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Su Mejor Secreto

Summary:

Los años han pasado y las persecuciones poco a poco empezaron a cesar. Pucca aceptó que en ese instante, el amor no era la prioridad de aquél a quien ella más quería y se concentraron en sus propias vidas, en sus propias obligaciones. Crecieron y maduraron. Se alejaron y quizás, solamente quizás a los ojos de los habitantes de Sooga aquel divertido amor había terminado… ¿o no?

Notes:

Originalmente había escrito esto en Octubre, pero no me sentía tan segura para publicarlo.
Es un trabajo algo -bastante- largo, así que estará dividido en varias partes. En principio mi inspiración para escribirlo fue este viejo fan art hecho por la talentosa Littlekidsin: https://www.deviantart.com/littlekidsin/art/When-will-you-love-me-410012688

No tengo mucho más que agregar, en caso que quieran que corregir algo o les haya gustado alguna parte, hagánmelo saber en los comentarios. Muchas gracias por leerme <3

Chapter Text

«Ante los ojos de los comensales y de sus propios amigos y familiares, la joven doncella de vestiduras carmesí siempre parecía tener una mirada anhelante cuando veía al joven y honorable ninja pasar.

Aquellos ojos pardos intentaban traspasar la línea de aquel juramento y susurrar más allá de ese voto silencioso que no hace mucho había roto un tenue y esperanzado: ¿Cuándo? ¿Cuándo podrás amarme?»

En algún lugar del pacífico sur de Corea se encontraba una tranquila villa que solía pasar desapercibida llamada Sooga, rodeada de amplios bosques de bambú, cascadas de agua cristalina y montañas lejanas cubiertas de una preciosa y tenue neblina. Era una aldea oculta de ensueño, un amplio pueblo casi atrapado en el tiempo y para aquellos que se atrevían a aventurarse a cruzar sus cercanías la fascinación que les quedaba se sentía corta de explicar cuando relataban la belleza de sus boscajes de caña, de la paz que se respiraba y el pulcro aire no contaminado por la huella humana. Y no había cabida para los recuerdos gratos que se llevaban de la hospitalidad local que ofrecían sus aldeanos.

Como cualquier pueblito del oeste asiático, Sooga estaba decorada por un conjunto significativo de hanoks con pagodas construidas en sus techos, ventanas octogonales y los típicos colores del carmín, blanco y el pardo de la madera, un sitio donde se respiraba historia en cada esquina de sus calles. Era conocido por ser un territorio de retiro espiritual para muchos viajeros, sin embargo, un sitio en particular solía destacar en Sooga por encima de todas las tiendas locales, el Dojo o sus templos.

El fabuloso Goh-Rong.

El Goh-Rong era el restaurante por excelencia en aquél lugar —sin mencionar el único que existía en la aldea—, tanto los locales como los turistas y mochileros se permitían una visita tan solo para probar sus exquisitos y legendarios fideos. El “JaJang” era el platillo estrella de la cartilla, llevada de la mano de tres expertos cocineros en su área; Ho, Dumpling y Linguini.

Los tres hermanos habían logrado poner a Sooga en el mapa gracias a su destreza con los fideos, no por nada eran conocidos como «Los Chefs» un grupo de excelencia gastronómica orientada a los fideos chinos y que era liderado por ellos mismos.

Por sus maneras de cocinar tan diferentes de lo común, el Goh-Rong muchas veces no veía abasto ante tanta clientela que iba y venía, además que, con el pasar de los años su popularidad creció y no había turista que alguna vez hubiese ido a Sooga y no hubiese tenido la «experiencia JaJang» como habían bautizado los forasteros.

Aunque hace unos años atrás, en Sooga había algo más que sólo la «experiencia JaJang».

Hubo una época donde el suelo temblaba y las risas se escuchaban entre las callejas de aquella pintoresca aldea. En donde una jovencita perseguía constantemente a un joven con tal de tener un poco de su amor.

Hace mucho tiempo atrás era de lo más común ver a Pucca correr detrás de Garú.

Aquel divertido amor era el pan de cada día en Sooga, Pucca, la pequeña sobrina de los tres chefs, siempre estuvo profundamente enamorada de Garú, un joven ninja en entrenamiento de carácter misterioso y taciturno que era contemporánea con la niña.

Y que decirte, vaya amor fue aquél.

Muchos lo tomaban como un simple romance infantil, de esos amores platónicos que los niños solían tener cuando se emprendía poco a poco el ineludible acercamiento a la pubertad, no obstante, Pucca fue tan insistente durante tanto tiempo que los ciudadanos de Sooga empezaron a verlo más como una cosa del destino —o simple necedad de su parte en las lenguas más viperinas del pueblo— y una muestra de tenacidad de parte de la chica hacia Garú.

Y aunque Garú no fuese tan cooperativo ante las demostraciones de afecto, a veces, solo a veces…podías llegar a pensar que le correspondía de algún modo. Quizás él solo era una persona tímida como cualquier otra, además de ser solo un chico, inexperto en estas cuestiones como la niña que lo perseguía con la ilusión de un amor como el de las películas.

Sus percusiones perduraron por un largo tiempo y se extendieron por toda Sooga. Era sencillamente tan normal ver a la morena persiguiendo al ninja, tal y como tomar el té por las mañanas junto a tu desayuno o como el sonido de la lluvia en el techo o como el sol saliendo cada mañana, era una cotidianidad tanto para los desconocidos, como para los miembros más cercanos de la singular pareja.

Probablemente por este mismo motivo fue tan repentino cuando de un día a otro, estas mismas persecuciones dejaron abruptamente de suceder.

Hasta ahora nadie sabía con exactitud qué había sucedido, rayos, ¡ni siquiera Abyo o Ching, que eran las amistades más cercanas de ambos lados podían dar respuesta a ese por qué! Simplemente se detuvieron un día y, hasta ahora, solo había pequeñas teorías entre los ciudadanos de lo que pudo haber pasado para que se interrumpiesen de forma tan repentina.

Unos comentaban que, finalmente, el reservado muchacho había rechazado contundentemente a la ilusionada Pucca —lo cual solían descartar casi de inmediato, ya que al recordar a la Pucca de ese entonces sus emociones podían llegar a ser tan volubles que afectaban incluso el clima de aquella pequeña villa, de haber habido un rechazo se habría notado de inmediato en el tiempo—, otros que la chica de singulares moños se había cansado de estar persiguiéndolo por tanto tiempo sin obtener resultado alguno y, algunos más chismorreaban, que todo había sido simples disparates de niños inmaduros que en algún momento iban a terminar.

Todo eso había acontecido cuando Garú cumplía apenas la mayoría de edad y Pucca, siendo dos años menor que él, apenas estaba empezando a superar la vertiginosa adolescencia.

Sin embargo, de haber sido en malos términos o no realmente nadie podía llegar a saberlo, puesto que después de ese día, ambos se trataban con cortesía y distancia, como el par perfecto de desconocidos que podían llegar a ser desde un principio. Casi hasta podías creer que habían terminado como amigos.

De lo único que se había llegado a saber fue de Dada, quién manifestó que sólo podía recordar de ese día a una joven Pucca llegando a su hogar con una expresión tranquila, pero inconmensurablemente triste. Sus tíos, sobre todo el tío Dumpling, la acompañaron en su habitación el resto de aquella tarde que, si el muchachito torpe podía admitir, había sido decorada por nubarrones de lluvia durante todo el ocaso tanto que llegó a pensar que la tempestad que azotaría al pueblo más tarde o en el mejor de los casos al día siguiente, sería completamente implacable.

Que gran sorpresa fue para él —y hasta para la misma Pucca— cuando al alba del día siguiente el cielo nunca había estado tan alegre y pulcro como en ese entonces.

De aquél suceso ya han pasado un poco más de ocho años.

Las estaciones fueron pasando y el bien aventurado tiempo alcanzó a los jóvenes de toda Sooga, Abyo siguió perfeccionando sus técnicas de kung-fu y, milagrosamente, ya no se arrancaba la camiseta tan seguido —una verdadera lástima para el sastre local—. Ching, se convirtió en una mujer agraciada y tenaz que actualmente ha empezado a enseñar en la Academia Tortuga de su padre. El torpe de Dada continúa trabajando para el Goh-Rong, no obstante ya no se deprime tanto como antes y ha logrado convertirse en un buen anfitrión para los comensales. Después que se acabase la época de persecuciones las cosas iban sorprendentemente tranquilas en el pequeño mundo que era aquella aldea oculta entre los bosques de bambú, rayos, ¡e incluso Tobe y sus ninjas habían dejado de producir tantos problemas!

En cuanto a Garú, como era de esperar creció y se volvió un ninja de admirar, digno de ser calificado como todo un artista marcial —y aunque muchos le decían que ya había completado su entrenamiento, él siempre contestaba alegando que todavía tenía mucho que aprender—, recuperó el honor que había sido arrebatado del apellido de su familia y, por sus grandes obras y la protección y servicio que proporcionaba a la comunidad, fue nombrado no solo como uno de los cabecillas de la aldea, sino como el protector de Sooga por todo lo alto. Pese a todo, era una alegría decir que su actitud no había cambiado demasiado de aquel jovencito de doce años que perseguía la disciplina y la honestidad por sobre todas las cosas hace mucho tiempo atrás, todavía seguía viviendo en las afueras de la pequeña villa junto a Mío, su gato, pero ahora tenía más responsabilidades encima y un honor y un pueblo el cual proteger y perpetuar.

Y, ¿Pucca?

Bueno, se ha de admitir que las personas no iban al Goh-Rong únicamente por los fideos y la comida gourmet que ahí servían.

Aquella joven chica enamoradiza se había abocado al negocio con madurez y orden después de dejar de perseguir a Garú por tanto tiempo, su cocina si bien no se podía comparar para nada con la de sus tíos, había mejorado considerablemente tanto que Ho, en tono de broma, ha comentado que ya nada de lo que cocina la muchacha se mueve cuando lo sirves en el plato.

Sinceramente, eso era un progreso agigantado —o eso solía decir Dada en silencio—.

Había dos cosas por las cuales la clientela solía frecuentar el Goh-Rong.

Uno, sus fantásticos fideos con una incomparable sazón y gusto que no se podía encontrar fácilmente en el continente asiático. Y dos, la dulce y hermosa camarera que atendía con total amabilidad a todo aquél que iba a cenar al apacible restaurante.

— ¡Pucca! ¡Mesa número cinco! —la exclamación se escuchó desde el interior de la cocina, una conocida voz gruesa y ronca que pertenecía al tío Dumpling.

Con un levantamiento de cabeza, la jovencita produjo aquél singular sonido de afirmación mientras dejaba dos platillos ante una pareja de mochileros de aspecto occidental, quienes la observaban casi como en un sueño puesto que sus movimientos eran tan fluidos y elegantes que te dejaban completamente encantado. Sus ojos rasgados los examinaron tan sólo un instante, antes de tenderles con completa educación los respectivos palillos hechos de madera acompañada de una suave sonrisa que dejó en evidencia dos pequeños pares de hoyuelos en cada mejilla sonrosada.

Disfruten su comida —fue lo único que pudieron escuchar de la mano de una voz tenue y meliflua, casi átona a no ser que tuviese buen oído. Y sin más en ese instante, la morena avanzó a una velocidad apremiante moviéndose con soltura en medio de las mesas dispuestas en la estancia y con rapidez en dirección hacia la cocina.

Los comensales dejaron escapar un suspiro casi rayando en lo risueño. Vaya jovencita tan encantadora…

El vapor contenido en la cocina golpeó las blancas mejillas de la muchacha al entrar. La sonrisa se escapó de su boca al ver a sus tíos cocinar con completa efusividad y entusiasmo, una vista de la que nunca se cansaría. Los años les habían pasado factura tan solo en sus aspectos, una cana aquí, otra arruga allá y manos callosas por el esfuerzo y los frutos bien aventurados que cosechaban día a día de su restaurante, Pucca podía decir, con total alevosía, que estaba orgullosa de sus tíos por sobre todas las cosas.

El siseo del enorme sartén se escuchó por toda la cocina, el sonido del cuchillo era impecable contra la madera al cortar los fideos y el cascabel de los condimentos que parecían flotar en las manos de aquellos tres hombres era una orquesta sinfónica única y un deleite auditivo para todo aquél que se considerase fanático de la buena comida.

Era un nivel al cual Pucca estaba segura no podría llegar con facilidad de la noche a la mañana. O quizás nunca llegase siquiera.

Linguini alzó la vista de sus instrumentos cuando sintió la presencia de su amada sobrina, le dedicó una sonrisa que ella misma le correspondió.

— ¡El día va como fideos en un buen caldo, princesa! —exclamó con regocijo picando los fideos sin siquiera tener que supervisar lo que estaba haciendo. Pucca le dio una sonrisa amplia y entusiasta, mientras se remangaba las telas rojizas de su atuendo y depositaba en sus manos la fina porcelana deliciosamente decorada con ornamentos donde vertían el caldo con los vegetales, carnes y, por supuesto, los sabrosos fideos.

—Será mejor que te apresures con eso, Pucca, hoy tenemos muchos clientes —apuntó Ho con la mentalidad inquebrantable de siempre.

Un ligero estruendo se escuchó en las profundidades de la cocina, los tres chefs llevaron la vista al cielo y rezongaron con cansancio.

— ¡Dada! ¡Ayuda a Pucca con las órdenes y deja de jugar en el fregadero! —gritaron casi al unísono un regaño al pobre muchacho rubio, que salió destilando agua por todas partes y con espuma en sus delgados brazos desde una enorme tina de madera donde solían lavar todas las vajillas del restaurante.

— ¡Voy! Oh, dioses…—masculló nerviosamente, mientras sostenía un pañuelo para quitarse todo rastro de jabón y agua de las manos y brazos—  ¡Voy!

Pucca negó con una pequeña sonrisa fraternal, terminó de colocar cada orden en sus brazos y se encaminó nuevamente hacía el área de las mesas con un nervioso Dada musitando disculpas y susurros penosos. Empujó con su delgado cuerpo la puerta y el comedor le volvió a dar la bienvenida, atrayendo miradas curiosas de comensales aquí y allá, y es que a tan sólo la flor de su juventud, la chica de ojos rasgados ya atraía la atención con aquella aura dulce y servicial que desprendía desde su niñez, algo por lo cual en Sooga muchos la conocían.

—La sobrina de Los Chefs se ha vuelto una mujer de bien —comentaban algunas señoras de avanzada edad, mientras justamente la mencionada dejaba los platillos frente a ellas con palillos colocados expertamente en sus bordes.

Pucca les dio una sonrisa cordial antes de irse a la mesa de al lado y, contagiadas, las mujeres sonrieron de igual manera.

Una de ellas tomó una exhalada y separó sus palillos chinos volviendo su atención a su almuerzo. A los pocos segundos, habló en relación al comentario que una de sus amigas había hecho:

—Sí, la han educado muy bien —sorbió las larguiruchas y humedecidas pastas, después de tragar y saborear, únicamente añadió—. Es una fortuna que haya dejado a tiempo aquellas acciones tan mundanas y deshonrosas que tenía en su niñez.

Con un asentimiento completamente de acuerdo, otra de las ancianas se mostró acorde con aquella «inofensiva» opinión.

—Los viejos de Dumpling, Ho y Linguini actuaron a tiempo, ¡imagínate que la hubiesen dejado seguir abalanzándose sobre aquél muchacho y hacer aquellas demostraciones tan vulgares de afecto en público! —se airó, mientras introducía un pedazo de tofu a su desdentada boca.

—Es una alegría saber que eso terminó, una jovencita de bien no puede comportarse de ese modo —negó con vehemencia otra de las señoras—. ¡Sería una completa deshonra para su familia!

El pequeño grupo produjo un respingo en sus sitios cuando, repentinamente, Pucca les dejó —con una delicadeza no tan…delicada— en la mesa un vaso de agua a cada una de forma respectiva, todo eso sin quitar su sonrisa ya no tan dulce, pero si cordial y educada.

Las ancianas pestañearon, sin saber realmente que decir.

Una de ellas decidió romper el silencio poco después al toser de una forma un tanto brusca e incómoda.

¡Ejem! Esto, gracias, Pucca —balbuceó ella.

Con una reverencia respetuosa, la muchacha finalmente se marchó con un semblante circunspecto, casi ignorante de la conversación que con obviedad había escuchado a tan sólo unos kilómetros de las ancianas sobre su comportamiento cuestionable en su infancia y adolescencia.

No estaba irritada o avergonzada por ello en absoluto.

Y, ¿qué sabían ellas para empezar?

Intentó no entristecer su semblante cuando ciertos recuerdos no muy alegres quisieron emerger desde lo más profundo de su mente —y quizás un poco de su alma—, detuvo aquella línea de pensamiento con un movimiento de su cabeza y se centró en lo verdaderamente importante. Su trabajo.

—Eeh… ¿Pucca?

Ella desvió la mirada hacía la voz nerviosa, dejando escapar un suspiro y una sonrisa pequeña al ver al pobre Dada hecho un manojo de nervios con varios platillos en sus manos —inclusive logró colocar uno en su cabeza, quién sabe cómo se mantenía en equilibro el torpe chico—. Él se tambaleaba quizás con demasiada frecuencia y el caldo de cada bol de porcelana peligraba en derramarse en el suelo.

Finalmente le dio una pequeña sonrisa nerviosa, gritando silenciosamente por apoyo, socorro, lo que sea.

—Ah…—mascullo— ¿Ayuda?

Pucca negó para sí misma, acercándose y tomando cada platillo ágilmente en sus manos, como una malabarista de circo, sin ensuciar si quiera el precioso hanbok color carmín de mangas largas y que ahora era común verla usar como conjunto diario, abandonando sus viejos camisones color rojo que solía usar durante su niñez. No obstante, permanecían las mallas oscuras de siempre, torneando sus bien definidas y fuertes piernas.

Dada suspiro de alivio cuando en sus manos solo quedó el bol de fideos que había estado luchando precariamente por equilibrio en su cabeza, lo depositó en una mesa aleatoria sin siquiera cuestionarse si era la orden solicitada en primer lugar, sin embargo, Pucca decidió no comentarle nada al respecto. Suficiente tenía con mantener en equilibrio todos estos platos —que no era realmente un problema para ser exactos, pero no quería hacer sentir peor a Dada—.

Ambos se miraron tan sólo por unos instantes, el nervioso muchacho estaba a punto de pronunciar alguna palabra cuando oyeron la enorme puerta del Goh-Rong abrirse nuevamente, a pesar de ello, ninguno volteó para ver a los recién llegados y solo se dedicaron a sentir el ameno viento que entró junto a los posibles nuevos comensales.

Los comentarios de aquellas ancianas volvieron poco a poco a hacerse eco en su mente y Pucca frunció casi con cansancio su ceño. No quería pensar en eso. Finalmente para distraerse nuevamente de ese asunto, le habló a Dada con una voz tenue y casi, casi severa.

Atiende la recepción, Dada —ordenó, haciéndolo dar un respingo y sonrosarse de vergüenza, era raro que Pucca le dirigiese la palabra, es decir, de esta forma.

No era algo que ocurriese seguido, extraoficialmente su voto de silencio había terminado hace unos años, sin embargo, ella siempre se había caracterizado por ser silenciosa —a su manera—. Sin más e ignorando la reacción del chico, Pucca se embarcó nuevamente a sus labores.

Dada ni siquiera tuvo tiempo de afirmar o balbucear algo, de inmediato se fue corriendo a la recepción a poner su mejor semblante, sinceramente cada vez que Pucca hablaba era una señal roja y brillante que, lo que sea que ella hubiese dicho, debía acatarse de inmediato.

Cuando el muchacho rubio hubiese llegado al mostrador casi desfalleciendo, se sostuvo un instante de la superficie en un intento de recuperar el aire.

—Bienve…—jadeo—…nidos al Goh-Rong.

Se irguió todo lo que podía para demostrar seguridad y dio su mejor sonrisa antes de mirar a los recién llegados.

— ¿En qué puedo servirles?

En respuesta la mirada se la devolvió un simpático y bien conocido joven de piel morena, enfundado en una camiseta negra apretada que dejaba apreciar una bien formada musculatura, con las mangas recogidas que revelaban fuertes y ejercitados brazos y unos pantalones oscuros amplios especiales para practicar todo tipo de movimientos de kung-fu. Su semblante relajado tenía una sonrisa burlona perpetua, pero amable y cordial.

