Chapter 1: Nota de la traductora
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A diferencia del transcriptor, yo no encontré el manuscrito en Bedford en 1950, sino un escáner de la versión del transcriptor en 2023 en Internet. Mi único trabajo ha sido traducirlo del inglés al castellano durante mi tiempo libre. En mi caso, no he tenido acceso al manuscrito original para poder comprobar que, si en algún caso he cometido un error —y ustedes me perdonen—, haya sido por culpa de mi traducción o por una mala transcripción del encargado de ello.
Otra de las cosas que me diferencia con el transcriptor es que mi trabajo se irá actualizando paulatinamente, y no os lo presento acabado. Aun así, espero no tardar demasiado en hacerlo.
Chapter 2: Nota del transcriptor
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Creo que ya va siendo hora de dejar por escrito las memorias del profesor Henry Walton Jones Sr. No he querido apresurarme en su preparación porque he pretendido tratar con el mayor mimo las hojas que aquí presento a máquina. Además, ordenarlas ha sido otra labor ardua que se ha incrementado al estar algunas de ellas sueltas. Lo primero que hice fue colocarlas donde originalmente se encontraban, en una libreta de cuero marrón del tamaño de cuartilla. Y luego, transcribirlas junto a sus correspondientes entradas.
Encontré este diario en un archivo de la Universidad de Marshall, Bedford, en 1951. Desde entonces, llevo varios meses de aquí para allá ordenando y transcribiendo el manuscrito —a excepción de los dibujos, eso lo dejo en manos de los artistas pues yo soy archivero, no dibujante— porque, muchas veces, las manchas de café y tinta me impedían leerlo bien.
Me gustaría aclarar que la obra que le presento al lector no ha sido alterada en ningún punto —menos los dibujos ya mencionados que no se incluyen aquí— y que lo que el lector lea quedará en su decisión de tratarlo como verdad ficticia o real, con todo lo que eso conlleve. Como transcriptor, no me hago responsable de las acciones que lleve a cabo el lector después de haberla leído. Si he decidido compartirla es sencillamente porque el autor, que en paz descanse, fue un gran amigo mío. Y, siempre y cuando su vida —en parte también la mía— permanezca en el recuerdo de alguien, ni su memoria ni las aventuras morirán jamás.
M. B.
Chapter 3: Capítulo 1
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Capítulo I
Princeton, Nueva Jersey, 1900.
El profesor Jones estaba muy orgulloso de su apodo a pesar de que en un principio no se lo tomó demasiado bien. Los alumnos le empezaron a llamar “Atila, el profesor” desde hacía un año, justamente el mismo tiempo que llevaba en la Universidad de Princeton. Le llamaban así porque, de entre todos los demás profesores, él era el más estricto, el más frío, el más distante y el más despiadado.
Los alumnos no eran capaces de mantenerle la mirada sin sentirse invadidos por el miedo, se cambiaban de pasillo o se alejaban lo máximo posible del doctor Jones para evitar la probabilidad de que un contacto físico, o de que respirar a su lado le molestase al profesor Jones tanto como para influir en sus expedientes académicos.
Jones, no obstante, no se paseaba por los pasillos provocando; a veces, con todas las cosas que tenía en mente, ni se percataba de que los pasillos de la universidad estaban llenos. Aunque era tan obvio que al final, después ya de algunos meses, le llegase a sus oídos lo que venían diciendo de él a sus espaldas. Y es que aquel mote se vio también incrementado por las expectativas del alumnado que, al ver a un nuevo profesor joven, esperaron en él a un amigo.
Pero aprendió rápido a aprovecharse de la situación. Después de todo, era el docente más joven de la universidad, apenas se llevaba un par de años con sus alumnos de últimos grados, y necesitaba ganarse el respeto que aún no había conseguido por su breve carrera. Porque “los jóvenes solo te respetan si tienes más de cincuenta años” —le solían decir. Y no solamente eso, también los compañeros de trabajo, unos seres altruistas que no sabían más que hablar de sí mismos ante el claustro y que menospreciaban a los nuevos porque no eran lo suficientemente hombres por no haber luchado en la guerra de Secesión. De modo que Henry Jones entendió que, si quería ser valorado, lo tenía que hacer por cuenta propia.
A las diez en punto de aquella mañana el alboroto se disipó, no porque el reloj diera la hora, que no emitía ningún ruido, sino porque un chico entró a la clase corriendo del pasillo gritando “¡que viene Atila!” El chico fue a su sitio y los demás alumnos, como un resorte, se sentaron en sus sillas y callados esperaron a que el profesor Jones entrase por la puerta. Por el contrario, Henry, que había percibido aquella escena desde la lejanía, dejó tranquilamente su maletín de cuero encima de la mesa y los papeles que llevaba en la mano, a un lado del maletín. Les echó un vistazo, levantó la vista hacia la clase apoyando su mano derecha sobre los papeles y los cogió de nuevo para repartirlos entre sus alumnos.
—Disponen de hora y media para hacer el examen. —Eso fue todo lo que tuvo que decir para causar un gran descontento en los estudiantes. Los dedos les empezaron a sudar, las piernas a temblar, se pasaban las manos por la cara desesperados y todavía el doctor no había terminado de repartir los libretos. Un joven se atrevió a levantar la mano tímidamente, esperando más bien que no viese el profesor que la había alzado porque sabía que su pregunta era muy tonta y la respuesta sería muy obvia. Henry se detuvo mirando al chico, pero no le dio la palabra, en su lugar dijo —Sin libro, y sin apuntes. —Ante tal respuesta, el chico bajó la mano; se quedó mirando al examen y el examen se le quedó mirando a él.
Absolutamente nadie se esperaba aquel examen sorpresa. Un tercio de la clase se rindió en la primera media hora, pero si los resoplidos se seguían escuchando, era una señal de que el alumno había pasado a la siguiente pregunta. Entretanto, el doctor se paseaba de mesa en mesa, silencioso y sin prisa, observando su alrededor con calma y detenimiento. Llegado a la primera fila, se acercó a su escritorio y se sentó en la silla, estiró la mano para sacar un libro de su maletín de cuero y hacer unos apuntes en un papel que tenía al lado. Momento en que un alumno aprovechó para sacar el libro de debajo de la mesa y copiar. Quedaban quince minutos.
El tiempo se acabó y todos fueron dejando su examen en un montón en el escritorio del doctor; Jones, de pie con los brazos cruzados esperaba a que terminasen para poder recogerlos e irse a casa. “Payne, William” leyó el último examen que acababa de ser depositado, lo cogió y los que faltaban por entregar el examen se quedaron sin saber qué hacer. —Señor Payne. —lo llamó con su profunda voz y su marcado acento escocés, el nombrado se detuvo y se dio la vuelta.
—¿Sí, señor? —Henry no dijo nada, solo se aseguró de que viese que el examen que había cogido era el suyo y cuando lo hizo, lo rompió en dos trozos y seguidamente en otros dos. William claro que entendió lo que estaba pasando, pero debía de aparentar que no lo hacía, —p-pero —tartamudeó y los demás, que se habían quedado con la boca abierta, aprovecharon para dejar los exámenes e irse lo más rápido posible de la clase.
—Su comportamiento es intolerable, y ahora le pido que escriba un ensayo de mil palabras disculpándose por haber copiado en el examen, para la próxima clase —dijo con el dedo índice de la mano derecha levantado en señal de advertencia.
—Profesor, yo n-.
—Ni una palabra más —sentenció Jones, que guardó los exámenes en el maletín y se marchó del aula.
