Chapter 1: Prólogo
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A veces es difícil decir la verdad. La completa sinceridad puede fácilmente dañar a las personas. De ahí el miedo a decirle la verdad sobre lo sucedido en París. Aquella noche de invierno, oscura y fría. Las calles blancas y vacías daban la sensación de angustia. Lo que pasó esa noche lleva clavado en mi cabeza durante demasiados años y aún después de todo, nunca fui capaz de olvidarlo. Cada vez que le miro a los ojos lo único que soy capaz de sentir es vergüenza y arrepentimiento por mis acciones. Aún no tuve el valor de contárselo, tampoco creo que sospeche lo que hice, pero en algún momento tendré que decírselo, y sinceramente, no sé cuando estaré preparada para hacerlo.
Chapter 2: Un afortunado viaje a Grecia
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Nos conocimos en una bonita noche de agosto. Llevaba años sin irme de vacaciones. La última vez tenía doce años, mis padres nos llevaron a mí y a mis hermanos a la playa durante una semana. No habían sido mis vacaciones ideales, la verdad, pero a veces estaba bien salir de nuestro aburrido pueblo. Habían pasado quince años, estaba demasiado saturada del trabajo a parte de bastante harta de mi jefe y, después de ahorrar durante mucho tiempo, decidí irme a Grecia.
Pasé tres días en la playa. Fue lo único que hice. Me levantaba por la mañana, iba a desayunar al buffet y bajaba a la playa. Me pasaba las horas con un libro bajo la sombrilla sin hacer ni el más mínimo movimiento. Cuando atardecía volvía al hotel para cenar y luego volvía a la cama.
Después de esos tres días en la playa, decidí que de alguna forma estaba desperdiciando mis vacaciones, así que esa noche decidí arreglarme y bajar a por una copa a uno de los bares de la zona. Llevaba un bonito vestido de satén azul oscuro, con unos tacones de aguja negros. Mi pelo iba suelto en un ondulado perfecto, de esos que se te quedan cuando sales del mar. Llevaba unas joyas que me había comprado en un mercadillo local justo antes de llegar al hotel. Me metí en un bar de estos que están al lado de la playa. Podías escuchar las olas romperse en la orilla, las gaviotas llamarse unas a otras, la gente paseando por la playa y charlando en las sillas. El bar era azul y blanco, los colores que se te vienen a la mente cuando piensas en Grecia. Llegué al bar y me senté en la barra. Pedí una copa de vino, que era lo único que bebía, y me dediqué a escuchar lo que me rodeaba, como si de música se tratase. De repente,mientras estaba concentrada en unos pajaritos de un árbol, una mano tocó mi hombro. Era un hombre alto, debía medir al menos 1,90m, de cabello moreno y ojos azules con una barba de apenas unos días. Me preguntó mi nombre y de dónde era. La verdad parecía muy agradable, tenía una cierta carisma que te engatusaba en apenas unos segundos. Comenzamos a charlar, contándonos mutuamente qué hacíamos en Grecia y por qué habíamos acabado ahí.
Javier era un diseñador gráfico de Madrid de veintiocho años. Vivía solo con su perro Max en un pequeño piso en Lavapiés, bastante cerca de su trabajo. Sus padres eran de Asturias y era hijo único. Se había mudado a Madrid con dieciocho años para estudiar Publicidad y Relaciones Públicas en la UCM. Se encontraba en Grecia buscando inspiración para una publicidad que le habían encargado para un anuncio del nuevo perfume de Carolina Herrera. Sinceramente, fue amor a primera vista. Él era la típica persona extrovertida que caía en gracia a todo el mundo y tenía mil amigos, al contrario que yo, que siempre me ha costado hacer amigos y digamos que socializar nunca ha sido mi punto fuerte tampoco. Le encantaba jugar al tenis e ir a la piscina cada vez que podía. La verdad se notaba todo el deporte que hacía en cuanto lo mirabas.
Estuvimos hablando toda la noche. Entre copa y copa nos íbamos contando detalles cada vez más íntimos de la vida de cada uno, como si tuviésemos esa total confianza que tienen amigos de décadas. En menos de dos horas ya sabía con lujo de detalle su relación con su familia, el drama con su ex-mejor amigo y la triste historia de su perro. Mariposas revoloteaban mi estómago cada vez que lo miraba a los ojos. Siempre fui de las que pensaban que los flechazos y el amor a primera vista no existían, pero después de esta noche mi teoría quedó completamente obsoleta. Cada palabra que decía con ese marcado acento madrileño ablandaba mi corazón cada vez más. Realmente nunca había estado tan enamorada de una persona, y apenas nos conocíamos de unas horas
Después de un agradable paseo por la playa acabamos en mi habitación del hotel. Javier abrió una botella de vino caro, de los que nunca abres en los hoteles porque saben que cuestan una fortuna, que nos bebimos mientras seguíamos hablando de literalmente cualquier cosa. Nunca había sentido ese nivel de comodidad y validez con nadie, era una sensación nueva que rellenó mi corazón en cuestión de segundos. No podíamos parar de hablar y mirarnos. Nuestras pupilas estaban todo lo dilatadas que podían estar, podía notar que le gustaba tanto como él me gustaba a mí.
Quien me diría que un viaje a Grecia para desconectar acabaría siendo el momento en el que conocí a mi alma gemela.
Javier y yo nos casamos después de tres años de estar saliendo. Me pidió matrimonio en nuestro pequeño piso el día de San Valentín con un anillo precioso de oro rosa con un diamante en forma de corazón. El día que nos casamos fue el mejor de mi vida. Ver a toda mi familia allí, juntos, para celebrarnos, me hizo sentir la mujer más feliz del mundo. En vez de niña de las flores le pusimos a Max un cestito con pétalos para esparcir. A pesar de ser un perro, he de decir que hizo un trabajo maravilloso. La fiesta duró hasta más de las cinco de la mañana, fue un día único digno de un cuento de hadas, la felicidad rebosaba por todas las esquinas. Sinceramente, una forma increíble de comenzar una vida juntos.
Nos compramos un loft a las afueras de Madrid. Lo fuimos amueblando y decorando poco a poco, haciéndolo cada vez más acogedor hasta que por fin se sintió como un hogar. Teníamos una vida de cuento: nuestra propia casa, un perro, un matrimonio estupendo. Cara al público éramos Cenicienta y el Príncipe Encantado, pero nuestra realidad iba a cambiar de forma drástica.
Chapter 3: 9:00 a.m
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Me desperté un sábado como otro cualquiera. Javier había salido con sus amigos, lo hacía mucho, sobre todo cuando estaba estresado por el trabajo; socializar era su manera de sobrellevar el estrés. Mientras tomaba mi café escuché las llaves en la puerta. Eran las 8:45 de la mañana, nunca solía llegar tan tarde, siempre sobre las dos o las tres de la madrugada. Abrió la puerta y me acerqué a saludarle. Tenía la nariz roja y los ojos llorosos, era evidente que había estado llorando. Se me quedó mirando y comenzó a hablar.
–Tenemos que hablar. – dijo Javier con la voz entrecortada.
–¡Oh, por Dios! ¿Qué pasó? ¿Estás bien? – contesté, alarmada por su aspecto y palabras.
Me acerqué a él hasta estar cara a cara, apoyé mis manos en sus brazos con una expresión de angustia en mi cara. Inmediatamente después Javier comenzó a llorar, y entre sollozos dijo:
–Anoche bebí demasiado, y mis amigos insistieron. No estaba en un buen estado mentalmente y…
–Y, ¿qué? –dije yo preocupada, con miedo por lo que iba a salir de su boca.
–Lucía y yo nos acostamos. – soltó por su boca de la forma más seria y fría que podría haber imaginado.
–¡¿Perdón?! – chillé con sorpresa.
–¡Lo siento muchísimo! No lo pensé. Solo ha sido una vez, prometo que no se volverá a repetir.
