Chapter 1: Capítulo I
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Había pasado un año. Un año sin aventuras mágicas, sin guerras contra dioses, sin nada. Un año muy aburrido para Leo, pero ya se había acostumbrado.
Muchas cosas habían cambiado desde entonces: Pudo terminar sus estudios y ahora dirigía la panadería de su familia, ayudaba a Godofredo y Rasbután con todas las tareas en la iglesia, Alebrije y Don Andrés aún lo visitaban, pero con menos frecuencia, Marcela se había mudado de pueblo y... Su abuela había muerto. Eso era lo que más le dolía. Y lo peor era no poder compartirlo con sus amigos. Bueno, con Alebrije y Don Andrés sí...
Pero extrañaba a Teodora. Le costó admitirlo al principio. Admitir que la quería más que a una amiga. Que lamentaba su ausencia. Sin ella había silencio. Profundo y sepulcral silencio que no soportaba. Fue un tonto al no darse cuenta antes, y era un tonto por no intentar buscarla. Hasta ese día.
Se despertó temprano, como acostumbraba, se vistió y salió camino a la iglesia. Era un sábado a la mañana.
Godofredo, no daba misa los sábados. Eran, según él ,"su día libre", aunque la gente en Puebla ya sospechaba algo raro del cura. ¿Cómo era posible que no hubiera misa los sábados a la mañana?
Leo entró a la iglesia, que estaba en penumbras a esa hora, con normalidad. A paso relajado, se dirigía hasta la biblioteca. Los últimos meses habían rescatado varios ejemplares de la Hermandad y pensaban guardarlos, por si las dudas.
Hasta que escuchó voces. No las de su cabeza sino la de sus amigos. Apuró el paso hacía el pasillo que conectaba varias habitaciones (La "casa" de Godofredo) con la biblioteca.
Las voces venían, exactamente, de una sala de reuniones, aunque la usaban para almorzar. Nadie los visitaba. Nunca.
Se puso de espaldas contra la pared, lo suficientemente cerca para escuchar y lo bastante lejos para que no lo vieran.
La primera voz que reconoció, fue la de Alebrije.
—Creo que deberíamos decirle a Leo la verdad. No estoy de acuerdo con esconderle las cosas.
—¡Y!, Tenés toda la razón —afirmó una voz femenina desconocida—. Tiene derecho a saberlo. ¿O no fue él quién derrotó a los dioses?
—Sí, pero eso no tiene nada que ver. Los Atlantes nos relacionaron directamente con la Hermandad y ni siquiera los conocíamos. Van a ir por él primero —contraatacó otra voz—. No quiero que vaya.
Leo la conocía a la perfección. Aguda, irritante y, por momentos, muy bella. Su corazón se aceleraba con cada palabra pronunciada. La tentación lo obligaba a romper la puerta solo para verla, pero se sorprendió así mismo al poder contenerse.
—¡Obviamente que estaban enterados! Todos lo sabíamos y aún así, los ayudaron, ¿No? Se van a tener que acostumbrar a que eso pase.
—¡No podemos ir a esas puertas infernales cómo si nada! —exclamó Don Andrés, angustiado—. Van a acabarnos.
—Bueno, terminemos con esto rápido, Leo podría aparecer en cualquier momento— los interrumpió Godofredo—. ¿Cuántos quieren que Leo sepa?
Se levantaron tres manos que Leo no pudo ver. La de Alebrije, Godofredo y la extraña.
Teodora y Don Andrés se oponían rotundamente.
—Al ser mayoría, vamos a decirle la verdad. En el momento indicado —remarcó Godofredo—. Juana, ya puedes retirarte.
—¿Nos vemos allá?
—Después confirmaremos la ubicación —sugirió el monje.
La chica asintió y salió de la habitación.
Leo se escondió detrás de la puerta (Que se abría hacia afuera), aprovechando para verla más de cera.
Era rubia y muy alta. Pudo ver que también vestía un chal azul con una falda gris.
—Sigo pensando que es una mala idea —repitió Teodora—. Y más en confiar en alguien que no conocemos bien.
—Con Rabután éramos amigos íntimos de su padre —dijo Godofredo—. Nunca dudé de su palabra, y tampoco en la de ella.
—Okey, ¿ Y cuándo le decimos a Leo? —en la pregunta de Teodora resonaba el interés.
—Cuando sea el momento indicado.
—Osea...
—A eso de las tres de la tarde.
Estaba acostumbrado a tener pesadillas sobre sus poderes mágicos, pero podía manejarlos. Más o menos.
Absorber el Enersob de Coioalxauqui no fue la mejor idea que tuvo, pero, salvó al mundo.
Las primeras semanas tuvo muchas náuseas, su nariz sangraba constantemente y sufría de dolores de cabeza muy fuertes. La mayoría en Puebla creía que estaba poseído. Pero, a esas alturas, eso era estúpido creer que, "El Salvador" podía encontrarse en ese estado. ¿Es que la gente se olvidaba de todo lo que había hecho para ayudarles?
De todos modos, no se quiso arriesgar. Le dijo a uno de sus vecinos, a través de la ventana, una mañana, que estaba muy enfermo, probablemente por uno de los viajes que hizo cuando se fue de misionero (Sí, esa había sido su coartada cuando se unió a la Hermandad).
Y cómo sospechó, le creyeron, descartando así, cualquier posibilidad de estar relacionado con lo sobrenatural.
Pero el cuerpo de Leo pareció acostumbrarse a la magia y, por momentos uno podía observarla muy de cerca.
Leo siempre tuvo cicatrices sobretodo cuando era pequeño, porque era muy distraído, pero cuando entró a la Hermandad, se ganó muchas más, sobretodo en los brazos y hombros. Por ello, muy a la noche, el Enersob en su interior relucía a la luz de la luna, resaltando sus cicatrices a través de la ropa, como si tuviera una lámpara de querosén dentro de su cuerpo.
Y para evitar (de nuevo) los rumores molestos, Leo cerraba todas sus ventanas con cortinas oscuras para el anochecer, así la Luna no lo iluminaba. Fue muy ingenioso, porque, además de brillar, las cicatrices le ardían. En el día era algo que podía llegar a soportar, pero en la noche, le dolían tanto que no podía siquiera dormir.
Ahora, en la biblioteca, el dolor era reducido. El sol se asomaba por los ventanales, iluminando la habitación entera. Leo, Godofredo y Alebrije acomodaban libros en las repisas por orden alfabético (algo en lo que Don Andrés tuvo mucha insistencia), mientras que el fantasma se limitaba a anotar cuales faltaban.
—Leo —dijo Godofredo, dejando uno de los libros sobre una pila—. Hay algo que debo... Debemos decirte.
Él asintió. Alebrije se bajó de su escalera y se acercó lentamente. Don Andrés solo lo miraba, apenado y con la lista en la mano.
—Sabemos que fue un año muy difícil —empezó Alebrije—. Pero esto es muy importante.
—¿Recuerdas a Huitzilopoxcli? El hermano de...
—¿Qué pasó? —interrumpió Leo al fantasma, haciéndose el tonto.
—Digamos que... —Godofredo no encontraba las palabras—. No está muy contento con todo lo ocurrido y...
—Esperen, ¿Cómo saben eso? ¿Quién les dijo? ¿Y por qué ahora?
—Esas cosas se saben, hijo —respondió Don Andrés—. Lo importante es lo que está por ocurrir.
—Dentro de unas semanas, se va a dar una reunión de una Logia —soltó Godofredo—. La Logia del Ceibo, para ser específicos. Es como un sindicato de todas las criaturas mágicas y de leyendas. Van a tratar de solucionar este problema y...
—¿Y?
—Nos quieren ahí —terminó Alebrije—. La verdad, yo no nos invitaría después de todo, pero en fin. No podemos hacer nada contra ellos.
—En serio, ¿Quién les dijo sobre esto?
—Caipora se contactó de nuevo —anunció Godofredo—. Hace un par de días atrás. No queríamos avisarte hasta que estuviera confirmado por otros.
Leo se restregó los ojos. ¿Cómo era posible que le mintieran así? Si hasta unos minutos no le querían contar.
—¿Cuándo salimos?
—Mañana por la mañana. Logramos salvar un par de aerobarcos, por suerte.
—Y... ¿A dónde vamos?
—En las Provincias Unidas del Río de la Plata. Conozco a unas personas que los van a ayudar a llegar hasta allá —Godofredo se dió media vuelta hacia la mesa—. Solo necesito encontrar el mapa...
—Supongo que ustedes vienen conmigo.
—¿Y dejarte solo con vuestro curso por coresspondencia? —bromeó Don Andrés—. De eso ni pensarlo.
Leo se rió, pero luego su cara se transformó a una de angustia. No sabía si Teodora viajaría con ellos o no. A pesar de que no quería contarle el plan, la extrañaba. Ya con solo verla, le era suficiente.
Alebrije lo notó. Siempre se daba cuenta de esas cosas. Tenía algo que le permitía aconsejar a sus amigos y cualquiera que estuviera dispuesto a escuchar. Leo no sabía si era un poder de alebrijes o era propio, pero siempre que lo necesitó, un consejo de su amigo nunca le vino mal.
–Creo que ella viene con nosotros —le susurró y luego, le guiñó un ojo.
Y eso fue suficiente para que Leo no durmiera en toda la noche.
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En Las Provincias Unidas, todavía era verano y Leo había olvidado por completo lo que se sentía estar en la selva.
La humedad volvía el ambiente insoportable, pero se abstuvo de quejas. Porque estaba ella ahí.
La mañana en la que zarparon, Teodora se hizo presente. Su cabello pelirrojo ahora estaba suelto y ondulado, sus pecas eran más notorias y había cambiado el vestido por una camiseta rosada y unos pantalones holgados de jean, pero aún mantenía su chaqueta y zapatos.
Leo había imaginado miles de escenarios donde ellos se encontraban, pero nada se comparaba con la realidad. Sintió como la sangre se le iba a los pies y se desmayaba.
Pero, por suerte, Alebrije estaba atrás de él para sostenerlo.
—Leo, ¿Te sientes bien? Estás muy pálido.
—¿Eh? No, no, me siento perfecto.
—¿Seguro?
—Sí. No te preocupes.
—Okey, ¿Puedes llevar esta caja por mí, por favor? —Alebrije alzó sus brazos. Tenía algunos libros de la Hermandad para regalarle a un tal M. L. B, aunque no sabían cómo se los iban a entregar.
—Claro —todo el peso cayó sobre su cuerpo y lo tiró al suelo—. ¡Dios santo! ¿Estamos seguros de que son libros? Pesan lo mismo que un elefante.
—Ese es el peso del saber, Leo. Algo que nunca entenderás —bromeó Teodora, detrás de él.
Se iba a morir. Se iba a morir de la vergüenza ahí mismo. Se levantó de golpe, quedando estático. No podía decir ni "A".
Teodora, por otro lado, lo abrazó, con fuerza. Leo lo aceptó, abrazándola de nuevo.
—Oigan, sé que se extrañaron mucho, ¡Pero yo también existo! —reclamó Alebrije.
Los dos se voltearon hacía él. A Leo se le habían ruborizado las mejillas.
—Voy de a uno —Teodora se separó de Leo y se acercó a Alebrije—. Hay que ser pacientes.
Leo no pudo evitar mirarla. La miró mientras guardaba la caja, la miró durante todo el viaje y ahora, en medio de la selva, la estaba mirando, sin creer que estuviera con él.
—Entonces... —recapitulaba Teodora—. Hay una reunión de monstruos y nosotros tenemos que ir... ¿Porque el Caipora le dijo a Godofredo? ¿A nadie más le parece una mala idea?
—Sí —respondió Leo. Le enojaba que sus amigos le mintieran. Le enfurecía. Pero todavía, aún cuando le mentía, ella era hermosa—. Pero se vé que no tenemos opción.
—¿Qué creen que van a decir cuándo nos vean? —preguntó Alebrije, al aire.
—Nada. Si nos llamaron fue por algo —dijo Leo, en seco.
—¿Te pasa algo? —preguntó Teodora—¿O por qué estás de tan mal humor?
—Los escuché a los tres hablando con Godofredo —confesó—. ¿Por qué no me lo dijeron antes?
—Leo, no nos queríamos arriesgar —respondió Teodora, apenada—. Si esto llega a ser una trampa, íbamos a caer nosotros, no tú. Ya hiciste demasiado por todos.
—No queríamos meterte en más problemas, hijo —agregó Don Andrés.
Un rayo atravesó el cielo nublado con furia. Los cuatro avanzaron sin emitir un sonido.
Leo sacó el mapa de su bolsillo. Indicaba que ya habían llegado a su destino, pero, para ser sinceros, no sabía dónde estaban.
—¿Lo estás sosteniendo bien? —preguntó Teodora, acercándose para mirar con más detenimiento.
—Claro que sí. Ni que no supiera como usarlo.
—Lo dice el chico que sostenía el rastreador al revés...
—Eu, tortolitos, ¿Necesitan ayuda?
Frente a ellos había una chica sentada sobre la rama de un árbol. Tenía la tez blanca, cabello rubio largo y unos ojos verde esmeralda relucientes, aunque uno estuviera atravesado por una cicatriz que abarcaba casi la mitad de la cara. Se estaba tapando la boca con un pañuelo azulado que hacía conjunto con su falda larga hasta los tobillos. Tenía, además, una camisa blanca y alpargatas grisáceas, junto a un cinturón de cuero negro. A su lado, apoyado contra el tronco, yacía una bolsa color caqui, donde, probablemente, guardaba sus provisiones.
—¿Vos sos Leo San Juan? —le preguntó, intrigada.
—Sí. Y, por casualidad, ¿Tú eres Juana?
Los ojos de la chica brillaron al oír su nombre.
—¡Mirá que sos pillo, che! —la chica se bajó del árbol, tomó su bolsa y se quitó el pañuelo de la boca, para atarlo detrás de su cuello, rodeando su pelo—. Me contaron muchas cosas de vos. Te gustan los reencuentros, ¿No?
—Depende la persona... —respondió, con sinceridad— ¿Esto no es una trampa macabra o algo así? —preguntó, desconfiando.
Era arriesgado y muy tonto preguntar, pero, por un momento, su mente le jugó una mala pasada.
Juana los miraba, incrédula. Dibujó una pequeña sonrisa burlona en sus labios.
—Si fuera una trampa, quedáte tranquilo, ya estarías muerto —dijo Juana, sin tapujos—. Esta reunión va más allá de lo que hayan hecho en la Hermandad. Ahora somos aliados.
Llegar hasta la Salamanca no fue fácil. Tuvieron que cruzar un río y kilómetros de vegetación, sin contar con los rayos que caían por todos lados.
Juana era muy buena ubicándose. Parecía conocer esa selva mejor que nadie.
La Salamanca estaba ubicada dentro de una barranca. Uno tenía que trepar para entrar.
De su bolso, Juana había sacado una soga, con una garra atada a un extremo, pero al querer lanzarla, como si tuviera un campo de fuerza, la garra salió expulsada hacia atrás.
—¿Normalmente hace eso? —preguntó Alebrije.
—Debe ser porque es muy importante. Nunca antes tuvimos un campo de fuerza —admitió Juana.
La chica se acercó a la barranca y comenzó a tocar la tierra, tanteando.
El equipo de cazafantasmas se miraba entre sí, confusos.
—¿Necesitas ayuda? —le preguntó Teodora.
—Vigilen que no venga nadie —ordenó.
Los cuatro se voltearon, quedando enfrentados con la selva.
—Esto tiene que valer la pena —susurró Leo.
—¡No puedo creer que le preguntaras si era una trampa! —le reprochó Teodora—¡Obvio que te va a decir que no!
—¿A qué se refiere con que "No venga nadie"? —dudó Alebrije, cambiando el tema de conversación.
Las plantas se movieron en un frenesí.
—Eh... ¿Señorita? ¿Os falta mucho?
—Esperen un cachito más —les respondió, aún contra la barranca.
—¡Ahora! —gritó Juana, presionando los dedos contra la barranca.
Los escalones que conducían a la entrada surgieron desde dentro de la barranca, que, a medida que iban avanzando, volvían hacia adentro.
—Suban.
A pesar de estar en una cueva de tierra, la Salamanca era muy refinada. Los pisos, de a poco, se transformaban en mármol blanco y las paredes tenían columnas de oro incrustadas con diamantes que sostenían un tragaluz con varias constelaciones dibujadas en los vidrios. En el medio había un estrado de caoba con un círculo de plata en el centro. Ahí se sentaban las tres criaturas más importantes.
Y frente a este, el resto tomaba asiento en sillas y sillones de cualquier tamaño y diseño.
Juana avanzó por el pasillo, a paso rápido. Se la notaba tensa.
Un chico la estaba esperando. Era alto, de cabello castaño, ojos muy verdes y tez clara. Tenía, en vez de un brazo derecho, un remolino que formaba un brazo.
Vestía una camisa clara bajo un pulóver azul sin mangas, pantalones de vestir negros y zapatos oscuros.
—Llegan tarde.
—¿Por cuánto?
—Cinco minutos.
—¡Dale, Santiago! No empezaron todavía.
—No, pero el Consejo quiere hablar con vos —informó su hermano, que la miraba de arriba a abajo—. Menos mal que te pedí que vinieras formal.
—¡Esto es formal! La próxima, elegime la ropa.
—Juani —Santiago la tomó suavemente del hombro—. Te prometo que esto es lo último que nos queda. Portate bien, ¿Sí?
—Bueno —rodó los ojos—. Pero me debés ya un par de cosas.
—Andá, yo los llevo.
Leo miró a Teodora, que le devolvió la mirada de confusión.
Lo próximo que supo Leo, era que Juana había estado infiltrada en la Hermandad hacía cinco años. Llegó cuatro antes de que él fuera reclutado y luego permaneció allí hasta la batalla contra Coioalxauqui.
Ella había estado ahí.
La Logia del Ceibo (Así se hacían llamar) era, por lejos más organizada que la Hermandad. Apenas se habían presentado los tendotakuéra (Es decir, los líderes), Hubo un silencio sepulcral. Ni siquiera Upton lo lograba. Siempre había una persona o dos hablando sobre él.
Los tendotakuéra no eran más que, Santiago, una mujer completamente vestida de negro, con el rostro tapado por un velo, (y muy pálida) y un enano con los ojos negros y pupilas rojas.
Después de hacer un saludo, que consistía en arrodillarse de una sola pierna y tocarse el corazón, la mujer presentó rápidamente a Juana y mencionó cómo ella había otorgado información crucial de la Hermandad.
—... Y debemos recordarles que, sin su ayuda, la "máquina infernal" habría consiguido la mayor potencia. Lo visto ese día fue solamente un 10% de lo que la Hermandad estaba dispuesta a hacer con nuestros hermanos. Lamentamos, también, la caída del Luriel Leone.
—oke, yvytu imitãva —repitió el resto, como un Pésame.
—Cambiando el tema —habló el enano—. Imaginamos que estan enterados de la nueva crisis divina. Los dioses están furiosos, sobretodo Huitzilopoxcli, por lo que tenemos hasta el 23 de Junio para actuar...
El suelo comenzó a temblar. Las filas de asientos se separaron dejando en el medio del salón una ruleta con símbolos rústicos. Los rayos atravesaban el tragaluz.
—Esta es la ruleta de los Dioses. Capaz de terminar con la vida de cualquier ser superior a nosotros —explicó la Viuda Negra, quitándose su velo—. Creada por los mismos Dioses si una guerra entre ellos se desataba. ¡El día de hoy, por fin será usada para con su propósito!
—A continuación, se leerá la lista de los seleccionados para su pronta activación —anunció el enano.
Santiago tragó saliva mientras sacaba una lista de nombres.
Elemento del fuego...
Elemento del agua... Gargouille
Elemento del aire... Luriel S. Leone Bahr
Elemento de la tierra... Juana Leone Bahr
Elemento de la muerte...
Elemento de las serpientes...
Elemento de la guerra...
Elemento del oro...
Elemento de los astros... Leonardo San Juan
A Leo se le pusieron los pelos de punta. Escuchar el nombre de Gargouille lo obligó a buscarla con la mirada.
Ella no estaba tan lejos. A unos poco metros de distancia de él. Estaba junto con el Efrit y Anansi, que, al igual que Leo, se voltearon para verlo.
Solo inclinaron la cabeza para saludarlo.
Leo se abrió paso entre la multitud hasta llegar a la ruleta. Todos iban, de a poco, ocupando su lugar. Él, al no conocerla, tardó en encontrar su lugar.
La Viuda Negra se colocó en el centro y alzó los brazos, mientras recitaba un hechizo. La luna se posó en el tragaluz y alumbró la ruleta. Las cicatrices de Leo comenzaron a arder y brillar. Y no era el único. Muchos otros en la Salamnaca comenzaron a brillar, mostrando cicatrices.
Se volteó hacia sus amigos, preocupado.
Teodora tenía los ojos llorosos. Se estaba tapando la boca con sus manos (como si eso disimulara su cara de espanto), mientras que Alebrije reposaba sus manos en sus hombros, aunque él tampoco se atrevía a mirar. Don Andrés solo bajó la cabeza.
