Chapter 1: Primer error
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A Takemichi le costaba mover los dedos, cada parte de su cuerpo se sentía pesada. Un frío extraño recorría sus extremidades, como si hubiera dormido demasiado. La sensación era desconcertante, considerando que acababa de morir al caer a las vías del tren. Su vida, corta, solitaria, sin amigos, con padres ausentes y sin nada que le importara de verdad, había llegado a su fin a los diecisiete años.
Era lógico: ¿quién podría sobrevivir a un accidente así? Todo había terminado en un instante, y sin embargo… algo no encajaba. El pecho le dolía al respirar. No podía comparar la muerte con nada de lo que había vivido, pero esa punzada en los pulmones le decía que algo estaba mal.
Abrió los ojos. La luz lo cegó como si no hubiera visto en siglos. Sobre él, un techo blanco con molduras elegantes, una lámpara de cristal que dispersaba destellos suaves, y cortinas pesadas que filtraban el sol en tonos cálidos.
Escuchó su propio corazón, desbocado, cuando juraba que ya se había detenido. ¿Cómo era posible? Estaba vivo… ¡Estaba vivo!
Primero vino la incredulidad. Se llevó las manos al pecho, al rostro: todo estaba intacto. No había agujas, ni monitores, ni máquinas conectadas a su cuerpo. Nada indicaba que estuviera en un hospital. Se incorporó de golpe; la cabeza le dio vueltas. Nada tenía sentido. ¿Había soñado su muerte? ¿Era esto un sueño? Todo parecía demasiado real para serlo.
El lugar, aunque no era un hospital, recordaba a una enfermería. Pero no una común: era demasiado perfecta, casi de exhibición. Las sábanas blancas tenían bordados finos, los biombos de madera oscura estaban tallados con delicadeza, los detalles hablaban más de lujo que de necesidad médica.
Caminó despacio. A su alrededor, frascos de cristal y medicinas ordenadas en cajas elegantes; el aire olía a desinfectante caro mezclado con un perfume herbal. En las paredes había relojes, cuadros y estanterías repletas de libros de medicina, lo que hacía que todo se sintiera más académico y clínico.
—Esto no es un hospital… ¿Dónde demonios estoy? —dijo en voz alta, aunque era el único que se encontraba allí.
Se acercó de nuevo a la cama de la que se había levantado. El colchón era más suave de lo que había conocido jamás, y esa perfección lo inquietaba. Nada encajaba con la imagen de su muerte. Todo era abrumador e irreal.
Entonces notó su ropa. Ya no era la que llevaba antes del accidente, y por supuesto, tampoco una bata de hospital, sino un uniforme deportivo que no reconocía como el de su instituto. Antes de poder examinarlo más, frente a sus ojos apareció un texto flotante, resplandeciente. Una voz resonó en su cabeza:
[Bienvenido, Hanagaki Takemichi. Tu alma ha sido transportada con éxito al personaje Hanagaki Takemichi de Shukemi no Academia. El juego ha comenzado.]
Takemichi se estremeció. Conocía ese nombre. Era el videojuego que había estado jugando los últimos días…
Se sintió aturdido. ¿Cómo era posible todo esto?
Se levantó rápidamente, tenía que encontrar un espejo donde pudiera ver su reflejo.
Ajena a su desesperación, la voz en su cabeza volvió a hablar bloqueando también su vista.
[Primera misión: “El vaso con agua”
Descripción: Muestra tu cortesía al nuevo mundo. Lleva un vaso de agua a alguien en necesidad.
Tiempo límite: 10 minutos.
Dificultad: rango F.
Recompensa:
+10 carisma.
+5 encanto,
+1 seducción.
Penalización (si falla):
Pérdida del vello corporal.
+ Penalización extra ¿…? por fallar la primera misión asignada.]
Takemichi la ignoró pero está insistió:
[El Anfitrión no puede rechazar su primera misión.
La misión ha sido aceptada de forma automática por el sistema.
Cuenta regresiva iniciada: 09:59.]
El contador descendía implacable. El corazón le latía con furia. Su atención estaba en otra parte. Su reflejo… necesitaba ver su reflejo.
Rebuscó en el escritorio, desordenó estantes y papeles, tiró libros al suelo. Nada.
No es que ver su reflejo pudiera cambiar algo de lo que parecía ser ya su inminente realidad. No cuando la interfaz de la misión que le fue asignada seguía interfiriendo con su vista y los minutos y segundos seguían retrocediendo. Y, sin embargo, no se sentía tranquilo; una incomodidad persistía en su pecho. Tenía que verlo, verse a sí mismo, con sus propios ojos, aunque esto no cambiará nada.
—¿Por qué no hay un maldito espejo? —murmuró, con la voz rota.
[Alerta: tiempo restante — 05:00.]
El aviso ignoraba su desesperación y él ignoraba al sistema. No se detuvo hasta encontrar, por fin, un pequeño espejo de bolsillo oculto entre los libros.
Lo levantó con manos temblorosas. El rostro que vio era suyo… y al mismo tiempo no lo era. Los mismos ojos azules, los mismos labios... el cabello rizado y desordenado. Solo que ahora no era negro, sino de un amarillo llamativo, idéntico al del avatar del juego.
Los recuerdos le vinieron a la mente: una compañera de clase le había comentado el parecido que tenía con uno de los personajes de un videojuego que estaba siendo popular, además de que compartían el nombre. Sintió curiosidad, lo jugó y descubrió que dicho personaje no era precisamente el favorito entre la mayoría de los jugadores.
Shukemi no Academia era un videojuego de misterio ambientado en una prestigiosa academia donde ocurrían sucesos extraños que los protagonistas debían resolver. Lo particular era que la historia podía jugarse desde dos perspectivas diferentes. Una de ellas era "Hanagaki Takemichi", su personaje.
Una de las razones por las que esté protagonista era mucho menos querido, se debía a qué el juego apenas daba información sobre su pasado: la historia arrancaba directamente cuando se veía envuelto en los sucesos de la academia. Esa falta de trasfondo hacía que algunos jugadores conectaran con él de forma distinta, pero también lo volvía menos popular.
Con el otro protagonista, en cambio, el juego revelaba detalles íntimos de su vida, lo que generaba una cercanía inmediata con los jugadores. Paradójicamente, su ruta era la más difícil de todas: un “sistema corrompido” hacía que progresar en su historia resultara frustrante, pero ese mismo reto lo convirtió en un personaje legendario en los foros. Takemichi no entendía bien en qué consistía ese error, ni el transfondo de su historia personal que lo hacía tan memorable pero había alcanzado a leer rumores y detalles menores de otros jugadores antes de abandonar la aplicación.
Él solo había jugado durante una semana. Ni siquiera podía decir que conocía el juego a profundidad, mucho menos que fuera un gran fanático o que hubiera logrado un progreso significativo en la historia principal.
De hecho, se había quedado en la primera etapa.
Lo había probado únicamente por curiosidad y aburrimiento, pero pronto las muertes repetidas del personaje y el dinero desperdiciado para avanzar lo frustraron hasta llevarlo a desinstalar el juego.
Nunca imaginó que, tras morir en la vida real, terminaría atrapado precisamente en aquel mundo que había decidido abandonar.
Sus piernas flaquearon y cayó de rodillas. El espejo tintineó contra el suelo.
—¿Y ahora qué? —susurró, la voz apenas audible.
[Alerta: tiempo crítico — 00:30.]
Takemichi fijó los ojos en la cuenta regresiva, sin fuerza ni voluntad de moverse. Los números descendían hasta que finalmente...
[Misión fallida: "El vaso con agua" — 00:00
Tiempo límite terminado.
Penalización aplicada: pérdida total del vello corporal.
Nota: penalización irreversible.]
Takemichi sintió un hormigueo extraño recorrer su piel, como si alguien le arrancara de golpe todo el vello del cuerpo.Ya sabía cómo funciona el sistema al fallar una misión pero una cosa era leer las penalizaciones en la pantalla de su celular… y otra muy distinta era sentirlas en carne propia. Aunque no parecía tan malo. De hecho, resultaba casi ridículo: todo por un simple vaso de agua. Había estado tan perdido en sus pensamientos que terminó olvidando lo que debía hacer.
Tomó el espejo, ahora cuarteado por la caída. Sus cejas, pestañas y cabello seguían intactos, lo que significaba que solo había perdido el vello del resto del cuerpo. Reflexionó un instante y, mientras intentaba convencerse de que no era tan grave, la ventana del sistema volvió a cambiar. Anunciando algo más.
[Advertencia especial.
Reincidencia detectada: El anfitrión ha fallado en su primera misión obligatoria.
Misión fallida: "El vaso con agua"
Penalización extra aplicada: "Lengua venenosa".
Efecto: Cada palabra que pronuncia el anfitrión sonará sarcástica, cruel o burlona, aunque no lo desee.
Nota: Esta penalización se eliminará si completa una misión secundaria oculta.]
Takemichi tragó saliva observando la pantalla flotante frente a él.
—¿Q-qué...? —apenas alcanzó a balbucear, la mandíbula rígida por la impresión con la nueva información del sistema. Sus ojos recorrieron las letras, pero no alcanzaba a similarlo. — ¿Lengua venenosa? ¿Cruel? ¿Sarcast—
La puerta de la enfermería se abrió con un rechinar seco.
Takemichi dio un respingo en su lugar. La habitación era un caos: vendas, frascos rotos, gasas y hojas esparcidas por el suelo y el escritorio; libros desparramados aquí y allá. La figura que apareció en el umbral se detuvo en seco al ver semejante desastre.
El chico de lentes rectangulares frunció los labios con incomodidad, como si evaluara fríamente la escena.
—Oye... —empezó, dudando. Su voz sonaba más seria de lo que Takemichi esperaba—. ¿Estás bien?
Takemichi lo reconoció al instante: ese rostro, esa expresión fría y la forma contenida de hablar. ¡Era uno de los personajes clave del juego! Su estómago se revolvió con ansiedad. Todavía estaba procesando la pantalla frente a él cuando el chico avanzó, cerrando la puerta detrás de sí.
—Yo... vine a disculparme. Lo de antes en deportes fue un accidente... —murmuró, con algo de dificultad, como si la palabra "disculpa" le resultara incómoda.