—Por dios santo, Dada. No seas tan formal —se burló Abyo con un tono de voz pícaro y ladeando su cabeza hacía un lado, mientras los mechones de cabello oscuro y alborotado se movían en reacción a sus propios movimientos.

Dada se abstuvo de poner los ojos en blanco.

—Es mi trabajo, Abyo.

Abyo se rió con ganas, negando mientras se apoyaba del mostrador.

— ¡Oh, vamos! ¡No seas tan estirado, viejo! —rió con una sonrisa amplia—. Tanto tiempo sin venir por aquí y ¿nos recibes con esa cara?

El muchacho de rasgos budistas arqueó una pequeña ceja sin comprender a lo que él se refería « ¿Nos?».

La réplica la obtuvo cuando una presencia masculina, silenciosa y callada se postró al lado de Abyo. Dada pestañeó, desorientado ante el aspecto de aquél hombre; si Abyo por si solo era bastante alto —midiendo uno con setenta y nueve—, este muchacho lo dejaba muy por debajo de una forma poco ortodoxa con su porte y altura, ¿quizás uno con ochenta y cuatro? ¿Uno con ochenta y dos? No pudo especificar, pero de lo que sí estaba seguro es que tuvo que alzar un poco la cabeza para poder mirarlo directamente —por supuesto, él y sus humildes uno con setenta y cuatro centímetros—, lo cual logró que se sintiese más pequeño de lo que ya se sentía cuando localizó unos ojos oscuros, serios e impasibles.

Tragó grueso, ¿quién demonios era él?

Tenía una larga y alborotada melena turmalina amarrada en un coleta alta, acompañándolo con un flequillo corto con mechones que caían con gracia sobre sus facciones fuertes, pero masculinas y atractivas a su vez. Aquél apuesto rostro era acompañado por un semblante taciturno y sereno junto a unas cejas pobladas y oscuras.

¿Samurái? No, no tenía aspecto de serlo, y ¿qué haría uno en Corea para empezar? Se olvidó de eso y se fijó en su vestimenta, la cual estaba más inclinada hacía la de un ninja experimentado; un shinobu shozoku1 o más bien mono en color negro con un corazón rojo sangre en la parte superior izquierda y con los bordes del pecho en escarlata haciendo un contraste increíble con quién lo portaba. Al igual que Abyo, su musculatura fuerte lucía inclusive por encima de su traje, una túnica descansaba sobre sus hombros y cubría unos brazos fornidos y duros cubiertos por un vendaje blanco que llegaba hasta sus muñecas. Finalmente localizó una katana guardada en su vaina y una mano cubierta por unos guantes sin dedos rojizos que sostenían con firmeza el mango de aquella arma.

Ambos cruzaron miradas por un instante y Dada sintió que la boca se le secaba del pavor. No obstante, fue salvado por la voz alegre de Ho que atrajo la atención de los tres al instante.

— ¡Ah! ¡Garú! ¡Abyo! —Soltó el hombre de tez pálida—. ¡Cuánto tiempo!

Dada pestañeó estupefacto y, por alguna razón, detectó de soslayo como Pucca se había detenido durante unos instantes en sus movimientos, para luego seguir entregando órdenes mesa por mesa como si nada, fingiendo que aquel asunto no tenía absolutamente nada que ver con ella.

Con cero disimulo, el joven budista volvió su mirada hacía el alto muchacho.

— ¿¡Garú!?

Él pestañeó en respuesta, sin mostrar mucha afección por el estado del rubio y arqueó una de sus cejas con un simple sonido grave de su garganta.

— ¿Mhm?

Abyo puso los ojos en blanco, fastidiado.

—Vamoooss… —alargó las últimas letras con desgana y una mueca, cruzándose de brazos ofendido— ¿qué acaso es tan sorprendente que lo vuelvan a ver?

Dada se olvidó de toda reserva posible y respondió sin salir de su asombro. Unas gotas de sudor bajaron por su cien.

— ¡Por supuesto que sí! —Afirmó con premura—. ¡Tenías casi un año sin pisar Sooga!

Teníamos, más bien —corrigió el moreno con un carraspeó, todavía muy indignado por pasar tan desapercibido al lado de su mejor amigo. Luego, sonrió con suficiencia.

— ¡No podemos quedarnos tanto tiempo en un solo sitio con tantas responsabilidades! —se regodea sin pena alguna y ahora es Garú quién tiene que suspirar agotado por los alardes que recién comenzaban de parte de Abyo.

Detrás de Ho emergieron Linguini y Dumpling desde la cocina, los hermanos demostraron su asombro al ver a ambos muchachos de nuevo en su restaurante.

— ¡Miren nada más quién nos viene a visitar! ¿Eh? —Exclamó Linguini con alegría, acercándose al moreno con un aire paternal—. Nuestro querido guardián de Sooga.

Garú sintió que se ruborizada un poco, puede que hubiesen pasado tres años desde su nombramiento, sin embargo, todavía no se acostumbraba a que se dirigiesen a él con tan importante y distinguido —y, sobre todo, honorable— título.

—Has crecido mucho, muchacho —le elogió Ho con un asentimiento—. Todo ese entrenamiento ha dado grandes frutos, ¿no es así?

Garú les concedió una pequeña sonrisa avergonzada y modesta, mientras hacia el ademán de bajar su cabeza en señal de respeto ante los tres mayores. Dumpling se acercó por su izquierda y le dio unas cuentas palmaditas en el hombro a señal de cariño.

—Siempre es un placer tenerte en el Goh-Rong, chico —declaró el menudo señor con una sonrisa que lucía inclusive por debajo de su barba y bigote. Abyo hizo un pequeño puchero, y el hombre sin vergüenza alguna se echó a reír, corrigiéndose—. ¡Tenerlos, quiero decir!

—Anda…todos actúan como si fueses lo más importante aquí —berreó dándole un pequeño golpe amistoso en su hombro a su mejor amigo. Garú ni se vio ni un poco afectado, lo cual hizo sentir al moreno aún peor—. ¡Oh, vamos!

Se quejó, mientras con el fantasma de una sonrisa burlona el taciturno muchacho negaba con suavidad. Al final, Abyo exhaló agotado, tronándose el cuello en el proceso.

—Lo dejaré pasar por esta vez —advirtió con una pequeña sonrisa altiva—, únicamente porque después de viajar durante cuatro largos días con está roca de aquí —señaló a Garú a su costado con el pulgar— desde la Aldea Won-Eu me dejó completamente agotado y hambriento.

No escatimó en hacer un recalque obvio en lo último.

—Bueno, después de un viaje tan largo de seguro es normal que tengan tanta hambre —comentó Ho captando la indirecta. Sus hermanos asintieron de acuerdo, mirándose entre ellos.

Linguini volvió su semblante severo hacía el pobre rubio que estaba casi refugiado detrás de la mesilla de la recepción, manteniéndose al margen de aquél acalorado reencuentro.

— ¡Dada! —El mencionado casi rebotó en su sitio— Búscales a nuestros dos muchachos una buena mesa —ordenó, colocando cada mano en la cabeza de Garú y Abyo respectivamente para luego sacudir sus melenas con cariño—. Hoy la casa invita chicos, pidan lo que quieran.

De no haber sido por Garú, Abyo se habría arrancado la camisa —una vez más— de la emoción. El muchacho estaba trabajando en controlar eso, principalmente por ahorrar costos en la sastrería.

Casi saliendo disparado del mostrador, Dada le dio su mejor reverencia a ambos chicos y empezó a caminar casi como un robot de lo tenso que se encontraba.

—Po, por aquí por favor… —les indicó con el aire contenido en sus pulmones y los nervios de punta.

Abyo bufó y siguió al torpe muchacho mientras murmuraba algo parecido a: «Muy formal…» con un chasquido de su lengua. Garú los siguió desde atrás, a la par que los saludos y los vítores no se hacían esperar entre los comensales del restaurante.

«Vaya, se han vuelto muy respetados», pensó el budista observando la estancia y fijándose como a cada segundo el dúo de guerreros correspondía cordialmente a todo aquél que los saludase, de todos modos, no había habitante de Sooga que no los conociese por sus hazañas en el pasado. Les echó una mirada por encima de su hombro mientras se acercaban a una de las mesas, Abyo parecía estar disfrutando en demasía la atención recibida —sobre todo de las jovencitas que lo saludaban con coquetería—; Garú en cambio estaba igual de taciturno como acostumbraba, metido en su propio mundo y, aunque era el que más miradas atraía, él no parecía enterarse de ello.

Más bien sus ojos oscuros se apreciaban algo melancólicos y nostálgicos, era como sí…estuviese buscando a alguien sin saberlo.

Y ahí Dada cayó en cuenta que desde hace unos minutos no había vuelto a ver a Pucca.

Chapter 2: II

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Llegaron a una de las mesas ataviadas en un mantel escarlata con detalles de dragones en sus bordes y decorado cuidadosamente con un jarrón de crisantemos y tulipanes en su centro. Ambos muchachos tomaron asiento y Dada les tendió el menú un poco más relajado.

—Aquí…aquí tienen. Como dijeron los chefs, pidan lo que quieran —suspiró agotado mientras sacaba su libreta y su lápiz—. La casa invita.

—Durante estos años hemos actualizado bastante el menú, no obstante, nuestros fideos JangJang siguen siendo el platillo estrella —explicó con una sonrisa orgullosa, Linguini asintió a su lado con los brazos en jarras.

— ¡Tienes razón, hermano!

Abyo literalmente casi babeaba sobre la cartilla al observar las fotos de todos los platillos disponibles, su emoción solo era aunada por el preludio de saber que cualquier cosa que pidiese iba a ser ¡gratis!

—Creo que pediré un poco de todo esta vez —dijo con una sonrisa hambrienta, Dada garabateó nerviosamente en la libreta, sin saber muy bien a qué se podía referir con “un poco de todo”.

Mientras tanto, Dumpling fijó su atención nuevamente en el joven ninja que ojeaba con una renovada curiosidad todas las opciones presentes del menú.

— Así que, Garú, ¿vienes por tus fideos sencillos, muchachón? O, ¿algo más? —arqueó una ceja el menudo hombre con una sonrisa cómplice.

Justamente una presencia femenina volvió a salir de la cocina con más órdenes en sus brazos listas para entregarse y, por más que intentó pasar desapercibida, sintió la mirada acusadora de su tío favorito sobre ella.

Para mala suerte de Pucca, Garú no pudo evitar llevar su mirada hacía donde Dumpling miraba.

Estuvieron a punto de cruzar de miradas, no obstante, la muchacha fue mucho más rápida y  antes de casi deja caer una de las órdenes de entre sus manos, intentó encarecidamente no prestarle atención a la conversación y volvió impasible —y con éxito— a su trabajo.

La sonrisa del regordete hombre sólo se amplió aún más cuando el pobre ninja volvió la mirada hacia el frente sin saber muy bien de qué color tenía los pómulos —en realidad, sólo tenía un ligero color en sus mejillas por suerte— y tan sólo negó con vehemencia, carraspeando en un intento de no buscar a alguien en específico en la enorme estancia.

Compostura, Garú, compostura. Su mirada permaneció impasible, lo cual era un alivio y no dejó entrever el efecto que aquella indirecta desvergonzada podía haber causado en él.

Abyo se rió para sí mismo unos centímetros más allá mientras observaba la escena, ¡qué alivio que no era el único que quería poner de los nervios a Garú hoy! Dada en cambio estaba que se orinaba encima ¡dioses, con lo cambiado que estaba podría con los tres chefs en menos de un parpadeo!

Bien, tal vez solo estaba desvariando y se encontraba más temeroso de lo normal de lo que Garú podía hacer si seguían molestándolo. Vamos, él no estaba exagerando…o bueno, quizás sí lo estaba.

Garú se rascó la nuca con una pequeña mueca y Dumpling entendió que no debía presionarlo demasiado. Así que tan solo se echó a reír junto a sus hermanos mientras se dedicaban una mirada llena de complicidad e intriga, sin embargo, no dijeron nada más. Esa reacción ya les decía lo suficiente.

—Bueno, nosotros volveremos a la cocina —alegó Linguini despidiéndose de los muchachos—. Cuando decidan qué pedir, háganselo saber a Dada, ¿sí?

Dada exhaló de forma profunda cuando los tres hombres desaparecieron por la enorme puerta que llevaba a la cocina. Llevó su mirada al cielo y luego nuevamente a los dos chicos. Se le veía cansado.

—Sí, háganmelo saber, ¿vale? —el sarcasmo y la ironía presente en su voz, como no.

Abyo no le prestó atención, seguía sumergido en el sin fin de platillos del menú todavía indeciso sobre qué pedir o si pedir un poco de cada cosa —que venga, iba a terminar obeso si lo hacía—. Garú en cambio volvió a echarle una ojeada a las opciones, suspirando de alivio cuando localizó lo que siempre ordenaba: fideos sencillos con un poco de salsa. Todo lo demás se veía sumamente tentador, no obstante, el joven ninja era, en este aspecto, como un libro abierto. Sin duda alguna los Chefs no se equivocaron con él.

Sonrió amenamente, satisfecho con su elección y cuando alzó la vista para indicarle a Dada su orden, el muchacho había desaparecido.

Miró hacía los lados en un intento de encontrar al joven budista y terminó encontrándolo jadeante en la recepción del Goh-Rong mientras se presentaba ante un grupo considerable de clientes que venían a pedir una mesa.

— ¡Bien…—jadeo— aventurados al Goh-Rong!

Fue lo único que pudo oír del nervioso rubio antes que el bullicio de los demás clientes empezase a marearlo. Suspiró y llevó la mirada al cielo, suponía que debía esperar un poco para que pudiese venir a anotar su orden.

Abyo todavía no se decidía y seguía ojeando una y otra vez el menú con avidez mientras susurraba para sí, así que aburrido, Garú decidió pasear su mirada oscura por el restaurante, observando silenciosamente a cada persona; a cada cliente, a cada niño o niña, a cada hombre o mujer y anciano que se cruzase por su vista.

Reconoció algunos rostros vagamente, unos más que otros si era sincero. Con todo esto de ser el “guardián de Sooga” se la pasaba más afuera de Sooga que dentro de ella irónicamente; supervisando, patrullando, en misiones importantes en solitario o en conjunto con Abyo, algunas veces incluso Ssoso venía con ellos si la cosa tendía a verse un poco más complicada.

Había perdido el contacto con la gente que, se suponía, debía proteger en primer lugar. ¿Tenía eso sentido acaso? No lo sabía realmente.

Sus pensamientos fueron interrumpidos abruptamente cuando, en su periferia, escuchó una tierna risita que lo traía de golpe a muchos recuerdos de su niñez.

Demasiados para su gusto, en realidad.

Era realmente extraño como sus ojos de alguna forma siempre terminaban en ella, inclusive sin querer hacerlo. Fuese probable por el pasado de ambos, por las persecuciones o porque, simple y llanamente, su cuerpo, su piel —hasta podría decirse que su alma—, se habían acostumbrado a ella.

Y es que tenía que admitirlo…

A veces no podía dejar de mirar a Pucca.

Muy bien, puede que fuese porque en el pasado su tonto e inmaduro yo de doce años estaba demasiado alerta cuando la chiquilla se encontraba acerca — ¿adrenalina?—, no obstante, con el pasar de los años aquella sensación de peligro que sentía cuando la azabache estaba cerca poco a poco se transformó más que en una costumbre, en un sentimiento de familiaridad. Hasta podría decirse que de seguridad.

Siempre tendría la certeza que Pucca estaría ahí para ayudarlo, para apoyarlo y él, en su tímido y vergonzoso modo, estaría ahí para ella del mismo. Hasta que un día, simplemente, ya no estuvo más ahí.

Pero eso fue antes, mucho antes.

Antes de su decisión, antes de todo este desastre sentimental y sin sentido que lo llevó a tomar una resolución radical aquella noche de verano hace tanto tiempo, a solo unos días antes de cumplir dieciocho años, a solo unos días antes de tener que volver a su Aldea natal por cuestiones que no le correspondían a ella, ni a nadie más que no fuese él mismo.

“El camino de un ninja solitario es, joven y amado hijo”. Las palabras de su padre se perdían en su memoria, su voz severa y tosca como el sonido del filo de una espada contra la madera. Eran las únicas que aún recordaba después de tanto tiempo y junto a aquella promesa que se había hecho de seguir sus pasos, no importase cuantas veces sus nudillos terminasen sangrando.

Y justo ahí, después de hace tantos veranos desde aquella ocasión, el fantasma de esa vez seguía rondando con alevosía a su alrededor. Atormentándolo, recordándole paisajes del pasado, emociones de aquél entonces.

A criterio del ninja, ella no había cambiado mucho. Quizás ahora era más madura que aquella ilusionada y enamorada niña de antaño que lo interrumpía en sus entrenamientos, no obstante, debía confesar que…

Se había vuelto no solo hermosa, sino lo que le seguía.

Con el pasar de las estaciones Pucca se había vuelto una mujer con gracia, serena y de sonrisa dulce como ella sola. La lista de muchachos que suspiraban al verla pasar era considerablemente larga y en Sooga al menos una vez podías oír los deseos anhelantes de los clientes que rogaban casi en secreto, una sonrisa correspondida de aquella bella camarera y repartidora.

¡Y como no hablar de los osados que quisieron pedir su mano! Garú había oído algunas historias de ello —no porque estuviese interesado, es decir…eran simples cotilleos que a veces llegaban a sus oídos, ¿sí?—. No era un secreto que Pucca tenía recién cumplidas unas largas y prósperas veinticuatro primaveras, así que desde hace un tiempo los tres cocineros vivían declinando sentenciosamente y sin piedad propuestas matrimoniales de hombres tan variados como fideos en el mundo —a palabra de Linguini—, alegando que su dulce sobrina no estaba interesada en desposarse todavía.

— “¡Y aún es muy joven para ello!” —siempre terminaba Dumpling aquellas conversaciones cuando alguno de esos derrotados muchachos se marchaban del restaurante con las ilusiones rotas.

Muchos decían que todavía esperaba a aquél joven y honorable ninja, sin embargo, nadie los había vuelto a ver interactuando con la misma efusividad que en los tiempos de su niñez; en antaño era el pan de cada día ver una enorme nube de polvo recorrer la pequeña aldea y que daba el aviso que, una vez más, Pucca estaba persiguiendo a un despavorido Garú.

Y cuando el azabache lo pensaba, hasta le había parecido otra vida desde aquello. No sabía exactamente como sentirse al respecto.

Es decir, a veces podía sentir que había algo en su vida llamado: «la vida antes de…» y «la vida después de…» Pucca. Así de simple, así de complicado.

Sus entrenamientos no fueron iguales después de conocer a Pucca.

Sus meditaciones no fueron iguales después de conocer a Pucca.

Su vida no volvió a ser igual después que cruzase caminos con la alegre e hiperactiva chica. La única que hasta ahora era capaz de comunicarse con él tan sólo con una mirada, tan sólo con una sonrisa o un gesto ¡inclusive con una cadencia de su risa podía saber a qué se refería! Era un libro abierto ante ella y eso, en cierta manera, llegó a aterrarlo.

Algo que durante su adolescencia, lo relacionó con debilidad. Como una piedra en su zapato que evitaba que siguiese su camino hacia la recuperación del honor de su familia, de los pasos que su padre había dejado para él en el lecho de su trágica muerte, esa enorme responsabilidad que se le había encomendado a unos pequeños y frágiles hombros de tan solo tres años.

El retazo de tela carmín volvió a captar su atención en medio de sus divagaciones y, como un insecto hacía la luz, su mirada trémula volvió a fijarse en ella.

Tendría que estar intentando disimular el hecho de que estaba observándola. De verdad debería hacer el esfuerzo, pero ese era el gran detalle. No podía.

Había cierto misticismo y armonía al ver a Pucca así, moviéndose con soltura por todo el restaurante. La joven podía compararse con una pequeña ave del color del rubí mientras atendía con amabilidad y gentileza a todo aquél que quisiese darle una oportunidad a la comida del Goh-Rong. Con una sutil y tierna sonrisa —que sinceramente estaba empezando a causar cierto calor en el pecho de Garú—, su voz tenue y meliflua era una melodía que encantaba hasta al comensal más problemático.

Porque si bien su voto de silencio había terminado extra oficialmente hace unos años atrás la jovencita seguía siendo muy reservada con su voz y, en realidad, muchas veces seguía siendo tan callada como en antaño solo pronunciando palabras cuando era irremediablemente necesario.