Esa mañana especialmente tenía muchas ganas de regresar a casa con su mujer y su hijo. Henry Jr. había nacido hace apenas un año y el chico ya estaba empezando a dar sus primeros pasos, aunque, en lugar de pasos, parecían más bien carreras. No muchos días atrás, Anna lo vio subido al tejado mientras estaba ella charlando con unas amigas en el jardín de la casa. Ante tal espectáculo, a Henry no le quedó otra que subirse al tejado también en busca de su hijo, que seguía sin entender cómo demonios había llegado hasta ahí arriba; por suerte, todo quedó en un susto.
Sacó las llaves del bolsillo del pantalón y al abrir la puerta de casa, se escuchó un ruido apagado proveniente del salón o de la cocina, parecía como si algo se hubiese caído al suelo y se hubiese roto en pedazos.
—¿Anna? —dijo Henry, pero nadie contestaba, el hombre volvió a preguntar mientras dejaba el maletín de cuero en su despacho y colgaba la chaqueta en la silla, cuando de pronto sintió algo caliente en sus pies. Miró al suelo y se topó con un cachorro de malamute de Alaska que apenas tenía equilibrio para andar por sí mismo y se iba chocando con todo lo que tenía a su paso. El hombre se agachó para cogerlo en brazos.
—Oh, cielo. Mira, ahí estás —dijo Anna, que se acababa de asomar por la puerta, refiriéndose al cachorro.
—¿Qué es esto? —Henry miró a su mujer divertido, no entendía nada.
—Un vecino ha tenido crías y ha venido a preguntarme si queríamos uno, he pensado que sería bueno para el bebé que creciesen juntos, y ya sabes, así no sacrifican al animal. —Anna se acercó para coger al pequeño cachorro y le dio un beso a su marido. Que Henry no hubiera puesto mala cara, ni tampoco dado su opinión acerca del cachorro, era buena señal; porque a Jones le costaba aceptar que otra persona tenía razón, pero su mujer sabía por sus ojos que estaba de acuerdo. Y aunque Henry no lo estuviese, Anna siempre conseguía hacerle cambiar de opinión.
—¿Está Junior arriba? —La mujer asintió con la cabeza y subieron los dos para presentarle a aquel cachorro.
El niño estaba en su cuna, de pie, ingeniándoselas para escaparse de esos barrotes de madera, su padre depositó el perro junto a él.
—Mira, cariño, un nuevo amigo —dijo Anna. Inmediatamente el pequeño intentó coger el animal con sus diminutas manos, pero se le escapó, parecía que el perro tenía como misión salir de esa cárcel para niños también e intentó morder los barrotes con sus dientes inexistentes, Junior lo imitó y Henry soltó una carcajada mientras abrazaba a su mujer por la cintura.
A partir de ahí, el resto del día transcurrió tranquilo para la familia Jones, el pequeño no había tocado sus juguetes en toda la tarde porque había estado jugando con su nuevo amigo al que le habían puesto de nombre Indiana. La felicidad de los más pequeños de la familia contagiaba a sus padres y eso para Henry significaba mucho, porque podía estar trabajando en su escritorio sin ninguna molestia. Después de tantas noches de berridos, daba gracias a dios por tener silencio un rato.
Su despacho estaba lleno de estanterías y libros que le daban un característico color marrón a esa parte de la casa, todo estaba perfectamente en su sitio, ordenado por autores en orden cronológico ascendente con unas etiquetas en blanco debajo de las baldas del mueble. Libros en latín clásico, en latín eclesiástico, en francés antiguo, en occitano, en castellano o incluso en árabe, desde Guillermo de Poitiers y el Amadís de Gaula hasta ensayos de hacía tan solo un par de años, pasando por infinidades de textos y copias de manuscritos. Pero de entre todos esos, los que más le interesaban eran unos: aquellos que tratasen sobre el Santo Grial. La copa en la que Jesús bebió en su última cena para el doctor Jones tenía que existir, el altísimo se lo había comunicado hacía dos años cuando su vaso de vino empezó a brillar. En ese entonces, el profesor Henry Jones trabajaba como profesor adjunto en la Universidad de Yale, y ese día se encontraba preparando un seminario para el profesor titular y compañero, Matthew Helms.
—¿Me puedes acercar el ácido gálico? —El doctor Helms estaba elaborando unas disoluciones de diferentes químicos para la clase que tenían mañana sobre palimpsestos, de los que pensó que sería buena idea hacer que los alumnos participasen en primera persona. Henry le extendió el bote, —con todo el respeto, doctor Helms, no creo que los alumnos sean capaces de borrar la capa superior sin echar a perder el manuscrito. —Jones era tan cuidadoso para su trabajo que no confiaba en que los demás lo pudieran hacer bien, pero también le fastidiaba que un manuscrito importante se esfumase para siempre de ese modo en las manos de los jóvenes, había otras formas de enseñar los palimpsestos.
Matthew lo miró por encima de las gafas. El doctor no era demasiado mayor, estaría cerca de entrar en los cincuenta, delgado, con el pelo ligeramente ondulado, castaño y corto y una barba de un par de días que asomaba canas. Era amable, no solía hablar mucho y más bien juzgaba con la mirada, pero cuando hablaba denotaba sabiduría.
—Henry, hay cosas más importantes de las que preocuparse, —se rio levemente y Jones levantó una ceja molesto, no sabía de qué se estaba riendo, —tampoco son originales. —Terminó por decir.
El doctorando se agarró a la mesa en un vaivén de su cuerpo, la mezcla de gases que se estaban preparando no debía de resultar muy saludable para los pulmones. Segundos después, recompuesto del pequeño mareo, sorprendido abrió los ojos y la boca como quien hubiera visto un fantasma, pero no fue capaz de articular palabra hasta pasados unos segundos.
—Matthew… —Sus ojos seguían fijos en la mesa de al lado, acompañaban un movimiento lento vertical hacia arriba y en sus pupilas se veía el reflejo de una luz, pero en la habitación no pasaba absolutamente nada. Cuando el destello se apagó, el vaso de vino se dejó caer rompiéndose en mil trozos, y con él, Henry Jones cayó inconsciente al suelo.
Chapter 4: Capítulo 2
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Princeton, Nueva Jersey. Navidad 1911.
A media noche, Henry se levantó molesto de la cama con un suspiro, se sentó en el borde de ella y encendió la luz de la mesa de noche. Escondió su cara entre sus manos y se las pasó por el pelo. Llevaba días sin poder dormir bien.
—¿Todo bien, cielo? —Anna dijo en un susurro acariciándole la espalda a su marido.
—Sí, lo siento, vuelve a dormirte. —El castaño se levantó de la cama, apagó la luz y le dio un beso en la frente a su mujer.
El recuerdo del Grial se le aparecía en sueños últimamente más que nunca, veía aquella copa de vino alzarse ante sus ojos y pensaba que, si lo tuviese más cerca, podría tocarlo con la punta de los dedos. Se dirigió a su despacho alumbrando el camino con un portavelas de latón que dejó sobre su escritorio. Allí encendió otra vela para alumbrarse más. Se colocó las gafas de cerca, cogió la pluma y, por mucho que quisiera haber seguido plasmando su obsesión en aquel diario que había empezado hace un tiempo, no pudo.
Llevaba casi cinco años sin escribir nada más en él, su labor como profesor no le había dejado mucho tiempo. Después de más de un año dando conferencias alrededor del mundo sobre sus investigaciones, se había tenido que poner al día con su trabajo de profesor de Literatura Medieval en la Universidad de Princeton y le parecía imposible poder concentrarse en otra cosa que no fuese corregir exámenes o leer.