Las agujas del reloj se quedaron marcadas en las nueve. De un día para otro mi vida había dado un vuelco de 180 grados. El supuesto amor de mi vida me había engañado con su amiga de la infancia. Sí, esa amiga de la que siempre repetía que no tenía que preocuparme. Sí, esa amiga que llevaba tirándole la caña desde que empezamos juntos. Sí, esa amiga que vino de blanco a nuestra boda. Estaba completamente devastada, inmediatamente lágrimas comenzaron a correr por mis mejillas. Mi cabeza se nubló por completo, dejándome sin idea de qué hacer.
“Necesito espacio”. Eso fue lo que le dije. Entré en un arrebato en nuestra habitación, abrí el armario y de la puerta derecha cogí la maleta. Metí un par de prendas, lo suficiente como para un par de días. Cerré la maleta bruscamente y salí al pasillo. Aún seguía ahí, en la misma posición, con la misma cara, como un maniquí, completamente tieso. Me sequé las lágrimas con la manga del jersey y me acerqué a la puerta. “Por favor, no te vayas”, eso fue lo único que dijo. Lo aparté, abrí la puerta y salí. Mientras bajaba en el ascensor empezaron a surgir las dudas. “Solo ha sido una vez”, “Nos queremos”, “Solo es un error”, son solo unos pocos ejemplos de todos los pensamientos que se me vinieron a la cabeza mientras bajaba. Quería volver, arrojarme en sus brazos y perdonarlo, pero mi cabeza no me dejaba, sabía que era mejor que eso, que valía más. Me metí en el coche sin ningún sitio al que ir. No podía ir a casa de mis padres, tendría que explicarles todo y era muy probable que me echaran a mí la culpa, así eran ellos. La relación con mis hermanos era inexistente, así que esa posibilidad quedaba descartada. Al final decidí ir a casa de mi amiga Clara. Llevábamos siendo amigas desde que teníamos tres años. Éramos inseparables. Lo habíamos vivido todo juntas.
Me desperté demasiado tarde. Teniendo en cuenta que me dormí a las tantas, suena bastante lógico. Mis padres habían ido a mi casa a verme. Dada mi ausencia, me llamaron para gritarme, a ver por qué no estaba yo en casa. Realmente no me apetecía escuchar sus reproches, así que colgué. Me sentía vacía, triste y sola. Justo cuando las lágrimas empezaron a subir apareció Clara.
–¿Qué ha pasado ahora? –pronunció las palabras entre un largo suspiro, con ese tono condescendiente tan suyo. Después de explicarle a Clara todos mis problemas me sentía mejor, ella era mi hombro en el que llorar, mi terapeuta, no hay nadie que me conociera tan bien. A ella nunca le había caído bien Javier, decía que le daba “malas vibras”. Sinceramente nunca lo entendí, Clara debía ser la única persona del planeta a la que no le caía bien. Llevaba horas repitiéndome en bucle que lo dejara, y yo llevaba horas respondiéndole que aún era muy temprano y tenía que pensarlo mejor.
Clara y yo fuimos a comer a mi restaurante favorito: un pequeño italiano, que pertenecía a una pareja de ancianos originarios de Sicilia, decorado con muebles italianos del siglo XIX . Era perfecto para distraerme de todo lo que estaba pasando en mi vida. Hablar con ella de cosas insignificantes era la mejor medicina. Todo iba genial, la comida estaba riquísima, y la conversación entretenida, hasta que vi una sombra demasiado familiar en la puerta. Era Javier. Lo que faltaba. Se ve que no entendió el concepto de “espacio”. En el momento en que lo vi me callé y mi piel comenzó a tornarse pálida. En cuanto Clara me vio, preguntó: “¿Qué pasa?”. Se giró bruscamente hasta que su mirada lo encontró, y bajo un largo suspiro dijo: “Esto tiene que ser una broma”. Él se veía incluso más rojo e hinchado que el día anterior. Se notaba que se había pasado toda la noche llorando, ni siquiera se había cambiado de ropa. Se acercó lentamente a nuestra mesa.
–¿Podemos hablar? –Me quedé petrificada, no sabía qué decir. Simplemente respondí un lento y amargo “vale”.
–Quería volver a pedirte perdón por lo que pasó. Me he pasado toda la noche en vela por la culpa. Solo quería saber cómo estabas.
No sabía qué responderle. Evidentemente no estaba bien, pero tampoco creía que fuese oportuno mencionárselo a él. Era indiscutible que la culpa lo estaba carcomiendo por dentro, tampoco necesitaba echarle encima mis sentimientos para hacerle sentir peor todavía.
–Es difícil de explicar. Pero desde luego no me siento mejor viéndote después de solo veinticuatro horas, deberías haber respetado mi petición de espacio.
–Lo siento, de verdad, pero en serio necesitaba verte y saber cómo estabas. Lo siento muchísimo. He pensado que, cuando estés preparada, claro, podríamos ir a terapia. Por supuesto, si de aquella estás dispuesta a arreglar lo nuestro.
–No lo sé. Sinceramente, voy a necesitar bastante tiempo para aceptar y reflexionar sobre lo que ha pasado. Te pido por favor que no vuelvas a aparecer en ningún sitio en el que esté sin haber avisado antes. Te llamaré cuando haya tomado una decisión.
Una vez acabé mi conversación con Javier volví a la mesa con Clara. Mientras me sentaba ella me miraba con los ojos como platos, como si acabase de ver a un unicornio.
–¿Y bien? ¿Qué te dijo? –dijo Clara con la misma expresión de sorpresa y algo de ira.
Me quedé unos segundos mirándola.
–Quería saber cómo estaba, parecía preocupado. También me ha pedido ir a terapia; ya sabes, para arreglar nuestro matrimonio
–¡Eso son tonterías! Por el amor de Dios, que ni se te ocurra volver. Es un cerdo que te engañó de una de las peores formas posibles. Vales más que eso y también mereces más.
–No sé, Clara, es todo muy confuso…
–Nada es confuso. Está claro como el agua. Tu ex es un comemierda y tú mereces más. Fin de la conversación.
–Javier no es mi ex.
Clara se levantó lentamente de la mesa con los ojos en llamas. Se acercó a mí y, con rabia en el cuerpo, me soltó una bofetada que casi me tira de la silla, e inmediatamente después dijo:
–De momento.
Me toqué la enrojecida mejilla, notando cómo se iba poniendo cada vez más caliente.
–Deja las cosas estar –dije, con finalidad, mientras rodaba los ojos en su dirección maldiciendo su existencia–. El tiempo lo sana todo, y esto no será una excepción.
Habían pasado cinco días desde el pufo de Javier. A medida que pasaban los días, el engaño dolía menos. Seguía de okupa en la casa de Clara, pero había decidido seguir con mi vida. Así que abrí mi portátil con la intención de buscar un piso temporal, solo mientras arreglaba las cosas con Javier. Quería evitar seguir siendo un parásito viviendo a costa de Clara. Cada vez lloraba menos y el fuego de mi ira hacia Javier se iba apagando poco a poco. Sentía que estaba preparada para volver a hablar con él. Solo hablar, nada más. No estaba segura de querer volver con él todavía.
Mientras miraba el Idealista y escuchaba Drakukeo de Kidd Keo, pensaba en él. Recordaba nuestro viaje a Nueva York, los viernes de cine después del trabajo, los paseos por el parque con Max. Al cabo de unos minutos encontré un piso decente un poco a las afueras, pero significativamente cerca de mi trabajo. Hablé con el dueño del piso que aceptó enseñármelo ese mismo día. Cogí el coche y me apresuré a mi destino.
El piso era pequeño, a decir verdad, minúsculo. La cocina apenas tenía espacio para cocinar, y justo en frente del horno estaba el sofá con la televisión, que parecía sacada de los años 90. En el dormitorio apenas cabía una cama de 1,90 cm, el “armario” era una cómoda clásica y 'panzuda'. El baño era peor todavía. La ducha no tenía ni mampara ni cortina y el váter estaba justo al lado. Perfecto para empaparlo todo con cada ducha. A pesar de las pésimas condiciones del piso decidí quedármelo dada mi precaria situación. Hablé esa misma tarde, después de ver el piso, con el dueño. Trajo el contrato y lo firmé en ese mismo momento.
