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Hijo de emperadores

Summary:

En la primavera del año 2502, un cometa de dos colas surca el cielo, una señal del dios emperador Sigmar para sus hijos benditos. En el lugar de su impacto se encuentra un bebé, salvado de convertirse en sacrificio de los hombres bestia por el mismísimo emperador Karl Franz quien lo ve como un regalo de su dios y lo cría como a su propio hijo.

Y así comienza nuestra historia...

Traducción de "Son of Emperors".

Notes:

Traducción de "Son of Emperors" por WRATHOFTHEGODEMPEROR. Está escrito en español de Sudamérica por lo que a los fans europeos les pido comprensión jajaja. Tengo entendido que en España sí que les gusta Fantasy. Tengan en cuenta sin embargo que esto es un crossover y el autor (yo soy coautora pero más que todo editora) toma lo que le sirve del lore por lo que no esperen que escupa todo 100% sacado de los libros o wikia sin masticar primero.

Intentaré cada semana ir traduciendo como pueda los capítulos de la historia original. El que quiera dejar observaciones del lore o errores en los comentarios, es más que bienvenido.

¡Disfruten!

Chapter 1: Prólogo

Chapter Text

Colores imposibles se filtraron como el aceite sobre un océano infinito de estrellas cuando la grieta en la realidad se abrió para dejar a aquel objeto deslizarse a través del vacío duro y frío del espacio. Tan repentinamente como esto sucedió, la grieta se desvaneció detrás en un destello de luz, desapareciendo sin dejar rastro.

Durante un largo rato, la cápsula quedó suspendida sobre aquel mundo resplandeciente, flotando pacíficamente como una hoja sobre un lago tranquilo y silencioso. Los profundos tonos aguamarina de los poderosos océanos, el verde esmeralda de los frondosos bosques y los picos de bordes blancos de las montañas se reflejaban sobre la superficie pulida del útero de metal.

Lentamente en un principio, pero acelerando de forma constante comenzó su descenso hacia el mundo inferior, dibujando un arco brillante mientras se encaminaba hacia su destino.

Su creador había hecho que la cápsula fuera capaz de soportar casi cualquier entorno para proteger su precioso contenido del peligro y, como tal, ni el vacío ni las titánicas fuerzas de aceleración podían dañarla. Así fue que, a medida que atravesaba la atmósfera del planeta, el fuego se extendió detrás de él mientras el metal caliente quemaba el aire, dejando un rastro brillante a su paso. La cápsula se convirtió en un cometa de dos colas mientras caía en picado hacia el suelo.

Y muchos ojos curiosos siguieron su travesía por el cielo.

Ojos reptilianos le observaron embelesados y sin pestañear, comparándolo con las placas sagradas y reflexionando si esto era un presagio del regreso del dios serpiente. Los hombres lagarto de Lustria canalizaron su antiguo poder y se prepararon para purgar y limpiar los nidos de los inmundos Skavens con un vigor de sangre fría.

Las miradas agudas en la isla de Ulthuan lo observaron en un tenso silencio. En los años siguientes, los magos de la torre de Saphry debatirían y discutirían posibles profecías y presagios en el tejido del destino. Mientras sus señores y príncipes realizaban sus intrigas, se preguntarían si el Vórtice sería perjudicado por esta nueva hebra en el tapiz y esperarían el futuro inevitable que estaba ahora por venir.

En las frías tierras septentrionales de Naggaroth, los ojos crueles lo siguieron, preguntándose si era un signo de debilidad o tal vez, una nueva oportunidad para saquear y asaltar. Sangre sería derramada y los órganos de los esclavos recién asesinados leídos en busca de presagios.

A través de grandes telescopios, los eruditos humanos y los magos consideraron el cometa, provocando un debate entre los miembros más intelectuales de la humanidad. A lo largo de los meses siguientes, sus discusiones refinadas aumentarían en pasión y ferocidad, lo que provocaría muchas rivalidades mezquinas, incendiaría libros y rompería muchas plumas entre puños indignados para lograr un efecto dramático.

Sin embargo, fuera de las ciudadelas del saber, la muchedumbre de la humanidad miró al cielo, ya fuera oscuro o brillante, y vio una señal de los dioses con sus vidas sencillas y sus creencias iluminadas por ella.

De este modo, los predicadores y los agitadores azuzaron a la multitud en un frenesí religioso y, durante muchas noches terribles, aquellos considerados como inmundos y sospechosos de brujería serían despedazados por turbas aullantes y quemados en grandes piras.

En los salones de piedra, pocos enanos miraban hacia las estrellas. A cualquier joven que comentara sobre aquello se le aseguró que "─¡Los cometas eran mucho más grandes en mi época!─" por las barbaslargas antes de que se le dijera que volviera a su trabajo. Después de todo, los goblin no se acabarían por sí solos.

Un único par de cuencas oculares con un fuego verde brillante como antorchas siguieron el curso del cometa antes de volver a sus maquinaciones. La inmortalidad proporcionaba tiempo, pero Nagash no volvería mirando las estrellas.

Al otro lado del velo, a no más de unos pocos latidos de distancia, los Poderes Ruinosos tenían los ojos fijos en la estrella fugaz mientras sus cortes se divertían con la oscura ironía de sus amos. Pronto, susurraron, los demonios caminarán sobre el mundo y el infierno vendrá con ellos.

Un mercenario ogro levantó la vista y, por un breve momento, notó el hermoso espectáculo de luces en el horizonte antes de darse cuenta de que, fuera lo que fuera, probablemente no podría comerlo y luego simplemente volvió a lo que estaba haciendo.

Tan sólo una mirada en este lado de la realidad sabía exactamente a dónde iba, ya que el Chamán del Rebaño, Etzhqu, portador del fin, había recibido el don del conocimiento de los dioses oscuros. Sus ojos negros de animal muerto miraron fijamente la creciente luz en el cielo antes de rugir en triunfo salvaje. Su manada de seguidores hizo eco del grito de su amo por todo el tenebroso claro, aullando cánticos de gloria a su panteón corrupto que hicieron eco entre los árboles retorcidos y sombríos del bosque.

Desde que Etzthqu recibió su visión, hizo que su tribu se uniera en una peregrinación a voluntad de sus amos y ahora su fe en él había sido recompensada.

El presagio de su liberación se acercó y los mutantes menores balbucearon en alabanza lunática al ver que se volvía más brillante en el cielo, hasta que rápidamente se volvió más fuerte que la pálida luna sobre ellos y, durante unos breves segundos, más luminoso que el sol mismo, pintando su visión de un blanco ardiente.

Golpeó el suelo con un sonido como el de todos los cañones del arsenal imperial disparando al mismo tiempo, erradicando el bosque a su alrededor y un grupo de mutantes mientras se arrastraba contra la tierra, levantando una nube de vapor orgánico, polvo y humo en el proceso. Hizo que todos excepto el chamán cayese de rodillas por la fuerza del impacto, dejando a Etzhqu con su pelaje humeante y la piel cubierta de ceniza, pero firmemente en pie, mientras sus ojos permanecían bien abiertos y fijos donde el cometa finalmente había cesado su movimiento. Allí, en un cráter humeante de fuego, yacía lo que parecía ser un huevo colosal, con su superficie aún blanca e incandescente como consecuencia de su violenta llegada.

Mientras lo contemplaba, nuevas visiones se apoderaron de su astuta mente, imágenes del poder y las gloriosas mutaciones que serían su recompensa si el huevo eclosionaba. Dedicó el tiempo justo a escupir órdenes en su lengua sombría antes de empezar a lanzar hechizos de brutal simplicidad pero innegable eficacia sobre el objeto. Sus seguidores rodearon la cosa y comenzaron a cantar himnarios a sus deidades malévolas que subían y bajaban con bramidos.

El chamán sabía que todo era como los dioses lo habían imaginado, pero lo que no sabía era lo completamente equivocados que podían estar sus dioses en su ignorancia.


La capital imperial de Altdorf, tres semanas antes.

Phillips el herrero era muy bueno en su tarea. Se había ganado su maestría por las malas, bajo los puños brutales y las palabras cortantes de sus predecesores. Su trabajo era justamente elogiado, incluso cuando se trataba simplemente de clavos de herradura, como lo era en ese momento.

En lugar de ser ostentoso con el oro, recientemente se había convertido moda en la corte imperial el presumir de la alta calidad incluso de las cosas más simples en toda su gloria mundana. Una preferencia, según había oído, iniciada por el propio emperador.

Pero lo único que le importaba a Phillips era que ahora los nobles estaban dispuestos a pagar una buena moneda para decir que incluso sus herraduras eran hechas por maestros herreros y que él era muy afortunado de ser contado entre los poseedores de tal título, ya que el oro que ponía en su bolsillo aliviaba fácilmente la pequeña herida a su orgullo al hacer objetos tan sencillos.

El sol brillaba alto y poderoso en el cielo mientras trabajaba con las ventanas de su herrería abiertas de par en par para evitar ser asfixiado por el calor de su taller a su vez que dejaban entrar las risas resonantes de su hijo mientras jugaba con palos, sin molestarse por el clima caluroso de ese día, imaginando que eran espadas y jugando con la luz. Sintiendo la mirada de su padre sobre él, su hijo se volvió y sonrió, saludándolo desde la distancia y pidiéndole que se le uniese. El rostro bigotudo de Phillips se arrugó, pero negó con la cabeza. El trabajo de hoy era necesario y, lamentablemente, ineludible.

Su hijo parecía triste, pero luego volvió a lo suyo sin quejarse mientras Phillips continuaba con su tarea, sosteniendo cuidadosamente uno de los clavos en el calor del fuego y girándolo de un lado a otro para evitar que se debilitara. Luego miró fijamente las llamas durante un momento largo, perdido en sus pensamientos.

Cuando Phillips no era más que un niño, recordaba, había jugado con palos como si fueran espadas hasta que su padre lo golpeó y le dijo que entrara en la fragua, privándolo de cualquier momento dulce de la infancia.

El recuerdo de ello le vino de repente a la mente mientras sacaba el clavo del fuego, lo sumergía en el agua para que se enfriara, apagaba las llamas y, sintiendo el dolor fantasmal del cinturón de su padre todavía doliéndole en la cara, salió al sol a jugar con su hijo. Por lo tanto, ese clavo era un poco más débil de lo que debería haber sido. Una pequeña imperfección, demasiado pequeña para ser vista por cualquiera que no fuese el artesano más experto, mas no es que muchos se molesten en buscar imperfecciones en clavos de herradura. Pero incluso si le hubieras dicho a Phillips aquello, mientras se reía y jugaba brevemente con su hijo, te habría dicho que valía la pena por el deleite en los ojos del pequeño. Habría preguntado con su voz áspera como el humo, ─¿Qué diferencia podría hacer un clavo?


Aquella partida de caza no debería haber estado cerca de la pequeña posada en la que estaban descansando.

Por lo general, un grupo de tan estimados dignatarios, nobles y otros oportunistas solo se alojaba en las mejores posadas o pabellones de caza, pero en lugar de eso, el maldito barón von Rujord había logrado perder una herradura, de lo que culpó con gran vigor y promesas de azotes a su herrero. Por lo general, el barón se habría quedado atrás con algunos sirvientes para protegerlo y ayudarlo en su camino a casa, pero la fortuna política del barón corría extremadamente alta en aquellos días y el emperador necesitaba su tierra para nuevos caminos imperiales. En lugar de dejar atrás al arrogante hombre, se habían quedado.

Así fue como Karl Franz I Holswig-Schliestein, protector del Imperio, desafiante de la oscuridad, emperador propio e hijo de emperadores, conde elector de Reikland y príncipe de Altdorf, levantó la vista desde la desgastada silla en la que descansaba y vio el enorme cometa de dos colas, el símbolo de su dios Sigmar, precipitándose por el cielo antes de aterrizar justo sobre el siguiente conjunto de colinas con un poderoso estruendo que hizo añicos vidrio y volar a los pájaros desde las copas de los árboles. No más que unos minutos después, el emperador estaba ya montado en su caballo, gritando órdenes por encima de los ruidos de las bestias aterrorizadas y los hombres asustados. Los nobles, guardias y guerreros montaron y cabalgaron tras su emperador casi antes de que terminaran los primeros ecos del impacto.


Cuando el destino del mundo fue escrito, fue escrito así:

El emperador Karl Franz habría estado en la posada del Ciervo de Oro de la cual habría visto caer un cometa de dos colas desde muy lejos como señal de la rectitud de su ascensión para gobernar el Imperio y a pesar del estruendo causado, no pensaría más del asunto ya que su mente estaría demasiado ocupada en complacer a los pequeños cortesanos y planificar caminos.

Cuando un cazador descubriera el cráter muchas semanas después, estaría vacío salvo por un contenedor metálico que se desmoronaba y el mundo habría continuado en el camino hacia su destrucción.

El sonido del galope era el sonido de los primeros guijarros que provocaban la avalancha. Y fue así que, por un segundo, las estrellas condenadas escucharon un poco menos de risas.


Los hombres del Imperio estaban vestidos para la caza, pero todos llevaban espadas, hachas y martillos de guerra. Uno no vivía mucho tiempo en su mundo si no estaba preparado para la violencia. Las espadas se aflojaron en sus vainas, las pistolas se prepararon y el martillo de guerra más sagrado, Ghal Maraz, fue colocado en la mano del emperador.

Cabalgaban a través de la oscuridad con sus antorchas cual luciérnagas en el océano de la noche que los rodeaba.

Ninguno de ellos conocía bien estos bosques, por lo que ignoraron la sospechosa facilidad con la que atravesaron aquella arboleda notoriamente densa. Si lo hubieran hecho, tal vez habrían notado como las raíces de los árboles se apartaban del camino de sus caballos, que los árboles se extendían para ofrecer rutas seguras o que los cadáveres de los exploradores de los hombres bestia yacían ocultos a la vista, abatidos por ramas afiladas o flechas precisas.

Y posiblemente, alguno podría haber visto un presagio en esto: cómo dos razas con mucha amargura y mala sangre cooperaban para su supervivencia mutua.

O podría haber sido que los elfos del bosque preferían dejar que otros lucharan y murieran por ellos.

Dentro del huevo, Etzhqu sintió que la criatura se despertaba, cómo su mente se desarrollaba y crecía, pero aún no podía tocarla, retenida por las protecciones que aún permanecían sobre el objeto. Pero a cada momento que enfrentaba su voluntad contra las protecciones, con cada gota de sangre mutante que silbaba en la superficie aún sobrecalentada, las protecciones disminuían y el huevo se acercaba más a la eclosión.

Lo primero de lo que se dio cuenta la criatura, con una sensación incómoda, fue de que no estaba donde debía estar. Antes había habido luz, mientras que ahora estaba rodeada de oscuridad. Este conocimiento continuaba fluyendo en su mente desde algún otro lugar casi como un instinto.

Etzhqu se echó a reír, no sin gentileza, sintiendo la confusión de la criatura y sabiendo que pronto vería la verdad del poder de los dioses, la sentiría directamente sobre su piel. Su risa, sin embargo, pronto fue ahogada por un repentino estruendo.

─¡Con el emperador!─ Gritaron los nobles del Imperio mientras galopaban hacia el claro. Las pistolas dispararon y los hombres bestia cayeron muertos, pisoteados bajo los cascos de sus caballos mientras espadas y hachas los hacía añicos.

Los hombres bestia se estremecieron de miedo, pues sus vigilantes en el bosque no les habían advertido del ataque que se avecinaba y el pánico se apoderó de ellos cuando sus líneas se doblaron, el pandemonio amenazando con enviarlos al completo caos.

Pero pronto el odio surgió desde dentro sus entrañas cuando vieron que eran hombres, su antiguo enemigo, y atacaron. Arrastrando a los caballeros de sus monturas, apuñalando y cortando con sus toscas armas que rebotaban sobre buenas armaduras, comenzaron su rabioso asalto. No tenían disciplina, pero tenían una ira y un fanatismo que los llevaba a saltar de seis en siete sobre los hombres para arrastrar a los guerreros hacia su perdición, sin importarles cuántas de sus propias vidas les costaría esta inesperada batalla.

El emperador entró al galope, rodeado de sus guardaespaldas, matando a una bestia con un golpe desdeñoso. Mirando hacia el campo sangriento donde debía haber aterrizado el cometa divisó al chamán concentrado frente aquel pozo de llamas y, sin perder tiempo, apuntó con su martillo a la criatura deforme y cargó adelante con su séquito. Los Ungors fueron rechazados, asesinados por lanzas, espadas y cascos de hierro cuando los caballeros de la Reiksguard abrieron el paso para que el emperador llegara a su enemigo.

Los mutantes se lanzaron con desespero a proteger al chamán mientras que por su parte los caballeros, que sabían que el cansancio y el número se volverían en su contra si eran detenidos, impulsaron a sus caballos en un empujón final. Fue entonces cuando el propio caballo del emperador fue alcanzado por una lanza bien apuntada a su cuello.

En su pánico moribundo, el caballo de guerra galopó hacia adelante, exhalando su último aliento mientras cargaba contra el chamán. El emperador rodó al caer al suelo y se aproximó empuñando su sagrado martillo de guerra.

Etzhqu se giró, apuntando con su lanza al Emperador de la Humanidad mientras la rabia latía a través de él. Al final, el Chamán del Rebaño escupió un juramento asqueroso, inequívocamente un desafío, ante el cual el emperador sonrió y aceptó.

Ignorante de los acontecimientos que daban forma al destino fuera de su cápsula, la criatura pensaba.

Antes, recordó, había habido vibraciones y ruidos fuera de este capullo. Un zumbido silencioso y tranquilizador, siempre presente en el fondo de su existencia. Pero entonces, se habían producido extraños “no ruidos”, sonidos silenciosos e inteligibles percibidos sólo por el centro de su ser, y el silbido y rugido que le siguieron. Ahora se oía el choque y los gritos de metal contra metal. De forma distante, una parte de su cerebro recién formado lo reconoció como el sonido de los hombres y otras cosas muriendo.

Los campeones de ambos bandos se batieron en duelo, iluminados por la parpadeante luz mortecina del pozo ardiente y el objeto que había dentro. Algunos de los creyentes más devotos del chamán intentaron interceder antes de que los dos líderes chocaran. El emperador los mató con rápidos golpes de su martillo y siguió adelante, desviando una brutal estocada de su rival, dando comienzo al duelo.

El chamán era poderoso y luchaba como un fanático, hinchado por el deseo de seguir los decretos de sus dioses y sabiendo que sus ojos estaban puestos en él. Todo lo que tenía que hacer era matar al miserable entrometido y el poder ilimitado sería suyo.