—Padre, yo tampoco puedo dormir. —Henry Jr. apareció detrás en la penumbra y se puso delante de él.
—¿Qué hora es? —preguntó su padre con voz monótona y pasó una hoja de un libro que tenía a un lado del que estaba copiando algo.
—Las cuatro menos veinte. —El niño seguía de pie, si no fuera porque Indiana estaba durmiendo empezaría a jugar con él.
Henry Jones Junior ya no era un bebé, tenía once años. Era delgado, de tez pálida y rubio a modo tazón. Hacía un año había vivido tantas aventuras como su amigo Lawrence de Arabia, y estaba orgulloso de ello. Era un niño inteligente, ocurrente e impulsivo, había aprendido con facilidad los idiomas de los países que visitaba y se desenvolvía muy bien con las personas, aunque le doblasen la edad, o la multiplicasen por siete, como en el caso de Tolstói, a quien conoció en Rusia. Henry había optado siempre por llamar a su hijo “Junior”, cosa que el pequeño odiaba. Él prefería ser llamado “Indiana” pero esta discusión no era nueva para padre e hijo, que rara vez se comunicaban y si se dirigían la palabra era para reprocharle algo el uno del otro.
El padre se quitó las gafas para mirar a su hijo, —ve con tu madre —dijo. Y el pequeño asintió contento y se fue a la cama con Anna para pasar aquella noche.
Henry Jr. no podía decir que no amaba a su padre, sí que lo hacía, pero de una manera diferente a la de su madre. A ella se lo demostraba cada día, siempre presumía de que tenía la mejor madre del mundo y la más comprensiva. Por otro lado, con su padre, todo era diferente, más distante. Para Indiana era difícil de explicar, así que prefería no hacerlo.
Henry, sin embargo, esa noche permaneció en el sillón de su oficina, a ratos con un libro en la mano y otras con una copa de whisky. Olvidar el Grial era la única solución para poder descansar.
—¡Mamá, mira! —El pequeño asaltó la cama de su madre lleno de energía con un regalo en la mano. —Hay otro para ti, ¡pone tu nombre! ¡Y para padre también!
Anna se reincorporó en la cama divertida de ver a su hijo tan entusiasmado. —¿De verdad? —le preguntó, y Henry estiró de su brazo hasta sacarla de la cama y arrastrarla al salón. Henry Sr. observaba la escena desde la distancia con una ligera sonrisa.
—¡Wow, un guante de béisbol! Muchas gracias. —El chico fue a abrazar a su padre y a su madre.
—Ahí tienes otro. —El señor Jones señaló un pequeño rectángulo.
—¿Ya has abierto el tuyo? —Henry se sentó en el sofá al lado de su mujer y este negó con la cabeza mientras Anna se lo extendía.
—¿Y tú? —Anna asintió y le dio un beso a su marido.
—Es un collar muy bonito, gracias.
Henry sonrió felizmente y abrió su regalo, era una maravillosa pluma Parker; la suya estaba algo despuntada desde hacía tiempo. Volvió a dirigir la mirada a Anna y asintió para darle las gracias. Su mujer, que notó la ilusión en sus ojos, ladeó la cabeza divertida pues Henry parecía un niño en ese momento. El señor Jones le acarició la mejilla y le devolvió el beso que ella antes le había dado.
—¿Peter Pan? —El niño miró a sus padres un poco decepcionado, se sentía mayor para ese tipo de libros ya. Conocía la obra de teatro que, de hecho, había ido a ver hacía unos meses. Henry sonrió falsamente feliz y se puso a jugar con su bate de béisbol.
Ante tal reacción, Anna colocó su mano izquierda sobre el hombro de su marido y este no tuvo más remedio que rodear su cintura atrayéndola hacia él. La ternura con la que Anna Mary se regocijaba en su marido rozaba la eternidad. Un suspiro la transportaba a unos años atrás y la extrañeza de que hubiera pasado tanto tiempo agobiaba a su corazón. Son sensaciones extrañas porque no son tristes, pero te oprimen y te quitan la respiración. Recordar el pasado la ahogaba al darse cuenta de lo breve que era el tiempo. Pero O, sole mio sonando en el gramófono, la sacó de aquella bonita pesadilla. Bonita, porque era feliz.
—Vamos, Henry. —Se deshizo de su abrazo y se levantó del sofá estirándole de los brazos para obligarle a ponerse en pie.
—Anna, ¿qué haces? —A él no le interesaba bailar, le parecía ridículo.
—Venga, por favor. ¿Quieres que baile sola?
Anna se acercó al aparato y Henry se lo pensó dos veces antes de negarse de nuevo. Junior se había ido a la habitación hacía ya un rato.
—¿Ves? No es tan difícil, además no bailas mal.
Anna y Henry se movían lentamente al compás de la melodía con la misma ternura que varios minutos atrás. El vinilo terminó y solo se escuchó el ruido blanco proveniente del engranaje del gramófono mientras seguían abrazados y moviéndose con suavidad en un vaivén imperecedero.
Pero no siempre era todo tan bonito como se nos muestra. Cuenta Indiana que a veces escuchaba a sus padres gritar desde su despacho, a pesar de que la puerta se mantenía cerrada. Nunca los había escuchado discutir hasta que regresaron de aquel ya mencionado viaje para octubre de mil novecientos once. Hasta ese entonces, sus peleas no pasaban de la mesa. Anna siempre le había reprochado a su marido su obsesión, y él, aunque era consciente, no le hacía demasiado caso porque ese —según decía— era su trabajo. Y Anna no tenía el derecho de quejarse de aquello que le hacía tener un techo bajo el que dormir. A pesar de que ella solamente lo hacía porque se preocupaba sobre su salud mental. Al final tuvo que aprender a convivir con esa actitud, y a respetarla. Incluso, en ocasiones, introducía flores entre los libros de su marido para poder alegrarle el día con algo que le recordarse a ella.
Por otro lado, desde aquel viaje, como se decía, su relación se había tensado. La señora Seymour le contó a Henry al regresar a Princeton la pequeña aventura que tuvo Mary en Florencia con Giacomo Puccini, y por mucho que le gustasen sus composiciones, no pudo creerse que su mujer hubiese hecho aquello durante unos días en los que Henry se tuvo que marchar de la ciudad. Helen había sido muy cauta al haber esperado al regreso para que no influyese en el trabajo de Jones, y aunque la pareja seguía igual de enamorados que el primer día, Henry no pudo evitar un cabreo. Uno de los muchos que escuchó Indiana desde su habitación. Pero que el chico admite no haber oído nunca de la boca de su padre una palabra malsonante hacia su mujer.
Eventualmente, al cabo de unos meses, aquella tensión se disipó. Quizá porque Jones dejó pasar el tema y se volvió a encerrar en su biblioteca para centrarse en su nuevo libro que estaba por publicarse: la Búsqueda de Gawain.
Princeton, Nueva Jersey, Mayo 1912.
Henry entró lentamente a la habitación y se mantuvo de pie mirándola fijamente, ella yacía en la cama y su rostro lleno de serenidad, a pesar de lo que estaba sufriendo, le hacía que su corazón se retorciese y con él, sus entrañas. Un nudo que tenía en la garganta no le permitió tragar con facilidad la saliva. Se acercó a ella y se puso de rodillas a la vez que juntaba sus manos para rezar; la fe era lo único a lo que podían aferrarse en aquel momento. «Padre santo, —murmuraba— gracias por tu bondad para con todos nosotros. Gracias por todas las cosas buenas que nos has concedido a lo largo de nuestra vida. Me acerco a ti, Señor, para pedir que les concedas salud a aquellos que sufren una enfermedad en este momento y a mi querida esposa, Anna Mary Jones, que sufre de escarlatina. Señor, te pido que tu mano poderosa llegue hasta cada uno de ellos, entre ellos mi amada Anna. Y concédeles alivio para sus dolores y ánimo para el espíritu. Amén».