Al día siguiente por la mañana fui al bazar de la esquina a comprar cajas para la mudanza. A Clara le dio pena que me fuera, incluso me pidió que me quedara, pero suficiente le había sableado ya. Embalé lo poco que tenía en apenas dos cajas, las metí en el maletero de mi coche y me fui. Llegué a mi nuevo apartamento y desembalé las cajas. Entre el poco espacio y la escasez de mis pertenencias, no tardé demasiado. Entre Clara y yo limpiamos el piso entero en dos horas, que buena falta le hacía. Una vez acabamos de limpiar, recoger y colocar todo, Clara y yo nos despedimos.
A pesar de que Clara solo se acababa de ir, me sentía muy sola. El silencio se hacía más pesado a medida que pasaban los minutos. No solo el silencio, también estaba frío, faltaba esa calidez de otra persona por la casa. Me senté en el sofá mirando al infinito pensando en qué momento todo se había tornado tan gris. No podía evitar sentirme culpable, igual debería haber estado más presente, haber pasado más tiempo juntos. Igual debería haber sido más como esas esposas modelo, que siempre están cocinando y cumpliéndole los caprichos al marido. Tenía que sacarme esas ideas de la cabeza, ya no estamos en los años 50. Lo que hizo Javier es vil, y no hay nada que yo pudiera hacer para evitarlo, la responsabilidad era únicamente suya. Aunque aún lo amaba. Era imposible no hacerlo, llevábamos demasiado tiempo juntos. Habíamos vivido tantas cosas, tantas experiencias que es inviable olvidarse de todo en solo una semana. Agarré el móvil del brazo del sofá, los desbloqueé y abrí su contacto. Me quedé mirando la pantalla varios minutos. No sabía qué hacer. Por una parte quería llamarlo, decirle que le perdonaba y volver a nuestro cuento de hadas. No obstante, sabía perfectamente que no podía hacerme eso a mí misma. Ya lo había dicho Clara, no merecía ese maltrato, merecía alguien que no escuche a sus amigos antes que a su razón. Todo esto era demasiado complicado, un debate moral eterno.
Me duché. Fue una ducha bastante larga, de las típicas en las que te quedas mirando a la pared pensando. Me hice unos fideos instantáneos que me comí mientras veía una novela turca en la televisión. Después me metí en la cama. Sola y fría, mientras pensaba qué sería de mi vida.
Chapter 4: La soledad es la gran talladora del espíritu
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Otro lunes más, monótono y sin vida. Una repetición en bucle, sin sentido, sin emoción, sin sentimiento. “Mi” apartamento seguía viéndose frío, como los pisos piloto de un nuevo edificio. El entorno menos acogedor que verás en tu vida. Por mucho que lo intentase hacer ver como mi hogar, faltaba él. Faltaba su consola al lado de la tele, sus americanas tiradas en el sofá después del trabajo, el olor a su raro café colombiano que le costaba una fortuna. No había manera de quitármelo de la cabeza, era insano. La poca ilusión hacia mi trabajo también tenía algo que ver. Todos los días eran lo mismo. Llevaba años estancada en el mismo puesto, con las mismas tareas. Da igual lo mucho que me esforzase, o lo mucho que intentase complacer a mi jefe, nada era nunca suficiente. A decir verdad, la informática nunca fue mi pasión. Yo quería ser profesora, educar a las próximas generaciones. Pero, mis padres me empujaron en esa dirección y se negaron a pagarme la carrera si no. “La educación tiene un salario indigno, eso es para profesionales fracasados”, esa era la frase que mi padre repetía sin ton ni son cada vez que lo mencionaba. Me decían que nada tenía más salidas que la informática, así que estudié una carrera relacionada. Y aquí estoy, casi veinte años después, en un puesto mediocre de desarrolladora de back-end, con el salario medio interprofesional. Sin ambiciones, sin sueños y, ahora, viviendo en un apartamento minúsculo porque mi marido me ha sido infiel.
Tampoco podía evitar ese sentimiento de duda. ¿Qué había hecho exactamente? ¿Por qué ahora? Y Lucía, ¿aún hablaba con ella?. Demasiadas preguntas sin resolver que me carcomían la cabeza, necesitaba pasar páginas. Y la mejor manera era hablando con él…
No podía soportarlo más. La melancolía y el abandono se hacían cada vez más insoportables. A pesar de todos los consejos de Clara y de mi propia lógica, decidí hablar con Javier. Contraproducente, lo sé, pero sentía como a mi corazón se lo estaba comiendo un agujero negro lleno de tristeza. Así que, a pesar de todo, le mandé un mensaje al móvil que decía: “Creo que deberíamos vernos. Aunque sea solo para charlar. Por favor llámame cuando puedas.”. Cuando menos me lo esperaba, en mi teléfono comenzó a sonar mi tono de llamada, Perfect de Ed Sheeran , era nuestra canción. Cogí el móvil y observé el contacto que llamaba, era él. Entré en pánico, no esperaba que llamase tan rápido. Mi corazón empezó a latir tanto que podía sentirlo, pero aún así descolgué el móvil.
–Hola… –dijo él en un tono de pena.
–Hola. He estado pensando… y bueno… dándole vueltas a la cabeza. Creo que deberíamos vernos, aunque sea para aclarar algunas cosas. Tengo demasiadas preguntas sin resolver, que deberías responder para poder pasar página –dije yo, titubeando y con la voz temblorosa por los nervios.
–Claro, por supuesto. –Lo dijo con un tono asustado, con miedo de las posibles preguntas que podía tener–. Salgo del trabajo en dos horas, si quieres podemos vernos en casa cuando acabe.
–Me parece bien. Hasta entonces.
Colgué el teléfono. Lo dejé encima de la mesa y me quedé pensando. Estaba aterrada. Llevaba días queriendo saber las respuestas, pero el sentirlo tan cerca me daba pánico. Realmente eso era lo que me daba terror, las contestaciones, sobre todo que no fueran las que yo quería oír. Pero algo dentro de mí me decía que esto era necesario, que tenía que tener valor y afrontar mis problemas como una persona adulta. Así que me decidí a verlo.
Me cambié la ropa a algo más informal, me arreglé el pelo justo como a él le gustaba, me maquillé lo suficiente para que no se me viesen mis negras ojeras debido a la falta de sueño y me puse su perfume favorito. Agarré el abrigo que me regaló por mi cumpleaños y me dirigí a nuestro apartamento. Cuando por fin me encontraba delante de la puerta, paré en seco. Un escalofrío bajó por todo mi cuerpo, el miedo y los nervios aumentaron en menos de un segundo. Me quedé ahí, quieta, incapaz de petar a la puerta durante varios minutos. Respiré hondo y me recordé a mí misma de que solo era mi casa, mi hogar y mi marido. Exactamente la misma persona con la que vivía hace una semana. Levanté el brazo derecho, aún temblando, y peté tres veces a la puerta.
Javier me abrió la puerta. Llevaba puesta esa sudadera gris que tanto me gustaba, de hecho, se la robaba a cada oportunidad que tenía, ya era una chiste interno entre nosotros. Me saludó con un lúgubre “Hola”, lo cual me extrañó, ya que su rostro mostraba una expresión de felicidad, con una sonrisa bastante agradable. La verdad, me dio una mala sensación, que se desvaneció cuando entré en la casa y saludé a Max ráscandole en la espalda, justo en el punto que le encantaba. Nos sentamos ambos en el sofá, Max subió al mismo tiempo y se recostó en mi regazo mientras movía la cola con felicidad. Nos miramos a los ojos durante unos segundos hasta que Javier interrumpió el silencio.
–¿Cómo estás? –comenzó él con un tono extrañamente alegre, comparándolo con su saludo anterior.
–¿Tú qué crees? Dejémonos de estupideces y vayamos a lo importante –dije de forma enfadada y borde a causa de los nervios ocasionados por el encuentro.
