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La primera vez, están en un barco. Satoru es un niño inquieto, intranquilo, recorre la cubierta corriendo de un lado a otro. El mar de adultos que lo rodea ni siquiera parece determinarlo. El mar alrededor del barco refleja el azul de sus ojos, que solo él y sus padres conocen. Quizá también refleja algo más, porque tanto él como el mar ocultan algo en sus profundidades.
A su lado, un niño se asoma por la borda, mirando al mar y luego a Satoru:
—¿Por qué llevas eso en los ojos? —le pregunta, señalando la venda que cubre el azul del mar. Los extraños ojos a los que tantos parecen temer.
—No tengo ojos —miente Satoru.
—Estabas mirando al mar.
—No tengo ojos —repite Satoru. Sí estaba mirando al mar, a través de una rendija entre sus vendas, pero este niño no puede saber eso.
Un par de semanas después, desearía no tenerlos de verdad, porque la imagen del niño de pelo negro cayendo por la borda se grabaría en su mente por siglos enteros.
Algo golpea la pierna de Suguru, llamando su atención: un muchacho joven, de cabello claro y gafas oscuras, lleva un bastón con el que tantea a su alrededor.
—Ese es mi puesto —le dice, en un tono como de protesta. Suena como la clase de persona siempre obtiene lo que quiere a punta de pucheros y pataletas. Todo un adulto, piensa Suguru.
—No —responde Suguru, un arranque de rebeldía extraño en él. El joven resopla, indignado y se sienta a su lado sin decir más. Saca una bolsa de papel y lanza algunas migas de pan a su alrededor, una bandada de palomas llega casi enseguida, picoteando lo que cae alrededor de los pies del extraño. Una paloma completamente blanca aterriza en su rodilla, parece sentirse a gusto allí. Suguru se siente extrañamente fascinado con ello.
—¿Quién demonios eres? —pregunta y el tipo lanza una sonora carcajada.
A sus diecisiete años, Satoru brilla. Como siempre. Es el mejor líder, es carismático, es inteligente, es apuesto, es gracioso, es encantador, es rico. Es todo.
Su primer problema es haber nacido sin la capacidad de ver. Aunque se ha adaptado con facilidad y ahora es capaz de ir a cualquier parte sin mucha ayuda.
Su segundo problema es que nadie se acerca a él con otra intención más que un favor: dinero, recomendaciones, un puesto de trabajo, lo fascinante que resulta estar al lado de El Satoru Gojo.
Luego, está Suguru. No muestra interés en el lujo, no piensa en su billetera, saluda a sus padres con la deferencia que se le debe a alguien mayor y no a alguien rico. Suguru que es como el sol de la mañana y dice su nombre como si fuera un milagro.
Satoru quiere besarlo.
A sus dieciocho, finalmente lo hace. Y lo pierde todo. Es culpa su padre, entrando a su habitación sin golpear; culpa de los padres de Suguru, que lo acusan de corromper a su hijo. Culpa de todos, por no ver a Satoru de verdad.
Culpa de Suguru por aparecer muerto en un callejón, quitándole lo único que le quedaba.
Su corazón late desbocado a medida que el ruido de las campanas de boda se hace más fuerte. En la calle, la puerta del lujoso carro se abre. Satoru desciende con toda su gloria: un elegante traje oscuro, un perfecto peinado. Incluso su bastón parece nuevo, brillando a la luz del sol.
Lo ve extender el brazo, uno más delgado y pequeño se aferra a él y entran a la iglesia.
—Felicitaciones —les dice después. A Satoru y a la chica que ahora es su esposa. Lo dice de corazón, de verdad está feliz por ellos. No sabe por qué el rostro de Satoru se ensombrece por un segundo.
—¿Lloraste, Suguru? —le pregunta Satoru enseguida y ríe, la chica le recrimina con una suave palmada en el brazo. Ella parece feliz, él también. Todo está bien.
Todo está bien, se repite una y otra vez. Luego decide que las lejanas islas de las Maldivas parecen un buen lugar para vivir.
—No es tu culpa —le dice Satoru, muchos siglos después. Una infinidad de memorias de ahora, antes y siempre impresas en su corazón.
Están en un pequeño cuarto, con una pequeña cama, en un hostal de dudosa reputación. Hay olores y ruidos que les llegan desde otras habitaciones, metiéndose por el resquicio de la puerta que no se puede cerrar: cigarrillo, cerveza, alguna droga, todo tipo de música, gemidos de diferentes intensidades, risas, conversaciones en voz demasiado alta.
—¿Qué cosa no es mi culpa? —pregunta Suguru, con voz adormilada.
—Cualquier cosa mala que haya pasado alguna vez. No es culpa tuya.
—No sé a qué te refieres, pero supongo que está bien —le dice. Satoru siente una repentina inseguridad, ganas de repetirle hasta la saciedad lo que quiere que entienda, que, aunque no recuerde a Satoru nunca, al menos recuerde esas palabras, porque solo las pensó alguna vez en un injusto arranque de ira, pero no las cree de verdad. Suguru jamás tendrá la culpa de nada.
Lo empuja y queda sobre él, sosteniéndole las manos por encima de su cabeza y le dice al oído, una y otra vez:
—Jamás será tu culpa.
