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Kyo estaba sentado en el suelo de madera, las manos en sus rodillas, vestido con el traje oficial del grupo Kusanagi de artes marciales. Acababa de cumplir 19, y su padre no había tardado en organizar su primer enfrentamiento amistoso con su más grande rival: el grupo Yagami. A Kyo no le interesaba esta rivalidad (pocas cosas se tomaba en serio), pero apreciaba un reto, aunque no había escuchado prácticamente nada del que sería su oponente: Iori Yagami. Que era el artista marcial más fuerte del grupo contrario estaba implícito o no sería su oponente en esta ocasión; sin embargo, sus amigos en otros grupos no habían escuchado tampoco de él, ni lo habían encontrado en competencias, era en verdad extraño.
Las puertas de madera se abrieron, y Kyo salió. Afuera lo esperaba su padre, Saisyu, y caminaron juntos al centro del amplio dojo de la mansión Kusanagi, que esa vez era la sede el evento. Kyo alzó la vista, encontrándose con Akira Yagami, y Iori, caminando también hacia ellos como la imagen en un espejo. Mientras que el traje de los Kusanagi era blanco y portaba el símbolo de un sol con el centro hueco como su escudo, Iori vestía un traje negro con el símbolo de los Yagami, la luna creciente, y resaltaba muchísimo lo pálida de esa piel y el rojo intenso de su cabello largo de un solo lado, que le cubría el ojo izquierdo. Y no era el primer Yagami que veía, no, pero sí la persona más bella hasta ese día, y lo sacó de su postura confiada y altanera por un momento.
Kyo se recompuso cuando sus respectivos padres se retiraron y se quedaron con el réferi. Cada uno tomo su posición de pelea, y Iori le dijo, su expresión seria, pero sin animosidad:
— Nos volvemos a ver.
Kyo lo miró confundido.
— Es la primera vez que te veo —le dijo Kyo, extrañado, suponiendo que lo habría confundido con alguien de su grupo, o familia. La expresión de Iori dio un giro de 180 grados tan pronto esas palabras dejaron la boca de Kyo, y lo miró primero luciendo casi triste, lo que desconcertó más a Kyo, y después como si mirara algo desagradable pegado a su zapato, sus ojos rojos iracundos. Al verse sujeto de tanto desagrado, Kyo se molestó, y estuvo a punto de preguntarle “¿te hice algo, o no te gusta mi cara?,” cuando el réferi gritó “¡comiencen!”
— Acabemos con esto rápido —musitó Iori, pero Kyo lo escuchó, y esa voz baja y sexy lo distrajo tanto como lo hizo enojar. La pelea comenzó.
30 minutos más tarde, Iori fue declarado el ganador, aunque ambos lucían golpeados y cansados, el cabello y las pieles mojadas de sudor. Los combates entre los dos grupos solían ser así: un solo enfrentamiento, 30 minutos como límite de tiempo (que era mucho para un combate de ese tipo), calificando las partes técnica y atlética al final. Kyo, que estaba con una rodilla en el suelo, se levantó haciendo una mueca al apoyar la pierna doblada, y ambos se saludaron y se retiraron hacia sus respectivos equipos.
— Hasta la próxima, Yagami —le dijo Kyo por encima de su hombro. A pesar de todo, había disfrutado del encuentro, tenía tiempo aburrido sin encontrar oponentes dignos, pero Iori lo vio de reojo con desdén y luego lo ignoró, secándose el rostro con una toalla mientras su padre le hablaba. Kyo apretó la boca, apenas escuchando a su propio padre y a sus primos, y a Shingo (otro de los miembros del grupo), quienes lo felicitaban por un excelente combate. Kyo no dijo mucho, pues buen combate o no, odiaba perder, y tenía un buen rato que eso no ocurría. Que su oponente fuera un cabrón con una cara preciosa y un cuerpo como dibujado por un artista enamorado de su propia creación, no ayudaba a su orgullo. ¿Y por qué creyó que me conocía?, se preguntó, ahora más intrigado.
Al ver su hijo casi haciendo un puchero como cuando le decían de pequeño que no podía comerse todo el paquete de galletas, Saisyu se alegró de que hubiera perdido. Lo hará entrenar más en serio, se dijo, y luego vio a los Yagami retirándose. ¿Y dónde tenía Akira escondido a ese muchacho?, se preguntó mirando a Iori. Él y Akira tenían una amistad peculiar que rallaba en enemistad, pero se veían con cierta regularidad para beber o comer, y claro que sabía de su único hijo, pero tenía años sin ver a Iori, mucho menos en torneos o eventos marciales, y se le hacía muy raro, pues además era muy bueno. Tenemos un misterio, se dijo.
***
Rato después, Iori bajó de una lujosa camioneta y miró hacia la entrada principal de la mansión Yagami, feliz de haber terminado con ese circo. Se fue directamente a su habitación, y después de disfrutar del agua caliente sobre su cuerpo adolorido por al menos 20 minutos, se halló de mejor humor. Esos últimos meses habían sido un infierno en la tierra para él, con su padre entrenándolo como si de ese encuentro con los Kusanagi dependiera la paz de la tierra. Ridículo, pensó, pero se había terminado, por el momento al menos, y ya que había cumplido su parte del trato (ganar), podía hacer lo que deseaba. Se sobó el brazo izquierdo, donde Kyo había conectado casi de lleno un puñetazo. El infeliz pega más duro que mi padre, y el resentimiento y otros malos sentimientos regresaron. No se acuerda de mí, no pudo evitar pensar de nuevo. ¿Y qué esperaba?, se amonestó, habían pasado 13 años, así que se concentró en no pensar en eso y disfrutar de los frutos de esa victoria.
Sacó de un tocador su pijama favorito, un conjunto de pantalón y manga larga de una tela azul cielo muy, muy esponjosa, y que era como dos tallas más de la suya, y unos calcetines a juego en los que un borrego parecía haber dejado la mitad de su lana. Gruñendo, se quitó los lentes de contacto y los guardó en su estuche, apenas recordando ponerles líquido. Sacó una liga para cabello de otro cajón y se reacomodó el cabello gruñendo un poco más —y que lo maldijeran si volvía a dejar que sus tías lo llevaran a una estética—; lo amarró sin importarle cómo se viera, solo que no tuviera esa mata en la cara, era un milagro que hubiera ganado con tan mala visión. Fue hacia su cama king size, se acostó sobre su espalda y sacó unos lentes del buró al lado. Si hubiera que describirlos de forma amable, se diría de ellos que eran viejos, grandes, negros, y todo menos chic. Agarró un grueso libro del buró también, titulado Física Avanzada, y se acomodó para leer.
Ahh, paz, pensó Iori, su mal humor yéndose con cada fórmula y teoría que sus ojos rojos repasaban, aún si estaba adolorido y agotado, pero había esperado meses para poder leer de nuevo.
Sonando las 7 de la noche en algún reloj de péndulo, tocaron a la puerta de la habitación de Iori. Al no recibir respuesta, una hermosa mujer de 1.65, piel como leche fresca, larguísimo cabello rojo cereza y ojos casi rosados, vestida con un elegante kimono con motivos de flores de cerezo, entró.
Sakura Yagami sonrió divertida y dulcemente al ver a su hijo profundamente dormido, con el libro aún en su mano, sobre su estómago, y a su gato, Utamaru, esparcido en su amplio pecho, ronroneando como vehículo de la Fórmula 1. Se deben haber extrañado mutuamente estos meses, pensó enternecida, su esposo había sido demasiado estricto, para no variar.
— Amor, la cena está lista —le dijo, su voz melodiosa y suave mientras sacudía el hombro de Iori. Éste despertó lentamente, e iba a decirle que no tenía hambre, pero en ese momento su estómago le recordó, sonoramente, que habían tenido una actividad física intensa y que él no vivía solo de fórmulas matemáticas. Cargó gentilmente a Utamaru y lo dejó a un lado para levantarse, aún luciendo medio dormido. Utamaru, un ejemplar de 7 kilos de pelo blanco y negro y actitud de emperador, se estiró bostezando y siguió a sus humanos favoritos al comedor.
Akira ya estaba sentado a la cabecera. Era un hombre refinado y de rostro aristocrático, de cabello a los hombros, rojo granate y ojos del mismo color, igual de pálido que su esposa e hijo, vestido con un kimono espléndido en tonos negro y plata. Y se veía complacido. Sakura se sentó a su derecha, y Iori a su izquierda, y una joven mucama comenzó a servirles de cenar.