Y Garú escuchaba esa dulce y delicada cadencia inclusive desde su asiento, culpaba a sus sentidos desarrollados por la meditación, por el entrenamiento o por lo que sea, ya que cuando oía esa suave frecuencia su corazón se apretujaba en su pecho casi de un brinco y de su estómago las mariposas se volvían cada vez más frenéticas, anhelando salir en búsqueda de aquella voz tan bella como las flores de las colinas o incluso de las que estaban apostadas en el jarrón de su mesa.

« ¿Qué desea comer hoy?», « ¿Puedo ayudarle en algo?», «Nuestros fideos son los mejores de este lado de Corea» —eran tan solo algunas de las cortas y amables frases que podías oír pronunciar a Pucca cuando atendía algún cliente, silenciadas por el bullicio de las otras mesas o de la música de aquella vieja radio que estaba situada eternamente en la esquina del restaurante con un vinil de música de flauta que los tres hermanos ya se sabían de memoria.

Se podría llegar a decir que hasta su propio servicio era una pequeña y linda atracción del Goh-Rong, ya que todos quedaban encantados cuando la muchacha los atendía.

Cuando pasó cerca de la mesa donde él y Abyo estaban, el ninja tuvo el patético y vergonzoso impulso de aclarar su garganta para que viniese a atenderlos tan sólo para cruzar parcas palabras con ella, no obstante, un llamado en la cocina fue más rápido que el azabache.

— ¡Pucca, una orden para la mesa once! —Oyó a uno de los chefs llamarla desde el interior de la cocina.

Con premura y habilidad, Pucca se dirigió a la puerta de la cocina para recoger el pedido, esquivando casi de forma habitual al torpe de Dada que ahora se encontraba luchando arduamente para llevar unos platillos hacía unas de las mesas del modo más eficiente que podía.

El muchacho rubio localizó la mirada descolocada de Garú, quién todavía tenía las palabras y el pedido en la boca —bueno, no es como si pudiera decirla con libertad tampoco—. Le dio una sonrisa en forma de disculpa.

— ¡Lo lamento, Garú! —Suspiró, tambaleándose por un instante y recuperando el equilibrio casi al mismo tiempo, si es que eso era matemáticamente posible—Déjame terminar aquí ¡y enseguida los atiendo a ti y a Abyo!

Garú hizo un ademán para hacerle entender que no había prisa —bueno, al menos por su parte— y con una gota de sudor resbalando por su cien, el nervioso budista volvió a su trabajo justo al mismo tiempo en que Pucca salía de la cocina con olorosos fideos en bandeja, listos para servirse en la mesa frente a él.

No fue entonces cuando ella se acercó a dejar las órdenes que, por fin, él pudo apreciarla mejor.

Hace mucho ella había dejado atrás aquellos camisones rojos que la acompañaron durante toda su vida, ahora, como su rango y edad lo dictaban llevaba un precioso hanbok escarlata que caía con gracia en su femenino cuerpo, todavía usaba aquellas zapatillas color rojo que le permitían correr a todos lados —a cualquier sitio donde él estuviese— y aquellas mallas largas de lana en color oscuro con su cabello sedoso y largo encontrándose libre y sin ataduras, cayendo con gracia sobre sus facciones delicadas y pulcras. Todo aquel paisaje junto a su sonrisa dulce, le daba un toque de frescura único que Garú no había encontrado en ninguna mujer en sus largos viajes por aquellas aldeas más pobladas, más activas, tan diferentes de Sooga, tan diferentes de ella y sólo ella.

Entre lazo sus dedos sin dejar de mirarla, en un gesto nervioso para detener sus manos que picaban de ansiedad por sostener uno de esos sedosos mechones de cabello marrón oscuro entre sus dedos.

Pucca no parecía haber notado su mirada y sinceramente lo prefería de ese modo, así no arruinaría aquel precioso cuadro de ella con esa sonrisa alegre y servicial. De ella y sus lindos hoyuelos nacientes en cada mejilla. De ella con aquellos ojos rasgados que escondían una mirada gentil y suave del color de las nueces, como la de un ave que se posa en un árbol a cantar su amor a quién desease oírla.

Ladeó su cabeza tan solo un poco ante la pregunta de uno de los clientes y Garú tuvo que contener el aliento en su pecho cuando aquellos cabellos siguieron su movimiento, deslizándose con toda la alevosía posible por su rostro, sus hombros y su espalda. Cual cachetada y burla para su abstinencia, para su cobardía. La cara se le estaba poniendo roja y lo sabía. Ella pareció no comprender la duda del cliente y, en un gesto que lo trajo de golpe al pasado, se mordió aquellos labios pintados en rojo tulipán.

Recordaba ese pequeño gesto de toda la vida, del pasado mismo. Lo hacía cuando se le abalanzaba encima cuando niños. Cuanto tenía una duda o no se encontraba muy segura de algo. Ese mismo gesto lo hizo cuando, aquella noche, le dijo que todo esto debía terminar.

Lo recordaba tan bien que parecía un chiste, una tortura auto impuesta por su mente.

Había tomado su mano como siempre lo hacían cuando las miradas no bastaban para comunicarse y en pequeños movimientos de su dedo, había deletreado cada hangul2 con cuidado con el corazón en la mano y el alma hecha pedazos en la palidez de su pequeña palma.

«Esto debe terminar »

Ella pensó que estaba bromeando.

Él hubiese querido que fuese solo eso.

Los nubarrones de lluvia ocultaron la luz tenue de luna de esa noche junto a aquellas palabras no dichas, pero que se clavaron en el pecho de ambos en medio de un mar de amapolas blancas y cañas de bambú.

No hubo herida alguna, pero ambos sabían que habían empezado a sangrar.

«Y lo digo de verdad »

La joven se había mordido el labio con un semblante indescifrable, con el corazón en la mano y la mente en blanco. Ella había interpretado su semblante y sabía muy bien que aquello iba en serio, que no era una broma o un simple gesto de fastidio como acostumbraba a hacer desde que eran tiernos e ilusionados niños.

Temblorosa, Pucca había tomado su mano en respuesta, tan grande en comparación a la suya, cálida y áspera al tacto. Diferente.

Su dedo se movió con cuidado, trazando cada palabra en las formas irregulares de la piel pálida y callosa, decorada con cicatrices de años de duro entrenamiento constante.

Ese día ella también llevaba el cabello suelto, salvaje y precioso.

«Estás mintiendo »

Garú casi se ríe, porque era cierto. Como siempre, era un libro abierto.

Sin embargo, su negativa y acusación más que causarle gracia, lo hizo enfurecer. ¿Por qué tenía que ser tan terca?

«No, no lo estoy. Se acabó, Pucca»

Ella también estaba empezando a enfurecer.

«Mientes»

Y ahí empezó la discusión sin sentido, tan silenciosa y tan triste con lágrimas que empezaron a brotar de los ojos de la muchacha y a cada pequeña gota, Garú sentía que se rompía un poco más por dentro.

«Deja de amarme. Olvídame, Pucca, te lo ruego »

« ¡No puedo!»

Nunca supo cómo Pucca pudo haber soltado aquellos sollozos tan bajos y silenciosos, a día de hoy tampoco sabía cómo él no había derramado lágrima alguna tampoco. Quizás fue un castigo de los cielos y cada gota no derramada iba a terminar matándolo algún día en venganza, no sabía.

«Pucca, no puedo amarte. Simplemente no puedo. Lo la-»

En ese instante ella le había arrebatado su mano con un sonido áspero de frustración, interrumpiendo su escritura, interrumpiendo ese cosquilleo en su palma y guardándosela para sí misma, colocándosela en el corazón y en su alma quebrada, herida.

Tomó aire en un intento que las lágrimas no la ahogaran, se hizo más pequeña en sí misma cuando las temblorosas manos del muchacho intentaron reconfortarla. Se apartó. No quería su tacto, no quería perderse en su calidez en una noche que estaba resultando demasiado fría porque solo la haría sangrar más.

Fue entonces cuando el mundo se calló, cuando los grillos dejaron de cantar sus baladas y el bosque usualmente vivo en las noches como aquella, se quedó en silencio para oír esa plegaria, esa acusación.

No…no digas que lo lamentas.

Y eso había sido todo. Oír su voz por primera vez desde que la conocía lo había dejado vagando perdido, distraído y sí, quizás roto también.

Se separaron después de eso, como es obvio. Tratándose únicamente para lo rigurosamente necesario, saludándose con gentiles y educados asentimientos, fingiendo que el otro era únicamente parte del paisaje cuando el cruce de gestos no era prioridad para comunicarse. Ni más, ni menos.

Unos perfectos desconocidos ante los ojos de los demás.

Inesperadamente desvió sus ojos de ella, se sentía incapaz de verla en estos momentos debido a todas las emociones que estaban por empezar a brotarle desde el fondo del pecho. Volvió a escuchar su tierna risilla y su corazón rogó porque levantase la mirada así sea un poco.

Sus negruzcos ojos se posaron en el decorado de la cartilla del menú, sus sentidos ninjas despiertos a cada movimiento de la estancia y, para su mala suerte, a cada movimiento de ella. Culpó a años de duro entrenamiento, porque incluso sin verla podía visualizarla moviéndose por entre las mesas, esquivando a Dada una vez más y atendiendo con dedicación a todo aquél que tuviese hasta la más pequeña duda. Delineó distraídamente el contorno del dragón color oro que decoraba la portada del menú del Goh-Rong, escuchó la voz de Dada una vez más, sin embargo, no pudo descifrar con exactitud qué era lo que estaba diciendo.

Volvió a escuchar esas características cadencias que Pucca solía soltar para comunicarse, un resoplido exasperado y el sonido de una lengua al chasquear, no percibió si era en respuesta al joven budista, el bullicio de los demás clientes no lo dejaba escuchar bien. Frunció el ceño, ya recordaba porque en antaño pedía sus fideos siempre a domicilio; ninja al fin, su nivel de tolerancia a las multitudes era casi mínimo, no obstante, necesario a fin de cuentas para saber mezclarse.

Bufó soltando un gruñido ronco y viril, posando su mirada en las flores enfrente de él frescas con agua en un jarrón y decoradas con un listón color rojo que las mantenía unidas cual ramo. Una de ellas era un precioso bulbo carmín con pétalos sedosos y suaves, le recordaban a las vestiduras de cierta chica. La otra, de pétalos alargados y espesos, espolvoreada por un polvillo blanquecino parecido a las estrellas incluso desde esa distancia pudo detectar el sutil olor dulzón.

Y una vez más, le recodaba a alguien cuya presencia estaba eclipsando casi por completo a las demás de ese enorme restaurante.

«Esto es ridículo, ¿dónde quedó tu auto control?», se regañó mentalmente mientras se mordía los carrillos con fuerza, estaba frustrado. Su mirada aguda fija en las delicadas flores. Negó en un intento de despejarse «Simplemente no la veas. Aquí no. Disimula», bien, podía hacerlo.

O al menos eso fue lo que creyó hasta que Abyo, tan oportuno como siempre, cerró la cartilla firmemente y con un porte seguro e ilusionado dijo:

—Más le vale a los Chefs prepararse, esta va a ser una orden monumental —se vanaglorió con una sonrisa confiada y desvió su mirada hacía Garú—. ¿Y tú ya decidiste que pedir, Garú?

Su amigo asintió distraídamente, las preciosas flores del jarrón parecían haber atraído toda su atención. Lo cual era un alivio, no quería seguir pensando en Pucca.

Abyo observó su alrededor en busca de Dada, el cual parecía habérselo tragado la tierra en ese instante —o quizás estaba escondido entre una pila de órdenes que, graciosamente, él no podía manejar en absoluto—, sin embargo, sí que encontró a Pucca atendiendo una de las mesas más allá. Al principio Abyo no la reconoció, así que pensó que era una camarera nueva.

— ¡Hey, chica! —le llamó, sacando de su ensueño de una manera brusca al ninja. La muchacha de ojos rasgados alzó la mirada en dirección a la voz del moreno con un semblante confuso, no obstante, cuando vio de quién se trataba sus palmas empezaron a sudar.

Garú miró inquisitivamente a Abyo, como rogándole que no dijese palabra alguna.

— ¿Podrías atendernos, por favor? —Y, evidentemente, no le hizo caso.

Pucca buscó de soslayo a Dada con premura, pero como si los dioses quisieran jugarle una mala broma, el muchacho rubio no se encontraba por ningún lado. Infló sus mejillas en señal de frustración y vieja costumbre que le quedó de su infancia y, profesional como ella sola, dejó lo que estaba haciendo para dirigirse a la mesa de ambos guerreros.

En su caminar se recogió el sedoso y largo cabello de forma distraída en un moño parecido a sus típicos odangos que usaba a cada lado de su cabeza mientras se acercaba a la mesa en un intento de disimular su incomodidad y sus nervios. Cuando los mechones se apartaron de su rostro coloreado en rosado Abyo finalmente logró reconocerla a pocos metros de distancia.

Garú parecía demasiado interesado en observar las flores del lindo jarrón.

— ¿Eh? —Ahí iba Abyo a mencionar lo obvio. El muchacho se inclinó ligeramente hacia el ninja sin apartar su vista confundida de la asiática, como siempre, cero disimulo alguno—Viejo, ¿esa no es…Pucca?

Él dejó escapar un pequeño gruñido de afirmación, tomando entre sus manos uno de los pétalos del delicado tulipán del jarrón.

«No la mires. No la mires», una mantra taladrando su cerebro. El corazón empezó a latirle con demasiada fuerza, pese a que no hubiese peligro alguno.

Abyo pestañeó, ciertamente impresionado. No es como si se hubiese olvidado de la existencia de Pucca, es decir, sabía de ella gracias a Ching, pero si tenía un tiempo bastante largo sin verla.

—Pues qué bonita está…—el elogio se escapó de su boca como un soplido del viento y Garú, sorprendentemente, le dio una pequeña sonrisa apoyando esas palabras.

«Por supuesto que lo está», le respondió Garú en su mente.

Cuando ella se hubo acercado por fin, habló con una voz ligeramente temblorosa y tenue que a cierto callado ninja le erizó el vello de la nuca.

¿Puedo tomar su orden? —preguntó.

¿Ya había mencionado que Abyo no sabía disimular?

El muchacho dejó caer su mandíbula ligeramente, estupefacto al oír a su amiga pronunciar aquellas palabras. Estaba tan acostumbrado a solo oírla entonar pequeños sonidos para comunicarse —como Garú— durante todo el tiempo que la conocía que escucharla hablar era…rarísimo.

— ¡¿Eh?! ¿Pucca? —La morena pestañeó, su rostro con ese semblante impasible decorado con una sonrisa pícara, divertida. La sorpresa del artista marcial le entretenía.

— ¿No tenías tú también un voto de silencio? —cuestionó en voz alta, bastante perplejo.

Garú quería la tierra se lo tragara y, sí es posible, lo escupiese a años luz de distancia de aquella mesa, de Sooga, de Corea en el caso más extremo.

Pucca ladeó la cabeza hacia un lado, en otro contexto un signo de interrogación habría salido de su cabeza ante la pregunta de Abyo. Ella hizo un ruidito con su garganta mientras se encogía de hombros, esbozando una sonrisa tímida que el chico interpretó como un: «Extraoficialmente terminó hace un tiempo».

Él suspiró, comprendiendo.

—Oh…ya veo —farfulló para sí mismo, desorientado. Luego, movió la cabeza hacia los lados como para olvidar ese dichoso asunto—. Bueno, Ching no me había comentado eso, pero ¡hey, es bueno verte otra vez!

Sonrió ampliamente con ese aire despreocupado de siempre. Pucca le correspondió la misma sonrisa, sus hoyuelos sobre salieron con ternura en sus mejillas rosadas una vez más y Garú, inconscientemente, se contagió de esa linda sonrisa con una más pequeña y disimulada que fácil pudo ser una mueca.

Pasado el reencuentro incómodo, Abyo empezó a dictar su orden con lujo de detalle mientras Pucca anota con avidez en su pequeña libreta, riendo de vez en cuando con alguna palabra dicha por el chico.

— ¡Si acaso he tenido tiempo para ver a Ching! —Resopló agotado al explicar todas las “responsabilidades” que tenía encima, y llevó su mirada a su amiga que ya tenía la mitad de la hoja casi llena tan solo con lo que Abyo había pedido. Garú seguía divagando en sus pensamientos sin decir palabra alguna (tampoco es como si pudiese decir algo, en realidad), ni siquiera Pucca había volteado a verlo.

O al menos eso creía. Cada cuanto con cada rasgar del lápiz contra la hoja aprovechaba tan sólo unos instantes en alzar sus ojos pardos para echarle una pequeña mirada al ninja. Intentaba, de verdad, que no se le escapase una sonrisa de más y que Abyo preguntase la obviedad —que vamos, esperaba que él no fuese tan ciego como suponía—.

Disimula. Disimula. Una y otra vez enfrente de aquellos desconocidos. Enfrente de todos los que no sabían, de todos los que ignoraban la mirada de los dos jóvenes que se habían querido con tanta alevosía en su tierna niñez y adolescencia.

Abyo miró de soslayo a su mejor amigo, distraído en sus propias reflexiones como siempre. Hizo una mueca indignada ¿De verdad? ¿Tanto tiempo sin ver a Pucca y ni una palabra o mirada darle? ¡Sabía que Garú era más hombre que eso!

Chasqueó la lengua, frustrado. Debía hacer algo.

—Y bueno…—alargó la última vocal despreocupadamente al estirar su brazo, con el riesgo que Garú lo dejase en el suelo de madera del lugar debido a sus instintos más desarrollados que los suyos propios y, fugazmente, atrapó a su amigo de golpe por los hombros, jalándolo hacia su lado con una sonrisa traviesa y pícara.

Garú jadeó exaltado, se irritó ante el contacto repentino sin explicación y fijo sus ojos oscuros en Abyo. ¿Qué demonios estaba haciendo?

—Ya sabes que Garú y yo somos los nuevos protectores de Sooga, ¿verdad? —expuso como quién no quiere la cosa, con una sonrisa de dientes blancos y perfectos llamando la atención de Pucca de su libreta hasta el dúo.

Garú intentó zafarse, sintiendo que la cara se le empezaba a poner colorada.

«Oh, maldita sea», pensó irritado. Desde antaño detestaba ser tan transparente en ese aspecto de sí mismo, no podía evitar que la cara se le pusiese del color de una manzana cuando se avergonzaba y, cuando conoció a Pucca la situación sólo se complicó aún más. Volvió a forcejear, pero su amigo era una montaña de músculos y cuando quería podía ejercer mucha fuerza, tanta que hasta a él a veces le resultaba complicado vencerle en batalla o en este caso, salir de su agarre firme.

Pucca arqueó una ceja, sin saber realmente que decir y, paulatinamente, llevó su mirada hacía Garú que a cada segundo se veía no solo más rojo, sino más irritado y ruborizado.

Aquella expresión en su rostro la trajo recuerdos de su infancia, cuando ella se abalanzaba sobre él y lo tomaba para asfixiarlo a besos. Todavía recordaba esos pequeños gruñidos de protesta que soltaba y el fantasma de una sonrisa en su naturalmente estoico semblante.

Sin permiso, una sonrisa dulce apareció en la cara de la jovencita de cabello negro. Bajó la mirada un instante y soltó aquella tierna y característica risilla pícara, negó para sí misma mientras los mechones rebeldes que se habían escapado de su peinado la acompañaban en su movimiento, tan gráciles y lindos como toda ella.

Y Garú la observó desde la posición incómoda en que Abyo lo había puesto, casi en trance, observando cada hebra como un pequeño péndulo sutil y etéreo que le hizo recordar aquello que se volvió diario, rutinario y que, durante un tiempo —sobre todo en la tormentosa y confusa pubertad—, afectó inclusive de lo que más él se enorgullecía: su concentración ninja, su honor. Ella no debía entrar en esa ecuación.

Pero lo había hecho, de algún jodido modo.

Recordaba ese mismo baile de su cabello oscuro cuando se soltaban de sus moños por los constantes saltos, cuando sus ojos brillaban y le daba aquellos abrazos que le quitaban el aliento. Sus besos. Su sonrisa. Su risa y esa aura tan entusiasta que se impregnaba en todo lo que hacía.