–Está bien –expresó Javier de manera demasiado seca, como si realmente no quisiera estar teniendo esa conversación. En ese mismo instante su sonrisa se desvaneció de su cara.
–¿Por qué? –pregunté con la voz entrecortada
–No lo sé –dijo Javier con la mirada perdida y en un tono de duda. Sacudió la cabeza, centrándose y continuó–. No voy a hablar del alcohol porque entiendo que no es una excusa. Mis amigos no paraban de insistir en que le gustaba a Lucía. Para ser sincero, llevan años diciéndolo, pero nunca les he hecho demasiado caso. Estuvieron toda la noche comentándolo y hablando de lo buena que estaba. Supongo que entre chupitos perdí la conciencia de lo que estaba bien y mal. Hacia las cinco de la mañana ella se acercó a mí, me susurró algo en el oído, no recuerdo bien el qué, y bueno… Sinceramente, no significó nada, y tengo recuerdos muy confusos de esa noche.
Me quedé mirándole durante varios segundo mientras intentaba retener mis lágrimas. No conseguí mi propósito y me sequé la única lágrima que cayó con el dedo índice de mi mano derecha y recompuse mi postura.
–Y, ¿qué hay de ella? ¿Aún habláis? –pregunté con la voz entrecortada que en algún momento se rompió entre preguntas.
–No, no hemos vuelto a hablar –dijo Javier, también con la voz entrecortada–. Me ha escrito varias veces, pero no he sido capaz de responderle, ni siquiera de leerlos. Cada vez que lo miro, siento rechazo. –Suspiró fuertemente–. Ayer por fin dí el paso y la bloqueé. Lucía está oficialmente fuera de mi vida.
Me sentí, de alguna forma, aliviada al escuchar su respuesta. Saber que no había hablado con ella aliviaba mis nervios y apaciguaba mis dudas. Su evidente desinterés hacia ella apaciguaba la tormenta de emociones que aún continuaban a flor de piel.
–¿Por qué ahora? ¿Hay algo que yo hiciera mal? –pregunté, ya algo más tranquila, con un poco más de control sobre la situación.
–No hay una respuesta para eso. Nunca había sentido nada por Lucía, ni siquiera un mínimo de atracción. Supongo que solo pasó por culpa de mis amigos y el alcohol.
–Está bien saber eso… –dije con cierto alivio en mi voz.
Javier y yo nos quedamos mirándonos el uno al otro durante unos minutos. Se sintió mágico, como si nuestra chispa se hubiese encendido de vuelta. No sé si fue el ambiente, su sinceridad, o mi sentimiento de soledad que no dejaba de aumentar, pero nos fuimos acercando poco a poco el uno al otro, hasta sellar la distancia con un beso. Se sentía bien, se sentía correcto. No sé hasta qué punto esto ayudaba a nuestra situación, pero desde luego logró que ya no me sintiera tan sola. Aunque era muy probable que luego me arrepintiera, en ese momento eso era todo lo que estaba bien.
Me despedí de Javier y volví a mi apartamento. El cambio de un lugar a otro fue como entrar a una dimensión paralela. Es como si la vida hubiese perdido color, todo se veía más frío, más apagado. Esa magia y esa alegría se habían desvanecido por completo. Me desmaquillé, me puse mi pijama viejo, de esos que ya casi no tienen color y son medio transparentes, de esos que tienen los elásticos dados de sí, total, ¿quién lo iba a ver?. Me tumbé en la cama mirando al techo, reflexionando sobre todo lo que acababa de pasar.
Las respuestas de Javier habían aclarado, sin duda, muchos de mis sentimientos. Me sentía aliviada, al por fin saber por qué había pasado, y qué había pasado exactamente. Pero lo que más me interesaba era ella. El sentimiento de relajación que sentí cuando me dijo que ya no hablaban, es indescriptible. Siempre la había odiado, tenía demasiados motivos para hacerlo, y lo que pasó lo único que hizo fue alimentar las llamas de mi odio. Saber que por fin se había dado cuenta de lo víbora que era no me hacía más que feliz. Si Javier y yo volvíamos ella ya no estaría, desaparecería, dejaría de ser la serpiente de nuestro jardín. Eso me alegraba. Aunque no estaba lista para volver con él. Todo era aún muy reciente, y por mucho que lo intentaba no era capaz de olvidar lo sucedido. El beso en su sofá tampoco es que fuera muy útil para aclarar mis sentimientos. Al contrario, lo enredó todo más todavía. Todavía amaba a Javier, era evidente, y ese no es un sentimiento que se desvanezca tan fácilmente. Pero esta vez me había hecho demasiado daño y si queríamos superar esto, teníamos demasiado trabajo por hacer. Así que decidí apartar el beso y categorizarlo como un error, una falla por debilidad que no debería haberse cometido y que nunca más volvería a ser nombrada. Me acosté en uno de mis costados, y cerré los ojos para olvidar lo que fue un día curioso y doloroso.
Me levanté por la mañana con un sentimiento raro en el estómago. Me sentía extraña después de todo lo ocurrido el día anterior. Era como esa extraña sensación que te recorre el cuerpo cuando sientes que has hecho algo malo, pero realmente no pensaba que hubiese hecho nada malo. Yo no me había equivocado, yo no había engañado a nadie, pero aún así me sentía como una impostora. Sentía que había jugado con los sentimientos de Javier y que le había dado falsas esperanzas. Sentía que había sido injusta, al fin y al cabo, es evidente que él sí quería volver, y yo, de manera muy evidente, estaba haciéndole pensar que sentía lo mismo que él, cuando realmente no tenía ninguna intención de volver con él. Para ser sincera, mi única intención era aclarar las dudas que rondaban mi cabeza para poder pasar página.
No podía quitarme las dudas de la cabeza, así que decidí aclarar las cosas para poder despejar mi cabeza. Me giré hacia mi mesilla y cogí mi teléfono. Abrí el Whatsapp y le escribí un mensaje a Javier que decía: “Siento que debo explicarme después de lo que pasó ayer. Lo que pasó en el sofá fue un error que no deberíamos haber cometido. Quiero ser completamente sincera y decir que no tengo intención de volver, todavía. Necesitaba aclarar las cosas para evitar malentendidos. Espero puedas entenderlo”. Apagué el móvil y cuando volví a cerrar los ojos sonó una notificación. Encendí la pantalla con dos toques para poder leer la previsualización, era la respuesta de Javier, quien había leído el mensaje en el momento. “Ok.”, fue su respuesta.
Me levanté de la cama como si de un zombie se tratara. Me metí en el baño para lavarme la cara, con la esperanza de que de alguna forma eso me hiciera sentir mejor, aunque no logré nada. Salí del baño y me dirigí a la cocina, ya que no iba a sentirme mejor por lo menos podía usar mi tristeza como excusa para desayunar todo lo que se me antojase. Me preparé unas tortitas con nutella y trocitos de chocolate por encima. Estaba desayunando tranquilamente mientras veía un episodio de mi novela turca, cuando sonó mi teléfono. Rodé los ojos antes de mirar quién me hablaba, no estaba de humor para hablar con nadie en ese momento. Previamente a mirar el móvil, me planteé seriamente ignorarlo y seguir con mi día. Pero luego pensé que igual había pasado algo, así que me decidí a mirarlo. Era un mensaje de mi padre. La última vez que me escribió fue cuando me fui de casa, y no hizo más que culparme y reprocharme por haberme ido. “Pasaremos por tu piso para hablar de lo que ha pasado”, eso era lo que decía.
No pude evitar poner cara de asco al leer el mensaje. No tenía ningún interés en ver ni a mi padre ni a mi madre. Lo único que iban a hacer era decirme que volviera, que aguantara, que le perdonara. Mis padres adoraban a Javier, al igual que todos, menos Clara. Siempre tenía que hacer lo que él quisiera, tenía que mantenerlo contento para que no se fuera, aunque eso significara poner en riesgo mi salud mental. Creo que es evidente porque nuestra relación brilla por su ausencia. Pero, evidentemente, no les iba a cerrar la puerta en la cara.
