Chapter 1: I. Kyanita
Chapter Text
De saber que todo se iría a la mierda aquel día, jamás habrían tomado ese trabajo.
En ese apartamento de Piltover, Powder lo perdió todo tras la explosión. Su hermana ya no estaba, al igual que los dos muchachos que consideraba parte de su familia, la confianza que alguna vez había tenido en Ekko se esfumó. Y ella, siendo solo una niña, fue llevada a Stillwater, obligada a dejar el cuerpo de Violet en un lugar desconocido, en una ciudad odiada.
—¡Niña, entonces de verdad das mala suerte! —se burlaban los prisioneros a su lado, después de enterarse de la razón por la que se encontraba ahí.
A Piltover no le interesaba, en lo más mínimo, dejar a una chiquilla de doce años pudriéndose detrás de las rejas, bajo tierra, olvidada.
Y a ella tampoco.
Porque era una maldición, y siempre lo sería.
Durante seis años no hubo un solo ser sobre la tierra que recordara a la pobre e indefensa Powder. Durante seis años ella permaneció ahí, forzándose a dejar su inocencia infantil de lado para sobrevivir.
Y después de seis años, Powder se fue, para dejar que Jinx se quedara.
Porque era más sencillo asimilar que Jinx causó la explosión que la había dejado sola en el mundo.
Y porque era más sencillo para Jinx mantenerse con vida.
Aquella noche fue distinta, Jinx lo notó desde el momento en que la zona de calabozos se vació de guardias porque todos habían sido llamados a algún otro sitio. No le dio mucha importancia, estaba acostumbrada a los imprevistos que rodeaban su vida.
Entonces, una explosión en la puerta principal sacudió la celda. Alguien había entrado.
Los presos comenzaron a lanzar maldiciones al aire, silbidos, gritos, golpes. Pasos apresurados se escuchaban entrando y saliendo por el corredor de piedra.
Jinx se pegó a los barrotes, tratando de asomar la cabeza para mirar al exterior. Una figura larguirucha se detuvo frente a ella, analizándola cuidadosamente.
La muchacha lo conocía bien, era Silco, el peor enemigo de Vander, pero también el mejor amigo de Felicia, su madre.
Se escucharon disparos en la parte de arriba, Jinx tuvo que encogerse de hombros para que la tierra del techo no le entrara en los ojos.
Le lanzó una última mirada azulada al hombre frente a ella. Suplicándole que la liberara o que, al menos, la matara, porque estar toda una vida en Stillwater era peor que el infierno.
Silco retrocedió un paso, dispuesto a marcharse.
—¡¿En serio me dejarás aquí?! —cuestionó Jinx.
El hombre suspiró, sacó un arma del bolsillo interior de su saco y le apuntó. Tiró del gatillo.
Y el cerrojo cayó al suelo.
La puerta se abrió con un rechinido. Jinx dio un paso dubitativo fuera de la celda cuando notó a Silco marchándose, y decidió seguirlo.
—Deberías arreglar ese desastre —sugirió Silco, de mala gana, mirando de reojo el cabello enmarañado de la joven que a duras penas le permitía caminar sin tropezar.
—Tal vez lo haga, pero no porque me lo digas tú —terminó ella.
Presintiendo, en lo más profundo de las entrañas, que, a partir de ese momento, serían solo ellos dos contra el mundo entero.
Las cosas cambiaron después de ese suceso, porque Zaun se burló de Piltover en su propia cara, y eso nunca les había gustado a los de arriba.
La Ciudad del Progreso comenzó a requerir ayuda externa: noxiana, para ser específicos. Porque las fuerzas armadas de Piltover no estaban a la altura para contener a toda una ciudad de contrarios inconformes.
Así que, los Concejales se dieron a la tarea de incrementar el nivel táctico y militar de sus fuerzas para mantener a Zaun a raya.
La cosa fue que creyeron que nunca se les saldría de las manos, hasta que la propia Ambessa (que ya había tomado un lugar en el Consejo), implementó un “toque de queda” para impedir que los zaunitas circularan libremente por los Carriles después de ciertas horas de la noche, de esta forma evitaban reuniones clandestinas y cualquier otro movimiento que pusiera en riesgo al gobierno de Piltover.
Los Vigilantes patrullaban las calles, imponían su autoridad, abusaban de su poder.
Así mantuvieron a la Ciudad Subterránea, amurallada, silenciada y olvidada.
Jinx atravesó los callejones, corriendo tan rápido como las piernas se lo permitieron. El suelo encharcado le empapaba las botas con el agua sucia, pero no podía detenerse. Estaba lejos de casa y ya pasaba del toque de queda.
Silco se lo había advertido más de una vez:
“No hagas nada estúpido. No salgas después del toque”.
Pero, ¿lo escuchó? Por supuesto que no. Como era su costumbre.
Él no podía culparla, la conocía demasiado bien, sabía que no le haría caso.
Porque escuchar a los demás no era muy su estilo.
Jinx era consciente de que Silco le había dado una segunda oportunidad después de sacarla de Stillwater, le había dado oportunidad de seguir con su vida en libertad (o a lo que sea que aspirara dentro de Zaun).