Se enfrentaron, una serie de golpes feroces y rápidos y desvíos más rápidos, pero Karl era el Emperador de la Humanidad, el campeón de un pueblo que había hecho retroceder a las bestias y traído la luz de la civilización al Viejo Mundo, portador del Ghal Maraz de Sigmar, por lo que hizo retroceder a la maldita criatura paso a paso.

Etzhqu se agobió, lanzando hechizos y frenéticas estocadas de lanza mientras era rechazado, negándose a creer lo que estaba sucediendo. Él era el Portador del Fin, el que había sido profetizado para anunciar la perdición final de este mundo. Él no podía morir hoy, por esas manos, de esta manera. Sus dioses no podían abandonarlo.

El chamán intentó un último golpe desesperado, pero fue desviado por la armadura de placas doradas del emperador. Aprovechando una abertura en su guardia, el golpe del martillo cayó y rompió el bastón mágico contra el suelo. Luego, con el retroceso del martillo, el chamán fue arrojado hacia atrás y hacia el metal ardiente.

Etzhqu gritó de agonía mientras su carne se quemaba y se asaba. Imposible, esto era imposible. Los dioses le habían prometido su victoria y no podía morir sin hacer su voluntad. Levantó su cabeza de muchos cuernos y se incorporó en un último esfuerzo para reclamar su victoria.

Ghal Maraz estrelló contra él, rompiendo primero los cuernos de Etzhqu, atravesando su grueso cráneo y avanzando sin esfuerzo hacia el objeto que había detrás.

La cosa gigante con forma de huevo se agrietó y se rompió en segundos, lanzando una gran ráfaga de vapor que ocultó el lugar donde los líderes habían luchado. Las bestias habían sentido morir a su chamán cuando los ojos de sus dioses los abandonaron y los hombres del Imperio habían visto al emperador triunfante una vez más, gritando alabanzas y glorificación mientras luchaban con renovado fervor.

Las filas de las bestias se rompieron lentamente al principio, uno o dos de las más cobardes huyeron, más al poco tiempo comenzó la huida en serio.

En el vapor que se disipaba lentamente y con los sonidos de la batalla rodando a su alrededor, el emperador se acercó con curiosidad para ver qué había dentro del objeto.

La criatura en el interior levantó la vista y supo lo que estaba mirando: un ser humano, un hombre blindado en acero con una corona dorada que le devolvía la mirada con ojos azul oscuro que gritaban autoridad. Conocía aquellos conceptos como si hubieran sido codificados en sus propios huesos por su creador, ahora tan lejano. La criatura también sabía lo que eran los ojos, aunque el único par que había visto en su vida habían sido los de su creador y estos no eran azules. Sin embargo, tal vez existió alguna similitud entre ambos pares, porque cuando el bebé miró a los ojos del emperador, emitió una feliz risa.

Y entonces Karl Franz selló su destino.

Se agachó y levantó al bebé en sus brazos.


Crónicas del monje Nigel Brandon, al servicio del noble monasterio de Ultboig para el año 2502.

En la primavera de ese año, el emperador Karl Franz tuvo un nuevo hijo, el príncipe Wilhelm Franz, el séptimo de ese nombre. Los servicios de gratitud por el nuevo heredero imperial fueron conducidos por los monjes de la Gran catedral. Las campanas repicaron en todo el Imperio y se leyeron proclamas en todas las ciudades cuando el niño fue bautizado por el propio Gran teogonista esa misma noche.

En otras noticias, las cosechas de trigo...                       

Chapter 2: Capítulo 1 Primer libro

Summary:

El caballero de la Orden pantera Hans va a Altdorf en busca de trabajo, sufre en carne propia la experiencia del proceso burocrático promedio y se da cuenta de que está ya muy viejo pa' estas mierdas.

Notes:

(See the end of the chapter for notes.)

Chapter Text

«La ciudad apesta» pensó Hans mientras cabalgaba por la calle empedrada hacia su destino. Siempre lo hacía. Era fácil olvidarlo, pero tan pronto como regresabas, aquel hedor salía para saludarte tan cálidamente como lo haría un viejo amigo. 

Cuando llegó por primera vez a la ciudad como un joven escudero, su maestro le dijo —Hans, mi muchacho, cuando un hombre está cansado de Altdorf, está cansado de vivir —Mientras su caballo trotaba por las calles empedradas, el caballero Hans pensó que tal vez de hecho lo estaba.

Por su parte, a pesar de la niebla y la penumbra previa al amanecer, la ciudad seguía rebosante de energía. Una dama de dudosa y negociable virtud lo llamó desde una esquina de la calle, haciendo alarde abiertamente de sus mercancías. Sin embargo, su falsa sonrisa pintada se convirtió rápidamente en una mirada de sincero asco cuando vio su rostro. Hans se mofó de su reacción, guiando su caballo a través de la multitud que se espesaba lentamente.

Podía sentir la mirada ardiente de los ciudadanos al pasar y su ceño fruncido se profundizó ante la incomodidad, pero al menos no le estaban molestando. Mientras que la mayoría de los carteristas cercanos se asustaban con solo ver la espada en su cintura o su caballo de guerra, bastaba con echar un vistazo a su rostro lleno de cicatrices para convencer a quienquiera que quedase cuyo coraje se alimentaba más de la estupidez que de la necesidad de mantenerse alejado.

Mas eso no era una excusa para volverse complaciente. Los ojos de Hans se movían constantemente, buscando cualquier amenaza que se escondiera dentro de los rincones oscuros. Hasta hubiese preferido tener algún problema; al menos habría sido una distracción de la horrible experiencia que le esperaba.

Hans encogió sus hombros, sintiendo el tirón cansado de sus músculos y dio un suspiro de fastidio. Habría pasado la noche en la ciudad si las cosas hubieran salido según lo planeado. Había hecho buen tiempo en el largo viaje desde Talabheim hasta que el barquero decidió triplicar la tarifa de cruce a mitad de camino a través del río.

Por supuesto, Hans le había mostrado el error de sus acciones. «Probablemente ese tonto sigue orinando sangre en alguna parte», pensó sombríamente.

Pero eso no le hizo menos tarde ni más capaz de entrar por las puertas cerradas de la ciudad, por lo que se vio obligado a pasar una noche desagradable descansando en un establo con su caballo. Había soportado cosas peores en sus largos años de servicio a la Orden pantera, pero aun así le había irritado muchísimo.

En las calles de la ciudad despierta vio halflings empujando carros de pasteles, enanos que vendían metales, hombres de todas partes, tonos y colores; comerciantes, rufianes y tal vez incluso algún que otro ciudadano inocente «Aunque serían más raros que los dientes de dragón».

Se abrió paso a medida que el cielo se volvía más brillante y la oscuridad comenzaba a desvanecerse para dar paso al sol naciente que dispersaba la neblina. Demasiado pronto llegó Hans a la casa capitular de la Reiksguard y se encontró deseando haber traído un odre, algo que le pusiese un poco de fuego en el estómago y lo consolara contra la humillación que sabía que le esperaba dentro. Distraído, contempló las dos torres redondas de la puerta de entrada, sus saeteras y el pequeño foso como un castillo en medio de la ciudad. La había visto antes desde lejos, pero nunca había estado adentro y ahora la perspectiva de hacerlo le hacía sentir como si fuese pasar a través de las Puertas de Morr.

Se enderezó sobre su caballo mientras cabalgaba bajo las ominosas púas del rastrillo de hierro y pasaba por delante de las puertas de roble. La casa capitular principal de la élite Reiksguard se aseguraba de que uno supiese con quien se estaba tratando. Dondequiera que Hans tornase la mirada estaban las iniciales del emperador y las cruces de hierro de la orden.

Al entrar por la puerta abierta, Hans se vio de repente abrumado por una oleada de nostalgia. Que los colores fueran blanco y rojo en lugar del azul y dorado familiar de su propia orden no importaba, esta era una verdadera fortaleza de una orden de caballería. El aire era familiar, cargado del olor a sudor, caballos y preparativos para la guerra. Los sirvientes conducían y acicalaban a los caballos hacia y desde los establos, incluso cuando estaban equipados con arneses de batalla, y el rítmico sonido metálico de los herreros que forjaban y rehacían armas y armaduras resonaba en sus paredes.

Alguna vez todo aquello fue sinónimo de hogar.

Fue recibido cortésmente por dos caballeros a pie y apenas notó el estremecimiento cuando vieron su rostro. Luego fue dirigido hacia un gran edificio por una puerta a través de la cual los sirvientes y caballeros se movían constantemente. A lo lejos podía oír el canto de los novicios mientras entrenaban, recordándole con anhelo melancólico sus propios días como uno, aprendiendo los caminos de la espada, la lanza y el código de honor caballeresco.

Desmontó y arrojó una moneda de cobre a un joven paje que balbuceó solemnemente que sólo alimentaría al caballo con la mejor avena. Hans casi le sonríe por eso antes de entrar en la oscuridad del edificio. No había ventanas ya que la única fuente de luz eran las parpadeantes velas que hacían que las sombras bailasen y se profundizaran en lugar de proporcionar una iluminación real. Para cuando sus ojos se adaptaron, se vio ya enfrente de un secretario de rostro cetrino y ojos porcinos revelados apenas por las velas de sebo.

Hans saludó al hombre cortésmente y trató de hacer que su voz ronca sonara competente y decidida —Herr Hans de los Caballeros pantera, aquí para ver al reiksmarshal —Su voz seguía sonando extraña y áspera para sí mismo.

El burócrata verraco ni siquiera levantó la vista de sus papeles ni contestó a Hans salvo para decirle —Regístrese y tome asiento.

Hans quería romper el pomo de su espada a través de la cara gorda del hombre, ¿cómo se atrevía a tratarlo como si fuera un sirviente ordinario? Enojado, firmó el papel con una peculiar pluma dorada que el otro hombre le ofreció antes de sentarse y de inmediato estremecerse de dolor. Se puso de pie de nuevo y se dio la vuelta sólo para darse cuenta de que, en su indignación, no había visto una especie de clavo que sobresalía por el costado del banco. Apretando los dientes, volvió a sentarse con más cuidado, irritado consigo mismo y con su descuido momentáneo al ver unas gotas carmesíes en su pantalón de montar, pero para alivio de su orgullo el sangrado se detuvo rápidamente.

Ningún sirviente vino a ofrecerle un refrigerio así que hizo lo que siempre hacía: esperar y observar. Aprendió hace mucho tiempo, antes de ser Herr Hans o incluso Hans de Polvarks, que los hombres que no prestaban atención a lo que sucedía a su alrededor terminaban muertos.

Solo e ignorado, observó en silencio cuántos caballeros entraban, a qué sirvientes se les permitía pasar por la puerta sin hablar con el secretario y las numerosas puertas ocultas por las que entraban y salían. También había un gran reloj ornamental en lo alto de la sala. Hans sólo había visto tales en las plazas comunales y lo reconocía por el extravagante signo de riqueza y poder que era. Cada hora, un pequeño duende salía corriendo por la puerta y era perseguido por un caballero mecánico que lo golpeaba el número de veces de la hora.

Hans creyó conocer las seis entradas de esa sala para la segunda vez que el duende pereció, cuáles parecían conducir a bibliotecas y cuáles conducían a lugares más interesantes. Incluso había empezado a darse cuenta de ciertos rangos de distinción y clase entre los sirvientes pues había algunos que parecían tener ropa de mejor calidad.

«Los que aceptan sobornos y los que no, probablemente» pensó secamente. Una vez más, deseó haber traído un odre consigo antes de llegar a este lugar. 

Se oyó un estrépito de metal detrás de él y se vio de pie y buscando su espada antes de que se apagaran los primeros ecos. Un par de sirvientes habían dejado caer un manojo de espadas y corazas en el patio y ahora recibían algunos aplausos burlones. Lentamente tratando de relajarse, se volvió a sentar e hizo todo lo posible por ignorar el vergonzoso temblor de sus manos por tan solo la caída del metal.

El sol había alcanzado su cenit en el cielo cuando el secretario finalmente se dignó mirar hacia arriba y dijo con voz completamente aburrida —Ve por el pasillo hasta el final y diles tu nombre.

Al encontrarse al final del pasillo unos minutos más tarde, Hans fue obligado a entregar su espada por la que recibió un pequeño recibo. Un caballero con armadura de placas lo requisó con bastante profesionalidad antes de permitirle entrar finalmente en la oficina del reiksmarshal a lo que le dijeron, una vez más, que se diera prisa a esperar. Al menos la silla era más bonita esta vez. 

Había otro hombre también esperando para ver al mariscal, vestido con pesadas túnicas grises y murmurando de vez en cuando para sí mismo. Hans lo miró con leve sospecha e interés. El hombre se dio cuenta y lo miró a los ojos durante un largo y desafiante momento antes de sonreír, revelando una boca llena de dientes torcidos y podridos. Hans desvió primero la mirada, avergonzado por su propia incomodidad. Nadie había logrado sostener su mirada durante tanto tiempo desde poco antes del Vado hendido.

Después de otro período de espera igualmente silencioso, pero no tan largo, por fin un sirviente lo hizo entrar y fue entonces cuando la vergüenza y los nervios que se habían desvanecido en el fondo de la mente de Hans volvieron a rugir como un demigrifo.

«La pantera no conoce el miedo, sino sólo el deber» se repitió las viejas instrucciones de sus tutores.

Se conocía a sí mismo y a su deber, así que sacó pecho y marchó.

El legendario reiksmarshal Kurt Helborg era una figura imponente incluso cuando estaba sentado. La mirada de Hans se dirigió inmediatamente a su grande y magníficamente arreglado bigote. Todavía era marrón, pero habían empezado a entrometerse destellos blancos y grises. Por encima de la impresionante exhibición había un feroz par de ojos grises que se encontraron con los del otro con tan solo el más pequeño de los sobresaltos. A pesar de sus esfuerzos, Hans quedó impresionado. Pocos podían mirar el horror en su rostro sin ser mucho más evidente en su aversión.

—Entonces eres Hans —dijo Kurt Helborg con una voz que parecía tan inflexible como el acero.

—Lo soy —respondió Hans sin inmutarse. «La armadura puede ser reluciente y el bigote puede ser impresionante, pero todos los hombres son iguales, en la sangre y el barro.»

El mariscal podía ser carismático, pero Hans había dejado atrás su capacidad de deslumbrarse con la mitad de su rostro en los campos del Vado hendido. Sacó entonces su carta de presentación, mostrando cuidadosamente los sellos del señor del capítulo de la Orden pantera. La carta de presentación y recomendación fueron el único favor que sus más de treinta años de servicio a la orden había conseguido después de que lo arrojaran a los lobos por simple conveniencia política. Hans apretó los dientes en silencio. Tan solo ver aquello le causaba náuseas.

El mariscal le hizo un gesto con la mano. —Tu señor del capítulo ya lo envió. ¿Cómo está el viejo?

Hans tenía un mal presentimiento al respecto. Él respondió que lo último que escuchó fue que el anciano estaba bien, mas no es que Hans tuviese algún dato verdadero de esto ya que nunca lo conoció realmente.

—Bien, tus superiores alaban tu coraje, fortaleza y capacidad —Helborg miró la pila de papeles que había sobre su escritorio y sacó un pedazo aparentemente al azar —. Tres veces herido en batalla, el último en el combate del Vado hendido, ¿eso es correcto?

Hans no tembló ni se inmutó. Estaba orgulloso de lo uniforme y tranquila que sonaba su voz cuando respondió —Sí, reiksmarshal. —La formalidad forzada traicionó sus emociones.

—Así que, ¿por qué? —el mariscal se inclinó hacia delante con ambas manos apoyadas en la mesa, como si estuviera a punto de saltar y golpear a Hans —¿Por qué tan ansiosos por deshacerse de ti?

Hans hizo una pausa mientras los latidos de su corazón se aceleraban; aquello tenía que ser una trampa. No había nada que pudiese decir que explicase adecuadamente la situación, que lo justificara todo ante el reiksmarshal.

—Después de mi lesión, me costaba empuñar una lanza, por lo que mis superiores sugirieron que un puesto dentro de la Reiksguard significaría que podría usar más bien mi habilidad con la espada.

«Y porque estuve a punto de matar a mi superior por su incompetencia» pero de alguna manera, pensó que eso sería aún menos bien recibido que la tontería de que su habilidad con la lanza había desaparecido. 

—Entonces, debido a que no puedes seguir el ritmo de los nobles Caballeros de la orden pantera, ¿creen que pueden arrojar guerreros rotos a la poderosa Reiksguard? —preguntó el mariscal y Hans no le dio más que un tenso silencio como respuesta.

Entonces Helborg se echó a reír con buen humor. —Bromeo, por supuesto. Tu hombro parece bien curado y en su carta anterior, tu señor del capítulo explicó algunos otros factores importantes. Sin embargo...

Aquí era. Hans sabía exactamente a dónde iba todo; sería algo así como Hans habiendo servido honorablemente al imperio, pero era demasiado viejo para volver a aprender las costumbres de la Reiksguard. Tal vez el mariscal conocía de una vacante como maestro de armas o tutor de espadas para los mocosos de algunos nobles ricos. Sería una buena vida, pero nunca volvería a luchar en defensa de la humanidad.

—Has servido excelente y honorable, pero la Reiksguard es una orden muy diferente a los Caballeros pantera. Nuestros deberes de defensa para con la Real casa de la moneda y el servicio personal al emperador significan que llevaría demasiado tiempo volver a aprender nuestros métodos de hacer las cosas a tu edad.

Hans asintió educadamente y se puso de pie, agradecimientos vacíos esperando en la punta de su lengua-

Pero el mariscal continuó indiferente, congelándole. —Sin embargo, hay otra oportunidad para que sirvas al Imperio, una tarea difícil y peligrosa que puede adaptarse mejor a tu conjunto particular de habilidades.

Intrigado, Hans volvió a sentarse lentamente.

—Sí, pensé que eso llamaría tu atención —dijo Helborg, moviendo levemente el bigote antes de acercarse—. ¿Qué sabes del príncipe imperial Wilhelm?

Hans sabía poco de la corte, pero recordaba de hace diez años las proclamaciones sobre el nacimiento del nuevo hijo al emperador. Los fregaderos de vino y las tabernas se habían llenado de chismes que sugerían que era el renacimiento de Sigmar, brotado donde un cometa de dos colas había golpeado la tierra; que había salido del vientre materno una cosa mutante con alas en la espalda y un solo ojo ardiente, o que era el hijo de un amorío entre el emperador y la reina de Bretonia. Desde entonces, hubo otros chismes acerca de que el chico era tan inteligente que había burlado a toda la Universidad imperial. Era principalmente el surtido habitual de tonterías, rumores locos e historias que se extendían por cualquier taberna de soldados, donde la bebida era barata y las mujeres más.