Anna lo vio y estiró su mano para agarrar la de su marido. Jones levantó la cabeza al sentir su tacto y la miró fijamente. Él, es verdad que no era un hombre de llorar, muchas veces era demasiado asentimental y lógico como para permitir paso a sus emociones; pero, aunque se contuviese, las pensaba. Y, por primera vez, Henry lloró delante de su mujer.
—Cuida de Henry por mí —dijo en un hilo de voz mientras acariciaba la mano del hombre.
Jones apretó la mandíbula y la miró dubitativo porque quería creer que se recuperaría, pero sería demasiado estúpido de su parte si lo hacía porque era negar algo que era evidente e imposible. Una lágrima recorrió su mejilla mientras asentía levemente.
Anna había contraído la escarlatina hacía unas semanas. No le fue difícil ocultárselo a su marido porque, como siempre, no salía de sus ensueños literarios; en cambio, a su hijo fue más complicado. Indiana, como buen niño que había jurado no decírselo a su padre, se calló hasta el día en el que Anna no fue capaz de levantarse de la cama. Jones no le pegó a su hijo por haberle ocultado la enfermedad de su mujer, no era aquel tipo de padre, pero sí que se enfadó y le recriminó la insensatez que había cometido solo por el hecho de seguir el deseo equívoco de su madre. Ella, por amor o por miedo, decía que «no era su intención molestar a su marido».
Henry le dejó un suave beso en la mano cuando escuchó un crujido tras de sí. El profesor dirigió su mirada hacia el ruido de manera instantánea y no pudo evitar fruncir el ceño al ver a su despreciable hijo. Seguía enfadado con él, si lo hubiera sabido desde un principio quizá todo hubiera sido diferente. Sin embargo, Jones le hizo un gesto a su hijo para que se acercase. No era tan cruel como para negarle la compañía de su madre. Henry se sentó reflexivo en un butacón que tenían en el dormitorio y Junior, obedeciendo a su padre, caminó hasta su madre para estar con ella. Ninguno de los dos salió de la habitación aquella tarde, pero tampoco se dirigieron la palabra. Anna tenía 36 años.
Chapter 5: Capítulo 3
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Grand Junction, Colorado, 1912.
El doctor Jones había sido transferido temporalmente a la Universidad de Las Mesas para impartir clase sobre el papel de los caballeros en la Edad Media a la vez que seguía con sus investigaciones sobre el Grial. Por otro lado, Junior encontró su pasatiempo en los Boy Scouts. Se pasaba buena parte de la semana explorando Colorado con los demás scouts, le recordaba a aquella aventura en Egipto que había tenido años atrás con su amigo Lawrence de Arabia, se sentía como un verdadero explorador.
—Padre, había pensado que mañana podrías venir con el grupo de los Boy Scouts —dijo el joven mientras comían. —Hemos descubierto unas cuevas al sur de la ciudad y seguro que estarán encantados de escuchar alguna de sus historias.
—Mañana no puedo, Junior. —Henry sujetaba un documento con una mano que no dejaba de leer atentamente.
La relación con su hijo no había sido la mejor desde la muerte de Anna, ella era el eslabón que mantenía la relación padre-hijo en curso. Sin Anna, Henry solo tenía ojos para su trabajo y Junior, muchas veces, se sentía menos valioso que el jarrón con flores que les regaló una vecina el día de su llegada a la nueva ciudad.
—Bueno, puede ser otro día. Seguro que no les importará.
—Junior, —el padre alzó la voz y pasó a mirarlo fijamente —mañana no puedo, ni ningún otro día porque no tengo tiempo de contar la historia de unas cuevas de Colorado a un grupo de críos inútiles. Y, además, no soy experto en Historia de Norteamérica.
Su hijo hinchó el pecho lleno de rabia a punto de contestarle, pero decidió que no merecía la pena, así que se fue a su habitación directamente. Apostaba cien dólares a que su padre no se había dado cuenta de que ya no estaba comiendo con él. Indiana cogió su bolsa con algunas cosas de los Boy Scouts y salió de casa para reunirse con sus compañeros.
—¡Indiana! —Un chico rubio hizo chirriar su corneta cuando vio a su amigo acercarse.
—¡Hermie! ¿No te ha dicho el jefe que practiques en casa? —Bromeó y le dio una palmadita a su amigo. Hermie era un año mayor que él, pero no lo aparentaba, al contrario que Indiana, que le sacaba algo más de media cabeza y parecía mucho mayor. Herman era rubio, de tez muy clara y algo regordete.
—Te estamos esperando, he conseguido que vayamos al cañón hoy.
—¿Nos dejan los caballos? —Hermie asintió e Indiana colocó la bolsa que llevaba sobre su caballo. Ayudó a su amigo a montar y tomaron dirección hacia el sureste tras la indicación del señor Havelock.
Si se daban prisa probablemente llegarían antes del anochecer, montarían las tiendas de campaña en un lugar seguro con la última luz del día y harían el viaje de vuelta un día más tarde para regresar a casa a la hora de la cena. El jefe scout les indicó que, al pasar por las cuevas, parasen para poder descansar un poco. El calor de aquella época del año se hacía más insoportable en el desierto, las cuevas los refrigerarían un poco.
—¡Hermie, ven! —le gritó a su amigo que se estaba bajando del caballo. —¡Corre!
El rubio se acercó lo más rápido que pudo hacia su amigo.
—¿Qué ocurre, Jones?
Indiana le puso un dedo en la boca y se agachó para deslizarse por la cueva. Caminaron a oscuras un rato y el chico se empezó a impacientar porque temía que sus compañeros se fuesen sin ellos, cuando vio una luz le agarró la manga a su amigo para avisarle, pero Indiana ya se había dado cuenta de eso y ralentizó su paso.
—Es mejor que regresemos —dijo susurrando. Indiana lo miró, pero hizo caso omiso y prosiguió hasta conseguir poder asomarse por un hueco.
—¿Quiénes son? —volvió a hablar Herman.
—Ve a llamar al señor Havelock, él sabrá qué hacer. —Indiana no sabía quiénes eran ni contestó a la pregunta de su amigo. Aquellos hombres, unos cuatro, tenían una cruz en la mano y no tenían pinta de que al salir de la cueva la llevasen a un museo.
Filadelfia, 19 de agosto, 1916.
«Este año ha sido un año desolador en todos los aspectos. Primero, la guerra europea que de nuevo ha supuesto tener que posponer mi soñado año de investigaciones. Después vino mi separación de Junior que ha producido graves heridas en mi espíritu de las que apenas puedo hablar en este diario tan íntimo. Y ahora, esta ridícula conferencia…»
Muchas eran las emociones que tenía encerradas en él. Empezando por el problema que asolaba Europa y que le afectaba a él también. Solo podía desearle lo mejor a las personas que la sufrían directamente, y rezaba por su pronto, a ser posible, final. Lo segundo era su hijo. Se había marchado y temía que no volviese jamás. Supo por carta que se encontraba en México, pero hacía de eso varias semanas. No entendía por qué lo había hecho, su relación no era mala últimamente. Habían estado hablando de la universidad y de sus futuros estudios. Henry no quiso dejar por escrito lo mucho que le afectó la ausencia de su hijo, que suponía otro vacío en él desde que Anna murió.