Takemichi parpadeó, atónito. ¡Así que él había sido la razón por la que estaba en la enfermería, en primer lugar! Su corazón dio un vuelco, la tensión apretándole el pecho. Quería responder con un torpe "está bien" o incluso mantenerse callado, pero en su campo visual parpadeó un aviso en rojo:
[Penalización "Lengua Venenosa" activada.]
Un sonido agudo, casi como un pitido metálico, le zumbó en el oído derecho. Antes de poder detenerse, sus labios se movieron solos.
—Si vas a fingir interés, al menos hazlo con un poco más de entusiasmo... Pensé que los genios como tú sabían, al menos, dónde pegarle a una pelota.
La frase salió impregnada de un sarcasmo que él jamás había tenido la intención de decir. El silencio que siguió fue sepulcral.
El chico de lentes se quedó inmóvil, parpadeando. Una sombra de molestia cruzó su rostro, aunque enseguida se recompuso, entrecerrando los ojos de manera calculadora.
La enfermería estaba en silencio, solo interrumpida por el golpe insistente del reloj de pared. Takemichi, aún sentado en el suelo, intentaba mantener sus labios cerrados con fuerza, como si de eso dependiera su vida.
—Eres realmente torpe, Hanagaki —dijo con calma, su tono impregnado de superioridad calculada—. ¿Siempre arrastras problemas contigo a dondequiera que vas?
Takemichi quiso callar. Lo intento, pero la penalización lo hizo hablar.
—Oh, perdona, ¿te ofendí? Pensé que ya estabas acostumbrado a arrastrar basura, ¿no es lo tuyo?
El comentario cortó el aire como una daga. El chico frente a él no parpadeó. Sus ojos brillaron con ese destello peligroso de alguien que analiza, mide y guarda todo para usarlo después.
—Tu lengua... Es más rápido que tu cabeza —respondió, sin perder la calma, pero avanzando un paso hacia él.
Takemichi lo sabía: el hecho de que no le agradaba a este personaje. Y, sin embargo, aquí estaba, discutiendo con él. Sintió un escalofrío que le recorrió la espalda y, una vez más, las palabras salieron de su boca sin control.
—Mira quién lo dice. La lengua de una serpiente disfrazada de genio. ¿O quieres que te aplauda cada vez que abras la boca?
La expresión del joven se endureció apenas un instante. No alzó la voz, no lo insultó de vuelta, simplemente se inclinó un poco, acorralándolo con su sola presencia.
—Tienes un problema muy serio, Hanagaki.
Takemichi se levantó de golpe, buscando huir. No podía permitir que esto continuara. Pero el joven frente a él se movió al mismo tiempo, cerrándole la salida con su cuerpo. El corazón de Takemichi latía desbocado; se mordía el labio hasta sentir la sangre, como si eso pudiera detener sus palabras, como si eso pudiera detener lo inevitable.
— ¿Qué pasa? ¿Ahora te quedaste sin comentarios? —soltó el joven frente a él, gélido, como probando hasta dónde podía empujarlo.
El veneno en los labios de Takemichi ardía, exigiendo una respuesta. Sentía las palabras hirientes acumulándose en su garganta como fuego. No podía dejar que salieran. No otra vez.
Entonces lo hizo. Se impulsó hacia delante y lo besó.
Fue brusco, torpe, desesperado. El beso sabía a hierro, a sangre, porque se había estado mordiendo los labios con fuerza segundos antes. El joven frente a él estaba sorprendido, abrió los ojos con un destello de incredulidad. No había cálculo que lo preparara para eso.
El beso solo duró unos segundos, un choque breve, pero lo suficiente para dejar a ambos paralizados. Takemichi se separó con lágrimas inesperadas en los ojos, lágrimas que él mismo no había notado.
El joven frente a él iba a decir algo. Su boca se abrió, quizás para soltar un comentario frío, quizás para recuperar el control de la situación. Pero se detuvo. Se detuvo al ver las lágrimas resbalando por el rostro de Takemichi.
Takemichi creyó lo contrario. Pensó que el joven estaba a punto de hablar y el pánico lo consumió. Antes de que las palabras de su maldita penalización volvieran a brotar, bajó la cabeza con fuerza y la estrelló contra el mentón del joven.
El impacto fue seco. El joven se tambaleó, llevándose una mano a la boca, donde ahora también había sangre. Su expresión, hasta entonces imperturbable, se quebró por primera vez en una mueca de dolor y sorpresa.
Takemichi no espera. Aprovechó la abertura, dio media vuelta y salió corriendo de la enfermería, dejando tras de sí el eco de su huida desesperada.
El joven permaneció allí, tambaleante, con la mano en los labios y la sangre tiñéndole los dedos. Sus lentes reflejaban la luz, ocultando su mirada. Nadie podría saber en qué pensaba. Pero una cosa era clara, Takemichi lo había dejado sin palabras.
Unos momentos más tarde, la puerta de la enfermería se abrió nuevamente. El chirrido retumbó en la habitación y la enfermera quedó paralizada por un segundo, observando el desastre que se desplegaba ante ella: vendas tiradas por el suelo, frascos rotos, hojas y libros por todas partes... El lugar que siempre se mantenía en orden parecía un campo de batalla.
—¡¿Qué... qué has hecho aquí?! —su voz explotó al instante, un grito cargado de furia e incredulidad—. ¡Eres un irresponsable! ¡Un niño insolente! ¿Acaso crees que esto es tu casa para venir a desordenar y destruir como te plazca?
El muchacho permaneció de pie, estático, con una serenidad desconcertante. Sus ojos, medio velados, no estaban realmente puestos en la mujer ni en la escena caótica que lo rodeaba.
Él aún podía sentirlo.
El beso.
Torpe, brusco, desesperado.
El calor repentino de aquellos labios ajenos, el choque inesperado que lo había dejado en blanco por un instante. Y luego, el sabor metálico en su boca, la sangre que se mezclaba con aquella sensación inédita. Lo había dejado allí. Con la boca herida, llevándose con él su primer beso, que había estado guardado para "esa" persona. Lo había dejado ahí, con el desastre de la enfermería como única compañía.
La voz de la enfermera lo sacudió de vuelta.
—¡Esto es inadmisible! ¡Vergonzoso! Eres un alumno de esta academia, ¡deberías dar el ejemplo! ¿Quién te crees para entrar aquí y hacer lo que quieras? ¡Voy a reportar esto ahora mismo!
El muchacho parpadeó apenas, como si el ruido lo arrastrara a duras penas de vuelta a su conciencia.
Él sabía que bastaba con abrir la boca y señalar al verdadero culpable. Bastaba con decir el nombre de Takemichi y todo quedaría aclarado. Después de todo, él era un estudiante ejemplar, de notas implacables, de conducta intachable... Jamás nadie lo imaginaría en medio de un espectáculo tan vulgar.
Y, sin embargo, no dijo nada. No lo entregó. No supo si lo movía la confusión, la rabia o ese extraño nudo que aún sentía en el pecho desde aquel beso robado.
—¡Respóndeme de una vez! —exigió la enfermera, su rostro enrojecido por la furia—. ¡Dime tu nombre! ¡Voy a asegurarme de que pagues por este desastre!
Silencio.
Solo el eco de su respiración y el recuerdo terco del calor de aquellos labios.
Finalmente, lo dijo. Con calma, con una frialdad que no pertenece a un chico de su edad, con la voz serena de alguien que acepta el peso de una condena que no le corresponde:
—Kisaki... Kisaki Tetta.
El nombre cayó en la enfermería como un sello irrompible. No hubo defensa, no hubo intento de justificar nada. Solo la aceptación inquietante de quien había decidido encubrir a alguien más.
Y en su interior, mientras la mujer continuaba despotricando, solo una pregunta lo devoraba en silencio: ¿Por qué?
¿Por qué lo estaba protegiendo? ¿Por qué permitir que aquel chico que lo había besado y herido escapara sin consecuencias, mientras él se quedaba allí para cargar con todo?
El eco de su propia respuesta nunca llegó. Lo único que le quedó fue el sabor metálico de la sangre en su boca... Y el recuerdo imborrable de aquel beso.
Takemichi había huido como si desaparecer fuera a arreglar el desastre, como si eso significara que nunca volverían a cruzarse. Qué ingenuo. La imagen casi lo hizo reír, aunque su expresión no cambió. Takemichi huyó como si no se fueran a encontrar de nuevo, como si no compartieran el mismo dormitorio.
Chapter 2: Segunda herida
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El eco de sus pasos se prolongó mientras avanzaba por el pasillo hasta dar con la puerta de madera oscura y barnizada que lo llevó al baño. Empujó con torpeza y entró. El aire era fresco, impregnado de un tenue aroma a cítricos y desinfectante. El silencio lo envolvió de inmediato, pero no trajo calma, solo un peso insoportable en su pecho.
Frente a él se extendía un espacio amplio, con pisos de mármol claro que reflejaban la luz cálida de las lámparas. Los lavabos, alineados en perfecta simetría, estaban hechos de porcelana pulida y enmarcados por espejos altos con bordes dorados que le devolvían un reflejo imposible de ignorar. Incluso los cubículos parecían demasiado lujosos, con puertas de madera fina. Todo resultaba intimidante, un recordatorio cruel de que ya no estaba en su mundo, sino atrapado en esta nueva realidad donde hasta lo más mundano se sentía inalcanzable.
Takemichi se acercó a los lavabos, casi tambaleándose. El reflejo en el espejo lo detuvo de golpe. Su rostro era un desastre: los ojos enrojecidos, la piel húmeda con restos de lágrimas, los labios partidos y manchados con un rastro de sangre. Alzó la mano y se tocó los labios con cuidado, estremeciéndose al recordarlo con nitidez. Su primer beso. Con Kisaki.
Golpeó con el puño el borde del lavabo, el ruido rebotando entre los azulejos. El dolor físico era mínimo comparado con la vergüenza que lo desgarraba por dentro. Nunca había imaginado su primer beso así. Lo había soñado con ternura, con alguien que de verdad le gustara... En cambio, lo había perdido con alguien que lo detestaba.