Hans fue con la respuesta más segura que se le ocurrió, —He oído que es un niño de unos nueve o diez años y que acaba de ser anunciado como Príncipe de la ciudad.

—Así que sabes muy poco de él, lo que en este caso puede resultar más bien una ventaja. —El mariscal tamborileó con los dedos como si estuviera nervioso. Si las alarmas no hubieran estado sonando ya en su cabeza, solo eso habría inquietado a Hans.

—Con el nombramiento del chico para su nuevo puesto, esto me ha puesto en una situación difícil. ¿Sabes por qué?

«Política, siempre maldita política». Aquello hizo que el rostro de Hans picara ferozmente. Los soldados honestos eran constantemente usados por ella, arrojados a un lado y olvidados como los juguetes rotos de niños descuidados. Hans solo quería golpear cosas con su espada, que le pagaran, emborracharse y empezar otra vez.

En cambio, dijo —¿Porque esto significa que tendrá que ser custodiado por alguien que no sea la Reiksguard?

—¡Ja! Ojalá esa fuera la raíz del problema.

A Hans le pareció que el hombre parecía inseguro, aunque era difícil distinguir aquella expresión por debajo del bigote.

—Ven y mira —dijo Kurt Helborg.


El palacio imperial, el verdadero palacio imperial.

Cuando Hans era joven y acababa de quedar huérfano, pero antes de ser enviado a los Caballeros pantera, había sido llevado al palacio del conde elector de Middenland. Le había abrumado tanto en comparación con la pequeña torre fortificada que había sido el castillo de su pueblo natal. Alfombras lujosas de lugares lejanos para caminar, mosaicos de piedra pulida brillante y una habitación con tres espejos largos enteros. Era el lugar más hermoso que había visto en su vida.

Pero esto...

El palacio imperial hacía que ese lugar pareciera las chozas de los campesinos más pobres. Mientras entraban por una gran puerta, Hans no tuvo más que un momento para apreciar los intrincados mosaicos de piedras preciosas que mostraban la gloria y las victorias del conde elector de Riekland incrustados en sus paredes. Más allá, estatuas de mármol fino, tapices de seda, pinturas y obras de arte de todo tipo, hermosas y delicadas, llenaban el lugar en proporciones tan lujosas que asombraban la mente. Un pasillo entero de espejos mostraba a Hans y al mariscal repetidos miles de veces sobre su superficie plateada. Y todavía había más: Se dio cuenta vagamente, todavía tratando de comprender tal decadencia y lujo, de que sólo estaba viendo una pequeña parte del edificio.

Incluso los malditos sirvientes que corrían de un lado a otro lo hacían vestidos de terciopelo y seda.

El rieksmarshal pasó por todo aquello casualmente como cualquier otra cosa. Hans podía sentir que este lugar estaba hecho para que uno se sintiese pequeño y mostrar el poder de los gobernantes del imperio; odiaba que estuviera funcionando en él.

El mariscal se detuvo frente a una puerta con manijas doradas y tallas intrincadas que debían de haber costado años de trabajo y le dijo a Hans —No tomes ninguna decisión hasta que hablemos de ello más tarde.

Hans asintió con la cabeza y salieron al aire libre.

Era un patio de entrenamiento mejor equipado que cualquier otro que Hans hubiera visto jamás: a lo largo de las paredes había un verdadero arsenal de armas familiares y exóticas. Si Hans había encontrado algo que de vez en cuando lo tentaba a alejarse del deber era el estudio de las armas. Las salas de trofeos de la casa capitular de su orden estaban llenas de ellos. Sin embargo, su atención se enfocó en el centro del patio donde cinco hombres luchaban bajo el brillante sol de la tarde.

Cuatro caballeros de la Reiksguard contra un solo hombre.

Era un guerrero alto con una sencilla armadura plateada que permanecía inmóvil en el centro del patio de espaldas a Hans. Los caballeros de la Reiksguard lo rodeaban: dos estaban armados con alabardas, usando el largo alcance y los bordes afilados en movimientos que a Hans le recordaban extrañamente a las lenguas de las serpientes oscilando en el viento. El que se acercaba al guerrero por detrás sostenía una gran espada con las dos manos. El último, con las marcas de un teniente, avanzó con escudo y espada en mano.

El teniente asintió levemente y, de repente, se pusieron en movimiento. Los portadores de alabardas entraron empujando, tratando de atrapar al guerrero; el portador de la espada lanzó un golpe arrollador mientras el teniente avanzaba con el escudo en alto para desviar los posibles golpes.  

El guerrero dio un paso al costado, esquivando la punta de la alabarda más a la izquierda con desdeñosa facilidad; la carga del teniente se detuvo con un rápido movimiento de los pies del guerrero, derribándolo y llevándolo al suelo rápidamente con la armadura de placas aún tronando. Para entonces el guerrero ya estaba detrás del primer guardia que empuñaba una alabarda, lanzando un rápido golpe que resonó en el yelmo del caballero.

El soldado cayó al suelo como estupefacto. Los otros dos caballeros entraron juntos, una pareja tan eficaz y coordinada como ninguna otra que Hans hubiese tenido el privilegio de ver. Ambos atacaban con la gracia reflexiva que provenía de los años de práctica en coordinar sus golpes entre sí, balanceando la espada ancha al compás del empuje de la alabarda. En cualquier otro día, habría dicho que era uno de los mejores trabajos de espada que había visto.

Pero hoy era diferente.

El guerrero solitario se movía como si se tratara de una danza preestablecida de la que conocía cada paso. Cada golpe que se acercaba lo desviaba con una facilidad casi arrogante. Hans se acercó, embelesado por el espectáculo como una polilla a la llama. Reconoció los característicos movimientos de torsión de muñeca de Mendeldolfs, las desviaciones fluidas de las hojas de Hisagrippa, y algunos otros estilos que no reconocía del todo.

Su defensa hizo que todas las habilidades de la Reiksguard fueran irrelevantes, haciéndolos parecer niños jugando con palos.

El teniente se puso de pie, levantó su escudo y se unió de nuevo al ataque. El guerrero plateado pasó a la ofensiva.

Hans se dio cuenta de inmediato de que la defensa dada no sería suficiente. En la mano del guerrero solitario la espada de entrenamiento se movía con tanta facilidad como si de una ligera caña se tratase. Con ella, desvió fácilmente el tajo hacia abajo de la gran espada y luego se lanzó contra el caballero que empuñaba la alabarda, todo con el mismo movimiento fluido.

El teniente trató de golpear al guerrero por detrás, pero este se apartó casualmente del camino. El guerrero blandió la espada de entrenamiento, cortando tres veces al Reiksguard que empuñaba la gran espada en el casco y la coraza antes de golpear finalmente en la parte posterior de las rodillas sin armadura.

Incluso mientras el caballero caía, la espada de entrenamiento golpeaba una y otra vez. Una finta junto con el escudo del teniente, luego un paso fluido, y el guerrero de plata estaba a un palmo de distancia del caballero armado con la alabarda.

La espada de entrenamiento se deslizó rápida y suavemente como la seda por la garganta del caballero. El caballero blandió la alabarda por reflejo, pero el guerrero ya se había alejado. Entonces, de repente, el Reiksguard reaccionó y dejó caer el arma.

Hans no pudo ver el rostro del teniente, pero reconoció la decepción y la frustración que irradiaba su forma blindada.

El guerrero se volvió y saludó con perfecta nobleza al teniente que devolvió el gesto con mucha menos gracia antes de lanzar un último ataque desesperado.

Más rápido que la acometida de una serpiente, el casco del teniente se separó y voló por el aire, girando suavemente al aterrizar. Los ojos de Hans lo siguieron y por un breve segundo pensó que el teniente había sido decapitado. Pero entonces, para su asombro, se dio cuenta de que el guerrero de alguna manera había enganchado la espada perfectamente debajo del casco para levantarla y quitárselo. Decapitar a un caballero con armadura completa era un reto; quitar el casco de un objetivo en movimiento y en apuros era casi imposible.

El único sonido que se escuchó por un momento fue una bocanada de aire y fue cual grito en aquel silencio. Hans apenas cayó en cuenta de que había salido de sus propios labios.

El guerrero plateado se dio la vuelta y se quitó el casco revelando así un rostro noble de cabello castaño corto que se le pegaba a la frente por el sudor. Sus brillantes ojos azules se encontraron con los de Hans sin inmutarse.

Hans podía sentir el peso de aquella mirada sobre él, juzgándolo y pesándolo en la balanza como si pudiera ver dentro de su alma. De habérselo pedido, se habría arrodillado en súplica y seguido a ese joven a cualquier parte en ese instante.

Vio que los labios del joven se movían mientras le decía algo y Hans parpadeó, recuperando algo de control de sí mismo, pero su voz no era mucho más que un susurro ronco —Mis más profundas disculpas, mi señor.

Hizo una profunda reverencia en lo que seguramente no era el protocolo correcto, pero se sintió mejor que seguir encontrándose con esa mirada.

—Me limité a preguntarle su nombre, caballero. —La voz del joven era completamente segura y portaba la resonante nota del mando. Hans había recibido órdenes de generales experimentados y ninguno poseía una voz tan poderosa como ésta.

Dio su nombre y su título, porque desobedecer habría sido impensable.

—Muy bien, Herr Hans de los Caballeros pantera. Soy Wilhelm Franz, príncipe de Altdorf, hijo del emperador. Encantado de conocerte —dijo en un tono de absoluta sinceridad, como si de verdad fuera un placer para él conocer a Hans, el caballero horriblemente desfigurado que pronto sería exiliado. Como si Hans no fuese indigno de estar en presencia de un ser tan majestuoso.

Detrás del príncipe, el caballero Reiksguard sacudió la cabeza en lo que debía de ser diversión.

—Príncipe Wilhelm, ¿vamos otra vez? —preguntó el teniente con tono respetuoso.

—Ludwig se enfadaría mucho con nosotros si no lo hiciéramos —respondió el príncipe con una sonrisa traviesa. —Espero nos volvamos a encontrar, caballero. Mi señor Helborg, siempre un placer.

El Príncipe se dio la vuelta y regresó a la pelea de práctica.

El peso de la mirada del príncipe al apartarse fue como si se quitara una armadura y Hans se sintió de repente más ligero y también, más inseguro.


—Entonces, ¿qué piensas del joven príncipe? —preguntó el mariscal mientras regresaban a su despacho.

«Es magnífico, el mejor guerrero que he visto en mi vida; los hombres lo seguirán hasta las profundidades del infierno con esa habilidad y talento. Yo lo seguiría hasta el infierno.»

—No es lo que yo esperaba de un niño de diez años —Es lo que dijo en su lugar. Mientras lo hacía, los pensamientos de Hans vagaban «¿Cómo podría haber olvidado su edad? ¿Cómo es que eso no fue lo primero que se me vino a la cabeza?». La sospecha y la desconfianza, con un dejo de amargura, se apoderaron de él.

Ante su respuesta, el mariscal se detuvo en seco y lo miró. ¿Era acaso respeto lo reflejado en los ojos del otro hombre?

—Me imagino que te sorprenderá saber que eres una de las pocas personas que han tenido eso como primer pensamiento después de conocerlo. Algunas personas lo preguntan de antemano, pero por lo general solo les importa después de que ponen sus ojos en él por primera vez. Para el resto todo gira en torno a lo bien que habla, lo inteligente que es, lo hábil que es para las artes marciales y lo contento que debe estar el emperador de saber que la sucesión está asegurada. —dijo Helborg mientras se dirigían en silencio a lo que Hans reconoció inmediatamente como una capilla.

Allí, alguien que parecía un cazador de brujas miraba fijamente una estatua de mármol de Sigmar en batalla, golpeando al mal con su poderoso martillo de guerra. El hombre se volvió y la mirada gélida de aquellos ojos azules sobre Hans le hicieron estremecerse. Era alto y delgado de facciones demacradas y una cara estrecha con una nariz larga que, combinada con su rostro fino y sus ojos temibles, lo hacían parecer tan misericordioso y compasivo como un águila que aún no se había comido a su presa.

—Eres Hans de la Orden pantera. Soy un templario, Siebold Wintzen. —La voz del hombre era áspera, desgastada por los innumerables gritos propinados al ordenar ejecuciones.

Entonces hubo una oleada de miedo que se apoderó de Hans como una bofetada al darse cuenta de que, en efecto, no se trataba de un sacerdote, sino de un maldito cazador de brujas. Todos los niños del imperio sabían de ellos y del terror que traían. De lo poco que recordaba de su madre estaban las historias de los cazadores de brujas que venían a castigar a los niños que se portaban mal. Los había visto en acción solo una vez, cuando presenció la ejecución de una familia entera que había albergado a una bruja oscura, cada uno atado a un poste y quemado como una antorcha macabra que iluminaba la noche.

—Hace buen tiempo hoy, ¿no crees, hermano Siebold? —dijo el mariscal con una tranquilidad que tenía que ser una fachada. Seguramente incluso alguien tan poderoso como él no se atrevería a hablar irrespetuosamente a un cazador de brujas.

—La única razón por la que estás aquí, Hans de la Orden pantera, es porque has sido probado repetidamente. Si hablas de esto con alguien fuera de esta cámara, cometerás un pecado grave contra el dios emperador Sigmar y serás castigado en consecuencia. —El cazador de Brujas lo rodeó, ignorando a Helborg, y Hans hizo todo lo posible por mantenerse firme.

—¿Fue suficiente prueba mi hoja de servicios al imperio? —preguntó Hans, sin dejar que su voz flaqueara. El hombre se detuvo detrás de él y Hans quiso desesperadamente darse la vuelta. Todos los instintos de su largo servicio en la batalla le decían que no permitiese que las amenazas permanecieran detrás de él. Un sudor frío le resbaló por la espalda.

—No, quiero decir que has sido probado antes de venir aquí y que estás libre de cualquier corrupción o contaminación del cuerpo.

El mariscal lo miró con sumo cuidado.

—Tu sangre fue analizada en busca de signos de mutación, fuiste expuesto a varias reliquias sagradas que ningún impuro puede tocar, tu servicio en la batalla del Vado hendido es conocido por nosotros. Y a pesar de las sospechas sobre tu lealtad, se ha decidido que simplemente estabas confundido.

—Y, por supuesto, los hechiceros estuvieron de acuerdo cuando te examinaron en la antecámara de mi despacho. —El mariscal mencionó como si se tratara de una ocurrencia tardía y Hans vio cómo el hastío se deslizó por el rostro del cazador de brujas al momento de terminar su ronda alrededor del caballero.

De repente, varias rarezas sobre su experiencia en Altdorf cobraron mucho más sentido.

—Serví al imperio ese día y no me arrepiento sin importar el costo —dijo Hans con furia de que le arrojaran aquel evento en a la cara, sus palabras ardiendo como bilis mientras las escupía.

—Eso es irrelevante —Siebold continuó —. Tiene una reputación probada, y necesitamos un hombre que pueda obedecer órdenes y juzgar el carácter —luego hizo una pausa, pareciendo contemplativo por un momento antes de agregar —. Has oído historias del nacimiento del príncipe, ¿no es así? Cómo fue marcado con un cometa de dos colas o incluso que saltó de la tierra completamente formado donde el cometa había golpeado...

Hans asintió.

—Tal vez pensabas que eran meras exageraciones, pero por desgracia, hay algo de verdad repugnante en ellas. Karl Franz -

—El emperador Karl Franz. —intervino el mariscal con voz de acero, lo que obligó a Hans a reprimir su sobresalto.

—Por supuesto, perdóname por mi impertinencia. —El cazador de brujas no parecía muy apesadumbrado.

—Su majestad el emperador Karl Franz estaba cazando cuando un cometa de dos colas golpeó el suelo cerca y, cuando fue a investigar, encontró un bebé dentro de la roca. El emperador vio esto como una señal del dios emperador y adoptó al niño. Luego fue llevado a la ciudad y bautizado en la mismísima Gran catedral a la luz de Sigmar. —Siebold pronunció la última frase como si estuviera corrompida en su boca.

Bautizado personalmente por el mismísimo Gran teogonista con su consentimiento y apoyo, por supuesto, hermano. —añadió el mariscal con un poco de fuerza.

«Al grano», pensó Hans con desesperación. «Tal vez podrían explicar lo que todo eso significa para un simple soldado como yo».

 —Ya veo... —Hans mintió.

—Lo dudo —Siebold se burló con desprecio —. Al principio, el niño parecía ordinario, pero se notó que crecía rápido. Caminando cuando tenía cuatro lunas, hablando antes de su octavo mes y otras rarezas. Era un niño sano, sí, demasiado sano. De vez en cuando, los médicos imperiales encontraban dos latidos de corazón cuando escuchaban su pecho.

—Obviamente, la seguridad de la línea imperial es de suma importancia —continuó el hombre —, se sabe que el Archienemigo utiliza la buena naturaleza de la humanidad contra nosotros. Por eso se decidió que el niño sería vigilado en busca de signos de corrupción.

El cazador de brujas se volvió de nuevo a Hans y éste vio la luz del fanatismo en sus ojos fríos.

—Cuando el niño tenía seis años ya debatía con los eruditos como si fuera un hombre que le triplicaba la edad, más alto y más ancho que muchos niños que le doblaban en años. Sólo entonces el emperador finalmente dio permiso a la Orden de los templarios para someterlo a rigurosas pruebas de pureza. Lo examinamos a fondo y era evidente que estaba plagado de anomalías. Tenía... dones antinaturales. Se curó de las heridas de purificación increíblemente rápido, sus reflejos eran extremadamente veloces y su cuerpo demasiado resistente incluso frente a las pruebas más duras.

—Mas sin embargo, no se encontró evidencia de mutación —Kurt alegó —. Se sometió a todos los rituales del credo de Sigmar y también de muchos otros dioses, demostrando siempre que estaba limpio.

—Incluso el cuerpo más puro puede tener la podredumbre del Caos dentro de su alma — Siebold le espetó al hombre y luego continuó.

—Después de que el Gran teogonista realizara personalmente las pruebas de pureza en el niño, sin ninguna evidencia concluyente —a juzgar por su expresión, la palabra "evidencia" aparentemente ofendía personalmente al cazador de brujas como si creyera que no debería importar o incluso existir—, el emperador determinó que estos dones serían vistos como una bendición de Sigmar.

