —gritó ella, enfurecida.

—Adiós hermana —respondió él y se marchó, la molestia envuelta en sarcasmo como una coraza.

Astrid se quedó temblando por dentro. «¿Cómo se atrevió?», se decía. «Por fin me permito sentir algo y todos están en mi contra». Pero tenía otro motivo para estar en la arena: quería revocar el permiso que le impedía trabajar por sus heridas. No se rendiría... Buscaría a Harald luego y pediría perdón por la manera en la que su hermano quizá podría haberlo hecho sentir... menos...

Y entonces lo vio, lo último que faltaba para que el día se pusiera peor: Einar, con esa sonrisa torcida que siempre olía a problema... Aunque con moretones, el mejor regalo que podría haberle dado el jinete de dragones.

—Veo que estás bien —dijo él, acercándose como quien no intenta disimular su deseo—. Me preocupé mucho, linda, tuve miedo de perderte. —Extendió la mano para tocarle la mejilla.

—No te me acerques imbécil —respondió Astrid con fiereza—. Estoy recuperándome es verdad, pero eso no quita que si te acercas mucho, juro que te mato.

Einar se rió, sin molestarle el tono. —Dioses, tú nunca cambias. Pero créeme, cambiarás con lo que tengo planeado para ti...

—¿Qué vas a inventar ahora? ¿No entiendes que no te quiero cerca? Me das asco—dijo ella, con desprecio.

Él alzó los hombros, con aire de quien guarda cartas peligrosas.

—Vengo a decirte que mi tío estará pronto en la isla —anunció, midiendo su efecto.

—¿Y a mí eso en qué me afecta? Otro más de tu familia, oh dioses ¿y a mí que? —se burló Astrid.

Einar clavó la mirada, afilada.

—Sabes bien que él puede hacer que tu familia pierda el honor aquí también... —hizo una pausa, letal—. Creo que eso es algo que debes comentar con tu familia. Ellos saben a qué me refiero.

Astrid lo miró, desconcertada y enfadada.

—¿Qué insinúas? ¿Qué mentira vas a inventar esta vez?

Einar se acercó en un susurro venenoso.

—Solo digo que, si llegara a pasar y yo pidiera tu mano, y te atrevieras a rechazarla... lo pagarías caro. —Le dejó un beso en la comisura de la boca, con la arrogancia de quien se cree intocable—. Hasta pronto, amorcito.

Se alejó con paso altivo, y Astrid se quedó con la sensación de que la realidad se retorcía alrededor de ella. «Algo en este cuento no va a salir bien», pensó, con el frío en la nuca. «Va a salir terriblemente mal».

La arena siguió su ritmo, ajena, pero en el centro de todo eso, Astrid sintió cómo las piezas se cerraban en su contra: su hermano la protegía a su modo, Einar movía piezas peligrosas y su familia pronto tendría que decidir. Y en el pecho le ardía un secreto que, por ahora, nadie más sabía. 

Quiza... no tendria un final feliz.

。゚•┈୨♡୧┈•゚。

 

Nota de la Autora: