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Los pretendientes de la Señorita Straffon.

Summary:

Molesta porqué Francisca sigue rechazando pretendientes, su abuela toma medidas drásticas.

(O, en donde Francisca ya estaba asustando gente desde antes de ser un fantasma.)

Notes:

(See the end of the work for notes.)

Work Text:

Como si la reunión no pudiera ser mas incómoda, a Francisca se le escapó el vaso de los dedos al tratar de agarrarlo, derramando agua de limón con chía por la mesita de centro.

-Perdón, disculpen. - dijo, apresurada, enderezándolo y lanzando una servilleta a la mancha de agua que se extendía, medio tentada a usar su falda para evitar más desastre. Dos pares de ojos se fijaron en ella sin asomo alguno de amabilidad, y mas bien un aire de hartazgo. Bueno, no es que hubiera esperado otra cosa.

- ¡Ve a la cocina por un trapo, niña! - le reprochó su abuela con aire impaciente. Aliviada de poder excusarse de la escena, obedeció. -Una disculpa, señor Howell. –

-Pierda cuidado. -  repuso el aludido, mientras ella se retiraba. Incluso a la distancia, pudo escucharlo agregar, en voz mas queda. - ¿Siempre es así de torpe? Me dijo que era buena para las tareas domésticas. –

-Le aseguro que así es, es ella quien se hace cargo de casi todas las tareas de esta casa. Seguramente fueron los nervios, no es todos los días que a una le toca una entrevista con un pretendiente. –

Todos los días no, pero sin duda mas seguido de lo que a Francisca le hubiera gustado. De hecho, si por ella hubiera sido, no hubiera habido entrevistas para empezar. ¡Ah, como añoraba el tiempo que ya se le antojaba lejano donde su abuela le había dado aún la relativa libertad de rechazarlas si el prospecto no le parecía! Y es que desde que entró a la edad casadera, las propuestas habían comenzado a llegar. No necesariamente a manos llenas, pero ciertamente más seguido de lo que ella había esperado, tomando en cuenta que todavía hacía solo unos meses era considerada la niña rara del pueblo. Ella las rechazaba sin apenas verlas. No tenía deseo alguno de pertenecerle a alguien.

Pero su abuela, ay. No había estado contenta cuando se dio cuenta que los años habían pasado y su nieta no parecía interesada para nada en el matrimonio. “¿¡Quién cuidará de ti cuando yo no esté si no te casas?!” le había reprochado. Poco le había importado que Francisca respondiera, sin tapujos, que ella se bastaba sola para cuidarse. A la bendita mujer no se le había ocurrido nada mejor que acordar las entrevistas de tres de esos pretendientes, al parecer al azar, sin conocimiento ni consentimiento de su nieta, que ya con el invitado en casa, no tenía de otra mas que atenderlo, con la anciana insistiendo en servir de chaperona, constantemente hablando por encima de ella y negándose a dejarla retirarse.

Para Francisca había sido tortura escuchar a este trío de imbéciles que ni siquiera tenían derecera suficiente para no ser transparentes en cuanto a sus verdaderas intenciones al desposarla. El primero, el Señor Parker, un joven apenas unos años mayor que ella que era hijo del dueño de una mina en Michoacán y que no parecía haber hecho mas esfuerzo en su vida que de sonarse la nariz, claramente tenía los ojos puestos en la riqueza de la familia Straffon. El segundo, el Señor Vargas, un hombre casi de la edad de su padre, de posición nada desdeñable gracias a su oficio de comerciante, parecía obsesionado en su búsqueda de tener descendencia. Claramente le atraía la idea de desposarse con una joven, y mas una cuya familia parecía proclive a tener muchos hijos. El tercero, el Señor Howell, el que estaba en la sala de estar con su abuela, también era un joven un poco mayor que ella, hijo del dueño de otra de las minas del pueblo, y por lo que parecía, lo único que le interesaba de ella era su capacidad para limpiar una casa.