«Un templario está al borde de la blasfemia», Hans se dio cuenta con asombro. Desdeñar la decisión del emperador, el gobernante designado y en línea directa con el propio Sigmar, era blasfemo. Hasta el niño más sencillo de los pueblos recónditos lo sabía. El emperador fue elegido, sí, pero todo el mundo sabía que sostener al gran Ghal Maraz era un signo de la voluntad divina de Sigmar.

Y el reiksmarshal estaba allí parado escuchando.

—Una vez más, sólo con el apoyo del Gran teogonista y después de haber seguido su consejo fue que el emperador tomó su decisión— dijo el mariscal con tono conciliador. 

—A pesar del debate entre mi orden, sí. Ya has visto a la criatura, ¿verdad? —El hermano Siebold le preguntó a Hans, pero el hombre no tuvo tiempo de responder antes de que el reiksmarshal lo interrumpiese.

—El príncipe es así con todo. No es simplemente un magnífico guerrero. Todos los eruditos que le han enseñado me han dicho que ha memorizado todos los textos que le han dado y que podía contar y recordar la ubicación de cada estrella en el cielo nocturno sin fallar. El emperador trajo a las mejores mentes de la Universidad para que le enseñaran y dijeron que era un estudiante tan magistral como lo son los más dotados. Y en los campos de las matemáticas, el profesor afirmó que el príncipe lo superaba —dijo Kurt Helborg con una mezcla de asombro y sospecha. Tal vez incluso un toque de miedo. 

—Sí, tiene una habilidad sobrehumana y es tan anormalmente inteligente como resistente. ¡Qué tan predecible sería del Archienemigo ofrecernos un regalo tan radiante y luego revelarlo podrido hasta la médula! —Siebold siseó.

—Mis señores, ¿por qué me dicen esto? —pero Hans ya sabía la respuesta. La honesta, no las palabras bonitas con las que lo vestirían.

—Porque pronto cumplirá diez años y se convertirá en el Príncipe de Altdorf oficialmente, con responsabilidad, privilegios y poder. Porque es el heredero del propio emperador. Porque a pesar de todo, necesita un guardaespaldas y necesitamos a alguien que lo vigile y lo proteja del peligro espiritual. —dijo Helborg con voz tranquila y amable.

«Quieren que lo espíe, pero son demasiado cobardes para decirlo en voz alta y arriesgar a ser acusados de traición». Hans los odiaba. Odiaba al cazador de brujas, odiaba al reiksmarshal por no limitarse a despedirlo o mandarlo lejos tan pronto como llegó a las puertas de la Reiksguard y, sobre todo, renegaba el nombre del tres veces maldito general Zintler.

«Pero no importa cómo te sientas. No importa si odias a tu superior; sirves al Imperio.»

Y Hans ya sabía lo que iba a decir

—¿Lo harás? —preguntó Siebold.

Hans meditó su respuesta durante mucho tiempo, tratando de convencerse a sí mismo de no renunciar a la única cosa que su corazón realmente quería.

Pero Herr Hans había sido soldado toda su vida y obedeció sus órdenes.

—Sí, mis señores.

Notes:

Espero que les esté gustando la traducción. Elegí traducir "sir" como "don" porque no solo es lo más apropiado sino porque sinceramente me dio la gana jajaja sin embargo si les suena muy raro (o muy estaliano pa' estos no alemanes ;v) me dicen en los comentarios. ¿Sabían además lo molesto que es traducir títulos escritos en inglés al español siguiendo las buenas normas de ortografía dictaminadas por la buena RAE y asociados? Es una pesadilla.

(Tiempo después me di cuenta que es mejor usar "Herr" para "sir". Suena como mejor.)

Las preguntas, comentarios y discusiones son siempre bienvenidos.

Chapter 3: Capítulo 2 Primer libro

Summary:

En dónde Hans está aburrido, Wilhelm es completamente honesto y nadie se involucra en una pelea de bar.
Solo una de esas es verdad.

Chapter Text

—…¿y la razón por la que te has convertido en mi guardaespaldas no es por alguna amenaza? —preguntó el príncipe por tercera vez consecutiva.

—Nadie me ha informado de tal amenaza, majestad —Hans respondió como lo había hecho las veces anteriores mientras seguía al príncipe Wilhelm por los pasillos del palacio imperial, vigilando obstinadamente las botas reales. Había notado antes, por pura casualidad, que el efecto del carisma desbordante disminuía a un grado manejable cuando hacía precisamente eso.

—Sospecho que pasaremos el suficiente tiempo juntos como para que sea mejor que me llames príncipe Wilhelm o incluso Wilhelm cuando seamos solo los dos —el príncipe respondió, sonando demasiado satisfecho con la repetida respuesta genérica que le había dado. Hans también tuvo cuidado de evitar mirar al joven a los ojos mientras hablaban, no fuera a ser que la personalidad magnética del príncipe lo abrumara y le obligase a estallar con la verdad.

—Agradezco su amable ofrecimiento, su majestad, pero debo declinar, su a-alteza —dijo Hans torpemente, todavía inseguro del número apropiado de cortesías necesarias cuando se dirigía a alguien de tal estatus como el Príncipe imperial y pensando que lo mejor era ser lo más formal posible.

Hans sintió al príncipe abrir la boca, pero antes de que pudiera pronunciar una respuesta su atención se centró en la figura que los esperaba en los aposentos del príncipe Wilhelm. Describir a ese hombre como demasiado colorido o vestido de manera poco práctica no describiría de manera satisfactoria la cascada de color y pomposidad en la que se envolvía, hasta el punto de que Hans se detuvo a mirar al otro por un momento en una mezcla de confusión y asombro.

El colosal sombrero de ala ancha que llevaba el hombre estaba hecho de siete colores diferentes, cada uno de los cuales chocaba horriblemente a la vista. Los pantalones de lunares morados y amarillos combinaban mal con el jubón de terciopelo rojo con cortes que dejaban al descubierto una prenda interior de seda cegadoramente verde debajo. El rostro del hombre era de un blanco pálido, tan pálido que Hans pensó por un momento que se había encontrado con uno de los famosos fantasmas del palacio, vestido de la manera perturbadora de los que no están destinados ya a habitar el mundo de los vivos.

Entonces vio que la expresión del hombre se arrugaba cuando echó un vistazo a Hans y se dio cuenta de que el color de la cara del hombre se debía simplemente a que estaba muy empolvado.

—Ah, usted debe ser Herr Hans, el nuevo guardaespaldas del príncipe —la voz del hombre le hacía sonar menos como si estuviese hablando y más como si diese un bostezo modulado —. Qué espantosamente agradable conocerle. Soy el mayordomo de su alteza real, responsable de su propiedad y persona. Puede llamarme Vincent von Vanefort.

Hans lo miró, girando ligeramente la cabeza para mostrar el lado izquierdo de su rostro. El mayordomo se estremeció, pero el príncipe intervino antes de que el caballero pudiese decir algo. —Nuestro Vincent es uno de los mejores —le susurró burlonamente a Hans como si fueran amigos de taberna —. Vincent, sé un buen hombre y asegúrate de que Herr Hans tenga sus aposentos cercanos a los míos. Además, asegúrate de que los sirvientes sepan de su presencia y que se le permitirá el acceso a cualquier lugar que desee —hizo un gesto con la mano como si por tan solo su voluntad todo fuese a manifestarse.

—Por supuesto, su majestad, ya he preparado los aposentos del honorable caballero antes de su llegada. ¿Desea su alteza algunos refrescos? ¿O tal vez su sastre? —una ligera insinuación en la última frase hizo que Hans mirara al príncipe con detenimiento, estudiando sus vestimentas por primera vez. Ya había notado la maestría artesanal de sus botas, pero una segunda mirada más cuidadosa reveló que estaban rotas y desgastadas en algunos lugares. El resto de su ropa le parecía a Hans completamente ordinaria y, teniendo en cuenta cómo iba vestido el mayordomo, probablemente inadecuada para el príncipe.

«De no ser por el aura que le rodea, casi se podría pensar que no es más que un joven común y corriente.»

—Veo que mi madre ha vuelto a hablar contigo, Vincent —el príncipe hizo un gesto con la mano cuando von Vanefort empezó a balbucear una disculpa —. No, está bien. Sé que mamá desea que la atienda y no debo mancillarme por no verme como es de mi rango. Manda a buscarlo dentro de un rato.

Hans fue obligado a seguir al príncipe Wilhelm a una cámara lujosamente decorada con tal esplendor que temió que a ese paso sus ojos terminasen dañados permanentemente por la belleza y el brillo de las paredes después de su prolongada estadía en el palacio imperial.

«Lo cual» pensó, «teniendo en cuenta cómo es cada habitación, probablemente debería empezar a acostumbrarme.»

Miró aquí y allá, notando el estante y escritorio lleno de libros a un lado o la cama grande y amplia con numerosas sábanas de seda de aspecto cómodo al otro. Solo había una entrada obvia, pero estaba seguro de que un palacio como este tendría pasadizos secretos que tendría que investigar.

Los aposentos del príncipe daban cara a la ciudad y desde el balcón se podía divisar el mástil lejano de los barcos en el puerto con sus velas impulsadas suavemente por el viento de la tarde. Hans también vislumbró el camino circunvalar que rodeaba las murallas exteriores de los palacios, un espacio que garantizaba que no hubiera riesgo de que los edificios estuvieran demasiado cerca de la fortaleza y proporcionaba una zona de fuego clara en caso de asedio.

Era una vista magnífica de la ciudad y Hans se entregó a ella, admirándola brevemente en silencio con el príncipe a su lado descansando perezosamente en la barandilla. Podía ver las torres parpadeantes de los Colegios de magia en la distancia, la mayor parte de la Universidad imperial y más allá, las murallas de la ciudad y las puertas donde la rica campiña de Reikland se extendía hasta el infinito.

—Espero que podamos llevarnos bien, Herr Hans —dijo el príncipe en voz baja, apartando su vista de la ciudad para mirarlo fijamente. Hans se puso de pie y dirigió sus ojos unos centímetros a la izquierda, como solía hacer cuando los caballeros estaban en desfile.

—Su alteza, le protegeré con mi vida, señor —replicó Hans obedientemente.

—Espero que no sea necesario —suspiró el príncipe —, pero lo agradezco de todos modos.

—Sí, señor —respondió Hans, ya que era la opción más segura cuando hablaba con oficiales de alto rango, ganándose una carcajada del joven mientras este se volteaba de nuevo hacia la ciudad.

—Sospecho que morirás de aburrimiento antes de que cualquier cosa te amenace aquí —murmuró aparentemente para sí mismo y, sin estar seguro de si eso merecía una respuesta o no, Hans no dijo nada. Simplemente observó al sol poniente mientras teñía al mundo de rojo sangre.


Apenas una semana después, Herr Hans empezó a pensar que el príncipe podría haber estado en lo cierto, porque el aburrimiento era la amenaza más tediosa y desgarradora con la que Hans había tenido que lidiar hasta el momento. Siempre había creído en el emperador y en su capacidad para gobernar y, como noble menor y Caballero pantera, había tratado con miembros de las clases altas antes por supuesto, pero siempre en el campo de batalla. Sin embargo, ser miembro de la corte imperial era un asunto completamente diferente.

Según un astromante que una vez había hablado con el príncipe mientras Hans se encontraba a dos pasos detrás y ligeramente a la izquierda, la corte imperial funcionaba de forma muy parecida a las geometrías celestes de los cielos. De la misma forma que el sol y la luna giraban alrededor del mundo, toda la corte se movía alrededor del emperador y, al igual que en la creación, todas las cosas orbitaban alrededor de ese centro en una gran danza cósmica.

Hans podría haberlo malinterpretado, claro esta, teniendo en cuenta que las seis jarras de vino no habían hecho que el mago fuera más coherente y no tuvo más que un momento para reflexionar sobre ello antes de evitar que la séptima jarra se derramara sobre el atuendo real del príncipe Wilhelm.

Una parte de él consideró ligeramente extraño que el príncipe no pareciese pasar tiempo alguno con el emperador. Tal vez había tantas cosas sin importancia con las que llenar los días que no quedaba tiempo para ello y parecía que todo era poco más que entrenamiento en las armas y educación con los eruditos. Ni siquiera había intriga o eventos como los bailes cortesanos que Hans esperaba que llenaran la vida de aquellos que no tenían nada que hacer más que disfrutar de los lujos con los que comerciaba la corte imperial.

Lo más emocionante que parecía sucederle al príncipe y por lo tanto a sí mismo eran las reuniones periódicas con aquellos que carecían la importancia necesaria como para ser recibidos por el propio emperador, pero que eran lo suficientemente importantes como para ser atendidos por un miembro de la familia real para así satisfacer sus necesidades.

Y Hans había estado allí en cada momento. De pie tres pasos detrás del príncipe como un espectro vengativo y acechante.

Que el príncipe era extraordinariamente carismático era innegable, pero ya no parecía tan extraño como antes: tan sólo era el talento de alguien con un don para hacer que la gente lo siguiera. A Hans le pareció que los que se encontraban con el príncipe se veían afectados por el mismo leve tartamudeo y temor que había sentido en su primer encuentro, pero lo vio razonable cuando presencio como el príncipe preparaba y repetía el mejor método de interacción para cada invitado que llevaba a cabo todos los días con su mayordomo.

De hecho, el aura que lo rodeaba también parecía haber disminuido el resto del tiempo. Hans ya no se sentía dispuesto a caminar sobre las brasas solo por la mera sugerencia de una orden del joven. Sin embargo, una parte de él se preguntaba si eso era como guardar una espada, algo capaz de ser desenvainado a voluntad. En lo más profundo de su alma, se preguntó si él también estaba siendo manipulado.


Cabalgaron por la calle hacia otra reunión aburrida mientras el príncipe continuaba con aquella ociosa conversación. Resultó que el príncipe Wilhelm no podía cabalgar a ningún lado sin que surgiera espontáneamente algún tipo de séquito de los miembros de la corte, por lo que se habían introducido al azar varios vástagos más jóvenes de algunas casas nobles. Sin embargo, sus nombres habían sido tan largos, desagradablemente pronunciados y sonaban tan similares que Hans no tuvo oportunidad de recordar ninguno de ellos, por lo que creó alternativas. Aquel a quien había llamado en la intimidad de su cabeza Herr Alar de Ar estaba hablando con el príncipe Wilhelm de caballos.

El hecho de que príncipe todavía fuese lo suficientemente joven como para ponerle nombre a sus caballos casi hizo reír a Hans.

Mientras charlaban, la Reiksguard y dos burócratas los escoltaron a su nueva ubicación. Los mendigos se acercaron de vez en cuando, algunos afirmando ser veteranos heridos de las muchas guerras del emperador y otros simplemente rogando por comida. Siempre preparado, el príncipe llevaba un monedero y periódicamente arrojaba chelines, una o dos veces unos cuantos medios peniques, a los que parecían más desesperados.

Eso hizo que la mayoría de ellos se fueran agradecidos. Al fin y al cabo, un chelín era suficiente para que un hombre se tomara una pinta de cerveza y una comida caliente o suficientes licores baratos para ahogar las miserias más potentes.

Poco después, Hans se encontró en otra habitación de un techo muy ornamentado con altas y costosas vidrieras, escuchando a otro hombre simplón mencionar una y otra vez de lo excelente que era el emperador. Los altos tejados abovedados ocultaban fácilmente las sombras y Hans los vigilaba con recelo. Un espeso patrón de polvo a lo largo de las vidrieras difuminaba la luz y todas las ventanas cerradas hacían que el aire se sintiera estancado y muerto.

«Y lo triste es que esto habría sido imponente para mí alguna vez» pensó secamente, «me pregunto si se puede llegar a tolerar la grandeza como un alcohólico lo hace con las bebidas espirituosas.»

Al parecer, todo el consejo estaba presente y todos parecían querer pronunciar su propio discurso largo e incoherente alabando al emperador y al príncipe, casi cayendo de sus asientos para ser ellos los primeros en hacerlo con términos cada vez más grandilocuentes.

«Y teniendo en cuenta lo gordos que están, caerse podría ser un logro.»

Durante de las largas presentaciones el príncipe parecía disfrutar genuinamente de cada uno de los discursos, sentado en una silla de roble y asintiendo cortésmente a la pompa sin sentido.

—Ahora tenemos que ponernos en orden. El primer punto del día: la limpieza de la lluvia de sangre de la semana pasada —dijo uno de los hombres más viejos y marchitos que Hans había visto en su vida, con una voz tan delgada y desagradable como un látigo.

«¿Cuántas trivialidades tendremos que escuchar antes de que la reunión se ponga interesante?»

Sacó pecho y puso la mitad de su rostro en una expresión atenta y obediente mientras se incorporaba, colocando su forma acorazada en una posición vigilante. Era un error común entre los novatos el encorvarse en su armadura pensando que sería más relajante, pero todo lo que terminaba haciendo aquello era dejarles agotados y exhaustos para cuando un hombre bestia saltase del bosque en un intento de comerse sus cabezas.

Luego se durmió de pie, distraído por completo de la conversación como había encontrado que preferían los dignatarios. Después de todo, las personas importantes no quieren sentir que sus inferiores los están juzgando.

La conversación continuó de esta manera. Hans no conocía el trabajo del consejo, pero si se trataba de proporcionar una adulación absurda al emperador, lo lograron con gran aplomo.

«Suficiente humo como para descongelar Kislev.

Hans prestó un poco más de atención cuando un oficial de la Guardia del muelle entró para darle su informe al consejo. De hecho, le gustaban estos inútiles sacos de tierra. Eran corruptos, sin duda, pero el tipo de corrupción cómoda que significaba que aceptaban sobornos, pero no traicionaban al emperador directamente ni causaban demasiado daño. Hans reflexionó un momento sobre ese pensamiento y estuvo a punto de resoplar.

«Aceptar tal corrupción es repugnante, en realidad. Sería una vergüenza que el emperador supiera de esto y lo tolerara. Entiendo que el príncipe no se enterase porque es joven, pero cualquiera con medio cerebro debe de haberlo notado ya, por el amor de Sigmar.»

De repente, su protegido le lanzó una pequeña mirada y Hans se tensó ligeramente. Sólo los brujos podían leer la mente, pero...

Hans prestó mucha más atención y mantuvo sus pensamientos firmemente centrados en la vigilancia y fue probablemente la única razón por la que notó el temblor.

Fue una sutil tensión en los hombros del príncipe cuando se mencionó que —… gracias a todo nuestro arduo esfuerzo, hemos logrado aumentar la tasa de captura de contrabandistas y creemos que hemos desmantelado tres de las bandas más establecidas. Las subfacciones de Trucha y Salmón de la banda más grande de Peces han sido capturadas casi en su totalidad con 63 contrabandistas esperando ser ahorcados y una reducción correspondiente en el contrabando del muelle.