Me duché y me arreglé para la visita inesperada de mis padres. Antes de que llegaran limpié la casa. Mis padres también solían juzgar qué tan bien estaba mi casa, sobre todo en cuanto a orden y limpieza. Así que no me quedó otra que pasar la siguiente hora limpiando y ordenando. Inmediatamente después de dejar la escoba en su sitio, sonó el timbre. Andé hasta la puerta y cuando la abrí ahí estaban ellos, perfectamente colocados, como dos muñecos de porcelana. Mi padre, vestido con su traje gris de rayas blancas, del mismo blanco perfecto que el de su camisa, con una corbata negra perfectamente colocada y los zapatos de vestir negros. Llevaba el pelo engominado hacia atrás, como siempre desde que tengo consciencia. A su izquierda estaba mi madre, con su abrigo de piel, real por supuesto, su falda de tubo granate, sus medias color carne y sus zapatos de tacón del mismo color que su falda. Llevaba el pelo en un perfecto recogido recién sacado de los años 30, también llevaba un millón de joyas en conjunto con su falda. Primero entró mi padre y seguido de él, mi madre, ambos sin decir ni una sola palabra. Continuaron en silencio mirando todo el piso, bueno, el poco piso que había, con esa mirada juzgadora tan suya. Cuando acabaron de revisarlo todo se sentaron en el sofá, no sin antes mi padre soltar un crítico suspiro y mi madre poner cara de asqueada. Me senté en el otro extremo del sofá para poder hablar, y en el mismo momento en el que posé mi cuerpo sobre el sofá, comenzó la conversación.
–No se puede caer tan bajo. Pero, enhorabuena, tú lo has conseguido –dijo mi padre con ese tono irónico y agresivo que siempre usaba cuando pensaba que me había equivocado–. Podrías estar en casa con tu marido, cumpliendo con tu deber, pero no, prefieres vivir en la miseria, en un piso de mierda digno de nadie. Hazte un favor a ti y a todos y vuelve a tu casa. Deja el drama y deja de ser tan egoísta como has sido siempre y piensa en los demás por un momento. Javier está en casa destrozado y te da igual. No entiendo cómo una mujer puede ser tan vil, tan cruel, tan ruín hacia la persona que se supone que ama.
No pude evitarlo, y se me empezaron a saltar las lágrimas. Fue como si todos esos malos recuerdos de mi infancia me dieran una bofetada en la cara. No era capaz de entender por qué mis padres, en este caso mi padre, podían tenerme tanto rencor y tanto odio por algo que no era mi culpa. Me hacían sentir pequeña, vulnerable, me hacían sentir como una niña pequeña otra vez, completamente indefensa.
–¡Aj! Por Dios deja de hacerte la víctima… –dijo mi madre, que seguía asqueada–. No entiendo cómo puedes vivir en esta pocilga… Hazle caso a tu padre por una vez y vuelve a casa…
–¿Por qué no sois capaces de entender el daño que me ha hecho Javier? –grité con rabia en la voz entre lágrimas–. Vuestra hija soy yo, no él. Deberíais estar de mi parte, deberíais estar apoyándome, deberíais odiarlo –expresé entre lágrimas.
–Deja de llorar –dijo mi padre, cortante y frío. Se levantó del sofá, tieso como un muñeco, mientras se arreglaba el traje–. Tienes tres días para volver a tu casa, o no te molestes en volver a llamar.
–Es por tu bien, querida… –dijo mi madre, al mismo tiempo que se levantaba del brazo de mi padre.
Mis padres se dirigieron a la puerta y salieron dando un portazo. Me quedé sentada en el sofá, rota, llorando a lágrima tendida. Para empezar, seguía sin ser capaz de entender cómo mis padres parecían odiarme tanto. No comprendía por qué no podían estar de mi parte, por qué no podían apoyarme a mí en vez de a Javier. Se supone que, como padres, cuando alguien me hace daño deberían odiarlo, pero parecía que con ellos las normas funcionaban de otra manera. Yo era la culpable de todos los males, y los demás solo eran las víctimas de mis manipulaciones. Por otra parte, estaba confusa y dolida por el ultimátum que me acababan de dar. Para ser sincera, que mis padres no me volvieran a hablar no sonaba tan mal, eran fríos y calculadores, incapaces de mostrar hasta el más mínimo cariño. Pero seguían siendo mis padres, y el hecho de que me estuvieran diciendo a la cara que no querían tener una relación conmigo si no estaba con Javier, dolía bastante.
Me levanté para ir al baño, con la cabeza llena de malos pensamientos, para poder lavarme la cara y despejar mi cara de lágrimas. No podía parar de llorar, estaba completamente inconsolable. El rechazo de mis padres era lo que más me preocupaba y seguía sin comprender. Me acabé de lavar la cara y me arreglé el maquillaje. Odio admitir que mis padres consiguieron su propósito. Agarré el abrigo, mi bolso y me metí en el coche. Empecé a conducir pensando en qué era exactamente lo que iba a hacer. Aún no lo tenía claro, sabía que quería hacer algo para conseguir que Javier y yo volviéramos. En el fondo lo único que quería era complacer a mis padres, aunque eso significara mi propio sufrimiento. Me quedé en la puerta pensando seriamente qué era lo que le iba a decir a Javier. No podía simplemente plantarme en su cara y decirle que teníamos que volver porque temía a mis padres, era demasiado cruel. Después de darle un par de vueltas decidí aceptar su idea de ir a terapia, por lo menos así mis padres podrían ver que lo estaba intentando. Dí tres golpes en la puerta con la esperanza de que él estuviese en casa y me abriera. En efecto, Javier abrió la puerta apenas unos segundos después de haber llamado. Se quedó en completo silencio en la puerta mientras yo entraba. Una vez entré y saludé a Max, él cerró la puerta, se giró y me preguntó “¿Qué haces aquí?”.
– Creo que estoy lista –dije yo con voz decidida–. Deberíamos probar lo de la terapia, deberíamos al menos intentar salvar esto.
–Me alegro –dijo Javier con esperanza en los ojos.
El jueves de la semana siguiente Javier y yo tuvimos nuestra primera, y no descarto última, sesión de terapia. Había sido una sesión emocional, sobre todo. Estaba confusa y no acababa de procesar todo lo que se había dicho y lo que no. La terapeuta nos había mandado como tarea hablar sinceramente de nuestros sentimientos acerca de todo lo ocurrido. Salimos de la consulta y nos acercamos a una de las cafeterías del barrio para poder hablar. Era un pequeño local agradable, de tonos cálidos. Estaban poniendo en los altavoces una música caribeña muy agradable. Era un muy buen ambiente
–No sé ni por dónde empezar –dije yo entre risas nerviosas por la incomodidad de la situación.
Javier se quedó mirándome con los ojos como platos, sin pestañear, sin mostrar ni un ápice de emoción en su cuerpo.
–¿Por dónde quieres empezar? –repetí, aún nerviosa y confundida por su reacción.
–No sé. Por donde tú quieras.
Me quedé mirándolo, anonadada. Es como si de un momento a otro hubiera perdido cualquier deseo de reconciliación. De un momento a otro comenzó a evitar mi mirada como si de la peste se tratara. Mi confusión aumentaba por momentos, realmente no entendía qué le había pasado.
–¿Estás bien? –hice una corta pausa para ver si había cualquier tipo de reacción en su cuerpo–. ¿Por qué estás tan frío de repente?
–¿De verdad quieres saberlo?
–¡Claro! Estoy intentando hacer un esfuerzo para arreglar esto y tú de repente te cierras en banda. Creo que lo mínimo que merezco es una explicación.
–Olvídalo. No quiero hablar del tema. –expresó él de forma cortante y borde en un suspiro que semejaba hartura.
–¡No! No pienso olvidarlo. Y por supuesto que vamos a hablar del tema. No puedes rogarme durante dos semanas que hagamos el intento de arreglar esto para luego ignorarme y aún por encima actuar como si fuera una molestia.