Cuando el invitado se retiró, todavía despidiéndolo en la puerta, Francisca le dijo a su abuela entre dientes, discreta.

- ¡Que gran partido! –

-Pues aunque lo dudes, así es. Es de excelente familia y su padre conoce al tuyo desde antes que nacieras. ¿Para cuando agendo tu próxima entrevista con él? –

El Señor Howell ya había tenido a bien desaparecer de su vista, así que Francisca miró a su abuela con una mezcla de enojo y sorpresa.

-No hablas en serio. Abuela, ese hombre quiere una sirvienta. –

-Claro que no Francisca. - pausó un segundo. -A las sirvientas se les paga. –

-No pienso volver a hablar con él jamás y eso es todo. –

-Tu sabrás. - dijo Doña Imelda en tono digno. -No tengo empacho en volver a decirle que venga sin avisarte antes. –

Francisca gruñó. Había estado en medio de escribir una escena particularmente truculenta cuando el invitado no deseado llegó. Lo cuál, incluso si no hubiese sido una alimaña, no le habría dado puntos a favor.

- ¿Y qué? ¿Vas a acordar el día de mi boda sin decirme también? -

-Si no le envías tu misma una carta con la fecha de tu próximo encuentro con él, quizá. –

Entraron a la casa. La mente de Francisca trabajaba a mil por hora. Su abuela era bien capaz de aceptar la proposición en su lugar y esos tres pazguatos eran bien capaces de aceptarle la respuesta sin pensarla dos veces. Quizá si acordaba una fecha mas bien lejana…

-Por cierto, también espero que les escribas a los otros dos.- dijo de pronto Doña Imelda, levantando los vasos y el plato de galletas que le habían ofrecido al invitado. Poco le faltó a Francisca para gritar cuál tlacuache pariendo. -Al cabo que te gusta escribir ¿No? –

-¡Abuela, por favor! –

-Entonces escoge a uno ya. Así solo le escribes al que elijas. –

-¡De todos no se hace uno! ¡No tengo intenciones de casarme con ninguno de esos grandísimos idiotas! ¡Si les llego a escribir, será para rechazarlos! –

- ¡Ni se te ocurra! – la anciana la señaló con su huesudo dedo. - ¡Te prohíbo terminantemente que rechaces a ninguno! –

- ¿Esperas que me case con los tres o qué? –

-No digas tonterías. En cuanto escojas a uno, tendrás permiso de escribirles a los otros dos para decirles  que no aceptas. Eso, claro, si ellos mismos no deciden que están cansados de tus tonterías. – se dirigió hasta la cocina. -Yo que tú, aprovechaba que son varios para que tengan que competir. Ponles condiciones. Serán los únicos gastos que te van a hacer con gusto y de ahí puedes saber cuál te va a tener bien atendida. –

Francisca tardó un poco en entender que era lo que le estaba diciendo, arrugando la nariz ligeramente. Y entonces, como un rayo, tuvo una idea. Se encaminó a las escaleras, tratando de no parecer sospechosa.

-…bien, bien. – suspiró teatralmente. -Que remedio.-

Mas tarde, tres misivas salieron de la casa Straffon. Una para la casa Howell, una para el hostal a la entrada del pueblo, donde se estaba quedando el Señor Parker, y una para Pachuca, donde vivía el Señor Vargas. Los tres las abrieron, esperando todo menos lo que en verdad contenían. El Señor Parker maldijo en dos idiomas entre la risa y la indignación. El Señor Vargas meditó si valía la pena todo esto a cambio de tener una esposa que, según su lógica viendo a la familia de donde provenía, seguramente tendría muchos hijos y casi todos varones. El Señor Howell miró su propia casa, limpia pero por un precio que el hubiera preferido ahorrarse, y recordó la limpieza casi obsesiva de la casa Straffon, suspirando hondo, ya acariciando la idea de tener su propia casa así.

El día siguiente vio a los tres haciendo preparativos. La tarde vio a Francisca dejar su casa a escondidas de la abuela, envuelta en su capa de viaje y silenciosa como un ratón, perdiéndose rápidamente entre la niebla.


El cuidador recibió las monedas que le ofrecía el Señor Parker y tocó su gorro brevemente antes de encaminarse hacia su casita, a un lado del cementerio, meneando la cabeza con algo de incredulidad. Usualmente las propinas se le daban por su buen trabajo cuidando, pero esta vez se le pagaba por dejar de hacerlo por una noche.

Y era la tercera vez esa noche que recibía un pago por no interferir.


El Señor Parker miró el cajón cerrado, metiéndose las manos ateridas de frío a los bolsillos, y se dispuso a comenzar a rezar todas las oraciones que podía recordar. No tenía la mas mínima idea de que se hacía para velar a un muerto en estos lares, pero un rezo era un buen comienzo en todo caso. Hubiera sido muy útil, se dijo, que la chica Straffon le hubiera dado instrucciones mas claras y no solo la condición necesaria para casarse con ella: “El hombre que sea mi marido deberá pasar la noche de mañana, desde que se haya puesto el sol y hasta el amanecer en el cementerio velando el ataúd de un muerto completamente solo y sin ayuda. Si decide no acudir, no sigue las instrucciones o se acobarda y huye antes de cumplirse el plazo, significa que renuncia a mi mano.” Esa jovencita había subestimado lo mucho que necesitaba el matrimonio. Su padre estaba lenta pero seguramente hartándose de él, del hecho de que no podía confiarle nada sin que lo arruinara por buscar atajos o estar distraído, del hecho de que tenía más dedicación a un estilo de vida plenamente hedonista que a cualquier vocación real. La única utilidad que tenía para su familia dadas las circunstancias era la de realizar alguna alianza con otro dueño de minas por matrimonio, y dado que las mujeres de su propio pueblo y alrededores sabían demasiado bien de que pie cojeaba y no las cacharían ni muertas siendo cortejadas por él, se vio forzado a buscar una de algún lugar mas lejano. La chica Straffon era algo aburrida para su gusto, demasiados libros, demasiado trabajo doméstico, pero su familia tenía dinero. Y bien, fea no era. No tendría muchas mas oportunidades así entre mas tiempo pasara y mas se extendiera su fama de holgazán. Debía ser ahora y la condición que había puesto era incluso una que él consideraba fácil. Así que cambió su peso de un pie a otro y respiró hondo. Iba a ser una larga noche.


Entre la bruma, un poco mas dentro del cementerio, el Señor Howell se miró las perneras de los pantalones, llenas de lodo y rocío, y arrugó la nariz. Tendría que mandarlos lavar en cuanto volviera a su casa. Pero bueno, suponía que el pago de la lavandera bien valía por una esposa que realizara esas labores sin pago alguno por años a futuro. De hecho, se cobraría con creces lo que ella estaba haciendo ahora, esto no era digno de alguien como él. ¿Y para qué lo estaba haciendo, de todos modos? ¿Qué creía ganar esa muchachita con esto? La carta no había sido tan clara al respecto: “El hombre que sea mi marido deberá ir al cementerio mañana al ponerse el sol y permanecer escondido solo entre las tumbas hasta que sea de mañana, asustando a cualquiera que encuentre en lugar. Si decide no acudir, no sigue las instrucciones o se acobarda y huye antes de cumplirse el plazo, significa que renuncia a mi mano.” El Señor Howell no tenía idea de a quién se suponía que se encontrara ahí a esas horas; los vivos solo lo hacían durante el día y los muertos… bueno, esos ya no se levantaban. A pesar de lo que los supersticiosos y ridículos mineros contaran por las noches en el pub del pueblo.