Y Suguru lo besa. Aunque nunca lo ha podido ver, Satoru conoce cada uno de sus rincones de memoria y lo deja seguir, tepitiendo una y otra vez las palabras hasta que le parecen desconocidas en su mente.
La mano que lo ayuda a cruzar la calle es fuerte, firme, segura. Suguru la toma y se deja llevar, por instinto, sabiendo que Satoru conoce el camino a pesar de no verlo. Quizá es la cantidad de veces que lo han cruzado juntos, o la cantidad de veces que Suguru se detiene antes de empezar a cruzar la calle.
Tras un par de cuadras, allí está, el enorme edificio del hospital. Suguru siente un mareo, no sabe si es por la enfermedad, lo imponente del edificio o las dos cosas. Satoru sigue halándolo del brazo, se detiene unos segundos en la entrada, suspira profundamente y sigue caminando.
—Esta es la última, Suguru —le dice, una pequeña sonrisa en sus labios, Suguru quiere abrazarlo, besarlo, salir corriendo de allí. Pero debe terminar su tratamiento—. La última —repite Satoru—. Luego nos vamos de vacaciones —. Suguru le cree.
Un año después, cuando la enfermedad vuelve, implacable y sin piedad; ya no le queda más remedio que esperar la muerte. La misma mano está allí: fuerte, firme, segura.
—Nos volveremos a ver, Suguru.
Una vez más, Suguru le cree y con la poca energía que le queda, aprieta su mano con fuerza.
Había empezado con un leve toque, un beso. Suguru apretando sus brazos a su alrededor, removiéndose hasta quedar encima de él. Satoru memoriza cada centímetro de su cuerpo, pensando en los detalles que conoce de antes, de otras vidas y los detalles de ahora. Imprime cada diferencia y cada similitud en las puntas de sus dedos, porque, de nuevo, no lo puede ver y quiere al menos tener esto.
Su respiración se agita a medida que la ropa desaparece, cuando siente el rastro que deja la lengua de Suguru en su cuerpo.
Aunque habían llegado hasta este punto en muchas otras vidas, todas siempre se sienten como la primera. Era siempre Suguru en cada una de esas vidas, siempre el mismo: amable, tranquilo, paciente. Con todo, Satoru siempre descubre algo nuevo.
Deja escapar un sonido profundo desde su garganta cuando lo siente adentro suyo, con cada sacudida del cuerpo de Suguru, la forma en que sus dedos se entierran en su abdomen, dejando huellas sobre otras que ya han desaparecido.
Suguru sonríe cuando le dice “no pares” y, como lo ha hecho siempre, no se detiene. Toca su cuerpo, pasa sus dedos por donde ya han pasado tantas veces, recorriendo el mismo camino como si de verdad recordara. Por unos segundos, Satoru casi quiere llorar al pensar en la posibilidad, pero prefiere entregarse al placer y olvidar el resto.
Por primera vez, y con la fuerza de siglos y siglos de no poder ver su rostro, de grabar cada imagen con la intensidad de un millón de soles en sus manos, en su propio cuerpo, Satoru desea desde lo profundo de su corazón volver a verlo.
En esta vida, tiene los “seis ojos”. Cosa curiosa para alguien que ha sido ciego por demasiado tiempo. Un estúpido power-up que le dio el destino para burlarse de él.
En fin, eso lo hace el más fuerte, así que que se joda el destino. O algo así.
Porque puede ver a Suguru. A Suguru sonriendo. A Suguru riendo. A Suguru ahogándose con el primer cigarrillo que comparte con Shoko. A Suguru jugando fútbol y siendo supremamente torpe en ello, pero siendo mejor en otros deportes. A Suguru siendo amable, cálido, con todos sus compañeros. Incluso con el taciturno Nanami.
Luego, la espalda de Suguru alejándose.
Ya no lo ve, pero lo siente. Cada tanto en los lugares que menos espera. Como lo conoce de lo que parece ser un millón de años, confía en que lo volverá a ver. En esta vida, tiene que ser en esta vida. Debe verlo.
La primera vez se habían conocido en un barco, un niño con secretos y otro con inocente curiosidad. Estaban vivos.
Esta vez, son adultos. Están en un aeropuerto y ya no están vivos. Satoru nunca pensó que el más allá fuese a ser así. Para ser franco, jamás se había detenido a pensar en el más allá, porque nunca lo recordaba. La muerte siempre había sido un parpadeo antes de iniciar su siguiente vida, nunca recordaba estos intermedios. Hasta ahora.
Es curioso, empezar y terminar con un viaje. Un mar que guarda secretos y un cielo abierto a posibilidades.
—Alguna vez me dijiste que no tenía la culpa —le dice Suguru.
—Que jamás tendrías la culpa —contesta Satoru, guardándose la sorpresa de que ahora recuerda para después.
—¿Por morir?
—No hay nada de qué hablar. No hay culpas. Ya pasamos esa página.
—Supongo que sí, ¿podremos hablarlo la próxima vez?
—Cuando nos encontremos, si no lo has olvidado. Tal vez.
Suguru asiente, y empieza a caminar a través del largo pasillo. Satoru lo sigue. Un nuevo viaje empieza, un destino que desconocen y quién sabe cuántos siglos para que se vuelvan a encontrar. Esta vez, sin ninguna culpa. Esta vez, con los ojos completamente abiertos para captar todos los detalles.
—Nos vemos después, Satoru.
—Nos vemos después, Suguru.
