Actions

Work Header

El fin de un Hanyou

Summary:

Inuyasha está viviendo sus últimos momentos en la Tierra, y Sesshomaru lo ayuda a llegar a su lugar final de descanso. Bajo el Goshinboku, Sesshomaru e Inuyasha comparten algunos recuerdos del pasado juntos antes del último aliento del hanyou y la posterior reunión con sus seres queridos. (SPANISH VERSION)

Notes:

Hola fandom de Inuyasha!! Llevo ya mucho tiempo leyendo fanfics de la serie en este lugar y por fin me he animado a subir uno! No es la primera vez que escribo, pero sí la primera vez que lo hago sobre esta serie, así que estoy muy contenta. Espero de verdad que os guste mucho!

A propósito, subiré todos los fanfics que haga en inglés y en castellano.
Gracias por leer! <3

Work Text:

Las nubes cubrían el cielo de forma muy sutil, dejando entrever el distante titilo de las estrellas y el leve destello de la Luna, la cual iba lentamente perdiendo su forma hacia la oscuridad más profunda. En un par de noches, sería Luna Nueva, pensó el demonio que volaba entre las esponjosas nubes, mirando al horizonte mientras permitía que la suave brisa que lo empujaba peinara sus largos cabellos argentados. Una extraña calma invadía el ambiente, la quietud gobernando las calles de aquella ciudad que los humanos habían pasado a llamar Tokio varios siglos antes, algo extraño siendo ésta una de las más grandes metrópolis existente. Cuando normalmente se oirían los pasos de las personas, sus voces, el ruido de los automóviles, de una ciudad viva, esa noche parecía que el tiempo se hubiera detenido para los habitantes de ese lugar, en una madrugada un tanto atípica que acompañaba la pesadumbre de la situación que el demonio tenía entre manos.

Sesshomaru ladeó su rostro en busca de la persona que yacía en su mokomoko, prácticamente falta de vitalidad y sin fuerzas para poder desplazarse por él mismo. El gran demonio suspiró dentro de sí, manteniendo su siempre impasible expresión, mas sin duda intentando procesar esa sensación de angustia que tantas veces había padecido, pero que jamás pensó llegar a experimentar con la persona que estaba cargando. Los ambarinos ojos del demonio analizaron las ancianas manos del hanyou, sujetadas a la piel de su estola con ayuda de sus desgastadas garras, las mismas que tantas veces habían intentado arrebatarle la vida en tiempos muy antiguos para ambos. Un escueto suspiro procedente del anciano alarmó a Sesshomaru, apretando los dientes al darse cuenta que debía darse prisa. Quería cumplir la última voluntad de ese hombre con el que tantas riñas tuvo, peleas a muerte que prácticamente lo dejaron inválido, pero que con el tiempo acabó considerando como una extraña muestra del afecto que tenían ambos en su singular relación.

Su hermano se estaba muriendo. Y no podía permitir que lo hiciera en un lugar cualquiera.

Aceleró el paso de su vuelo, no sin antes advertir a Inuyasha que agarrase bien su estola para no caer y morir antes de lo previsto, a lo que el medio demonio respondió con su usual “keh”. Ni siquiera en su lecho de muerte iba a permitir que su hermano mayor le diese órdenes. Tampoco quería admitir que prácticamente no tenía fuerzas para aferrarse al tupido tejido, porque, aunque estuviese moribundo, quería perecer aparentando tener la misma fuerza que tenía hace 500 años. No quería parecer débil a ojos de su hermano tras todo el esfuerzo que había supuesto que Sesshomaru lo aceptara como un igual. No en sus últimos momentos de vida.