Pero si esa era la condición, pues no era nada tan difícil. En cuanto a por qué esa era la condición… bueno, la hija de los Straffon siempre había tenido fama de rara, demasiado interesada en las cosas macabras y extrañas para estar del todo cuerda. Su madre había sido igual, así que no era tan sorprendente. Al parecer, la única que había tenido el buen sentido de enseñarle cosas de hecho útiles para la vida había sido su abuela, y a decir de ella y a juzgar por el estado de la casa cuando la visitó, había hecho muy buen trabajo. Francisca era excelente haciendo pastes, se le daba muy bien pulir la plata y dejaba los pisos tan limpios que daba gusto. Si, era bocona y al parecer un poquitito torpe, pero eran detalles que ya se encargaría de arreglar como su marido. En cuanto a sus pocos convencionales y francamente enfadosos gustos… bueno, una vez tuviera que atender su casa como a él le gustaba, ya no tendría tiempo para eso. Visto desde ese punto, bien podía darle el último gusto de realizar la broma macabra que era su condición.

Claro, si alguien llegaba a aparecer.


Dentro de la caja, el Señor Vargas sudaba. Y no es que ahí estuviera mucho mas cálido que en el resto del cementerio, fuera de el hecho de que llenaba el espacio con el calor de su cuerpo. Los inicios de la claustrofobia comenzaban a consumirlo. ¿Cuánto tiempo habría pasado? Casi quiso incorporarse solo un poco para espiar por una rendija de la tapa del cajón, solo para poder comprobar si aún era de noche. Sin embargo, la carta había sido clara: “El hombre que sea mi marido deberá entrar en un cajón de muerto que encontrará dentro del cementerio mañana por la tarde y aguardar ahí, inmóvil y sin salir ni abrir la tapa, hasta el amanecer. Si decide no acudir, no sigue las instrucciones o se acobarda y huye antes de cumplirse el plazo, significa que renuncia a mi mano.” Y, a juzgar por la voz que rezaba en un murmullo afuera, quien sea que tenía el encargo de vigilarlo ya estaba ahí.

Que prueba tan de mal gusto se le había ocurrido a la Señorita Straffon. Rumores de sus excéntricos gustos ya habían llegado hasta oídos del Señor Vargas en cuanto se supo que tenía intención de cortejarla. Y francamente, había estado muy cerca de decidir dejarlo por la paz por ello… al menos hasta que la vio. Verdad sea dicha, no era nada fea, muchos de los comentarios que había escuchado sobre esa ‘Extraña hija del Señor Straffon’ le habían hecho esperar encontrarse con una criatura lúgubre, deprimente y anodina, y en cambio se había encontrado con una joven radiante y llena de energía, si bien algo rebelde. Esto, aunado a la visión de sus diez hermanos en retratos que habían en la casa, había terminado por decidirlo a continuar. Además, al parecer la madre de la chica había sido una de las indias del lugar, y era bien sabido que las indias eran buenísimas para ponerse a tener hijos. Algo de eso seguro le había tocado por herencia, qué junto con la herencia del lado de su padre, seguramente darían por resultado al menos una docena de hijos para el que la desposara. Era demasiado bueno para acobardarse solo por que sus condiciones eran… macabras.

El Señor Vargas no era supersticioso. O eso se decía a si mismo. Uno no vive en un lugar como Pachuca sin hacerse al menos un poco a la idea de los espantos. Pero su sentido común dictaba que puesto que la caja no había sido ocupada por un verdadero muerto y el único rito que se le estaba practicando eran los deshilados y algo apáticos rezos que lograba escuchar, no debía tomarlo como una especie de mal agüero contra si mismo. Sin embargo, seguía sudando y seguía perdiendo la calma, dándose cuenta de que independientemente de si era mal agüero o no, estaba viviendo lo que sin duda vivía un cuerpo justo antes de que lo sepultaran. Y la sola idea lo llenaba de repulsión y espanto. A tal punto que el sudor le corrió por los ojos, haciéndolo sisear por el ardor y ya no pudo mas, moviéndose con todo el cuidado de que fue posible para secarse la cara con su muñeca, razonando que para él todos los ruidos se magnificaban por el encierro, pero seguramente afuera no serían evidentes ¿Verdad? Y siendo así, podía rascarse el cuerpo, que tenía lo que se sentía horas picándole por varios lados, quizá acomodarse un poco mejor para no estar incómodo, quizá mover los pies para desquitar la ansiedad…


