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Momo puede notarlo apenas entra al salón, un olor suave a cítricos y caramelo. Ella alza la vista y sus ojos negros chocan contra unos ojos tan rojos como la sangre.
Ónix y rubíes mirándose fijamente.
El contacto de ojos no dura mucho, quizás menos de 10 segundos, pero es el tiempo suficiente para que Yaoyorozu pueda sentir que algo dentro de ella es diferente, que algo se completa. Algo que ni siquiera sabía que le faltaba pero que se siente que como si ahora, tras ver aquellos ojos cálidos, estuviera completo.
Momo sabe el significado de ese sentimiento al instante.
Es producto de aquella conexión que se da una en un millón. Aquella de la que se oye hablar en los cuentos de hadas y de la que las madres cuentan a sus hijos con aires románticos.
Yaoyorozu apenas puede creer que el sueño de muchos alfas y omegas, sobre todo estos últimos, aquello que es casi un mito, se haya cumplido para ella.
Incluso si ella no cree mucho en las fantasías y se apega más a la lógica, muy en el fondo es algo que había estado anhelando que ocurriera.
Momo está feliz, ella acaba de encontrar a su Omega destinado.