El señor Jones leyó lo que hasta ese entonces había escrito y continuó:
«Esta semana di dos brillantes discursos sobre algunos de los tópicos más corrientes de la literatura medieval, pero por todas partes escucho cosas como “aquí viene Sir Galahad” y “hemos oído que estaba en el Polo Norte buscando al histórico Santa Claus” o “coja una silla, Jones, la hemos salvado para usted de un acoso peligroso”. Esta última es de Carruthers, quien todavía me guarda rencor por aquella pequeña comedia en San Francisco hace dos años cuando se vanagloriaba de su última adquisición que le había comprado a un vendedor de antigüedades de Bolivia —una urna funeraria Inca auténtica del siglo XV. Seguro que debió sentirse muy avergüenzado cuando le señalé aquella pequeña etiqueta, justo debajo del borde ponía “Made in Japan”.
Y el otro día me devolvió el favor. ¡Maldita sea! Debería ignorar ese tipo de comentarios —Dios sabe que he aguantado muchos insultos durante bastante tiempo.»
Henry dejó la pluma sobre el escritorio del hotel y miró el diario, se sentía perdido en ese instante. Echó la silla para atrás y observó la habitación pensando encontrarse a sí mismo y sentirse mejor. El doctor se volvió a inclinar hacia delante y se llevó las manos a la cara. Llevaba demasiado tiempo solo, apenas hablaba con nadie más allá de sus discursos en las conferencias que había dado el lunes y martes anterior en Filadelfia, al día siguiente regresaría a Colorado, y con suerte, podría olvidar lo que había sucedo en aquella vergonzosa semana.
Al quitarse las manos de la cara se quedó absorto en su reflejo en el cristal que tenía enfrente sobre el escritorio de la pequeña habitación del hotel. Jones, entonces, se puso a echar números. Tenía cuarenta y cuatro años, había pasado la mitad de su vida en la docencia y la investigación del Grial. Objeto que cada vez le parecía más imposible de encontrar, pero eso no era un motivo suficiente para que lo dejase. Su barba y sus sienes se iban pintando de blanco. Llevaba dos meses sin su hijo y cuatro años sin su mujer. Agitó la cabeza y se puso las gafas para seguir transcribiendo un pequeño manuscrito que le había prestado un amigo de profesión.
Alguien llamó a la puerta de su habitación. Jones se abrochó la camisa y se levantó para abrir la puerta.
—¡Henry! —dijo un hombre más bajo, y más joven que Henry, con el pelo negro repeinado hacia atrás.
—Marcus, por el amor de Dios. ¿Qué haces aquí? —dijo desconcertado.
—Menos mal que eres tú, antes he tocado a otra puerta y me ha abierto una señora pensando que era del “servicio de habitaciones”. ¿Puedo pasar?
Marcus Brody entró en la habitación y dejó su bolsa de viaje en la cama.
—Vaya, amigo; pensé que estarías con alguien. —Brody lo miró riendo, pero a Henry no le hacía ninguna gracia. —En Oxford no aguantaste solo tanto tiempo, no sé de qué te extrañas.
—Eran otros tiempos.
—¿Otros tiempos? ¿Te has dado cuenta de que el porcentaje de mujeres jóvenes que asisten a unas conferencias sobre literatura medieval aumenta cuando tú estás presente? —Jones no se inmutó. —Bueno, yo venía para enseñarte esto.
Marcus se quitó el abrigo antes de ponerse a buscar en la bolsa de viaje que había traído con él.
—¿Has estado en las conferencias de hoy? —Preguntó Henry a su amigo retomando parte de la conversación anterior. Si había asistido era bien cierto que tendría que haber oído la polémica de Carruthers.
—¡Ajá, aquí está! —Le extendió un folletín y unos papeles.
—¿Y esto? —dijo leyendo ambos documentos.
—¿No te parece fascinante que el British Museum y la Bodleian Library hubiesen hecho una exposición, a la vez, del ciclo artúrico? Pude ir antes de que los cerrasen por la guerra. Creo que eso te interesa.
El profesor Jones se apoyó en el escritorio y examinó los papeles minuciosamente.
—¿Son del libro de Taliesin? —Henry se giró emocionado para ver a su amigo.
—Oh sí, ya lo creo.
—Marcus, ¿sabes algo que yo no sé?
Brody se aclaró la garganta y se acercó a su amigo.
—Es una vaga traducción que hice de unas hojas del libro de Taliesin cuando lo exhibieron en la Bodleian.
—El libro de Taliesin está en galés…
—Bueno, de algo sirvió cursar galés en Oxford, ¿recuerdas? El caso. Cuando las traduje no se encontraban dentro del propio libro, las tenían en restauración porque son algunas de las que estaban perdidas.
—Marcus, ¡eres un genio! —Henry le dio unas palmaditas en la espalda. —Tenemos que ir a Gales. En cuanto termine esto, tenemos que ir a Gales. Hay que encontrar el lugar exacto al que regresó, tiene que haber una ermita, y tiene que estar el Grial…
—¿Qué tal si vamos a tomar algo, doctor Henry Jones?
Henry miraba a Marcus serio mientras se colocaba una chaqueta marrón, no entendía la costumbre que tenía su amigo de llamarle “doctor” agudizando su tono de voz. Para él era una cosa muy respetable.
A pesar de estar entrado en un horario nocturno, las calles de la ciudad no estaban vacías. El verano permitía ver a la gente paseando más allá de las horas de luz y el ambiente era animado. Lo más destacable eran las decenas de parejas o grupos de amigos que iban de aquí para allá saliendo y entrando de los restaurantes y bares. Las luces y el ruido cumplían su función de atraer a las personas hacia sus locales, y a pesar de la aparente tranquilidad de las calles más periféricas, aquella noche parecía que nadie dormía en Broad Street.
—¿Cómo está Indy?
—¿Junior? —Henry seguía sin soportar llamarle de aquella forma. «El perro se llamaba Indiana», decía él. —Hace unos días me llegó una carta, pero fechada de varias semanas antes. Está en México.
—¿México? —Brody le abrió la puerta de un local a su amigo y pasaron dentro a sentarse en una mesa. —¿No hay una especie de revuelta armada o algo de eso?
Henry se encogió de hombros como si no le importase.
—Sí. De todas formas, estará allí mejor que conmigo, ya lo dejó claro.
El pelinegro se levantó de la mesa para pedir dos whiskies en la barra y regresó a la mesa con ellos en la mano.
—Eres demasiado duro con él, ya te lo he dicho.
Henry carraspeó. —Y tú, ¿cómo llevas lo de Emily?
—Bueno… —se le escapó una leve sonrisa al recordarla. —Mejor.
Alzó la copa al aire esperando que su gruñón amigo brindase con él, Henry vaciló un poco pero la alzó junto a él para brindar. Después de todo, le agradaba ver a su amigo contento otra vez después de la pérdida de su mujer.
—Por cierto, creo que Carruthers es un cabrón. —Marcus sacó el tema de la nada, ese era el único tema del que no quería hablar junto con el de su hijo. —¿Decirte eso a la cara delante de tantas personas?
—Cuando encuentre el Grial se reirá el último. —Agarró el vaso con fuerza y se lo bebió de un trago. —Solo busca atraer la atención hacia él para poner en mi contra a todo el círculo de medievalistas. Pero yo tengo razón, Marcus. El Grial está ahí, esperándome.