La sensación lo desarmó. Cerró los ojos con fuerza, apretó los puños contra el mármol frío y abrió de golpe la llave del grifo. El agua cayó con un murmullo constante, y él se inclinó, mojándose la cara una y otra vez con desesperación, como si pudiera borrar el beso. El agua corría mezclándose con nuevas lágrimas, empapando su camisa y pegándole los mechones de cabello a la frente.
Se reprendió a sí mismo por haber tomado una decisión tan apresurada. Quiso calmarse, pero la sensación de incomodidad lo devoró nuevamente. Se talló los labios con la palma de la mano hasta enrojecerlos, hasta que el escozor le arrancó otro sollozo ahogado.
—¿Por qué...? —la pregunta se quebró en su garganta, más un sollozo que una palabra.
El agua resbalaba por su rostro, pero no lograba distinguir si era suficiente para arrastrar sus lágrimas. Terminó apoyando ambas manos contra el lavabo, respirando agitadamente, sintiéndose vulnerable, diminuto. Estaba atrapado en un videojuego controlado por un sistema que lo obligaría a actuar contra su voluntad. El sistema le había arrebatado sus palabras, y todo por no completar la misión asignada.
Si esto era solo el comienzo, ¿realmente lograría sobrevivir en este nuevo mundo? Si una misión tan absurda tenía una penalización de este nivel, ¿acaso sobreviviría a las misiones de mayor dificultad que tenían como castigo la muerte?
—No sé cuánto voy a poder resistir —se escuchó su voz en apenas un susurro.
Un temblor le recorrió los hombros. No lo soportó más. Bajó la cabeza y lloró de nuevo, en silencio, con el eco del baño devolviendo su vulnerabilidad multiplicada, como si las paredes de mármol y los espejos lujosos quisieran exhibir su miseria.
El agua fría resbalaba todavía por su rostro. Takemichi se aferró al lavabo, intentando normalizar la respiración, como si esa simple rutina pudiera borrar el peso de lo que acababa de sentir en su pecho. El goteo del grifo y su reflejo derrotado en el espejo era lo único que lo acompañaba. Takemichi respiró hondo, intentando convencerse de que todo esto era un sueño, una pesadilla. Sí, él todavía seguía durmiendo y en cualquier momento podría despertar, nada de esto podía ser real.
El silencio en el baño se volvió opresivo, demasiado pesado. Tan pesado que el sobresalto fue inevitable cuando esa voz que se presentó la primera vez dando la bienvenida al juego reapareció nuevamente irrumpiendo de la nada.
[(≧▽≦) ¡Ohhh, mírate! Pareces un zombie... Uno que necesita un abrazo más que un cerebro. ¡Qué entrada triunfal, Hanagaki Takemichi!]
—¡Q-qué...! ? —Takemichi retrocedió un paso.
[(。˃ ᵕ ˂ ) ¡Oye, oye! ¿Cuánto más piensas quedarte mirándote al espejo? Si sigues así, se te van a marcar arrugas antes de que empiece lo bueno.]
Takemichi se estremeció. No era sorpresa que hablara de nuevo, pero eso no evitó que le rechinara cada palabra.
—¿Tú otra vez...? ¿Qué quieres ahora? —masculló, con fastidio.
[◡( ๑❛ᴗ❛ )◡ ¿Yo? Nada en particular... Solo pasar a saludar a mi querido anfitrión.]
Takemichi bufó, presionándose las sienes.
—Déjate de juegos. Si de verdad eres un sistema, deberías explicarme qué demonios pasa. ¿Qué se supone que hago aquí?
[(︶▽︶) Hmm... Veamos... Primero, que no te emociones tanto con lo que "sabes". Porque lo siento, Anfitrión, pero todavía ni siquiera hemos llegado al inicio de la historia que recuerdas.]
—¿Qué...?
[( ⑉¯ ꇴ ¯⑉ ) Lo que conoces está por venir, sí, pero no ahora. Estás antes del inicio. Y aquí las reglas cambian un poco. Todo lo que recuerdas del juego aún no aplica. ¡Empiezas en desventaja, anfitrión!]
El tono descarado del sistema hacía que la frustración de Takemichi se multiplicara.
—Explícate mejor. ¿Qué quieres decir con eso?
[(◦`꒳´◦) ¿Qué debería decir? La "historia" que conoces comienza justo en el segundo año del personaje "Hanagaki Takemichi". Pero, por alguna razón, tu alma llegó a este mundo un poco antes, en tu primer año de instituto. Han pasado unos cuatro meses desde que este cuerpo ingresó a la academia. Vaya suerte la tuya: ni siquiera entras en la parte divertida todavía.]
—¿Por alguna razón...? Debes estar bromeando. Yo... No debería estar aquí en primer lugar, yo... Preferiría haber muerto en ese accidente. —El estómago de Takemichi se encogió.
[ •́︿•̀ Ohh, querido anfitrión, no digas eso, has sido bendecido por el universo para una segunda oportunidad.]
—¿En serio?... No puedo verlo de esa manera. Ahora... Ni siquiera lo que recuerdo servirá —murmuró, desolado.
[(。˃ ᵕ ˂ ) ¡Vamos, no pongas esa cara! Solo tienes que concentrarte en tus misiones iniciales, son tan fáciles que no tienes nada de qué preocuparte, siempre y cuando no falles en completarlas con éxito (。•̀ᴗ-), solo son para subir tu estatus. Como un tutorial... Un tutorial larguísimo, claro.]
—¡Deja de hablar como si te divirtieras a mi costa! Ahora tengo que lidiar con dos penalizaciones, una más molesta que la otra, todo gracias a una misión tan tonta.
[(≧▽≦) ¿Divertirme yo? Qué ocurrencia... Y sobre las penalizaciones... Casi nadie suele fallar en su primera misión, es algo tan raro, eres realmente especial. Y por lo que veo también eres bastante impulsivo ( ̄y▽, ̄)]
Takemichi sintió cómo la sangre se le subía al rostro, por la forma en que lo había dicho... No necesitaba detalles. Recuerdos vergonzosos lo golpeon de inmediato, trayendo consigo incomodidad.
—¡Basta! No me estás ayudando en absoluto.
[(๑ - ⩊ - ) ¡Ohh, querido anfitrión! No te enfades, solo digo que tienes cierta... tendencia a dejarte llevar. De verdad, eres un entretenimiento gratuito.]
Takemichi apretó los puños. No había forma de ganar una discusión cuando ni siquiera es tomado en serio. Se mordió el labio, incapaz de contraatacar más allá de su propia indignación.
[(//>.<//) Oh, anfitrión, te ves tan lamentable. Debes estar pensando que soy terriblemente malvado, pero no es así y te daré una muestra de mi bondad (≧▽≦).]
Takemichi arqueó una ceja, sin entender del todo. La voz del sistema había suavizado el sarcasmo por un instante, como si realmente intentara "ayudar", aunque siguiera jugando con él. Antes de que Takemichi pudiera replicar, la voz se tornó fría, mecánica:
[Iniciando protocolo de sincronización.
Buscando las memorias del nuevo cuerpo del anfitrión...
Cargando: .......... 32%..........
Procesando coincidencias...
Cargando: ..........68%..........
Búsqueda completada.
Memorias encontradas con éxito.
El anfitrión Hanagaki Takemichi tendrá acceso a dichas memorias únicamente al finalizar la descarga completa.
Tiempo estimado: 48 horas.
El anfitrión presentará molestias físicas durante este tiempo.
Comunicación con el sistema: suspendida.
Preparando descarga.]
Takemichi se tensó.
—¡Oye, espera! —Takemichi dio un paso adelante, aferrándose al lavabo, como si pudiera atrapar aquella voz, como si pudiera retenerlo un segundo más—. ¿Cómo me deshago de—?
El dolor lo golpeó como un cuchillo hundiéndose en su sien. Las piernas le fallaron y un mareo violento lo obligó a caer de rodillas al suelo frío. La voz burlona ya no respondió. En cambio, una notificación luminosa cruzó su visión.
[Iniciando descarga de memorias.
Progreso: 1%
Tiempo estimado para finalizar: 48 horas]
—Tsk... Genial —susurró entre dientes.
El frío del suelo se filtraba por el uniforme de Takemichi. Había intentado levantarse un par de veces, pero cada intento lo devolvía al mismo lugar: de rodillas, con un mareo que le hacía sentir que el techo giraba sobre él. El dolor de cabeza, constante y punzante, parecía empeorar a cada segundo desde el instante en que la descarga de memorias había encendido ese 1% en su visión.
Respiró hondo. Una vez. Dos. Tres... El zumbido en sus oídos se mezclaba con el goteo intermitente de un grifo mal cerrado.
El eco de unas voces al otro lado de la puerta lo sacó de su lucha interna. Pasos. Risas bajas. La manija giró. No tuvo tiempo de reaccionar. La puerta del baño se abrió y dos siluetas aparecieron en el marco. Su conversación se interrumpió de golpe al notar la figura en el suelo.
Takemichi alzó la mirada, con la visión borrosa, apenas pudo distinguirlos; su enfoque iba y venía, como si los cuerpos frente a él temblasen en una ondulación acuosa.
Uno de ellos era más bajo, con cabello rubio claro cayéndole en un flequillo que enmarcaba unos ojos atentos, felinos; Llevaba la corbata floja y el uniforme con una elegancia descuidada que parecía espontánea. El otro, mucho más alto, tenía un cabello azul oscuro, largo hasta los hombros, que caía en mechones rectos y brillantes que enmarcaban su rostro alargado. Ojos azules y en sus labios se notaba una cicatriz fina, que le daba un aire rudo. Una presencia que imponía, pero con gestos tranquilos.
Takemichi no logró reconocerlos... Aunque algo en ellos le resultaba inquietantemente familiar.
El más alto dio un paso adelante y se inclinó frente a él, hasta quedar a su altura. La distancia reducida le permitió, por fin, distinguir su rostro con claridad: Shiba Hakkai.