Un resplandor cegó a toda la sala. Los únicos sanos (Aparte de quienes no estaban en la ruleta) eran Santiago, Juana y Leo. El resto de monstruos estaban tirados en el suelo, con un relámpago atravesando sus cuerpos y extendiéndose hasta consumirlos por completo. Una vez que esto ocurría, las criaturas perdían la conciencia.
Leo iba a recordar para toda su vida la velocidad con la que corrían Efrit y Anansi para ayudar a Gargouille, que ya se había desmayado. El relámpago recorría desde su cola hasta su frente. Intentó acercarse y socorrerla, pero fue en vano.
Sus ojos se cerraron rápidamente, perdiendo lentamente el conocimiento. Lo último que escuchó fue a Teodora gritarle para que despertara.
Notes:
En el fanfic también hay OC míos. Los creé nada más para ayudar en la historia, y, si bien son importantes para el desarrollo de la misma, no van a interferir en el Canon.
Comenten que les va gustando y sugerencias <3
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Activador número 1:
Anillo de Tláloc
El anillo del Dios Azteca, Tláloc, es capaz de invocar lluvias, rayos y tormentas, junto con el control total del agua (Y otros líquidos) en sus distintos estados.
Es uno de los tres activadores de la ruleta, puesto que él mismo lo ofreció cuando se realizó el primer ritual. También fue quién aportó la idea de que fuera esta la manera de usarla, sabiendo que los mortales jamás encontrarían los tres activadores.
Yace en las fauces de la selva amazónica peruana, protegido por el Tunche, un monstruo selvático que se transforma en los seres queridos de sus víctimas para luego engañarlas y deborarlas. Nadie nunca ha visto su verdadera forma, y está asegurado que nadie la verá.
Las teorías de porqué este ser tiene el anillo son varios: Lo robó, se lo regalaron o, simplemente lo encontró.
Pero dicen las malas lenguas que el Dios habría hecho un trato con él. El Tunche exigía algo de mucho valor, por lo que Tláloc le dejó su anillo.
Las causas por las cuales llegaron al trato son desconocidas.
Extracto del diario de viajes de
M. Leone Bahr
Leo despertó agitado. Estaba en su aerobarco, pero con ninguno de sus amigos cerca.
Se levantó de golpe de la cama y comenzó a caminar. No sabía aún a dónde, pero a algún lado llegaría.
—No doy más —escuchó decir a Juana, que se caía sentada en la cocina.
—¡Bue!, vos también elegiste el pájaro más grande para escapar —le recriminó Santiago.
—¿Qué era eso? —preguntó Alebrije.
—Es prehistórico —dijo la chica—. Dentro de unos años van a encontrar los huesos.
—¿Alguien puede decir que pasó? —interrumpió Leo, apoyándose en el marco de la puerta.
Todos los miraron, sorprendidos.
—¿La parte en la que te desmayaste o la que flotaste como un globo? —preguntó ella, sin tapujos.
El torbellino que simulaba el brazo de Santiago se disolvió, mostrando una prótesis muy avanzada. Se la quitó con cuidado, mientras Juana sacaba un destornillador y tornillos de su bolsillo, consiguiendo que ella se calle.
—Lo importante es que salimos de ahí —dijo el enano, cambiando el tema—. Soy el Pombero, es un placer conocerlo, San Juan.
—No cambien la conversación. Solo quiero saber qué pasó.
—Cuando tomamos nuestros lugares en la ruleta, algo salió mal —comenzó a explicar Santiago—. La ruleta funciona gracias a muchos hechizos y como no resultó, todo terminamos afectados —estiró el cuello hacia la izquierda, mostrando el rayo que había consumido a Gargouille, extendiéndose en él.
—Perdimos miembros —continuó el Pombero—, y nos vamos a morir si no rehacemos el ritual y le ponemos un freno a Huitzilopoxcli.
—Después del "rayo", todos empezamos a volar por el cielo —agregó Juana, sin despegar la vista de la prótesis—, como seguía consciente, me transformé y pudimos salir rápido. Si te quedó alguna marca de espolones, fui yo.
—Ahora estamos yendo al Perú —le dijo Teodora—. Para reactivar la ruleta, necesitamos los activadores.
—¿Los qué?
—Son tres objetos sagrados que activan la ruleta. Una vez con eso, podemos buscar a los otros pilares y usarla en contra de los Dioses —se apresuró a decir el Pombero—. ¿No le dieron el diario de tu papá, nena? —se dirigió a Juana.
La chica levantó la mirada del brazo magnético con pesar.
—Todavía no lo terminé. Me faltan unas páginas.
—Hay una fecha —interrumpió Santiago—. El tiempo límite. 23 de Junio. No importa el año o siglo. El 23 de Junio, van a preparar sus armas y ejército y nos volarán en pedazos.
—Okey. ¿Y qué es, exactamente, lo que buscamos? —preguntó Leo.
—Un Macuahuitl, una máscara y un anillo.
Si no le gustó la selva Misionera, el Amazonas peruano era peor. Más humedad, más calor y más plantas tontas que se metían en su camino.
Juana y Santiago iban delante, mientras que el Pombero iba solo atrás, por lo que, si el Tunche se aparecía, ambos lo podrían atacar desde dos puntos separados.
—¿Y por qué se lo tengo que dar? —le preguntó Juana a su hermano—. Papá no lo pudo terminar de escribir y me pidió que yo lo hiciera.
Leo arqueó una ceja. Iba detrás de ellos escuchando todo... Y no entendía mucho. Necesitaba contexto. Teodora, por otro lado, se limitaba a resistir la risa de las caras de Leo. No lo podía evitar, pero verlo intrigado era muy gracioso.
—Bueno, Juani, no te pongas así —la intentó consolar su hermano.
—¡¿Cómo querés que me ponga?! No quedó casi nada de papá, y, lo único que pude rescatar se lo tengo que dar a un pibe que no conozco.
—Es solo un libro, Juana.
—¡¿Un libro?! ¡Papá no se murió en tus brazos, Santiago!, ¡Es todo lo que tenemos de él!
—¡Calláte boluda! —siseó—. ¡Nos puede escuchar!
—¿Qué va a escuchar? ¿Cómo sopla el viento? Te aviso, Santiago, el diario no se lo va a quedar.
Leo se puso pálido. Miró a Teodora y señaló con la cabeza a los hermanos.
Claramente, ella no le entendió.
—¿Te sientes bien? —preguntó en susurros.
Leo afirmó con la cabeza. A Teodora no le importó y volvió a preguntar:
—¿Quieres que frenemos?
—Sigamos —respondió—. Creo que todavía estoy mareado.
—¿Y si sí nos escuchó? —preguntó Juana, mirando a Santiago fijamente.
—No creo, me daría cuenta. Igualmente, tenés que controlarte.
Mientras más se adentraban en la selva, sus oídos se agudizaban. Era más consciente de su entorno. En cualquier lugar, en cualquier parte, el Tunche los podía estar espiando.
Leo tuvo que chocar contra un árbol para notar que estaba dando vueltas en círculos. Solo.
—¡TEODORA! —gritó—, ¡ALEBRIJE!, ¡DÓN ANDRÉS!
Pero nadie le respondió hasta un par de minutos después. De entre medio de tantos árboles, una voz suave, de anciana, lo llamaba.
—¡Mí Leo! —suspiró su abuela desde lo lejos—. ¡Mi niño!, ¿Qué has hecho?
—¿Abuela? ¡Abuela, no te acerques!
—¿Cómo se te ocurre matarme?
Leo se quedó estático. No por lo recién dicho, sino por su "abuela". Un pequeño hombre con la piel manchada por el carbón se le acercaba fingiendo ser su abuela. Estaba cubierto por un poncho y pantalones grises, aunque andaba descalzo y era calvo.
—¿Qué dices, abuela? —preguntó, siguiéndole la corriente.
—Lo hiciste. No me cuidaste como debías... Me quedé sola.
—No, abuela, no. No sabía que...
—¡ERES UN DESGRACIADO! —gritó el hombre con voz de anciana—. ¡ME ABANDONASTE!
Pequeñas lágrimas rodaron por sus mejillas. Aún sabiendo que era una mentira, los comentarios en serio le afectaban. Él tenía razón. Cerró sus ojos con fuerza, como si eso fuera a solucionar algo.
—Entregate, m' hijito —susurró—. Ve con el Tunche. El sabrá que hacer...
Leo alzó la vista. Sabía lo que tenía que hacer. Alzó su puño derecho cerrado y se lo estampó al hombre en medio de su nariz, tirándole hacia atrás.
La luna brillaba con todo su esplendor sobre los árboles. No tardó mucho en reflejarse en el cuerpo de Leo. Sus cicatrices comenzaron a iluminarse fuertemente. El Tunche lo miraba asombrado.
Si bien había experimentado muy poco sus nuevos poderes, sabía que podía manejar la luz de la luna. Leo alzó las manos al cielo y un rayo de luz atravesó al Tunche, directo en el corazón, cayendo al suelo, retorciendose y emanado se su pecho unos rayos blancos que lo envolvieron. Se parecían mucho a los que estaban en Gargouille.
Se quedó estático, mirando la escena, hasta que algo lo golpeó en la espalda.
—¡Ay, Leo!, ¿Qué hacés acá?
Era Juana. Sus cicatrices también brillaban. Aparte de la del rostro, tenía unas cuantas en los hombros, piernas y abdomen.
—Escucha, creo que maté al Tunche, tenemos que encontrar a los otros.
—¿Qué? ¿Cómo?— Juana se veía asustada—. Leo, ¿Dónde lo dejaste?
Él se movió para mostrar su cuerpo, ya casi desintegrado.
Ella cayó de rodillas al lado del cuerpo inerte del Tunche y comenzó a rezar. Era un idioma extraño. No el que hablaba con su hermano, otro. Rezaba con miedo en su voz. Sus brazos estaban extendidos y las palmas de las manos bien abiertas.
Del pecho del Tunche, una bola verdosa y titilante, salió, iluminando toda la selva, probablemente.
Esta comenzó a acercarse a Juana, que no presentaba resistencia. Sólo cerró los ojos, respiró hondo y la bola se dividió en dos, entrando por sus manos.
Juana se alzó por los aires. De las manos nacieron flores, del cabello creció una liana y, del pecho, se formó una semilla.
Pero de golpe, cómo si lo que la sostuviera se hubiera cansado de ella, cayó al suelo.
Tomó la semilla entre sus manos y dió una oración final. Luego, hizo un pequeño pozo y la plantó ahí.
Leo quedó atónito.
—No le digas a nadie de esto, ¿Me escuchaste?
—¿Ni a tu hermano?
—Nadie.
Leo se limitó a asentir con la cabeza.
—¿Estás bien vos?
—Creo, ¿Qué te pasó?
—Cuando una criatura se muere, su enersob, o sea, la bolita esa, se pasa a otro ser con poderes similares, antes de que una parte se transforme en semilla. Vos tenés que plantarla sí o sí. Sino, no vuelven y el ciclo de la vida sobrenatural no funciona —le explicó, mientras caminaban por la selva.
—¡¿Y tú quieres que el Tunche vuelva?! —exclamó Leo, indignado.
—Todos tienen su propósito, Leo. Hasta el Tunche, por más forro que sea.
—Y si no intervenías, no volvería, ¿Cierto?
—Ya le agarraste la mano. También hay casos de que pasan a ser parte de la naturaleza, como las flores y piedras.
—¿Animales?
—No. Se quedan en estado vegetal.
—Ya veo... Oye, ¿Por qué no tienes nada de tu padre?
Juana quedó en Jaque Mate. Se puso colorada de la vergüenza.
—¿Desde cuándo hablas Venti?
—¿Venti?
—El idioma del viento. Yo lo entiendo porqué mi hermano es el Luriel, pero vos... Me parece raro... —hizo una pausa corta—. Perdón.
—Te entiendo. Cuando mis padres murieron, mi abuela quería vender la ropa de mi madre. Me enojé con ella porque creí que nadie le daría un mejor uso que ella y que yo podía cuidarlos, pero entendí que estaba equivocado. No podía quedarme con tantos vestidos porque: Uno, no los usaría y dos, sí necesitábamos ese dinero.
—Qué deprimente.
—Sí, pero aún tengo unos recuerdos con ella. ¿Eras tan cercana con él?
—Más que mis hermanos, seguro. Él me eligió para acompañarlo a la misión de la Hermandad. Él me ayudó a descubrir mi talento para fabricar cosas... Se me murió en los brazos... Y eso no creo que me lo hayan perdonado...
—¿Por qué? Si él quería que lo acompañaras...
—Pero no era lo que le habían pedido. Querían que fuera con él un hijo varón, no yo. Todavía no creen que esté capacitada.
—¿La Logia? ¿No la lidera una mujer?
—La Viuda Negra podrá ser la líder, pero nadie la escucha. Todos hacen lo que quieren en las misiones.
—Cómo tu padre.
—Él era un Luriel, podía hacer lo que quisiera porque formaba parte del consejo, aunque recibiera órdenes. Y ahora está mi hermano ocupando su lugar.
—¿Y eso te preocupa?
—¿Cómo no me va a preocupar? Vos porque estuviste desmayado, pero hoy pasaron los límites. No quiero que otro se muera.
A lo lejos, Leo pudo reconocer la inconfundible voz de Teodora, que, al parecer, le hablaba sin parar a Santiago y Alebrije.
—Apenas encuentre mi aerobarco, te mando el diario —le dijo Juana—. Pero va a tener algunas anotaciones mías. Me imagino que no te molesta, ¿Verdad?
—Claro que no.
Pero antes de que diera otro paso, Juana lo agarró del hombro.
—Al final no tenían razón.
—¿Qué?
—Me dijeron que eras malísimo convenciendo a los demás.
Notes:
Holiiii volví con el nuevo cap, espero que les guste!!!!
Si tienen dudas o preguntas por mis OC o cómo sigue la historia no tengan miedo a preguntar, les juro que no muerdo jajja
Chapter Text
Dotados:
Quienes son y porqué son tan importantes.
Cuando hablamos de Dotados, nos referimos a una de las más bajas posiciones de la pirámide social mágica. Se encuentran justo por arriba de los mortales (Osea, la gente común), por lo que están a un escalón de ser la base de toda la magia. Lo cual es verdad. La posición baja es algo impuesto por los Altos rangos (Dioses, semidioses y monstruos) para que estos se creyeran poco especiales, aunque no saben que, en realidad, sin ellos no habría magia.
Los dotados son personas sumamente importantes. Son quienes ven lo que otros no y, en caso de una guerra entre los dioses, ellos serían de los primeros en detectar dioses que espían disfrazados de compañeros, ya que son capaces de percibir el Enersob de las criaturas, algo que nadie más puede hacer.
También pueden poseerlo y usarlo a su favor. Cuando una criatura u otro dotado lo permita (Si no es que están muertos), puede transferir su Enersob a otros, para que lo guarde o use. Siempre y cuando sean compatibles.
Extracto del diario de viajes de
M. Leone Bahr.
Se habían separado minutos después de encontrase. Juana, Santiago y el Pombero se fueron por su lado, mientras que Leo y su equipo volvían a la nave.
Apenas entró en la cocina, estaba colocado sobre la mesa el diario de Leone Bahr padre.
Su encuadernado era de cuero negro con un espiral de portada.
Leo lo abrió. En la primera página había una pequeña dedicatoria:
Sálvese quién lo lea.
"Genial" pensó. "Una advertencia a principio del libro, para nada aterrador".
—¿Qué es eso, Leo? —preguntó Teodora, mientras descendía a la cocina.
—El diario del padre de Juana y Santiago —dijo—. No entiendo cómo hicieron para dejarlo aquí...
—Que raro. Oigan, ¿No notaron como que hablaban entre ellos?
—¿Qué quieres decir, Alebrije?
—Que parecía que hablaban en otro idioma. Antes de que apareciera el Tunche, Juana le hacía muchos gestos con sus manos, como si estuvieran hablando.
Teodora enarcó una ceja.
—¿Estás seguro?
—Alebrije tiene razón. Hablan Venti.
—¿Y qué es eso?
—En uno de mis viajes por América conocí a una tribu cerca de Brasil —interrumpió Don Andres—, donde uno de ellos, siempre que quería hablarme, sonaba un fuerte viento. Más tarde, me explicaron que controlaba el aire y, por ende, hablaba de esa manera. Le llamaban... ¡Ay!, no puedo recordardarlo.
—Eso es lo que debía ser su padre —concluyó Leo—. Un Luriel es el que controla el viento.
—¡Eso es lo que el hombre era! —exclamó Don Andrés, orgulloso de poder reconocer el nombre.
—¿Y qué le pasó al padre?
—Ella dijo que los habían mandado a una misión y que murió ahí. La misión debió ir de infiltrados a la Hermandad y el diario lo tuvo que haber escrito en ese momento.
—¿Y tendríamos que confiar en ellos?
—No tenemos a nadie más, Teo. Juana fue muy amable en darnos el diario.
—Okey, busquemos el Macua-Eso, la máscara y será todo.
Un golpe movió el barco, seguido de una dulce melodía, que parecía lejana, aunque ninguno sabía que estaban muy cerca.
Los cuatro salieron a la cubierta para encontrarse con unos pájaros espantosos, pero con cara de bellas mujeres. Se posaban en las barandas, el mástil y, casi cualquier zona donde pudieran. Se comportaban como palomas, a pesar de su aspecto.
Todas entonaban una melodía atrapante. No sabía muy bien qué era, pero Leo sentía que lo llamaba. Se acercó a la borda, inconsciente y trató lanzarle, hasta que una soga lo atrapó.
Teodora tiraba del otro lado. Desesperada. Rogaba porque no se cayera. Gritaba su nombre, asustada, tratando de ganarse su atención. Pero nada.
Las sirenas cambiaron el ritmo. Ahora gritaban una melodía agresiva y molesta. Ella aguantaba. Estaba soportando un dolor inhumano, pero sus cánticos terminaron ensordeciendola y obligandola a taparse los oídos...
Y soltar la soga.
Afortunadamente, Alebrije no escuchaba. Se aferró a la soga y tiró de ella con tal de salvar a Leo, que ya lo veía completamente hipnotizado.
—¡DÉ LA VUELTA, DON ANDRÉS!—gritó, desesperado—. ¡DÉ LA VUELTA!
—¡Eso intento!—alcanzó a responder el fantasma.
Con Leo hipnotizado y Teodora casi sorda, huir era imposible. Pero lo intentaron, de todos modos.
Don Andrés giró el timón por completo, maniobrando para no chocar contra las rocas. El viento estaba a su favor, por lo que avanzar una vez terminado el rescate, huyeron deprisa.
Una vez que lograron alcanzar una zona tranquila, hicieron un recuento de los daños.
—Solo se rompieron las velas —dijo Teodora—. Por suerte, el mástil está intacto.
—Oigan, ¿Y Leo? —preguntó Alebrije—. No está en todo el barco.
—Pero no lo vimos caer —agregó Don Andrés.
—Demos la vuelta —ordenó Teodora.
Notes:
¿En donde creen que va a terminar Leo? Nos vemos el 23 de Noviembre
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Inframundo
El más allá de los griegos, un mundo subterráneo con distintas localidades para los muertos, siendo los campos Elíseos lo más codiciado, reservado para héroes. Una vez tu alma llegue, tenés que esperar a que Caronte te lleve hasta la otra orilla del río, aunque puede tomar eternidades. Aparte, hay que pagarle dos monedas, eso sería un pase rápido.
Ante cualquier inconveniente, golpea el piso tres veces. Te responderán.
Extracto del diario de viajes
de M. Leone Bahr.
Uno suele pensar que la muerte es fría y rápida. El inframundo también lo era, excepto por la rapidez. La fila para cruzar el río parecía eterna y a Leo no le gustaba estar ahí, ¡Y que mejor forma de avanzar había, que colándose!
Los muertos tampoco mostraban tanta resistencia. La mayoría eran jóvenes. Era normal para la época, las enfermedades acababan con cualquiera, pero empezar a ver tantos niños desesperó a Leo aún más.
El barquero del inframundo se veía como un gato egipcio. Viejo, arrugado y sin un solo pelo. Tampoco tenía ojos. Solo los huecos de estos, que eran iluminados por unas pequeñas flamas de fuego azul que simulaban sus pupilas.
—Vuelve a la fila, mortal.
—Necesito volver. ¿Sabe cómo puedo hacerlo?
—Vuelve a la fila, mortal.
Leo se mordió el labio. No iba a recibir ayuda alguna ahí abajo. Salió de la fila y volvía al fondo, resignado, hasta que alguien lo frenó.
—Habla con Hades —dijo un soldado, que aún empuñaba su espada, como si todavía no aceptara su muerte. Tenía golpes en el cuello, abdomen y moretones en todos los brazos, sin contar lo marcadas que estaban sus venas. Su armadura le era familiar—, pero no le hagas perder la paciencia.
—¿Qué?
—Tres golpes al suelo, Leo, él te va a escuchar.
La fila avanzó con el soldado en ella. Leo se quedó quieto en el lugar.
Miró al suelo y luego a la fila. ¿Qué podía perder?