El hanyou miraba las pocas estrellas en el firmamento, sonriendo de forma lastimera para sí. Desde que su querida esposa murió, no hacía más que recordarla mirando los pequeños puntos que sobre sí titilaban. Ella siempre insistía que en la época Sengoku se veían muchísimo mejor que no en el presente, sus ojos brillando con emoción cada vez que reconocía una constelación o veía estrellas fugaces caer encima suyo. Una vez más, la melancolía penetró en el cuerpo de Inuyasha, mas fue un momento muy escueto, porque antes de que se diera cuenta, su hermano Sesshomaru había comenzado a descender lentamente, procurando no hacer movimientos demasiado bruscos. Los oscurecidos ojos de Inuyasha observaron la pequeña colina que se alzaba debajo de ellos, reconociendo los arcos shintoistas que coronaban la larga escalinata erigida hacia el templo en el que tantas veces había estado. El árbol que buscaban estaba ya cerca de ellos, podían incluso oír como su follaje se movía gracias al viento que Sesshomaru había levantado al pasar por encima. En breves momentos, el mayor de los hermanos se había desatado la estola de su hombro y la había colocado entre las raíces de Goshinboku que sobresalían del suelo, depositando a su hermano sobre ella con la mayor delicadeza posible. Inuyasha no pudo evitar soltar un quejido involuntario ante la falta repentina de movimiento, suspirando con tristeza al verse en el espacio que había elegido como su último lugar de descanso.

– Kagome – susurró el anciano, agarrándose el suikan por encima de su corazón lo más fuerte que pudo – he llegado a tiempo.

– Se hace extraño estar frente este árbol después de tanto tiempo – murmuró Sesshomaru, rozando con la yema de sus dedos el tronco del Goshinboku, recordando amargamente el tiempo que pasó cerca de él, mirando de proteger de cualquier manera posible a su querida esposa Rin, quien estuvo encerrada en su interior por varias décadas antes de fallecer por tercera y última vez. Cerró sus ojos y apoyó la palma de su mano encima del árbol, provocando que una intensa aura blanca saliera de él y rodeara el perímetro donde se encontraban, creando una barrera mágica que impediría el paso de cualquiera que osara aproximarse. El santuario que había al lado hacía años que había quedado abandonado, pero el demonio no quería arriesgarse a que cualquier humano entrometido se acercase al lecho de muerte de su hermano.

Inuyasha agradeció con un breve gesto de cabeza y volvió a mirar al cielo. Su respiración era cada vez más pausada, y el frío comenzaba a introducirse dentro de su habitualmente cálida piel. Sesshomaru se sentó al lado del hanyou, percibiendo que su aura demoníaca iba disminuyendo cada vez más a medida que pasaba el tiempo. Observó el rostro envejecido de su hermano, la faz que en sus mejores días se mostraba fruncida y pronunciada con gestos airados, ahora se mostraba relajada y distendida. Sus arrugadas manos se cerraban encima del collar de sometimiento que el hanyou había guardado con recelo durante tantos siglos, a pesar de que su mujer se lo había quitado mucho tiempo atrás y había insistido en tirarlo. Era uno de los pocos objetos que Inuyasha poseía, una de las pocas pertenencias que le recordaban a Kagome y la historia que vivió junto a ella. Se negaba en rotundo a deshacerse de algo tan preciado para él.

Sesshomaru depositó una mano encima de las de su hermano, el contraste de la tersa piel exagerado contra las manos de Inuyasha. Por más tiempo que pasara, el demonio no había envejecido ni un ápice, conservando la belleza juvenil y ciertamente andrógina que siempre le había caracterizado. Su piel nunca se arrugaría como la de Inuyasha, ni sus ojos se oscurecerían tanto como los de él. Al ser un demonio completo, tenía el don de conservar su juventud, y permanecería con el mismo porte hasta el día que le tocase partir de este mundo. – Pronto estarás con ella de nuevo, hermano – susurró, su voz tornándose oscura y lúgubre.

Inuyasha asintió, sintiéndose casi deseoso de partir hacia el más allá con su querida mujer. La misma que dejó todo su mundo atrás para estar con él. La misma que sacrificó el confort que le ofrecía el tiempo en el que nació, para pasar la vida a su lado en una época llena de conflictos y peligros. Recordó con dulzura el negro cabello que caía en forma de cascada por su fina espalda, los ojos castaños que con tanto amor le habían observado, la sonrisa que logró derribar todos y cada uno de los muros que había puesto alrededor de sí para evitar ser traicionado nuevamente por los humanos. Kagome había conseguido cambiarlo de modo que jamás hubo pensado que podría pasar. Le permitió confiar de nuevo en el ser humano, pensar que podía ser amado, deseado, querido, incluso que era digno de tener su propia familia. Con ella tuvo su primer hogar, su primera vez, y su primera hija, una de tantas que acabaron llegando con el tiempo. Con ella sintió emociones que creyó olvidadas dentro de sí. Vivió como el hombre más feliz del mundo durante los 104 años que la muchacha consiguió existir, gracias a la alargada esperanza de vida que tenía la gente de su tiempo.