Los ojos de Hakkai lo observaban con genuina preocupación, el ceño apenas fruncido. Takemichi, en cambio, quedó mudo. Su mente se deslizó hacia un recuerdo. Otro rostro clave del juego. Su primera misión de rango SS. "Descubre el secreto de la familia Shiba". Ahí se había estancado. Intentos, muertes, dinero tirado, cero progreso. El misterio se abría como un pozo bajo sus pies y el jugador torpe caía una y otra vez. ¿Qué tenían que ver los Shiba con los secretos de la Academia? Nunca lo supo. Y ahora Hakkai estaba frente a él, con esa seriedad limpia y una sombra de preocupación en la mirada.
— ¿Te encuentras bien? —la voz de Hakkai lo devolvió al presente.
El pitido fino se clavó en el oído de Takemichi. La penalización se alzó desde el estómago hasta la lengua como una bofetada de fuego. Intentó morderse el labio, pero las palabras salieron antes de que el diente hiciera presa.
—Claro, me tiré aquí para tomar un baño de piso. ¿Qué, acaso me ves cara de estar bien? —escupió con tono burlón, sin poder detenerse.
Su propia voz lo traicionaba de nuevo.
Hakkai frunció un poco el ceño, pero no replicó. En su lugar, levantó la mano y la apoyó sobre la frente de Takemichi. El contacto estaba fresco, casi helado en contraste con el calor febril que sentía en la piel. Involuntariamente, Takemichi dejó escapar un pequeño sonido de alivio y cerró los ojos por un instante. Era tan agradable que se permitió olvidar por un momento lo ridículo de la situación.
—Tienes fiebre. Puedo llevarte a la enfermería —dictaminó, simple.
La lengua de Takemichi ardió de nuevo, obedeciendo a otra voz que no era la suya.
—Acaso me veo como un inútil incapaz de levantarse solo?
Por dentro, Takemichi se maldecía. Hakkai simplemente estaba siendo amable. Peor aún, después de que esas palabras se escaparon de sus labios, había perdido el contacto fresco de su mano. La vergüenza le subió a la cara en un rubor al percatarse de sus propios pensamientos y anhelos.
Hakkai ya se había incorporado y se encontraba en un intercambio bajo, casi un murmullo de palabras con el chico de flequillo claro, quien se había mantenido a cierta distancia observando la escena. Takemichi no alcanzó a escucharlos, solo pescó una palabra suelta, un "espérame", pronunciado con mucha calma.
Takemichi pensó que si se distraían una fracción de segundo, él podría... Hizo fuerza con las piernas. El suelo se mueve como una ola. Aun así, consiguió ponerse en pie, tambaleándose, con las manos aferradas al borde del lavabo. Pero no todo podía ser tan bueno, un segundo más y el mundo se inclinó a la izquierda. Su equilibrio cedió.
Y, sin embargo, no llegó a caer.
Un brazo firme lo sostuvo por la espalda, otro le aseguró los muslos. Takemichi parpadeó, aturdido, cuando el suelo se alejó de él. Hakkai lo había cargado sin previo aviso, en brazos, como si pesara menos que una pluma. Solo un jadeo salió de los labios de Takemichi. Hakkai no habló ni lo miró, solo ajustó su agarre con cuidado, y giró hacia la puerta.
—Voy a llevarlo —le dijo al chico de flequillo. Este asintió, con una media sonrisa—. Te alcanzo después.
Hakkai avanzó saliendo de los baños, y Takemichi, contra toda prudencia, dejó que la cabeza se le venciera y reposara un instante en el pecho de Hakkai. Sus latidos eran firmes, una percusión sorda que atravesaba la tela del uniforme. Takemichi se relajó tanto que cerró los ojos, dejando su mente divagar.
La penalización... La idea llegó, despeinada. Repasó los momentos del día y notó el patrón: solo lo obligaba a hablar cuando alguien le dirigía la palabra primero. Con Hakkai, con Kisaki... Recordar a Kisaki le provocó un escalofrío. Había creído que callándolo apagaría el incendio de su lengua. Pero... Debió pegarle desde el inicio, nada de besos. Kisaki no era precisamente fuerte, su filo estaba en otro lugar, en las estrategias, en las trampas finas... Repasar estos hechos en su mente lo hizo detenerse en seco. Se mordio el labio. Otra vez. Torpeza sobre torpeza. Lo había besado. Golpeado y besado. La piel de la nuca se le erizó. Seguramente Kisaki ya estaba planeando las formas de hundirlo en la miseria.
No. Negó con la cabeza. No pensaría en eso ahora. Una decisión diminuta, obstinada, se aferró en su mente. Lo evitaría a toda costa. Esta sería su misión personal.
Hakkai carraspeó levemente.
—Sujétate bien, o podrías caerte.
—Y si me caigo, ¿qué? Como si necesitara de ti para no caer —replicó automáticamente la penalización, como un reflejo.
Pero, en contradicción directa con sus palabras, Takemichi se aferró al cuello de Hakkai, avergonzado hasta los huesos. Hakkai no comentó nada, pero en sus ojos había un brillo de curiosidad, que se mezclaba con perplejidad e interés.
El recorrido por los pasillos fue un borrón para Takemichi, que ni siquiera notaba las miradas curiosas, los cuchicheos que se alzaban aquí y allá. Lo único que lo devolvió a la realidad fue cuando Hakkai se detuvo frente a una puerta de madera oscura con vetas profundas, barnizada hasta el brillo; En la placa de bronce, el emblema de la academia estaba grabado con precisión milimétrica. La manija muestrabs filigranas en espiral. Había un lector magnético oculto en el marco, integrado con tanta elegancia que no desentonaba con el clasicismo del conjunto. Hakkai accionó la manija. La cerradura cedió con un clic. El interior, apenas entrevisto, olía a sábanas recién lavadas y té negro. Un dormitorio.
Hakkai cruzó el umbral con Takemichi aún en brazos. Empujó la puerta con el hombro y el dormitorio los recibió con una claridad suave, filtrada por cortinas de lino crudo. Hakkai lo dejó con cuidado sobre la cama central, la que estaba entre otras dos, y se separó un paso. Cada cama estaba acompañada de una mesita de noche con su lámpara, un escritorio y estantes donde reposaban libros, adornos y recuerdos personales. El conjunto no era ostentoso, pero todo rezumaba dinero discreto. El dormitorio era amplio, con muebles de madera clara, una alfombra que amortiguaba los pasos, armarios empotrados con herrajes de latón mate. Una hielera de tomas ocultas tras tapas de cuero. Las ventanas altas; los techos con molduras austeras. Un dormitorio “normal” para los estándares de la academia, impecable, medido, caro sin presumir.
Takemichi recordó que en Shukemi no Academia había tres tipos de dormitorios: "Bruma", como este, compartido por tres alumnos, funcional y académico. "Lúmen", compartido por dos, más amplio y elegante. Y "Aurora", para uno solo, con lujos que superaban por mucho al resto y privacidad total.
Hakkai acomodó una almohada detrás de su espalda. La descarga de las memorias no había dejado de avanzar, sin embargo, la fiebre ya no lo sacudía como antes. Y entonces cayó en la obviedad: compartían dormitorio.
El pensamiento se instaló tarde, con ese golpe seco de lo inevitable. Él y Hakkai. Compañeros de cuarto. Eso explicaba por qué Hakkai parecía conocerlo. Takemichi se preguntó qué tan cercanos eran... Hakkai había sido amable desde que lo encontró en los baños, muy paciente incluso. Pero el Hakkai del juego era otra cosa: frío, distante, como una puerta maciza que no cede ni con los nudillos ni con un empujón. En la misión "Descubre el secreto de la familia Shiba" jamás se mencionó que hubieran coincidido bajo el mismo techo.
Takemichi había estado perdido en sus pensamientos, sin embargo, no había pasado mucho tiempo, un parpadeo largo, quizás, cuando la palma de Hakkai volvió a su frente. La piel de sus dedos estaba fresca. Se inclinó lo justo para leerle la temperatura.
—Parece que estás mejor —dictaminó, simple.
El veneno trepó por la lengua antes de que pudiera morderla.
—Sí, magnífico. En cualquier momento me pongo a hacer flexiones para amenizar la tarde.
En seguida, Takemichi se clavó los dientes en el labio, avergonzado. Hakkai, como otras veces, no contestó. Su mirada se deslizó un segundo por la mueca de Takemichi, como si archivará el dato, y se fue hacia la cama izquierda. Abrió su armario con un giro eficiente, como quien ya sabe exactamente qué busca.
Si esto hubiera sido en el punto de inicio del juego, pensó Takemichi, Hakkai ya le habría dado, como mínimo, un puñetazo por hablar así. En aquella parte del juego, la paciencia era un lujo inexistente. De reojo lo vio hurgar su mitad de la habitación. Sus objetos personales revelaban un estilo marcado: la cama cubierta con sábanas blancas bien tendida pero con un desorden intencional que le daba un aire relajado, en las paredes de su zona había cuadros y pósters minimalistas, algunos de bandas musicales y otros con diseños abstractos, resaltando su estilo refinado pero juvenil. Cerca de su escritorio reposaban velas aromáticas medio gastadas, que desprendían un ligero aroma a incienso de madera y especias. Sobre su mesita de noche se acumulaban accesorios personales, como anillos, collares sencillos de plata, algún pendiente que seguramente se había quitado con anterioridad y un par de gemelos simples. La atmósfera en esa parte del dormitorio era fresca y ligeramente artística.
Takemichi dirigió la vista hacia su propio espacio. Nada le resultaba familiar. La colcha de tonos neutros, un vaso con bolígrafos, dos cuadernos con pegatinas genéricas, una torre de libros de texto con separadores al azar, y calcetines mal plegados asomando de un cajón que no cerraba del todo. Había personalidad allí, pero diluida: la del Takemichi de este mundo, no la suya. Un estudiante promedio con cosas de un estudiante promedio.
Giró la cabeza hacia el lado derecho. Orden impecable. La sábana estirada con una tensión casi militar, sin una arruga; libros alineados por tamaño y materia, cada lomo con un índice de post-its discretos. Sobre la mesa, una agenda abierta con la semana cuadriculada a lapicero fino, un portalápices con instrumentos caros (portaminas, regla de acero, compás). Un frasco de colonia a medio usar y una bandeja de madera con pequeñas cosas: un abrecartas, un juego de llaves, un alfiler de la academia. A primera vista no había nada más, tampoco nada fuera de lugar. Se preguntó qué tipo de persona sería su otro compañero de dormitorio.