Henry se había abstraído y miraba a un punto fijo de la mesa como si lo tuviera delante de él y pudiese palparlo con los dedos.
—Bien dicho, le daremos su merecido.
—Disculpen, el profesor Henry Jones, ¿verdad? —Una tercera voz se unió a la conversación de los dos hombres.
La chica joven, que era rubia, se había acercado a la mesa con una falsa timidez buscando la atención de aquel hombre.
—Sí, ¿puedo ayudarla en algo?
—Oh, asistí al congreso que dio en la Universidad de Pensilvania de esta semana, me pareció muy acertado, por cierto. Pero estaba por aquí, le vi en la mesa y me he acercado a saludar. —La chica puso una sonrisa coqueta pretendiendo agradarle.
—Muy amable de su parte, señorita…
—Emma.
Brody, que se había quedado en un segundo plano, movía la cabeza de lado a lado como si se tratase de un partido de tenis y observaba en silencio, con cierta diversión, la situación.
—Marcus Brody —dijo Jones señalando a su amigo. —Conservador del Museo Nacional.
—Un placer, señorita. —Emma asintió con la cabeza.
—Me preguntaba —dijo la chica volviendo a la conversación con Henry, quien le había hecho hueco en la mesa y le había indicado que se sentase con ellos— si usted conoce algún manuscrito accesible que recoja las composiciones goliardescas alemanas junto con las anotaciones musicales de los cantos o si la mayoría surgen del romanticismo del siglo diecinueve.
Henry se había bebido el whisky mientras la escuchaba formular la pregunta. No estaba entendiendo nada, pero aquella muchacha, que no pasaría de los 30 años, le daba curiosidad.
—Creo que la Biblioteca Estatal de Baviera posee los cánticos de Beuern, si es lo que busca. Aparecen manuscritos en notación neumática de los siglos doce y trece. —Se adelantó Brody.
—Pero no creo que sea ahora buen momento para ir, ¿verdad, Marcus? —Henry miró fijamente a su amigo y este se encogió de hombros.
—Entonces, ¿participarán en la mesa redonda de mañana sobre la figura de la muerte en la Edad Media? —Brody miró a Henry y como no contestaba lo hizo él primero.
—Yo no he sido invitado a participar, solo soy un mero espectador. —Brody sonrió feliz de su broma.
—No lo creo, —dijo Henry— mañana regresaré a Princeton para proseguir con mis clases.
—Una lástima, Carruthers se veía muy entusiasmado en poder compartirla con usted. —Marcus por poco se ahogó con el whisky al oír aquella frase.
—Bueno chicos, creo que ha sido un placer compartir la noche con vosotros, pero debo irme. —El moreno, que había entendido hacia dónde se dirigía la conversación, se levantó de la silla y se puso el abrigo. —¿Tú te quedas?
Henry le miró y miró a la chica, seguidamente asintió con la cabeza.
—Pues no llegues tarde mañana a coger el tren. Nos vemos a las nueve y cuarto en la estación. —Marcus Brody le guiñó un ojo a su amigo y se fue del local.
—¿Sabe? Me alegra que la Edad Media no sea trabajo solo de hombres, Emma. —Alzó el vaso y le dio otro trago antes de acercarse a la chica y acariciarle la mejilla. Ella no solamente le permitió que la besase, sino que le obligó a ello.
Chapter Text
A bordo del buque de vapor “George S. Pilkington”
El Atlántico Norte
29 de junio, 1920.
«¡Por fin, puedo reemprender en serio mis investigaciones! ¿Es posible que hayan pasado más de catorce años desde que vi por última vez el Viejo Mundo? La Guerra Mundial ha terminado y puedo regresar a Europa. ¡Tengo un año entero para hurgar en las ruinas y bibliotecas antes de volver a mi trabajo en Princeton! —donde me he ganado el suficiente respeto y reconocimiento de esa distinguida institución a pesar de lo que piensen la mayoría de los académicos sobre mi terca obsesión. No estoy triste de haber dejado Four Corners. Aprecio mucho la soledad del desierto, pero estaba demasiado alejado del ambiente académico y además me traída demasiados recuerdos de mi querida Mary.
Y de Junior —él adoraba Colorado, pero un día decidió que el Estado no era lo suficientemente grande para nosotros dos. Yo que creía que había conseguido criar a un estudioso cuando, un día antes de su marcha, emprendió sus exploraciones sobre las antiguas minas Anasazi…
No tengo ni idea de dónde está ahora mi hijo. Rezo para que esté vivo, sano y que no haya sido encarcelado. Todavía me rompe el corazón que se negara a recibir una educación universitaria y que prefiriera llevar una vida dedicada al entretenimiento y a la disipación…
Dondequiera que esté, supongo que en estos momentos galopará sobre un caballo, viajará en su automóvil o andará saliendo con una chica. Esta misma tarde estaba hablando en cubierta del barco con una joven a la que conocí durante la cena —y con la que, por un momento, imaginé cualquier tipo de romance— hasta que me di cuenta que esa mujer, que hablaba con tanta franqueza sobre la libertad y emancipación de la mujer, tenía la misma edad que Junior. ¡Esto me hizo sentir muy viejo!»
Oxford, Inglaterra, 14 de julio, 1920.
Henry había llegado a Inglaterra hacía un par de días atrás. Primero, desembarcó en Southampton y posteriormente viajó en tren hasta Londres, donde le esperaba su amigo Marcus Brody. El entusiasmo de Jones por ver de nuevo el viejo mundo le hizo olvidarse de las horas que se pasaba viajando, además, de que realmente se encontraba con ganas de proseguir con sus investigaciones.
Hasta el momento la información que había recogido era diversa y dispersa. Lo único en claro que podía sacar es que, después de que la traición de Mordred —el hijo ilegítimo del Rey Arturo— y de que los saqueos de los sajones destruyeran el reino de Camelot, el Grial fue llevado por sir Galahad a una abadía situada en Gales, la abadía de Iona, donde permaneció por unos tres siglos en manos de los cristianos. A partir de aquí, la historia de Jones tiene un vació difuso que ha ido rellenando con otras noticias del Este.
Unas extrañas vidrieras le llevaron a Estambul años antes del comienzo de la Gran Guerra, allí, a cambio de un dólar, consiguió una pequeña información de un joven que el profesor pronto descubrió que se trataba de una estafa. Pues, como turista, había sido engañado con habladurías populares. Pero entonces recordó una carta que le había enviado Ali al-Jawf sobre al-Musafir, y que llevaba en su diario: «solo menciona el hecho de que estaba cerca de la fuente de un río a la que llegó después de viajar al sur desde un oasis». Para Jones dos veces no era una coincidencia, pero, además, se mencionaba que el cáliz «parecía brillar» y eso sí que no era la primera vez, ni la segunda, que lo había leído en su cuaderno. Lo vio él mismo cuando había sido ayudante de Matthew Helms, lo dijo el chico en Estambul, lo dijo al-Musafir en el siglo trece, lo decía Paolo de Genoa en ese mismo siglo, y un ermitaño anónimo de Gales cinco siglos anteriores. De este último supo gracias a un recorte de periódico sobre una conferencia del profesor Charles Hawken, de la Universidad de Oxford. Y a quien desesperadamente quería conocer en persona.