El Señor Parker, muy a pesar de si mismo, no se encontraba en mejor estado de ánimo que su acompañante silencioso. Jamás había creído los dichos de su santa madre acerca de las consciencias culpables y como podían atormentar en el peor momento, simplemente porque a él jamás le había pasado; pero ahora mismo, en ese callado, frío y oscuro cementerio… no dejaba de pensar. Y no estaba acostumbrado a ello. Cada una de esas personas yaciendo bajo la tierra pudriéndose había estado tan viva como él en algún punto. Quizá se habían sentido tan intocables, tan inmortales como él, y sin embargo ahí tenía las efigies para probar que no lo habían sido. Él también moriría algún día ¿No? Por mas que quisiera convencerse de que era joven y fuerte y todavía tenía mucho tiempo para disfrutar su vida, sabía que nada era garantía. Había tenido un hermano menor que había muerto de meningitis apenas a los cinco años. La muerte podía llegar en cualquier momento, y aún si la evitabas hoy y mañana, siempre estaba el día después. Eventualmente, la semana que entra, o dentro de cinco décadas, llegaba. Le llegaría. Lo velarían como al que estaba en la caja frente a él y luego lo meterían a la tierra y todo lo que probaría que una vez estuvo vivo sería una piedra labrada, y entonces… ¿Qué?

No le gustaba pensar. Ojalá hubiera pensado en llevar consigo un trago para ayudarse a olvidar esas elucubraciones.

Y en eso estaba cuando dentro de la caja le pareció oír un leve ruido como una exhalación, seguida de una especie de arrastrar, como algo que se moviera muy lentamente ahí dentro. El corazón le dio un vuelco, todo pensamiento excepto el hecho de que un muerto estaba moviéndose frente a él borrado. Su boca se movía de manera automática en los rezos, trastabillando entre sílabas, y sin darse cuenta casi, comenzó a hablar mas fuerte, como esperando instintivamente ahogar los leves ruidos dentro de la caja, que ahora eran mas, al punto donde ya estaba medio-gritando, medio-sollozando las oraciones.


Entre las tumbas, el Señor Howell se removió, agudizando el oído. Le parecía oír…

Ahí estaba otra vez, había una voz, alguien que rezaba. Y si le hubiera quedado alguna duda al respecto, la voz comenzó a hablar mas fuerte, mas rápido. Y sonaba asustada. Tanto mejor, le sería mas fácil cumplir la condición. El Señor Howell no se paró ni por un segundo a meditar el por qué alguien estaría ahí a mitad de la noche y rezando, si él mismo había despachado al cuidador, diciéndole que en cuanto se pusiera el sol debía quedarse en su casa, simplemente se escurrió entre las tumbas, acercándose al punto de donde provenía la voz, hasta que estuvo seguro de estar bien cerca, se preparó para saltar de detrás de la lápida que lo ocultaba y agarró aire para gritar…


Las cosas se precipitaron de un modo casi coreografiado.

El Señor Howell salió gritando de detrás de una lápida, con los brazos en alto y la boca bien abierta.

El Señor Parker, al ver lo que seguramente tomó por un espectro, comenzó a dar alaridos aún mas horribles que los que daba el Señor Howell.

El Señor Vargas, sin duda asustado por el escándalo, se incorporó en la caja, abriendo la tapa con tal brusquedad que la tiró al suelo.