La voz de Hakkai lo sacó de su inspección.
—Voy a salir un momento. Si ya te sientes mejor, una ducha podría ayudarte.
El veneno en su interior respondió con perezosa crueldad.
—No necesito niñeras. Vete si quieres, no me importa.
Silencio. Ni un gesto de reprobación. Hakkai se limitó a recoger una toalla grande del armario y la dejó, doblada, al borde de la cama. “Para ti”, decía el gesto, sin palabras. Takemichi notó el peso de la mirada al levantarse. Abrió la cómoda a su lado, rebuscó una camisa suave, pantalones de algodón y ropa interior, tomó la toalla. Caminó hacia el baño con los dedos crispados en la tela, sintiendo en la nuca la atención de Hakkai. No era juicio. No del todo. Algo entre duda, curiosidad... Tal vez ya lo había clasificado con una etiqueta.
Takemichi soltó el aire contenido en sus pulmones apenas cerró la puerta. El baño era un catálogo sobrio de prestigio: paredes de piedra clara, encimeras de mármol con vetas finas, grifería de latón cepillado; un espejo ancho sobre el lavabo con sistema antivaho y, en la pared contigua, un espejo de cuerpo completo enmarcado en madera oscura. Había un banco de teca junto a la ducha, ganchos de cerámica alineados, un calentador de toallas y un nicho empotrado con frascos idénticos para jabón, champú y acondicionador. El suelo estaba tibio bajo los pies: calefacción radiante. En la esquina, un cesto de mimbre para la ropa. Todo limpio, silencioso, como si el agua tuviera instrucciones.
Dejó la ropa doblada sobre el banco de teca y colgó la toalla en el calentador. Apoyó un segundo las manos en el mármol, volvió a respirar. Hakkai había sido... atento. Más que eso: tolerante. Y él, con la lengua amarrada a un castigo que parecía divertirse contradiciéndolo. Sin embargo, no había nada que hacer hasta que la descarga terminara y pudiera abrir por fin el canal con el sistema. Entonces preguntaría cómo arrancarse de encima la penalización. Arrancarla, sí. Como una espina.
Se desvistió distraído. El pensamiento sobre el sistema se deshilachó cuando notó la superficie lisa de su antebrazo. Demasiado lisa. Baja la mirada. Liso el pecho. Liso el vientre. Liso...ahí. Entonces, lo recordó.
Un escalofrío lo atravesó como un golpe de aire helado. El corazón le dio un vuelo. Sus manos temblaron, y un rubor intenso le subió a la cara. Se giró de golpe hacia el espejo. No hubo duda: su piel, una página en blanco, sin un solo vello. Ni una sombra. En su sorpresa tropezó con la esquina de la encimera; un vaso de cristal, el del enjuague, resbaló y estalló contra el suelo. El sonido quebrado llenó el baño, los fragmentos se dispersaron como un puñado de hielo. Dio un paso al vacío y el filo de un pedazo le mordió el talón, pequeños cortes le rasgaron la piel. El mareo volvió con sed vengativa; la cuerda tensa en la base del cráneo se apretó hasta dolerle los ojos. Cayó al suelo, respirando con dificultad.
Hakkai ya estaba en la puerta del dormitorio, justo por salir, cuando escuchó el sonido de algo al quebrarse proveniente del baño. Fue rápidamente hasta allá, y sin preguntar o tocar antes, abrió la puerta con un solo gesto y se detuvo medio segundo en el marco. Sus ojos, más claros bajo la luz blanca, se abrieron con sorpresa reflejada. Nada de sermones. Tomó la bata colgada detrás de la puerta, se acuclilló entre los vidrios, la pasó por los hombros de Takemichi con un cuidado que no raspó la piel ni un milímetro, y lo alzó sin palabras, otra vez en sus brazos. Takemichi no ofreció resistencia; Estaba demasiado débil para siquiera sostenerse por sí mismo.
Lo depositó de nuevo en la cama del centro y fue directo al botiquín, que estaba en el primer cajón del mueble bajo la ventana. Alcohol, gasas, pinzas finas. Trabajó en silencio, extrayendo con precisión los fragmentos de cristal del pie y de la pantorrilla. El escozor del desinfectante se mezcló con el ardor del orgullo herido de Takemichi. Intentó tragar el llanto, pero se le escaparon lágrimas tercas que dejaron rutas brillantes en sus mejillas. Hakkai no las señaló. Sopló con suavidad una zona curada, pegó una curita con los bordes bien alineados, y continuó.
Había estado tan obsesionado con la "Lengua venenosa" que olvidó la gravedad del resto del castigo por aquella misión fallida. No lo pensó entonces, pero ahora el pensamiento llegó como un sello: ahora ni siquiera podría entrar a un sentō sin llamar la atención. Ni esa mundanidad. Pero Hakkai... ya lo había visto, lo vio todo... Takemichi cerró los ojos, la idea lo aplastó con una vergüenza nueva.
Cuando terminó, Hakkai se irguió y dudó. La mano que le quedaba libre subió al cabello de Takemichi y lo peinó hacia atrás con los dedos, un gesto breve, casi imperceptible, lo suficiente para que el rostro, que había caído hacia el suelo, lo mirara hacia arriba. Hakkai abrió la boca.
Sin embargo, no alcanzó a decir nada.
El lector magnético en la puerta emitió un “clic” preciso. El picaporte giró y una figura utilizó el umbral. Entró con una expresión cansada, la línea de la boca tensa. Alzó la vista y, al ver la escena, sus ojos se ensancharon. Primero con una sorpresa que no podía ser contenida, después con incredulidad palpable. La expresión habitual de control y calma ya se había derrumbado una vez más en ese día. Sus labios se entreabrieron, las cejas se arquearon, los hombros se tensaron.
Kisaki Tetta. La misma persona que Takemichi se había determinado a evitar como si su nombre fuera una trampa.
Kisaki dio un paso hacia dentro del dormitorio. Su mirada evaluó la situación con lentitud, procesando la escena frente a él: Takemichi en una bata de baño mal ajustada, con curitas en las piernas, un hilo de sangre seca en el tobillo, los ojos vidriosos con una expresión frágil y desconcertada, el rostro húmedo y enrojecido por el dolor y la vergüenza, el pelo revuelto por la mano de otro.
—¿Qué está pasando aquí? —preguntó Kisaki, mirando al cuarto en conjunto.
La pregunta, al no estar dirigida directamente a Takemichi, sino a la habitación en general, hizo que la penalización permaneciera en silencio, dormida por el momento.
Takemichi tardó en reaccionar. Sus ojos se abrieron, incrédulos, recorriendo el rostro de Kisaki. Siguió la línea de su voz hacia la cama de la derecha. Vio otra vez ese orden clínico. Sintió cómo el dato encajaba con un “clic” mucho más interno que el de la puerta. La mente le daba vueltas mientras su corazón se aceleraba, negándose a aceptar la evidencia. Cada músculo de su cuerpo estaba alerta, confundido, buscando una rendija de explicación de que no existía. Takemichi apenas pudo tragar saliva. Dudó. Negó... Y aceptó.
Kisaki Tetta era el otro compañero de dormitorio.
Hakkai habló primero, le dijo algo a Kisaki, una explicación breve, funcional, sin dramatismo, pero Takemichi ya no escuchaba. El dolor de cabeza subió un escalón, dos, tres. La visión se le nublaba y un zumbido intenso recorría sus oídos, mientras su cerebro luchaba por aceptar la realidad. Cada segundo parecía estirarse, mientras su cuerpo temblaba y sus pensamientos daban vueltas. La luz alrededor de las molduras se volvió un túnel. La oscuridad cayó limpia, completa. Y lo tomó.
Chapter Text
La luz del pasillo se filtraba por la rendija de la puerta como una lámina pálida. En la cama central, Takemichi respiraba hondo, inmóvil bajo una sábana doblada con precisión. De cuando en cuando fruncía el ceño, como si el sueño le tirara de un hilo doloroso. Un clip frío en un dedo marcaba un pulso tenue; el olor a alcohol médico se mezclaba con el cítrico apagado del ambientador de la habitación.
—Pupilas reactivas… —murmuró el médico inclinándose con una linterna pequeña—. Piel ligeramente fría, sudoración; pulso regular. —El manguito del tensiómetro se infló con un siseo breve. El hombre anotó la lectura en una libreta de tapas rígidas y guardó el fonendo en un maletín de cuero.
Hakkai no apartaba la vista. Tenía los dedos entrelazados sobre las rodillas, las mangas del uniforme arrugadas. Kisaki estaba de pie, a un costado, con la espalda apoyada en el escritorio de la derecha. Quieto, impecable, aunque en su cabeza la escena era un caos. Imágenes y recuerdos lo asaltaban con fuerza. Nada parecía tener sentido.
En el marco de la puerta, Ran Haitani observaba con una mano en el bolsillo, mientras la otra hacía girar un llavero metálico del consejo estudiantil. Su sonrisa parecía cortés, aunque en sus ojos brillaba una diversión difícil de disimular.
—Bien —dictaminó el médico, alzando por fin la vista—. No hay signos de una patología aguda. La presión está baja, pero estable. Es un cuadro compatible con agotamiento: estrés acumulado, posible deshidratación, sueño insuficiente y quizá mala alimentación. Lo que describió Shiba-kun, mareo previo, debilidad, encaja con un síncope vasovagal. Ahora está durmiendo profundamente; no requiere traslado.
Hizo una pausa mínima.
—Aun así, necesita seguimiento. Mañana, antes del primer bloque, lo quiero en la enfermería para una evaluación completa.
El médico guardó la linterna, cambió el clip del oxímetro a otro dedo y, con profesional rutina, continuó.
—Indicaciones para esta noche: reposo, elevar ligeramente las piernas, agua a sorbos cuando despierte, nada de duchas calientes ni ejercicio. Si repite el mareo, si vomita, si presenta dolor de cabeza intenso o confusión, llaman a esta extensión. —Dejó una tarjeta sobre la mesilla—. ¿Alguno de ustedes puede contarme sus hábitos? ¿Horas de sueño, comida, actividad física?
El silencio fue breve, pero significativo.