Qué alivio sentía al ver que, pese a su ausencia durante todos estos años con responsabilidades, con entrenamientos y con viajes, esa aura seguía ahí. Quizás un poco más calmada gracias a la madurez adquirida, rozando inclusive con un tinte pacífico, pero sin eliminar esa alegría y entusiasmo. Aquella luz que irradiaba e iluminaba hasta el ser más oscuro, incluso a quien no quería ser iluminado en absoluto.

Cuando Abyo lo soltó después de una eternidad, Garú lo fulminó con una expresión enojada a la cual en respuesta el moreno tan sólo se echó a reír por su mal humor. El ninja exhaló, llevándose una mano al hombro y ejerciendo una ligera presión para deshacer los nudos de tensión. Un carraspeó pequeño atrajo su atención y, atraído por el tenue sonido, desvió su vista hacía ella. Por fin, aquellos ojos oscuros se encontraron de lleno con esas delicadas irises de color marrón terroso que tanto había estado queriendo evitar desde que entró al restaurante.

Pero postergar las cosas no era nunca algo honorable, lo sabía.

« ¿Qué deseas?» pregunta Pucca con la mirada y una ceja alzada, una pequeña sonrisa en su rostro que dejó salir sus lindos hoyuelos. Ya se sabía la respuesta, sin embargo, le gustaba como siempre leer su mirada, descifrarla.

Y él lo sabía.

Garú ni siquiera intentó disimular su sonrisa, aunque esto fue más como una mueca mal hecha. Él señaló con sus ojos la cartilla y luego volvió su mirada hacia ella.

«Mi orden nunca ha cambiado»

La sonrisa de Pucca tan sólo se amplió un poco más. Inevitable.

« ¿Salsa?»

Él ladeó un poco la cabeza hacía un lado y llevó la mirada al cielo, como sopesándolo. Poco después, dejó salir un suspiro.

«Me gustaría, sí»

Garabateó algo con rapidez en la libreta, mientras Abyo no podía estar más perplejo pasando su mirada de Garú a Pucca, de Pucca a Garú. ¿En qué momento se habían dicho algo? Bueno, no es como si tuviese que sorprenderse al echar un vistazo al pasado.

Sí, era sencillamente increíble el nivel de comunicación visual de esos dos. Fue lo que concluyó más tarde el muchacho.

Después de terminar anotar el pedido de cada uno, Pucca les dio una pequeña reverencia al mismo tiempo en que, sin querer —casi anhelando— sus ojos volvían a cruzar con los del joven y fuerte ninja y como un pequeño secreto de ambos, sus largas y delicadas pestañas revolotearon en su dirección, sonriéndole amenamente. Se irguió de un modo pausado con una expresión indescifrable y, una vez más, recogió uno de sus inquietos mechones de cabello detrás de su oreja, casi pudiendo percibir debajo del cuello de su hanbok el comienzo de una cadena plateada oculta por sus ropas.

Le dio una última mirada a Abyo, que parecía haber quedado en segundo plano de una forma muy poco ortodoxa y finalmente dándose la vuelta con su típica y característica energía, se fue tarareando una nana en dirección a la cocina casi, casi dando pequeños saltos alegres como una niña.

El enorme suspiro de Abyo no se hizo esperar después que ella desapareciera por la puerta que dirigía a la cocina.

—Viejo, de verdad que no sé cómo se la ingenian ustedes dos para comunicarse así —resopló, agotado de solo pensarlo—. Por el maestro Soo, ¡si acaso yo puedo entender a medias las indirectas de Ching! —Se palmeó el rostro, claramente afectado al recordar— ¡Imagínate si tuviese que hacer como tú y Pucca!

Garú se abstuvo de decir: «Es porque a veces el oxígeno no llega a tu cerebro, Abyo» al oír las quejas de su mejor amigo. ¡Bendito sea su voto de silencio!

—Pero dejando eso de lado —se enderezó en su asiento, dándole una mirada suspicaz al ninja con una sonrisa traviesa—. Garú, parecías un tomate cuando Pucca finalmente se dignó a mirarte, ¿eh?

Se mofó con una risita, codeando al moreno con un semblante burlón.

—Mucho tiempo sin verla, raro que no te pusieses a correr.

Se rió al final de la oración y gracias a los dioses no vio la fulminante mirada que su amigo le dio en ese pequeño instante. Sino, bueno, habría aplicado la misma que Dada hace años atrás. Garú contuvo un gruñido poco después, no obstante, lo dejó pasar.

Abyo no sabía nada, a fin de cuentas.

Él lo ignora deliberadamente, rodea los ojos y dedica su atención a volver a observar la estancia. Más específico a Pucca, que había vuelto a salir a atender a más clientes con su cabello al aire y esa sonrisa alegre y dulce que achinaba sus ojos rasgados con ternura.

Contuvo un pequeño suspiro en su garganta, recordando un montón de cuestiones que no llevaban a ningún lado en su caótica cabeza. Pucca parecía flotar elegantemente, cual bailarina de ballet a través de las mesas y de las órdenes; primero una aquí, luego otra allá…una sonrisa cordial a una anciana que le preguntó sobre algo en el menú, un niño al cual ella se ofreció a limpiarle las manchas de salsa en las mejillas regordetas. Un faro de luz andante, iluminando una habitación entera con una sonrisa o con un gesto tan simple.

¿Cuándo aquella luz también penetró en él? No tenía sentido, recordaba perfectamente esa época en que él la aborrecía, no la aguantaba, la evitaba. ¿Cómo se volvió así? No supo cuándo, ni cómo, y por qué, pero entró.

Recordó esa noche donde tuvo que terminar todo este disparate. Donde huyó cual cobarde de aquél sentimiento que lo estaba empezando a ahogar desde adentro.

Y cuando ella finalmente se fue; la extrañó, todavía lo hacía.

Era algo que, durante una época no pasó desapercibida para los habitantes de Sooga. Pese a que todo siguió con normalidad, muchos pueblerinos contaban que hubo un período durante esos largos ocho años donde podías llegar a sentir algo cuando ambos jóvenes interceptaban la mirada del otro por accidente o se encontraban divagando en sus propios pensamientos a través de aquellas calles que recorrieron una y otra vez en constante carrera durante su niñez. Se sentía como si sus miradas delatasen lo que estaban sintiendo, lo que estaban deliberando.

Ante los ojos de los comensales y de sus propios amigos y familiares, la joven doncella de vestiduras carmesí siempre pareció tener una mirada anhelante cuando veía al joven y honorable ninja pasar.

Aquellos ojos pardos intentaban traspasar la línea de aquel juramento y susurrar más allá de ese voto silencioso que no hace mucho se había roto un tenue y esperanzado: ¿Cuándo? ¿Cuándo podrás amarme?

Hasta que un día, esa misma mirada poco a poco fue desapareciendo. Muchos concluyeron que finalmente Pucca lo había superado, aunado a la ausencia del ninja durante periodos largos de tiempo, de seguro le había dado una oportunidad a la jovencita de madurar y dejar ir. Otros simplemente despotricaban en silencio, susurrando y chismorreando que aquella loca enamorada seguía igual de prendada de él como siempre —pero sin el prospecto de todo lo que conllevaba al acoso y persecución—.

No era ni uno ni lo otro en realidad, bueno, solo podías recoger de esas opiniones sin sentido y base la cuestión de madurar. Porque sí, ella había madurado. Ambos, en realidad.

Dicen que es de jóvenes ser ansiosos e impulsivos. Por muy rectos o disciplinados que se hayan criado.

A fin de cuentas, ¿el corazón quiere lo que quiere, no es así?

Chapter 3: III

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Pucca volvió a jugar con su cabello mientras anotaba una de las órdenes, sus ojos rasgados fijos en la libreta y su boca moviéndose sin producir sonido alguno, tan sólo recitando lo que el cliente estaba pidiendo. Hubo un momento donde ella se los humedeció al pasar su lengua fugazmente arriba, abajo, dejándolos brillosos por la luz de la tarde que entraba por las ventanas del Goh-Rong.

Se llevó la goma de borrar del lápiz hasta sus labios, tan solo dando un pequeño toque mientras sopesaba quién sabe qué y él de verdad anhelaba no estar poniéndose colorado en este momento.

Aquella boca estaba distrayéndole más de lo que debería.

Inhala.  Exhala. Controla tu respiración y no cedas a aquellos pensamientos para nada honorables. Garú cerró los ojos por un instante, haciendo de su mano un puño por debajo de la mesa. Control.

Dioses, tenía que disimular, guardar el secreto, pero es que había pasado tanto tiempo sin verla…

Abyo para no sentirse en segundo plano —otra vez— e ignorando la mirada embelesada y silenciosa del ninja, siguió hablando con la esperanza de captar la atención de su taciturno compañero.

— ¿Sabías que ya casi no piden fideos a domicilio? —Comentó distraído al recordar de forma vaga las palabras de Ching sobre a lo que Pucca se refiriese, apoyando su codo de la mesa y su mentón de su mano. Miró de soslayo al ninja, él todavía no le prestaba interés alguno. Parecía en trance. Inexpresivo, pero al conocerlo tan bien, sabías que había un brillo imperceptible en aquellos ojos azabaches.

Sonrió, era tan típico de Garú el perderse en sus pensamientos cuando menos lo esperaba.

—Ching me contó qué…

Garú entonces se dio cuenta al abrir sus ojos una vez más, de la mirada inquisitiva de uno de los hombres en unas de las mesas que Pucca atendía. Una mirada que, sinceramente, no le gustó nada.

—Muchos en realidad vienen al Goh-Rong únicamente para ver a Pucca.

Dada llegó de improviso con los dos platillos de fideos, dejándolos con un ruido sordo en la mesa que causo que ambos muchachos diesen un respingo, él estaba completamente ajeno a lo que sucedía a su alrededor. Echó un enorme lamento cargado de cansancio y se limpió las manos del delantal mientras refunfuñaba.

—Lamento el retraso, chicos, hoy tenemos casa llena —dijo aquello con voz nerviosa y agotada. En realidad, no se había tardado demasiado, pero ninguno de los dos quiso comentar algo al respecto.

Garú intentó concentrarse en su comida cuando separó ambos palillos, dio el primer sorbo y eso lo ayudó a despejar su mente por un instante y del comentario inocente que Abyo acababa de soltar, pero oh, tonto de él, sus pensamientos se enfocaron nuevamente en aquella noche.

En sus ojos llenos de lágrimas.

En su primera palabra dicha. Que fue precisamente que no le mintiese, por sobre todas las cosas.

Porque a eso se refería ella cuando le dijo que no se lamentase, porque estaba mintiendo, con todos sus dientes.

Recordaba el día siguiente a esa noche y, sin saber por qué, había creído tontamente por un instante que todo iba a seguir igual puesto que, de todos modos, Pucca era una chica persistente y que pocas veces se rendía.

Y, aunque le costase admitirlo, se había vuelto algo rutinario, diario. Y no debía ser. Se había acostumbrado a ella, desde ese día el mundo se lo dejó tan claro como una bofetada con guante blanco; sutil, pero dolorosa.

Lo supo cuándo la esperaba, cuando la presentía y no se apartaba. Lo supo cuando entrenaba, esperando su presencia. Cuando comía. Cuando corría o hacia cualquier actividad. En todos lados, a todas horas.

Esperó y esperó, presintió y presintió.

Pero ella nunca llegó, nunca volvió.

Entonces lo tenías a él ahí, extrañándola. Anhelándola. Descubriendo que después de tanto tiempo, irremediablemente, Pucca se había hecho un espacio en su corazón y, tontamente, él ni siquiera se había dado cuenta de aquella verdad que todos sabían, pero de la que nadie hablaba.

Aquella muchacha tan revoltosa e inquieta que él un principio había considerado hasta hostigante, poco a poco se volvió en lo que realmente había sido desde un principio: un espíritu libre, un alma sedienta de todo aquello que el mundo podía ofrecerle. Un corazón de oro entre tantos, una luz que había entrado en su corazón y que, aunque en un principio no quisiese, se había enterrado en su cuerpo con un torrente que iluminó su alma.

Tan preciosa, alegre y dulce como ella sola, como un pajarito risueño. Un ave que no podía vivir enjaulada, a pesar que, probablemente el Goh-Rong podía llegar a ser una.

Libre como un pájaro, trayendo alegría con su delicado canto y su forma tan dulce de querer a aquellos quiénes eran más cercanos a ella.

Un privilegio que él mismo se había estado negando durante tanto, tanto tiempo.

Es por eso que la rabia lo inundó cuando localizó a aquél hombre sin vergüenza —y probablemente sin honor alguno—, clamando en voz alta sus afectos por Pucca.

Por su aspecto y modales parecía ser un extranjero cualquiera, quizás un mochilero demasiado atrevido.

—…así que por favor, señorita, deseo saber más acerca de usted —confesó aquel hombre con una mirada suplicante. Llevó su mano hasta la libre de Pucca, acariciando tan sólo por un instante su dorso antes que ella apartase la misma con una mueca de incomodidad y la cara notoriamente azul —quizás de los nervios, cosa que era increíble porque Pucca jamás se ponía nerviosa—.

El extranjero hizo un ademán de querer levantarse, sus movimientos calculados desde la distancia por la mirada afilada y aguda del moreno e instintivamente Garú estuvo a punto de llevar su mano ágil y silenciosa al mango de su katana.

Un gruñido áspero y viril se quedó atorado en su garganta, junto a un: «No te atrevas a tocarla». Pensó que no sería tan difícil derribarlo. Un movimiento aquí, otro allá…

Espera, ¿qué estaba pensando?

La sutil realidad le cayó encima como un balde de agua helada.

Él era un ninja, honorable, firme y sereno. No podía ceder nunca a sus instintos y, mucho menos, de esta manera tan indecorosa y desvergonzada.

Pestañeó justo en el momento en que Dada, ajetreado, se dirigía a la escena y le pedía cortésmente al hombre que se apartase de Pucca. La cual tenía una visible mueca de frustración y enojo. Por suerte para todos, el joven pareció entender la negativa de la jovencita y no hizo más que volverse a sentar para terminar lo poco que quedaba de su comida.

Alejó su mano temblorosa del mango de su espada sin desenvainar, aturdido.

—Hey —habló Abyo repentinamente, completamente ignorante de la mirada sombría de su mejor amigo— ¡Está no es la orden que pedí, Dada!

Reclamó con un bufido, pero el rubio no pareció escucharlo. Abyo hizo una trompetilla y miró su platillo, para su suerte, eran los fideos que más le gustaban así que dejó las quejas de un lado y se dedicó a comer, al fin y al cabo su hambre era por mucho más grande y, después, reparó en prestarle atención a Garú que todavía sopesaba la maraña de acciones que estuvo a solo unos segundos de realizar.

Una vez más Pucca se acercó hasta ellos, aún en su expresión llegabas a apreciar que no había salido del todo del estupor que aquél chico había causado hace unos momentos atrás. Tenía en la bandeja plateada dos vasos grandes de jugo de naranja para acompañar los fideos de ambos chicos.

— ¡Ah! Muchas gracias, Pucca —agradeció Abyo, mientras ella dejaba ambos vasos frente a ellos. Entre tanto el muchacho bebía aquél líquido anaranjado y cítrico Garú sorbía sus fideos con una calma característica y sin mirarla. Se sentí algo tímido ante su presencia, por muy tonto que sonase.

No fue hasta que ella se inclinó ligeramente hacia la vasija de flores que él, temeroso de una correspondencia, alzó sus ojos oscuros hacia ella.

Ella no le estaba mirando, las flores del jarrón parecían haber captado toda su atención tal y como hicieron con él hace solo momentos atrás.

La mano de Pucca estaba extendida hacia el tulipán rojo oculto entre los preciosos crisantemos. Como un insecto hacia la luz, Garú fijó su aguda y entrenada vista en esos pequeños dedos delgados con uñas cortas y cuidadas, pulgar e índice tenían entre ellos el delgado pétalo de la flor, sintiendo su textura suave y tersa, frotándolo casi con ternura como para comprobar si aquél carmín se podía quedar impreso en sus yemas.

Se limpió con pequeños toques de una servilleta los rastros de salsa después de tragar aquel bocado de sus fideos, todo sin dejar de ver aquella mano. Poco a poco su mirada subió hasta la expresión de ella, nostálgica, hasta cierto punto triste quizás, pero con una pequeña sonrisa y añoranza en los ojos marrones de la jovencita de cabello turmalina.

Aquella fue una mirada que le dolió hasta el alma.

Tuvo el tonto impulso de querer sostener aquella mano que tocaba los pétalos del delicado bulbo color bermellón, no obstante no quería interrumpir sus cavilaciones o portarse de un modo grosero o insensato, por supuesto que no.

Hubo un instante fugaz donde ella reparó por fin en el sentimiento de ser observaba, sus pupilas color nuez se fijaron en dirección hacia el silencioso ninja y él, claramente sobrecogido y expuesto como un chiquillo que estaba a punto de hacer una travesura, sintió el rubor retornar a su rostro pálido y con un movimiento rápido volvió su completa atención a sus fideos, sorbiendo quizás con demasiada urgencia.

Pucca solo pudo morder los carrillos de su boca conteniendo una pequeña risita. Quizás eran los años, pero muchas veces Garú para ella era como un libro abierto.

Inclusive con su ausencia, con el tiempo sin verse. Eso, ese detalle de ambos, nunca había cambiado.

Finalmente se volvió a erguir sobre su propio cuerpo, le dio una pequeña mirada y un asentimiento a Abyo y una vez más una última mirada a Garú —el pobrecillo había vuelto a levantar un poco la vista hacía ella—, antes de marcharse nuevamente hacía la cocina pasando al lado de aquél muchacho que hace solo unos minutos había pedido conocerla más allá de lo permitido.

Y sí, Abyo notó como su mejor amigo observaba tan sólo por unos instantes una vez más al turista, que ya se encontraba encaminándose con el orgullo por el suelo, pero la poca dignidad que le quedaba intacta a pagar su cuenta en la recepción.

Decir que a Abyo le agotaba esta pequeña situación era tan sólo minimizar las cosas, probablemente si Ching hubiese visto todas estas escenas habría chillado como loca enamorada, alegando un no sé qué de que todo esto parecía sacado de una novela romántica. El artista marcial no se abstuvo de poner los ojos en blanco mientras sorbía sus fideos y se detuvo tan sólo para pensar bien lo que diría a continuación.

—Ah, viejo…si las miradas mataran —la sutil carcajada salió de su pecho con espontaneidad, observando con una expresión de burla a su estoico y silencioso amigo que había vuelto a su expresión habitual; inexpresivo. Garú recuperó la compostura, dedicándole una mirada inquisitiva a su amigo tan sólo por un momento y se dedicó nuevamente a su comida, sorbiendo quizás con demasiada lentitud y tranquilidad los fideos humedecidos a diferencia de hace unos segundos con Pucca presente.

El muchacho de piel morena solo pudo negar vehemente sin quitar su sonrisa burlona. Volvió a concentrarse en sus fideos, la situación le podía extenuar, pero le divertía con completa sinceridad.

¿No era divertido el amor a pesar de todo?

—Sinceramente, ¿puedes culparla?

Garú hizo un sutil sonido ronco con su garganta y vio de soslayo con sus ojos a Abyo. Exigía silenciosamente una explicación.

Abyo, en cambio, suspiró casi con cansancio.

—Pucca —dijo, Garú pestañeó sin comprender aún del todo a qué se refería—. Oye, puede que yo este saliendo con Ching, pero también es de hombres admirar la belleza de las mujeres ajenas dentro del margen del respeto —explicó dándose aires y con un movimiento de palillos entre sus dedos que lo hacía ver como un director de orquesta junto a un vocabulario en un intento de verse demasiado catedrático que, seamos honestos, no le quedaba para nada.

Tomó entre sus palitos un pequeño trozo de carne y luego volvió sus ojos color marrón hacia el entrenado y silencioso ninja, su semblante era tranquilo, ciertamente un poco burlón, pero también serio.

En realidad, su pausa era sólo para averiguar si  realmente le importaba, si había un gesto, un ademán, lo que sea; es decir…no quería creer que su mejor amigo era de piedra.

Aunque a veces…

—Se ha vuelto una mujer hermosa, Garú, y mucho —se metió aquel bocado a la boca, cerrando los ojos para disfrutar el sabor. Garú tan solo lo miraba con seriedad, lo conocía demasiado bien para saber que iba a decir algo más.

Cuando Abyo hubiese tragado, abrió los ojos nuevamente con un semblante que el ninja sinceramente no pudo descifrar del todo.