Pero también era consciente de que había echado a perder dicha oportunidad. En serio, la había tirado por la borda.
También, como era su costumbre.
Escuchó pasos plúmbeos acercándose hasta ella, rebotando en el agua del suelo. Se ocultó detrás de un muro para evadir al grupo de Vigilantes que habían notado “una sombra delgada” escabulléndose entre la oscuridad de la noche.
Mierda. Mierda. Mierda.
Habían pasado demasiado cerca.
Trató de recuperar el aliento, pero el pecho le pesaba, como si estuviera hecho de hierro. La garganta le ardía cuando el aire helado le rozaba la tráquea.
Se dejó caer contra la pared de ladrillos, quedando de cuclillas cerca del suelo para poder modular su respiración.
Descendió la mirada exhausta e indiferente hacia la razón por la que había perdido la condición física que siempre la caracterizó: su vientre medianamente abultado y la criatura de casi veinte semanas que cargaba en su interior.
—Eres una molestia —resopló, y luego volvió la mirada sobre su cabeza.
Bingo.
Unas escaleras adosadas, de aluminio, trepaban al costado del edificio. Si lograba alcanzarlas y entrar por alguna de las ventanas podría librarse del horario de queda y después volvería a casa.
Pero, con lo que a ella le parecía una enorme barriga, ¿cómo podría solo trepar hasta ahí?
Lo que sea que estuviera creciendo en su interior era demasiado pesado para su gusto, y sin duda terminaría tirando de ella de vuelta hacia el suelo con ayuda de la gravedad.
Tratando de hacer el menor ruido posible, comenzó a apilar cajas y botes que encontró a lo largo del callejón. Subió cada peldaño con cuidado hasta que alcanzó a prendarse de uno de los barrotes de la escalera.
Y luego, su pequeña montaña de basura cayó al suelo, soltando un estruendo que resonó con eco en toda la calle.
—Carajo —se maldijo, quedando colgada solo por el torso, del descanso de la escalera.
—¡Oye, tú! —se escuchó en la parte de abajo, y más botas militares hicieron alboroto al correr hacia ella—. ¡Aquí! ¡Hay una rata zaunita aquí!
—Mierda.
Como pudo, y maldiciéndose por tener peso de más en el cuerpo, Jinx alcanzó a subir al descanso de la escalera, intentó recuperar el aire antes de dar el siguiente paso, cuando una bala alcanzó a rebotar junto a ella.
Porque sí, los Vigilantes tenían permitido recurrir al uso de fuerza y armas de fuego si un zaunita violaba las reglas. Y eso se les estaba haciendo costumbre.
Incluso si no había ninguna regla rota, los Vigilantes tenían el beneficio de la duda si atacaban a alguien hasta la muerte. Los zaunitas, por el contrario, siempre serían culpables del destino que les tocó vivir.
Rompió el cristal de la ventana a su lado con una patada y entró a la habitación. El edificio estaba abandonado (al igual que muchos otros), pero su plan de ocultarse de los jodidos Vigilantes había fracasado, y ahora ellos tenían derecho a seguirla aun si estaba dentro de algún refugio.
Porque había roto las reglas.
Escuchó a los sujetos subiendo por la escalera y salió corriendo hacia el pasillo del edificio, derribando de un empujón la puerta de la habitación.
Una bala más rozó su oreja y tuvo que agacharse para cubrirse. Cuando volvió a abrir los ojos, se encontró abrazándose a sí misma.
Cubriendo con ambos brazos su vientre.
Y ese jodido acto de vulnerabilidad la había hecho perder tiempo valioso.
Uno de los Vigilantes la tomó por las trenzas, tirando de ella para levantarla del suelo.
—¿De verdad creíste que podías escapar, perra zaunita? —se burló.
Jinx intentó forcejear para zafarse, pero el sujeto le doblaba en tamaño y fuerza.
—Mierda, está embarazada —soltó el segundo de ellos, bajando el arma con la que le apuntaba a Jinx justo en medio de las cejas.
—También está armada —replicó un tercero y último Vigilante, señalando con la mirada la pistola que ella llevaba enfundada en la pierna.
—¿La llevaremos a Stillwater? —preguntó el segundo.
—No sería la primera en dar a luz tras las rejas —respondió el tercero, con una sonrisa tétrica y satisfactoria.
Un escalofrío recorrió la columna de la muchacha.
No. No pensaba regresar a ese asqueroso lugar, donde no existía la luz del sol, ni la mínima corriente de aire, no volvería a estar encerrada entre paredes frías y enmohecidas y, sobre todo, no traería a esa criatura al mundo ahí.
Ella sí tenía un mínimo de corazón, y eso era lo que la diferenciaba de ellos.
El Vigilante que la mantenía agarrada, tiró de ella para observar su rostro de cerca.
—Oye, preciosa, ¿por qué no le llamas al padre de tu pequeño bastardo? —sonrió, petulante, picoteando con el ojo del arma su vientre—. Veamos cuánto es capaz de pagar para evitar que termines en nuestro hotel cinco estrellas.