Hakkai carraspeó.
—No... No estoy seguro. Coincidimos poco con los horarios. Cuando lo encontré hoy en los baños... Ya se veía mal.
El médico anotó sin juicio en el rostro.
—¿Y usted, Kisaki-kun?
Kisaki sostuvo la mirada con calma profesional.
—Hanagaki no es ruidoso. Cumple, vuelve, duerme... En lo concreto, no podría responderle. No hemos hablado mucho.
—Entiendo. —Clic de pluma—. Entonces esto también es una alerta: si comparten dormitorio, vigílense. En estas edades, el cuerpo cobra factura sin avisar.
Ran se separó del marco, cruzó dos pasos suaves y, con el dorso de los dedos, enderezó de pasada un abrecartas perfectamente alineado. El gesto fue más teatral que útil.
—Han oído al doctor —dijo en voz baja, casi amable—. En Shukemi no Academia, la excelencia no es solo un promedio; también es protocolos y cuidado.
Se volvió a Hakkai, el tono siguió siendo suave, pero el filo estaba.
—Shiba-kun, traer a tu compañero directo al dormitorio cuando estaba mal va en contra de lo primero y, seamos honestos, complica lo segundo. La próxima vez, enfermería. No hay medallas por improvisar.
—Entendido —respondió Hakkai, serio, con un nudo en la garganta.
Ran desvió entonces la mirada a Kisaki. La sonrisa no cambió, pero la frase pesó distinto.
—Y tú, Kisaki Tetta... —dejó que el nombre reposara—. Siendo uno de los miembros nuevos del consejo estudiantil, se te mira con lupa. Tras el... incidente en la enfermería esta tarde, no te conviene sumar malentendidos en tu ala. —Chasqueó levemente la lengua, como si lamentara la coincidencia—. La imagen del consejo se construye con detalles pequeñísimos: reportar a tiempo, acompañar al compañero, documentar lo ocurrido. Ya sabes.
Los ojos de Kisaki no parpadearon, pero algo se tensó por debajo.
—Quedó claro —dijo, neutro.
—Perfecto. —Ran se tocó el puño de la camisa, ajustando un gemelo—. Entonces harás el informe del incidente, me lo enviarás antes del toque de queda. Breve, factual. —Levantó apenas las cejas—. Y sin adornos.
—Lo tendrá.
El médico cerró el maletín, el clic metálico sonó limpio.
—Dejo dos sobres de sales de rehidratación en la mesilla. Cuando despierte, prepárenle una botella. Y, por favor, pregúntenle por su última comida y horas de sueño. Si esto se repite, pasaremos a laboratorio.
—Queda registrado, doctor —asintió Ran con cortesía estudiada—. Me encargaré de que se cumpla.
Una oleada tibia recorrió el cuerpo de Takemichi bajo la sábana: había oído el siseo del brazalete inflándose, el plástico del envase al dejarse en la mesa, una voz cortada por el sueño que decía "agotamiento". Luego, otra, musical, que pronunciaba su apellido como si se saboreara el sonido. Olor a colonia, madera encerada, alcohol.
—En cualquier caso, el chico está durmiendo ahora. Eso es lo mejor que puede hacer su organismo: descansar. Solo vigílenlo —concluyó el médico—. Cualquier novedad, me llama usted o el supervisor nocturno. —Dirigió esto último a Ran.
—Por supuesto. —Ran dibujó una inclinación mínima.
El adulto salió. La puerta se cerró con un clic que dejó el aire suspendido. En el dormitorio volvió el murmullo bajo de la ventilación y el latido leve del reloj.
Ran se acercó un paso a la cama, sin tocar. Observó el rostro dormido de Takemichi como quien evalúa una pieza recién llegada.
—Vas a ser caro, Hanagaki —musitó, apenas audible—. En tiempo, digo.
El comentario quedó flotando, ambiguo. Se encaminó a la puerta y puso una mano en el picaporte.
—Que tengan una noche tranquila. A ver si aprendemos a ser compañeros además de vecinos.
La puerta se cerró. El silencio que quedó no fue vacío; se sentían los bordes de lo dicho.
Hakkai se movió primero. Se levantó con torpeza y echó un vistazo a Takemichi. El chico seguía con la bata de baño mal anudada, la tela deslizada lo suficiente como para dejar a la vista más piel de la necesaria.
—Tssk... —Hakkai se frotó la nuca, incómodo. Sabía que no podía dejarlo así; la bata no bastaba para abrigarlo, y mucho menos para mantener la dignidad si despertaba en ese estado.
—Voy a... —empezó a decir, pero Kisaki ya estaba sentado en el escritorio, con la pluma en la mano y los papeles para el informe alineados como un pequeño campo de batalla.
—Haz lo que quieras. —La voz de Kisaki era baja, cortante. La tinta empezó a correr en el papel—. Estaré ocupado.
En Shukemi no Academia, los informes preliminares debían presentarse siempre en papel, escritos a mano, firmados por el alumno responsable. Después, la administración los digitalizaba e incorporaba al archivo oficial, pero el documento físico quedaba como constancia y prueba de responsabilidad.
Hakkai asintió. Abrió el armario y sacó una camiseta ligera y un pantalón de algodón. Se acercó despacio a la cama, como si temiera que Takemichi fuera a despertar de golpe.
Al deslizar la bata hacia atrás, se encontró con la piel clara y lisa. Un detalle que ya había notado antes, pero que ahora, en la cercanía y en silencio, se sentía más evidente.
—Lo siento, Hanagaki... —murmuró mientras le levantaba con cuidado un brazo para pasar la manga de la camiseta. La tela se deslizó suave, cubriendo al fin la piel desnuda.
Takemichi suspiró entre sueños, un gesto apenas audible, pero suficiente para que Hakkai se detuviera con el corazón golpeándole el pecho. Luego siguió, acomodando el otro brazo, ajustando el dobladillo para que quedara recto.
Al otro lado, Kisaki hacía crujir la pluma entre los dedos. Su mirada, a pesar de estar fija en las palabras que escribía, se desviaba de vez en cuando. Observaba el perfil tranquilo de Takemichi, el leve temblor de sus pestañas en sueños... Y de pronto, sin querer, recordaba el beso. El calor fugaz de un contacto absurdo, pero no más absurdo que su propia decisión de haberlo encubierto, de aceptar la culpa...
Apoyó la frente contra los nudillos un segundo, como si el recuerdo fuera un error de cálculo que no lograba resolver, y volvió a escribir con más fuerza.
Hakkai terminó de ajustarle el pantalón y lo acomodó en la cama, arropándolo con la sábana hasta el pecho. Tomó una de las almohadas y, recordando las indicaciones del médico, la colocó con delicadeza bajo sus piernas para elevarlas un poco. Se quedó sentado un momento al borde del colchón, vigilando la respiración tranquila de Takemichi.
—Listo... Ya estás bien —Su voz sonó más a consuelo propio que a seguridad.
Kisaki levantó la vista apenas, clavándola en ellos, y en ese instante los tres quedaron en un triángulo silencioso: uno dormido, otro preocupado y el último lidiando con pensamientos que no quería tener.
Takemichi, en el centro de todo, dormía profundo, atrapado en un estado que no era solo agotamiento: la descarga de memorias lo arrastraba hacia un torbellino invisible, uno que nadie podía comprender.
La madrugada pesaba en el dormitorio como una manta húmeda. Afuera, los pasillos respiraban con lentitud; adentro, la habitación apenas iluminada conservaba la imagen de las tres camas alineadas: sábanas, pilas de libros, objetos que hablaban de vidas paralelas que no se tocaban. Todo era quietud hasta que un sonido minúsculo, abrupto, la rompió: sollozos ahogados, débiles y urgentes, como de alguien atrapado en una pesadilla.
Hakkai fue el primero en moverse. Se incorporó con el ceño fruncido y, al mirar hacia la cama de Takemichi, el aire se le detuvo en los pulmones. El chico se agitaba en sueños, el rostro contraído, empapado en lágrimas frescas. Se inclinó sobre él y, al rozar su frente, sintió el ardor abrasador de la fiebre.
—Takemichi... —murmuró, la alarma en su voz apenas contenida.
El movimiento despertó a Kisaki. Tardó un instante en enfocar, pero cuando vio el estado de Takemichi, su mirada se endureció.
—Busca ayuda —ordenó, con voz firme.
Hakkai no discutió. Se calzó a toda prisa y salió del dormitorio, dejando atrás la puerta apenas entreabierta. El ruido de sus pasos se desvaneció pronto.
La habitación quedó en silencio, apenas interrumpida por la respiración entrecortada de Takemichi. Kisaki lo observó, inexpresivo, hasta que vio otra lágrima resbalarle por la mejilla. Su mano se alzó casi por inercia, limpiándola con una suavidad impropia de él.
Takemichi entreabrió los ojos, perdido en la bruma de la fiebre. Todo era calor, confusión y un rostro demasiado cerca. No podía distinguir el sueño de la realidad. La expresión de Kisaki era ambigua: fría como siempre, pero teñida de una preocupación que lo desarmaba. El roce de la mano de Kisaki contra su mejilla era tan suave que no podía creerlo real.
El recuerdo de la enfermería lo atravesó como un relámpago, haciéndolo intentar apartar a Kisaki. Pero su gesto careció de fuerza: sus dedos rozaron el rostro de Kisaki en lo que parecía más una caricia torpe.
El mundo se detuvo por un instante. Kisaki no reaccionó de inmediato; el contacto lo desconcertó, un calor inesperado subió hasta su rostro y lo tiñó de un rubor apenas contenido. Con las mejillas encendidas, tomó la mano temblorosa de Takemichi y la acomodó suavemente sobre la sábana, sin pronunciar palabra.
Takemichi se convenció a sí mismo de que esto definitivamente se trataba de un sueño. Se dejó arrastrar por el peso de la fiebre. Sus párpados cayeron, rindiéndose a la inconsciencia.
Kisaki lo observó en silencio, los ojos brillando bajo la luz tenue. Su expresión era indescifrable, atrapada entre la duda y algo que no alcanzaba a entender del todo.
Más tarde, en otro punto de la academia, en un Dormitorio Aurora, el silencio lujoso se quebró con dos golpes firmes en la puerta.
