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Sueña que llovía. Un aguacero de marzo atacaba despiadado, el agua golpeteando con furia contra la terrosa superficie del suelo. Un malestar eterno, un suspiro ahogado que dejaba sus entrañas y las finas lágrimas mezclándose con lo que podría ser una declaración implícita del dolor que sentía en su pecho en ese momento.
Sueña que corría. Y tan rápido lo hacía. Intentaba huir de un miedo inexplicable y una figura desconocida que pisaba sus talones, que seguía cada uno de sus pasos como un único camino; no tenía escapatoria alguna de aquella cadena que aprisionaba sus tobillos y le impedía volar alto, muy alto por los cielos, convertirme en uno con toques de azul pálido y amarillos suaves, rayos de luz en medio de un gris monótono de una ciudad vacía.
Sueña que reía y se contradecía, felicidad que brotaba y alegría que desaparecía. El escenario perfecto de una despedida que se repetía, mas aún no conocía. La familiar figura del hombre que amaba alejándose entre la muchedumbre, dejando sentimientos incompletos en su ser y consuelo a manos de vanas palabras. Y no le reconocía. Ahogo y escasez de aire, un respirar exaltado. Era su pasado y efímero presente. Su ahora inexistente futuro.
Sueña que el agua le consumía. Líquido incoloro bañando la totalidad de sus ropas, escurriendo por cada centímetro de su anatomía; líquido inodoro abrumando sus sentidos e impidiendo el claro mirar, su vida desvaneciéndose con cada palpitar errante y cada sonrisa resquebrajada. Porque le quería (y de qué forma lo hacía) y no lo decía, no lo dije. Y ya no lo diría y sufría. Cuánto sufría.
Sueña que aquel hombre se iba y era lo que más le dolía. Mientras el frío hacía temblar sus huesos y sus rodillas, sus mejillas ardían y sus manos se sacudían, llamaba desesperado por su regreso, pero la distancia entre sus cuerpos se hacía cada vez más grande, más y más, y su ser no podía seguir prisionero de aquella figura que le dedicaba su última sonrisa. Que le decía qué era lo mejor, para esto, para nosotros, que todo saldría bien cuando la verdad era otra. Porque la mentira teñía el rosa de sus caricias y el rojo pasión de sus besos, el naranja de sus pequeñas sonrisas dentadas y el damasco de las manos contra su cuerpo. Ese sube y baja de su pecho, su esbelta figura retorciéndose bajo sus ojos y su boca pidiendo ser asaltada por los propios labios; ese murmullo llamando por su nombre incesante y sus dedos delineando cada una de las marcadas costillas. Sus falanges degustando la más perfecta de las creaciones. Reía, sonreía, decía que le quería.
Pero el agua jamás cesaba y esta vez, se extinguía.
Sueña que le tenía, pero a la vez le perdía. Tenían una ilícita unión entre sus palmas, mas el murmurar ajeno le hacía fallar en cada paso que daba. Una cuenta fallida de caídas. La negativa del pueblo al saber de su existencia, sacrilegio por un cariño sagrado y aquella amabilidad que deseaba contagiarle al mundo entero, con solo un gesto, un pequeño y amable gesto que se ensombrecía en momentos. Lo siento, no puedo continuar así, le decía, me destruyen, concluía. Y su mano intentaba entrelazar dedos con los finos, sus brazos quemaban por rodear un cuerpo desamparado e inseguro en un férreo movimiento que jamás le dejase ir.
Suela que una tenue luz irradiaba contra el gélido frío de su desesperación, calor que opacaba todo mal, un suave suspirar golpeando contra su oído al despertar. Delgadas manos que intentaban sostener en totalidad el temblar de extremidades y el vidrioso en ojos confundidos. Hacerle sentir desprender de su cuerpo, ese calor eterno. Buscar darle vida al que sería el frío de los días sin su compañía.
Sueña, soñaba, y tan solo aquello era. El grisáceo pinta el paisaje y la lluvia cae fina, mínima, tranquila. Golpea con suavidad y casi ternura el cristal del vidrio. Pero la luz no se pierde, brilla con máxima intensidad. Cegadora, hermosa, desbordante. Porque su mirada iluminaba el negro de sus quimeras y sus sonrisas calentaban el fresco que habitaba en su corazón. Ese suave cantar que deja delicados labios cada mañana e inquietas manos que tocan las hebras de sus oscuros cabellos, piernas que se mueven juguetonas y que aprisionan las propias bajo las sábanas que los cubrían. Ese níveo y largo cabello sin dirección alguna y ese rostro (tan hermoso rostro) adormilado que intenta ponerse al día. Un eterno y más que conocido beso, demasiado familiar, que se posa entre sus miedos y un susurro que dice jamás dejarle. Las promesas de regalarme por completo el mundo si así lo quiere. Palabras que dicen que su amor por el menor jamás desaparecía.
Y al despertar, él sigue a su lado, como cada mañana de su vida.