En el momento en el que pronuncié la última palabra Javier, con una expresión de furia en su rostro, dio un golpe en la mesa que provocó que todo ser humano presente en esa cafetería se girase a mirarnos. Se llevó las manos a la cabeza y esperó unos segundos para volver a hablar.
–Lo siento, eso era innecesario. –Hizo otra breve pausa antes de continuar–. No tienes ni idea de lo duele lo que has dicho en esa sala.
–¿Qué es eso tan horrible que he dicho?
–Que solo estés haciendo esto por tus padres. ¿Acaso tienes alguna intención de arreglarlo? ¿O solo sientes la necesidad de hacerlo por la aprobación de tus padres?
Me quedé completamente estática. No sabía qué responder, sobre todo no quería decirle la verdad, menos todavía afrontarla yo misma. Titubeé un poco sin saber qué decir mientras él me miraba esperando una respuesta que no tenía.
–Lo que me esperaba… Es mejor que dejemos este despropósito y volvamos a nuestras casas.
Comenzó a recoger sus cosas rápidamente. Dejó un par de monedas en la mesa y se dirigió hacia la puerta. De repente una ola de realidad me dio en la cara, me levanté y fui tras él.
–¡Javier, espera! –dije hasta que lo alcancé. Lo agarré del brazo y lo giré para que me mirara–. No es solo eso. Claro que quiero arreglarlo. La verdad no estaba preparada, y solo acepté la terapia tan pronto por presión de mis padres. Lo siento si te ha ofendido, pero tienes que admitir que tú eres la persona menos indicada para indignarse.
–Puede que no. Pero eso tampoco te da el derecho de hacerme daño. ¿Sabes? A veces eres demasiado egoísta. Te sumerges en tus sentimientos e ignoras los de los demás. Igual deberías trabajar en eso
–¡No tienes derecho a decirme algo así! –dije gritando, entre lágrimas. – ¿En serio después de todo lo que has hecho te crees con el derecho de hablarme así? El único egoísta aquí eres tú, el único que no ha pensado en los sentimientos de los demás eres tú, y el único que tiene que tiene que trabajar en su falta de altruismo eres tú.
–Hasta mañana, Laia.
Javier se fue lentamente hasta su coche. Yo me quedé ahí, quieta observando cómo se iba alejando. Me fui andando con calma hasta uno de los bancos del parque que había enfrente de la consulta. Me senté en uno de ellos y comencé a reflexionar sobre todo lo que me acababa de decir. Me sentía dolida por todo lo que me había dicho. No creía que hubiera sido egoísta, pero igual tenía razón. Igual me enfoqué demasiado en mí y en cómo estaba afectando su infidelidad a mi vida, igual no había tenido en cuenta cómo nuestra pelea estaba afectando a las personas de nuestro círculo. Tal vez también había sido demasiado brusca con él, puede que hubiera sido mejor no mencionar lo de mis padres para evitar más conflictos. Todo un mar de hipótesis que explorar…
Me quedé sentada en el banco. Se había hecho bastante de noche. Apenas se podía ver más allá de unos pocos metros. Las farolas tenían una leve luz amarillenta que no otorgaba visión alguna. Hacía frío, bastante frío, y solo llevaba puesta una fina chaqueta de hilo rosado que no abrigaba lo más mínimo. Estaba sola en lo que parecía un abismo de oscuridad del que nunca saldría. El paisaje que tenía ante mis ojos no me parecía más que una vulgar metáfora de mi vida en esos momentos. Un callejón oscuro y frío que no parecía tener fin. Un bucle infinito de infortunios que no parecía acabar nunca. Y ahí estaba yo, en mitad de la oscuridad, en un parque cualquiera de una ciudad cualquiera, con el corazón roto y un sentimiento de engaño que no parecía querer desaparecer. Inconscientemente comencé a llorar. Tenía derecho, ¿no?. Mi vida se estaba desmoronando por partes. Mi corazón y mi cabeza eran incapaces de perdonar la infamia que mi marido había cometido hacia mi persona. Iba a perder la relación cualquiera que tuviera con mis padres porque era incapaz de ignorar mis sentimientos e involucrarme de nuevo en una compleja vida de miseria. Mi mejor amiga, y único apoyo, se había marchado a otro país por motivos laborales. Estaba sola. Estaba melancólica. Era incapaz de tomar las riendas de mi propia existencia y odiaba ese sentimiento. El sentimiento que llega cuando ves que tu vida descarrila y tú no puedes hacer nada por evitarlo.
Me sonó una notificación en el móvil. Era él, otra vez. Probablemente intentando pedir disculpas por lo acontecido anteriormente. Simplemente rodé mis ojos al verlo. Era como si no se cansase de suplicar y de rogar. Estaba harta de todo el daño que me estaba haciendo, pero no podía dejarlo. Había algo dentro de mí que me impedía dar el paso necesario para pasar página. Por mi propio bien, sin leer el mensaje, abrí mis contactos y lo bloqueé. Suspiré nerviosamente después de hacerlo, ni siquiera estaba segura de lo que hacía. Estaba emocional y vulnerable, no era el estado adecuado en el que tomar decisiones. Pero aún así lo hice, y sentí como si un gran peso se hubiera quitado de mis hombros.
Observé cuidadosamente cómo los árboles se movían a favor del viento mientras pensaba en todo lo que había pasado aquel día. Una ola de sentimientos me estaba sobrepasando y no tenía ni idea de cómo reaccionar ante ello.
Chapter 5: Cuidado con la tristeza, es un vicio.
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Me desperté al día siguiente por la mañana completamente rota y dolida. Abrí los ojos y miré a mi alrededor intentando despertarme del todo. Observé abajo, a las sábanas, su tacto se me hacía familiar, pero no se sentían como las de mi cama. Confundida fui hasta el interruptor para encender la luz, pero cuando llegué a la pared, no había nada. Entré en pánico. No tenía ni idea de dónde estaba, hasta que me choqué con una butaca. Estaba en mi casa, bueno, ya no era mi casa. Después de eso encontré rápidamente el interruptor. De repente toda la habitación quedó iluminada por completo. Subí las persianas mientras intentaba comprender qué hacía ahí. Me miré en el espejo, aún tenía la ropa del día anterior, mi chaqueta rosa y mis vaqueros. Me dirigí hasta la puerta de la habitación para ver si era capaz de sacarle una respuesta sobre lo ocurrido a Javier. Llegué hasta la cocina, y ahí estaba él, cocinando lo que fuera. Me quedé quieta en el pasillo mirándolo con furia. En algún momento se dio cuenta de mi presencia y se giró lentamente mirándome como si de un fantasma se tratase.
–¿Me puedes explicar qué hago aquí? –dije entre dientes por la rabia.
–Bueno. Ayer por la noche volví al parque, ya sabes, después de la pelea, para ver si seguías allí. Estabas en el banco dormida, tenías los ojos rojos y bastante hinchados. Intenté despertarte pero no lo conseguí. Así que te traje a casa…
Inconscientemente se me abrió la boca. Estaba agradecida y a decir verdad, también me sentía algo halagada.
–Gracias… –dije dudando y aún algo sorprendida.
–Quería pedirte perdón. Todo lo que dije ayer estuvo completamente fuera de lugar. Me di cuenta de que no estaba enfadado contigo, sino conmigo. Por todo lo que te hice, es injusto y realmente lo siento muchísimo.
–Gracias –repetí, esta vez más decidida–. Por lo menos admites tus errores.
–Ya, la verdad es que me he comportado fatal estos últimos días. Si no te importa… Me gustaría retomar la conversación de la cafetería, pero esta vez bien, sin comentarios infantiles fuera de lugar. –dijo acabando la frase con una risa nerviosa.
–Está bien.
Me senté en uno de los taburetes de la isla de la cocina y Max se sentó en mi regazo. Javier dejó de hacer lo que estuviese haciendo y se sentó en el taburete de al lado. Nos miramos durante unos segundos, esperando a que hablara el otro. “Bueno”, dijimos ambos a la vez, seguido de unas pequeñas carcajadas.