El escándalo, así como la visión de lo que se suponía era un difunto sentándose en su cajón, hizo que tanto el Señor Howell como el Señor Parker gritaran mas fuerte, y esta vez fuera de sí de miedo. Lo cuál a su vez lo hizo a él gritar y perder por completo cualquier semblanza de calma.

Habría sido difícil saber cuál de los tres desertó primero, porque los tres parecieron salir disparados al mismo tiempo. El Señor Parker corrió hasta la verja, tratando de abrirla a tirones y optando por escalarla y saltar al otro lado al ver que los otros dos lo seguían. El golpe que se llevó al caer del otro lado seguramente le dolería al día siguiente, pero se levantó, aturdido, para seguir corriendo, gritando por la vereda de regreso al pueblo entre ladridos de los perros que lo escuchaban al pasar. El Señor Howell esquivó al que creía un difunto resucitado entre las tumbas, resbalando en el lodo, atorándose en los nopales y magueyes, maltratando y desgarrando sus ropas en la intentona hasta que logró llegar a la verja, con el Señor Vargas aún detrás. Escaló, terminando de hacer jirones sus pantalones y cayó del otro lado como mejor pudo, levantándose renqueando para bajar al pueblo entre gritos. El Señor Vargas no pudo correr tan rápido como ellos dos, pero al llegar a la verja, la escaló con una agilidad poco esperada para su edad. El costalazo que se dio al caer lo sentirían los hijos que quizá algún día tendría, y pronto bajaba también por el empedrado, gritando entre jadeos, corriendo tan rápido como sus viejas piernas le permitían. Todo el pueblo podría ser testigo, en caso necesario, de que ninguno había aguantado hasta la mañana, puesto que fue a mas de uno al que despertaron con el escándalo. Sin embargo, eventualmente este desapareció camino abajo y el cementerio quedó en silencio.

O casi.

Detrás de un mausoleo coronado con una estatua de búho, una risita podía oírse. Primero queda, y luego cada vez mas fuerte hasta ser una serie de carcajadas enloquecidas, tan fuertes y chillonas que en su casita, el cuidador se persignó y dio gracias de haber sido relevado del deber de ir a ver de quien se trataba al menos por esa noche. Al fin, después de un rato, las carcajadas decayeron y desaparecieron. Francisca salió de detrás del mausoleo sosteniéndose el estómago, que aún le dolía de tanto reír.

-Y que conste que no los rechacé yo, abuela. - dijo, con una sonrisa diabólica.


En total justicia por Doña Imelda, no insistió después de que los tres pretendientes, avergonzados, pero mas asustados que otra cosa, escribieron para expresar con “Profunda desazón” que habían fallado en llevar a cabo la condición que su nieta les pusiera. Claro, ellos no dijeron cuál fue y ciertamente ella no les preguntó, y aunque Francisca medio había temido que le solicitaran otra prueba, una distinta, para probar su valía, lo cierto es que ninguno lo hizo e incluso el Señor Howell terminó por mudarse del pueblo, como si temiera volvérsela a encontrar por ahí. A Doña Imelda tampoco se le ocurrió volver a hacer de las suyas. A Francisca le daba la impresión de que mas que genuinamente desear que se desposara con alguno de ellos, su abuela había tenido ganas de darle una lección asustándola con aquel trío de espantosos partidos, pero el tiro le había salido por la culata y su orgullo le había dictado dejar el asunto en paz.

Tanto mejor, porque todavía no llegaba el que hiciera a Francisca querer pertenecerle a alguien.

¿…O si?

Notes:

Tenía rato queriendo reescribir una de las leyendas que mas me gustaba ver en el programa de canal once con el señor Aarón Hernán pero con Panchita. Por alguna razón el impulso de al fin hacerlo me dominó estos días a pesar de que me trajeron en friega, así que aproveché para postearlo hoy. ¡Feliz día de muertos!