El príncipe Wilhelm se sentó firme como si prestase toda su atención más preguntó en un tono tranquilo y desenfadado. —Me hicieron creer que era difícil garantizar la seguridad del muelle debido a los grupos de contrabando bien establecidos allí. ¿Cómo es que han logrado una hazaña tan impresionante? —El príncipe parecía cautelosamente impresionado, pero a pesar de la informalidad de su pregunta, pareció poner al oficial de la Guardia del muelle increíblemente nervioso.

Fuera de la línea de visión de Hans, sin que nadie se diera cuenta, uno de los subsecretarios comenzó a sudar. El olor de su miedo flotó de él como una nube, pero habría hecho falta una nariz como la de un sabueso para darse cuenta de aquello.

Por su parte, Hans estaba ocupado mirando el rostro del oficial. Este usaba una expresión similar a la de antes, cuando su superior le había hecho una pregunta inesperada, y la reconocía ahora como la mirada de un cobarde que aceptaba sobornos tratando de idear la forma de mantenerse alejado de los problemas.

«¿Éramos incompetentes antes? ¿O les estamos mintiendo ahora? ¿Y cuál de esas excusas salvará mi pellejo?»

Decidiendo que lo único que podía hacer era fingir una leve incompetencia, el hombre dijo lo que se parecía más a la verdad. —Parece que hay más contrabando en la zona y una competencia más dura en el norte del muelle. También tenemos una reducción del contrabando en el este, ya que también existe una mayor competencia y los contrabandistas parecen estar tomando menos precauciones últimamente.

«Especialmente la precaución de sobornar a la Guardia del muelle, apuesto.»

El príncipe simplemente asintió e hizo varias otras preguntas, principalmente centradas en elementos del comercio y factores generales que supuestamente preocupaban personalmente al emperador, pero era difícil saber si esto era cierto o simplemente algo que uno de los secretarios de la emperatriz le había ordenado que mencionase.

Tiempo después cabalgaron de regreso al palacio sin intercambiar muchas palabras y tras llegar el príncipe Wilhelm despidió a Hans con su habitual amabilidad. Solo en sus aposentos, el caballero miró la ciudad desde el palacio imperial, la sospecha creciendo como una semilla en la tierra fértil de su mente. Con un suspiro se dio la vuelta y se adentró en su habitación mientras la noche caía sobre la vieja ciudad.


La niebla flotaba aún a ras del suelo, la luna plateada y limpia de Mannslieb estaba llena y alta en el cielo; la luna del Caos brillaba menguante entre las nubes cuando una sombra se agitó bajo la luz verde y plateada sobre las paredes del palacio imperial

Comenzó a deslizarse lentamente por el pálido muro, congelándose durante un largo momento mientras una columna de la Reiksguard marchaba por debajo de ella, las antorchas parpadeantes iluminándole brevemente y empujando otras sombras hacia atrás. Como era costumbre con todas esas luces éstas siguieron adelante, deseosas de volver a los cálidos barracones y tal vez tomar una bebida fuerte si tenían suerte.

La sombra descendió para encontrarse con la niebla en una breve ráfaga de movimiento, ocultándose rápida y expertamente, moviéndose sin vacilar y cruzando el bulevar vacío para adentrarse más en la oscuridad del profundo callejón.

Hubo una pausa mientras la silueta negra se relajaba. La ciudad no estaba tranquila y nunca lo estaría, pero había suficiente silencio en el callejón como para escuchar la exhalación de alivio.

Entonces la sombra se congeló.

Hans salió del marco de la puerta que lo había ocultado en la penumbra parpadeante proporcionada por el reflejo de las lunas en las murallas del palacio.

«Te tengo.»

—¿Se siente menos cansado, su alteza? —había valido la pena quedarse de pie esperando en aquel callejón, envuelto en una capa oscura, si tan solo por ver la expresión en el rostro del joven. Hans se dio cuenta de que era la primera vez que había visto al príncipe realmente sorprendido.

—Yo, ya ves, estoy... ¡solo estaba tratando de estirar las piernas y tomar un poco de aire fresco! —El príncipe trató desesperadamente, y muy mal, de ocultar la verdad. 

—Si alguna vez lograse encontrar aire fresco en esta ciudad, tendría que ser declarado uno de los hombres más grandes que jamás haya existido, recordado para siempre como el que logró lo imposible —Hans ni siquiera se molestó en disimular su desprecio por la mentira —. Tiene curiosidad por el aumento de contrabandistas capturados —continuó, sintiendo que finalmente tenía la ventaja.

—Por supuesto —espetó el príncipe, mientras se esforzaba por no levantar demasiado la voz y perturbar el silencio —. Es evidente para cualquiera que preste la más mínima atención: cualquier aumento en una intercepción en un área con una disminución correspondiente en otras sugiere que algo ha cambiado y ha expulsado a las pandillas de las áreas más rentables. Las pandillas están siendo tan estúpidas como para no sobornar lo suficiente a la Guardia del muelle para encubrirlos, lo que significa que probablemente estén muy dañados y desesperados. O peor aún, los vigilantes del muelle se han visto comprometidos. Se han convertido en herramientas dispuestas para la destrucción de las pandillas sin importarles los sobornos u otros premios ofrecidos. Sus rivales ahora, sin importar el precio —terminó, con la pasión e ira evidentes en su voz.

Hans se burló. —¿Y eso por qué es su problema? ¿Justifica eso escabullirse del palacio y ver qué puede averiguar, así como así? Ser de sangre real no significa que todos los campesinos y plebeyos vayan a venir inmediatamente a hablar con usted.

«Probablemente lo harían, en realidad, pero no porque sea el príncipe.»

Hans continuó —Es el príncipe de la maldita ciudad. Podría informar de esto a su padre, a la Reiksguard, o incluso a la propia Guardia del muelle si lo que quiere es perder el tiempo, en lugar de sacar su dorado cuello real del palacio por la noche. ¡Le escucharían!

—¡No, no lo harían porque no hay pruebas! ¡Y no confían en mí lo suficiente como para actuar por mi palabra! —dijo el príncipe, sacudiendo un dedo en la cara de Hans, quien no dijo nada como respuesta y dejó que el silencio creciera en aquel callejón.

—No soy el Emperador, soy su hijo y heredero, el Príncipe imperial, lo que me da influencia, pero no me da poder. Mi papel es aprender a ser un Conde elector y algún día gobernar Reikland. Mientras tanto, mi deber es proporcionar a alguien lo suficientemente importante como para ser utilizado con fines diplomáticos y así como emisario cuando sea mayor —comenzó el príncipe sonando casi derrotado —. Pero si voy a la ciudad y encuentro alguna prueba, aunque sea un mendigo o alguien a quien pueda usar para respaldar mis afirmaciones, tengo la oportunidad de realmente convencerlos. Tal vez incluso podría ir a ver a mi padre, explicarle esto y demostrarle que tengo razón. Y todo lo que te pido es que te des la vuelta, regreses a tus aposentos y finjas que nunca me viste. Nadie sabrá que estuviste aquí. No hay riesgo e incluso si sale mal, siempre se puede decir que me escabullí en medio de la noche completamente solo porque sería la verdad —dijo el príncipe, su voz suave y sugerente, no adulante pero casi.

Hans hurgó un poco en ese pensamiento y suspiró. —Sabe que no puedo hacer eso, su alteza —al oír esto la oscura silueta del príncipe se puso tensa.

«¿Listo para luchar o listo para correr

Hans dio un paso adelante y levantó la mano. Haciendo un gesto, dijo —En marcha, su alteza. —y entonces se dio la vuelta, alejándose del palacio y adentrándose en la noche.

Al cabo de unos pasos, se detuvo y se volvió cuando el príncipe no le siguió.

Contra las débiles luces del palacio imperial el príncipe parecía tener una sombra demasiado grande para ser humana, pero eso era solo un efecto de la luz. —¿Es esto un truco, señor? —preguntó Wilhelm.

—No, nunca he sido lo suficientemente listo para ese tipo de cosas —bufó Hans—. Fui ordenado a que le protegiese y nadie mencionó nada sobre impedirle ir a ningún lado así que supongo que no tengo otra opción más que seguirle. —Se encogió de hombros antes de seguir caminando y en la penumbra del callejón, sonrió.


Se abrieron paso a través de la ciudad obscura y bulevares sombríos, evitando las luces públicas e iluminados solo por la luz de la luna. El príncipe parecía saber adónde iba y cuando Hans lo siguió de cerca notó que estaba armado, su espada visible incluso mientras estaba encapuchado.

Finalmente, llegaron a una taberna junto a los muelles llamada "La cornisa de la montaña". Hans lo miró desde fuera, viendo cómo estaba un poco aislada de los edificios cercanos, preguntándose cuántas entradas y salidas tenía.

Se adentraron y Hans fue inmediatamente golpeado por un olor y una vista muy familiares.

El aire estaba cargado de humo de pipa y un enorme fuego rugiente ardía en la chimenea, calentando a los clientes contra el frío persistente de aquella noche y llenando la taberna con un cálido resplandor naranja. Hans pensó que era el tipo de establecimiento al que acudían los criminales con clase y no donde se producían demasiadas peleas, probablemente ayudado por la política de no portar armas que aplicaban en la puerta. Hans se sentía desnudo sin el peso notable de su espada, a pesar de la pesadez de su ropa o de la sensación reconfortante de sus viejos guantes.

Se movieron a través de una multitud cubierta por abrigos y capas con el príncipe Wilhelm a la cabeza quien caminaba con una cómoda facilidad que hablaba de experiencia.

Unos cuantos hombres con antebrazos musculosos y tatuajes de estibadores del Gremio de estibadores bebían juntos en un rincón mientras un violinista afinaba su instrumento para acompañar la tranquila conversación de la cena. También había algunas figuras más bajas sentadas en la barra trabajando duro, teniendo en cuenta la montaña de jarras a su lado que casi les superaba en altura. Hans prestó más atención a eso que a cualquier otra cosa. «Cualquier hombre que subestime a los enanos por su tamaño nunca ha recibido un cabezazo en la entrepierna.»

El príncipe saltó a una cabina y se sentó frente a una figura delgada mientras Hans se acercaba. El pilluelo, la única palabra apropiada para describir a aquel rostro joven, lo miró fijamente y frunció el ceño antes de preguntar —¿Quién es el media cara, Wiff? —La voz era joven, aguda e infantil, por lo que era difícil adivinar si provenía de un niño o de una niña que aún no había llegado a la edad adulta.

«Es obvio que nunca le han inculcado el respeto

—Alguien a quien, al igual que yo, nunca has visto a menos que quieras terminar siendo pan integral. —dijo el príncipe con un áspero acento de ciudad que parecía totalmente genuino —. ¿Sabes dónde está, entonces?

Con una mirada maliciosa, el pilluelo asintió. —Mis labios no resbalan sin plata.

Una sonrisa cruel se deslizó por el rostro del príncipe al tiempo que bailaba una moneda de plata entre sus dedos, manteniéndola fuera del alcance del pilluelo. Levantó un poco la cabeza y miró fijamente a los ojos del otro durante un largo e incómodo momento.

El villano se estremeció y trató de mirar a Hans a la cara.

«Grave error

Hans le dedicó su mejor sonrisa, la que sabía que dibujaba las cicatrices de su rostro en horribles contrastes.

La arrogancia se drenó del joven pilluelo y su voz salió temblorosa. —Al menos el vino y la comida primero —se recuperó con cierta bravuconería —. Envía al media cara a buscarlo —intentó hacer una débil mueca de desprecio, estropeada por el hecho de que ni siquiera podía mirar hacia Hans.

Hans se volvió hacia el príncipe y recibió un gesto ligeramente vacilante con la cabeza. Luego extendió una mano enguantada y la apoyó en el hombro del pilluelo, apretándola mientras sus ojos se encontraron fijamente con los del mocoso. —Si resulta que estás mintiendo, estarás bebiendo el resto de tus comidas porque no tendrás dientes —dijo Hans, apretando con la suficiente firmeza como para sentir que la criatura era en su mayoría huesos antes de enderezarse y darse la vuelta.

La gente se apartaba de su camino mientras se dirigía hacia el bar, la frustración irradiando de él como una fragua. «¿Qué esperabas? Fuiste despedido como un siervo porque eso es lo que eres ahora.»

Se dirigió al bar para hacer su pedido y el camarero asintió, pareciendo el tipo de hombre que había visto lo suficiente y ahora no veía nada de lo que sucedía en el lugar.

Hans aprovechó la oportunidad para echar un vistazo a la taberna, pues siempre era prudente comprobar dónde podían estar los problemas. Por lo general, las señales eran pequeñas sutilezas, pero Hans había descubierto que la única manera de mantenerse con vida era permanecer siempre alerta ante el peligro.

La entrada trasera estaba cerca de la cabina del príncipe y tanto él como el pilluelo parecían estar en animada discusión. Las mesas en el centro de la habitación estaban casi llenas y la entrada principal estaba a la vista de Hans mientras la estudiaba cuidadosamente.

Sin embargo, cualquier signo sutil de problemas que pudiera haber detectado de repente se volvió irrelevante, ya que el peligro literalmente entró con estrépito a la taberna.

Un hombre corpulento entró pavoneándose en la habitación, llevando un grueso garrote en una mano. No podía ser más obvio acerca de ser un matón a sueldo, incluso si se lo hubiera tatuado. Y, teniendo en cuenta la cantidad de otros tatuajes espeluznantes con los que estaba cubierto, fue una sorpresa que no lo estuviera. Su nariz parecía un hongo, a juzgar por su forma y cicatrices, por las muchas veces que se la habían roto y caminaba con la confianza experimentada de un peleador callejero.

«Puedo con él.»

Uno que podría haber sido su gemelo con una nariz un poco menos rota entró detrás de él.

Los ojos de Hans se dirigieron hacia donde estaba su espada detrás de la barra, sabiendo que sería demasiado difícil ir allí y agarrarla a tiempo si estos dos venían hacia él.

«Echo de menos mi espada, pero que más se va a hacer. Me he enfrentado a más grandes y mejores que estos dos peleadores de patio trasero.»

Esa confianza retrocedió un poco cuando entró el siguiente matón, el siguiente y el siguiente. Hans oyó el ruido de pasos rápidos y echó un breve vistazo hacia atrás para ver que el pilluelo había salido corriendo por la puerta trasera. Hubo un breve grito de dolor desde el callejón trasero y luego silencio.

«Emboscada. Al menos dos más en la parte de atrás.»

Luego, todas las demás amenazas volvieron a ser irrelevantes cuando un maldito ogro agachó la cabeza y atravesó el marco de la puerta. Era repulsivo, gordo y pesado, con un bigote grotesco. A Hans se le heló la sangre y su mandíbula cayó ligeramente, sabiendo que no tenía ninguna posibilidad contra eso.

Para empeorar las cosas, una pequeña figura encapuchada entró detrás del ogro y eso lo aterrorizó por encima de todo. Cada vez que había un hombre pequeño con un montón de hombres grandes alrededor, las posibilidades de que él estuviera a cargo eran muy altas.

Todos los clientes se movieron al unísono, ninguno de ellos corría precisamente porque eso los haría destacar, pero el tipo de movimiento que mucha gente sensata haría para salir de la línea de visión de un grupo de matones. Por el rabillo del ojo podía ver a Wilhelm mezclándose hábilmente con la multitud.

De repente, la figura encapuchada lo señaló y gritó —¡Oye, media cara! —Era sorprendente la rapidez con la que la multitud se alejó de él, apartándose para despejar el camino y dejándolo solo y aislado como el actor principal de una obra de teatro. El violinista se detuvo con el gemido de una nota amarga. Hans rodó ligeramente los hombros y se colocó detrás de una mesa en el centro de la habitación, incorporándose mientras observaba a los matones. Se quitó la capucha de la cara y sonrió, girando el lado derecho de su rostro ligeramente para que pudieran verlo mejor.

Se sintió gratificado por el pequeño estremecimiento que la capa del hombrecillo no pudo ocultar del todo. Los matones estaban un poco inseguros, pero al ogro no parecía importarle.

Hans reconoció vagamente la voz nasal mientras se volvía para mirar de manera más obvia. —¡Eres el espía de ese bastardo que vino a molestarnos hoy!

Hans miró a su acusador, deliberadamente ignorando la dirección en donde estaba el príncipe. —Sí, ese soy yo —dijo, encogiéndose de hombros, sabiendo que estaba siendo estúpido, pero también que no tenía otra opción. Parecían de esos que daban una paliza como mensaje; todo lo que tenía que hacer era aguantar y mantener a salvo al príncipe Wilhelm.

Hacía tiempo que Hans se había prometido a sí mismo y a los recuerdos de un niño muerto hacía mucho tiempo que nunca renunciaría a su deber. Una promesa que no tenía intención de abandonar ahora.

Trató de enviar un mensaje al príncipe a través de su lenguaje corporal. Por el rabillo del ojo divisó vagamente cómo el joven lo miró y asintió lentamente, moviéndose con el resto de la multitud para ocultarse más.

«Eso duele un poco, pero a veces duele el deber» pensó mientras apretaba la mano derecha, sintiendo el tirón de la cicatriz de la quemadura de ácido.

Sacudió los hombros brevemente y se armó de valor para lo que estaba por venir, incluso cuando sabía una vez más que sería abandonado.

Volvió a lo práctico.

Había nueve de ellos, posiblemente dos más en la parte de atrás que podrían entrar en cualquier momento, pero sus oídos seguían siendo lo suficientemente agudos como para oír eso si sucedía. También estaba el ogro, pero Hans sabía que estaba muerto de todos modos si se involucraba.

Su mejor opción era dar pelea, pero no demasiado y simplemente recibir los golpes Él era un buen guerrero; probablemente podría tomar cada uno de ellos uno a la vez, aunque no pensó que tendría ese lujo.

El encapuchado gritó —¡Denle una paliza a ese duende plagado de viruela que nunca olvidará y que esto sea una lección para el resto de ustedes: ¡Nadie habla de ella!

El corazón le latía con fuerza en el pecho. Una vez más, Hans el media cara se quedó solo.

Los hombres lo miraron vacilantes y ninguno quería dar el primer paso. Hubo un largo momento de tensión mientras esperaban que alguien más de su grupo tomara la iniciativa.