Fue Rindo Haitani quien abrió. El cabello ligeramente revuelto, los ojos aún enturbiados de sueño, se toparon con la figura erguida de un supervisor nocturno.
—¿Qué ocurre? —preguntó con voz áspera.
El supervisor se inclinó.
—Disculpe la hora. Vengo a informar al prefecto sobre un alumno: Hanagaki Takemichi.
El nombre provocó un ligero destello en los ojos de Rindo. Recordaba haberlo escuchado esa misma noche en boca de su hermano. Sin volverse del todo, avisó:
—Oye, Ran. Te buscan.
Desde el interior, la voz tranquila de Ran Haitani respondió antes de aparecer en la entrada, con el cabello suelto y un batín oscuro sobre los hombros.
—Hanagaki, sí. —Repitió el nombre con un dejo pensativo, los ojos brillando con interés perezoso—. No me digas que volvió a causar problemas.
El supervisor explicó con seriedad:
—Su estado se agravó durante la madrugada. Presentó fiebre alta y pérdida de conciencia. Ha sido trasladado a la unidad médica especializada para recibir tratamiento. Sus compañeros de cuarto permanecen en el dormitorio y, según las indicaciones, continuarán con sus clases con normalidad. Nos pidieron informar de inmediato a usted, como prefecto de dormitorio.
Por un instante, el rostro de Ran se ensombreció. No era habitual que los casos aparentemente leves se volvieran emergencias en cuestión de horas.
—Vaya... Qué inesperado. —Se acomodó un mechón de cabello tras la oreja y, sin perder la calma, asintió despacio.
—Perfecto. Gracias por informarme. Si ya está en manos de los médicos, lo visitaré cuando se estabilice.
El supervisor se inclinó antes de retirarse, devolviendo el silencio al pasillo.
Rindo cerró la puerta, quedándose recargado en el marco, con esa expresión suya que nunca deja claro si está aburrido o calculando algo.
—¿De verdad vas a ir? —preguntó al fin.
Ran esbozó una sonrisa ladeada, casi perezosa.
—Por supuesto. Siendo prefecto, sería una falta de estilo ignorar una situación así.
La penumbra se tragó sus palabras mientras los Haitani volvían hacia el interior del dormitorio.
La unidad médica especializada de la academia no se parecía en nada a la enfermería donde Takemichi había despertado por primera vez en este mundo. Era, en realidad, un pequeño hospital de lujo dentro del campus, reservado para los casos que superaban la capacidad de las instalaciones regulares. Pasillos silenciosos y alfombrados, lámparas de cristal que bañaban de luz cálida el ambiente, personal médico que se movía con la precisión de un reloj suizo. A diferencia de la enfermería compartida, aquí las habitaciones eran privadas.
Takemichi ocupaba una de ellas: una estancia pulcra y sobria en la que predominaba el blanco marfil, con molduras doradas y muebles de madera oscura. La cama estaba junto a una ventana amplia que dejaba entrar la luz del mediodía y revelaba un jardín interno cuidado con esmero. Sobre la mesa plegable frente a él reposaba su bandeja de almuerzo: sopa ligera de pollo con fideos finos; un filete de pescado al vapor con verduras tiernas; y, como postre, compota de manzana en una copa de cristal. Todo acompañado de agua fresca con rodajas de limón.
Comía despacio, cabizbajo. Sus mejillas estaban encendidas no ya por la fiebre —que al fin cedía gracias al tratamiento—, sino por la vergüenza. Desde que había despertado esa mañana, su boca había escupido palabras que no eran suyas. La penalización Lengua Venenosa había hablado por él otra vez: arrogante, mordaz, burlona.
Cada respuesta al personal médico había sido un dardo envenenado, insultando y ridiculizando a quienes lo atendían, como si fuera un heredero caprichoso y cruel. Él había querido agradecer, pedir disculpas, decir que no entendía lo que pasaba. Pero cada frase que salía de su boca era altiva y sarcástica, reforzando la imagen de un hijo mimado de familia rica.
El personal médico, por su parte, no había mostrado reacción alguna. Ni una mueca, ni un gesto de incomodidad: solo anotaban, medían, recetaban. Su profesionalismo era impecable, como si estuvieran acostumbrados a tratar con jóvenes que hablaban con veneno en la lengua y orgullo en la frente. Ese silencio lo hacía sentir todavía peor. Como si lo juzgaran en secreto. Como si su “verdadera voz” no importara en absoluto.
Un suspiro tembloroso escapó de sus labios mientras desviaba la mirada hacia un reloj de arena suspendido en el aire, iluminado por una luz azulada que solo él podía ver. La arena caía con lentitud, mostrando cifras flotantes con exactitud cruel:
[Descarga de memorias...
Progreso: 36%
Tiempo restante estimado: 30 horas y 40 minutos]
El cálculo se grabó en su mente como un peso insoportable. La descarga había comenzado con un estimado de 48 horas, lo que significaba que ya había sobrevivido casi dieciocho.
Casi dieciocho horas de respuestas que no podía controlar, de la vergüenza de sentirse atrapado en una máscara que no era la suya.
Tomó otra cucharada de sopa, con movimientos mecánicos, como si al comer pudiera distraerse de la cuenta regresiva. Treinta horas más... se repitió. Treinta horas y, por fin, podría hablar con el sistema. Treinta horas para liberarse de esa maldita penalización.
Se encogió sobre la cama, ocultando el rostro tras la sombra de su flequillo. Se obligó a llevarse otra cucharada a la boca, aunque no sintiera hambre. Todo lo que tenía que hacer era resistir un hasta entonces.
Había pasado aproximadamente una hora desde la última revisión de los médicos.
El jardín, al otro lado de la ventana, parecía un cuadro en movimiento: césped recortado con precisión, setos geométricos y, en el centro, un cerezo majestuoso que imponía presencia aun sin floración. Takemichi lo miraba sin verlo. Su mente vagaba entre la descarga que avanzaba con lentitud cruel, el extraño sueño con Kisaki y la sensación de estar atrapado en un papel que no entendía. Tanto, que no oyó el golpeteo suave en la puerta.
La bisagra cedió, y pasos firmes interrumpieron el silencio. Takemichi parpadeó, sobresaltado.
Un joven alto se detuvo en el umbral. No era parte del personal médico ni alguien a quien hubiera visto antes. Tenía el cabello largo y liso, de raíces negras que se fundían en un rubio dorado hacia las puntas, recogido en una coleta alta con algunos mechones sueltos que enmarcaban su rostro. Sus facciones eran finas y alargadas, casi elegantes; lo más llamativo, sus ojos: un violeta pálido con un brillo fatigado, como si observara el mundo con una mezcla de ironía y tedio.
El uniforme de la academia parecía hecho a su medida. Azul marino con ribetes dorados, botones metálicos pulidos y la insignia bordada al pecho, que captaba la luz de la ventana como si brillara por sí sola. Los pantalones rectos y los zapatos impecables completaban la imagen: más que un estudiante, parecía un modelo posando en la revista de la propia institución.
Takemichi lo observó en silencio, desconcertado. El recién llegado no se presentó; apenas sonrió con elegancia indolente y habló con voz cortés, aunque apresurada:
—Hanagaki Takemichi. He preguntado por tu estado y me han informado que ya puedes volver a tu dormitorio. Tus padres han sido notificados; todo está en orden. Te lo comunico de manera formal, aunque debo admitir que no dispongo de mucho tiempo.
La calma de su tono contrastaba con la prisa que decía tener, y en su porte había una seguridad que imponía escucha.
Takemichi sintió de inmediato el cosquilleo desagradable en la garganta: la penalización. Su voz sonó con tono seco y mordaz:
—Qué considerado… Tan apresurado en aparecer, dar el aviso y marcharse, casi como si las formalidades fueran más importantes que la persona a la que se dirigen.
Cerró los ojos con resignación. Ya no le sorprendía perder el control de sus palabras, pero la incomodidad era insoportable.
El silencio posterior se volvió denso, hasta que un gesto mínimo quebró la tensión. Una chispa traviesa iluminó los ojos del visitante, y la comisura de sus labios se curvó en una sonrisa apenas contenida. Con gesto distraído, uno de sus dedos jugueteó con el borde de su chaqueta, como si calibrara qué hacer con aquella osadía inesperada.
El gesto duró apenas un instante, interrumpido por el suave crujir de la puerta.
Un hombre entró con paso seguro: bata blanca impecable, carpeta bajo el brazo, gafas que brillaron al reflejo de la luz. Takemichi lo reconoció de inmediato: el mismo médico que lo había estado atendiendo desde que despertó. Nakamura-sensei.
Antes de dirigirse a la cama, sus ojos se fijaron en la otra figura dentro de la habitación.
—Haitani-san —lo saludó con una leve inclinación de cabeza—. No esperaba que todavía siguieras aquí.
Ran sonrió apenas, un gesto tan calculado como indolente.
—Cumplir con las responsabilidades, Nakamura-sensei. No es algo que pueda tomar a la ligera.
El doctor asintió, aprobando la respuesta.
—Gracias por mantenerse pendiente.
Ran devolvió el gesto con una reverencia breve, tan elegante como innecesaria, casi una comedia de cortesía.
Solo entonces Nakamura se volvió hacia la cama.
—Hanagaki-kun, has pasado las últimas horas en observación. Tus signos vitales se mantienen estables, por lo que podrás recibir el alta. —Su voz era sobria, precisa.
—Qué alivio… Pensé que iban a pedirme otra noche de hospedaje.
El sarcasmo llenó el aire como una bofetada. Takemichi apretó las sábanas con los dedos, con la urgencia de arrancarse la lengua. La vergüenza le trepó por el cuello hasta encenderle las mejillas.
El médico no se permitió una reacción más allá de un parpadeo medido. Continuó con calma:
—Te entregaremos un permiso para que no asistas a clases hoy. Descansa y evita esfuerzos. Si reaparecen mareos, vómitos o cualquier síntoma anómalo, acude de inmediato a enfermería.
—Qué brillante observación —saltó la penalización, con un filo burlón—. Si me siento mal, vengo a decir que me siento mal.
Takemichi apretó los labios con fuerza. El corazón le golpeaba como si quisiera huir del pecho.