—Esto no nos puede estar pasando de nuevo —se quejó Teodora.
Estaban encarcelados, otra vez, pero no acusados de brujería o porque haya otro alebrije en el mismo lugar... Se trataba de una cárcel divina.
Apenas dieron la vuelta, un viento muy fuerte los elevó por los cielos hasta llegar al Olimpo, con todos los dioses presentes. Sobra decir que los problemas no terminaban ahí.
Al parecer, la Logia había difundido los sucesos en la junta y ahora los buscaban para rehacer el ritual. Eran ahora prófugos, y, cualquiera que los reconociera y no hablase, también sería castigado.
—Solo espero que Leo esté bien —rogó Don Andrés—. Es demasiado joven. Son muy jóvenes ambos.
—Lo lamento, pero su amigo no lo está—contradijo una chica desde un agujero de la celda contigua.
Solo se veían sus ojos verdes, piel bronceada y cabellos amarronados a través del hueco.
—¿Qué quieres decir?
—Mi padre lo llevó al inframundo, pero, si consigue convencer a Hades, probablemente vuelva.
Teodora se tapó el rostro con sus manos para que no la vieran llorar. Alebrije le dió unas palmadas en el hombro, pero sentía como se le hundía el pecho.
—¿Y usted, señorita, es...?
—Acantha, hija de Tánatos, Dios de los muertos.
Una mujer se presentó ante Leo. Una Diosa, más bien.
Era pelirroja con el cabello rizado, que, a su vez, flotaba como si fuera una nube. Sus ojos eran verdosos y tenía pecas doradas por todo su rostro que resaltaban de su piel aceitunada y cuerpo delgado.
Vestía una túnica gris con pequeños detalles negros bordados en las mangas que caían en sus hombros.
Estaba sentada en un trono de oro con varias flores en el respaldo, avivando la sala, de cielos razos y columnas de mármol negro, rodeados de tapices bordados que mostraban los ríos, campos y criaturas del Inframundo.
—¿Me llamaste? —la voz de Perséfone era dulce y suave, capaz de calmar a cualquiera.
—Disculpe, su... Majestad, no pensé que usted estaría aquí... Pensé que ...
—Mi esposo está en el Olimpo. Seré yo quién te juzgue. Habla, Leonardo San Juan.
—Eh... Yo... Me dieron una misión. Tengo que terminarla, sino, el mundo se acabará.
—Todo tiene un final —sentenció ella, con seriedad—, aunque admito que tus logros son impresionantes.
—Bueno... Ahora debo encontrar unos artefactos para volver a realizar el ritual de la ruleta, para que esta vez nadie salga lastimado.
La Diosa se levantó del trono, con cara de espanto.
—¿A qué te refieres?
—El ritual fracasó.
—Sabemos que no funcionó —interrumpió—. Pero no que hubo heridos. Nunca ha pasado.
—Es que la Logia quiso usarla sin los activadores.
—Ya veo... —Perséfone comenzó a caminar hacia él—. ¿Estarías dispuesto a cumplir con tu misión, aún sabiendo que volverás aquí cuando todo termine?
—¿Qué?
Los doce olímpicos estaban reunidos en la mesa. En la prisión tenían a tres de los cuatro prófugos más buscados al momento. Podrían chamuscado ahí mismo y nadie haría algo. Pero no reaccionaban.
Por primera vez en mucho tiempo, no se les ocurría nada.
—No comprendo como llegaron hasta aquí —confesó Hestia—. Ningún mortal pudo antes. ¿Por qué ellos sí?
—Viajaban en un barco de la Hermandad —dijo Atenea—. Son hechos tan resistentes para que puedan atravesar cualquier barrera divina. Además, ¿Uno de ellos no había absorbido a Coioalxauqui?
—Sí, pero está muerto —agregó Hades—. Perséfone está a cargo de su juicio.
—Dile que lo traiga aquí —opinó Zeus—. Lo podríamos usar a nuestro favor.
—¿Cómo? —preguntó su esposa, Hera.
—Le daremos nuestro apoyo.
Todos se sorprendieron ante la idea.
—Piensenlo. Nos amenazaron con una guerra y este mortal puede absorber la energía de otros dioses. Si está de nuestro lado, pronto seremos los únicos a quienes adorarán.
—¿Qué seguridad tenemos de que aceptará nuestra ayuda y no usará la ruleta en nuestra contra? —preguntó Artemisa.
—No tienen a nadie más —respondió Zeus.
—No entiendo.
—¿Necesitas una explicación más clara? Te dejaremos volver, y si es necesario, nos uniremos a tu causa, pero una vez la guerra acabe, tu volverás con nosotros.
Hubo un silencio sepulcral por un momento.
—Eres un peligro para todos, Leonardo. Sólo te ofrezco una manera de proteger a tus seres queridos.
Leo miró a la Diosa, con un poco de odio. No era justo, pero tampoco podría escapar de allí.
Con la mano temblorosa y el corazón en la boca, Leo extendió su brazo.
Por alguna razón que ninguno entendía, fueron devueltos a la tierra, donde decidieron quedarse por la noche, para zarpar en la mañana.
Fue allí donde la joven Acantha se ofreció a buscarlo.
—¿En serio podrías? —le preguntó Teodora. Sus ojos se iluminaron por la ilusión, aunque seguían rojos.
—No veo porqué no.
Acantha se arrodilló y enterró sus dedos en el suelo. Cerró los ojos y se concentró.
—Está en el Hades —dijo—, habló con un muerto e invocó a Perséfone. Está... ¿Hablando?
—¿Cómo?
—Habla con una diosa. Trata de volver. No está muerto —les dijo Acantha, una vez que sacó sus dedos de la tierra—. Está en el medio... O algo parecido.
Teodora respiró, aliviada.
—Él volverá. Estoy segura.
—¿Cómo aprendisteis a hacer eso?
—Mi madre supo lo que era apenas nací. Me envió con unas sacerdotisas para que aprendiera más sobre mi padre.
—¿Y por qué terminasteis encerrada?
—Mi responsabilidad se fue de mis manos. Las sacerdotisas me usaron para acabar con todo aquél que se opusiera a ellas. Fue Atenea quien me atrapó — explicó—. Sé perfectamente que todo aquél que conozca está muerto. Lo sentí mientras estuve encerrada. Esta no es mí época.
Un hueco se abrió en el suelo, con Leo emergiendo de él. La luz del sol lo cegaba. Sus amigos corrieron a socorrerlo. Era tan ligero como una pluma, además de presentar una clara palidez.
Teodora se lanzó a abrazarlo apenas el hueco se cerró. Luego se sumó Alebrije, tirandolos al suelo.
Una vez terminadas las presentaciones, Leo les contó todo lo sucedido.
Acantha escuchaba atentamente. Era la primera vez que ayudaba a alguien para encontrar un muerto, y se sentía orgullosa.
De repente, su hombro empezó a brillar. Emanaba una luz verdosa que dibujaba una calavera en su piel.
Todos se asustaron e intentaron socorrerla, pero antes de que Leo le tocase el hombro, la chica había desaparecido.
Notes:
Holii, espero que les esté gustando el fic, voy a empezar a subir los capítulos el 23 de cada mes para organizarme mejor y llegar a tiempo!!
Disfruten!!
Chapter Text
Shahmaran, reina de las serpientes
Las apariencias engañan. Nunca hagas un trato con ella, incluso si fuera lo último que podrías hacer en vida.
Extracto del diario de viajes
de M. Leone Bahr
Leo había pasado las últimas noches analizando todo lo vivido en Grecia. Cayó al inframundo, hizo un trato con Perséfone y la chica que descubrió que estaba vivo se esfumó en el aire...
Nada tenía sentido.
Había intentado usar sus poderes. Se le bajó la presión. Perséfone lo había engañado y ahora no podía hacer nada para evitar su destino.
Y por si no fuera poco, el tocadiscos (que de repente funcionaba) marcó un bosque en el imperio otomano, registrando una gran concentración de Enersob.
Don Andrés estaba firme con la idea de que allí encontrarían la máscara y en parte, Leo coincidía con él, pero trataba de no hacerse ilusiones.
—Espero que esa máquina infernal al fin sea de ayuda —opinó el fantasma apenas desembarcaron.
—¿Y si en vez de mostrar la máscara, nos indica la ubicación de alguien? —insinuó Alebrije.
—Estoy de acuerdo con Alebrije —dijo Teodora—. Si no marcó el anillo de Tláloc, ¿Por qué lo haría con la máscara?
Don Andrés miró a Leo, tratando de que lo apoye.
—Ella tiene un punto —admitió.
—¡Bah! Lo dices porque te gusta —exclamó el viejo.
Alebrije comenzó a reírse estrepitosamente, mientras que la cara Leo se teñía de carmesí. Gracias a Dios, Teodora se había adelantado y no escuchó nada, según ellos.
Pero, igualmente, iba a matar de nuevo a Don Andrés. Lo tenía decidido.
Mientras más se adentraban en el bosque, más oscurecía.
—¿Las serpientes hibernan? —se preguntó Alebrije.
—Sí —repuso Leo—. ¿Por qué preguntas?
—Es que vi un par cerca nuestro, y como hace frío...
—Mientras no pisen ninguna —opinó Don Andrés —, creo que estareis bien. No debe vivir nadie en kilómetros.
Lo que Alebrije había mencionado era cierto. Leo se giró hacia atrás, solo para notar a un gran grupo de serpientes cerca de ellos, como si escaparan de algo o alguien les impidiera hibernar.
Y para peor, su "suerte" había desaparecido. Solo tuvo que dar dos pasos más cuando un hueco se abrió en el suelo, succionándolo. A pesar de que sus amigos actuaron rápido, sus esfuerzos no fueron suficientes para evitar la desgracia que acontecería. Teodora, al ser la primera en reaccionar y tomar a Leo por el brazo, terminaría siendo arrastrada junto a él por el pozo, que no parecía tener deseos de soltarlos.
En una milésima de segundo, tanto Teodora como Leo, caerían en la oscuridad.
—¿Estás bien? —preguntó Leo—. Teo—la tomó de la mano, ayudándola a erguirse—, ¿Te encuentras bien?
Leo siempre preguntaba lo mismo dos o tres veces, solo para asegurarse. Teodora se sentía exhausta (y eso que solo cayeron al vacío).
Lo único que podría pedir en ese momento, era volver a casa. Odiaba admitir que detestaba todo ese mundo siendo mortal, pero sabía que la necesitaban (que Leo la necesitaba) de esa manera.
—Sí, no te preocupes, creo que caímos en algo suave.
Ambos voltearon para descubrir el horror.
El amortiguador de la caída no era otra cosa que piel vieja de serpiente. Y en gran cantidad.
—¡Ay Dios!, Que asco.
—Creo que no estamos solos.
—¡Es obvio! Además de nosotros, probablemente un reptil gigante... ¡O más de uno!
—Tampoco es para tanto, saldremos rápido.
—¿Cómo? ¿Escalando por donde caímos?
Leo frunció el ceño.
—¿Y tú qué propones, genio?
Teodora miró a su alrededor. La cueva estaba iluminada (sorprendentemente) de manera natural. Había otra salida aparte, y no muy lejos de donde estaban.
—Seguir la luz —respondió, ingeniosamente.
Lo había dejado en jaque, ambos lo sabían. No solo porque era algo que ella frecuentaba hacer, sino porque fue obvio. Con tal de no hacerle caso a los extraños planes de Leo, Teodora era capaz de muchas cosas, entre ellas, llevarle la contraria. Él debía admitirlo, eran muy buenos planes, pero tenía orgullo, poco, pero lo tenía, y no pensaba perderlo con ella.
Por el momento.
—Y si "el reptil gigante" está allí, ¿Que hacemos?
Ahora ella estaba en jaque.
—Buen punto.
—Gracias.
Miró la fuente de luz, luego el agujero y se decidió:
—Lo enfrentaremos, aunque me de asquito.
—Por "enfrentaremos", quieres decir ambos ¿No?
—¡Claro!, ni que fueras a pelear tu solo —respondió ella, mientras comenzaban a caminar—. Te partiría a la mitad.
—¿Por qué somos amigos?
—Porque hago actos de caridad con gente rara como tú.
—¡Ey! —Leo le dio un empujoncito, que Teodora devolvió como un codazo en el estómago.
Siguieron caminando, siguiendo los rayitos de sol hasta llegar a un gran jardín subterráneo, repleto de plantas exóticas que se alimentaban por medio de un tragaluz. Dentro del jardín improvisado, se hallaba una mujer sentada en una fuente, o, bueno, una media mujer.
La criatura era mitad mujer mitad serpiente. Tenía, en lugar de piernas, el cuerpo de una serpiente, con cabeza de dicho animal incluida. Su piel era pálida, tenía el cabello negro recogido en un rodete y sus ojos eran amarillentos. Demasiado amarillos.
Tenía puesto un vestido rojizo que cubría su cuerpo por comoleto hasta el suelo, con su cola sobredaliendo. Las mangas eran de tul y el collar que llevana también tenía tonos rojizos.
Ella había despojado la vista del libro que tenía entre sus manos, solo para enfocarse en Leo y Teodora. Su rostro se iluminó al verlos.
—¡Ya era hora, San Juan!
—Disculpe... ¿La conozco?
La mujer se levantó. Era mucho más alta de lo imaginado.
"Eso explica toda la piel" pensó Leo.
—Estuvimos en la Salamanca reunidos, pero no cruzamos palabra, claro, yo estaba alejada.
—Ya veo...
La mujer enfocó su vista en Teodora, como si la presencia de ella le molestara.
—Pensé que había venido solo.
Leo miró a Teodora, confundido, y luego a la mujer.
—Y yo pensé que nunca más estaría bajo tierra, y henos aquí.
En el rostro del monstruo, se dibujó una pequeña sonrisa burlona.
—Qué gracioso. Ustedes los dotados se creen muy listos, ¿Verdad?
—¿Los qué? —preguntó Teodora.
—Miren, no los traje para hacer chistes. Estamos en una situación crítica y si no van a hablar conmigo, lo harán con mis hijas.
De las paredes, comenzaron a desprenderse serpientes esmeraldas, amarronadas y blancas. Los comenzaron a rodear lentamente.
Un paso en falso y morirían.
Leo tomó la mano de Teodora con decisión.
—¿De qué venimos a hablar, exactamente?
Shahmaran sonrió, satisfecha.
—Dioses. Para eso te traje.
Alebrije no podía estar más desesperado. Llevaba más de una hora escarbando sin conseguir rastro alguno de sus amigos, aunque la esperanza en su interior persistiera.
—¿Creéis que haya sido alguna bruja?
—Nos habría atacado a todos —Alebrije abandonó la excavación, sentándose en el suelo, resignado—. ¿Qué vamos a hacer?
Don Andrés se sentía su lado.
—No os preocupéis, amigo mío. La solución aparecerá.
Y apareció.
Un hombre alto, de piel aceitunada, ojos avellana y cabello negro les preguntó si habían perdido algo, y, cuando le explicaron la situación, él los guió hasta un hueco en el suelo.
Shahmaran era una reina y ese fantástico jardín, su palacio. Controlaba a las serpientes y los bosques perfectamente. Todo lo que hacía, lo demostraba en pinturas al óleo.
Pinturas de ella en medio de un bosque, rodeada de serpientes, ella junto a un hombre, ella completamente sola...
Leo y Teodora habían sido llevados a una sala con una extensa mesa de mármol negro acompañada de 13 sillas. Las paredes estaban revestidas con un papel tapiz color verde musgo y con pisos de madera pulida.
Y frente ellos, ahí estaba. Una repisa con ocho serpientes disecadas, en distintas poses y cada una con una especie de runa grabada en el "pecho".
Era escalofriante.
—¿Te gustan? —le preguntó a Leo—. Son mis mayores logros.
—¿Las serpientes? —el chico estaba tan nervioso, que hasta su alma comenzó a temblar.
—Ellas solo son la representación de los hechos. ¿Ves las runas? Son lo importante. Antes del inicio del hombre, las criaturas usabamos ese lenguaje —explicó—. Por ejemplo, aquella serpiente de coral, tiene grabado "Escape exitoso"—señaló con el índice.
—¿De dónde escapó?
—La Hermandad.
Leo no se atrevió a preguntar de nuevo.
—Ustedes fueron agentes, ¿O me equivoco?
—Por un tiempo —intervino Teodora—. Pero nos estaban engañando...
—Lo hicieron con todos —interrumpió abruptamente—. Y, siendo ustedes, no me fiaría de los Leone Bahr. Ellos son un problema. Su padre me capturó en primer lugar.
—¿Quiénes?
—El Luriel y la otra chica... ¿Cómo se llamaba?
—Juana.
–Sí, ella, gracias querida —a pesar de que Teodora respondiera, los ojos de Shahmaran se clavaban en Leo—. Su padre era despiadado. Un salvaje. Y ellos son iguales.
—¿Y cómo logró escapar? —volvió a preguntar Leo.
—Me liberé sola de la jaula.
—¿Y qué tienen que ver ellos con los dioses que usted quería hablar? —Leo cambió de tema tan rápido, que hubo un silencio donde los tres procesaban la pregunta.
—Ten cuidado —advirtió Shahmaran, frunciendo el ceño—, esa familia hace tratos con dioses... No son tan diferentes de usted, San Juan.
—Leo, ¿Qué quiere decir? —le susurró Teodora, preocupada.
Leo giró para verla. Shahmaran no podía delatarlo. Era imposible.
—¿No les contaste? —se mofó ella—. Tu amigo hizo un trato con la mismísima Perséfone, a cambio de volver a la tierra. Claro que, después de eso, volverá al Inframundo.
Teodora no podía mirarlo. Dejó su mirada clavarse en la mesa, donde se extendió un papel.
Un contrato.
—Sí lo firmas, Leo, tu otro trato quedará desecho y, a la vez, te ganarás una fuerte aliada. Conmigo, la Guerra Divina será solo una batalla, acabará rápido.
—¿Y qué quiere de mí?
—El Imperio Otomano se llevó a mi esposo. Lo quiero recuperar.
—Bueno, lamento lo de su esposo, pero mis tratos los soluciono yo solito, así que... —Leo se levantó de la mesa y tomó a Teodora de la mano para llevársela, aunque ella evitó el contacto—. Gracias, pero no gracias.
—¿Se van tan pronto?
El cuerpo de Shahmaran se tornó de un verde oscuro, con anillos grises que simulaban ojos.
El hombre los guiaba por la cueva con gran facilidad.
—Cuéntenos, señor... eh...
—Caamsb. Ese es mi nombre.
—¿Cómo es que conoce tan bien este lugar?
—Mi esposa vive aquí y, conociéndola, no me sorprende que se haya llevado a los jóvenes. Suele hacerlo.
Don Andrés y Alebrije se miraron entre sí, perplejos.
—Y... ¿Qué tan seguido es esto? —a Alebrije le temblaba la voz, como el resto de su cuerpo como respuesta a los nervios.
O a la falta de alimento.
—No lo sé. Jamás termino de entenderla. Mi esposa puede ser... Muy violenta, por momentos, es...
Caamsb cerró sus labios de golpe y comenzó a mirar a sus costados. La puerta. La puerta verde que tenía a su costado estaba entreabierta.
Le hizo una seña a ambos para que lo acompañaran.
Abrió la puerta de golpe y se encontró con una serpiente enrollando a Leo y Teodora sobre la mesa para, luego, comerlos.
Con cada apretón, la Boa se agrandaba. Los anillos en su cuerpo brillaban una luz verdosa opaca.
Caamsb corrió hacia el reptil, tomándola por la cola y, junto a Don Andrés, jalaron de ella.
Por otro lado, Alebrije trataba de sacar a Leo y Teodora de la sala.
Le pesaban lo mismo que una bolsa de papas. Teodora, que aún estaba consciente, trató de ayudarlo con Leo, pero la Boa la había apretado tanto, que apenas y podía caminar.
—Teo, ¿Qué les pasó?
—Nos estábamos por ir... ¡Ay, Alebrije! Leo está metido en problemas.
—¿Qué quieres decir?
—¡Eso! Shahmaran le propuso un trato y él no quiso y ahora está desmayado y...
Alebrije abrazó a su amiga, como nunca antes. Quizás eso podría calmarla. No lo sabía con exactitud, pero lo presentía.
Las costillas le crujían, la cabeza le daba vueltas y sentía náuseas. Aún así, lo único que quería Leo era ver a Teodora.
Se levantó como pudo de la cama, se puso la parte de arriba de su pijama y caminó por el pasillo que conectaba sus habitaciones.
Llegó hasta la puerta. Tocó tres veces y esperó.
Unos minutos después, ella le abría, pero por detrás de él
—Leo, estoy aquí.
—¿Qué haces en el estudio?
—¿Y tú qué haces en mi habitación?
—En realidad, estoy en la puerta —corrigió, mientras entraba al cuarto.
Era la primera vez que veía a Teodora en pijama. Tenía un joggin holgado, largo y gris con una musculosa rosa pastel y medias a lunares negras y blancas.
Pero no lo era para ella, verlo con su muda nocturna. Un pantalón amarronado que le quedaba corto y una camisa vieja con las mangas largas hasta los codos.
Ella volvió a sentarse en la mesa, y él la siguió.
—Es lo mismo.
—¿Tú estás bien? —la interrogó, sin darle tiempo para contestar.
—Sí, ya casi no me duele el brazo... ¿Por qué te sigues preocupando por mí?
—Porque sí. Eres muy valiosa para mí... —pausó—. Todos —se corrigió.
Teodora arqueó una ceja.
No entendía por qué a Leo le costaba tanto expresarse. Siempre se autocerregía, dudaba o tartamudeaba. Pero, por otro lado, le gustaba que, al no saber qué decir, se le escaparan palabras cómo "valiosa".
—Ay, Leo, ¡Que tierno eres!, nomás te falta una caja de bombones para conquistar a cualquiera.
—Eres tan graciosa —frunció el ceño—. No tienes idea.
—Bueno, bueno, te explico —accedió—. Resulta que estábamos hablando con ella y quiso hacer un trato contigo, pero como no eres tan menso, dijiste que no. Ella se enojó y dejó entrar una serpiente a la sala.
—¿Y ya?
—¿Me viste cara de cámara para grabar todo lo que pasa?
—Pensé que tenías buena memoria.
—Sí la tengo, solo que hay veces que no la uso —su voz se volvió frágil—. Por ejemplo, recuerdo que Shahmaran te apretó tanto que tus huesos empezaron a crujir, pero se vé que estás intacto.
Ambos compartieron un silencio incómodo.
—Perdón por arrastrarte hasta ahí —Teodora levantó la mirada hacia él—. Si hubiera tenido más cuidado, nada nos habría pasado.
—¿Es una broma? Leo, no me arrastraste. Yo quería ayudarte. Claro que tendrías que ser más cuidadoso, pero no me sentí arrastrada. Lo que me enojó fue que no nos hubieras dicho lo del trato. Pudimos ayudarte por medio de Acantha antes.
—Bueno, también me disculpo por eso. Es solo que no quería que se preocuparan por mí.
—Siempre me voy a preocupar por tí.
—¿Segura?
—Leo, te he visto de estar en coma a convertirte en un adicto al café y la planeación. No hay manera de que no me preocupe.
—Buen punto.
—¿Crees que alguna vez lleguemos a eso?
—¿A qué?
—A qué no nos importe lo del otro.
Leo se volteó a verla. Compartieron contacto visual unos segundos, en medio de un eterno silencio. Los ojos de él se iluminaban con mirarla.
—Imposible —respondió, por fin—. Tú me importas demasiado como para no saber qué te pasa.
Teodora soltó una pequeña risita.
La mano de Leo se posó sobre la suya, apretandola suavemente. Ella recostó su cabeza sobre el hombro de él.
—¿Y me visitarías?
—Sí, claro. Todos podríamos.
Nunca era un Nosotros. Leo siempre tomaba en cuenta al resto de sus amigos y, aunque era muy tierno de su parte, a Teodora le hubiera gustado que no dijera lo último. "Yo podría" era más que suficiente.
Leo sabía que había metido la pata.
—Sí, pero te prefiero a tí.
Levantó su cabeza y enfocó su mirada en él y sus ojos castaños, que se iluminaban siempre con la luz del sol.
Entre ambos acortaron la distancia hasta sentir la respiración del otro, sin soltarse la mano.
—Yo también.
Leo dejó su mano para tomarla por la cintura. Aprovechando, Teodora subió sus palmas hasta rodear su cuello y atrajo su cabeza. De un salto, se bajaron de la mesa.
Fue ella quien unió sus labios, la que se derritió primero en los brazos de él, la que, cuando se separaron por falta de aire, besó sus mejillas hasta que él buscó nuevamente su boca.
Entre besos, Leo subió una de sus manos hasta las mejillas de Teodora, acariciándola suavemente y jugueteando con un mechón de pelo entre los dedos.
Y todo hubiera sido perfecto, si hubieran escuchado los pasos al fondo del pasillo antes.
—Chicos, ¿No saben dónde guardé mis...—los ojos de Alebrije se encontraron con la escena, y, por varios minutos, no cayó en cuenta de lo que estaba pasando.
Fue un silencio muy incómodo. Leo y Teodora se separaron. Mínimamente.
—¡Oh, ya entendí! —exclamó—. Perdón chicos, no los ví...
La pareja se avergonzó. Alebrije trataba de seguir una conversación sin pies ni manos. Era un momento muy incómodo.
—Me convertí en Don Andrés, ¿Verdad?
Leo no pudo evitar reírse, soltando la cadera de ella, pero apoyando su cabeza en el hombro.
—Sí, Alebrije, lo hiciste —respondió él, aún riendo.
—Ay, en serio perdón. Voy a buscar mis calcetines a... Otro lado, ¡Adiós! —la criatura salió disparada de nuevo a su habitación, escuchándose a lo lejos como llamaba al fantasma.
Teodora miró a Leo, confundida.
—¿Le contaste lo de París?
—En realidad, fue Don Andrés y luego me lo preguntó a mí. Estaba muy emocionado porque creía que éramos novios.
—Pero ahora lo somos, ¿No?
Leo sonrió y volvió a besarla.
Notes:
Bueno, cómo pueden notar AMO el Leodora y cómo la serie se canceló decidí imaginar una historia donde ellos sean felices y no se separen ni nada. Espero que les esté gustando el fanfic, los veo el 23!!
Chapter Text
Alebrije no encontró sus calcetines esa noche, pero sí un mensaje (además de sus amigos haciendo cosas de pareja).
Entró a la sala de máquinas, con la caldera a máxima potencia, y la esperanza de que sus prendas estuvieran ahí. No había sido la primera opción, pero tampoco quedaba mucho por revisar.
Rebuscó en la caja de herramientas, algunos cajones con polvo y, cuando creyó que no había nada más que hacer, la señal le cayó del cielo. Literalmente.
Una carta se deslizó entre las maderas que formaban el techo y cubierta de la aeronave, con delicadeza y lentitud, cómo si fuera un cristal.
El padre llegará,
Los dragones hablaran,
Si el chico cruza la línea,
todos perecerán.
Miró la carta con detenimiento. Tenía una hermosa caligrafía cursiva, formando círculos al final de cada letra.
La dobló muy bien y la dejó sobre un pequeño estante. Ya se la llevaría.
Siguió buscando a los alrededores hasta que se cansó y decidió volver a su habitación. Tomó la carta y, con cautela, caminó hasta su amada cama.
Mientras avanzaba por el pasillo, giró hasta el estudio, para ver si ellos seguían ahí. Escapaba un poco de luz por debajo de la puerta cerrada. Les iba a dar su espacio, se lo merecían.
—¿Puedes creerlo? —la voz de Don Andrés sonó detrás suyo—. Han tardado años.
El fantasma flotaba cerca de él, acompañándolo hasta la habitación que compartían, aunque Don Andrés no necesitara dormir.
—Bueno, si usted no se hubiera metido, todo habría sido más rápido.
—¿Cómo iba a saber qué ellos estaban en un momento romántico?
—En eso tiene razón —admitió Alebrije.
—¿Has encontrado tus calcetas?
—No, pero sí esto —extendió el papel doblado hasta las manos espectrales del hombre.
—¿Y qué significa?
—Dímelo a mí, yo solo quiero dormir calentito.
—Pues, en ese caso...
Algo azotó el aerobarco. La nave se movió hacia la izquierda, arrastrando todo lo que contenía al mismo lado.
Las puertas se abrieron. En el estudio, Leo y Teodora estaban contra la pared, sosteniendose en esta misma.
—¿Están bien? —preguntó Teodora, desde el otro lado.
Antes de que Alebrije respondiera, hubo otro azote. Ahora todo iba en dirección contraria. Ambas criaturas escucharon cómo sus amigos mortales se golpeaban contra la puerta, que se cerraba frente ellos.
—Voy a subir —anunció Don Andrés, mientras que Alebrije se acercaba a la puerta del estudio.
Alebrije solo asintió, luchando para seguir aferrado al marco de la puerta.
El aerobarco no tardó mucho en volver a estabilizarse y Alebrije aprovechó al máximo ese momento.
Corrió hasta la puerta del estudio, abriendola con una fuerza descomunal, al punto de arrancar el picaporte.
Leo y Teodora salieron con rapidez de la habitación justo a tiempo, ya que el barco volvió a ser azotado.
—¡Don Andrés! —gritó Leo, recargandose contra la pared—. ¿Qué hay allá arriba?
No hubo respuesta.
—Será mejor que subamos —sugirió Leo—. Quizás necesita ayuda.
—O se escondió —agregó Teodora.
Alebrije no le prestó atención a la pequeña discusión que se generó entre ellos. Ya se les iba a pasar.
Pero la idea de que necesitara ayuda le quedó resonando en la cabeza.
Decidido, atravesó el pasillo y subió a cubierta.
En el timón estaba Don Andrés, manejandolo como pudiese. Del otro lado, un dragón gigantesco. Estarían sobrevolando China, porque la criatura era larga como una serpiente y por alas tenía dos bigotes dorados y largos.
—¡Lo que faltaba! —se quejó Teodora.
Leo, por otro lado, rebuscaba en el diario de Leone Bahr una solución.
Dragones
Un dragón puede ser muchas cosas. Una cruza entre animales, según los escritos de la época oscura.
En realidad, es un reptil con alas que no hace mas que cuidar tesoros o moradas.***
No escupen fuego (Por lo menos no todas las razas), aunque el mundo crea que ese es su habilidad característica.
La especie se divide en dos tipos:
• Europeo: Mundialmente conocido, es el hegemónico. Alas, cola, escamas, etc.
• Asiático: No tiene alas, pero si largos bigotes y cuernos, además de cuatro patas cortas. Algunos son tan largos como los ríos.
Son criaturas mucho más viejas que todos los integrantes de la Logia del Ceibo juntos.
Es por culpa de esta vejez que son muy inteligentes. A medida que avanzaron los años observaron a los humanos. Los estudiaron. Sus movimientos, la manera de hablar, todo lo que hacés, un dragón puede recrearlo perfectamente.
NUNCA PELEES CONTRA UNO.
***También recitan profecías. Como son re viejos, aprendieron a manipular este tipo de poderes.
Son tan exactas como las de un oráculo (Según las malas lenguas, porque se comieron a alguno) o incluso más. Por eso, hay que tener cuidado en lo que recitan, porque pueden y lo van a usar en tu contra.
Extracto del diario de viajes de
M. Leone Bahr
(Con notas de Juana)
—¿Dice algo útil? —preguntó Don Andrés, sosteniendo el timón con todas sus fuerzas.
—Nada. No hay debilidades, estrategias... Estamos solos.
El dragón sobrevoló el aerobarco hasta aferrarse al mástil, del cual descendía rápidamente para llegar a la cubierta. Sus garras se clavaban en la madera, dejando huecos profundos.
Todos se quedaron inmóviles. El pánico los consumía de a poco. La bestia se acercó hasta el timón, abriendo sus fauces, como si se los fuera a tragar.
Pero estornudó.
Don Andrés se desmayó del susto. Teodora, apurada, tomó el timón.
—Salud —dijo Alebrije con un hilo de voz.
—Gracias, este cambio de clima me da alergia —admitió el dragón—. ¿Alguno de ustedes es de casualidad un San Juan?
Leo dió tres pasos al frente.
—¡Que joven eres! Creímos que eras mayor.
—¿Creímos?
—Sí, con mis hermanos. Verás, el otro día mi hermano menor, Wa, recitó una profecía y me enviaron a buscarte. Es importante para la Guerra Divina.
—¿Por qué todos hablan de eso? La guerra no empezó.
—Claro que lo hizo, Teodora. Cuando intentaron activar la ruleta, Huitzilopoxcli se sintió amenazado. Las tropas están avanzando.
A Alebrije le llamaron la atención dos cosas. La primera era cómo sabía el nombre de Teodora sin que lo hubieran mencionado.
La segunda era el tono malicioso con el que hablaba.
—Ya nos la contaron —dijo Alebrije. Tanto Teodora como Leo se veían confundidos—. "El padre llegará, Los dragones hablaran, si el chico cruza la línea, todos perecerán"
El dragón se sorprendió.
—Veo que mis servicios no son necesitados, pero antes de irme, les advierto: Las líneas entre mundos y los objetos que ayudan a los mortales a cruzarlos son finas como la seda. Piensen bien antes de cruzarlas.
Para cuando Don Andrés despertó, el dragón ya se había ido. Estaban todos reunidos en la cocina, en silencio.
En el centro de la mesa, estaba el papel que Alebrije había encontrado.
—¿Cuándo lo encontraste? —preguntó Teodora.
—Después de buscar en el estudio.
Leo y Teodora compartieron una mirada de complicidad.
—No entiendo por qué un dragón nos buscaría por eso. Debía querer algo más.
—El diario de Leone Bahr dice que pueden ser profetas. Él dijo que me buscaba por eso —explicó Leo—. Quizás no tenía malas intenciones. Además, mencionó que la guerra estaba comenzando.
—Pero eso también nos lo dijo Shahmaran —agregó Teodora—. Y no creo que ella quisiera ayudarnos.
—¿Por qué no intentamos contactar a Juana? —preguntó Don Andrés—. Después de todo, es de su padre el diario. Ella podría ayudarnos.
—¿Pero cómo? —cuestionó Leo.
Desde el estudio se escuchó un ruido blanco. Alguien quería hablar por el portadiscos.
Tan rápido como pudieron, llegaron a la habitación. Efectivamente, los botones brillaban.
Leo atendió.
Un holograma de Juana se proyectó en el salón.
—¿Hola? ¿Esto está prendido?
—¡Juana! Sí, te estamos viendo.
—¡Ah!, Hola chicos, ¿Cómo están?
—¡Al punto, Juana! —escucharon gritar de fondo al Pombero.
—Bue —la chica rodó los ojos—. Recién nos visitó un dragón y nos dió una profecía...
—A nosotros también —interrumpió Alebrije.
—Listo. Escuchen, estamos sobrevolando el Sahara, porque parece que la máscara de Xipe Tótec está por acá, ¿Qué tan lejos están?
—China —respondió Leo—. ¿Puede ser posible que la guerra haya comenzado?
El rostro de Juana pasó de estar relajado a angustiado.
—Sí, eh, nos enteramos recién... ¡Pero escuchen!, nos vemos en el desierto. Ahora les dejo la ubicación y los esperamos. Besitos besitos, chau chau.
Y la sala volvió a la oscuridad.
Notes:
Holiiii, espero que estén disfrutando los nuevos caps, comenten que es lo más interesante hasta ahora de la historia y si tienen dudas yo siempre estoy dispuesta a explicar!!
Chapter 8: Capítulo VIII
Chapter Text
Activador número 2:
La máscara de Xipe Tótec
Dios de la abundancia y el choclo (maíz), fue el último en entregar su objeto.
Se había decidido por sorteo quienes dejarían una parte de ellos, pero a Xipe Tótec no le gustó la idea de dejar su máscara. Era una fuente de poder andante que usaba, sobretodo, en los combates. Era obvio que iba a mostrar cierta resistencia.
Cualquiera que sea su portador, puede convertir cosas en oro sólido o en choclos, dependiendo lo que necesite más en ese momento: dinero o comida.
Es (por no decir el principal), objeto mágico del mundo prehispánico más buscado por toda criatura viviente. La codicia movió mares hasta encontrarla, para que luego fuera robada por los 40 ladrones, que residen en el medio del desierto. ***
*** No hay entrada o salida. Se parece a una gran piedra. Y, por si querés avivarte, la contraseña ya no es "Ábrete Sésamo".
Extracto del diario de viajes de
M. Leone Bahr
(Con notas de Juana)
Era peor de lo que esperaban. Ellos no estaban. El barco solitario era la única prueba de que habían llegado al destino.
También intentaron revisarlo, pero algo no les dejaba abrir la puerta.
—Lo debieron embrujar —aseguró Teodora—. No le encuentro otra explicación.
—No creo. Debe ser como el nuestro. También se cierra si no estamos cerca.
—Pero ella dijo que estarían aquí. Tengo un mal presentimiento.
—Leo, los conocimos muy poco, podrían haber ido a buscar agua o algo así. Ya aparecerán.
Y claro que aparecieron, pero no quienes querían.
Dos supuestos hombres, con los cuerpos completamente tapados, se acercaban a paso lento.
Todo se puso oscuro.
Leo pensó que nunca más estaría preso. También creyó librarse de la muerte, pero hizo un trato con Perséfone.
La celda era pequeña para los cuatro que la habitaban. Aparte de él, estaban Alebrije, Don Andrés y Santiago. El reencuentro había sido deprimente. El argentino se había quedado pálido al verlos.
Probablemente esperaba encontrarlos siendo libre.
—Nos estaban esperando —imaginó él, apenas le preguntaron que pasó—. Desembarcamos y en eso, se nos acercan dos chabones tapados por completo. De ahí no me acuerdo nada más.
—¿Tienes una idea de qué le pasó a Juana?
—Yo escuché que a las chicas las ponen en un pabellón aparte. Ellas deben estar ahí.
—Bueno, no me quedaré aquí —decidió Leo, saltando del tablón de madera colgante, que simulaba ser su cama.
—¿Y cómo vas a salir? —preguntó Santiago, antipático— ¿Te escurrís entre las rejas?
—Algo así.
Leo miró los barrotes con atención. Era una celda nueva, porque no veía forma de moverlos y tirar la pared.
El espacio entre estos era grande. Sin pensarlo mucho, Leo pasó su cabeza. Después, los hombros y, por último, las piernas.
—Vámonos. No pienso quedarme más tiempo aquí.
Por suerte, alguien tenía los mismos planes.
Desde el fondo del pasillo, pasó corriendo Teodora, que era perseguida por un guardia.
La chica dobló hasta la celda de ellos, corrió a Leo de un empujón y frenó antes de golpear los barrotes, algo que el otro hombre no pudo evitar. Aprovechó para golpear su frente contra el metal y, como si eso no fuera suficiente, lo tomó por el cuello de la armadura y le chocó la cabeza otra vez, pero contra la cerradura.
El candado se cayó al suelo, roto.
—¿Teodora? ¿Qué haces aquí?
Leo no estaba sorprendido. Al contrario, sabía que ella era muy capaz de escaparse sola. Aún así, le parecía raro la manera en la que atacó al guardia. Nunca la había visto ser tan violenta. O quizás siempre lo fue, pero jamás le prestó tanta atención. Lo que sí le llamó la atención fueron los rasguños en su cara y como su ropa estaba desgarrada por partes, como si se hubiera peleado con un gato.
Pero lo importante era que ella ya estaba con él. Ellos. Estaba con ellos.
—Vine a buscarlos. Escapamos con Juana y...
—¿Sabés donde está mi hermana?— preguntó Santiago, con desesperación.
El joven puso sus manos sobre los hombros de ella, como si fuera a samarrearla. A Teodora le pareció incómodo.
—Sí, calmate— dijo, mientras se liberaba de su contacto físico—. Ella iba a buscar la máscara.
—¿Y dónde está?
—¿Y cómo piensas que lo sé? No tuve contacto con ella desde que nos separamos.
—Podríamos ir a algún lugar descuidado— sugirió Don Andrés—. Que sirva como depósito. ¿Cuanta importancia le darán a una máscara?
Efectivamente, encontraron un depósito. Y hubiera sido fácil entrar, de no se por las puertas, que estaban cerradas herméticamente con un engranaje preciso y muy bien hecho. De todos modos, se podía ver el interior por medio del espacio que dejaban las bisagras de la puerta. Así que, aprovechando que Teodora necesitaba tiempo y silencio para abrir la puerta con una horquilla, los otros intentaban ver el interior.
Desde dentro, el lugar parecía más una exposición de museo, con los objetos colocados perfectamente en un stand, cubiertos por una campana de vidrio.
Sin mucho problema, notaron que Juana caminaba como pancho por su casa. Iba muy tranquila, mirando cada stand, hasta que frenó en uno. Le quitó la campana y, con un cinturón que tenía puesto, aferró el objeto (que resultó se la máscara) a su cadera.
Leo volvió a notar la ropa rota. De seguro hubo una pelea contra algún guardia. Juana tenía solo una camisa blanca y pantalones azules oscuros. Ni siquiera llevaba zapatos.
—¿Qué eres? ¿Y qué haces aquí? —gritó un hombre desde lejos. No podían verlo.
Juana volteó su cabeza. No parecía importarle la presencia de otra persona con ella.
—Te hice una pregunta —exclamó, furioso.
Juana seguía sin responder.
—¿A ustedes las brujas no les enseñaron a hablar? ¿O solo eres tú?
Leo miró de reojo a Santiago. Notó como sus puños se cerraban fuertemente, marcando las venas de su cuerpo.
—¿Te falta mucho? —le preguntó a Teodora, que seguía luchando contra la cerradura.
—Unos minutos más. Estoy cerca.
—No soy bruja —respondió Juana del otro lado.
—Tu brazo dice lo contrario.
—Ah —Juana levantó el antebrazo izquierdo, mirándolo atentamente—. Se confundieron de sello. Acá tendría que ir "Dotada".