Y, a pesar de que Marcus Brody le había presentado a muchos investigadores que apoyaban el trabajo de Jones como el jesuita alemán, el hermano Matthius, que había estudiado la vida y obra de Hildegarda de Bingen, poetisa y religiosa del Sacro Imperio Romano Germánico; el profesor Hawken había fallecido durante el invierno a causa de unas gripes. Pero, a pesar de todo, le permitieron a Jones ver los trabajos del profesor Charles, entre ellos el manuscrito de Abergavenny; aunque no le sirvió de mucho el manuscrito, pues solo trataba el Grial de pasada.
Con todo y con eso, al terminar de recopilar toda la información posible en Londres y Oxford, Marcus Brody y Henry Jones tomaron un tren hasta Stafford y desde allí hasta Chester y a Mochdre, una pequeña localidad en Gales.
—Dicen que esta es la aldea, tendremos que ir preguntando —dijo Marcus mientras bajaba las maletas del tren y Henry las cogía desde el andén.
Se refería a aquella leyenda de Taliesin, aquel poeta que se encontraba próximo al mago Merlín y que, según el manuscrito que había traducido Brody y que le había llevado a Jones a Estados Unidos, debía de haber llegado a aquellos valles después de la desintegración de la Mesa Redonda.
—Por cierto, sabes cómo encontrar el hostal, ¿no? —repuso el joven mientras cogía su maleta.
—¿El hostal? —preguntó Jones a su amigo mientras se colocaba un sombrero de fedora marrón intentando que no se volase con el viento que se estaba levantando.
—¡Henry! Tendremos que dormir en algún sitio.
—Por supuesto, ¿por quién me tomas? Sígueme.
Ambos salieron de la pequeña estación sin saber muy bien a dónde ir. Como la aldea no era muy grande decidieron dar un paseo con la última luz del día buscando un local llamado “The Purple Dragon”, un bar que supuestamente tenía alquiler de habitaciones, aunque viendo el poco reclamo turístico que tenía Mochdre dudaba del sitio. No pasó mucho tiempo desde que se bajaron del tren y dieron con el establecimiento. Construido en piedra, de planta rectangular, ventanas de escaso tamaño y doble altura. Al menos se escuchaba ruido y la calle se iluminaba con la luz que salía del interior.
El alboroto se disipó en cuanto Jones abrió la puerta y entró. Las eufóricas conversaciones de los locales se calmaron y empezaron los murmullos mientras seguían con la mirada a los forasteros, que incomodaban a Brody. Henry se quitó el sombrero y pasó entre las mesas sin darle importancia a los comentarios. Al final, no eran muy distintos de los que escuchaba diariamente en la Universidad de Princeton. Habló con el camarero y cuando hubo finalizado, se giró para informar a su amigo. Los dos fueron dirigidos al piso superior. Las escaleras eran estrechas e irregulares, al igual que el pequeño pasillo que separaba las estancias, en una vivía el camarero y dueño del The Purple Dragon y la otra era la habitación de Marcus y Henry que contenía las necesidades básicas. Marcus miraba la habitación con repulsividad, había insectos en los rincones y polvo, además olía a madera húmeda. Henry, por su parte, se puso más cómodo. Colgó la ropa en el armario y pasó al baño a lavarse las manos para bajar a cenar.
—Es una cama, por el amor de Dios, Marcus. Deberías de dar gracias por no dormir a la intemperie —le reprochaba Henry al ver que la cara de asco no se le había quitado.
—Había una araña.
—Hasta Junior es más valiente que tú. —Henry dejó bajar las escaleras a su amigo delante.
De nuevo, al verlos, las personas fijaron su mirada en ellos ya que no estaban acostumbrados a ver a dos hombres de ciudad por aquellas tierras. Por otro lado, apenas había seis o siete hombres, y solo dos iban acompañados por sus mujeres. La edad variaba entre los cuarenta y los setenta, aparentemente. Y solo uno de ellos parecía verdaderamente un jovenzuelo de veinte años. Marcus y Henry se sentaron tranquilos a cenar, y las conversaciones de los espectadores siguieron con normalidad mientras los amigos estaban a lo suyo.
—¿Crees que ellos sabrán algo de Taliesin? —preguntaba Marcus mientras cortaba un trozo de pan con la mano y se lo echaba a la boca.
—No lo dudes —dijo Henry haciendo una pausa y bebiendo un trago a su cerveza— la cultura de un país se encuentra en el saber popular.
Cuando terminaron de cenar, el joven muchacho se acercó a su mesa y habló con tono rudo:
—Ey, ¿sois los dueños de la fábrica? ¿Los que vienen a despedirnos?
El chico había sido claramente obligado a realizar aquellas preguntas por los demás vecinos. Se le veía tenso, y Henry no pudo evitar percibir esa entonación del proletariado galés propio de la zona. Quizá la intención del chico era asustarles, y aunque lo había conseguido con Marcus, a quien había dirigido la mirada Jones, él no lo estaba.
—No, somos profesores de universidad. No somos patronos de ninguna empresa de pizarra.
—Oh, l-lo siento.
El chico se había hecho a un lado para mirar a los suyos y se encogió de hombros.
—¿Por qué no te sientas con nosotros? Quizá nos puedes ayudas —dijo Marcus señalando la silla y el chico aceptó.
—Rhys, por cierto.
—Henry y Marcus, —dijo Jones señalándose a él y al mencionado a la vez que se daban la mano.
—No queremos causar ninguna molestia a nadie. Estamos buscando información sobre el poeta Taliesin, no sé si lo conoces. Dice la leyenda que vino aquí.
Rhys empezó a reír y se giró para decir en voz alta: «¡Están locos!» Marcus se llevó las manos a la cara desesperado a la vez que los demás reían con el joven galés. Henry miraba de soslayo a su amigo de vez en cuando. Estaba pensativo.
Aquella amistad era como la de un padre joven y un hijo que le trata como a una figura respetable. Pero además, Marcus veía en Jones un héroe, una figura académica a la que seguir y un modelo a imitar, aunque no intentaba hacerlo. Él, al contrario que su viejo amigo, solía hablar de más cuando Jones solo hablaba el primero por ser el más extrovertido. Luego, él mismo se apartaba de la conversación para que Marcus actuase mientras él observaba y pensaba; y ya, en el momento justo, se decidía a hablar.
—Solo queremos saber las leyendas, nada más —insistió Jones, que se vio ocultado por las risas.
Harto de la situación, le dio un trago al vaso que tenía whisky de penderyn, bebida típica de la zona, y se puso en pie para hablar una especie de galés medio. «¡Arwyre gwyr katraeth gan dyd. am wledic gweithuudic gwarthegyd!»1. Rhys regresó a su mesa sin entender nada de lo que estaba sucediendo. Y Marcus miraba con extrañeza a su amigo. Entonces un señor de mediana edad se alzó y le dijo: «La iglesia se encuentra al norte de la estación, se dice que allí se hospedó un misterioso peregrino». «Fue hace mucho tiempo —dijo una señora—. El párroco contaba que se le vio entrar, pero nunca salir.»
Henry Jones miró contento a su amigo, al final aquellos pueblerinos no eran tan mohínos como parecían en un principio. Marcus fue apuntando todo aquello en el billete de tren que llevaba en el bolsillo de su chaqueta, era el único papel que tenía a mano.
—¿De dónde vienen? —La conversación del local se había generalizado, ya no estaba divida en pequeños grupos de mesas, sino que ahora giraba en torno a los eruditos desde los distintos puntos del salón con grandes voces. Hecho provocado también, en parte, por la curiosidad que los habitantes de Mochdre tenían en ellos. Otros solamente se querían mostrar amables porque Marcus y Henry se habían ofrecido a pagar rondas a aquellos que les contasen algún dato relevante sobre Taliesin.