—Cuando menos lo esperes, alguien vendrá y, posiblemente — «y si es el hombre sabe mover bien sus cartas» farfulló—, ella termine aceptando su propuesta.

Sorbió una última vez sus fideos y dejó caer los palillos como una indicación que había terminado.

Desvió su mirada una vez más hacia su amigo, él tenía una mirada indescifrable, no obstante, casi al instante continúo con su comida como si nada. Ese semblante indiferente casi lo indignó, de no ser porque ya llevaba años conociéndolo lo habría tomado como un insensible hecho y derecho.

«Es como si no le importara…», pensó Abyo con una ligera mueca «aunque en realidad, jamás he sabido si le ha importado en primer lugar».

Él suspiró.

—Bueno, solo soy yo haciendo conjeturas —dijo con los ojos cerrados y un pequeño asentimiento, mientras llevaba una fuerte mano hacía su hombro y tronaba algunos músculos tensos—. Pero es algo que podría llegar a pasar.

Eso dio por terminada la conversación.

Garú por otro lado observó con el semblante perdido y pensativo las ventanas octogonales del magnánimo restaurante, deseando perderse en aquellas nubes del blanco más bello y con una esponjosidad que le recordaba al césped en primavera. El sabor agridulce y bien sazonado de los fideos se escurría por sus papilas gustativas y le hacía saber que todavía estaba de este lado del universo. Sopesó las palabras de Abyo y paulatinamente sus dedos se aferraron cada vez más a los frágiles palillos de madera, su ceño que hace tan sólo unos instantes se encontraba impasible, fue poco a poco frunciéndose de forma imperceptible.

El joven ninja no era una idiota, todo aquello que Abyo había dicho él ya lo había considerado más de una vez.

Las agujas del tiempo no tenían piedad con nadie, ni siquiera por uno de los ninjas más honorables. Sabía de sobra…todo aquello que estaba en juego, el riesgo de su distancia y el de un pequeño secreto.

Sus dedos hormiguearon cuando hubo acabado, pero no fue precisamente aquel instinto que le pedía empuñar su espada más bien…era como si sus manos buscasen inconscientemente algo.

Como hace unos instantes cuando la jovencita de ojos rasgados se había acercado a dejarles algo de tomar a la mesa, el impulso tonto e irrazonable de su propio cuerpo de rozar, así sea con toda la timidez y educación posible, aquellas manos pequeñas y suaves, casi piadosa todavía permanecía muy presente en sus manos temblorosas. Quizás fue en un intento de quitar los rastros del tacto de aquél hombre extranjero de hace unos minutos atrás. O tal vez para decirle de aquella silenciosa forma que a él también le había interesado aquél bermellón que decoraba la flor de sedosos y tersos bulbos.

Pero la indignación que todavía sentía cuando aquel forastero, un completo extraño, haya tenido la osadía de tomarla desprevenida pocos minutos antes y pedir con tanta alevosía su mano en medio de un montón de personas seguía ahí, eclipsando aquél pensamiento momentáneamente.

Mientras más repasaba la escena, más empezaba a irritarse.

—Mhm…—bufó con un gruñido característico, apretando los ojos en una pequeña mueca mientras se levantaba. Abyo indiferente de su estado, le imitó.

— ¡Ah, hombre! —se estiró con una sonrisa amplia—. Como siempre, los mejores fideos de este universo —canturreó satisfecho y se dispuso a buscar entre sus bolsillos el dinero para dejarlo en la mesa. Después de unos instantes, su semblante relajado cambió a uno de preocupación y Garú, conociéndolo bien, ya sabía que era lo próximo que iba a decir.

Alzó su mirada con una mueca nerviosa hacia el chico, casi, casi como si se disculpara.

—Eeh, Garú…—sonrió, en un balbuceo nervioso plasmado en su voz.

El joven y apuesto muchacho se abstuvo de poner los ojos en blanco, hizo un gesto con sus manos que Abyo interpretó como «Tranquilo, invito yo» y sacó las respectivas monedas junto a un billete para dejarlo en la mesa. Pese a que la comida fuese gratis, a Garú no le parecía correcto irse sin dejar aunque sea una propina.

Abyo dejó escapar un suspiro de alivio.

—Eres el mejor, ¿sabías? —Garú le dio una sonrisa ladina y rodeó los ojos, dirigiéndose a la salida. Su amigo tan sólo rió al caminar detrás de él— ¡Vamos! ¡Sabes que sí!

Despidiéndose de Dada en la recepción con una ligera reverencia, Garú buscó sin querer —o quizás sí— una presencia fantasmagórica en la estancia del restaurante antes de irse. Tantos rostros pasaron a través de aquellos ojos oscuros, hasta detenerse en aquel punto de cabello turmalina y hanbok rojo, ahora decorado ostentosamente con un lazo del color de oro, definiendo una pequeña y agraciada cintura.

Ella llevaba una canasta entre sus brazos y se había recogido el cabello en aquellos característicos dos moños que le recordaban al aspecto que solía tener en su infancia, solo que ahora se dejaban caer unos mechones rebeldes y sedosos que ondeaban ante el sutil viento de aquella tarde. Pucca no le miraba, sus pasos la llevaban hasta las puertas que dirigían hacia la cocina y con un susurro del viento, justo antes de introducirse hacia allá, finalmente sintió su mirada sobre ella.

Siempre era místico para él el modo en que el tiempo parecía avanzar más lento cuando Pucca le devolvía la mirada, inclusive en antaño cuando ella lo retenía en sus fuertes brazos, era una constante sentir que el día avanzaba más despacio cuando estaba junto a la dulce e inquieta muchacha.

Y así se sentía en ese instante. Su mano fuerte y masculina se aferró inconscientemente al mango de su katana y no supo qué clase de sentimiento empezó a brotar desde su pecho cuando aquellas pestañas oscuras, largas y —debía admitirlo, era un hombre después de todo— coquetas revolotearon en su dirección, casi como una plegaria y un ruego silencioso.

Un mechón negro como el firmamento nocturno se escapó de aquel peinado, rozando las mejillas coloradas de Pucca y de no ser por años de entrenamiento, disciplina y abstinencia, Garú habría avanzado a tan sólo unas elegantes y silenciosas zancadas, atravesando la habitación entera para llegar hasta ella tan sólo para apartar con dedos temblorosos aquél mechón de su rostro tierno y pacífico.

Sus manos volvían a picarle justo cuando la resolución de una acción empezó a formularse en su mente. La muchacha le dedicó una de esas tiernas sonrisas que, hasta ahora, él no había visto que se le dedicase a alguien más, una que podía decirse que le pertenecía a él y solamente a él y, como una presencia fantasmagórica, desapareció hacia el interior de las cocinas del restaurante, llevándose consigo aquel contacto tan lejano y a la vez tan íntimo del que sólo ellos dos sabían.

— ¡Ah, Pucca! ¿Ya vas a salir a tu descanso? —Oyó entre las repercusiones de su aturdimiento la voz nerviosa de Dada, no obstante la chica ya había desaparecido, así que no hubo respuesta alguna.

El muchacho rubio suspiró, agotado.

—Esta chica…

Garú pestañeó, todavía sin despegar su vista de donde Pucca había estado hace solo unos minutos. Escuchó la voz de Abyo ya en la entrada del restaurante.

—Hey, Garú. ¿Vienes o qué?

Suspiró para despejar su mente, el hombre asintió con una ladeada de cabeza y reanudó su caminar hacia el exterior del Goh-Rong pese a que su instinto le gritaba que fuese detrás de Pucca y, tontamente, acomodase aquél mechón de cabello tan rebelde que había caído para acariciar los pómulos de su mejilla.

Estuvo caminando por unos minutos con Abyo hasta que ambos decidieron separarse, el muchacho tenía una cita con Ching más tarde, así que no podía darse para nada el lujo de faltar. Se despidió de su amigo con su efusividad característica y justo cuando se encontraba a unos metros alejados del ninja, gritó.

— ¡Recuerda lo que te dije, Garú! —Exclamó en un grito que resonó por aquella concurrida calle con una sonrisa divertida y quizás, solamente quizás, con el atisbo de la preocupación fraternal de un hermano a otro.

— ¡Nadie espera eternamente!

Garú tan solo lo observó irse con aquella expresión serena y seria, cuando el muchacho hubo desaparecido entre la gente el apuesto chico soltó un suspiro acompañado de un pensamiento.

«Ya lo sé, idiota».

Él lo sabía, quizás mejor que nadie.

Pero no era fácil, nunca lo era y las cosas sólo tendían a ponerse aún más complicadas desde que asumió el título de protector de la Aldea de Sooga.

Recordaba tontamente como en su juventud pensó que las cosas serían estúpidamente fáciles después de recuperar el honor de su familia.

Y qué equivocado estaba…

Porque ya no era solo contra Tobe que tenía que pelear, con el pasar de los años los riesgos eran más grandes, los enemigos, mucho más constantes y así como su mundo se expandía, también lo hacían los rivales a los cuales se enfrentaba.

No era el estilo de vida soñado, sin embargo, era la vida que eligió. Pese a que hubo un momento en su adolescencia que se había replanteado lo que deseaba a futuro para su vida, ya que aunque era difícil de creer, desde temprana edad, él sabía que quería para sí: recuperar el honor en su apellido y tener una vida tranquila.

Ambas cuestiones le llevaron años, pero al menos a sus veintiséis podía decir que había completado un 50% de esa pequeña lista.

¿Recuperar el honor perdido de su familia? Hecho. ¿Tener una vida tranquila? Pues, ahora mismo le resultaba complicado tachar eso de su lista, era tranquila; sí, a veces cuando no tenía que salir de misión en misión tanto para ganarse el pan como para garantizar la seguridad de aquella aldea a la que llamaba hogar.

Y no ansiaba arrastrar a nadie más con él por ese arduo y difícil —y muy peligroso—camino.

Ni siquiera a Pucca, por mucho que él…bueno, no era algo importante.

No era para nada importante mencionar el simple y pequeño hecho que esa lista tenía un tercer factor del cual nunca pensó que llegaría a considerar.

Para nada importante.

Eso era lo único que él ansiaba en su vida o al menos eso era lo que podías llegar a creer cuando observabas todo el conjunto desde fuera. Cuando solo veías hasta el límite de aquél joven taciturno y frío, serio como ningún otro y que él mismo había situado para protegerse cual barrera.

Sin embargo, cuando el corazón ansiaba algo inclusive el guerrero más firme y disciplinado podía llegar a flaquear. De eso se trataba el amor, era una fuerza que incluso guerras podía causar.

Poderoso, divertido y complicado. Pero bello al fin y al cabo.

Caminó por las calles ausente de los susurros de los aldeanos, de las miradas coquetas y anhelantes de las jovencitas que ansiaban así sea un mínimo de atención de parte del honorable ninja. Con cada paso que Garú daba imponía respeto y solemnidad, tal vez un poco de miedo a su vez por el semblante eternamente serio que solía mostrar ante el público. No sería extraño que la gente pensase que él fuese una persona escasa de sentimientos.

¿Podría ser la primera impresión? A él no le importaba eso, en realidad. No tenía caso hacerle eco a rumores y críticas sin fundamento, eso no era honorable.

Las malas lenguas inclusive decían que por muy honorable y habilidoso que fuese; el joven tenía un corazón de piedra y por eso nada, ni nadie, eran capaces de soltarle palabra alguna más allá de los sutiles gruñidos roncos y señas que utilizaba para comunicarse.

Porque al menos, extraoficialmente, él seguía manteniendo aquel voto de silencio que estableció cual plegaria a tan solo la corta y tierna edad de doce años.

Mismo voto que Pucca también había establecido a su lado, como muestra de su aprecio y cariño. De su apoyo y amor.

Y no sería extraño que la gente pensase: ¡qué bueno que Pucca había dejado de perseguirlo! Porque si de cariño hablamos, Garú nunca demostró ni un poco por ella, más allá de caballerosidad.

Pero, ¿qué pasaría si…en realidad todo fuese de otro modo?

Garú pudo distinguir entre el montón de personas que iban y venían en el concurrido mercadito a una joven pareja tomada de las manos, ambos con una argolla matrimonial decorando sus anulares, buscando inconscientemente la mirada del otro mientras hablaban de cualquier cuestión que se les ocurriese. Todo con una sonrisa enamorada en sus rostros.

Esa escena lo hizo sentir sobrecogido, ya que a leguas se notaba lo enamorados que estaban y como no les importaba que toda Sooga supiera de lo suyo, puesto no había nada que temer, ¿verdad?

Y por primera vez en toda la tarde, fue consiente de cierto metal frío chocando contra su pecho firme y fuerte, amarrado en una cadena y oculta por su envestidura ninja, bien protegida en la zona más íntima de su cuello.

Una débil y nostálgica sonrisa se escapó desde lo más profundo de su alma, decorando por primera vez en todo el día el semblante de aquel joven apuesto con una alegría sincera como lo era el amor mismo y una mirada nostálgica y melancólica, hasta se podría decir esperanzada al buscar entre un millón de caras unos ojos rasgados y unos hoyuelos que aparecían en una sonrisa dulce que le taladraba el alma.

Sus pasos lo llevaron hacia las afueras de la aldea, caminando sin rumbo aparente entre los altos tallos de bambú en búsqueda de un gran quizás y de una presencia lejana que poco a poco causó que su corazón pulsase de ansiedad y emoción.

El recuerdo de Pucca volvió a inundarlo con un calor agradable desde lo más profundo de su pecho; la canasta entre sus manos y aquella sutil y dulce sonrisa. Junto a una invitación silenciosa que por cuestiones del pasado ya bien conocía.

El rumbo de sus pasos cambio inesperadamente al llegar al pequeño templo de madera situado casi en la entrada de aquel pueblito, y con el fantasma de una sonrisa emocionada, dio la vuelta y empezó a introducirse sin miedo en las espesuras de aquellos bosques de bambú, dejando atrás los caminos de tierra y los pequeños faroles apagados dispuestos de una manera que iluminaban el sendero durante las noches oscuras.

Sabía perfectamente a dónde tenía que ir. Y no se perdería, puesto que su corazón —emocionado, hasta se podría decir eufórico— había grabado aquél camino cientos de veces en el pasado.

Y a fin de cuentas, durante toda aquella tarde la sonrisa delató así sea durante un pequeño instante lo que su pensamiento ocultaba.

Chapter 4: IV

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La frondosa espesura de aquel follaje era conocida como una característica única que recubría y protegía Sooga. Le daba ese aire de una villa oculta entre las hojas al estar formada por auténticos bosques del verde más intenso y más bello.

Sus árboles tupidos y los altos troncos de un verde uniforme se alzaban por encima de la cabeza de aquella jovencita que caminaba sin un rumbo aparentemente fijo. Los bordes de las mangas de su hanbok color carmín rozaban cual caricia la suave y esponjosa tierra bajo sus pies, donde ya no había sendero alguno que le indicase a donde ir. Ella, preocupada no estaba de perderse, puesto estos mismos bosques la habían visto crecer con el pasar de los años y los caminos se los sabía de memoria, ya que por estos mismos lugares había perseguido en antaño a cierto ninja en entrenamiento muy callado y serio.

Durante un largo tiempo para el bosque era común escuchar el sonido de pasos apresurados de ambos jóvenes en medio de una persecución, las pequeñas risas traviesas y las protestas, el sonido de besos y abrazos que te quitaban el aliento. De alguna forma, aquél boscaje protegió y hasta bendijo ese dulce y divertido amor infantil que floreció lentamente en la profundidad de sus árboles y sus tallos frondosos.

Hasta que un día simplemente se detuvo, y vaya ¡qué silencioso había estado el bosque desde entonces!

Una pequeña ave trinó con armonía apoyada desde una pequeña ramita sobre saliente en uno de esos infinitos tallos, observando con curiosidad a la figura femenina que caminaba por la espesura como si ella misma fuese parte del bosque.

Pucca aspiró el aire puro y limpio, libre de toda toxina que aquel lugar ofrecía. Aclarando su mente, arrullándola. Sostuvo de una manera más cómoda la pequeña canasta entre sus brazos y llevó su mirada paulatinamente hasta el cielo, donde las esponjosas y blancas nubes acariciaban al cálido sol que intentaba abrirse camino entre ellas. Sonrió con aquella alegría que la caracterizaba y continúo su andar a paso rápido, pero sin prisa alguna.

La visión de aquella doncella atravesando la vegetación muy frondosa del amplio bosque parecía sacada de un cuento antiguo. Oculta por los tallos que se alzan al cielo casi como si no acabaran, Pucca se movía con soltura, rapidez y gracia por aquél lugar que la inundaba de recuerdos de todo tipo, tanto dulces como amargos.

Su vestimenta ondeaba contra la brisa fresca que permanecía atrapada en aquel bosque de tallos y árboles boscosos, su rostro se ruborizaba por el clima frío de aquél terreno montañoso que le daba el aspecto de una novia con su vestido que huía de las responsabilidades, de las expectativas, de todo y más tan solo para reunirse de lleno con la libertad y, ¿quién sabe? Quizás con su verdadero amor.

Colocó la canasta en una roca y con un gesto adorablemente nervioso se alisó el hanbok una vez más, temerosa de alguna arruga que pudiese sobre salir en la suave y tersa tela color carmín. Del mismo modo así hizo con el lazo color oro que decoraba su cintura. Sus ojos observaron su alrededor por un instante, como si se asegurase que nadie desconocido la estuviese siguiendo y, con mucha calma, volvió a tomar la canasta entre sus brazos delgados y siguió caminando hacia su destino con una sonrisa tranquila y hasta cierto punto emocionada, tanto que luchó contra sus instintos de empezar a correr y saltar con esa alegría tan inocente que nunca la había abandonado.

Pero a sabiendas que llevaba algo delicado entre brazos, decidió desistir por el momento.

Sus ojos cruzaron mirada con aquél curioso pajarillo que se había quedado observándola, era de un plumaje rojizo como su atuendo y tenía pequeños mechones de negro oscuro salteado como gotas por todo su pequeño cuerpo. Su mirada aunque curiosa, parecía algo severa.

Inevitablemente ella sonrió, parecía haber recordado algo y siguió su rápido andar hasta ese pequeño lugar del que sólo dos personas sabían.

Había abandonado el sendero hace mucho, pero estaba segura de a dónde debía ir. Y no tenía miedo puesto que, cuando la primavera llegaba, recorría aquel camino cientos de veces tan sólo para reencontrarse con el pasado en medio del nacimiento de la vida una vez más en la preciosa y dulce primavera.

Con la esperanza que de sus manos, brotasen rosas, tiernos cerezos, flores salvajes y de todos los colores que se ocurriesen cuando se encontrase con aquél sitio, con ese secreto que el bosque tan misericordioso ocultaba a plena vista en días, tardes como aquella.

Pucca volvió a sonreír, le era inevitable. Se rió cual colegiala enamorada y continúo su andar, después de todo ya estaba bastante cerca.

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Y a tan solo unos kilómetros más allá, cierto apuesto y silencioso ninja se encontraba casi que corriendo en la misma dirección que la joven doncella de odangos. Sentía que el corazón se le podía llegar a salir del pecho, la sangre sonaba en sus cienes, pero no detuvo su andar sigiloso y ágil que sólo dejaba en evidencia una vez más el duro y fuerte entrenamiento al que se había sometido durante años y años.

La brisa fresca lo espabilaba de a cortos momentos y lo ayudaba, le hacía recordar que debía ser cuidadoso pese a que no hubiese peligro alguno, pero no le era fácil especialmente por las ansías, las ganas que tenía de volver a ver aquél sitio, de volverla a ver a ella.

Rememoró en medio de su carrerilla como había dado con aquél sitio tan especial. Había ocurrido después de un par de años fuera de Sooga al volver a su aldea natal, la situación con Pucca ya había sucedido hace bastante y, si era sincero, cuando la había vuelto a ver en el Goh-Rong tuvo el tonto e infantil impulso de hablarle, de saber cómo estaba, qué había hecho durante el tiempo que él estuvo fuera, ¿se había estado alimentando bien? ¿Había hecho progresos con sus clases de cocina? ¿Tobe o Ring-Ring no habían causado más problemas en su ausencia? Aunque confiaba que Abyo, Ching y ella los mantendrían a raya, por supuesto.

¿Lo seguía amando? Muy bien, eso no.

Aún a sabiendas que ya era capaz de saber todo eso gracias a la perorata que solía soltar Abyo después que volvía de sus citas con Ching. Si era franco, sólo ponía atención cuando era algo significativo de Sooga y, secretamente, cuando era algo que tenía que ver con Pucca.