—Lo acabas de inventar. Lo entiendo. Ustedes, las brujas, deben evitar ser descubiertas o morirán quemadas.
—No soy bruja —repitió—. Es como diga que vos sos flaco, cuando parece que vas a salir rodando como una rueda.
Santiago soltó una pequeña risa.
—¡Basta de juegos! —exclamó el hombre—. Dame la máscara.
—Mirá, hagamos esto —propuso—. Me liberás y también a mis amigos y a cambio hacemos un trato.
—No hago tratos con brujas.
—¿Ni siquiera para ayudar a tu hijo?
Hubo silencio. Teodora pudo haber abierto la puerta. Pero alguien no la dejó.
Santiago posó su mano en el hombro de la pelirroja, y, con una mirada, le hizo entender que había que esperar.
—Yo te la hago corta. Voy ahora, busco a mi gente, curo a tu hijo y me voy. Ese es el trato.
—La máscara se queda.
—Sí, conmigo. La necesito.
—La ruleta no te va a servir, bruja. Tenlo por seguro. No aceptaría a alguien que absorba enersob de otra criatura.
Juana cerró el puño fuertemente detrás de su mano. Un guante de espinas y cardos comenzó a formarse desde su piel.
—¿Que crees que soy? Digo, porque esas cosas no son de bruja.
El rostro del hombre se transformó. Desde afuera no se veía, pero estaba horrorizado. Como si tuviera miedo de pronunciar algo prohibido.
—Sí adivinas que soy, te dejo la máscara.
—Una... Una...
—Santiago, Leo —habló Juana, a través del Venti—. Si dice "dotada", entran.
—¿Ahora nos venís a hablar? — preguntó Santiago, en forma burlona—. Que fea actitud.
—Tu eres una...
—Dale, ¿Que te cuesta decirlo? —lo provocó.
—Una dotada.
Santiago tiró la puerta abajo, revelando la escena: El hombre amenazaba a Juana con un machete pegado a su cuello.
Ella mantenía sus manos en el aire, mostrando que no tenía con qué defenderse.
—¿Los interrumpo? —Santiago dirigió una ráfaga de viento al hombre, que salió volando en segundos.
—Vamos —ordenó Juana—. Ya les explicamos en el barco.
Dotados: ¿Tragedia?
Desde que soy padre he notado varias cosas de mis hijos. Y una de ellas es que no entran en la categoría de monstruo/criatura. Son humanos con habilidades extraordinarias, cómo algunos semidioses.
Lamentablemente, son dotados.
No sé cómo seguir con esto.
Al principio, creí que eran chupasangres, parásitos de nosotros, las criaturas. Me equivoqué gravemente.
El dotado vive a base del Enersob de otros, porque el propio es muy débil. Podrían tener la energía vital de un dios y, aún así, no tener el poder suficiente para su existencia. La mitad humana que tienen consume mucha más energía de la que creí.
Extracto del diario de viajes de
M. Leone Bahr
Chapter 9: Capítulo IX
Chapter Text
Taniwha
Este ser con similitudes a una serpiente marina recorre los ríos y el océano que rodea a Nueva Zelanda, siendo el protector del pueblo mismo.
Es considerado el último dragón existente, por lo que posee similitudes con sus "hermanos" orientales.
Tiene dones proféticos, aunque no ha recitado una profecía en más de 1.000 años.
Extracto del diario de viajes de
M. Leone Bahr
—¿Te sientes bien?
—¿Disculpa?
Leo se había despertado a las cinco de la mañana por culpa de una pesadilla. Decidió ir a la cocina para desayunar cuando encontró a Don Andrés flotando por la habitación.
—Solo preguntaba. Te he notado raro desde Grecia.
—Ah, solo estaba cansado. Eso es todo.
Don Andrés entrecerró los ojos, dudando.
—Cómo tú digas, solo ten en cuenta que, hagas lo que hagas, no te juzgaremos.
—Don Andrés, ¿Nunca hizo un trato con un dios?
Los ojos del fantasma casi salen de sus córneas por la sorpresa.
—¡Por supuesto que no! Todos saben que no son de confiar.
Leo lo miró apenado.
—¿Hiciste un trato con alguien?
—Con Perséfone.
—Debió haber valido la pena —dijo alguien desde la puerta.
Santiago caminaba hacia la cafetera como un zombi, con una camiseta gris y joggins negros como pijama.
—¿Nos estabas escuchando?
—No soy sordo —el chico se sirvió una taza de café—. Todos hicimos un trato con alguien, no te preocupes.
Leo olvidaba que ahora estaban todos juntos. Si bien viajaban en barcos separados, estos tenían (entre tantos hechizos), uno que conectaba cuantos barcos viajaran en cercanía, haciéndolo como uno solo.
Santiago y Juana no eran malos compañeros, pero era raro verlos tan seguido o escuchar sus voces.
Luego de que huyeron de la cueva de los 40 ladrones, ambos tuvieron que dar varias explicaciones. Entre ellas, qué era Leo.
Juana dijo que eran Dotados. Podían ver fantasmas y otras criaturas mágicas. Pero, como Leo ya sabía, era porque absorbían, de a poco, el Enersob de estas.
Algo que Juana tuvo que agregar fue la idea de que, la razón por la que sus cicatrices le dolían, el porqué a veces no dormía, se debía a que, al retener tanto Enersob, eventualmente lo transformaría en una criatura. Cambiaría físicamente. Dejaría de ser humano.
Leo miró fijamente al rubio.
—¿Con quién?
—Mi viejo —sorbió el café lentamente—. Por algo soy el Luriel —hubo una pequeña pausa—. ¿Qué te ofreció ella?
—Me dejó volver y me prometió ayuda, pero cuando termine la guerra voy a morir. Dijo que era peligroso.
Santiago escupió el café en su taza. Don Andrés no reaccionó. Se había quedado congelado.
—Obvio que lo sos. Pero para ella. Si ya le chupaste la energía a la Coioalxauqui, ¿Qué les asegura que no lo vas a hacer también con ellos?
—Pero no hice nada para que me digan peligroso.
—Abosrbiste el Enersob de Coioalxauqui, enfrentaste al heraldo de la luna y tu cuerpo soportó ser poseído más de una vez —enumeró—. Si fuera un dios, me preocuparía y te querría de mi lado. ¿Alguien más te lo ofreció?
—¿Apoyo? Shahmaran. Pero no llegamos a nada, no es buena para aceptar el rechazo.
—¿Y a esa también le hiciste un trato?
La tensión se cortaba con tijeras. Santiago había parado de respirar automáticamente, teniendo que recurrir a la manera consciente.
—Con uno es suficiente.
Santiago exhaló, aliviado.
Un ruido hueco golpeó la popa del barco, agitándolo con brusquedad.
De lejos se escuchaba cómo el vidrio se estrellaba contra el piso.
Los tres compartieron una mueca de alerta. Dejaron las tazas en la cocina, saliendo disparados hacia el otro barco.
—Santiago. Suban a la borda, por favor
Leo reconoció la voz de Juana al instante. Su respiración se entrecortaba, haciendo que el venti fuera menos fluido.
—¿Qué pasa?
—Vimos algo.
—Estamos yendo —respondió su hermano.
Leo sabía que cambiaban de lugar solo por el hecho de que el barco de los hermanos estaba lleno de vegetación. A cualquier lado que mirase, por lo menos un yuyito estaría presente.
Era la marca personal de Juana. Lo que se destacaba.
En la borda no había nadie. Nada. Ni un alma.
Algo no estaba bien.
Desde el agua se veían burbujas. Muchas. Cómo si 20 buzos estuvieran bajo ellos.
—¿Qué mierda les pasa? —exclamó Juana, desde atrás.
La chica se apoyaba en el marco de la puerta, recuperando el aire. Tenía de pijama una musculosa deportiva de rayas blancas y celestes horizontales, con una leona del lado izquierdo del pecho y un 10 en la espalda junto a un short azul marino y pequeñas flores amarillas bordadas en el mismo.
Sus hombros mostraban cómo la cicatriz de la ruleta se extendía, a diferencia de su hermano, con lentitud, consumiendo su espalda. Tanto esta como la marca en su ojo brillaban bajo la luna.
—¡Me llamaste! Me estabas hablando.
—¿Qué? Yo estaba durmiendo hasta que los escuché correr por el pasillo. Encima que me despiertan...
—Eso no importa —los interrumpió Leo—. Alguien nos quería aquí afuera por alguna razón.
Teodora llegó detrás de Juana, aunque tarde. El sueño todavía tomaba parte de ella, impidiéndole moverse correctamente.
—No griten, se escucha desde dentro —pidió, frotándose los ojos.
Por lo menos ella había conseguido ponerse un saquito gris sobre el pijama.
Don Andrés seguía mirando el agua. No recordaba cuando habían descendido tanto, si hacía unos momentos estaban sobrevolando las nubes.
Las burbujas reaparecieron, unidas a un par de ojos amarillentos y enormes, que se enfocaban en el pobre y miedoso fantasma.
—Oigan, creo que algo nos está mirando —murmuró el fantasma, sin despegar la vista de esas linternas amarillentas.
—¿Qué es eso? —se preguntó Leo en voz alta.
Juana sacó su mano por la borda. La alzó sobre el agua y esperó.
Él la miraba, aún sin comprender el porqué detrás de sus actos.
No era que la creyera rara. Leo tampoco era quién para decirlo, pero había algo en Juana que era peculiar. Tenían, probablemente, una serpiente marina debajo de ellos, esperando para deborarlos y ella sacaba la mano para afuera, como si eso la calmara.
Del cuerpo acuoso salió Taniwha, con una nariz de forma triangular y puntiaguda, cuernos pequeños, una lengua partida al medio y esos grandes ojos amarillentos que parecían linternas.
—Si al final del camino quieren llegar, en la bruja deben confiar.
—¿Qué bruja? —preguntó Teodora, dudosa.
—Aquella que ayude al león. Esa a quien le juró protección a un joven roble sin protección.
Juana miró a su hermano, preocupada. Estaba nerviosa. Se notaba. Sus ojos se movían de un lado a otro, sin poder enfocarse en un punto específico. No quería hacer contacto visual a toda costa.
—¿Y dónde la encontramos? —agregó Leo.
—Está donde todo comenzó. Donde los muertos árboles son, y los pocos vivos perdieron la razón.
La rubia agarró el brazo protésico de su hermano con fuerza. Sus ojos no se despegaban del suelo. Algo andaba mal, y Leo iba a a averiguarlo.
—No deben temer. Los dioses sabrán perder.
Y con un fuerte suspiro, la criatura se hundió de nuevo en las aguas.
Chapter 10: Capítulo X
Notes:
(See the end of the chapter for notes.)
Chapter Text
Activador número 3:
Macuahuitl de Mictlantecuhtli
Esta arma con hojas de jade fue la primera en ser entregada por su portador, Mictlantecuhtli, el dios de la muerte y gobernante del Mictlán, según los mexicas.
Las nueve hojas que tiene de cada lado representa las nueve dimensiones por las cuales los muertos tienen que pasar para llegar al mictlán, osea, su trayecto. Por cada dimensión, el jade se oscurece.
Mictlantecuhtli estaba a favor de la ruleta en todo sentido, siendo el dios que más apoyó a Xipe Tótec en la propuesta, por ello fue el primero en dejar algo.
El arma tiene la capacidad de enviar a vivos al Mictlán o viceversa, muertos a nuestro mundo.
Paradero desconocido.
Extracto del diario de viajes de
M. Leone Bahr
Era una noche fresca de verano. El viento se colaba por todos lados y Juana, resfriada y con sueño, estaba en la Hermandad, a punto de presenciar lo que tuvo que haber evitado durante cinco años: El uso de la máquina infernal.
No era el plan inicial, pero con la sorpresiva llegada de Leo, se habían quedado (junto a su padre) sin más opción que observar desde las sombras, sin poder intervenir.
Y todo era culpa de ese chico. Si no hubiera hecho un "ataque sorpresa" su plan hubiese funcionado. La máquina fallaría (o no funcionaría como se esperaba), Godofredo y Rasbután aparecerían, él confrontaría a Coioalxauqui y luego volvería a su casa.
—Jua, ¿Te sentís bien? —le preguntó su padre, tocandole el hombro—. No te desconcentres del objetivo. Ya te lo dije.
Estaba usando una armadura de la Hermandad junto a su espada. Siempre lo hacía. Y, más en ese día, que tenían que pasar desapercibidos para huir.
Ella, por otra parte, usaba la túnica que le tapaba la visión.
Ella seguía haciéndose pasar por hombre. Tapaba su cuerpo con la bata de la Hermandad, disimulando una ilusión que, por el cansancio, no podía mantener.
—¿Qué? —Juana volteó hacia él—. Estoy bien, pero no entiendo porqué él no sigue el plan. Dijiste que habían hablado —le reprochó.
—Se vé que mi mensaje no llegó.
—¿Por qué lo apunta a Upton con un calzón? —señaló, irritada.
—Que se yo —pausó, analizando la escena—. Ah, mirá, ahí sacó el arma. ¿Viste que sí la tenían?
—No la tuvo que mostrar —criticó, bruscamente.
—¿Qué decís?
—Yo me la guardaría para después. Cuando Coioalxauqui despierte. Aparte, está el unicornio ese que te conté la otra vez.
—No tendrían que haber confiado en él entonces. Es su problema, no nuestro.
El rayo salió disparado del arma, aunque no golpeó a Upton, sino a un hermano cualquiera, por culpa de ¿Blingui? Juana no había hablado nunca con los cazadores, pero escuchaba los rumores de los pasillos y veía, muy a lo lejos, cómo eran con los demás.
El unicornio se presentó una vez en la herrería. Necesitaba una limadora para su cuerno. Ella misma se la había hecho. En los pocos minutos que tardó en recibir el pedido, lo había notado nervioso y, a la vez, arrogante. Algo malo iba a hacer.
Y ya lo hizo.
—Te dije. ¿Cuándo nos vamos?
—Tenemos que esperar la señal de Godofredo.
—¿Y no puede ser antes? Esto no me gusta.
—Solo unos minutos más, Juana.
Estaba a punto de reprocharle que no tenían por qué seguir haciendo esas misiones. ¡Él era un Luriel! ¡Nadie podía ordenarle nada!
En eso, sus ojos se abrieron de par en par al ver a Coioalxauqui con vida de nuevo. Su voz resonaba en todo el edificio. El miedo le recorrió todo el cuerpo.
—Vámonos. Por favor.
La diosa, furiosa, golpeó el suelo, creando grietas en el mismo, lo que afectó a varias de las columnas que se encontraban al fondo, resquebrajándolas.
Su padre, aún así, no la escuchaba. Estaba fascinado, observando el caos alrededor, como si estuviera dentro de un transe.
A través de las personas, vieron como Upton se alzaba por los aires, gracias al tacto de Coioalxauqui, dándole poderes.
Un golpe eléctrico dejó a ambos en el suelo. Upton los estaba castigando no sólo a los cazadores. A ellos también.
Martín cerraba los ojos con fuerza. Le dolía todo el cuerpo, no lo soportaba. Las últimas semanas había sido azotado, golpeado y torturado (quedando en la miseria) para revelar la ubicación de Leo, ya que, al ser el amo y señor de los vientos, él tendría que saber dónde estaría el chico.
Jamás dijo una palabra.
Una bomba cayó desde el cielo, y Juana lo tomó como "la señal". Con las pocas fuerzas que le quedaban, creció a una pequeña raíz para llevar a su papá hasta la entrada, tomar un aerobarco y huir.
Corrió todo lo que pudo, pero llegando hasta la entrada del túnel, a tan poca distancia, se escuchó un nuevo estruendo y gritos. Juana miró hacia atrás y su padre ya no estaba.
Volvió a correr hacia la boca del lobo. Esta vez más rápido todavía.
—¡Papá! ¿Dónde estás? ¡Nos tenemos que ir!
—Mirá a la derecha. Atrás de la plataforma con las cabinas.
Juana se teletransportó. Lo tenía ubicado. Tirado como un trapo, débil, con sangre cayendo de su nariz, golpes y moretones por todo el cuerpo, sus venas marcadas (y algunas a punto de estallar) y la falta de partes de la armadura por la misma electricidad de Upton, el Luriel esperaba su final.
—¿Papá? ¿Papá qué te pasó?
—Juana, andate. No me lleves.
—¡¿Cómo no te voy a llevar?!
Martín la agarró del brazo de un tirón y con fuerza, acercandola lo suficiente cómo para que escuche.
—Juana, escucháme bien —gimió adolorido—. No me... Da... El cuerpo. Vos andate, viví lo poco que te queda... A los dioses no les gustan los desafíos. Volvé a casa y decile a tu mamá lo que pasó. Ella lo va a entender.
—Pero papá...
—Nada, Juana —interrumpió—. Escápate, viví y, si te llegan a buscar... hagas lo que hagas, no dejes que te pase lo mismo que a mí... No vuelvas... Peleá...
Y con esas últimas palabras, el Luriel se despidió del mundo terrenal.
Los ojos de Leo se enfocaron en el suelo desgastado y las luces maltratadas. Hacía mucho que nadie habitaba la Hermandad, y, al ser un espacio enorme, el mantenimiento era tanto extenso como costoso.
Avanzaban con cuidado. La batalla había dejado parte del edificio en escombros y la otra parte a punto del derrumbe, por lo que era demasiado arriesgado entrar.
—No me acordaba de lo mal que quedó este lugar —le dijo a Teodora.
—Yo tampoco, ¡Y eso que no lo desordenamos ni nada!
Se habían separado en tres duplas, caminando cada una por un túnel distinto. Claramente, él y Teodora iban por un lado, Juana y Santiago por otro y lo mismo Don Andrés y Alebrije.
A su vez, cada una estaba encargada de un activador. Ya no se sentían seguros de dejarlos en el aerobarco, así que los cargaban consigo. Mientras que Juana cargaba la máscara, escondida en su bolso, él portaba el anillo de Tláloc, que pudieron encontrar antes de zarpar.
Caminaban codo a codo, con Teodora sosteniendo su celular, que alumbraba tanto como una linterna, por las dudas. Aunque la electricidad aún funcionase, no significaba que podría irse en cualquier momento.
—Es raro volver.
—Ni me lo digas. Siempre me dió escalofríos.
—¿En serio? ¿Por qué nunca lo dijiste?
—No lo sabe nadie. Al principio pensé que era porque no quería decepcionar a Godofredo y Upton, pero creo que, en realidad, era una señal.
—Y por eso estabas tan obsesionado con las misiones...
—Eso creo. A tí nunca te interesaron.
—La verdad, sí era entretenido, pero sabes que jamás confié en ellos. Además, no iba a dejar a Alebrije solo contigo y Don Andrés. Lo volverían loco.
—No sabía que mi novia desconfiaba de mis capacidades.
—De tus capacidades nunca, excepto para la planificación.
Ella se rió mientras continuaban el camino.
Salieron al salón principal. El tragaluz estaba, ahora, cubierto por varias enredaderas, al igual que casi todo en el lugar.
Las columnas mostraban grietas rellenadas por flores o yuyos, el piso estaba sellado con ramas de árboles del tamaño exacto de la grieta, como si hubieran sido moldeadas para ello.
Aún así, un poco de luz lunar se asomaba entre tanta vegetación, infundiendo ardor en el cuerpo de Leo.
—¿Qué es eso de allí? —señaló Leo, a lo que Teodora apuntó con su celular.
Ambos se acercaron, evitando las grietas, a pesar del sellado, y las columnas inestables.
Un árbol se alzaba frente a ellos. Las raíces propias eran aquellas las que rellenaban el suelo. Se habían extendido por todos lados, como si trataran de buscar agua o luz.
—No recuerdo de haberlo visto aquí antes.
—Nosotros tampoco. Después de que te fuiste nos aseguramos de que nadie pudiera entrar.
—Quizás una semilla cayó de algún lado y se plantó sola —imaginó Teodora, rodeando la planta.
—Sí tú lo dices.
—¡Y mira aquí! Parece que algún animal se afiló las garras.
Leo se acercó para verlo mejor. Y ella tenía razón. De ese lado, el tronco presentaba varios rasguños, o pequeños y finos trozos donde la corteza estaba caída.
Parecía que dibujaban algo. Algo que no podría verse ni con los mejores ojos.
—Esperemos que sea solo eso.
—¡Leo! —llamaba Juana desde las afueras— ¡Teodora! ¿Ya llegaron?
—¡Sí! —respondió él, saliendo detrás de la plataforma—. Vengan a ver esto.
Juana y Santiago se acercaron a paso apurado, sin entender que pasaba.
Hasta que vieron el árbol.
La rubia palideció de manera instantánea, pareciendo que iba a desmayarse por una descompostura.
El árbol le estaba haciendo mal. Leo podía notarlo. No era a nivel físico, sino emocional.
—¿Estás bien? —preguntó él.
—Sí... Yo... Eh... No me gusta la Hermandad. Y tampoco quería volver.
—¿Ese es papá? —preguntó Santiago, en Venti.
—Sí.
Su piel se erizó. Miró a los hermanos y, para sorpresa de nadie, estaban destruidos. Santiago no despegaba la vista del árbol, al mismo tiempo que las lágrimas se caían de su cara con rapidez.