—Desde Estados Unidos, —el galés frunció el ceño— aunque ambos estudiamos en Oxford. Marcus es de Londres, yo soy escocés.
El hombre le dio una palmadita en la espalda y brindó con Henry.
Pasado un rato, Jones ya no sabía si le estaban hablando de la leyenda o de lo que habían comido el día de antes, pero se habían animado tanto que llegó a entonar, subido encima de la barra del The Purple Dragon, canciones de su época en Oxford: «Hough the bloud of King Edward, by ye bloud of King Edward, it was a swapping, swapping mallard», mientras que los demás tocaban las palmas y gritaban. Brody no llegó a ese punto, él decidió que era hora de dormir.
No obstante, a la mañana siguiente, el anticuario bajó las escaleras, no había podido siquiera conciliar el sueño y la culpa no la tenían Henry y la decena de personas que se encontraban en la taberna, la tenían esas malditas arañas que se paseaban por el techo y por las paredes. Y peor aún, por la cama. Siempre había evitado entrar en contacto con estos insectos.
Brody era pequeño, vivía con sus padres en una humilde casa en uno de los barrios de clase alta londinenses. Su padre era ingeniero ferroviario en London and Blackwall Railway y su madre daba clases de piano en casa algunos días a la semana. Él era el pequeño de los hermanos, siendo Charles cuatro años mayor, y Lily uno y medio, por lo que muchas veces era el sujeto de todas las burlas de la casa.
Cuando Marcus tenía 7 años, Charly rompió una de las muñecas de su hermana, pero acusó a Marcus de ello. Elizabeth le creyó, pues ya había visto a su hermano pequeño jugar con sus muñecas en más de una ocasión. Así que Charles aprovechó que tenía a su hermana en su favor para gastarle una broma a modo de venganza. El mayor tenía un pequeño reptil que había encontrado en el patio trasero de la casa y que había guardado en secreto para cuidarlo. Para alimentarlo, a menudo recurría a los insectos que encontraba en el momento, pero decidió que era mejor guardarlos en un recipiente para poder, luego, dárselos a su mascota sin perder tiempo en “cazarlos” uno por uno. Así fue cómo había conseguido tener un ejército de insectos en unos tarros herméticos de cristal, entre ellos gusanos y arañas. Cada día vaciaba los botes y cada día volvía a llenarlos. Ese día, decidió vaciarlos sobre su hermano pequeño. Y ese fue el día en el que Marcus Brody quedó subordinado al asco y pánico que sentía por los arácnidos.
Regresando a Mochdre, como íbamos diciendo, Marcus no pudo dormir. Su imaginación le hacía sentir las arañas caminando sobre sus brazos y piernas, y pensar en eso le producía picores. Antes de meterse en la cama, revisó el interior de las sábanas. Durmió con calcetines y debajo de ellas, y aunque se muriese de calor, no asomó ninguna parte del cuerpo por encima de la ropa de cama hasta que tuviese la mínima excusa para levantarse y salir de aquel cuarto. El londinense bajó a desayunar extrañado de que su amigo no hubiese dormido en la habitación. «Estoy seguro de que ya ha bajado a desayunar, sí, sí. Y si no está abajo es porque ha ido a dar un paseo. Henry nunca tiene espera». El camarero le sirvió el desayuno, no era muy temprano pero tampoco había nadie más que ellos dos.
—¿Ha dormido bien? —preguntó el camarero mientras limpiaba la barra con una bayeta.
—Oh, sí. La cama es muy cómoda. —Brody sonrió amablemente. —¿Lo pasaron bien anoche?
El tabernero soltó una carcajada negando con la cabeza.
—Eso mejor pregúnteselo a su amigo.
Henry se había despertado con la boca reseca y sin poder abrir los ojos porque la luz, que incidía directamente en su cara, le molestaba. Se reincorporó pasándose las manos por la cara y todo le empezó a dar vueltas. El dolor de cabeza no le dejaba pensar y el dolor de espalda le hacía replantearse dónde había pasado aquella noche. Para su sorpresa, estaba entre rejas y su cama había sido un montón de paja. Se puso en pie y se sacudió la ropa y la chaqueta que estaba tirada en el suelo. Empujó con suavidad los barrotes y la puerta se abrió dejándole salir. Aunque no llegó muy lejos, pues el policía estaba fuera en el escritorio. Era un señor alto y grueso, de mediana edad, con canas y un gran bigote. Jones le preguntó por su situación, todo aquello le parecía muy surrealista. «Era la única manera de bajarle de la barra de la taberna de Barry, los vecinos querían dormir y usted estuvo haciendo mucho escándalo» le decía el policía; pero también le dijo que no podía marcharse de allí hasta que no fuese alguien a por él y firmase: «lo siento, pero esa es la ley y este es mi trabajo».
Henry asintió con la cabeza y se metió de nuevo en la celda para sentarse y esperar a ver si, por la gracia divina, Marcus venía en su búsqueda. El pobre profesor necesitaba salir a respirar aire puro, sus dolores de cabeza no mejoraban, pero no fue hasta media mañana cuando Marcus Brody apareció por la puerta de la comisaría.
—Llevo esperándote desde las diez de la mañana, ¡Marcus! —el tono de Jones era de completo reproche.
—¡Y yo llevo buscándote desde las nueve y media!
—No me digas que has estado tres horas para encontrar la comisaría de un pueblo que solo tiene cuatro casas.
—Sí, pero tienen más calles de las que imaginas. Y, además, las calles no tienen nombre. ¡Son todas iguales! Con tejados a dos aguas y la pared de color blanco. Por no mencionar a las señoras, creo que eran gemelas…
—Déjalo, vamos a la iglesia.
—…porque, primero, una me ha invitado a desayunar. Yo, claro, ya había desayunado y le he denegado muy amablemente la oferta. Pero, luego, otra señora igual me ha vuelto a preguntar y… Henry, ¿me estás escuchando?
Jones había abierto su libreta y aligerado el paso, Marcus se había quedado un poco por detrás pero no por eso dejaba de seguirle. Además, Henry no fue a la habitación a asearse porque decía que se les haría tarde y que tenían mucho trabajo por hacer. Eran días de mucho calor, y el camino hasta la iglesia, que se encontraba en lo alto de un cerro, no contenía ni una sombra. Se tuvieron que secar el sudor de la frente varias veces con un pañuelo y lo primero que hicieron al llegar al sacro lugar, fue beber de la fuente que se encontraba en la puerta. Entraron cegados por la diferencia de luz y mareados por el cambio de la temperatura, allí se respiraba humedad. No era una iglesia muy grande, apenas tenía cuatro filas de bancos; Henry los atravesó hasta llegar al altar, ponerse de rodillas y santiguarse. Brody paseaba por las naves laterales. El párroco les preguntó por su interés y les deseó suerte en su investigación, pues no creía que allí pudiesen encontrar mucho. Nunca había habido un gran archivo, ni siquiera tenían una biblioteca ya que el único manuscrito que tenían era el de los nacimientos, y apenas nacían una o dos personas por año. De valor, nada. El retablo era pobre y el único metal que podían encontrar era el de los candelabros y el del sagrario. Definitivamente no tendrían nada, solo los recuerdos auto-ficticios del pueblo.
Notes:
1 Taliesin. (s. VI). The Battle of Gwen Ystrad: «The men of Catraeth arose with the dawn, about the Guledig, of work a profitable merchant». Los hombres de Catraeth se levantaron con el alba, cerca de Guledig, del trabajo del mercader provechoso.

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