Brillante y dorada fue la moneda que navegó por el aire quieto antes de aterrizar con un delicado tintineo en la jarra del bardo. Como una jauría de perros salvajes hambrientos, las cabezas de los matones rastrearon la fuente de la moneda y, por lo tanto, el que la había arrojado.

El príncipe Wilhelm echó su capa hacia atrás con un movimiento de los hombros, jarra en mano y una amplia sonrisa en el rostro. Se enderezó de la postura encorvada con la que se había ocultado, y en ese instante, la sonrisa del príncipe fue lo más terrible de la taberna.

El ogro gruñó confundido.

—¡Toca algo animado para el baile, jawohl! —gritó el príncipe con un brindis hacia el músico.

El violinista tocó el arco con las cuerdas y así los primeros compases de la Danza de primavera de Reikland: Rápida, animada y lleno de la emoción de un baile adecuado con una buena pareja que resonó en la sala.

Los matones se lanzaron al ataque.

«Seis contra del príncipe, tres en mi contra.»

El matón de la nariz destrozada fue el primero en llegar con los demás poco menos de unos pasos por detrás de él, deseosos de no ser los últimos en atacar. Rugía un desafío estúpido cuando una jarra de peltre lo azotó y lo golpeó de lleno en la cara, derribándolo hacia atrás con un fuerte golpe en las tablas del piso.

Por el rabillo del ojo, Hans vio a los demás clientes huir en masa de la taberna excepto por supuesto a los enanos borrachos. Pero su atención estaba en los otros dos enemigos que corrían hacia a él al tiempo que el agarraba un taburete para arrojarlo en su camino, tratando de enredar sus piernas.

No tuvo tanta suerte, pero hizo que uno de ellos se detuviera y perdiera impulso para agacharse y esquivar, lo que significaba que el primero se le acercó solo.

Su barba era fea y sus ojos brillaban con malicia ratonil cuando lanzó el primer puñetazo.

Desafortunadamente para él esa noche había sido bastante fría afuera a pesar de que se acercaba rápidamente el comienzo del verano y Hans no había tenido más de un solo par de guantes en mucho tiempo, por lo que llevaba sus pesados guanteletes de Caballero pantera que no solo lo mantenían caliente, sino que adicionalmente significaba que estaba usando manoplas de acero.

Y así, después de esquivar el ataque del matón, el puño blindado de Hans fue directo a la cara, dejándolo con un moretón en forma de la mitad de la palabra "Pantera" escrita en su cara al revés. El matón tropezó mientras el otro se acercó para intentar darle un abrazo asfixiante al caballero. Sin embargo, Hans era cualquier cosa excepto inexperto en el combate y se apartó sin esfuerzo del camino, virando hacia atrás para lanzar otro ataque.

Aquella era una pelea sin dudas, sin vacilaciones, sin miedo. Tan solo existía el enemigo frente a Hans, la violencia que planeaban infligirle y la violencia con la que él les pagaba en respuesta. Hans olvidó que su rostro estaba horriblemente deformado, olvidó que fue deshonrado, despreciado y casi abandonado por todos. Por un momento, todo lo que sabía, todo lo que necesitaba saber, era que había violencia.

Vagamente, una parte de él se dio cuenta de que el príncipe también estaba dando una buena pelea. No debería haber sido tan fácil, pero los matones no estaban luchando correctamente. Ambos podían sentir la vacilación de sus enemigos como si ninguno estuviese dispuesto a ser el primero en recibir un golpe incapacitante y carecían de la camaradería entre marginales que tenían la mayoría de los matones y pandillas. Atacaban porque temían, no porque quisieran luchar.

Hans fue castigado por su breve momento de descuido cuando uno de ellos sacó un cuchillo largo y se lanzó hacia adelante, poniendo todo su peso detrás de la estocada y apuñalando al caballero en el vientre.

El dolor floreció y el aliento se alejó de él con un jadeo. La agonía era profunda y penetrante, más insoportable que el constante escozor en su rostro. Hans se tambaleó hacia adelante, agarrando al asesino enjuto para evitar caer, dejándolos cara a cara.

Hans podía oler la inmundicia en el aliento del aspirante a asesino, sus ojos llenos de la cobardía de alguien que solo sabía luchar contra aquellos que creía más débiles, mientras su rostro se estiraba en una sonrisa antes de dejar escapar una risa gorgoteante como lluvia corriendo hacia las alcantarillas, dando así a Hans una vista de los dientes marrones pútridos del hombre. Éste retiró el cuchillo con la experiencia de alguien acostumbrado a destripar a hombres y mujeres comunes en callejones oscuros y solitarios. Desafortunadamente para él, Hans era todo menos ordinario.

Era un veterano de peleas más brutales que cualquier cosa que este pequeño asesino despiadado pudiese imaginar. «Y sé cómo usar mi cabeza en una pelea

Dientes marrones volaron de la cabeza del matón mientras se tambaleaba tras el salvaje cabezazo de Hans, dejando caer su cuchillo mientras se agarraba la cara destrozada.

—Intenta reírte ahora —Hans escupió, sacando su propia daga escondida en su bota y clavándola en la garganta de aquel hombre con cara de comadreja. Dio un paso atrás y sacó la hoja con el ruido de metal sobre cartílago lo que provocó que una fuente de sangre brotara al suelo.

Mientras el débil asesino agonizaba y moría a sus pies, Hans jadeó temblorosamente mientras levantaba el metal ensangrentado.

El dolor era intenso, lo que dificultaba la respiración a través de los fuertes hematomas y sin duda había algún daño interno causado por la cuchilla del otro. Incluso si no había penetrado su cota de malla seguía siendo un golpe fuerte, pero conocía a suficientes hombres que se habían distraído con el dolor y nunca habían tenido la oportunidad de arrepentirse, por lo que mantuvo su concentración.

Solo y de pie, el matón restante se acercó mirando de arriba a abajo la forma empapada de sangre de Hans, un hombre que acababa de recibir un golpe mortal en el estómago sin vacilar y con una cara de pesadilla. El débil coraje del matón a sueldo se desvaneció en un instante y rápidamente se volvió, casi gritando de terror mientras corría hacia la puerta.

Mientras lo hacía, Hans procedió a capitalizar la cobarde decisión de su oponente desplomándose de lado en agonía y vomitando bilis sobre la mesa en la que aterrizó. Respiró con dificultad y levantó la vista, tratando de mantener la compostura. En aquel momento el intenso malestar que palpitaba al compás de su respiración era lo único que lo mantenía despierto.

Al otro lado de la habitación, el bardo seguía tocando amplio y libre, con los ojos cerrados y totalmente concentrado en su éxtasis musical.

Todos los hombres que habían venido contra Wilhelm y él - «… O, mejor dicho, el príncipe Wilhelm», se recordó a sí mismo. «El dolor no es excusa para la falta de decoro» como le había dicho una vez su instructor - habían sido golpeados y estaban tirados en el suelo, inconsciente o gimiendo y deseando estar inconsciente.

El cobarde que no quería enfrentarse a Hans corrió a toda velocidad, tratando de esquivar al ogro.

El hombrecillo encapuchado, que hasta entonces se había mantenido alejado de la acción, asintió levemente hacia el ogro que al instante extendió la mano y le rompió el cuello al matón con la misma naturalidad con la que cualquier granjero rompería el de una gallina, antes de abrir la boca y darle un mordisco colosal y húmedo al hombro del cadáver. La música del violín parecía ser cada vez más alta como un grito que se acumulaba dentro de la cabeza de Hans.

El caballero miró fijamente al monstruo caníbal, quien masticó casi pensativamente por un momento y luego dejó caer el cuerpo casualmente al suelo.

—Sei’ poios, do’ cabras y un ‘erdo po’ estos do’ y también me lo’ puedo come’ —el ogro soltó una risita. El hombrecillo asintió y dio un paso atrás mientras el gigante daba un paso adelante, sacudiendo las tablas con su peso.

Hans se puso en pie rápidamente, haciendo todo lo posible por ignorar su dolor, y como si se tratara de una danza lenta y extraña empezaron a rodearse con Wilhelm y Hans acercándose sigilosamente el uno al otro mientras trataban de moverse hacia a la barra. Los movimientos perezosos del ogro eran más gráciles de lo que un ser de su tamaño tenía derecho a ser, deteniéndose junto al escenario donde tocaba el bardo.

Hans y el príncipe quedaron helados. El primero se arriesgó a echar un breve vistazo sobre la barra y vio que las espadas estaban todavía demasiado lejos para tener alguna posibilidad de alcanzarlas a tiempo.

Luego, la canción cambió a algo rápido y alto. La tensión aumentaba y aumentaba mientras Hans y el príncipe miraban fijamente al ogro, que pateaba el suelo como un toro a punto de embestir. Hans tenía su daga, pero sabía que no sería suficiente. Todo lo que podía esperar era que pudiese ganar tiempo suficiente para que el príncipe consiguiera un arma y usara la distracción para acabar rápidamente con el ogro.

El caballero podía contar cada uno de los latidos de su corazón en su pecho sabiendo que bien podrían ser los últimos, pero fue en ese momento cuando se sintió más vivo. Podía oír su propia respiración, el suave movimiento del príncipe acercándose cada vez más a la barra y los sutiles matices de cada golpe y entonación de las notas agudas mientras el bardo tocaba furiosamente.

Hans se encontró con los porcinos ojos del ogro, vacíos de piedad o de espacio para otra cosa que no fuera la codicia y el hambre desenfrenada. Mantuvo su mirada fija en él y no se atrevió a parpadear.

Fue entonces cuando el caballero presenció cómo la mirada del ogro se entrecruzó cuando tras el resonante crescendo que marcaba el fin de la canción, el bardo soltó su instrumento y en un abrir y cerrar de ojos recogió las pesadas jarras llenas de monedas con ambas manos para golpear con éstas la parte posterior del cráneo del ogro.

Monedas de cobre y plata salpicaron el aire como las chispas de un yunque.

El ogro cayó de rodillas, sus ojos brutos mirando hacia abajo y murmurando. —Bri’ante y bonito..."

El golpe habría matado incluso al enano de cráneo más grueso, pero el cráneo del ogro era incluso más grueso que eso o tal vez simplemente tenía menos cerebro. El golpe que habría matado, esta vez, solo aturdió.

El príncipe y Hans se movieron casi al unísono. El caballero corrió hacia adelante, daga corta en mano, mientras el otro giró, agarró algo de detrás de la barra y se lanzó hacia su enemigo.

No había forma de que hubiera llegado al ogro antes de que lo hiciera Hans, pero de alguna manera, el príncipe estaba allí con una pesada hacha de estibador silbando y golpeando justo por encima del ancho pómulo del ogro, cortando la mitad del bigote de la bestia —¡Necesitas una afeitada rápida! —gritó como un loco, aferrándose al hacha.

La bestia arremetió con una mano del tamaño de un jamón en un golpe torpe y devastador. El príncipe se tambaleó hacia atrás, aferrándose al hacha y esquivando a duras penas el golpe. Se agitó, tratando de sacar el hacha mientras la fuerza de sus tirones movía físicamente a la pesada bestia.

Hans sabía que, si le daba tiempo a la criatura, se centraría en el príncipe y lo mataría, por lo que se aseguró de que tuviera otras cosas en mente apuñalándole en el ojo.

El monstruo gritó, pero ahora era aún más agudo en su dolor, rociando a Hans con saliva mientras le lanzaba un puñetazo. Hans rodó hacia atrás, sintiendo a su armadura resonar con el golpe que lo impulsó aún más lejos.

El caballero apenas se puso en pie tambaleantemente cuando el bardo volvió a entrar a la escena. Agarrando una delgada espada, clavó con la fuerza de ambas manos en la garganta de la bestia, su arma alojándose en la grasa de la criatura antes de arrancarla y arrastrar un torrente de sangre con ella.

Sangrando, aturdido y con un hacha incrustada en la cabeza, el ogro aún se negaba a morir, golpeando el suelo con la mano mientras luchaba por ponerse de pie. Durante esto, una de las manos que molineteaban golpeó el hacha y el príncipe se soltó.

Hans observó cómo el príncipe Wilhelm se recuperó con la gracia que habría asombrado a un bailarín, devolviendo el hacha a la posición de guardia detrás de su hombro.

Los ojos del chico estaban tranquilos, notó Hans en uno de esos momentos todavía hermosos que a veces tenía cuando todo parecía congelarse en el momento. Entonces el príncipe bajó su hacha con un golpe perfecto y ágil, cortando el aire con un silbido y golpeando directamente la parte posterior del cuello del toro ogro. La criatura soltó un gruñido cuando la hoja se clavó en su médula espinal y, al mismo tiempo, la hoja del bardo se estrelló contra él golpeando debajo de la placa que le protegía el vientre. Hans agarró el objeto más cercano y lo estrelló contra la cabeza de la bestia.

La silla se rompió en pedazos bajo los repetidos golpes mientras que el hacha del príncipe se retiró y volvió a caer una y otra vez. Se necesitaron dos golpes más antes de que la cabeza de la bestia se desplomara, solo colgando del resto de su grotesco cuerpo por una delgada tira de tejido muscular.

Hans lo miró, miró rápidamente a su alrededor para asegurarse de que no quedaban amenazas, y volviéndose con la gracia producto de una larga práctica, vomitó su almuerzo. A lo lejos notó que el príncipe se había unido a él en las arcadas, aunque no parecía salir nada. El príncipe Wilhelm se enderezó primero y luego Hans unos instantes después.

Para entonces, el príncipe y el bardo ya estaban hablando.

El bardo estaba vestido con el uniforme de músico estereotípico que se espera de alguien como él, con ropa elegante que parecía artísticamente gastada pero no desaliñada. Era joven y tenía el pelo largo y suelto que enmarcaba hábilmente su piel suave y pálida.

—Bueno Vilhelm, ¿no es este otro buen lío? —el acento del cantante era inconfundiblemente sylvaniano y sus dientes caninos parecían demasiado largos cuando sonrió con tristeza al príncipe Wilhelm.

—Parece que tú y los problemas tienden a encontrarse juntos conmigo, Dalv —el príncipe respondió con una sonrisa propia. Hans se alejó, desconcertado por la facilidad con que hablaban.

Solo entonces Hans se dio cuenta de que la figura encapuchada todavía estaba de pie junto a la puerta, mirando el cadáver del ogro. Parecía estar murmurando algo, aunque de repente se detuvo, los instintos de supervivencia superando al daño psicológico abrumador de lo que acababa de presenciar.

Pero no importaba, porque Hans ya se estaba acercando a la pequeña figura. Con la capa agitada por el pánico el otro trató de huir, pero todo lo que hizo fue darle a Hans un ángulo de impacto ligeramente mejor, golpeando a la criatura con todo el impulso de su forma corpulenta concentrada en un solo punto.

«El golpe de una lanza, solo que sin caballo.»

La figura gimió y se desplomó contra el marco de la puerta, aferrándose a ésta. El hombre encapuchado trató de escapar de nuevo, levantándose para liberarse y tal vez incluso atacar. Sin embargo, unas cuantas patadas sólidas y una mano revestida de acero alrededor de su garganta lo hicieron cambiar de opinión muy rápidamente, dándole cosas más críticas de las que preocuparse, como ingresar suficiente aire en sus pulmones.

Además de tener baja estatura el hombre poseía poco o ningún músculo en su cuerpo, lo que significaba que Hans pudo arrastrarlo con una sola mano hasta el interior y arrojarlo a una silla donde el príncipe y el bardo pudieran echarle un vistazo, obteniendo un ligero atisbo divertido en los rasgos del príncipe y una sonrisa muy dentada del bardo como reacción.

El príncipe se adelantó para darle una mano mientras ambos lo sujetaban a su asiento. Solo entonces la figura dejó de pelear y se quedó inerte.

—Veamos quién eres, ¿de acuerdo? —dijo Hans, estirando la mano para agarrar la capucha y arrancándola con un movimiento fluido, revelando...

Un rostro que Hans nunca había visto ni remotamente. Todo se sintió extrañamente anticlimático, pero aun así le arrancó la capa y examino ligeramente al hombre en busca de armas. En una señal de confianza fuera de lugar, el hombre parecía no tener nada más ofensivo que un gran monedero, aunque teniendo en cuenta la cantidad de matones que podía contratar, era claramente un arma letal.

El bardo trajo tres espadas y las dejó caer a los pies de los hombres. Sin apartar los ojos del prisionero, Hans agarró su espada y la ató a su cinturón con movimientos rápidos y fluidos, deslizándola unas 4 pulgadas para comprobar su filo y la marca del fabricante y así confirmar que era realmente su espada.

Sintiéndose por fin completamente vestido, Hans miró al príncipe Wilhelm, quien acercó una mesa y dos sillas.

«Supongo que me quedo de pie mientras el príncipe y el chico se sientan.»

El hombre tenía facciones suaves, un bigote raído con perilla y ojos de alimaña que los seguían a los tres de un lado a otro como una rata en un pozo lleno de terriers, como se hacía en los barrios más pobres para divertirse.

El bardo regresó con una botella de vino y dos copas, las puso sobre la mesa y luego se colocó detrás del prisionero.

—¿No te unirás a nosotros a tomar una copa, Dalv? —preguntó el príncipe, recostándose en su asiento y haciendo un gesto al otro para que ocupara el asiento a la derecha del prisionero.

«Espera», pensó Hans, y finalmente se dio cuenta de que la cosa “Dalv” que el príncipe había llamado al otro antes podía ser su nombre y no sólo una extraña jerga callejera reiklandés. «¿Se conocen?»

—Oh, Vilhelm, sabes que nunca bebo... vino. —dijo el bardo con otro destello de aquellos largos caninos. De manera bastante entretenida, el hombre encapuchado parecía tratar desesperadamente de decidir hacia dónde mirar.

El príncipe se echó a reír al oír aquello, captando los ojos de Hans.

Hans entendió el mensaje y tomó asiento, asegurándose de mirar amenazadoramente al pequeño hombre mientras lo hacía.

El hombrecillo recobró algo de confianza al principio, jurando que no les diría nada, ni siquiera su nombre. Dalv se colocó en su la línea de visión y apuntó su espada contra la garganta del desgraciado llorón con una mano experimentada. Levantando una ceja, el joven dijo —Bueno, yo te creo —antes de girar la cabeza hacia los otros dos. —¿Lo mato ahora?

La ceja de Hans amenazó con salir volando de su frente, sobresaltado casi más allá de lo imaginable al encontrarse de repente en la posición de “el vigilante bueno”, y abrió la boca sin saber cómo responder.