Por otro lado, Juana palidecía. Estaba nerviosa y angustiada. Él trató de entenderla. No era normal visitar el árbol/tumba de un ser querido, y menos si era tu padre.
Abrió la boca para decir algo, aunque dudaba que pudiera hacerlo. Leo sentía cómo su corazón se aceleraba de tal manera que le provocaba dolor en el pecho. Era asfixiante. Insoportable.
Por suerte, un ruido metálico lo alertó.
—¡Jolines, Alebrije! Ve con cuidado.
—¡Le juro que no vi eso ahí!
Santiago se limpió las lágrimas con sus dedos metálicos, dispuesto a encontrarse con la dupla, hasta que un brazo lo frenó.
—Déjanos ir con ellos, ustedes tómense su tiempo —ordenó Leo, con voz temblorosa.
Santiago se limitó a asentir y volver al árbol.
—No puedo creer que hayas logrado esto —admitió él.
—Nunca tuvo que haber pasado —respondió Juana—. Mamá va a matarme cuando lo vea.
Leo nunca estuvo tan apresurado para irse de un lugar. Jamás. Ni siquiera cuando descubrieron la verdad sobre la Hermandad. Sentía cómo una gota de sudor helada recorría su espalda, mientras que su pecho se hundía y un pitido ensordecedor reventaba sus tímpanos.
Desconfiaba de todos. ¿Cómo habían sido capaces de transformar un muerto en árbol? ¿Lo que Juana explicó de la muerte también era mentira? ¿Y si a esto se refería Shahmaran? ¿Debería cuidarse de ellos, después de todo?
Sintió lo mismo que la primera noche, la noche que flotó. La noche después de volver a su casa.
Desesperación, miedo.
Él no podía verse a sí mismo, pero, si lo hiciera, hubiera notado que sus ojos comenzaban a tornarse verdes.
Una mano, de manera suave, se posó en su hombro, aunque lo tomó con fuerza. Leo se volteó para ver el rostro preocupado de Teodora, en medio de la oscuridad del túnel.
—Leo, ¿Podrías decirme que te está pasando? —no estaba enojada, sino angustiada, casi decepcionada.
—El árbol... —su voz y respiración se cortaban con cada palabra—. Es el padre. El árbol es el padre de ellos transformado.
—¿Qué? —Teodora hizo una mueca—. ¿Cómo estás tan seguro?
—Juana lo dijo en Venti. Y... Y ella decía que no le quedaba opción... Dios, no puede ser. Shahmaran tenía razón... Yo...
—Leo —lo frenó ella.
Estaba preocupada. Él estaba extraño. Lo notaba cansado, irritado y más estresado de lo normal. Sus ojos estaban verdosos. Sus venas también. Brillaba en la oscuridad.
Teodora se autoconvenció de que estaba cansada, que era un efecto de la luz.
Quizás la Hermandad lo había hecho así. Estar ahí le hacía mal. A ella también. A todos.
Apoyó sus manos en los hombros y, lentamente, lo empujó hacia abajo hasta que se sentaron juntos en el suelo, para que, mínimamente, él se recuperara. Luego, tomó sus manos (que temblaban terriblemente) entre las suyas y las apretó. Quería que supiera que estaba ella para ayudarlo.
—¿Estás seguro que quieres hablar de esto? No tienes que decirlo ahora. Puedo esperar. Trata de procesarlo antes y, cuando lo entiendas, me cuentas. No quiero verte así.
Leo la abrazó en respuesta. Una mezcla de emociones se juntaron en su pecho. Estaba preocupado, de verdad.
Lo admitiría después.
Se sintió relajado por un momento, cómo si todo lo que cargaba hubiera desaparecido. Teodora lo hacía desaparecer tan fácilmente, que le sorprendía.
—Ya está —lo calmó, acariciando su espalda—. Todo estará bien, lo prometo.
—No —dijo él, separándose—. Nunca tuve que haber hecho ese trato, ni arrastrarte conmigo, ni confiar en Juana, ni...
—Leo, las cosas pasan siempre por algo, no podemos evitarlo.
Este respiró hondo antes de hablar.
—¿Recuerdas que luego de vencer al Tunche yo volví con Juana?
Teodora asintió.
—En el camino ella me contó que su padre había muerto, pero antes me había explicado que cuando una criatura muere, se transforma en una planta, luego de pasarle el enersob a otra con poderes similares. El problema es que su hermano no estaba cerca y Juana se tomó literal lo de la planta —confesó.
—Su papá es el árbol, okay, eso lo entendí.
—Y ella lo transformó en eso —agregó.
—¿Y esto tiene que ver con Shamaran porque...?
—Nos advirtió de ellos.
—Bien, no es por ser mala, pero ¿Vas a creerle a una mujer que casi nos mata solo porque no quisiste hacer un trato con ella?
—No, ¡Claro que no!, pero la escuchaste cuando habló de su padre.
—Sí, y también cuando contó su escape, sus planes para destruir un imperio y cómo te partía los huesos a la mitad—respondió, con un toque de sarcasmo—. Entiendo que estés preocupado, yo también lo estoy, pero tenemos que confiar en otros y, queramos o no, ellos son lo único que queda.
Antes de que Leo pudiera responder, vió cómo Don Andrés y Alebrije se acercaban a ellos, con una manta en manos de este último.
El chico se levantó de un salto para luego ayudar a su novia a pararse, tomándola de la mano.
—¿Qué es eso?
—Oh, nada —respondió Don Andrés, con humildad—. Solo el último activador.
Alebrije movió un poco la tela para comprobarlo. Un macuahuitl negro con incrustaciones de jade estaba frente a ellos.
—¿Dónde lo encontraron? —preguntó Teodora.
—Alebrije chocó contra él.
—¡Estaba tirado en la herrería! Entramos por allí.
—¿Y no tenía nada? Cómo una nota ¿o algo así? —Leo intentó analizarlo, pero las hojas de jade estaban tan afiladas que prefirió mantenerse a distancia.
Un ruido metálico se escuchó desde el gran salón, al cual volvieron corriendo. Sobre la plataforma estaba una mujer vieja, de pelo blanquecino y corto, con la ropa desgastada, mirando hacia abajo, donde Juana y Santiago se encontraban.
El olor a sopa inundaba todo el lugar.
—¡Yaga! ¡Bájate de ahí, carajo! —gritó Santiago, con una voz estridente.
La bruja frente a él, con cara de pocos amigos, comenzó a bajar las escaleras con delicadeza.
Juana estaba ahí. Estaban solos.
—Tu hermana rompió nuestro trato. Esto es solo una parte de mi recompensa.
—¿Romperle la cabeza con tus sicarios de piedra? ¿Vos me estás agarrando para la joda? ¿Sabés lo que te va a hacer la Logia por esto?
Baba Yaga, sin despegar sus ojos de Santiago, alzó la mano derecha, atrayendo al macuahuitl, aunque arrastrara a Alebrije y a Leo (en un intento de frenarlo) en el proceso.
La bruja tomó el arma divina por las hojas, sin importarle lo que aquello significara. De un azote, tanto hombres como criatura salieron disparados hacia atrás.
—¿Qué hicieron cuando Quetzalcóacl y Coioalxauqui despertaron? —le preguntó, dejándolo callado—. Absolutamente nada. Y en cuanto a los dioses, dejaron todo en manos de un mortal inútil junto con una organización que se encarga de cazar y matar a cada uno de nosotros. Uno por uno.
—¿Y mi hermana? ¿Qué trato hizo con vos para que la persigas?
—Poder. No me sorprendió que una mortal lo pidiera, está claro que no es la primera. Pero mi condición era sencilla, en un plazo de tres meses, ella tendría que convertirse en lo que está destinada: una bruja —Baba Yaga pasó sus filososas uñas por la empuñadura—. Si me disculpas, tengo un trato que cerrar.
Caminó por el pasillo, sola, y cuando Santiago quiso impedirlo, el mismo aire que iba a negarle a la bruja, le fue negado a sí mismo.
Una soga se aferró a su cuello, frotándose en el mismo hasta quemarle la piel y asfixiarlo con el polvillo que liberaba.
Teodora corrió tan rápido como se lo permitieron sus piernas. Metió sus dedos entre el cuello y la soga, desatando esta con mucha fuerza y de un tirón.
Santiago tomó una bocanada de aire, desesperado.
—¡Tenemos que apurarnos! ¡Envió a un Golem por Juana! —exclamó, angustiado. Su mano recorría la quemadura de la soga alrededor de su cuello.
—¿Pero a dónde fueron? —preguntó Teodora, mientras revisaba exhaustivamente su celular.
Leo, apenas se habían reencontrado para trabajar en la Hermandad, le había contado sobre la criatura de piedra y cómo movieron su cuerpo en coma de un lado al otro por el hospital.
—Seguro que a la herrería. Tienen un arsenal ahí abajo.
—Ya tengo el sello hebreo, vamos.
Leo jamás había ido a la herrería. Nunca necesitó nada de allí. Incluso llegó a pensar, por momentos, que era inútil tener una, después de todo, Magofán estaba a cargo de todos los inventos y los fabricaba él mismo, en su habitación.
Ahora, frente a las puertas metálicas destruidas, sabía que, de hecho, podría ser necesaria.
Diez hornos juntos con sus yunques y otros elementos se disponían a ambos lado de la habitación, divididos por una mesada metálica con cajones, donde se guardaban otras herramientas (martillos, destornilladores, clavos, entre otros). Y, al final de todo, un gran armario de madera reposaba, pegado a la pared.
Todo esto, a su vez, estaba detrás de un mostrador que abarcaba el ancho completo de la sala.
Cómo había predicho Santiago, Juana estaba ahí, aunque no como esperaban. Una parvada de cuervos atacaban al Golem con furia, todos picándole a los ojos.
Para el estresante y, por momentos vago, recuerdo de Leo, el gigante de piedra no era tan violento como la última vez. No alzaba sus puños en el aire para luego estrellarlos contra el suelo, ni daba grandes pisotadas... O quizás era el miedo que lo representó de esa manera.
Lo importante es que Baba Yaga no estaba ahí. No había llegado aún.
Los cuervos se alejaron hasta dejar a uno solo, débil y cansado. Juana volvió a transformarse en humana, parada sobre el mostrador.
Tenía la ceja derecha levemente cortada, al igual que su labio inferior y los nudillos rojizos.
—¡No se queden mirando!— gritó, mientras le lanzaba un puñetazo al Golem, que, con sólo tomarle la mano, la lanzó al suelo.
Antes de que Santiago pudiese hacer algo, un destello de luz reveló a Baba Yaga frente a Juana, que, aún en el suelo, intentó pelear.
La bruja detuvo a Santiago en el aire. Estaba en pausa.
Y, pronto, Leo también.
—Creo que debemos terminar nuestra conversación.
Con un chasquido, el Golem desapareció hecho cenizas.
—No... tenemos nada que... hablar —dijo, con dificultad, mientras se paraba—... Vos... dijiste que... no debía nada... ¿No fue suficiente lo que hice?
—Ser bruja lo sería.
—¿Por qué? ¿Qué me ves a mí? ¡No hay ningún sacrificio por mi nombre! —Juana apoyó sus brazos en la mesada de metal, recargandose en los mismos para no caer al suelo de nuevo.
—No sería importante en tu caso. Solo piénsalo, tú, siendo la aprendiz de la mejor bruja del mundo... ¿No es lo que siempre quisiste?
—Lo que... quiero... no me lo devuelve nadie.
—¿Alguna vez oíste hablar de la necromancia?
Juana miró a Santiago, extrañada, y luego a la bruja.
—¿Cómo?
—Es sencillo, tú me entregas algo del muerto que quieras revivir y yo lo traigo a la vida.
—Pero tengo que ser bruja a cambio, ¿No?
—Me alegro de que entiendas mis condiciones.
Juana miró la mano extendida de la bruja y luego sus ojos. Sus iris, tan celestes y brillantes que contrastaban fuertemente con las oscuras córneas, la miraban con determinación.
—Yo también tengo. No lo vas a lastimar —señaló con el dedo—. Ni a él ni a nadie que conozca. No sin mi permiso.
Baba Yaga asintió, satisfecha. Juana se arrancó el collar del cuello, enredando la cadenita entre sus dedos.
Tomó la mano, estrechándola, para el horror de Santiago.
Su única hermana, ahora estaría a merced de una bruja. Y no la mejor, ni la más aplicada, sino la más despiadada usando su poder.
Una luz verdosa las rodeó a ambas, formando un espiral a su alrededor. Ahora, la mirada de Baba Yaga se tornó en una de sorpresa y pánico. Ella no estaba controlando lo que sucedería. Pero la chica sí.
Los ojos de Juana se volvieron desafiantes. Las dos sabían lo que estaba pasando. Un traspaso. Un intercambio. Una absorción.
—¡No! ¡Se cancela el trato! —exigió a los gritos la bruja.
Juana miró a su hermano. Una sonrisa pícara se dibujó en los labios de la rubia.
—Vos lo pediste, ahora arreglate —la calma en Juana era inusual.
Por adentro, se estaba cagando en las patas. No quería reventar en miles de pedazos, como una bomba. Sabía poco y casi nada sobre este tipo de situaciones. Pero si no se desprendía, era una muerte inminente.
Leo y el resto se liberaron del hechizo, cayendo al suelo de golpe.
—¡Santiago! ¡Agarrá los activadores y váyanse! —gritó, lanzandole la máscara con su mano libre.
—No me voy sin vos.
Juana le guiñó el ojo
—Siempre estás conmigo. Corran. No queda tiempo.
Lo último lo dijo en venti. Capaz que no quería preocupar a los demás, aunque Leo pudiera escucharla.
No le había importado. Quizás, por un segundo, olvidó que él también podía escucharlos, que él no era ajeno a un lenguaje familiar. A su lenguaje familiar.
Santiago apiló los activadores y comenzó a correr al tiempo que las luces chocaban entre sí, destruyendo todo alrededor.
Ya habiendo zarpado, con la Hermandad a unos cuantos metros de distancia, Santiago miró atrás. Ella seguía ahí adentro.
—¿Esperamos un poco más?
—Bueno, cinco minutos más. Gracias, Leo.
—Juana está bien, puedo sentirlo.
Para ser sincero, Leo mintió. Y mintió terriblemente, porque, no bien dicho eso, el edificio explotó, empujando las naves hacia atrás.
Podían ver como la cúpula caía, el puerto de aerobarcos se desmantelaba en el aire y el humo salía desde los escombros.
Santiago no iba a llorar. No quería llorar. No significaba nada. Sin cuerpo, no hay muerto. Ver para creer, repetía en su mente.
Sin cuerpo, no hay muerto. Ver para creer.
Sin cuerpo, no hay muerto. Ver para creer.
Sin cuerpo, no hay muerto. Ver para creer.
Sin cuerpo, no hay muerto. Ver para creer.
Sin cuerpo, no hay muerto. Ver para creer.
Notes:
No tuve mucho tiempo para actualizar pq estoy de vacaciones, pero no importa, sí se pudo.
Espero que disfruten de este capítulo... ya quedan solo 3 capitulos para terminar la historia!!!!
Chapter 11: Capítulo XI
Notes:
(See the end of the chapter for notes.)
Chapter Text
Ruleta Divina: Cómo funciona
La ruleta Divina fue creada para usarse en caso de una guerra. Los elementales (es decir, los pilares) deben ser todos dotados. Sin excepción.
Intentos anteriores han demostrado que la presencia de criaturas mágicas/falta de los activadores es letal para cualquiera que ocupe el lugar del elemental.
Las consecuencias de esto son variadas, pero para darles una idea, dejo un listado de los efectos secundarios que pude observar.
1. Levitación momentánea.
2. Mareos, vómito/náuseas.
3. Cicatrices que consumen la piel (provoca cansancio/agotamiento extremo).
4. Desmayos/perdida temporal del conocimiento.
5. Falta de oxígeno, vértigo.
6. Alucinaciones /fiebre elevada.
7. Muerte.
A todo esto, los pilares no deben estar transformados (ver pág. 274) o muertos. De ser tal el caso, se debe buscar a otro dotado.
Si el dotado muere durante el ritual, no se necesitará a otro que lo suplente.
Fase final del dotado
Los resultados no son los que esperaba.
Al tener una sobrecarga de energía, en determinados casos, puede caber la posibilidad de que el dotado se transforme en una criatura.
¿Cómo sucede? El dotado tiene que haber absorbido el Enersob de varias criaturas similares a sí mismo (o de un dios) o sufrir una crisis nerviosa.
Una vez que esto haya ocurrido, el dotado tendría que atravesar varias situaciones que lleven al límite sus capacidades para que, una vez agotado, su cuerpo presente los cambios físicos.
Dependiendo qué habilidades posea, el cuerpo se adaptará a estas.
Ej: Un dotado que controla el fuego conseguirá una piel qué soporte las altas temperaturas y quemaduras.
Desconozco que tan doloroso es el proceso de transformación.
No hay vuelta atrás.
Extractos del diario de viajes de
M. Leone Bahr
Santiago entró primero, con la cabeza en alto, cargando los tres activadores en sus manos.
Estos, iluminando la habitación con su esplendor, llamaron la atención al instante.
En la Salamanca solo estaba la Viuda Negra. Llevaba un camisón de satén negro, largo hasta el suelo, siendo sostenido con dos breteles finos. Sobre sus hombros llevaba un chal (para sorpresa de nadie, negro) con flores doradas bordadas a lo largo y ancho del mismo.
Aún así, se veía hermosa. Sus ojos celestes resplandecían entre tanta oscuridad y su piel blanquecina mostraba cuan delicada podía llegar a ser.
—¡Santiago!, ¡Necesito una explicación inmediata de esto! —reclamó, enojada—. ¿No se da cuenta de que tan tarde es?
—No fue su culpa —intervino Leo—. Baba Yaga nos interceptó.
El espíritu miró a uno y luego al otro, incrédula.
—¿Dónde están Juana y el Pombero?
No hubo respuesta. Santiago evitó su mirada.
—¿Baba Yaga está involucrada? —adivinó.
—Y Shahmaran.
—Ya hablamos de esto, Santiago. Que tenga un problema personal con ella no significa que...
Leo se volteó hacia sus amigos, dejando que la discusión entre los tendotakuéra siguiera su curso.
—¿Qué hacemos?
—Creí que tenías un plan —admitió Teodora, ante la mirada sorprendida de los otros—. Ok, sí, esa no fue una buena idea... ¡Pero que habías pensado un discurso, mínimo!
—¿Por qué no le dicen que fueron atacados por Shahmaran? —sugirió Alebrije—. Así, la viuda negra notaría que no es de fiar.
—¿Y si la necesitan para la ruleta?
—No. El diario de Leone Bahr dice que solo los dotados pueden activarla. Por eso no resultó antes —explicó la pelirroja.
—¿Cuándo lo leísteis? —interrogó Don Andrés, sorprendido.
—¡¿Cuándo no?! Luego del ataque de las sirenas comencé a ojearlo más seguido... Quería estar preparada.
—Espera, ¿Por qué solo los dotados?
—Por que son los únicos que tienen la enersob suficiente para que funcione correctamente —respondió la viuda negra detrás de ellos.
Su voz vibraba por todos lados, haciéndola verse imponente. Una líder, ante ellos. Una rebelde más, para los dioses.
—¿Cómo no me va a decir esto? —le reprochó a Santiago.
—Yo no sabía lo de Shahmaran —se excusó, mintiendo.
—¿Usted sabía de esto? ¿Los dos? —Leo estaba indignado. Casi furioso—. ¿Y aún así decidieron hacerlo de todos modos? Sabiendo lo que nos pasaría.
—Debe saber, señor San Juan —el tono del espectro no era amigable, sino amenazador—, que estamos viviendo en una guerra. No podemos darnos el lujo de realizar todo correctamente.
—¿Y no pensó en lo que pasaría con las criaturas? ¡Gargouille no podía levantarse del suelo! ¡Nos arden las cicatrices! ¡Y siguen creciendo! ¡Son tan despiadados como la Hermandad!
El rostro de la viuda se ensombreció de repente. Crujidos comenzaron a sonar desde el interior de su cuerpo. Uñas largas brotaron de las puntas de los dedos.
—Tenías que hacerla enojar —susurró Santiago, dando varios pasos hacia atrás.
Con la uña del índice, la viuda creó un agujero en el suelo. Un portal se abrió debajo de ellos, absorbiéndolos.
—Resuelvan esto solos.
—¿No te podías callar por una vez? —le reprochó Santiago, levantándose del suelo.
—¡¿Callarme?! Nos mintieron. ¡Viven mintiendonos como si fuéramos estúpidos! Le ganamos a dos dioses ya, ¿Por qué esto es diferente?
—Huitzilopoxcli es el dios de la guerra. Tiene a todos como sus aliados. Estamos solos, San Juan.
—¿Dónde estamos? —interrumpió Teodora, antes de que se fueran a los golpes—. ¿En qué año?
Santiago miró alrededor. Calles nuevas, casas señoriales, cables de electricidad...
—Siglo XXI. Estamos en mi pueblo.