Sin embargo, todo mortal tiene su tiempo en este mundo, y el de Kagome llegó a su fin más pronto de lo que Inuyasha quería. Si por él fuera, hubiese dado parte de su existencia para que ella pudiese sobrevivir varias décadas más a su lado. La despedida fue uno de los momentos más duros de la vida del hanyou, permitiéndose expresar el inmenso dolor que sentía al ver a su alma gemela partir de este mundo en forma de lágrimas, sin importar el hecho de haber estado rodeado por todas sus hijas, sus nietos y sus bisnietos. Lloró como jamás había hecho antes, ni siquiera por su madre o por Kikyo, y no dejó de hacerlo hasta por lo menos tres años después del fallecimiento de Kagome. En ese momento, delante del Goshinboku, ante el lugar de descanso de su querida esposa, juró que intentaría buscar la paz consigo mismo antes de partir con ella hacia el más allá.

Sin más, Inuyasha desapareció de la villa donde había pasado toda su vida. Se había jurado a sí mismo, igual que lo hizo con su esposa en su lecho de muerte, que no permitiría marchitarse en la tristeza. Voy a esperarte el tiempo que haga falta – hubo murmurado Kagome en su último aliento –y cuando venga a buscarte, quiero ver al hombre que siempre he amado, no una versión destrozada y hundida de ti mismo, Inuyasha. Esas palabras le habían marcado tanto que decidió seguir el consejo de su buen amigo Miroku y hallarse a sí mismo a través de la meditación y el peregrinaje. Así pues, Inuyasha inició un viaje de no retorno que abarcó todo el mundo durante más siglos de los que el propio hanyou pudo contar.

Había visto demasiadas muertes, sobrevivido a demasiadas guerras, presenciado tantos cambios políticos de las diferentes naciones del mundo que apenas podía seguir la cuenta. El mundo cambiaba demasiado deprisa para que él pudiese seguirlo. Se perdió a sí mismo mucho más que lo que ya estaba antes de marcharse de su aldea.

Sin embargo, un demonio hizo que volviese a encontrarse, que recordase quien era y de donde venía. Ese era, para su total sorpresa, su hermano Sesshomaru. Como él, Sesshomaru había perdido el amor de su vida, Rin, con la que tuvo dos preciosas hijas gemelas, mucho antes de lo que él hubiese esperado. Sesshomaru, que nunca antes se había dejado llevar por las emociones, perdió el sentido cuando su querida Rin desapareció del mundo, hasta el punto de entrar en un estado de letargo que duró por más de tres siglos. Cuando despertó, encontró el mundo totalmente revuelto en el caos, puesto que él no había estado para poner orden. Creyendo que había muerto, muchos demonios de gran calibre habían intentado hacerse con su territorio, el mismo por el que su padre Inu no Taisho había luchado grandes y arduas guerras. La sangre de yokai ardió en él, culpándose por haber permitido que sus sentimientos lo hubiesen dominado como si fuese un simple y detestable humano. Fue entonces cuando inició una masacre demoníaca sin precedentes que terminó con la mayor parte de seres malignos en Japón, consiguiendo que Sesshomaru recuperase el territorio que había perdido siglos atrás y logrando hacerse con muchas más tierras de las que su padre jamás gobernó.

El problema se dio cuando su sangre yokai se descontroló por completo, haciendo que no sólo perecieran demonios malvados con sed de sangre y de conquistas, sino también seres benignos e incluso humanos. Los fallecimientos supuestamente causados por grandes guerras como la Guerra Mundial fueron realmente formas de encubrir la matanza organizada por el gran demonio. Parecía que nadie pudiese detener a Sesshomaru, ni siquiera él mismo.