–Creo que después de lo de ayer lo más apropiado es que empieces tú –dijo Javier en un tono de voz calmado.
–Bien… pues… eh… –titubeé mientras buscaba las palabras adecuadas para lo que quería expresar. – Sinceramente creo que no eres consciente del todo de hasta qué punto me has hecho daño.
–Lo entiendo. Y también entiendo que nunca seré capaz de entender todo el dolor que has estado sufriendo estas semanas. Pero también quiero que sepas que me arrepiento, me arrepentí en el momento en el que pasó y me arrepentiré toda la vida de todo el daño que te he hecho.
Escuchar esas palabras salir de su boca, aunque lo haya estado repitiendo durante semanas, siempre conseguía sanar algo dentro de mí. Que alguien reconozca todo el dolor y sufrimiento que te ha causado puede llegar a crear una especie de tirita en las grietas de un corazón roto. Me emocionaba estar haciendo tanto progreso, eso significaba que podríamos llegar a superar esto, tal vez algún día, al fin y al cabo, soñar es gratis.
–Quería, de verdad, volver a pedir disculpas –continuó Javier.
–No hace falta que te disculpes tanto…
–Es lo mínimo –dijo al mismo tiempo que soltaba una pequeña risa.
–Gracias, de verdad significa mucho. También quería aclarar algo –continué tras una breve pausa–. Mis padres no son mi única razón para estar haciendo esto. De verdad creo que podríamos superarlo si hacemos las cosas bien. Así que a partir de ahora no más peleas estúpidas. ¿Prometido?
–Prometido –contestó con una gran sonrisa en la cara.
–Bien, pues igual deberíamos hablar de qué hemos sentido estas últimas semanas.
–Siento culpabilidad. Me siento culpable y no sé cómo arreglarlo ni qué hacer para ayudarte a perdonarme. Lo último que quiero es perderte.
–Entiendo tu punto de vista, pero entiende tú el mío. Para mí la infidelidad siempre ha sido un motivo de ruptura, el simple hecho de que aún sigamos así solo demuestra mis sentimientos hacia ti. Verdaderamente creo que la única manera de que yo pueda perdonarte es tiempo. Y te repito lo dicho anteriormente, el tiempo lo cura todo y no creo que esto sea una excepción.
–Lo entiendo. Y, cambiando un poco de tema –dijo con la mirada perdida, evitando el contacto visual por completo, mientras yo intentaba seguir su mirada con la cabeza–, ¿qué tal en el nuevo piso? ¿Te acostumbras?
–Se siente vacío y sin vida, la verdad. Hay muchos detalles que se echan de menos.
De un momento a otro todo se quedó en silencio. Nos quedamos mirándonos a los ojos profundamente mientras nuestras pupilas se iban dilatando cada vez más. Javier se comenzó a acercar cada vez más. Ya estaba casi a escasos centímetros de mí cuando comenzó a inclinar la cabeza. En cuanto caí en cuenta de lo que estaba pasando me retraje, algo que él también hizo en el momento en el que vio mi reacción. Soltó un leve “perdón” que apenas se escuchó.
–Tal vez… –dije susurrando con nuestras caras aún demasiado cerca la una de la otra.– Deberíamos hablar de esto.
–Ujum… ¿Hablar de qué, exactamente? –dijo Javier ignorando por completo el hecho de que hace apenas una semana nos habíamos besado en el sofá, y que casi vuelve a pasar ahora.
–¿De lo evidente? –dije yo con tono de duda– Ya sé que pedí perdón por darte falsas esperanzas y pensaba que de alguna forma ya habíamos dejado esto atrás, pero se ve que no. Necesitamos distancia, de verdad, es lo mejor para todos. Haciendo esto solo nos hacemos más daño y volvemos atrás en el tiempo.
–Comprendo… –dijo con una expresión triste en el rostro mientras me miraba con ojos de perrito triste.
–Por favor no me mires así…
Nos quedamos mirándonos fijamente a los ojos otra vez, hasta que dije “Debo irme”. Recogí mis cosas de la habitación, no antes de ir al baño a arreglarme un poco. También aproveché para llevarme algunas cosas que había dejado allí. Me despedí de Javier y de Max, me aproximé a la puerta y me fui.
Llegué a mi casa un par de horas después. Fue un camino largo y tedioso al no poder ir en mi propio coche y tener que usar el transporte público. Me saqué los zapatos y me metí en la ducha.
Me preparé lo más rápido que pude para llegar a tiempo al trabajo a pesar de mis ínfimas ganas de ir.
Cada vez sentía menos energías, sobre todo cuando se trataba de mi vida laboral. Ir al trabajo y completar mis tareas era cada vez más tedioso. Me seguía sintiendo atrapada en una rutina sin sentido que no iba a ningún lado. Ansiaba un cambio, una forma nueva de vida, y además, a medida que iban pasando los días sentía cómo mi jefe me tenía más en el punto de mira que el anterior. Tenía un raro presentimiento al respecto que intentaba ignorar, por mi propio bien. Necesitaba el trabajo para poder pagar el alquiler, así que de momento no podía permitirme dejarlo o provocar que me echasen.
Volví del trabajo e inmediatamente me puse el pijama y me tiré en la cama exhausta. Habían pasado demasiadas cosas, y había demasiado que necesitaba contarlr a alguien, y sabía perfectamente a quien. Miré el reloj y decidí que no era muy tarde. Así que cogí el teléfono y marqué el contacto de Clara.
–¡Eh! Mira quién llama por fin. –dijo Clara con demasiada emoción en la voz.
–Fíjate… ¿Qué tal por Suiza?
–Genial. Una semana llevo aquí y ya han caído dos, un suizo y un noruego. ¿Qué tal tú con El Demonio?
–Que no lo llames así. Pero bueno, regular, han pasado varias cosas…
–Pues supongo que no me queda otra que escuchar…
Le conté a Clara todo lo que había pasado esa última semana. Desde que le pregunté a Javier los detalles hasta el día de ayer. Estuvo escuchando atenta sin decir ni una palabra durante casi media hora.
– Y luego volví a casa. Y ya estaría, creo que lo he cubierto todo.
– Ehh… –tardó un rato en contestar, se le notaba en la voz que estaba algo anonadada. – ¿Se puede saber qué haces?
-¿A qué te refieres? –dije yo completamente confusa.
–¿Vas a volver con él? ¿En serio? –dijo Clara con tono de asco.
–No lo sé, bueno, probablemente. –admití yo con culpa
–Tienes que estar de coña, o sea: te pone los cuernos con la zorra de la Lucía, decide que tu petición de espacio no es lo suficientemente importante, y se la salta; le va de llorón a tus padres, los cuales deciden darte un ultimátum y prácticamente te obligan a ir a terapia con él, para que luego el imbécil te llame de todo y literalmente te secuestre. Y después de todo esto, ¿en serio me dices que quieres volver con él?
–Vale, si lo dices así suena fatal.
–Suena fatal, porque lo es. Quiérete un poco y contacta a un abogado de divorcios.
–Déjalo ya. La cuestión es que no sé qué hacer. Estoy demasiado confundida.
–Pues no veo la confusión, la verdad.
–¡Clara no me estás ayudando! –dije yo en tono desesperación por lo poco productiva que estaba siendo la conversación.
–No sé qué quieres que te diga. Yo lo veo muy claro. La única que tiene dudas eres tú. Si quieres volver, vuelve, pero luego no me vengas llorando porque te los volvió a poner.
–A veces me deprime hablar contigo –dije ya desesperada del todo.
–El sentimiento es mutuo. –Pude imaginarme a Clara diciéndolo mientras guiñaba un ojo.
–Que sí, que vale.
–Cada vez que tengas ganas de volver, acuérdate de mi cara y de lo que te haré cuando te vea.