Comenzó a caminar solo. Los demás no tenían otra opción.
La cabeza de Leo era como una pava hirviendo. Estaba furioso. Siempre pasaba lo mismo. ¿Por qué mentían tanto? ¿Juana también sabía de esto? Probablemente. El libro era de su padre. Que no lo había terminado también debía ser una mentira.
Eran todos mentirosos. Él también lo era, lamentablemente.
—¿En qué parte de Argentina estamos?
—Misiones. Bien al norte, cerca de la frontera con Brasil.
Teodora seguía haciendo preguntas para calmar el ambiente, pero no lo estaba logrando.
Santiago hablaba cortante, molesto. Leo apretaba la mandíbula y sus puños. Don Andrés y Alebrije se miraban entre sí, apenados. De vez en cuando, también preguntaban algo.
Santiago frenó dos cuadras desde su caída, frente a una casa señorial, blanca con las persianas azules. La puerta era de madera, con tallados de flores, vitrales coloridos en vez del vidrio normal y un picaporte redondo de cobre.
Sacó de su bolsillo las llaves de la casa. Al parecer, las llevaba siempre con él, como si no pudiera separse del todo de esta.
Las introdujo con cuidado. Tomó el picaporte y giró la llave. La puerta cedió ante sus movimientos.
—Pasen antes de que alguien más los vea.
En el interior, lo primero que veían era un pasillo que estaba cerrado por otra puerta, ahora hecha de vidrio, que conectaba a toda la cada con la salida.
Al costado tenían un pequeño cuadrado con pasto y un árbol qué Leo no conocía.
Santiago volvió a abrir la puerta, pero esta vez pasó primero, aunque la dejó para que ellos también pasarán.
—¡Mamá!, ¡Julián! —gritó en Venti—. ¡Ya llegué!
Una mujer salió al pasillo desde una habitación del fondo, confundida. Tenía un vestido blanco, largo hasta los talones, con flores rojas estampadas. Se cubría los hombros con un saco gris oscuro, mientras que llevaba unos zapatos negros.
Era de cabello oscuro y nariz ganchuda. No se parecía en nada a los hermanos, excepto por los ojos, igual de verdes que los de ellos.
El ceño fruncido en su rostro se transformó en una expresión triste. Se cubrió la boca con las puntas de los dedos antes de llorar y abrazar a su hijo.
—¿Mamá? ¿Qué pasa?
Un chico rubio apareció detrás de ellos. También era de ojos verdosos. Los miró raro, como si tuvieran lepra (aunque era porque no los conocía en absoluto), y luego a su madre, llorando en los brazos de su hijo mayor.
Julián no lo pensó demasiado. Abrazó a Santiago con fuerza, cómo si fuera la última vez que lo haría.
Su madre se separó de ambos para examinar a Leo y sus amigos. Limpiándose las lágrimas, le tomó dos zancadas para estar cerca de ellos.
—Eres cómo dijo mi esposo—admitió, aún quitando las lágrimas de su rostro—. Aunque un poco más bajito.
—No... Nunca supe quién era su marido, señora, disculpe.
—Ya lo sé. Pero él si te conocía. A los cuatro. ¿Quieren tomar algo?
Alicia Bahr era, según lo poco que había visto Leo, la mujer más serena que pudo haber conocido.
Todo en ella era tranquilo. Los movimientos elegantes pero largos y suaves que realizaban sus manos eran una prueba de ello.
—Martín me dijo que esto pasaría, aunque él lo hubiera querido en otras condiciones —aceptó ella, llevándoles la bandeja con las tazas de café hasta la mesa—. Pero algo es algo.
No pudo siquiera sentarse cuando sus ojos brillaron de un verde claro. Se quedó parada en el medio del salón, estática.
Julián se movió rápido. Buscó un botiquín y una palangana con agua fría, dejándola cerca de él.
—El padre llegará, los dragones hablaran, si el chico cruza la línea, todos perecerán —recitó, hipnotizada
—¿Qué le pasa?
—Es un oráculo —explicó Julián, tratando de sentarla en el sillón—. Ayúdame, Santiago.
—En la bruja deben confiar. No deben temer, los dioses sabrán perder.
—¿Qué bruja dice? —preguntó Santiago.
—¿Yo voy a saber? El que se fue de viaje fuiste vos. Pasame la palangana.
—Todos perecerán...
Los muebles en el salón comenzaron a moverse por sí solos, rodeandolos en un pequeño remolino sin salida, aparentemente.
Un brazo sacó a Leo del interior de este torbellino, tirándolo al suelo. Giró su cabeza con tanta fuerza, que pensó que se desnucaría.
—¿Estás bien, Leo? —preguntó Godofredo, ayudándolo a pararse.
No podía creerlo. Miró hacia sus costados y notó que no era el único. Rasbután también estaba allí... Y Acantha y ¿Takahiro? ¿Qué hacía él ahí?
Entre los cuatro sacaron a su equipo para dejar a los Leone Bahr solos en su caos.
—¡En la cabeza! —se escuchó gritar a Julián.
¡SPLASH! El agua cayó sobre Alicia quitándola del trance rápidamente... Aunque lo mismo sucedió con su conocimiento. Se había desplomado en el suelo, pero no cómo un desmayo, como una muerte.
Santiago la cargó en sus brazos y la llevó hasta su habitación.
—¿Me pueden decir como llegaron acá?
—La viuda negra abrió un hoyo en el suelo —recordó Alebrije—. Dijo que debíamos arreglar algo...
—¿No será que es nuestra presencia? —intentó adivinar el emperador—. No deberíamos estar aquí y menos por tanto tiempo. Fueron unas semanas agotadoras.
—¿Semanas? ¿Cómo hicieron ustedes para llegar hasta aquí?
—Con la ceniza, Leo —dijo Acantha—. Cuando me esfumé, aparecí en esta casa. Debe estar conectada con los pilares de la ruleta o algo así.
—¿Y cómo es que nunca he venido? Osea, que me haya pasado lo mismo que a ustedes.
—No lo sabemos con certeza, Leo. Aún tratamos de entender esto pero se sale de nuestras manos —admitió Rasbután.
Santiago volvió a la sala, que dejó al silencio apoderarse de ella.
—Escuchen, sé que esto no es normal, menos en mi vieja, pero hay que tomarlo colo una señal. Tenemos que llegar cuánto antes.
Notes:
Hola!! Sé que tuve que haber publicado el 23 del mes pasado, pero estuve de vacaciones y no tuve tiempo, tanto como para editarlo como para publicarlo. Estoy escribiendo los últimos dos capítulos, pero podría demorar su publicación. Estoy tratando de hacerlos completos, pero no pesados, así no tienen que procesar tanto en tan poco tiempo.
Ante cualquier duda, no tengan miedo de preguntar. Me gusta responder sus dudas.
Disfruten el capítulo!!!
Chapter 12: Capítulo XII
Chapter Text
Dioses
Seres superiores a nosotros. En quienes depositamos nuestra fe, nuestras súplicas, nuestras vidas.
Seres que, en su mayoría, se presentan como gigantes, de más de tres metros de alto, exponiendo su forma mortal como lo único que alguna vez veremos de ellos.
Lo único no visible son sus ojos. O son completamente blancos (los dioses no presentan iris), o están ocultos (ya sea por el cabello, un vendaje, etc.)
Los ojos son las puertas del alma.
Extracto del diario de viajes de
M. Leone Bahr
Volver no fue complicado. En lo absoluto. Demasiado sencillo para ser realidad.
El camino a la Salamanca fue silencioso. Entre el cansancio y el aire a guerra próxima a surgir no permitía ninguna conversación. Por lo menos, no una agradable.
Santiago y Julián iban encabezando el grupo, siendo los únicos que recordaban bien el camino hacia la cueva. Hablaban en Venti, los podía escuchar, pero prefería no meterse. Ignoraba su conversación pensando en otra cosa. Pero ignorar no es lo mismo que no poder escuchar.
—¿Vos decís que ella aparezca?
—Sí. Y espero que rápido. Si viene tenemos más de un problema resuelto.
—¿Llegará?
—No sé. No tuve que dejarla.
—No la dejaste. Ese era el plan, ¿No?
Ante el silencio de Santiago, Julián se preocupó.
—¿No?
—Ya llegamos —anunció.
El grupo se detuvo, esperando a las escaleras. Estas salieron al instante.
Desde adentro, se escuchaba un griterío espantoso, acrecentandose con cada escalón que subían.
La situación no era la mejor. Criaturas dispersas por toda la Salamanca. Algunas heridas, otras preocupadas...
Aún no era 23 de Junio, ¿Por qué tanto escándalo?
Santiago se acercó a un par de sirenas que se recostaban contra la pared, agitando sus manos para refrescarse.
—¿Qué quieren decir con que están aquí? —murmuró la Viuda Negra, detrás de Alebrije.
—Vimos unos horrorosos en el camino —explicó Efrit—. Se ve que Huitzilopoxcli no es el único aquí.
Haber escuchado nombrar al dios alertó a Leo. Giró discretamente su cabeza para entender el contexto.
Efrit y Anansi hablando solos con la Viuda Negra. No paraba de pensar que fue de Gargouille.
—Debemos apresurarnos con la ruleta —opinó Anansi.
—Falta un dotado. No nos podemos...
—Soy un semidios, no veo la diferencia.
—Un semidios no soportaría la ruleta. Morirás.
—Pero es algo por lo que vale la pena.
Leo no dió ni dos pasos sin que la viuda lo agarrase del brazo y llevado hasta el centro de la Salamanca. Lo mismo con Takahiro y Acantha. Los fue colocando en sus lugares uno por uno.
Santiago miró hacia la entrada, expectante.
Leo estaba entre él y Anansi.
—¿Qué está sucediendo con Juana? —susurró.
—Es de mala educación escuchar conversaciones ajenas.
—Y mentir también es un mal hábito.
Santiago suspiró.
—Juana no puede morir. Y asumimos que vos tampoco.
Leo se lo quedó mirando en silencio, mientras la viuda negra buscaba a otro ser para llenar el lugar faltante.
—Ella tiene que venir. Después te explico.
—¿Vas a dejar que Acantha y Anansi mueran? Oí a la Viuda Negra.
—Jamás.
Los dibujos en la ruleta comenzaron a emanar una luz blanquecina muy fuerte. Leo miró hacia la derecha, preocupado por el semidios.
La araña humana estaba tranquila mientras era consumido de a poco. Había aceptado su destino.
Los pies de Leo comenzaron a arder. Su cuerpo entero, en realidad. La luz lo estaba lastimando, como lo hacía la luna. Comenzaba a sentirse fatigado cuando algo lo empujó para atrás, sacándolo de la ruleta.
—Eso fue suficiente —sentenció Santiago, parado frente a él, tapándole el campo de visión.
Teoodora lo sostuvo por los hombros, intentando que se quedara parado, mientras que Alebrije sacaba a los otros dotados.
—Váyanse —les dijo Julián, corriendo detrás de ellos.
—¿A dónde?
—A las cataratas. Y no paren.
Ahora Leo podía ver. Una serpiente enorme, con ojos en lugar de anillos, se retorcía, preparándose para atacar.
Era Shahmaran.
Las criaturas habían escapado de la Salamanca, dejándolos solos.
Todos habían salido de la ruleta. Anansi estaba bien, dentro de todo. De sus ocho patas, dos estaban quemadas, pero al mínimo. Podría seguir caminando.
Acantha, no había corrido con la misma suerte. Uno de sus brazos estaba tan quemado que se le veía el hueso.
—Váyanse —gritó Santiago, intentando frenar a Shahmaran de comerse a la viuda negra.
Los cuatro terminaron reunidos bajando las escaleras corriendo. Leo no sabía cómo, ni en que momento, pero Alebrije tenía el macuahuitl entre sus manos.
Varias criaturas ya estaban a los pies de la barranca, tratando de huir.
—¿Hacia donde se encuentran las cataratas? —murmuraba una.
—Al norte —gritaron desde atrás.
—¡No!, Es en el sur —contradijo otra.
—Leo —dijo Takahiro, tomándolo del hombro—. ¿Estás bien? ¿No te quemaste?
—¿Quemarme qué?
Miró hacia la mano, aún posada sobre él. La piel del emperador estaba rojiza e inflamada.
—Takahiro, debemos curarte ahora —se volteó hacia sus amigos—. ¿Ninguno tiene algo para vendar?
—No creo que el vendaje sirva, muchacho.
Las criaturas comenzaron a avanzar, pasando casi por encima de ellos, aún estáticos.
—¿Ya se decidieron? Eso fue rápido.
—No, Teo —dijo Alebrije—. Miren ahí arriba.
Un enorme pájaro negro planeaba en el cielo, guiándolos.
—Vamos. No lo perdamos de vista.
Atravesaron la selva en manada. Una manada completamente silenciosa. Ni un solo animal se les acercó en todo el camino. Respiraban tensión, todos al mismo tiempo.
El gran pájaro descendía cada vez más a medida que llegaban a las cataratas, buscando aterrizar.
Leo no podía dejar de pensar. Repartía su mente en los hermanos que quedaron atrás, la repentina aparición de Shahmaran, las quemaduras de Takahiro y, probablemente, todos los que estuvieron en la ruleta (excepto él, claro), el plan de Huitzilopoxcli y como no tenía ningún plan, ni siquiera el más estúpido posible.
—Leo —susurró Teodora, tomando su mano—. Todo va a estar bien.
Apretó un poco la mano. Solo un poco, de una manera gentil y suave, tratando de no romperle los dedos del estrés. Ella sabía lo que hacía.
El gran pájaro cambió su forma por la de una joven rubia y de ojos verdes. Tenía las manos rasposas, los ojos cansados y una respiración entrecortada.
—¿Juana?
—¡Ay, Dios! Están hechos pelota, ¿Qué hicieron?
—Activamos la ruleta... ¿Tú dónde estabas?
—Volviendo de la Hermandad —al mismo tiempo que hablaba, hacía crecer una planta de Áloe Vera—. ¿Alguno vió cómo era la serpiente?
—Era Shahmaran —afirmó Teodora—. Me dí cuenta por el patrón de las escamas.
—¿Y esa? —cortó una hoja y se giró a Takahiro— Deme la mano, emperador, ahora curo la quemadura. Pensé que ella no había venido.
—Nosotros también. Además, ¿Qué otra serpiente hay?
—Huitzilopoxcli tiene una —pasó parte del aloe en las manos del japonés—. Su macuahuitl es una serpiente grabada en madera. Quizás es ella —terminó de colocar el ungüento y se limpió la mano con el pantalón—. Voy a tratar de organizar este quilombo. Busquen a todos los que estuvieron en la ruleta y quédense apartados.
Ni bien dicho esto, Juana desapareció entre la multitud. Ellos hicieron lo pedido. Buscaron a cada uno (e incluyeron a Godofredo y Rasbután) y se quedaron bajo la sombra de un árbol, a orillas del agua, que desembocaba furiosa en un cañón, más adelante un río.
Juana no llegaba. No llegaba y los problemas no tardaban en acumularse.
Al final se dividieron 3 grupos: Criaturas aéreas, terrestres y acuáticas, aunque las últimas no fueran muchas.
Mientras los monstruos que tuvieran alas planeaban sobre la selva buscando enemigos, los terrestres se esconderían más tarde para emboscarlos. Por último, aquellos que se quedaran en el agua, los arrastrarían hasta la caída al cañón.
—Ahora sí, a lo que venía. Nosotros vamos a intentar acercarnos a Huitzilopoxcli de cualquier forma posible y clavarle el macuahuitl en donde sea.
—¿Ese es todo tu plan? —preguntó Anansi, dudoso.
—Sí, no iba a elaborar tanto.
—¿Y el macuahuitl lo va a dañar?
—Claro, Leo. Es lo único que, ahora, puede matar un dios.
—Bien. Matemos a un dios.
Chapter 13: Capítulo XIII
Notes:
(See the end of the chapter for notes.)
Chapter Text
Profecías
Hay algo interesante en las profecías. Y no es que la mayoría se cumple, sino que algunas pueden llegar a romperse. Es solo cuestión de voluntad.
Extracto del diario de viajes de
M. Leone Bahr
Informantes traían desde los cielos que Huitzilopoxcli avanzaba hacia la cascada atravesando el río. Literalmente. El dios caminaba por el río como si fuese una alfombra.
—Hasta que él llegue, tenemos tiempo —afirmó Juana estudiando el macuahuitl—. ¿Se iluminó o algo?
—No sé... La ruleta sí.
—Mirá vos. ¿Seguro que no querés aloe vera o algo? Leo, tenés muy irritada la piel.
—No, estaré bien, ¿Por qué brillaría?
—Normalmente al recibir enersob las armas se iluminan, como la de los Atlantes.
Un rugido desde el corazón de la selva hizo que todos se voltearan. Árboles caían con el paso del dios y sus fuerzas.
—¿Lo vas a llevar vos?
Extendió el macuahuitl hacia las manos temblorosas de Leo, quien tenía la cabeza en otro lado.
—¿Qué?
—¿Lo vas a hacer vos?
Miró el arma y luego al dios.
—No. Ya causé demasiados problemas.
—Bueno, si vos decís —la chica se volteó— ¿Nadie lo quiere usar? ¿No?
—Sigo sin entender, ¿Un solo roce será suficiente? —preguntó Anansi, recostado bajo un árbol.
—El macuahuitl fue portado por el dios de la muerte, es capaz de acabar con toda vida excepto la inmortal —explicó Godofredo.
—A no ser de que esté cargado con enersob —agregó Rasbután—. Sería una sobrecarga de poder.
—Lo mismo que consumió a Upton —concluyó el semidios.
—Exacto.
Ruidos en el cielo los pusieron alerta. Una capa de ramas y raíces los cubrió, formando un domo, escondiendolos momentaneamente.
—Organicemonos, ahora —dijo Juana, alzando los brazos para mantener el domo—. ¿Alguien tiene un plan?
—Solo sé que no debemos regresar a la Salamanca —dijo Leo—. Nos deben esperar allí. Tendríamos que sorprendernos.
—Pueden tomar el camino hacia el este. Lo usaron tanto que ya quedó marcado en el piso —propuso Juana—. Yo tengo un grupo de gente que pueden ayudarnos, pero necesito a alguien que sepa resucitar muertos.
—Yo puedo —admitió Acantha, ante el asombro de algunos—. ¿Cuantos son?
—Unos 30... 35, ponele.
—Separemonos —opinó Godofredo—. Que un par vayan con Juana y otros vayamos hacia abajo.
Rápidamente se dividieron: Juana, Acantha, Leo, Takahiro y Godofredo iban por un lado. Los demás iban por el camino, guiados por el olfato de Alebrije.
El domo iba desintegrandose poco a poco, dejando ver el cielo abierto, que era atravesado por enormes bolas de fuego, las cuales golpeaban y quemaban la tierra brutalmente.
Antes de que Alebrije y Teodora se fueran, Leo la apartó.
—Ten cuidado, por favor.
—No te preocupes, ¿Cuántas veces no lo estuve?
—Puedo recordar un par...
—Era retórica. Te amo.
—Yo también.
Le dejó un pequeño beso antes de irse. La vió alejarse y sintió como su pecho se econgía. No le gustaba mucho la idea de separarse. No por falta de confianza, sino por miedo de no estar para cuidarla.
—¿Vas a tardar más con la novela o nos podemos ir? —bromeó Juana.
—No eres graciosa.
—Y vos sos meloso. Vamos antes de que nos encuentren.
Llegaron hasta un pequeño grupo de árboles, distintos de los otros. Torcidos, oscuros, extraños.
Juana posó su mano sobre uno. La corteza fue achicandose hasta mostrar piel y, de la piel, una armadura. Un hombre. Un adulto vestido de plata con una abolladura en el pecho había sido un árbol. Cargaba con armas de caza, porque eso era: cazador.
—¿Tú los transformaste?
—A algunos —admitió, repitiendo el proceso—. Pero el Pombero me enseñó. Así cuidamos la selva.
Godofredo los sostenía y dejaba recostados en el suelo, para que Acantha se acercase a los cuerpos inertes y, posando sus manos en la cabeza, recitaba una oración, cerraba los ojos y, al instante, el cazador se paraba del suelo, con los ojos blancos.
—¿Hace cuanto tiempo que ellos están aquí? —preguntó Takahiro, examinándolos.
—No sé. El Pombero tendría unos... 500 años, ¿No, Godofredo? Desde que empezó la colonización seguro que hay un par.
No se podía adivinar la edad de ninguno por más que Leo intentara. Pensó en cómo el Caipora los emboscaba y atacaba con su jabalí... Que métodos tan opuestos había del otro lado de la selva.
—¿Te vas a quedar mirándolos o nos vas a ayudar? —preguntó Juana, dejando al último cazador en el suelo.
—¿Qué hago?
—Sos el líder, van a hacer lo que les pidas.
—¿Qué? ¿Cuándo me nombraron líder?
—Recién. Felicidades.
Antes de que Leo volviera a protestar, una bola de fuego atravesó el cielo, atrayendo la atención de todos, hasta que se estrelló y explotó contra un árbol.
—Ah, tranqui, che.