Inuyasha volvió a Japón en el momento más indicado. Fue el único capaz de pararle los pies a su hermano, en una cruenta batalla que duró cien días con sus respectivas noches. De todas las veces que ambos hermanos se habían enfrentado, sin duda esta vez era la más complicada para el hanyou, puesto que Sesshomaru se hallaba en medio de una espiral de poder demoníaco que ni él mismo era capaz de controlar. Hizo falta muchísima implicación por parte del lado yokai de Inuyasha, fuerza bruta y técnica con la espada, para derrotar a Sesshomaru, y no sin antes lograr que ambos prácticamente acabaran mutilados por el otro. En el último día de la batalla, ambas espadas que tantas veces se habían encontrado con anterioridad se rompieron en mil pedazos. Inuyasha, transformado en demonio, pero pudiendo controlarse a sí mismo tras varias jornadas luchando en el mismo estado, consiguió hundir sus garras en el cuerpo de Sesshomaru, y lo derribó al suelo, donde el gran demonio permaneció estático, prácticamente muerto, por más de una semana. Parecía el fin del gran Sesshomaru, tras varios meses de batalla épica, pero Inuyasha no pensaba consentir que su hermano muriera cuando sus últimos momentos de cordura se habían dado tres siglos atrás. Hizo todo lo que estuvo en su mano para lograr que su hermano volviese a ser el mismo yokai inexpresivo, petulante, refinado y egocéntrico de siempre.

– ¡Sesshomaru! – gritó ya desesperado el hanyou en su momento, prácticamente zarandeando el cuerpo inerte de su hermano, quien permanecía con el rostro impasible observando la gran espiral de energía demoníaca que ambos habían creado en el cielo con sus enormes ojos carmesí – ¡Maldito bastardo! ¡No te atrevas a morir de esta manera, sin tener control alguno sobre ti mismo! ¿Qué pensaría padre? ¿¡QUÉ PENSARÍA RIN?!.

El nombre de su difunta esposa fue lo único que logró devolverlo en sí. Se sentó encima del desierto suelo más rápido de lo que jamás se había movido, y con un gesto rápido de brazos se rodeó el pecho a sí mismo, logrando por fin controlar su respiración. Exhaló el aire de sus pulmones como no había hecho en tres siglos, consiguiendo por fin que su sangre se calmara y sus ojos volvieran a ser del color del oro. Mirando a su hermano con la expresión llena de horror, se notó hiperventilando y con un nudo en la garganta tan fuerte que provocó que casi se ahogara. Un jadeo lleno de angustia precedió aquello que Inuyasha no pensó que vería nunca: su hermano derramaba lágrimas por sus ojos por primera vez en su larga vida.

– Rin – murmuró el mayor, abrazando a su hermano, quien lo recibió con una cómica expresión llena de repulsión. Sin embargo, no era momento de rechazarlo, si no de acompañarlo en el proceso de duelo por la pérdida de su mujer. Así que, por primera y última vez en su vida, ambos hermanos se fundieron en un cálido abrazo mientras derramaban el recuerdo de sus respectivas mujeres por sus rostros en forma de lágrimas.

Ambos comprendieron pues cuál era su papel en un mundo tan cambiante. Eran los gobernantes de los territorios de su padre, y por ello deberían luchas juntos las mismas guerras por tal de conseguir mantenerlo. Ambos eran guerreros innatos, ávidos protectores y temibles demonios, aunque fuera al menos en parte. Sabían pues que su cometido sería seguir los pasos de Inu no Taisho hasta el final de sus vidas. Una misión que llevarían a cabo cada uno por su cuenta, salvo por contadas ocasiones en la que tuviesen que unir fuerzas, que no serían pocas. A sorpresa de Inuyasha, Sesshomaru fue el que propuso cogobernar el territorio de Inu no Taisho, no sólo porque a él poco le importaba la burocracia que implicaba ser el heredero de tales responsabilidades, sino porque, por fin, y tras tan largos siglos batallando por conseguirlo, y tras la gran derrota que su hermano le había infligido, Sesshomaru era capaz de ver a Inuyasha como su igual.

