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El perro guardián
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Era la casa más grande y lujosa de la ciudad, estaba rodeada por altos muros de piedra cubiertos por una suerte de enredadera y árboles que lucían sus ramas desnudas, apenas salpicadas de una fina capa de nieve. Los guardias apostados a cada lado de la entrada saludaron con un asentimiento al joven rubio que, caminando con ligereza, atravesó las puertas.
Iba sujetándose el brazo derecho, del que goteaba un hilo de sangre, aunque no debía serle muy doloroso pues sonreía ampliamente. Atravesó los pasillos hasta llegar a la cocina, donde un par de jóvenes estaban sentadas a la mesa, una pelaba patatas y la otra leía un manojo de hojas amarillentas.
—Fuyumi —llamó suavemente, la joven interrumpió su lectura y lanzó un suspiro al tiempo que negaba con la cabeza—, ¿puedes curarme el brazo? Es una herida muy superficial, un rasguño, pero sangra.
—¿Otra vez metido en riñas? —Le señaló la silla que ocupaba ella un minuto antes, mientras hacía ademán de buscar algo. —Espero que no sea más que un rasguño, hoy estoy a cargo de la cena.
—No te quitaré mucho tiempo.
—Señora Fuyumi —interrumpió la otra muchacha con un gesto impaciente—, no deberías consentirlo tanto. Deberías ir a ver al curandero como todos los demás —acusó después al joven, que levantó los hombros con simpleza.
—Saya, no es para preocuparse, aún hay tiempo hasta la cena. —Fuyumi riñó suavemente, después señaló la puerta— Iremos a la habitación de al lado, llévame un recipiente con agua tibia y unas vendas limpias. Y trae algo para comer también. Vamos, Keigo.
Keigo mantuvo una expresión burlona todo el tiempo, Fuyumi siempre era indulgente con él, dedicándole su tiempo.
Entraron en una habitación cuadrada, apenas decorada con un par de lienzos pintados y amueblada escasamente, Fuyumi abrió la puerta para dejar entrar el fresco aire invernal y la claridad de la tarde. Se sentaron sobre cojines, para que Fuyumi inspeccionara el largo corte en el brazo, era superficial, pero sangraba bastante. Saya entró poco después con lo solicitado y los dejó sin decir una palabra. Fuyumi limpió la herida con cuidado y luego le puso una venda.
—Ya está. Ahora deberías comer algo, no has venido en todo el día —el tono de Fuyumi era suave, pero claramente estaba un poco molesta.
—He estado por ahí, vagando…
—Peleando, quizás. Eres como un niño.
—Te equivocas, soy más bien un perro. Un perro guardián que se defiende cuando lo atacan.
—Deberías dejar eso de ser un perro; hace mucho que has sido liberado de esas obligaciones.
—Prefiero seguir siendo uno, así nadie puede reclamarme por venir a esconderme a los pies de mi señora. ¿De qué otro modo podría sentarme aquí a recibir tus caricias?
—¿Quieres que te rasque detrás de las orejas, Keigo? —Bromeó Fuyumi; era una broma de sus días de infancia, cuando Keigo se sentaba en el jardín delantero a cumplir sus labores de guardián y Fuyumi y sus hermanos salían a jugar con él. Keigo sonrió y colocó su cabeza en su regazo. Ella le acarició el cabello distraídamente, tenía las manos frías, pero eran suaves y a él le gustaban.
—¿Hay algún motivo especial para que prepares la cena hoy?
—La misma razón de siempre, me gusta cocinar.
—¿No te has peleado con tu padre? —Fuyumi hizo una expresión complicada —¿O tus hermanos se han peleado con él? —Movió la cabeza negativamente.
—He recibido algunas noticias y no me son del todo agradables, pero he de aceptar, siempre he sabido lo que llegaría a pasar.
—¿Te han encontrado esposo? —preguntó alzando la vista, pasó de mirar con ternura a la joven a una expresión de dolor difícil de describir.
—Sí —respondió con tristeza—. Aunque no se ha fijado la fecha, me iré muy pronto.
Keigo y Fuyumi se quedaron en silencio durante un tiempo, a ambos se les hizo muy largo, pero no sabían qué decirse. Ninguno había abrigado grandes esperanzas, pero Keigo se había convertido en un guerrero famoso, todos reconocían su fuerza y temple, había participado en muchas batallas y en todas había vencido; ambos creyeron que podría pedir la mano de Fuyumi quizás en un año o dos.
—¿Cuándo crees que te marcharás? —preguntó levantándose y fijando sus ojos de depredador sobre ella. Fuyumi no pudo mirarlo, pues tenía la misma mirada resuelta que en aquella lejana noche cuando le prometió servir como perro guardián a su padre, después de matar al que custodiaba la casa.
—Al final del invierno, cuando los caminos sean seguros y ya no quede nieve. O al menos, eso ha dicho mi padre. —La culpa y la pena eran tangibles en la voz suave de la joven.
—No me quedará otro remedio que resignarme entonces; cuando te vayas yo me iré al este, donde la guerra es cruda aún y moriré luchando.
—¿Por qué dices eso? ¿No podrías decirme que vas a vivir y ser feliz? Quizás así pueda serlo yo también.
—Porque yo no amo a ninguna mujer sino a ti y rechazo verte partir a los brazos de otro hombre.
—Podrías buscar una esposa y…
—Olvídalo, no lo haré. Ya me he decidido, iré a morir por ahí y oraré para que cuando renazca lo haga en circunstancias más favorables, donde me sea permitido tener la dicha de vivir contigo.
Fuyumi puso su mano en la mejilla de Keigo y lo observó con tristeza: él estaba convencido de lo que había dicho. ¿Habría alguna forma en que ambos pudieran estar juntos? No necesitaba preguntarlo en voz alta, la respuesta estaba en los ojos de él y en su corazón: solo si ambos nacieran otra vez, donde las diferencias que existían no fueran una limitación.
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El invierno terminó demasiado pronto, la nieve se derritió y dejó a su paso suelos fértiles otra vez. Pero el frío en los corazones de Keigo y Fuyumi no se derritió nunca. Ella partió hacia las tierras del sur, donde contrajo matrimonio con un buen hombre y vivió sus días en paz. Mientras Keigo fue hacia la guerra y se dice que hicieron falta cien hombres para empujarlo al borde del acantilado donde murió de pie.