—No creo que sea necesario —intervino el príncipe antes de que Hans pudiera hablar, bebiendo un sorbo de su vino —. Herr von Düsseldorf no me parece el tipo de hombre que callaría. Además, si es necesario, siempre podemos entregarlo a los templarios... —comentó con un gesto casual de su mano, como si eso no fuese destinar a alguien a un destino tortuoso peor que la muerte.

Hasta entonces el hombre había estado nervioso, pero ahora comenzaba a temblar ante la mención de su nombre y de los templarios. —E-ese no es mi nombre —alegó en un débil intento de farolear.

El príncipe se limitó a olfatear con desdén y comenzó —el perfume que usas, ¿el que crees que enmascara el hedor de las alcantarillas debajo?, es bastante notable, aunque un poco pesado con el aceite de lavanda para mi gusto. Recuerdo que lo olfateé en la reunión del consejo y pensé que era bastante caro para un simple sirviente —el príncipe hizo un gesto hacia las botas del hombre —. Tus botas son de una calidad excepcional, caras también, es triste cómo las arruinas con toda la suciedad. Por cierto, me encantan las costuras, muy distintivas — agregó con una risa —. Entonces, ahora que hemos establecido que sé exactamente quién eres, ¿por qué no pasamos a la parte interesante?

El príncipe se echó hacia atrás, y Dalv se inclinó, mostrando sus dientes muy puntiagudos —Créeme cuando digo que los templarios tienen poca piedad.

Hans se dio cuenta de que era su señal y contorsionó su rostro en lo que pensó que era una expresión áspera pero amable, recordando cómo algunos de los viejos sargentos del ejército tenían una forma de mirarte que te hacía pensar que todo estaría bien. Luego dijo —Dinos quién te da tus órdenes y de dónde vienen; y podremos resolver todo esto, muchacho.

«Santo Sigmar, eso salió mal.»

El asustado señor von Düsseldorf miró de un lado a otro entre el rostro monstruoso pero que intentaba sonreír, el joven que era claramente un vampiro y la abrumadora presencia pesadillezca del príncipe. Su determinación se hizo añicos como un huevo sobre piedra.

Empezó a balbucear incoherentemente, gritando que no era su intención y que tan solo hacía lo que la reina le había ordenado. Confesó muchas cosas, desde el hecho de que aparentemente había sido el principal punto de contacto con el concejo de la ciudad y que nadie más lo sabía, hasta el hecho de que los contrabandistas habían sido expulsados del negocio o puestos bajo —…el gobierno misericordioso de la reina. Por favor, ¡ella es tan magnífica que no puedes decirle que no.

En ese momento, el hombre comenzó a echar espuma por la boca en sus intentos desesperados de confesar todo y cualquier cosa bajo el sol. Hans inmediatamente se dio cuenta de que algo andaba mal con él, ya que su reacción fue más que cualquier cosa que el simple miedo pudiera inducir.

Era como si el hombre ya se hubiera agrietado y todo lo que necesitaba era ese toque final en su espíritu para romperse. Hans nunca había visto nada igual, pero el príncipe y el bardo parecían haberlo hecho, intercambiando una mirada.

El hombre había mencionado las alcantarillas, incluso describiendo dónde se reunía su grupo y el camino que había tomado para conocer a esta supuesta reina, pareciendo enumerar además todos los delitos menores contra la propiedad como equivalentes a orquestar asesinatos.

Cuando el hombre empezó a balbucear sobre la vez que robó la muñeca de su hermana, Hans decidió que era mejor no tratar de razonar con el loco.

Entonces, tan súbitamente como había comenzado su aterradora divagación, el hombre dejó de hablar y se desplomó en la silla, murmurando y temblando.

Mientras los otros dos se alejaban brevemente para conferenciar, Hans siguió observando por si acaso se trataba de algún truco elaborado.

«¿Qué podría hacerle esto a una persona?»  Reflexionó. «Probablemente solo es débil de voluntad.»

Poco después, aparentemente se decidió que Dalv llevaría a su “nuevo amigo” a la Guardia del muelle y lo entregaría, lanzándoles un guiño que indicaba que tal vez dicha guardia resultaría ser los Templarios o una caída accidental al río.

Suavemente, el bardo animó al hombre y lo sacó de la habitación, deteniéndose y haciendo una reverencia cortés a los dos antes de salir de la taberna y adentrarse en la oscuridad.

—Y entonces fueron dos —dijo el príncipe dramáticamente, empujando la copa de vino hacia Hans.  El caballero lo tomó y se lo bebió todo de un trago; le sabía cómo cualquier otro vino tinto, pero con una cualidad aterciopelada un poco más pesada que solo había probado cuando las botellas de las cosas buenas reservadas para los comandantes desaparecían misteriosamente.

El príncipe revolvió lentamente el vino en su copa y tomó un sorbo. —Dalv tiene muy buen gusto en vinos para alguien que no los bebe. Se trata de un Burdeos de primer crecimiento; sospecho que es su paladar refinado.

La charla ociosa no cambió la expresión de Hans. Miró fijamente al príncipe y éste le devolvió la mirada.

Hans rompió primero el silencio.

—¿Sabe que siempre podríamos llamar a la Guardia del muelle y hacerles saber que hay algún tipo de señor del crimen en las alcantarillas, cierto?  —intentó. El príncipe se limitó a mirarlo —. Existe la posibilidad de que nos crean —insistió, pero sonó vacío incluso para sí mismo mientras lo decía. Algunos días dolía ser tan cínico, pero no tanto como lo hubiera hecho estar equivocado todo el tiempo.

El príncipe asintió con pesar, le dio unas palmaditas en los hombros y se puso de pie, cogiendo una larga espada antes de volver a mirar detrás de la barra, levantando al viejo amigo de los que iban a donde no eran bienvenidos. Mazo en una mano, espada en la otra, preguntó. —Entonces... ¿A las alcantarillas? —aunque en realidad no era una pregunta.

—A las tres veces malditas alcantarillas —asintió Hans con un suspiro.

Chapter 4: Capítulo 4 Primer libro

Notes:

Lamento haberme demorado para sacar más capítulos. Yo imagino que ustedes, queridos lectores, son medio fluidos en inglés y pueden leer el original si quieren, pero me he encontrado que incluso yo entiendo nuevas cosas de los personajes y sus acciones cuando lo traduzco a mi lengua materna. Espero entonces que esta sea una buena experiencia para ustedes, y que lo disfruten tanto como yo.

Sacaré más capítulos traducidos pronto, ya que los publico conforme edito y reviso la historia original.

Chapter Text

—Podría ser peor—dijo el príncipe, con un entusiasmo un poco excesivo para el gusto de Hans. Chapoteando entre la inmundicia de las alcantarillas de Altdorf, el caballero se preguntaba si asesinar a un Príncipe Imperial acarreaba una pena capital más severa que simplemente darle un golpe en la nuca.

La experiencia le había enseñado que nunca debías decir algo tan estúpido como eso, a menos que quisieras tentar al destino. Era tan malo como decir —¡Qué tranquilo está todo esta noche!—, lo cual garantizaba que acabarías aún más metido en la mierda de lo que ya estabas.

La mirada que Hans le lanzó a la nuca del príncipe habría perforado piedra mejor que una compañía de enanos borrachos. Caminando en la oscuridad a unos pasos detrás de su protegido, pisó algo que hizo un sonido húmedo y asquerosamente orgánico, provocando un escalofrío de repulsión.

—Gracias, su alteza, por decir eso. Realmente mejora las cosas—dijo Hans, con un tono de sarcasmo tan espeso como el musgo negro que crecía en los ladrillos de la alcantarilla.

—¡Solo necesitamos mantener la frente en alto y seguir alegres!—dijo el príncipe con una voz tan llena de sol y buen ánimo que casi iluminaba el húmedo pasadizo mejor que las antorchas que parpadeaban en el aire rancio.

—Si no lo hacemos, de todas formas nos ahogaremos en esta porquería, así que sí, su majestad, mantener la frente en alto parece una gran idea—replicó Hans, cuyo cinismo natural había sido reforzado por su ubicación actual y el dolor de la herida del cuchillo en su vientre.

—¡Oh, vamos Hans! No seas tan vulgar. Estas alcantarillas son mayormente—

—Sí, estoy al tanto de que son desagües pluviales—interrumpió Hans—. Ya lo has mencionado tres veces; también sé que las tormentas suelen arrastrar la mitad del estiércol de caballo y demás porquería de la ciudad hacia estos desagües, por eso apestan tanto.

Hans no estaba seguro de si el Príncipe Wilhelm intentaba irritarlo deliberadamente o no, pero sí notaba que el carisma que semanas atrás casi lo había hecho caer de rodillas en adoración, ahora parecía casi completamente disipado por las payasadas del otro.

El chico, claro. Solo tiene 10 años. Qué fácil es olvidarlo.

—Solo intento tranquilizar su mente, buen señor.—dijo el príncipe, ligeramente a la defensiva.

—Sí, pero considerando que está lloviendo, los desagües pluviales seguirán llenándose, por lo que probablemente deberíamos encontrar la guarida de esta Reina pronto, antes de que el 'agua' suba y nos ahogue en ella—Hans dijo la última parte con tanto sarcasmo que estaba casi seguro de que podrían sentirlo incluso en Kislev, mientras se soltaba el escudo del brazo izquierdo.

Había sido un hallazgo afortunado durante el saqueo de "La cornisa de la montaña", buscando cualquier equipo abandonado. Era un escudo viejo del ejército imperial, con las marcas descoloridas del tercer regimiento de espadachines de Reikland. No tenía la misma calidad que un escudo de caballero, pero al menos Hans quedaría mejor protegido que el último pobre desgraciado que había usado ese escudo.

Continuaron avanzando a tientas por el trayecto que habían deducido a partir de los desvaríos del lunático, concentrados en tomar los giros correctos aquí y allá, mientras el sonido del agua corriendo resonaba por los túneles.

Hans no esperaba la emboscada, y los detalles previos le resultarían borrosos, pero la recordaría después con una claridad perfecta. Así solían suceder las emboscadas: en un momento todo transcurre como siempre, y al siguiente, o tienes un recuerdo vívido de lo que salió mal —si tienes suerte—, o ya estás muerto, y de cualquier forma, ya estás metido hasta el cuello.

El príncipe iba al frente con una antorcha parpadeante en la mano izquierda y una espada afilada en la derecha, cuando pisó algo dentro de un charco poco profundo en el suelo. El alarido que estalló de pronto en el túnel era aquel del dolor y sufrimiento de los condenados. Nunca podría haber salido de una garganta humana, pero definitivamente provenía de un alma humana, por más deformada y corrompida que estuviera ahora.

Lo que salió del túnel, levantando un tentáculo del suelo, era una cosa enorme, retorcida y vil, tan ancha como tres hombres y casi bloqueando el paso por completo. Parches de plumas chocaban con piel de serpiente y la carne rosada y cruda de un cuerpo humano se apretaba contra un pelaje de animal. De su costado izquierdo sobresalían una docena de extremidades humanas, algunas pequeñas como las de un niño, otras grotescamente grandes, todas agitándose y buscando aferrarse mientras la criatura avanzaba pesadamente para matar a los no mutados.

Un largo tentáculo surgió del centro del cuerpo, golpeando al príncipe y forzandole a dar un paso atrás antes de que la criatura alzara lo que parecía ser una cabeza. Tenía seis rostros, todos fusionados y fluyendo juntos como metal derretido, ninguno verdaderamente humano y sin embargo demasiado parecidos a uno como para resultar tolerables. Su boca se abrió de par en par y volvió a emitir aquel chillido horroroso.

Las imágenes de pesadilla habrían paralizado a una persona común, pero aunque hicieron que el corazón de Hans se detuviera un instante por el puro terror, la parte más experimentada e instintiva de él tomó el control en cuanto vio que otra abominación venía detrás de la primera.

Empujó su antorcha hacia adelante mientras alzaba el escudo, dando gracias brevemente a los dioses por el hecho de estar en las apretadas alcantarillas; si los engendros los hubieran rodeado, estarían muertos o algo peor.

Sabía qué eran esas cosas, porque las había visto antes, las había matado antes, aunque entonces iba montado. Eran el resultado inevitable de vender tu alma y tu cuerpo a los Poderes Ruinosos. Pagabas este precio si traicionabas a tu especie y a tus dioses.

«Realmente espero que el mocoso sepa qué son y cuán peligrosos pueden ser.»

Pero no hubo tiempo para decírselo.

Wilhelm atacó con su espada, cortando dos de los brazos de la bestia mientras le empujaba la antorcha en la cara. La criatura chilló, retrocediendo, y el príncipe siguió golpeando los miembros con furia.

—¡No, idi—¡Espera! —gritó Hans, desesperado, pero ya era demasiado tarde. El caballero se lanzó al combate, desviando con su escudo el tentáculo que golpeó con la velocidad de un relámpago, salvando la vida del príncipe. Su protegido gruñó entonces, pero si fue por comprensión, gratitud o simple reflejo, Hans no pudo decirlo. Esperaba, sin embargo, que el príncipe notará cómo, en los lugares donde los miembros habían sido cortados, los muñones estaban regenerando tentáculos y dedos para atrapar la espada y retorcerla.

El otro engendro, detrás de la abominación, se alzó sobre el cuerpo deformado de su compañero. Un largo cuello prensil se lanzó por encima del primer mutante y se abalanzó hacia Wilhelm. Al final de ese cuello había una boca horrenda y abierta, un círculo de dientes y ventosas que se cerraba mientras intentaba destrozar al príncipe. 

Golpeó hacia abajo, y el príncipe apenas logró esquivarlo a tiempo, pero la forma en que lo hizo fue aún peor: había esquivado sin soltar su espada la cual se había enredado entre los miembros regenerados y retorcidos. Con el sonido del metal crujiendo, la espada del príncipe comenzó a doblarse y ceder mientras él intentaba desesperadamente alejarse del cuello prensil.

Hans siguió atacando al engendro, tratando de evitar que tocara al joven, asegurándose de retirar su hoja de forma limpia tras cada golpe para que no quedara atrapada como la de su protegido.

Con cada golpe que hería, la zona afectada se deformaba y cambiaba, pero esa era la naturaleza caprichosa de la biología mutante de esas criaturas. No todo les salía bien: Hans vio cómo dos miembros que Wilhelm había cortado trataban de fusionarse entre sí con un chasquido de huesos contra huesos.

Un cuello pálido se alzó de nuevo, descendiendo otra vez, mientras el príncipe seguía aferrado a su espada. «Como un maldito idiota.»

El príncipe Wilhelm logró esquivar los dientes peludos de la grotesca boca, pero la abominación parecía acercarse cada vez más a propinar un golpe directo exitoso. Hans no iba a permitir que eso sucediera y cuando el largo cuello volvió a subir, él se movió. Usando su escudo para apartar un miembro particularmente retorcido que casi se enroscaba como un sacacorchos, giró su espada en un movimiento largo y fluido.

La hoja atravesó lo que sintió como tres columnas vertebrales y luego salió por el otro lado, cortando la boca monstruosa del cuerpo de la criatura.

Pelear contra estas cosas era luchar contra la confusión y el caos mismo. Una mutación constante, autodestructiva, grotesca… Y a veces Hans no podía decir si estaba atacando a una criatura o a otra.

«Pero siempre puedo controlarme a mí mismo», pensó. Aprovechando el impulso ascendente del corte, lo convirtió en un tajo descendente que esparció bilis y pus rancio por todos lados mientras volvía a cortar a la abominación.

El segundo engendro, ahora decapitado, parecía no importarle mientras intentaba trepar sobre su compañero tambaleante y condenado. Se alzó, aferrándose al techo con garras gruesas, tratando de trepar por él.

La imagen de lo que sucedería si ese mutante caía sobre el príncipe pasó como un rayo por la mente de Hans, lo que bastó para hacerle decidir que no quería presenciar tal cosa.

Desafortunadamente, el príncipe aún no había soltado su condenada espada.

—¡Suéltala ya, mocoso! —ordenó Hans con dureza, desviando otro golpe frenético que venía con la fuerza de la locura contra su escudo y contraatacando en el mismo movimiento.

El príncipe finalmente obedeció, pero una vez más, fue demasiado tarde. El engendro cayó desde el techo, lanzando un golpe con un brazo tan grotescamente musculoso que los tendones se rompían bajo su piel multicolor al moverse. El príncipe fue arrojado por los aires, pero logró rodar por el suelo y levantarse, terminando detrás de Hans.

Lo que significaba que el caballero ahora estaba atrapado, en un espacio estrecho, con dos engendros del Caos. Siempre un lugar seguro y divertido para estar. «Claro que no.»

Las alcantarillas apestaban ya no solo con la podredumbre del mundo físico, sino también con la del espiritual. Hans comenzó a luchar desesperadamente por su vida, desviando golpes aleatorios con su escudo, parando y contraatacando con su espada, esperando ganar tiempo suficiente para que el príncipe se pusiera en pie.

Las criaturas enredadas luchaban entre sí casi con desesperación para alcanzar al príncipe Wilhelm, pero tarde o temprano centrarían su rabiosa atención completamente en Hans.

Logró desviar otro golpe, pero un tentáculo se deslizó hacia un lado, volvió con fuerza y golpeó su hombrera izquierda. El metal absorbió la mayor parte del impacto, pero fue arrancado con un latigazo punzante que derramó la primera sangre de Hans, quien supo en ese instante que la situación no iba a mejorar.

Su armadura podía desviar golpes y tal vez evitar que se desangrara de inmediato, pero en una pelea de dos contra uno, esto no duraría mucho.

Y entonces, para empeorar las cosas, pudo oír y ver algo más acercándose detrás de las criaturas.

Habría llorado por la ironía de morir abrumado y asesinado por semejante escoria en una alcantarilla, todo por la desaparición de unos contrabandistas y los delirios de un lunático, de no ser porque estaba demasiado ocupado luchando como para dedicarle siquiera ese pensamiento.

Podía oír la voz otra vez. La voz de todos sus miedos y dudas.

«¡Cállate!»

Pero mató ese miedo como lo había hecho cuando tenía seis años: sin vacilar y sin piedad.

No dio un solo paso atrás. No cedió ni una pulgada del terreno sagrado del Emperador al enemigo, sin importar que dicho terreno sagrado fuera una cloaca sucia llena de inmundicia y cosas peores; no importaba que estuviera ante una criatura con rostro de monstruo. No cuando el precio de rendirse a los Poderes Ruinosos lo estaba mirando de frente.

Detrás de él, oyó al príncipe ponerse en pie y por fin tomar el martillo de guerra que llevaba colgado en la cadera. Ese conocimiento le dio una oleada de esperanza, pero la reprimió rápidamente, sin permitir que lo dominara y distrajese.