En fin, era destacable señalar que en realidad no tuvo el valor suficiente para hablar con ella. Sólo se limitó a observarla y Pucca, a pasar de él, a tratarlo como un cliente más, como un aldeano más.

Y dolía, sí, lo hacía.

Pero, ¿por qué?

¿No era lo que su yo desde los doce años más había anhelado en la vida? ¿Esa paz?

Pronto descubrió la graciosa y cruel verdad.

Fue entonces que, frustrado consigo mismo y con un caso grave de insomnio, decidió volver a sus viejas costumbres. En sus múltiples entrenamientos diarios, y a lo largo de los años, Garú había explorado toda la zona que concernía y delimitaba a Sooga en busca de aprender rutas y pasadizos secretos que lo ayudasen en su entrenamiento y en su desarrollo como ninja.

Y ahí lo tenías a media noche, profundamente concentrado y apasionado a las artes que practicaba, se adentró más allá del límite no dicho con la mente nublada por la incertidumbre y por aquellos pensamientos que no le dejaban en paz.

La adrenalina embotada sus sentidos, tanto que ignoró aquella advertencia de su lado sensato que le gritaba que estaban alejándose del límite tan sólo para ver hasta dónde llegaba o incluso para saber si había algún sitio en aquellos vastos y amplios territorios montañosos donde pudiese enterrar aquellos sentimientos de los que no había tenido idea hasta entonces.

Porque lo estaban empezando a consumir desde adentro tanto y tan intenso que pensó que moriría o se ahogaría en cada palabra no dicha.

Siguió y siguió, no detuvo sus pies en ningún momento y, al pasar por un viejo y antiguo arce japonés que se erguía regio, imperturbable con aquella apariencia de más de cien años de edad en una pequeña colina cubierta de arbustos de lo más comunes fue que encontró aquél lugar a lo que él podría llegar a llamar el paraíso en sí mismo.

Situado en un claro rodeado de tallos y árboles tan antiguos como el árbol de aquella colina, un lago de agua clara y cristalina le dio la amable bienvenida al brillar debajo de la luna blanca. Pequeñas flores salvajes decoraban el pasto que acariciaba sus pies al ondear en compás a la suave y fresca brisa nocturna que alborotaba todo a su paso, era una vista magnifica, irreal incluso.

Pero lo que se llevó su completa atención fue los enormes nenúfares que reposaban la superficie de cristal de aquella laguna, algunos con lirios de intensos colores y bulbos alargados que eclosionaban de un modo mágico e irreal, otros con tan sólo la superficie verduzca y lisa con raíces de colores pardos que se deslizaban por la hoja y, vaya fue su sorpresa cuando al acercarse, notó que aquellos nenúfares eran lo suficientemente fuertes y gruesos como para aguantar el peso de una persona liviana.

Garú había visto muchas cosas bellas en Sooga durante toda su vida viviendo ahí, cosas bonitas en otras aldeas e, incluso, en las ciudades más desarrolladas de Corea del Sur, pero aun así. Aun así nada se comparaba a esto, simplemente no había forma de compararla con nada que él hubiese visto antes.

Parecía un paisaje sacado de un cuento de hadas, sobre todo cuando salió de su estupor inicial y visualizó al lado del lago un enorme árbol de cerezo, tan alto como los tallos de bambú que rodeaban aquél claro, más antiguo que el arce que había visto hace poco y, podía estar casi seguro, con diez mil hojas de un verde uniforme que vestían con alevosía sus largas y longevas ramas.

Nunca había visto tanta belleza, nunca había visto un árbol así en su vida.

Y, recordando a los ancianos de su aldea natal, esos mismos que lo cuidaron después de la muerte de sus padres, pensó:

«Si ves un árbol que nunca habías visto antes, podría ser un árbol de cerezo de diez mil hojas…»

La sonrisa se le escapó del rostro y una pequeña risa baja, viril y masculina, armoniosa retumbó desde su garganta hasta la punta de su lengua. Era inevitable.

Se preguntaba qué tan majestuoso se vería en primavera, con aquellos bulbos florecientes del color rosáceo y del color blanco como la lana, como las nubes en un día estival.

«Un árbol de cerezo milagroso que sólo nace cada diez mil años»

Bajó su mirada e inspeccionó nuevamente su alrededor, todo era tan bello…

Se inclinó tan sólo un poco para sentir la suavidad del grama detectando rastros de rocío de una llovizna pasada y con pequeñas luciérnagas que le daban la bienvenida a ese pequeño trozo de cielo, a ese pequeño trozo de Edén.

Caminó alrededor del árbol con cuidado de no pisar sus sobresalientes raíces. Sorprendiéndose al no visualizar alguna inscripción o algo parecido en la superficie rugosa de su tronco. De verdad parecía ser un capricho de la naturaleza que, hasta ahora, se había guardado para sí misma.

Localizó las campánulas lilas creciendo inadvertidas en medio de las pequeñas flores salvajes y, por alguna razón, pensó en alguien a quién le gustaría mucho verlas.

Se mordió el labio, la culpa lo estaba empezando a ahogar una vez más. Ya casi terminaba de rodear el enorme árbol hasta que, de golpe, se detuvo al localizar algo o más bien alguien dormitando pacíficamente en su base.

Inclusive a metros de distancia, ciego, drogado, lo que sea él la hubiese reconocido. Y culpo a la belleza de aquél lugar que lo dejó hipnotizado por no percibirla antes.

Porque su cuerpo, su alma y sí, su tonto e inmaduro corazón la habían memorizado como los largos terrenos de aquél bosque y la muy traviesa, sin darse cuenta, se había tatuado en el pecho del joven ninja sin saberlo después de tanta insistencia, de tanta persistencia que, más que necedad, era tenacidad en su estado más puro.

Esas vestiduras rojas y el cabello negro amarrado en dos moños con listones de los colores del tulipán…

¿Qué hacia ella aquí?

«Cumplirá los deseos de quien lo vea»

Chapter 6: VI

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En otra parte Abyo soltó un enorme suspiro en señal de queja a la par que Ching, impasible, bebía a largos y pausados tragos su te. La artista marcial acababa de terminar su entrenamiento y pasaba un buen rato de «calidad» con su adorado novio que, hasta ahora, lo único que había hecho era quejarse de los pocos avances de Garú con Pucca.

Ching tan sólo podía negar ante esto con el fantasma de una sonrisa en sus labios pintados de carmín. Si él tan sólo supiera…

—En serio, Ching…a veces hasta creo que Garú le batea al otro equipo, ¿sabes? —Resopló, como haciendo una trompetilla. Frunció su ceño un instante, como si sopesase algo—. Espero no este enamorado de mí, sería un GRAN problema.

La muchacha rodeó los ojos.

—No creo que seas del tipo de Garú, sinceramente.

Él se levantó de golpe de la mesa con los ojos bien abiertos y causando que un pobre Won saltase sobre su lugar y en el proceso, empollase un pequeño huevo una vez más.

— ¡Entonces sí! —Exclamó, pero luego pestañeó entre indignado y confundido—Espera, ¿cómo que no lo soy?

Ella suspiró queriendo golpearlo por ser tan cabeza hueca. Sin duda alguna era un aspecto de él que nunca iba a cambiar.

— ¡Lo decía en broma, tonto! ¡A Garú le gusta Pucca!

Ahora fue el turno de Abyo en rodear los ojos.

— ¡Si lo hace, entonces que sea hombre y se lo diga antes que venga algún otro tonto extranjero a pedir la mano de Pucca! —Anunció cruzándose de brazos y con desvío de mirada hacia otro lado, indignado con todos y todo —sobre todo con Garú—.

A los pocos minutos decidió añadir, casi rabiando:

—Es decir, ¿qué le preocupa? ¿Acaso Tobe y su séquito de idiotas? —Niega, sin comprender— ¡Él es fuerte! ¡Pucca es fuerte! En mi opinión, ¡no hay nada honorable en ocultar tus sentimientos de esa manera!

Ching negó, comprendía la frustración de Abyo, ella misma había estado en esa misma situación hace un año atrás justo antes que Pucca le confesase aquello.

Ese tierno y silencioso secreto. Su mejor secreto.

—El trabajo de un ninja es arriesgado —objeta ella—, tú cómo karateka lo sabes muy bien. ¿No tuviste las mismas dudas antes de pedirme ser tu novia?

Abyo no respondió al momento.

—Uh, un poco sí —admitió con un sutil y lindo —endemoniadamente lindo, según ella— rubor de vergüenza. Él tomó una galleta azucarada y la mordisqueó con una mueca, todavía bastante azorado.

Sin embargo, la dulce risa de Ching lo hizo volver a reaccionar. Volteó a verla, ella había dejado su taza en la mesa y con un puño a media hacer se reía levemente tapándose la boca.

Por alguna razón eso hizo sentir a Abyo impaciente.

— ¿Ah? —espetó.

—Lo mismo fue para Garú en un principio. Inclusive yo tenía mis dudas cuando empezamos a salir, Abyo, pero…al final es simple.

Él no entendía nada.

— ¿A qué te refieres?

—Dices que Garú no ha hecho nada para acercarse a Pucca, sin embargo, ¿qué pruebas tienes de qué es así?

Abyo no se abstuvo en poner los ojos en blanco. Esto lo agotaba, en serio.

—Pues a duras penas la miró en el restaurante, Ching. Sinceramente, a veces noto que hay «algo», pero Garú es…

La fuerte muchacha negó, apoyándose en sus manos y sus codos de la mesa. Tenía una mirada risueña, feliz ciertamente, tanto por él, como por su amiga del alma.

— ¿Y quién dice que no se la dicho ya, A-byo? —Deletreó su nombre al final, pícara y adorable como solo Ching solía ser.

Eso había pensado Abyo al instante, no obstante, la confusión pudo más por el momento.

— ¿Qué?

Ching suspiró, debía platicar más estos temas con su novio en algún momento ¡El pobre estaba perdido y de nada se enteraba!

—El amor, Abyo —se levantó para lavar las tazas. Won cacareó en la periferia y ella sonrió—. El corazón quiere lo que quiere.

Chapter 7: VII

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Dicen que un hombre viaja por el mundo para encontrar lo que necesita, y regresa a casa para encontrarlo.

Garú después de esa noche, había entendido finalmente a que se refería ese viejo y sabio refrán. Tan sabio que lo irritaba, tan sabio porque era una verdad de las que todos sabían, pero nadie hablaba.

Una verdad que, ni con todo su entrenamiento ninja y perspicacia hubiese podido descifrar solo.

Después de aquello los encuentros fueron cada vez más frecuentes durante los dos siguientes años en aquél sitio que, de forma inconsciente, se sentía como si el bosque lo hubiese hecho únicamente para ellos dos cual refugio de las miradas ajenas y las opiniones que nada tenían que ver con su relación, con sus vidas y sus sentires.

Porque a fin de cuentas, ¿qué podían saber las demás personas?

A veces eran en las frías o calurosas madrugadas, otras veces en las mañanas antes que el Sol saliese del todo y arropase con su calidez a toda Sooga.

Y otras veces, tal y como ahora en las cálidas y tranquilas tardes. Donde la tranquilidad del bosque los refugiaba, envolvía a ambos en un enorme abrazo y les pedía, casi rogaba, que se quisiesen, que se amasen como sus corazones lo gritaban desde hace tanto tiempo.

Ante la vista de los habitantes de Sooga, aquel dulce y divertido amor había terminado hace mucho.

Ante la vista del bosque, de sus tallos y árboles antiguos de gran tamaño aquel dulce y divertido amor nunca había terminado, si acaso tan solo se había puesto en pausa hasta que ambos fuesen lo suficiente capaces, lo suficiente maduros. Ligeramente más mayores y con mentes y almas menos frenéticas, menos impacientes.

Y él sería adecuado para ella y ella sería adecuada para él.

Garú disminuyó su caminar mientras más y más se acercaba, pasó el enorme arce japonés, los tallos y arbustos comunes que ya bien conocía y agitado, con el corazón casi en la mano se introdujo entre la espesura con ansías y hasta emoción tierna.

Porque esta no era la primera vez que se veían en secreto. Ni sería la última.

Fue entonces cuando emergió de entre los densos troncos de bambú que aquel pequeño paraíso volvió, como tantas veces, a darle la bienvenida una vez más. Sólo que esta vez, no fue solo el paisaje el que le dio la bienvenida.

A media luz de la tarde con el viento fresco que se escapaba entre los bosques de bambú, Pucca se veía como una pequeña estrella que acababa de nacer; impoluta, pura y con aquel sedoso cabello amarrado en dos moños de rojos listones que inevitablemente lo llevaron de vuelta al pasado. De vuelta a su niñez cuando ella le buscaba en sus entrenamientos, cuando él huía y cuando ella inevitablemente lo alcanzaba y lo besaba.

Ahora se podría decir que la situación era un poco diferente, él la buscaba a ella en aquél lugar. Él deseaba que ella lo besase.

Y ninguno de los dos huía.

Mientras se acercaba a su encuentro con la cautela de un minino rememoró como todo esto había iniciado. En un principio solo tenía la intención de conservar una amistad sincera, no obstante, mientras más tiempo pasaba a su lado, mientras más volvían a ese sutil tira y afloja de su niñez poco a poco los sentimientos se desbordaron como una copa.

Junto aquél dulce amor que se había tenido que callar durante tanto tiempo.

Fue entonces cuando en sus largas meditaciones ella aparecía en su mente como si la misma fuese su hogar desde siempre, en cada misión que realizaba estaba ella, cuando tenía que irse de viaje ella inconscientemente se iba con él en pensamiento, con esas risas tiernas y pícaras. Tan inquieta y preciosa como él la recordaba.

Pucca también se sintió de ese modo. El conflicto de volver a lo mismo, a aquello que la había lastimado hace tanto tiempo, y es que ¿qué podría ser diferente ahora?

Durante semanas y meses estuvieron en esa constante lucha, en esa constante diatriba y pelea en que sus corazones deseaban dominar por encima de la justa y clara razón y sentido común. Pero era doloroso, como el infierno que lo era, porque cuando decían que era momento de cortar por lo sano aquellos encuentros, ¡oh, tontos ellos! Ahí estaban una vez más a media noche contando estrellas, anhelos y luciérnagas en aquél claro que se había vuelto un segundo hogar para ambos.

El clímax del asunto no fue hasta que en una noche de luna nueva, Garú llegó herido y sangrante al claro de aquel estanque. Sus pisadas dudosas y débiles tintaron un camino del color del carmín en la tierna hierba que cayó a penosos y erráticos movimientos hasta la base del árbol.

Los ninjas de Tobe lo habían emboscado de golpe y, por lo que pudo apreciar, esta vez venían bien dispuestos a matar.

Quiso reírse, pero algo parecido a un silbido salió de entre sus labios agrietados y la herida punzante en su costilla lo tomó como un reto para ver cuanto más podía sangrar. Lo habían atrapado con la guardia baja y estuvieron a punto de derrotarlo.

Ah, los viejos tiempos…

Era precisamente por eso que no quería aceptar sus sentimientos por Pucca desde, prácticamente, su adolescencia.

No podía soportar el hecho que ella estuviese en ese peligro constante. Que, llegado a un punto, él no fuese el objetivo sino ella.

«Pucca merece algo mucho mejor que esto…» había pensado aquella vez.

Y entonces ella llegó y se horrorizó al verlo así, casi como si el mundo se le viniese encima.

Él le dijo con la mirada que no era tan grave como parecía, pese a que la herida insistía en supurar a cada movimiento por más mínimo que fuese.

Ella espetó que él no sabía mentir.

Él estuvo de acuerdo en eso.

Curó con dedicación cada herida, conteniendo pequeñas lágrimas en aquellos ojos acuosos del color de las nueces. Recitó nanas con la tierna intención de calmarlo a él —pero más a sí misma— y, en un momento en que las emociones la desbordaron, Garú limpió la gota que de sus ojos salió cuando un siseo doloroso —que ella sintió como si fuese su propia piel— se entonó de su boca por el ardor del golpe.

Quería decirle que la amaba, que no llorase por él. Que iba a estar bien y que aquellas heridas eran nada comparado con el simple hecho de verla llorar.

Y, eventualmente, se lo hizo saber.

Su primer intento de hablar después de tantos años no fue tan catastrófico como pensó.

Pero si sabía que aquella expresión tan bella la desencadenaría el profe de su voz, lo habría hecho hace muchos años atrás.

Un voto que se rompió por el deseo de hacerse oír.

Di, dilo, dilo otra vez.

Pidió ella con un hilo de voz delicado y tenue, tembloroso por las emociones, por la sorpresa y por el significado de aquello. Era casi como una plegaria al cielo.

Sus mejillas se habían ruborizado como en antaño, un rojo bermellón que ella adoraba.

Y Garú vaciló durante unos escasos e insignificantes segundos, pero una voz ronca y varonil encontró salida en la punta de su lengua de forma atropellada como si le gritase que quería esto. Lo deseaba. Quería saber cómo se oía nombrarla, cómo se sentía en su paladar el pronunciar su nombre.

Pucca.

Chapter 8: VIII

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Se volvieron el pequeño, el mejor secreto del otro.

Las primaveras, veranos y otoños se consumieron como una llama a través del tiempo después de aquél suceso. Después de aquella confesión que cambio todo entre ellos.

Un voto se había roto y, al mismo tiempo, uno nuevo había nacido.

No fue hasta que estuvo lo suficientemente cerca que su concentración y el embote de recuerdos que afloraron durante esos instantes, se rompieron para darle la bienvenida al paisaje de Pucca ahí, sentada en la grama con canasta en mano y observando con la mirada pérdida y soñadora el suave contoneo del agua del enorme estanque espolvoreada por millones de flores de cerezo de tonalidades rosa claro y blanca nieve.

Un sentimiento de prudencia y vergüenza lo embargó durante unos instantes, no quería interrumpir sus pensamientos, pero le fue inevitable carraspear un poco mientras rascaba su nuca para llamar su atención.

Ella desvió su atención de aquellas aguas y volvió su vista hacia el recién llegado con aquella expresión curiosa de ojos rasgados y mejillas rosáceas.

Se dedicaron una sonrisa cargada de afecto y timidez, como si les diese tierna vergüenza mirarse a los ojos después de tanto tiempo separados. Él tenía esa linda mueca y media sonrisa con cada pliegue de sus mejillas que eran el blanco de todos aquellos besos que Pucca en el pasado le había dado. Pero ya no era un rostro aniñado el que le devolvía la mirada, sino la de un muchacho joven y maduro, y que decirte, apuesto como él solo.

No es como si Pucca no supiese que Garú era apuesto, ¡dioses, era la primera en saberlo! Sin embargo, todavía le era bizarro pensar como aquel niño bonito de doce años se había transformado en el encantador y misterioso guerrero ninja que tenía enfrente.

Sus pensamientos le hicieron una mala jugada y sus mejillas se tiñeron inevitablemente en un precioso y etéreo bermellón. La joven chica colocó un mechón rebelde detrás de su oreja, hizo aquél gesto donde se mordía el labio y no pudo, por más que no quiso, evitar desconectar sus ojos color pargo de aquellos dos oscuros ojos que la miraban de un modo que la hacía sentir desnuda. Expuesta.

Y verla así de tímida, así de nerviosa, causó una calidez de todos colores en el pecho del azabache.

Como un cántico o una prosa épica, el tiempo fluye con lentitud y Garú, en su trance, recuerda vagamente las historias que los ancianos solían contar en las vísperas de primavera cuando las primeras flores de cerezo empezaban a eclosionar con tanta efusividad y hermosura.

«…cuenta la leyenda que en las primeras primaveras del mundo un honrado y joven guerrero logró capturar el corazón de una mística y dulce Kitsune hace ya tanto tiempo atrás, que probablemente el roble más antiguo de Sooga no fuese más que un pequeño brote escondido entre la grama.

Y ella, desafiando no solo su propia naturaleza, sino a toda su raza, dejó que aquél dulce sentimiento la embargase por completo. Porque a fin de cuentas, aquel guerrero en negro y rojo era el único que podía llegar a entenderla.

No obstante, su amor no estaba destinado a durar. Los cielos, enfurecidos por aquel desacato a la naturaleza misma dieron fin a la vida del joven guerrero que no había hecho más que proteger a su aldea, su honor y, tonto él, enamorarse de una criatura prohibida del bosque. Así que, cuando la tierra se tiñó de rojo en su lecho de muerte, de sus labios brotaron tiernas amapolas, de sus mejillas preciosas peonías y de su pecho un ramo de tulipanes rojos como las manzanas más dulces y tiernas. Cada una más bella que la anterior.