Me tomé un minuto de silencio mientras rodaba mis ojos e ignoraban la pésima actitud de Clara. No me gustaba la forma en la que hablaba de él, pero no podía evitar sentir dudas cuando me decía esas cosas. ¿y si tenía razón? Clara no acostumbraba a equivocarse, menos cuando se trataba de personas. Tenía que quitarmela de la cabeza. Tenía que actuar según mis instintos y mi propia lógica y sentimientos, no podía permitir que personas ajenas controlasen mis acciones. De repente sonó en mi móvil una notificación de Whatsapp. Era un mensaje de nuestra terapeuta que decía: “Se ha agendado una nueva sesión para el próximo martes. ¡Estoy deseando veros! Buenas tardes y perdón por las molestias”. ¡¿Perdón!? En qué momento este hombre se había creído con el derecho de agendar cualquier cosa en mi nombre. Salí inmediatamente de la aplicación y marqué el número de Javier en el teléfono fijo. Dio tres tonos antes de sonar el contestador de voz. Estaba furiosa, cómo podía tener la audacia, no lo entendía. Volví a la llamada con Clara. Necesitaba urgentemente compartir mi ira con alguien, a pesar de parecer pesada, ya que le acababa de colgar.
–¿¡Te lo puedes creer?! –dije prácticamente gritando.
–¿Ahora qué? –dijo Clara algo irritada.
–¡El cabronazo ha pedido cita a la psicóloga sin preguntar antes! –dije yo prácticamente gritando.
–Es coña, ¿no?
–¡No!
–¿Te acuerdas de mi primo el de Cuenca? El que nunca se calla en las comidas familiares, ¿sabes? Bueno, pues es abogado. Así que, cuando quieras le paso tu número. Y se acabó el problema.
–No quiero el número de ningún primo tuyo –dije con desesperación en la voz.
–Es alto, universitario y bastante imbécil. A mí me parece tu tipo.
–Vete a la mierda. –Pude escuchar como Clara se reía a través del telefóno–. ¿Qué hago? ¿Lo mato?
–Vale, ahora en serio. Habla con él y cágate en sus muertos. Realmente necesita un golpe de realidad.
–Creo que esta vez te tomaré la palabra.
Me despedí de Clara y apagué el teléfono, no sin antes intentar de nuevo llamar a Javier, el cual seguía sin responder. Tenía toda la intención de plantarme otra vez en su casa y llamarlo por todos los nombres del diccionario. Pero al final me decidí en contra de eso. La verdad no quería ni verle la cara, me producía náuseas solo pensarlo. La audacia de los hombres nunca dejará de sorprenderme.
Simplemente me calenté algo de comida y me senté en el sofá a ver novelas turcas. Al final tomé la decisión de dejar que el río siguiera su curso. Iría a la sesión como si no me molestara y dejaría que todo cayese por su propio peso. Era la mejor decisión que podía tomar, enfadarme no servía de nada, gritarle no servía de nada. Por lo menos no servía de nada cuando podía dejar que el karma siguiese su camino.
Llegué a casa más tarde de lo normal. La sesión con Javier se había basado en él haciéndose la víctima y yo mirándolo con cara de asco. Solo se había hablado de lo mucho que se arrepentía, de que fue solo un error, de lo mucho que le dolía estar separados, de cómo había hecho todo lo posible por arreglar las cosas, y por supuesto, de cómo yo tenía que aprender a perdonar. La sesión no sirvió para nada más que cabrearme y aumentar mi instinto asesino. Justo cuando pensaba que ya estábamos más cerca de la reconciliación viene él a demostrarme lo contrario. Pensé por un momento en renegar del género masculino y meterme a monja, en mi mente no sonaba tan descabellado. Al final me tiré en la cama como un calamar intentando comprender el sentido de todo.
Ya había aceptado el hecho de que jamás iba a volver a hablar con mis padres, a estas alturas tampoco me importaba mucho. En estos momentos solo me importaba conservar mi trabajo. Y esta misión se estaba complicando cada vez más y más.
Rodé en la cama hasta estar acostada en mi abdomen. Abrí el móvil para matar el tiempo viendo algo de TikTok. Mientras estaba viendo un video interesante me saltó una notificación de Whatsapp. Era un número desconocido. Me esperaba uno de esos mensajes que mandan las empresas falsas para que caigas en la estafa, pero no. Al parecer era de Javier, al que todavía tenía bloqueado, desde un número distinto. “Hola. Sé que probablemente no querrás hablar conmigo, pero tenía que intentarlo. ¿Podemos vernos? Sin ningún compromiso.” No quería hablar con él, ni por mensaje ni por llamada ni en persona. Estaba claro que este hombre no era capaz de entender las palabras básicas de la lengua española. ¿Mi respuesta? Otro bloqueo. Era necesario, sobre todo por mi salud mental, más que nada.
Me levanté de la cama y me hice un sándwich que me comí mientras veía mi novela turca. Estaba gozando las migajas de mi libertad cuando alguien petó a la puerta. Me levanté del sofá a desgana y abrí la puerta. Para sorpresa de absolutamente nadie, era Javier.
–¿Qué? –dije yo, irritada
–Quería hablar contigo. –me dijo casi susurrando
–Pues yo contigo no.
–Venga… no tienes por qué ser borde.
–¿No? –dije en tono de ironía
–Por favor… –le hice un gesto con las manos indicándole que continuara– No entiendo por qué estás enfadada conmigo.
–No sé, tal vez por tomarte una libertad que no te corresponde.
–¡No te entiendo! –dijo prácticamente estallando
–¿Por qué te crees con el derecho de agendar una sesión con una psicóloga sin preguntar antes? Y lo peor no es eso. Lo peor es hacerte la víctima.
–¿Entiendes que la terapia es para los dos? Para que los dos expresemos cómo nos sentimos y cómo nos ha afectado esto. No solo a ti.
–No han pasado ni tres horas y ya te has olvidado del Tienes que aprender a perdonar .
–Igual deberías.
–¡No! – dije gritando– No debería. El error lo has cometido tú, eres el único que tiene que hacer un esfuerzo por enmendarlo.
–De hecho, soy el único que lo está haciendo.
Me quedé en completo silencio con la boca abierta. No podía creerme la burrada que acababa de soltar por la boca. Definitivamente esa era la gota que reboso el vaso. Arreglé mi postura y muy digna le cerré la puerta en la cara. Estaba harta, en mayúsculas, de la actitud de este hombre. Se supone que quería arreglar las cosas y no hacía otra cosa que meter la pata. Era superior a mí y demasiado bizarro para ser verdad.
Javier comenzó a golpear la puerta mientras gritaba mi nombre. A medida que iba subiendo el volumen de su voz, yo subía el volumen de la telenovela. Al cabo de un minuto se cansó y parecía que se había ido. Toda la escena me pareció completamente surrealista. Se estaba comportando como un niño pequeño e inmaduro. Y por fin en ese día, por un plácido momento pude respirar paz en el ambiente.
Me levanté a la mañana siguiente, aún algo aturdida por todo lo que había pasado el día anterior. Me vestí y me preparé para ir al trabajo como cualquier otro día. Mientras me preparaba intentaba pensar en alguna forma de arreglar la pataleta de ayer. Si bien él se había comportado como un necio, yo tampoco es que hubiera sido muy adulta. Había sido demasiado borde y sentía que necesitaba disculparme. Me subí al coche y llegué a la oficina. Cuando entré por la puerta todo el mundo se me quedó mirando en silencio mientras uno de los trabajadores de Recursos Humanos estaba esperándome justo en la entrada.
–Buenos días. ¿Podrías seguirme por favor?
Me quedé completamente en silencio mientras seguía al hombre a través de un montón de oficinas. Sentía el miedo por todo mi cuerpo. Solo había dos posibilidades: que me despidieran o que hubieran denunciado. No me apetecía que me denunciaran, y además no tenía el dinero para recurrirla o tan siquiera consultarla con un abogado. Por otra parte estaba mi despido, lo cual tampoco era idóneo. El solo hecho de pensar que igual acabaría viviendo en la calle, o peor, volviendo por la fuerza a casa, me producía náuseas. Seguimos por el pasillo hasta llegar a la oficina del fondo. El señor abrió la puerta y detrás entré yo, esperándome lo peor.

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