— Lo hiciste muy bien en el dojo —le dijo su padre a Iori, y éste lo vio con una ceja alzada, pues su padre no repartía elogios fácilmente, y a él le fastidiaba en demasía que le soltara ése por algo tan pueril como repartir golpes. Pero se contuvo de no alzar los ojos, diciéndose que ya no tenía 15 años y que además no valía la pena hacer enojar a su irascible progenitor si éste andaba de buen humor. Frente a él, su madre le sonrió.
— El corte te queda muy bien —le dijo alegre.
— No me gusta —le dijo Iori, su voz suave y sin verla.
— Pero te ves muy guapo —le dijo su mamá, su sonrisa más grande, sobre todo porque antes de eso había llevado el cabello a la cintura y pedía a gritos una cita con un estilista, además de que su retoño tenía la mala costumbre de no peinarse.
Iori musitó algo ininteligible, y su padre lo miró ceñudo, pero no dijo nada: tenían un trato. Utamaru eligió ese momento para sentarse al lado de la silla de Akira y maulló discretamente. Su padre musitó algo sobre “bolas de pelo impertinentes,” pero cortó un pedazo de su omelet y se lo dio en la boca al minino. Sakura rio discretamente, la manga casi sobre sus labios en forma de corazón, y volteó a ver a su hijo.
— ¿Mañana comienzan las clases?
— Sí —le dijo Iori, luciendo de mejor humor, y esta vez fue su padre el que se contuvo de alzar los ojos. No sabía qué dios maligno lo había maldecido con un hijo que prefería estudiar sobre átomos y cosas inútiles que perfeccionar las artes marciales. Que gustara de pintar, cantar y tocar instrumentos le parecía elegante y útil para destacar en sociedad, pero todo lo demás… Para colmo, había heredado la belleza de su amada esposa, y de no ser porque él lo había entrenado desde sus 5 años, en ese momento Iori luciría como una delicada flor. Para colmo tiene el talento de su abuelo, se lamentó. Porque si Iori tuviera dos pies izquierdos y no pudiera ni contra el muñeco de entrenamiento, se habría rendido y entrenado a su primo Ren en su lugar, pero no.
Es un alma sensible, le decía Sakura, y él lo sabía también, pero se decía que Iori aún era joven y podría enderezarlo, o endurecerlo, por su propio bien. No que por eso hubiera objetado a que tomara clases de pintura, música, y ya no sabía cuántas licenciaturas, ni quería saber, tampoco quería hacer infeliz a su único hijo (y estudiar lo hacía feliz, no que él pudiera entenderlo), y sabía también que su padre tenía razón en que debería haber sido más estricto (no que su esposa lo hubiera permitido, y a él le era aún más difícil negarle algo a ella).
Akira suspiró. Pero tenemos un trato, se recordó, además, aún tenía que embarrarle esa victoria a Saisyu en su siguiente salida, y sonrió para sí mismo. Viendo esa sonrisa, Iori no quiso pensar qué pasaba por la cabeza de su padre. Algo violento, seguramente, se dijo, y se limpió los finos labios con la servilleta de tela.
— Buen provecho y buenas noches —les dijo a sus padres, levantándose, y se retiró seguido por Utamaru. Viéndolo marcharse, Akira vociferó, aunque no fuera un gesto elegante.
— ¿Tenías que regalarle ese adefesio? ¿Y no había de su talla?
— Cariño, a tu hijo no le gusta la ropa ceñida, le gustan las cosas suaves, y es friolento —le dijo Sakura con toda calma y una pequeña sonrisa—. Y, lo más importante, además de que lo hace feliz, es que NADIE fuera de esta casa va a verlo así.
— Iori saldría así a la calle si no lo detuviéramos —se lamentó. Porque su niño podría ser un genio, pero su sentido de la moda era… No existía. Era nulo, estaba en números negativos, o atrapado en otra dimensión, los habían separado al nacer, algo definitivamente había salido MUY mal.
— Oh, cariño, lo sé, hasta Utamaru lo sabe… —se lamentó también Sakura—. Por cierto, le dije a una de las mucamas que regalara esa camisa de cuadros, y le dije a Iori que se arruinó en la lavadora.
— Oh, eso es una buena noticia —dijo Akira con sincero alivio.
— Y agradécele a tus hermanas por llevarlo de compras y a la estética.
Akira asintió, pensando que les daría un regalo especialmente bueno ese año nuevo por lograr que Iori se viera tan bien en su primer combate público, o jamás habrían podido lavar esa vergüenza.
Continuará…