Aquel gesto fue un grito de dolor y protesta de la joven Kitsune, cuyo único pecado había sido amar demasiado.

Brotaron cada una de ellas, una por cada beso que ella le había dado y, por eso, él —su alma— le daba las gracias.

El cielo se vistió de colores tristes cuando la Kitsune se acostó junto al lecho de muerte de su más amado, cantándole una dulce voz de cuna y con el anhelo que al otro lado, la muerte lo recibiera con una sonrisa.

Él viviría en esas flores, que abrían sus pétalos con ternura y modestia únicamente el primer día de primavera junto a las flores de los cerezos. Solo ahí, ambos amantes estarían reunidos nuevamente, así sea una sola vez por esa eternidad.

Y entonces en cada llegada de primavera, la criatura enamorada le canta una dulce balada cuando se encontraban en las noches de luna nueva del primer día, para que el cielo se enterase de aquel amor que se obligaron a callar y, que aún después que quisiesen erradicarlo, seguía vivo en la eternidad».

Quizás de él también emergerían tulipanes, amapolas, crisantemos y peonías o cualquier flor que se te ocurriese de aquellos lugares donde en antaño Pucca lo había besado, donde ella lo había sostenido con sus pequeñas manos y en cada gesto, caricia y toque que, sin saberlo, le había robado el alma tan de a poco que al momento de su ida, él sintiese como se le rompe el corazón.

Cual silenciosa y tierna luciérnaga que te visita todas las noches en busca de un poco de afecto, en busca de un poco de luz en las oscuridades más perpetúas y aterradoras. Cada recuerdo de aquellos afectos algo bruscos en un principio, pero paulatinamente dulces a medida que crecían, a medida que se alejaban de la inocencia e ingenuidad de la niñez y se adentraban a la pubertad tan desconocida, tan rebelde, pero tan sensible. Todos esos pequeños trazos, todas esas semillas de afecto que ella planto con sumo cuidado en lo profundo de su pecho, de su alma, terminaron al brotar a luz de luna y él se volvió una colina de variopintas y hermosas flores como aquel guerrero que cayó enamorado hace tanto tiempo atrás.

Y sólo ahí, Garú le daría las gracias.

Chapter 9: IX

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Las palabras, como siempre, no eran necesarias en la presencia del otro. Con completa tranquilidad Pucca sacó una manta de entre la pequeña y bonita canasta y Garú la tendió debajo de aquél árbol donde hace un tiempo él la había encontrado a ella descansando en su lecho.

Bocadillos, frutas y un topper verde manzana de considerable tamaño —que estaba envuelto en una tela negra— era el humilde contenido de aquella cesta, sin embargo, ninguno de los dos tenía hambre y, pese a que era primavera, el agua del estanque se veía perfecta para nadar un rato para relajarse y dejar olvidadas las preocupaciones, las obligaciones y los malos ratos pasados.

Fue entonces cuando Pucca le habló con la mirada, una sonrisa y con una ceja arqueada.

« ¿Te perdiste en el camino al venir aquí?»

Él pestañeó con extrañez y miró con ojo críptico a la chica de odangos que le observaba con una sonrisita pícara. Luego, negó con vehemencia y el fantasma de una sonrisa que la muchacha detectó.

«Sabes que nunca me pierdo, Pucca», suspiro y miró su alrededor.

«Solo me detuve a pensar un poco durante el paseo»

Ella hizo un puchero. Él tuvo el impulso de querer besar esos labios en puchero.

Cual libro abierto, Pucca le hizo el favor y en un arrebato de emoción, la joven se abalanzó sobre él sin darle tiempo alguno a reaccionar, derribándolo contra la grama —algo bastante difícil a su edad, pero Pucca siempre había sido más fuerte que él—suave y esponjosa fundiéndose en un abrazo que le quitó el aliento y lo hizo enrojecer.

Garú exhaló con una pequeña sonrisa y el rubor en su rostro. Ah, había extrañado esto…

Un poco dudoso —todavía le costaba un poco demostrar tanto cariño, pero como siempre, Pucca lo hacía más fácil para él— le devolvió el abrazo a la doncella que tenía entre sus brazos y que se acurrucaba constantemente en su pecho, impregnándose de él, de su calor, de su presencia y de su aroma.

Se quiso reír, ella se sentía tan dichosa en ese instante. Así, con Garú refugiándola entre sus fuertes brazos, acariciando rítmicamente y en círculos su espalda de forma suave y delicada, amoroso a su modo, tan diferente al estoico y serio ninja que solía mostrar a los demás.

Él se llenó de su tacto durante ese abrazo, de la suavidad de su cuerpo y el aroma a vainilla de su sedoso cabello recogido. Con un brazo la apretujo lo suficiente hacia su anatomía, casi como si quisiera enterrarla en su pecho y, con la otra mano abierta, siguió acariciando su espalda con gentileza. El sutil soplo de su respiración en su pecho le ponía la piel de gallina, pero era extremadamente placentero y hermoso. Lo hacía sentir vivo.

Podría quedarse tumbado ahí, en el césped con ella tan sólo sintiendo la brisa fresca del bosque y los rayos cálidos del sol y todo, absolutamente todo, habría valido la pena.

Se habían extrañado mucho, eso era obvio.

Escuchó una voz meliflua al poco rato de estar ahí echado, a veces, se le hacía un poco extraño oír la tenue y trémula cadencia de su voz dulce. Las miradas que se daban decían todo y a la vez nada. Los sonidos que salían de sus gargantas y evocaban en sus labios eran una comunicación clara de lo que el otro pensaba.

Ha, ha pasado un tiempo.

Dijo ella al tiempo en que, casi a regañadientes, se separaba del refugio que significaba su pecho cálido. Se veía linda, con las mejillas rosadas y el cabello amarrado en dos moños alborotado por los movimientos. Probablemente de no haberlo dicho él lo habría sabido con tan solo mirarla a esos ojos rasgados con cuencas del color de la nuez oscura.

Porque el mirarse era otro nivel. Un nivel que no había conseguido con nadie.

Sin embargo, la respuesta mermó y salió de la punta de su lengua antes que él pudiese siquiera procesarlo. De un modo u otro, Pucca siempre sabía cómo sacar el sonido de su voz, así sea a trozos.

Sí…bastante, en realidad —su voz ronca y viril hizo vibrar su pecho y, por encima de la ropa Pucca lo sintió. Ella soltó un suave, pero animado sonido que Garú distinguió como su risa.

Luego completó aquella casta frase con una mirada que fue al cielo y que volvió hacía ella a los pocos segundos.

«Lamento haberte hecho esperar tanto», una disculpa sincera y sí, ciertamente apenada.

Pucca negó con vehemencia y llevó aquellas manos gentiles hacia el rostro del azabache, dejando una temblorosa caricia que a su vez fue un intento de quitar una mancha de pasto de su pómulo.

«Descuida, lo sé»

Él sabía que ella lo sabía. En realidad, si no fuese por su entrenamiento ninja y porque Pucca con el tiempo había madurado en el prospecto de la impulsividad —algo que la caracterizó bastante en su niñez, con sus gestos rudos, pero a la vez amorosos—, se habrían abrazado con el mismo afecto que hace unos segundos en el Goh-Rong hace unas horas atrás.

Olvidándose de disimular, de aparentar. Tal y cómo habían acordado.

Pero era obvio que a veces sus miradas llegaban a gritar lo que sus bocas no podían decir, ¿la gente lo notaría? Intentaban no preocuparse demasiado con ello.

A duras penas se reincorporó. Llevó su mirada hacia el estanque de agua verdosa, pero cristalina que reposaba calmo en aquella tarde tan tranquila y bella de primavera.

Garú notó como Pucca volvía a mirarle de soslayo, todavía conservaba una mano en su pecho, como si quisiese asegurarse que él seguía ahí, respirando y a su lado. Cuando él se reincorporó del suelo, la mano de la azabache serpenteó hasta la palma de él e intentó no fruncir su ceño cuando localizó una cicatriz nueva en su dorso.

Era algo que debía esperar, no obstante, no significase que la hiciese enojar menos —era más preocupación, en realidad—. Pero pese a todo, él estaba ahí. Vivo.

Garabateó con su dedo aquello que estaba pensando en la superficie suave y ligeramente desigual.

«Me alegra ver que estás bien»

Su mayor deseo es que él siempre volviese. Cosa que no era sencilla de cumplir por su oficio, a veces quería sugerirle que retomase los pequeños encargos de sus tíos para buscar ingredientes y dejase de lado todo este asunto de ser «guardián», pero no quería ser tan egoísta.

Pero su mirada delataba lo que su pensamiento casi exclamaba entre lágrimas, Garú lo sabía. Sobre todo al ver como ella se había quedado en un pequeño lapso de trance al frotar su pulgar sobre la superficie lisa y tersa de la cicatriz, era alargada, quizás hecha con una espada.

Se imaginó a qué clase de peligrosos se había enfrentado allá fuera, ¿cuántas veces ha estado en peligro de muerte? ¿Había alguien que le curase sus heridas en caso que llegasen a herirlo? ¿O lo hacía él solo? No dudaba de Abyo, claro, pero no era algo definitivo o típico que el muchacho lo acompañase a las misiones.

Pudo haber seguido enredándose en aquella maraña de tejido que era su mente mientras repasaba la cicatriz una y otra vez, sin embargo, la voz baja y viril —hasta podría decirse dulce— la trajo de vuelta a la realidad. A esa pequeña realidad de los dos, a salvo, ahí, en Sooga que era su hogar.

El taciturno ninja estaba hablándole, todavía le parecía fascinante cuando lo hacía. Él no solo era apuesto, tenía una voz preciosa y hechizante que le ponía la piel de gallina cuando pronunciaba palabra alguna.

Pucca —Ella tragó grueso al oír el tono que uso para pronunciar su nombre. Cálido. Dulce. La piel se le puso de gallina e ignoró sin querer el rubor que ahora estaba empezando a nacer en los pómulos del hombre

Garú ladeó la cabeza hacía un lado, vacilante. Se mordió el interior de la mejilla, sopesando lo que diría a continuación.

Exhaló. Bueno, tampoco es que podía disimular ya el rojo de su rostro.

¿Quieres? —Pucca pestañeó expectante. Él rodeó los ojos al soltar un resoplido, casi como un puchero.

Ni él creía lo que estaba a punto de pedir.

— ¿Quieres que nos bañemos un rato en el estanque?

Bajó la mirada hacía su regazo y esperó su risita pícara de siempre, algo, lo que sea. La misma nunca llegó en realidad, pero se sintió desubicado cuando ella tomó sus manos y asintió con una sonrisa que logró que sus ojos rasgados se cerrasen de un modo que le pareció de lo más adorable.

Su contestación no se hizo esperar.

Me gustaría, sí.

Y ahí estaban. Para ser sinceros, no era la primera vez que lo hacían, ¿la tercera o cuarta? Puede que sí, pero lo diferente a esta es que solían hacerlo en la noche, con poca o ninguna visibilidad plena del otro y, sin la preocupación que algún extraño llegase por una casualidad demasiado extraordinaria hacia el claro en el que se encontraban.

Era una novedad hacer esto de día.

Mucho más por ser Garú el primero en sugerirlo.

Ese ápice de valentía hizo que Pucca suspirase risueña, en otro contexto pequeños corazones estarían saliendo de su cuerpo gracias a él. Aunque de todos modos, no podía evitar sentirse un poco…expuesta, en el buen sentido, claro. Confiaba en Garú como nadie y, sí captaba bien las señales, eso significaba que su confianza en ella era bastante grande como para hacer esto.

Él se había dado la vuelta como todo un caballero. Sin mirar o voltear en su dirección, ya que, no solo por su honor, sino más bien su educación él respeta su intimidad ante todo.

Algo que Pucca aprecia enormemente y es mejor de esa manera, así no vería lo temblorosa que se había puesto ante la idea de desnudarse así a la luz del día, ante él. Intenta concentrar su mente en algo que no fuese la sensación de poco a poco quedar falta de ropa y su mirada se fija en su ancha y fuerte espalda, amplia con los huesos de los omoplatos sobresaliendo ligeramente por encima del atuendo debido a su posición de brazos cruzados y mirada gacha.

Queda casi embobada con aquella visión, pero su concentración se interrumpe de pronto al mirar tan solo un poco más hacía su nuca y su cabello recogido, localizando la piel teñida en carmín en la punta de cada oreja del ninja.

La risilla se le escapa por si sola y él sabe porque lo hace. Suelta un gruñido poco después y Pucca solo puede seguir riéndose. Qué ternura de hombre.

Garú frunce los labios e intenta, de verdad, no abrir los ojos mientras sus sentidos ninja perseguían como abejas a las flores la presencia de Pucca detrás de él. Sin embargo, cuando oye el agua salpicar y el chapuzón estallar interrumpiendo el silencio de aquel claro, sus movimientos lo traicionan y dirige su mirada oscura hacía el estanque cuya superficie se movía en pequeñas olas debido al estruendo y que poco a poco se aquietaba para volver a su estado original.

Busca a Pucca con la mirada, no la veía ni en los nenúfares o en algún punto de aquel estanque. El pánico se apodera de él durante un instante al no localizarla, pero de pronto ella emerge con un alarido desde las profundidades con el agua deslizándose por su rostro sonrosado y el cabello suelto empapado pegándose a su cráneo, cuello y frente como una segunda piel. El reflejo de la profundidad no logró que lo percibiese bien, pero parecía que entró en ropa interior.

Tenía una sonrisa tremenda como ella sola, contenta por la sensación que producía el agua en su alma. Chapoteó tranquilamente con ademanes expertos a través de aquella masa de agua sintiéndose a gusto por lo fría que se encontraba —Garú la comparó más tarde con una sirena, aunque no se lo mencionó— y, al sentir los ojos del ninja sobre ella con un gesto de su mano lo animó a entrar.

Garú suspiró después de asegurarse que ella estaba bien, nunca sabía qué tipo de cosas podía ocultar ese estanque y, como dice el dicho: Aguas tranquilas, fluyen profundas. No obstante, en las otras ocasiones nunca presentó un peligro para ambos, ¿por qué habría de ser diferente a la luz del día? Decidió dejar de pensar en ello y, repentinamente sudoroso, empezó a desvestirse.

Pucca al darse cuenta de ello agarró el borde de uno de los tantos nenúfares de inmenso tamaño y levantándolo un poco, se tapó los ojos con él con la cara rojiza. Se le acelera un poco el pulso y siente el cuerpo inquieto en aquella enorme masa de agua que la rodea, él ni siquiera la miró cuando estaba desvistiéndose, por ende en retribución —y educación— ella debía hacer lo mismo.

Era realmente cómico ver lo reservados que eran teniendo en cuenta que ambos llevaban tres años juntos aproximadamente. ¿Un amor demasiado inocente quizás? Bueno, no precisamente.

Cuando dejó caer la pesada túnica y se dedicó a quitarse el mono, su mente le pide a gritos que volteé hacia Pucca para saber qué estaba haciendo. La encuentra oculta entre los nenúfares, ojos tapados y un bermellón que se veía reflejado incluso en las esquinas de sus hombros. Arquea una ceja sin llegar a comprender su estado, pero la respuesta le llega como una revelación y su corazón casi brinca de la emoción y vergüenza al adivinar que ella estaba tan nerviosa como él.

El fantasma de una sonrisa aparece en su semblante junto al contenido de un sonido de asombro que nunca llegó a aflorar. Estaba nerviosa. Era raro ver a Pucca así. Garú contuvo una risa y continúo con su desviste con un rubor en sus mejillas y una pequeña sonrisa que afloraba cada cuanto a medida que cada prenda caía.

Se terminó de quitar el mono doblándolo entre sus brazos y quedando en ropa interior. Se sentía un poco expuesto gracias a la luz del sol que penetraba pobremente entre las inmensas copas y ante la brisa fresca del bosque de altos tallos que soplaba contra todo aquello que estuviese en el camino.

Caminó —no sin antes de mirar de soslayo a Pucca, que seguía oculta de forma obediente en el nenúfar gigante— hasta la manta y, junto a la ropa de la chica de odangos dejó la suya propia, incluido su katana. Eso le hizo darse cuenta que no se había quitado las vendas que cubrían sus fuertes brazos y con un resoplido, empezó a desenvolverlas.

Cuando hubo terminado con la izquierda dobló la suave tela de gasa blanca y la dejó sobre su ropa junto a la cinta que usaba para amarrarse el pelo —ahora suelto en sus hombros y cayendo con gracia en su espalda—. Se mordió el labio y fue hasta el brazo derecho, tomando con dedos temblorosos el inicio de la venda para retirarla.

Pasó uno, dos, tres minutos y sus dedos seguían ahí, enganchados como en una batalla de vida o muerte, indeciso con la sangre que empieza a sonar en su cien como si estuviese corriendo un maratón.

Bufa por lo bajo, frustrado y con la esperanza que Pucca no lo escuche. Decide dejar ese vendaje como esta por el momento y se reincorpora encaminándose hacía el estanque para acabar con esto de una buena vez por todas.

La muchacha mantiene sus ojos cerrados con fuerza y casi, casi contiene el aire en sus pulmones por aquellos pequeños nervios que punzaban y no la dejaban respirar bien. ¿Él ya estaría listo? ¿Habría sucedido algo? No es hasta que oye los chapoteos y siente una presencia flotar a su lado que Pucca se digna abrir los ojos lenta y prudentemente.

Garú no la observaba directamente esta vez, se encontraba observando casi anonadado el cielo que cubría aquel claro, de nubes esponjosas y blancas como el algodón junto a un sol que acariciaba sus pieles, pero no causaba escozor alguno por el calor repentino. En realidad, era cálido y apacible sentirlo en sus anatomías, contrarrestando de ese modo lo helada que estaba el agua del estanque.

Pucca llevó la mirada hacia el cielo también, apreciando con una pequeña sonrisa el paisaje de aquella bóveda área y lejana que envolvía no solo el bosque, sino toda Sooga con un aire estival, como de fiesta. Era un día precioso, sí.

Un repentino escalofrío la hizo sobrecogerse y abrazarse a sí misma con un tenue « ¡Brrr!» de sus labios rosados. Por fin la atención de Garú volvió hacia su compañera, que a pesar del escalofrío se rió tiernamente poco después.

Él alzó una ceja con una pequeña sonrisa, curioso.

Pucca se dio a explicar con una mirada alegre y entusiasta.

«Está fría», ahí estaba otra vez esa comunicación tan singular.

Un pequeño koi nadó entre los cuerpos de ambos, curioso por los nuevos visitantes de su humilde hogar.

Garú bajó la suya y sin levantarla del todo le dio una sonrisa que a Pucca solo le parecía de lo más encantadora.

«Lo sé, te gusta así. Por eso siempre te traigo hasta acá, ¿verdad?»

¡Bendito sea ese hombre que la conocía tan bien!

Ella le sacó la lengua sin quitar su sonrisa, Garú no pudo evitar centrar toda su atención en su boca ante ese gesto y, sobre todo, en esos lindos hoyuelos que sobresalían con cada gesto. Una vez más, un rubor empezaba a nacer desde la punta de sus orejas.

«Se te olvida que quién descubrió este lugar primero fui yo, Garú»

Y sin más la chica de odangos se introdujo nuevamente en las profundidades, dispuesta a bucear todo lo que quisiese. Lo dejó ahí al lado del enorme nenúfar, mientras su silueta ondeante se veía nadar por debajo del agua.

«De verdad parece una sirena», pensó el muchacho mientras negaba con vehemencia. Entusiasmado y ya más tranquilo, tomó una profunda bocanada de aire y también se dedicó a zambullirse un rato por el enorme estanque de agua cristalina.

Así pasaron el resto de la tarde de aquella primavera, entre juegos, pequeñas competencias y zambullidas acompañadas de sus risas ocasionales y sí, algún que otro beso robado de parte de ella —y también de él—.

Su amor había evolucionado de un amor brusco e infantil, a uno más maduro y bien entendido. Porque había acciones que decían más que miles de palabras, ellos dos lo sabían muy bien.

Pucca se acurrucó en su hombro con los ojos cerrados y el ceño tranquilo, relajado podía sentir como Garú la llevaba entre sus brazos por todo el estanque, con el agua acariciando sus cuerpos con delicadeza e, incluso, con los singulares y coloridos peces manchados de agua dulce al nadar a su alrededor como si ambos no fuesen más que parte del paisaje.