La criatura tullida se tambaleaba para volver a ponerse de pie, mientras la que había perdido el cuello se lanzaba hacia adelante en pleno proceso de regeneración, esta vez con cuernos y unos extraños ojos color violeta que aún eran demasiado humanos. Lloraba lágrimas de sangre mientras avanzaba pesadamente hacia Hans, ambas retorciéndose con el deseo de destruirlo.

Y entonces, con un silbido que surgió de la oscuridad, llegó una saeta de ballesta. Se clavó en la parte trasera de la cabeza del engendro, atravesando el cráneo y saliendo por uno de los ojos violetas.

La criatura aulló mientras la luz inundaba la cámara.

Antorchas surgieron desde un corredor lateral que conectaba con el pasaje principal frente a ellos, revelando lo que parecían ser soldados armados saliendo en tropel. Uno de ellos blandía un hacha de verdugo a dos manos que descendió con fuerza sobre la bestia de múltiples rostros, cortándole uno de ellos limpiamente mientras la criatura chillaba.

El engendro más cercano a Hans se giró de golpe, su columna vertebral crujiendo al romperse, ya que solo la parte superior de su cuerpo se movió, mientras las extremidades inferiores seguían mirando hacia el mismo lado, casi tropezando hacia atrás en un intento de asesinar al portador del hacha.

Sin embargo, el otro soldado —uno que llevaba un pañuelo rojo cubriéndole el rostro— ya estaba en movimiento, cercenando un brazo con tres manos en un solo movimiento fluido y luego atacando una y otra vez, actuando como un asesino experimentado de abominaciones caóticas.

Los movimientos del soldado con la espada eran rápidos y decisivos, empujando al engendro hacia atrás incluso mientras Hans y Wilhelm atacaban al otro, que se había tambaleado tras el golpe del hacha y se encontró con el martillo de Wilhelm, que descendió con fuerza sobre su forma en plena mutación.

Hans lo observó todo, brevemente impresionado por la rapidez del soldado al desmembrar las uniones y partes de aquella inmundicia mutante, mientras el martillo de su príncipe la destrozaba contra las paredes de las alcantarillas. Le divertía, incluso, el modo casi cortés en que el soldado se echaba hacia atrás y hacía una leve reverencia a la abominación, como si se burlara de ella con su elegancia. Justo en ese momento, su camarada dejó caer sobre la criatura el pesado hacha de verdugo y esta murió con un quejido.

Mientras Hans y Wilhelm se encargaban de asesinar a la otra abominación, acabando con ella de forma rápida y eficiente, los dos soldados en el pasaje se vieron distraídos cuando otra asquerosa criatura se arrastró por el corredor, gimiendo y agitándose mientras cargaba hacia ellos.

—¡Cuidado, señores! —gritó Hans, intentando advertir a sus nuevos aliados del peligro. Sabía que no tenía ninguna posibilidad de intervenir a tiempo para rescatarlos; esa era la única advertencia que podía darles.

Pero ninguno se movió ni un milímetro, concentrados como estaban en asegurarse de que el engendro al que habían derribado no se volviera a levantar.

«¿Acaso están tocados por la luna? ¡Muévanse, malditos locos!»

Sin embargo, la criatura fue fácilmente eliminada cuando una flecha se incrustó en su cabeza, arrojando su masa horrenda contra la pared, seguida de una ráfaga de acero que despedazó al engendro. Tentáculos, miembros mutados y bilis negra salieron disparados en todas direcciones.

Hans sintió deseos de detenerse solo para contemplar el horror de aquello. Algo se había abalanzado sobre el engendro y continuaba destrozándole, rebanando y cortándolo en pedazos cada vez más pequeños.

Mientras atacaba con furia, la figura vestida de negro parecía embestir con la cabeza al mutante como si intentara arrancarle un bocado.

En algún momento, incluso la biología más mutada y retorcida se rinde. El engendro se desplomó, sonando lastimosamente como un gatito suplicando piedad antes de ser ahogado. El berserker seguía atacando, apuñalando y rajando con un frenesí tan enfocado como incómodo de presenciar.

Finalmente, el príncipe se colocó al lado de Hans, rompiendo el hechizo que lo tenía hipnotizado mientras carraspeó con torpeza y levantaba su espada como si intentara distraerlo del absoluto lunático que seguía intentando hacer puré al engendro del Caos.

El fino acero de la espada del príncipe estaba ahora retorcido y deformado, decolorado en ciertas partes como si hubiese sido corroído por bilis ácida, y completamente inútil para el combate. Hans, por puro instinto, le ofreció su espada habitual, pero el príncipe soltó una risita débil y negó con la cabeza.

—Creo que harás mejor uso de tu acero que yo, buen señor —dijo el príncipe con una sonrisa avergonzada, alzando el viejo martillo de guerra.

Hans miró al príncipe y luego a los soldados que estaban en el túnel ahora cubierto de sangre, mientras otras figuras comenzaban a unírseles.

—¿Habla usted o hablo yo? —murmuró Hans.

El príncipe los observó y se quedó mirando fijamente al que llevaba el pañuelo rojo antes de decir:

—Hablaré yo… pero…

El príncipe Wilhelm miró al soldado que blandía la espada y luego más allá, hacia donde la criatura aún emitía chillidos apagados mientras seguía siendo brutalizada por su agresor. 

Entonces miró a Hans, y había algo en sus ojos azules que parecía indicar que algunas piezas del rompecabezas comenzaban a encajar. Apretó los labios y le dio una palmada en el hombro.

—Debemos estar atentos; aquí abajo acechan muchos peligros... algunos que exigen… flexibilidad con los hechos.

Hans decidió tratar aquella advertencia como una orden.

Tomó posición medio paso detrás de su protegido, con el escudo en posición estándar de defensa y la espada baja, colgando flojamente a un lado. Era una postura defensiva, que indicaba que no buscaba intimidar ni provocar una pelea, pero que también dejaba claro que, si había que luchar, llevaba consigo un trozo de metal muy afilado y sabía exactamente cómo usarlo.

Era una postura muy expresiva, y Hans era muy bueno interpretándola.

Durante semanas de aburrimiento, Hans había aprendido que el príncipe era moderadamente reconocible. No para cualquier desconocido del Imperio, claro, ya que su rostro no adornaba ninguna moneda, ni había tantas grandes estatuas de él en las plazas públicas como sí las había de los amigos cercanos al emperador Karl Franz. Pero los ciudadanos de Altdorf estaban orgullosos de considerarse más educados que en cualquier otra parte del Imperio.

Había retratos xilográficos del rostro del príncipe distribuidos entre el público, algunos de los cuales el propio príncipe había mostrado a Hans, señalando uno en particular que le daba una nariz que fácilmente podría confundirse con el pico de un grifo. Uno podía identificarlo de inmediato cuando vestía todo su atuendo de gala en una procesión real, pero en cualquier otro lugar, siempre había una pequeña duda entre la plebe, la idea de que tal vez no era él, sino algún noble de rango extremadamente alto, uno tan favorecido por el emperador que podía portar incluso el emblema del propio emperador… pero no el príncipe.

Los embajadores de los demás Condes electores sí lo reconocieron con facilidad, recordó Hans con claridad, pero lo hicieron porque les habían entregado bocetos detallados del príncipe. Hans recordaba cuánto se había quejado Wilhelm cuando tuvo que posar para uno de ellos. Fue la primera vez que realmente pareció actuar conforme a su edad, protestando por tener que quedarse quieto tanto tiempo y aburrirse como una piedra.

Pero esos bocetos eran celosamente guardados, y cada embajada se enorgullecía de tener el más actualizado. Ver uno significaba que caminabas por los pasillos ratificados del conde elector o…

«O eras parte de alguna conspiración para dañar al príncipe», susurró la parte más suspicaz de Hans.

Y a pesar del barro, pudo ver en el brillo de sus ojos que el soldado con el pañuelo rojo reconoció al príncipe al instante, aunque el heredero del emperador no tenía por qué estar en una alcantarilla imperial. Hans notó cómo el hombre se encogía ligeramente, como si hubiese tomado una disimulada y sorprendida bocanada de aire.

«Bueno, eso es sospechoso.»

Entonces el príncipe dio un paso al frente y sonrió.

A la luz temblorosa de la antorcha, en ese túnel oscuro y húmedo, Hans vio el pleno efecto del carisma del príncipe sobre otra persona.

—Gracias, meine freunde, por vuestra ayuda. Esta vil inmundicia mutante no se deja morir fácilmente. Tienen la gratitud mía y de mi compañero —dijo el príncipe con una confianza natural y una pomposidad medida. Sus hombros estaban relajados, y el martillo de guerra descansaba despreocupadamente contra el suelo, como si fuera un jugador de polo apoyando su bastón.

Hans observó cómo ese carisma golpeaba a los presentes como si una ráfaga de viento los agitara.

El guardaespaldas no sonrió, pero estuvo cerca. «Da gusto ver el zapato en el otro pie», se congratuló Hans en silencio.

De entre el grupo, un hombre dio un paso adelante. Un ojo cubierto con un parche; el otro, siempre en agitado, se movía con brusquedad, como el de un roedor que trataba de abarcar todo el mundo con lo poco que le quedaba. Llevaba un sombrero de ala ancha, blando, similar al de un cazador de brujas, pero sin el símbolo distintivo.

—Soy el Profesor Ibrahim Van Gelsing, y soy cazador de vampiros.

 Cuando se presentó, su voz sonaba áspera, como la de un adicto al opio, pero con un acento educado.

—No es nuestro trabajo habitual, pero... —escupió al suelo y continuó— los mutantes son casi tan buenos como los vampiros para matar.

La cosa salvaje que aún apuñalaba al engendro hizo un movimiento como si fuera a lanzarse hacia ellos. Hans ya tenía su espada levantada incluso antes de que el príncipe reaccionara un segundo después, alzando su martillo con un movimiento fluido y seguro.

El de la bandana roja se estremeció levemente, y el profesor, en un tono de advertencia, dijo:

—Sabueso.

La criatura se detuvo de inmediato, como un perro llamado a su sitio. Su capucha se deslizó hacia atrás, dejando ver el rostro pálido de una muchacha que no parecía tener más de dieciséis años, con los rasgos estrechos y la delgadez alrededor de los ojos de quien fue una campesina hambrienta en la infancia. Hans recordaba cuándo caras como esa le devolvían la mirada desde charcos y estanques.

Las partes de ella que no eran pálidas estaban cubiertas de la sangre y vísceras de los engendros. Gruñía, irradiando una petulancia mimada y salvaje mientras se incorporaba lentamente, con los ojos oscuros fijos en el príncipe.

—Cazamos un nido de vampiros en estas alcantarillas —dijo el profesor—, buscamos a uno que huyó desde Middenheim. Se hace llamar Vlad von Carstein, aunque por suerte no es el original —agregó con una risita nerviosa, su único ojo moviéndose entre los presentes—. Quizá no sea el mejor momento, pero… ¿han visto o escuchado de alguien con ese nombre? Podría estar disfrazado de músico.

El príncipe sostuvo la mirada del profesor directamente antes de mirar a sus compañeros. Los dos soldados estaban a cada lado de aquel hombre, su porte respetuoso aunque por sus expresiones, algo confundidos. El profesor sostenía una ballesta en su mano izquierda, examinándolos de arriba abajo. Hans notó que la mirada del príncipe se demoró un poco más de lo normal sobre la chica. Más de lo apropiado, considerando que era una asesina salvaje.

«¿Es la primera vez que ve a una chica que no se viste como una noble cortesana?»

El silencio se hizo más denso, como agua mezclada con sangre, hasta que de pronto el príncipe se echó hacia atrás y sonrió. Fue como si el sol hubiese entrado en aquel lugar oscuro.

—¡Qué noticia excelente, profesor! Nosotros también estamos tras la pista de un posible vampiro en estos túneles —dijo el príncipe, sacudiendo la cabeza como si no pudiera creer su suerte—. Sería un gran honor luchar junto a cazadores de vampiros tan experimentados como ustedes.

Su voz destilaba sinceridad absoluta. Incluso si hubiese sido el más desconfiado de los mercaderes, Hans habría jurado que podía fiarse de que el príncipe decía la verdad.

«Posible vampiro, tal vez... pero ¿por qué estoy tan convencido de que miente sobre el gran honor?»

Los líderes comenzaron a hablar y Hans, como el guardaespaldas diligente que era, desconectó. Filtraba los fragmentos tácticamente útiles que escuchaba y descartaba el resto.

Rodó los hombros. Primero uno, luego el otro, sintiendo cómo la armadura se ajustaba y deslizaba sobre su cuerpo. Era buena idea haber mantenido casi toda la armadura puesta y en una sola pieza, salvo por la hombrera ahora desaparecida; eso había mantenido sus heridas al mínimo, aunque aún podía sentir el dolor sordo del intento de apuñalamiento punzándole de nuevo, más notorio después del combate. Estaba seguro de que vería moretones por todo el plexo solar tan pronto como se quitara la armadura.

Siempre era importante mantenerse ágil; aún no era viejo, pero ya no era tan joven como antes. Tenía que ser más cuidadoso o su trabajo—y su vida—podrían acabar de forma prematura.

Volviendo al tema de la armadura, Hans echó una mirada rápida a su alrededor en busca de la hombrera perdida, pero no estaba a la vista. Probablemente habría caído en una de las piscinas profundas de agua que los rodeaban, pero después de lo que había ocurrido, no había forma de que la buscara. Marcó la hombrera como pérdida y centró su atención en otra cosa.

Comenzó a evaluar a sus nuevos e involuntarios compañeros. El que llevaba el gran hacha al hombro era el más grande, con un rostro casi tan lleno de cicatrices como el lado izquierdo del de Hans. Aunque, por supuesto, nada comparado con el derecho. Trató de mirar el rostro de Hans sin vacilar, pero el caballero notó el reflejo instintivo, apenas disimulado, de un leve estremecimiento. Lo consideró una pequeña victoria.

El otro, el del pañuelo rojo, observaba fijamente al príncipe. Tenía un rostro noble, uno que Hans podía imaginar fácilmente paseandose en una universidad o quizás como un médico que intentaba suturar una herida horrible, mirando al otro joven como si fuera lo más fascinante que hubiera visto jamás.

Y la chica a la que Gelsing llamaba “Sabueso” estaba tensa como una cuerda de arco, el rostro alternando entre Hans y el príncipe. En ambos casos, con la mirada firmemente fijada en sus gargantas.

Hans empezaba a pensar en formas de matarlos y justo estaba llegando al punto en que consideraba hacer un movimiento repentino para poner a prueba sus reflejos, cuando pareció alcanzarse un acuerdo.

—Si desean unirse a nuestra cacería, no veo ningún inconveniente —dijo el profesor, y a su lado, el del pañuelo rojo asintió levemente en silencioso acuerdo—. Sí, su conocimiento del terreno nos será de gran utilidad.

Hans esperó el leve asentimiento del príncipe antes de enfundar su espada. Encendieron antorchas y se reorganizaron con apenas un poco de discusión.

Sabueso fue al frente, olfateando el aire y rastreando mientras avanzaba, se encorvada como un depredador buscando su próxima presa. Según el del hacha, que dijo llamarse Marcus con lo que quizás fue una sonrisa amistosa:

—Es la mejor rastreadora que he visto jamás. Su padre era un cazador de los bosques profundos, le enseñó todo lo que sabía.

Su acento sonaba a sylvaniano. No tan educado como el del bardo, pero más tosco, y su voz se parecía bastante a la del soldado del pañuelo rojo—cuyo nombre, le informaron, era Edmund. 

Era raro oír ese acento. Hans solo lo reconocía por su tiempo cerca de la frontera, y ahora parecía que brotaba por todas partes.

Mientras esa sospecha crecía, notó otros detalles, como los grilletes pesados que Marcus llevaba en el cinturón. No parecían útiles para estacar a un vampiro.

El profesor tenía una botella colgando del cinturón, audazmente etiquetada como “Éter”, tan útil para dejar inconsciente a alguien como muchos soldados imperiales habían descubierto antes de ser forzados al servicio.  ¿Pero cuán útil sería contra un chupa sangre?

 Hans rozó su hombro con el del príncipe y murmuró en voz baja:

 —Parecen venir a capturar a alguien.

 El príncipe asintió muy levemente.

Marcus cerraba la marcha detrás de ellos y de vez en cuando les hacía preguntas para pasar el tiempo. Al principio eran bastante normales y mundanas, pero luego preguntó si habían conocido a alguien con un nombre vampírico. Trató de hacerlo parecer una broma:

—Algunos vampiros son tan arrogantes que se hacen llamar Vlad von Carstein. Je, je, je…

El otro soldado le lanzó una mirada confundida y Marcus interrumpió su fea risa.

—¿Un Vlad von Carstein? No creo haber conocido a nadie con ese nombre —dijo el príncipe con tono jovial—. Aunque espero que se presente si lo hace; ese suena como el tipo de nombre del que uno quiere salir corriendo de inmediato tras escucharlo.

Marcus soltó una carcajada profunda que sonó genuina, pero con un leve tinte de decepción.

Continuaron en silencio, y mientras tanto, una extraña sospecha volvía a formarse en la mente de Hans. «Sé que no hay forma de que el príncipe haya conocido a nadie llamado Vlad mientras yo estaba con él y aun así sé que está mintiendo. ¿Cómo lo sé? ¿Y lo saben ellos?»

Hans se aseguró de mantenerse cerca del príncipe Wilhelm, protegiéndolo mientras avanzaban por los túneles.

El camino se volvió bastante fácil al ir en grupo, recorriendo curvas, desvíos y cruces, siempre guiados por el olfato de Sabueso.

Estaban siendo observados mientras lo hacían, aunque Hans nunca lo sabría y Wilhelm solo lo sospecharía. En lo más profundo de las alcantarillas estaba el territorio de los hombres-rata, pero estos decidieron dejar pasar en paz a los vampiros bien armados y a sus sirvientes humanos. Después de todo, no tenían objeción contra los no muertos, mientras no invadieran su territorio.

En los años venideros, cuando los skaven contaran historias—si es que esa vil raza podía contar historias entre ellos—nunca hablarían de ese momento. Y en los ecos lúgubres de sus madrigueras, cuando fueran exterminados, jamás se darían cuenta de que su mejor oportunidad para salvarse de la destrucción había pasado mucho tiempo atrás, en las pestilentes alcantarillas de una ciudad sucia.

Pero la historia habría sido muy distinta si lo hubieran hecho. Y así, el grupo avanzaba sin obstáculos hacia un lugar aún más oscuro y repugnante.