La puerta volvió a abrirse. Una enfermera entró con la calma de quien sigue una rutina, depositando sobre la mesita la ropa doblada, una bolsa con los objetos personales y un documento firmado.
—Aquí están sus pertenencias y el permiso para ausentarse, Hanagaki-kun.
—Qué eficiencia —escupió la penalización, más altiva que antes—. Ya pensaba que las habían perdido en algún rincón.
La enfermera, imperturbable, fingió no escuchar. Takemichi bajó la mirada, deseando hundirse bajo las mantas.
Nakamura retomó con tono sereno:
—Se te asignará un acompañante para asegurarse de que llegues en condiciones a tu cuarto.
—Por favor… —volvió la penalización, ahora con un desdén seco—. Sé poner un pie delante del otro, no necesito escoltas.
Ran, que hasta entonces se mantenía apoyado contra el marco de la puerta, observaba la escena con calma. El brillo en sus ojos delataba más interés que burla. Su mano presionó apenas la madera, como si aquella rebeldía inesperada le hubiera resultado refrescante.
Entonces dio un paso adelante. Su voz, suave y segura, llenó el espacio:
—No es necesario. Yo mismo lo acompañaré.
Takemichi alzó la vista, sorprendido. Recordaba haberlo oído decir que tenía prisa… y, sin embargo, allí estaba, ofreciéndose sin dudar.
Nakamura, tras un instante de evaluación, asintió con serenidad.
—De acuerdo. Haitani-san, entonces lo dejo en sus manos.
La enfermera se inclinó en señal de despedida, seguida del médico. Ambos salieron sin alterar el ritmo de su paso.
Ran fue el último en moverse. En el umbral, giró apenas el rostro hacia Takemichi y le dedicó una sonrisa breve, tan ligera que parecía un secreto compartido, como si sus labios murmuraran sin sonido: “Te estaré esperando.”
La puerta se cerró con un clic suave. Takemichi se quedó solo en la habitación, y el silencio lo envolvió junto con la incomodidad que lo perseguía como una sombra.
Takemichi permaneció quieto unos segundos, mirando la ropa doblada con precisión sobre la mesita. Junto a ella, el permiso médico aguardaba.
Tomó la camiseta. El algodón parecía pesar demasiado, como si vestirla significara volver a cargar con todo. Se la puso despacio, alargando cada gesto, como si los segundos pudieran protegerlo de lo inevitable.
Ya no se sorprendía de la penalización. Había aceptado que su boca no le pertenecía, pero aceptar no era acostumbrarse. Cada respuesta sarcástica lo hacía sentirse un espectador encadenado dentro de sí mismo: una máscara hablaba por él, mientras él solo podía escuchar, impotente, con la vergüenza clavándose en su pecho como un hierro frío.
El apellido resonó en su mente: Haitani. Nunca lo había visto en el juego, y estaba seguro de que lo recordaría. Con esa apariencia, era imposible pasarlo por alto. Sin embargo, ahí estaba, con el pin metálico del consejo estudiantil brillando en la corbata.
En el juego, jamás existió un Haitani en el consejo. ¿Un personaje oculto? ¿Alguien ligado a la ruta del otro protagonista? Recordaba haber leído que esa historia empezaba un año antes que la suya. ¿Sería Haitani importante allí? Nunca lo sabría… porque nunca había llegado tan lejos.
Un recuerdo lo atravesó: la noche anterior. No recordaba haberse vestido. Había perdido la conciencia con la bata puesta. Eso solo significaba que alguien más lo había hecho por él.
La sangre le subió al rostro. Con todo su pudor, esperaba que hubiera sido Hakkai. Al menos él ya lo había visto antes. Su cuerpo liso, sin un rastro de vello, ya era bastante incómodo. Pero si había sido Kisaki… después de lo que pasó en la enfermería, y aquel sueño extraño con él… la idea lo hizo encogerse de vergüenza.
Sacudió la cabeza, como si pudiera expulsar la imagen. Se apresuró a terminar de vestirse, tomó el permiso y lo sostuvo un instante en la mano. Inspiró hondo, como si el aire le diera fuerzas, y caminó hacia la puerta. Rezaba porque Haitani ya no estuviera.
Giró el pomo despacio. Cada segundo de demora era una súplica muda.
Pero al abrir, el pasillo le devolvió la verdad.
Haitani seguía allí. De pie, apoyado con calma en el marco, brazos cruzados, postura impecable. La luz resaltaba el brillo del pin en su corbata, mirándolo con la misma intensidad que sus ojos.
Takemichi levantó la vista y lo encontró sonriendo. Una sonrisa ambigua, imposible de descifrar.
Un nudo le apretó el estómago: nervios, confusión… y algo más. Algo que no quiso nombrar.
El silencio del pasillo era casi absoluto. Solo el eco leve de los pasos de Haitani y Takemichi se extendía a lo largo de los muros. Las clases estaban en curso, y el corredor se sentía desierto, demasiado amplio para dos personas.
Ran caminaba un par de pasos adelante: porte impecable, espalda recta, las manos relajadas a los costados. De vez en cuando giraba apenas el rostro, lanzando miradas rápidas hacia Takemichi, como quien mide una reacción. Takemichi, sin embargo, tenía la mente en otra parte. La penalización, Haitani, el vacío en su memoria del juego… todo se entremezclaba en un torbellino inquietante.
De pronto, Ran se detuvo. Takemichi, distraído, chocó contra su espalda.
—Cuidado —dijo Haitani, sin perder la calma—. Si sigues tan ensimismado, podrías terminar en mis brazos.
La penalización respondió enseguida, seca y mordaz:
—¿Y qué te hace pensar que querría caer justo ahí?
Takemichi tragó saliva.
Ran sonrió de lado, encantado.
—Quién sabe… a veces uno tropieza justo donde debe.
—O a veces uno simplemente se topa con un obstáculo molesto en medio del pasillo —contraatacó.
—Qué duro juicio —rió Haitani, divertido—. Entonces, ¿me consideras obstáculo o distracción?
La penalización devolvió el golpe sin pestañear:
—Si fueras una distracción, al menos serías útil.
Takemichi sintió cómo se le encendían las orejas.
Ran dejó escapar otra risa, breve pero sincera.
—Curioso… nunca me habría dado cuenta de lo entretenido que podías ser.
—Tal vez solo eres fácil de impresionar —replicó con un filo burlón.
La sonrisa de Ran se ensanchó.
—¿Fácil? No lo creo. Pero admito que contigo el esfuerzo se vuelve… entretenido.
—Cuidado, Haitani —respondió la penalización, casi susurrante—. Si sigues hablando así, alguien podría pensar que me estás cortejando.
Takemichi sintió cómo la sangre le subía a la cara.
Ran rió suavemente.
—¿Y si lo estuviera?
La penalización no se quedó atrás:
—Entonces tendrías que hacerlo mejor.
Takemichi quiso meterse bajo tierra. Cada palabra lo hacía sonar como si estuviera en medio de un intercambio descaradamente coqueto, y Haitani parecía disfrutarlo demasiado. Él solo quería huir… pero ni siquiera sabía regresar al dormitorio sin ayuda.
El pasillo siguió extendiéndose, y Haitani parecía más animado con cada paso, lanzando frases ligeras que oscilaban entre la cortesía y el reto. La penalización respondía con sarcasmos que, para horror de Takemichi, arrancaban otra sonrisa cada vez.
Por fin, reconoció la puerta de su dormitorio. El corazón le dio un vuelco de alivio: estaba a salvo. Casi.
Faltaban solo unos pasos. Se aferró a esa visión como un salvavidas. Haitani seguía mirándolo con esa chispa de diversión, los labios entreabiertos como si estuviera a punto de soltar algo más, cuando una notificación apareció frente a los ojos de Takemichi:
[Penalización: Lengua venenosa – Lv. 2]
Sin explicación. Sin detalles. Solo eso.
El vacío le golpeó el estómago. ¿Subir de nivel? ¿Qué significaba? ¿Podía volverse aún peor?
De repente, nada más importaba. Ni Haitani, ni el pasillo, ni lo que fuera a decir. Lo único real era esa línea suspendida frente a sus ojos.
Abrió la puerta con brusquedad y entró sin mirar atrás.
Solo, con la espalda apoyada en la puerta y el permiso apretado entre los dedos, sintió que el aire le faltaba.
El silencio del cuarto lo envolvió, mientras su mente martillaba una sola verdad:
La penalización había cambiado.
Notes:
La puerta se cerró de golpe, a un palmo de su rostro. El eco del portazo resonó en el pasillo vacío.
Ran se quedó quieto, mirando la madera frente a él. No había duda, no había titubeo: lo habían dejado fuera.
Una sonrisa breve y seca le curvó la boca, pero no alcanzó sus ojos. Estaba indignado. También, de alguna manera, desconcertado.
¿Por qué esa reacción? No había dicho nada malo. O al menos, nada que justificara esa huida.
Levantó la mano, dispuesto a tocar. No estaba seguro de qué decir —ni siquiera si había algo que valiera la pena decir—, pero la palma se quedó suspendida en el aire.
El zumbido de su celular vibró en el bolsillo. Una vez. Lo ignoró.
La segunda insistencia lo hizo bajar lentamente la mano y, con un gesto elegante, sacó el teléfono.
La pantalla iluminó su rostro. El nombre brillaba con claridad: Kakucho.
Sus labios se apretaron en una línea delgada. Por un segundo pensó en rechazar la llamada, pero deslizó el dedo por la pantalla y contestó.
Un “sí” seco fue suficiente. La voz al otro lado le recordó lo que ya sabía: estaba tarde. Muy tarde. Y el único que faltaba en la reunión era él. Exhaló por la nariz, fastidiado, mientras giraba el rostro hacia el pasillo vacío.
Izana debía de estar furioso.
Cuando colgó, permaneció un segundo más frente a la puerta cerrada. Bajó lentamente la mano, dejó escapar un suspiro casi imperceptible y se giró.
Avanzó con paso firme, el eco de sus pisadas llenando el pasillo desierto. Solo se permitió un último vistazo por encima del hombro, hacia esa puerta que se había cerrado en su cara, antes de perderse en la distancia.

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