A veces —más bien todo el tiempo— se detenía a apreciar la forma en que Garú la sostenía. Un tacto delicado, fuerte y seguro, pero también inconmensurablemente tierno, podía respirar tanta paz a su lado, tanta tranquilidad que hasta apreciaba los latidos tranquilos y acompasados de su corazón con el suyo.

Si le hubiesen dicho a esa niña de diez años hace tanto tiempo que este sería el mismo hombre del cual se enamoró…probablemente le habría costado un poco creerlo.

« ¡Eso es demasiado idílico, ni siquiera yo imaginaría algo así!» habría dicho con mucha seguridad, pero oh, dulce realidad ahí estaba. En sus brazos, segura y amada como solo él sabía.

Algunos pensarían que mantener un secreto así sería duro, pero ese era el detalle de algún modo funcionaba, de algún modo podían entenderse.

Pucca abrió sus ojos perezosamente y desvió su mirada del agua para dirigirla hacía él que parecía estar tocando el cielo con ella entre sus brazos, y escuchando todos los sonidos de su alrededor. Como siempre, un ninja entrenado en su elemento.

No se dio cuenta en que momento él la posó en uno de los nenúfares, sentándola con cuidado e intentado ignorar el modo en que el agua se deslizaba como en carrera por su cuerpo desarrollado, pálido como la porcelana de una muñeca y con los mechones de cabello negro pegados a su cuerpo como una segunda piel debido a la humedad.

Tampoco reparó en el frío que empezó a sentir una vez estuvo fuera del agua con solamente sus piernas zambullidas en el estanque y mucho menos cuando él trajo la manta blanca que estaba en la grama para cubrirla con delicadeza con ella.

Su mirada oscura se concentró en su mano izquierda, mientras a su vez decía con roncas y parcas palabras:

No quiero que te resfríes por mí culpa.

Con una pequeña sonrisa contenta ella asintió, sin embargo, notó que no apartaba su mirada de su mano, más específicamente —y fue algo que recordó tan de golpe como una epifanía— donde aquél muchacho extranjero la había tocado para pedir conocerla más a fondo y de formas que, si era franca Pucca no quería saber ni un poco.

¿Él todavía estaría pensando en ello?

Ciertamente sí, lo hacía. Garú recordaba el momento todavía como un bucle en su psique junto a las palabras de Abyo haciéndose un hueco con un eco en su mente y en la inquietud que su corazón sentía al sopesar esa realidad, ese hecho.

¿Ese forastero se habría detenido de saber que Pucca era…? ¿Cuántas veces eso sucedía cuando él estaba fuera de la aldea? ¿Y si Dada no lo hubiese detenido a tiempo? ¿Y sí…? ¿Y sí…?

Exhaló profundamente y antes que Pucca pudiese decirle algo, cual niño pequeño el hombre dejó caer su cabeza en el regazo de la doncella con los ojos cerrados y una pequeña mueca de angustia y, ¿por qué no? Celos también.

Celos que alguien la quisiese para ella. Celos que, en su ausencia ella recibiese propuestas de ese tipo y, por su secreto su mejor secreto— no pudiese declinar la oferta ya que a ojos de los demás, la chica de ojos rasgados no estaba comprometida con nadie.

Si tan solo pudiesen ver el anillo que colgaba en la cadena plateada de su cuello, probable sería que más de uno lo pensase dos veces antes de querer cortejarla.

Por supuesto, él suyo también estaba protegido debajo de su traje y no es porque lo hiciese por gusto, en realidad solo era…precaución.

Una precaución que, como decía Abyo, en algún momento iba a costar caro.

En medio de sus pensamientos difusos no reparó en como Pucca poco a poco comenzaba a acariciar su largo y espeso cabello azabache, apartándolo de su rostro como si lo peinase. Aquel pequeño gesto lo hizo soltar un gruñido bajo y tembloroso que pudo confundirse con el ronroneo de un minino, una débil sonrisa se asoma por su comisura y siente que el alma le quiere estallar del amor que siente por ella en ese instante.

No tenerla a su lado libremente como quisiese se sentía como pisar una mina cada vez que se levantaba para un nuevo día. Pero la mina era él, la mina era ese secreto. Y después de esa explosión, se pasaba el resto del día recogiendo cada mínimo pedazo, falleciendo un poco cuando la veía sonreír a lo lejos y con el nudo de las ansías de coger su mano apretando su pecho como la herida de una bala. Y así, todos sabrían que Pucca era suya, ¿pero él?

Él era tan de ella que fácilmente podía ser cruel con él si así lo desease, porque estaba enamorado de ella.

Lo menos que quería es que alguien le hiciese daño, aun a sabiendas que ella era perfectamente capaz de defenderse.

Chapter 10: X

Notes:

(See the end of the chapter for notes.)

Chapter Text

Su concentración se rompió cuando aquella mano paulatinamente se deslizó con suavidad hasta todo lo que podía en la anchura de su espalda, rozando con un delgado y fino dedo la forma de los pequeños huesos de su columna.

En respuesta, Garú se removía un poco y fruncía sus gruesas cejas.

Pucca contuvo una risita y, no supo si fue el cambio de temperatura, pero la piel de su amado se puso de gallina mientras aquel dedo, lindo y travieso, hacia aquel pequeño recorrido en su espalda y de vuelta, sintiendo los músculos fuertes y duros por años de intenso entrenamiento.

Pucca deslizó su dedo una vez más y lo soltó con un sutil movimiento que, de no ser por un poco más de auto control, habría hecho a Garú saltar con ligereza en su regazo.

Esta vez no contuvo su risa pícara, esa misma que nunca la abandona y el azabache taciturno abrió sus oscuros ojos con los labios fruncidos y un rubor visible en sus mejillas.

El ninja se reincorpora para mala suerte de Pucca y la fulmina con una mirada severa que nada combinaba con el bermellón avergonzado de sus pómulos. Sin decir o añadir algo más, él  se inclina un poco hasta ella y toma distraído uno de los largos mechones color turmalina de la muchacha que se encontraban despedidos aquí y allá, enredándolo poco a poco como en un bucle hipnótico en su largo y hasta grueso dedo.

Pucca se quedó quieta ante ese pequeño gesto de su parte, casi conteniendo su respiración y el latir frenético de su corazón al ver la concentración de Garú en su tarea. A él siempre le había gustado su cabello, sobre todo verlo así, suelto y libre y rebelde, como su portadora.

Fue entonces cuando notó el vendaje que todavía cubría el dorso de su muñeca derecha hasta un poco antes de su codo. La gasa estaba humedecida, sin embargo, no se deshacía con facilidad y seguía amarrada lealmente a la piel del muchacho.

Ella se mordió el labio en un gesto nervioso e, intentando que sus movimientos no la traicionaran ante su pulso acelerado rompió la concentración de su compañero cuando con manos piadosas tomó su antebrazo y le miró como pidiendo permiso.

Garú, con la boca seca al adivinar las intenciones de Pucca no pudo más que asentir, echando hacía atrás sus inseguridades o miedos.

Entre sus dedos la joven tomó el inició de la venda y, con sumo cuidado empezó poco a poco a desenredarla del antebrazo lo cual fue un poco difícil debido a que estaba mojada. A cada segundo que la gasa revelaba la blanca piel con algunas venas visibles, Garú se sentía más y más ansioso.

Finalmente ella la retiró dejándola a su lado en la superficie del nenúfar e intentó, con todas sus fuerzas, que los ojos no se le llenasen de lágrimas al ver lo que ese vendaje ocultaba.

En la superficie de su antebrazo derecho, reposaba tranquilamente aquella vieja y larga cicatriz, esa misma que él con tanto recelo ocultaba de todos, menos de ella.

En una caligrafía desigual, se leía en hangul unas temblorosas letras que unidas formaban una palabra que para Garú era como una sentencia al carne viva de los errores del padre, del reflejo del hijo y la vida de hambruna y pobreza a la que estuvo cruelmente destinado en el instante en que la podredumbre cayó en su apellido.

D

E

S

H

O

N

R

A

Parecía haber sido hecha con el filo recién afilado de un kunai y una punta al rojo vivo, como hacían comúnmente para marcar al ganado. Garú sinceramente ya no lo recordaba en realidad —y era normal, sólo había tenido tres años cuando se la hicieron— y no veía valor alguno en intentar recordarlo.

Su honor había sido recuperado, eso era lo único que importaba pese a que esa asquerosa cicatriz iba a quedarse con él para siempre, pero estaba bien con eso. Era un recordatorio de los errores que nunca debía cometer.

Sin embargo, aquella visión siempre entristecía en demasía a Pucca. ¿Quién tenía la suficiente crueldad para hacerle eso a alguien? ¡Y mucho más a un niño!

Él no la permitió observar más aquella marca, llevó su mano hacia la mejilla de la chica y acunó su rostro en ella, repasando su pulgar que limpió torpemente una pequeña lágrima que había tenido la osadía de salir de aquellos ojos rasgados.

Esos ojos color nuez oscura finalmente lo contemplaron y Pucca dejó caer su rostro en su palma, buscando su contacto en aquellos ojos oscuros como la noche.

Entonces él sonrió un poco y ella, pese al dolor, también lo hizo.

Parecía que el silencio los conectaba de formas que las palabras no podían.

La mano de Garú bajó paulatinamente y distraído como un insecto hacía la luz, tomó otro de aquellos mechones rebeldes que volvió a enredar en su dedo con lentitud pulcra y permitiendo que la fascinación le brotase desde el pecho cuando un lindo carmín empezó a aflorar en el rostro de Pucca, de su amada y más querida.

Mientras él jugaba con su cabello ella acariciaba su antebrazo con afecto y cariño. Las palabras no hacía falta que fueran dichas, porque con sus ojos, sus miradas ya se decían todo y hasta más.

No supo en que momento sus labios se habían unido, quizás fue cuando él se apoyó con ambas manos para erguirse hacia ella o quizás la efusiva muchacha lo había atraído del cuello como tantas veces acostumbraba, pero ahí estaban, unidos en un beso profundo y amoroso. Húmedo, pero hermoso.

Suspiraron desde la parte más profunda de aquella vena que iba directo al corazón y, cuando el aire hacia evidente falta, se separan tan solo un poco para tomar el preciado oxígeno y seguir, incapaces de tener suficiente de aquel contacto de labios temblorosos y esponjosos.

A cada beso tan dulce, tan corto y tan eterno Garú se cuestionaba con completa seriedad ¿cómo había osado de privarse a sí mismo de aquella dulce miel por tantos años? Culpaba a la inmadurez de su adolescencia y a esa pizca infantil que todavía logró conservar durante los años que pasaron por negarse a los besos de aquella dulce mujer que, en la intimidad de aquel lugar secreto, tomaba todo aquello de su ser y lo volvía algo más hermoso, algo más puro.

Un gruñido contento se escapó de su boca entre aquellas lindas atenciones y escuchó esa característica risita, tan pícara y bonita que después de tantos años nunca la había abandonado. Solamente que esta vez era más etérea, más bella, menos aniñada y puede que Garú se enamorase tan solo un poquito más de ella —aunque nunca lo admitiría en voz alta—.

Y que decirte, a Garú le parecía uno de los sonidos más hermosos que había escuchado en su vida. Lo que en antaño había significado que su tormento estaba cerca, ahora era una señal silenciosa que Pucca estaba ahí, viva, a salvo, amándolo y lo más importante, con él a su lado para protegerse mutuamente.

Sus manos tienen la intención de sostenerse una a la otra, pero sus besos se detienen de golpe cuando una descarga eléctrica les azota hasta el último vestigio del alma tan de pronto que es hasta chistoso.

Jadean con sorpresa y bajan sus miradas hacía sus manos, sintiéndose extraños e inusitados después de salir aquella neblina tan poderosa que era recibir un beso de aquél a quién tu más amabas.

Garú vuelve a recordar fugazmente a aquél muchacho extranjero que tocó la mano de Pucca e, inexplicablemente, suelta un bufido y con dedos temblorosos extiende su mano hacia la de ella. Casi de forma inconsciente Pucca le imita con la sangre sonando en su cien por la emoción, por lo que sea, pero se siente tan feliz que podría flotar ahora mismo.

Sus manos se rozan, sus dedos se tocan y una descarga eléctrica les azota el fuero del alma a ambos y, por un instante, todo parece tener sentido.

Pucca observa aquellos ojos oscuros de su más querido, su más amado. Él no la miraba a ella, toda su atención estaba siendo absorbida por el sutil y etéreo contacto de sus yemas, a sus manos tan distintas, pero tan sensibles.

La dulce joven contiene un suspiro en su garganta y quiere, anhela grabar aquella expresión de asombro y embelesamiento del muchacho silencioso, porque nunca lo había visto tan encantado, tan maravillado.

Garú inspeccionaba con ojo clínico cada pequeño aspecto de aquel paisaje, de sus manos apenas unidas y extendidas una frente de la otra, como si quisiesen medir el tamaño de cada una.

La de Pucca era, naturalmente, más pequeña que la suya propia, suave y delgada, con el rastro de cicatrices viejas porque pese a que fuese una dama de aspecto delicado, la joven asiática era dura como un roble y fuerte como ninguna que él hubiese conocido.

Tan perfecta y capaz de protegerse, pero tan delicada cuando él la tomaba en sus brazos en medio del agua cristalina del estanque y la posaba en los enormes nenúfares que los rodeaban en busca de proteger aquél secreto, de aquel amor que callaban en público y, en la intimidad de ese paradisiaco sitio, exploraban en borrones coloridos llenos de un afecto que haría llorar de enviada a miles de poetas.

Y las de él, grandes en comparación a la suya y callosas por tantos años de entrenamiento, con dedos gruesos y fuertes algunos pequeños hilo de venas sobre salían sobre la superficie blanca y blanda de su dorso llena de viajes cicatrices de batalla, mismas que alguna vez Pucca besó con afecto en busca de su sanación.

Una gota de agua resbaló con gracia por las facciones fuertes y varoniles del moreno, deslizándose por su largo cabello y cuello hasta desaparecer en la profundidad del agua, su expresión era tan curiosa como inocente y Pucca inesperadamente se rió con ternura ante aquella vista, porque recordaba vagamente a aquél muchachito de doce años que en antaño perseguía. Aquello logró que la concentración de Garú se perdiese de pronto, llevó sus ojos hacia ella, una ceja espesa se alzó con ligereza, en búsqueda de una explicación.

Cuando lo único que recibió de parte de ella fue una sonrisa traviesa, él no pudo evitar contagiarse de la misma con un rubor vergonzoso. Si había algo que no había cambiado en Garú —y Pucca siempre lo reafirmaba—, era esa característica timidez en su forma de corresponder los afectos.

Desesperantes para algunos, pero inconmensurablemente lindo para ella.

No es hasta que la tarde empieza a caer que, finalmente, ambos salen del estanque empapados, pero contentos. Garú tomó su túnica y la utilizó para secarlos a ambos —sobre todo a Pucca, que tenía los labios un poco morados por el frío—, por suerte sus ropas estaban secas así que solo tuvieron que esperar a secarse un poco ellos antes de volver a vestirse.

La comida por suerte seguía tibia cuando la sirvieron, así que no hizo falta hacer una fogata o algo parecido para calentarlas. Se sirvió cada comida en los dos pequeños bol de porcelana y, hambrientos, empezaron a comer en silencio con pequeñas sonrisas contentas en sus rostros.

A medida que pasaba el tiempo, el anillo que colgaba de la cadena de Pucca atraía su atención cada vez más al mecerse con tanta alevosía ante sus ojos; era como si gritase que le diesen un lugar más apropiado que estar colgado de un collar.

Él sorbió sus fideos mientras sopesaba aquello por un largo rato. El constante « ¿y sí?», « ¿y si no?» no lo dejó tranquilo durante todo lo que restaba la tarde y, ya cuando las primeras luciérnagas estaban empezando a salir, Pucca lo notó.

Ella se inclina un poco hacia él todavía con su túnica puesta, no hacía falta ser un experto para saber lo que su mirada decía:

« ¿Sucede algo?»

Sintiéndose repentinamente sobrecogido, el ninja vaciló en dar su respuesta al momento. Se enderezó en su lugar y carraspeó llevando su mano hacia su nuca, frotando sus dedos sobre la pelusa como para relajar sus tensiones.

No levantó su mirada del todo, pero miró de soslayo a la joven asiática con un tanto de vergüenza. Tomó poco después su mano y garabateó con su dedo en su palma.

«Necesito que hagas algo por mí».

Casi al mismo tiempo escribió:

«Por favor».

Pucca ladeó la cabeza con curiosidad y de buena gana sonrió, escuchándolo atenta.

Él suspiró al soltar su mano. Su voz volvió a nacer con un farfullo trémulo y tímido, casi inseguro.

Collar.

Pucca llevó su mano hacia el mismo, sintiendo la frialdad de aquella alianza que, desde hacía un año, llevaba colgada en su pecho. Pestañeó sin comprender, extrañada.

A él le sudaban las manos de los nervios, en su psique emergía poco a poco el recuerdo de cómo se lo pidió la primera vez y como su pulso inquieto no lo abandonó hasta que ella le dio su respuesta.

Quítatelo.

Perpleja, Pucca obedeció sus indicaciones intentando no pensar en nada más mientras lo dejaba en su regazo. Garú agarró el mismo con las manos temblorosas y sacó de la cadena el anillo, el corazón de Pucca se aceleraba a cada minuto más. ¿Qué pretendía?

Fue entonces que con una mirada cargada de sinceridad y sobre todo, amor, Garú tomó la mano izquierda de ella y, con una seguridad enorme instaurada, deslizó el anillo en su anular izquierdo lentamente, la superficie fría roza suave ante la delgada piel de su dedo y causa que Pucca se estremezca. Entraba a la perfección, tanto que sin él su mano ahora se sentiría ajena.

A este punto el ninja ya tenía la cara roja, pero a pesar de toda la vergüenza y miedo que pudiese sentir, a pesar que sus manos sudaban y su pulso se avivaba, no se permitió acobardarse.

Mientras Pucca aún pasmada por aquella acción, sintió como los ojos se le humedecían a cada segundo cuanto más observaba el anillo enredado en su dedo. Contuvo un pequeño sollozo y le miró con extrañeza, quizás ella era un poco lenta o simplemente no entendía aún que pretendía él con todo esto.

Garú dudó en responder, no obstante debía hacerlo pese a que lo avergonzara.

Tosió un poco y dijo:

Ú, úsalo ahí a partir de ahora.

Ahí fue cuando Pucca reparó en la mano de él, la cual también tenía el anillo puesto en su sitio. Brillante y bello, con las pequeñas piedras que emanaban una luz suave contra la iluminación de aquella tarde que empezaba a morir en un atardecer mágico.

Ella asintió vehemente con una sonrisa que no le cabía en el rostro y, como los viejos tiempos, se abalanzó encima de él con un abrazo que le taladró el alma y llenó su cara de besos que lo hicieron bufar en protesta con la cara rojo cereza.

Aquél divertido amor había sido uno de sus mejores secretos por mucho tiempo.

¿Por qué no compartirlo con los demás?

Ninguna preocupación ridícula valía más que él hecho de tenerla. Peligros siempre habría, eso era algo inevitable.

Pero ya no quería esconder lo que sentía y lo que tenía ante nadie.

Sobre todo al tenerla ahí, tan dentro de su alma y de sus brazos que en algún punto ella se había resguardado ahí como si su hogar fuese. Eso era lo que más pensaba con ella encima de él, llenándole la cara de besos entusiastas y amorosos acompañada de esa risita de niña pequeña que causa que las mariposas en su estómago florezcan de emoción como pequeñas amapolas en primavera y él solo podía pensar en que aquello no le molestaba, en realidad, quería hacerle saber al mundo —y a su silencioso modo—, lo mucho que la adoraba.

Ya se arreglaría con los Chefs, era obvio que iban a querer matarlo por «desposar» a su adorada sobrina sin consultarles, pero técnicamente los anillos eran simbólicos nada más. Tenía que hacer las cosas bien por su honor y, más que todo, por ella.

Ya no iba a huir, porque Pucca fue durante toda su vida su mejor secreto. Suyo y de aquél bosque.

Era tiempo que eso cambiase.

Notes:

Espero os haya gustado.
Gracias, gracias por leerme. <3