—Debe ser Huitzilopoxcli —dedujo Godofredo—. Tenemos que reunirnos todos. Vamonos.
Las bolas de fuego llovían cada vez más rápido y fuerte. Juana tuvo que cambiar el camino tres veces por culpa de los incendios. Se desviaron más de lo que debían, pero, por lo menos, el fuego no los alcanzaría.
Leo temía que a Alebrije, Don Andrés y Teodora hubieran perecido entre las llamas, por más trágico que sonará. Estaba verdaderamente preocupado.
Un cazador chocó su hombro sin querer, devolviendolo a la realidad. No sabía donde estaban, pero sí que el enemigo estaba frente a ellos. Veía los pies enormes de un dios, con la piel dorada y brillante.
Un tirón de su ropa hizo que se sentara. Juana, Takahiro y Godofredo se habían recostado en la tierra, observándolos atentamente entre las plantas. Por otra parte, Acantha se sentaba con las piernas cruzadas, flotando en el aire. Giró su cabeza hacia él. Sus pupilas estaban completamente dilatadas y teñidas de un color dorado. Leo retrocedió un paso, aún agachado.
—¿Qué le...?
Godofredo se llevó el dedo índice a los labios, pidiéndole silencio. Vío como el cuerpo de la chica flotó hasta el Dios y subió hasta los cielos, para caer en la palma derecha de este.
Se la quedó mirando, analizando, para dejarla caer al suelo sin más.
Pequeños monstruos aliados le rendían culto al dios con una devoción maravillosa. Tenían plumas en el rostro y alas con manos en las puntas de estas en lugar de brazos.
Con la caída de Acantha, estos se abalanzaron para atraparla, llevándola a otro lado.
También había un grupo reducido de personas con togas violaceas un fuego en el centro.
—¿Esos son de la Hermandad? —preguntó Leo, mirando a Juana.
—Pensé que se había acabado —murmuró ella, desilusionada—. De seguro están con él para venir por nosotros después.
—Podríamos distraerlos —sugirió—. Y luego yo tú usas el macuahuitl.
—¿Cómo? —preguntó Takahiro, acercándose a ellos—. No son tontos. Seguramente sepa que estamos aqui.
—¿Tú tienes un plan?
—No lo estoy contradiciendo, quiero saber cómo funciona.
—Callense, alguien viene —interrumpió Godofredo.
Juana enterró sus manos en la tierra, apretando fuertemente los dedos hasta que esta se metiera entre sus uñas. Primero, unas pequeñas rocas y hojas comenzaron a moverse. Al cabo de unos minutos, el suelo también.
—A esto me refería, bien hecho Juana.
—Vayan contra ellos, voy a tratar de ir lo antes posible.
—Yo me quedo contigo —propuso Godofredo—. Así nadie interrumpe el temblor.
Leo y Takahiro se lanzaron a la acción de inmediato, con el joven emperador aumentando su tamaño y comenzando a molestar al Dios, empujándolo en un inicio.
A Leo lo seguían los cazadores, expectantes de su siguiente movimiento. No fue hasta que un hermano lo reconoció y atacó que comenzaron a actuar en contra de estos.
Aún así, el temblor los favorecía. Los hermanos perdían estabilidad y las criaturas, que a pesar de tener alas no podían volar, comenzaban a marearse por la brusquedad del suelo.
Leo giró hacia el Dios, pero ya no se encontraba allí. Se había ido ¿Cómo es posible que una persona de ese tamaño se fuera tan sigilosamente?
—¡Ojo atrás! —gritó Juana, corriendo hacia él, frenando un golpe de otro hermano con solo pegarle con el arma divina.
—Gracias.
Juana pateó a una criatura en el pecho.
—Cuando quieras ¿A dónde se fue?
—No lo sé. ¿Y Godofredo?
Leo golpeó a un hermano en el rostro y lo lanzó al suelo. Un cazador le ayudó para detener a dos más que se avalanzaban a ellos.
—Allá —señaló con la cabeza—. Hay que buscarlo. Y a Takahiro también.
—¿También se fue?
—Se vé que sí —dijo, brotando un árbol maduro del suelo para lanzarlo contra tres monstruos—. Creo que eran todos.
—¿Qué le pasó a Acantha? ¿Estaba...?
—¿Poseída? Sí. Se le metió adentro. No sé si querrá el enersob o el cuerpo para usarla como caballo de troya.
La selva se abría de nuevo a los pies de las cascadas, como si fuera una pequeña playa, repleta de pequeños enfrentamientos entre los aliados de Huitzilopoxcli y las demás criaturas.
Una batalla aparte se había desatado mientras no estaban.
Shahmaran estaba ahí. Acantha también.
La serpiente se retorcía cada que se lanzaba a atacar, algo que no le agradó a Juana, siendo la primera en lanzarle a combatir, dejando a los otros tres solos.
Godofredo, al igual que ella, se separó casi al instante, perdiéndose entre la multitud.
—Creo que quedamos solo nosotros —dijo Leo, bromeando.
—No, solo tú y el batallón. Voy a llevar a Huitzilopoxcli hasta Juana, suerte Leo —respondió el emperador, dándole un golpe en la espalda, antes de cambiar su tamaño.
Leo se volteó hacia los cazadores, de nuevo, expectantes por indicaciones.
—Solo vayan y golpeen a los monstruos con plumas —indicó, dejándolos pasar.
Se coló entre la multitud hasta encontrar a Alebrije, que tenía problemas con un miembro de la Hermandad.
El anciano le quería golpear con una barilla, la cual Alebrije mantenía entre sus dientes. Probablemente quería comerla antes de que se lastimaste.
Corrió hasta el hombre y le dió una estocada en el costado de su cadera, tirándolo al suelo.
—¡Leo! ¿Cómo les fue?
—Es muy largo pero... Acantha está poseída y... Dios corrí mucho... tenemos un escuadrón de cazadores furtivos.
—Ah, los ví. Dan un poco de miedo la verdad, pero mientras ayuden.
—Ale, ¿Dónde está Teodora?
—La estaba buscando Shahmaran, ven conmigo.
La noticia le había hecho mal. La angustia y el temor volvieron.
Esperaba llegar antes que la serpiente, quién volvía a enrollarse sobre sí para atacar.
Leo caminó dos pasos más hasta que una bola de fuego cayó a su lado antes de que cerrara los ojos.
—Hola león, cuanto tiempo.
Estaba en una isla en el medio de la nada. A su alrededor solo había arena, palmeras y océano.
Frente a él, aunque dándole la espalda, estaba una Catrina, vestida con un sombrero enorme y un vestido largo hasta el suelo.
—¿Usted no es...? Sí, nos vimos antes.
—Haz crecido mucho, Leo, lamento no habernos visto antes, pero fue un momento complicado.
—Está bien, no hay problema.
—Me alegro haber vuelto a verte... ¿Sabes sobre tu profecía, verdad?
—"El padre llegará, los dragones hablaran, si el chico cruza la línea, todos perecerán" —recitó—. ¿Por qué?
—Quería asegurarme que supieras que enfrentabas —pausó, para luego decir:—. La línea ya la cruzaste.
—¡¿Qué?!
—Fue el año pasado. Con Coioalxauqui, ¿Murió alguien en ese momento? ¿O ahora?
—No... No sé. Aparte de mí... Señora, ¿Sabe si al final todo sale bien?
La mujer se volteó hacia él. Su rostro era completamente blanco, decorado con pinturas fluorescentes y llamativas. Sus ojos flotaba en las cuencas oscuras. Dos bolitas de luz mirándole directamente.
—No nos queda mucho tiempo, Leo. Solo tú podrás acabar con esto.
—¿Por qué?
—Porque tú lo iniciaste.
Leo despertó tirado en el suelo, con el macuahuitl en la mano.
Miró hacia arriba. Huitzilopoxcli y Takahiro continuaban su pelea cuerpo a cuerpo, mientras que los demás luchaban contra las criaturas y ex miembros de la Hermandad.
Tomó el macuahuitl con fuerza y salió corriendo hacia el Dios.
Llegó hasta su pie con dificultad. Atravesar el campo de batalla era difícil, sobretodo con un arma tan vieja y pesada.
Se sentía pesado. Sus piernas ya no querían responder. No podía correr. No iba a llegar.
—¿Estás bien? —preguntó Teodora, tomándolo por el hombro.
—Teo...
Ella le sonrió. No tenía que decirle nada, ya lo entendía. Se volteó hacia Alebrije, que se colocó bajo su hombro para ayudarle a caminar.
—Se nota que no.
—Nosotros te ayudamos a llegar hasta él.
—Gracias chicos pero, ¿Dónde está Dln Andrés?
—Mira arriba.
Leo levantó la cabeza y, en el medio del cielo, pudo divisar un espectro molestando al dios.
No pudo evitar sonreír.
Alebrije lo tomó de los brazos y alzó vuelo, no muy lejos del suelo, esquivando cualquier ataque externo a ellos.
Avanzaron un poco más, apenas unos metros, cuando una de las criaturas emplumadas golpeó a Alebrije.
Leo cayó sobre la tierra, ahora mojada ara incorporarse lo más rápido posible. Empuñó el macuahuitl contra la criatura, cuyos ojos rojizos se clavaban en él.
Fué ahí cuando lo notó. La pupila se dilataba. Igual que con Acantha. Vió cómo cambiaba de negro a dorado, como si una lluvia pintara la pupila.
La criatura se lanzó sobre él y, en un reflejo, Leo colocó el macuahuitl entre ambos. Ese monstruo desapareció en el aire, en forma de cenizas.
—Wow, no sabía que tenía tanto poder —admitió Alebrije, incorporandose.
—Estamos muy cerca —dijo Teodora, mirando hacia su costado derecho—. Un último esfuerzo.
La pelirroja pasó su brazo sobre su hombro y siguió hacia adelante, con Alebrije ayudándola del otro lado.
Cuando ya estaba a unos pocos metros, volvió a tomar fuerzas y, corriendo a todo lo que su cuerpo daba, incrustó el macuahuitl en un pie de Huitzilopoxcli, haciéndolo rugir de dolor. Por alguna sensación, el dios de la guerra le hizo recordar a Coioalxauqui, y no porque fuera solo su hermana.
El Dios influía no solo en las criaturas, sino en los hermanos, que a segundos de haberlo golpeado con el macuahuitl, comenzaron a atacarlo. Teodora y Alebrije lo ayudaban cómo podían, pero estaban muy cansados. La selva los había consumido por completo.
—Recuérdenme nunca más volver aquí.
—Trato —dijo Leo, sonriéndole. Creyó que sería la última vez en la vida que lo haría.
Detrás de ellos, Takahiro dió el golpe final, arrojandolo al suelo.
Oigan mis palabras, mortales. Podrán ganarle a los dioses hoy, pero la inmortalidad nos dota de algo que ustedes no poseen. Intelecto.
—No lo escuchen —pidió Leo, a los gritos.
Únanse a mí, y, conmigo al mando, ninguna organización puede detenerlos. Ningún mortal ni ninguna criatura podrá hacernos frente. Seremos uno solo peleando contra los asesinos de mi hermana.
El Dios trató de ponerse de pie, pero Takahiro lo frenó, pisando su pecho.
Estamos cerca de una nueva era. Una a la que Quetzalcóacl nunca consiguió llegar por culpa de un león. Matenlo por mí y así podré acabar con el mayor estorbo de los dioses.
Leo miró a Teodora y Alebrije. Estaban tan pálidos como él.
—Sí tienes que hacer algo, hazlo ahora —aconsejó Alebrije.
Leo volvió a golpearlo con el macuahuitl, pero ya no tenía más energías para seguir. Ni siquiera tenía para correr.
Acantha apareció entre la multitud, lanzándose furiosa hacia él. Leo la esquivó habilmente, cubriendose todo el tiempo con el macuahuitl. Alebrije intervino en la pelea, pero la semidiosa, con sólo tocarlo, lo dejó en el suelo. Sus ojos se volvieron tan blancos que parecía no tener alma, y sus escamas comenzaron a palidecer rápidamente.
Teodora se agachó para ayudarlo, cuando vió cómo el cuerpo de Huitzilopoxcli estaba comenzando a ser atravesado por dos cicatrices verdosas, que avanzaban por su cuerpo consumiendolo. Takahiro se alejó de este y volvió a su tamaño original pero, lejos de ayudarles, se lanzó también contra Leo.
Pronto, más criaturas comenzaron a llegar para enfrentarlo. Hicieron un círculo a su alrededor, aislandolo de cualquiera que quisiera ayudarle. Teodora y Don Andrés (quien había vuelto a tierra), estaban desesperados, tratando de llegar a él, de salvarlo. Godofredo y Juana observaban aterrorizados la escena, sin poder intervenir.
Julián y Santiago también aparecieron. Habían tratado de detener a un par de hermanos, pero al ver sus ojos, entendieron el porqué.
Y ahí estaban los seis, intentando entrar por distintos lados del círculo. Entrar y salvar a Leo como el hubiera hecho por ellos si estuviera en sus lugares.
Leo, hecho bolita en el suelo, recibía patadas y golpes de todos lados. No podía seguir así. Algo tenía que hacer. Escondió su cabeza y empezó a contar. Primero hasta 10, después 50, 100, 120, 150... Iba a perder el control y no le gustaba. Casi lo hacía en la Hermandad, ahora no era el momento.
O quizás sí.
Sintió una explosión brotar de él y para cuando abrió los ojos, pudo confirmarlo. Sentado en la tierra, observó como todos aquellos que intentaban matarlo volaban por los aires. Parecía estar siendo protegido por una bola verdosa, que se extendía por el espacio, integrando a más personas. A sus amigos. Los quitaba del transe.
Teodora se apuró a abrazarlo una vez dentro. No fue algo con tanta fuerza, sino suave. Sabía que estaba destruido.
Alebrije se incorporó débilmente y se unió al abrazo al unísono con Don Andrés. Estaban juntos nuevamente.
—¿Juana? —preguntó Julián, una vez dentro de la burbuja.
La rubia se volteó bruscamente. Los ojos llenos de lágrimas.
—¿Juli? ¿Sos vos?
El rubio se sorbió los mocos mientras le abría los brazos, esperando un abrazo qué recibió al instante.
—Te extrañé un montón, boludo.
—Yo también, Juani. Yo también.
—¿Qué hacemos ahora? —le murmuró Santiago a Godofredo, mientras todos se separaban.
—Quedarnos aquí, por el momento. Mira cómo está Huitzilopoxcli. Esas cicatrices no tardarán mucho en drenar su enersob. Por cierto, ¿Dónde está la Logia?
—Si mirás a la izquierda, tenés a todos los miembros que podían volar, y si vas a la derecha, todos los que podían nadar.
—Se vé que los poderes de Huitzilopoxcli son muy fuertes.
—Sí, nos dimos cuenta. Tendré que hacer un recuento de los caídos.
—¿Estás bien, hijo? —le preguntó Don Andrés, distrayendolo de la charla.
—Me duele todo, pero después de eso, sí, estoy bien.
—Por favor que este sea el último Dios que quiere venganza porque sino me mandan con San Pedro —bromeó Alebrije, aún pálido.
—¡Ay!, Alebrije, estas terrible.
—¿Tú te viste en un espejo? Parecer muñeca de trapo.
Leo soltó una pequeña risa antes de que lo volvieran a abrazar.
Estaba tirado entre dos sillas, casi inmóvil. No le habían dejado moverse. A su izquierda, Takahiro era vendado por Juana, y pronto llegaría su turno.
—Son unos bestias. Mirá que quemarse así... Primera vez que lo veo.
—¿Y tú por qué no llegaste a tiempo? —le preguntó Leo.
—Tuve un problema con los portales. Me metí a uno que no era. Te ví ahí y dije "Ah, ya está", pero era en otra época.
—¿Y cómo era me veía?
—Demacrado. Igual que ahora.
Takahiro se río por lo bajo, pero se vió interrumpido por los vendajes ajustados de la rubia.
—Ahora me imagino que vas a volver a tu casa —supuso Juana, llegando hasta su mano.
—Sí, volveré a la soledad.
—¿Y por qué no vienes una temporada conmigo? —ofreció Takahiro—. No hay mucho por hacer en Japón.
—Claro, o pasás por casa, si no tenemos ningún problema —agregó Juana—. Igualmente, mepa que los vamos a tener que llevar. Esas quemaduras no las puedo curar.
—¿Llevar a donde? —preguntó el emperador.
—A mi época. Hay una salita en mi pueblo que recibe a cualquiera. Total, hay cada uno donde vivo.
El viaje no fue tan terrible. Llegaron rápido y fueron atendidos del mismo modo. La mujer, una anciana, tenía todo preparado, como si supiese que iban a llegar.
Juana pudo reencontrarse con su madre, fue algo muy lindo de ver. Aunque le hizo recordar a Leo, nuevamente, que nadie lo esperaba en casa.
—Te juro que voy a volver —le dijo Teodora, en el borde de la Salamanca—. Todos los días si es posible.
—¿No será mucho?
—Nunca es suficiente.
Leo la abrazó con las pocas (nulas) fuerzas que le quedaban en el cuerpo. Podía cambiar eso. Podía tomar otro camino.
Alebrije se acercó para recibir su abrazo. Alzó a la chica, separándola del suelo y estrujándola.
—Alebrije, no me dejas respirar.
—Perdón Teo, es la emoción.
Los tres miraron a Don Andrés, quien todavía no había dicho palabra.
—¿Y a tí que te pasa?
Los ojos del español estaban llorosos.
—Nada, es la humedad... El clima aquí me hace daño.
—Pero es un fantasma —refutó Leo.
—Sí, pero también podemos tener alergias...
—No sé preocupe Don Andrés, ya me verá mañana. Y pasado mañana y así por años...
El portal se abrió ante ellos y Teodora, en un último gesto, les sonrió.
—La voy a extrañar —admitió Don Andrés—. Se ve que volveremos a nuestra aburrida vida en la iglesia.
Santiago se acercó al borde, seguido por sus hermanos.
—¿Están listos los tres? —les preguntó.
—¿Listos? —miró a Leo y luego a Alebrije—. ¿Para qué? ¿A dónde vamos?
—Hablé con Alebrije y los hermanos Leone Bahr para que nos aceptaran en su casa, hasta que podamos adaptarnos al futuro. ¿Alebrije no le contó?
—¿Nos vamos? ¿De veras?
—Alebrije, dijiste que le ibas a decir —murmuró Leo, molesto.
—Iba a hacerlo, pero se puso emocional.
—¿Por qué no lo discuten mejor en casa? —sugirió Julián.
—Eso, apuren que si no lo perdemos.
Un nuevo portal se abrió. Fueron cruzando uno por uno, hasta quedar Leo solo. Miró hacia atrás. No extrañaría mucho esa época, que nunca lo supo comprender. Probablemente la nueva tampoco, pero tendría amigos que lo apoyarían, que lo ayudarían.
Era un adiós a una vida de aventuras y estrés (demasiado) por una vida pacífica, rodeado de sus seres queridos. Y lo primero que haría, sería aprender a usar una caja mágica para llamar a Teodora.
FIN.
Notes:
Holii, si llegaron hasta acá es porque terminaron el fanfic, que me llevó exactamente un año. Es muy difícil para mí terminar con esta historia, sobretodo porque ya la escribí una vez y la borré a mitad de camino.
Siento que el fandom necesitaba un final cerrado para las series, y ni Netflix ni Ánima nos lo pudo dar (a no ser de que publiquen algo al respecto). Y es por eso que nació la idea del fanfic. Un final que trate de responder todas las incógnitas que dejo la segunda temporada.
Después de eso, no me queda decir ni anunciar nada. Estoy trabajando en un fanfic Leodora, pero no confirmo de que llegue a publicarlo, todavía. También quería plantear la idea de llegar a editar algún día el fanfic, porque no es perfecto, tiene más errores de los que me gustaría y lo admito. Sí tienen ideas o sugerencias, me encantaría escucharlas.
Sin más que decir, gracias por acompañarme todo este año, durante los hiatus y las publicaciones de los capítulos. Estoy muy agradecida por el apoyo y amor que le dieron y ojalá nos volvamos a encontrar en algún otro proyecto.
Los quiero mucho,
Minerva.

aurawind on Chapter 1 Wed 20 Nov 2024 09:02AM UTC
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Min_nerva on Chapter 1 Wed 20 Nov 2024 09:22AM UTC
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aurawind on Chapter 2 Wed 20 Nov 2024 09:12AM UTC
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Min_nerva on Chapter 2 Wed 20 Nov 2024 09:41AM UTC
Last Edited Wed 20 Nov 2024 09:42AM UTC
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aurawind on Chapter 3 Fri 22 Nov 2024 04:06PM UTC
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Min_nerva on Chapter 3 Fri 22 Nov 2024 04:13PM UTC
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aurawind on Chapter 3 Sat 23 Nov 2024 01:00AM UTC
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aurawind on Chapter 4 Fri 22 Nov 2024 04:10PM UTC
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Min_nerva on Chapter 4 Fri 22 Nov 2024 04:14PM UTC
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Lucas Carvalho pinto friensafit (Guest) on Chapter 11 Mon 10 Mar 2025 11:57PM UTC
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