Esa tarea unió a los hermanos más que nunca, aunque por otro lado no dejaron de mostrarse el desprecio que siempre habían sentido el uno por el otro. Ambos eran demasiado orgullosos para demostrar lo contrario, pero en el fondo se tenían estima, y defenderían al otro con garras y colmillos de ser necesario. El hecho que ambos hubieran pasado por un duelo similar hizo que se pudiesen comprender mejor, pero no significaba que se llegasen a querer como hacían la mayoría de parientes. El mayor seguía siendo demasiado arrogante, elitista e individualista, y el menor jamás abandonó su tozudez, agresividad y mal genio, mas por fin podían tolerarse mutuamente.

Bajo el Goshinboku, ambos hermanos se miraron, como si estuviesen repasando en sus mentes todos los eventos que habían ido sucediendo a lo largo de los siglos. Inuyasha sonrió de lado, mostrando uno de sus colmillos de forma presuntuosa, cosa que hizo fruncir el ceño a su hermano con desdén.

– ¿En qué piensas, hermano? –  preguntó el hanyou con sorna – ¿Acaso estás recordando la paliza que te pegué hace 200 años? ¿O igual piensas en la vez que te salvé la vida ante aquel demonio tan grande proveniente de las tierras europeas? Menuda cara de estúpido llevabas encima cuando lo viste aparecer por nuestro territorio.

– Incluso en tus últimos minutos de vida no dejarás de ser un imbécil – suspiró el yokai, retornando a su arcaico rostro habitual. El hanyou sonrió aún más abiertamente.

– Keh. Venga hermano, debes reconocer que te he salvado el culo muchísimas veces – incidió el anciano para después llevarse las manos a la cara y toser lastimeramente. Sesshomaru se acercó a su hermano con preocupación, relajándose al ver que después de ese espasmo, Inuyasha seguía con la misma cara de energúmeno que siempre. Aunque jamás fuera a reconocerlo, su hermano lo había acompañado en luchas que muy posiblemente de haber ido solo, hubiese perdido, como cuando durante la Segunda Guerra Mundial tuvo que controlar el éxodo masivo de demonios hacia sus territorios tras la detonación de las bombas nucleares, o cuando se dio la gran invasión de seres malignos del continente sobre la isla japonesa. Su poder había quedado reducido tras los siglos en que su yokai interno quedó descontrolado, y cada vez que luchaba, encontraba que sus fuerzas se reducían paulatinamente, signo de que él también estaba envejeciendo por momentos. Sin embargo, era capaz de volver a perder su brazo izquierdo a manos del anciano que yacía a pocos centímetros de él antes que asumir su propia debilidad, y menos delante de Inuyasha.

El ambiente cada vez se tornaba más frío, a medida que la madrugada iba sucediéndose. Una suave brisa movió las hojas del Goshinboku, y el cabello de ambos hombres, el plateado de ambos reluciendo con la poca luz que la Luna reflejaba. Inuyasha cada vez notaba más el frío mortuorio en sus propias carnes, sabía que apenas le quedaban pocos minutos de vida entre sus manos. Estaba preparado para marchar por fin, mas no sin antes mirar de nuevo a Sesshomaru y encargarle una última tarea.

– Sesshomaru – susurró, su voz cada vez más débil. Con ambas manos, sacó su fiel espada Tessaiga, reconstruida tras la dura batalla contra el hombre que tenía frente a sí, del cinturón de su hakama del color de la sangre. Notó a su fiel compañera latir con fuerza, una silenciosa despedida que sólo el hanyou pudo notar – quiero legarte a Tessaiga, puesto que no creo que vaya a necesitarla en el otro mundo.

– Inuyasha... – el mayor de los hermanos parecía estupefacto, prácticamente se había quedado sin palabras. Observó el arma que tantos dolores de cabeza le había dado en el pasado, y con una mano tentativa la tomó del mango esperando obtener la típica descarga eléctrica en indicación del rechazo de la espada a su persona. Sin embargo, Tessaiga, al ver su dueño a las puertas de la muerte, no dudó en aceptar a la persona con la que compartía sangre. ¿Qué quieres que haga con ella?.

– Úsala como te plazca – la voz de Inuyasha se iba desvaneciendo por segundos – pero prométeme que cuando tú mueras, se la legarás a cualquier descendiente de Moroha.

– Lo juro por mi vida – reverenció Sesshomaru sin ninguna duda dentro de sí, con la voz llena de coraje y potencia.

– Más te vale – Inuyasha cogió la mano de su hermano que restaba libre, apretándola tímidamente en señal de agradecimiento – no quiero tener que luchar contigo incluso después de muerto. De igual manera te derrotaría con facilidad, bastardo.

– Ya te gustaría, maldito impresentable – Sesshomaru no soltó la mano de su hermano, y pudo notar cómo la calidez se escapaba lentamente de su cuerpo. Con un último esfuerzo, el menor sonrió de forma sarcástica, soltando otro de sus habituales “keh”, y se quedó mirando a Sesshomaru, aunque éste sabía perfectamente que no lo estaba viendo a él, sino que observaba algo a través de él. La expresión en el rostro de Inuyasha se enterneció de repente, en un gesto lleno de paz y tranquilidad que sorprendió al propio demonio.

– Kagome... – un susurro imperceptible fue el último sonido que exhaló el hanyou desde sus labios, un último aliento que deshinchó su pecho y le quitó la poca calidez que quedaba dentro de sí. Sesshomaru colocó sus dígitos sobre los párpados de su ya difunto hermano y le cerró los ambarinos ojos con cierto temblor en su pulso. De nuevo, estaba notando esa sensación angustiosa que sólo había sentido una vez, tras recuperar la cordura en la batalla que había tenido con Inuyasha 200 años atrás. El nudo que sentía en la garganta se deshizo cuando sintió las lágrimas bajar por sus blancas mejillas, permitiendo que recorrieran su rostro sin reprimirlas. Su hermano merecía ese dolor, era digno de que Sesshomaru derramase esas lágrimas por él.

Antes de que pudiese serenarse y se dispusiera a enterrar a su hermano, un cúmulo de luces muy brillantes salió del edificio más cercano al Goshinboku, una especie de templo que custodiaba un pozo que había sido sellado con sutras hacía muchos años. Las luces se situaron delante del cuerpo de su hermano, y repentinamente tomaron forma corpórea. Ante él había una mujer joven vestida con un kimono rosa y que portaba un enorme hueso gigante en forma de boomerang en una mano, y una gatita de dos colas muy pequeña en la otra; un monje budista con su bastón purificador, llevando en su hombro un niño demonio muy pequeño que sonreía ampliamente; y desde luego, la luz más brillante de todas, una miko que Sesshomaru conocía perfectamente, vestida con esos extraños ropajes que traía del futuro, armada con un arco y unas flechas, delante de todos ellos, extendiendo sus brazos hacia el cuerpo inerte de su marido, del cual emergió una bola de luz que de personificó en una versión mucho más joven del hanyou, vestido con su túnica roja y portando una versión ilusoria de Tessaiga. El espíritu de su hermano reverenció solemnemente a Sesshomaru y corrió a los brazos de la miko, a la cual besó con pasión tras largos siglos de haber estado separados. Le pareció escuchar un “por fin” susurrado con la voz de su difunto hermano, antes de que las luces se disolvieran y viajaran subiendo hacia el cielo haciendo lo que parecía una lenta danza.

Sesshomaru no pudo evitar que el nudo de su garganta volviese a intensificarse, y que sus ojos siguiesen denotando la tristeza que le había supuesto perder a su hermano. Con la mano que había sujetado a Inuyasha, sacó de dentro de su kosode un objeto similar a un peine con el que su mujer se había adornado el pelo muchos siglos atrás, aspirando el poco aroma que quedaba de ella en él. Miró al cielo, hacia donde las luces se habían marchado, y suspiró sonoramente.

– Rin – murmuró en voz alta, aunque nadie más que el viento podría escucharle ahora – no veo el momento de poder reunirme contigo otra vez. Cuida de él, te lo ruego.

Una estrella fugaz recorrió el cielo, como si fuera una señal de que desde el más allá, su amada esposa lo había escuchado. Besó la madera del peine y lo apretó contra su pecho, a la vez que su otra mano apuñaba Tessaiga con una fuerza descomunal.

Ya no veía el momento de poder reunirse con su familia nuevamente.