Jinx se mordió la lengua. Esa no era una opción para ella. Él no vendría a rescatarla, de eso estaba segura.
No después de todo lo que había pasado.
Tomó valor y fuerza, y le soltó un golpe directo en el estómago, el sujeto se dobló de dolor por un segundo, pero no lo suficiente para darle ventaja a Jinx.
El Vigilante volvió a alcanzarla, esta vez soltándole un golpe directo en el estómago. Jinx cayó al suelo de rodillas por el dolor, su mirada horrorizada se clavó en su vientre, y lo rodeó con su brazo, como si tratara de consolar a la criatura en su interior.
—Maldito hijo de puta… —bramó entre dientes.
El sujeto se limitó a sonreírle con sorna y se acercó a ella hasta quedar a pocos centímetros de su cara.
—Míralo por el lado amable —canturreó burlón—, si muere aquí, no tendrás que verlo crecer en Stillwater.
Y se alejó, dándole la espalda.
—Vete a la mierda —espetó Jinx, poniéndose de pie.
—Guarda silencio de una vez, maldita zorra —se quejó el tipo, girando sobre su propio eje.
—¡No me digas que hacer, cerdo!
Jinx escupió en el ojo del sujeto, obligándolo a retroceder. Desenfundó el arma con una velocidad impresionante y perforó la cabeza de los tres en un segundo.
Los zaunitas tenían prohibido agredir gente de arriba, era una condena a muerte segura, por eso los cerdos Vigilantes tenían una confianza tan grande en sí mismos, sabían que podían hacer lo que les viniera en gana y nadie se atrevería a cuestionarlos.
Y a Jinx, Silco se lo había advertido:
“No le dispares nunca a un Vigilante. Ellos tienen perfectamente bien monitoreados a su gente, no quiero que encuentren una de tus balas en sus cuerpos, ¿oíste?”.
Claro que lo había oído, y se había limitado a hacerlo cientos de veces, a pesar de lo mucho que lo hubiese disfrutado.
Pero Silco la había subestimado, al igual que los tres cadáveres en el suelo.
Esta vez habían hecho algo imperdonable, se habían metido con su bebé, le habían hecho daño.
Y Silco comprendería eso. O, al menos, eso era lo que Jinx esperaba.
Salió corriendo de ahí en cuanto la sangre comenzó a entintar el suelo y el olor penetró sus fosas nasales. Por un segundo olvidó que, con el embarazo, ese tipo de escenas grotescas habían perdido su lado divertido.
Se detuvo a vomitar a la orilla de un edificio, unas calles más lejos de donde se encontraba, y a pocas cuadras de La Última Gota.
No había nadie a su alrededor, estaba completamente sola. Solo ella y la criatura dentro de su vientre que había dejado de moverse en algún momento, aunque Jinx no estaba muy segura de en qué momento lo había dejado de hacer.
Y eso la horrorizó.
Lentamente subió la mano hasta el vientre, tentando con temor, las puntas de sus dedos buscaban algún tipo de señal, un movimiento, un golpe, lo que fuera. Cualquier cosa que, aunque alguna vez le pareció una molestia, ahora anhelaba con angustia.
Sintió un grito ahogarse en su garganta, y pegó la frente contra la pared, sin apartar la mano de su vientre.
—Que ni se te ocurra morir… —le advirtió con la voz quebrada—. No puedes morir. No puedes… porque eres lo único bueno que he hecho en toda mi vida.
Y luego, como si hubiera escuchado a su madre, el bebé se sacudió en su interior.
Jinx quedó enmudecida. Ya antes había sentido a esa cosita moviéndose, muy seguido, todo el tiempo, pero nunca le había prestado tanta atención.
Nunca antes se había movido en respuesta a su madre.
Fue un movimiento lento, pequeño, pero estaba ahí, definitivamente estaba ahí.
Seguía con ella.
Resopló, volviendo a dejar caer la frente contra el muro, más aliviada de lo que esperaría estar.
Y es que siempre se lo había recriminado, el hecho de que solo a una idiota como ella se le hubiera ocurrido quedar embarazada en plena guerra y viviendo día a día en una ciudad como Zaun.
Y, precisamente por eso, el día que se enteró, decidió que lo mejor para los dos era que simplemente desapareciera.
—La cagué —dijo Jinx, lanzando una prueba de embarazo sobre el escritorio—. En serio la cagué.
Silco permaneció inmóvil, observando el pedazo de plástico sobre el tablón. Y luego miró a Jinx por debajo de las cejas.
—¿Qué piensas hacer? —preguntó.
—No lo quiero —respondió la muchacha sin vacilar—. Haz que alguien me lo saque.
El hombre abrió los ojos de par en par. Jinx parecía despreocupada, ajena a lo que sucedía dentro de ella. Se había tirado sobre el sofá, con los pies sobre el respaldo y la cabeza colgando hacia el piso.
—¿Estás… segura? —volvió a preguntar.
Sabía que él no tenía ningún derecho de cuestionar sus decisiones, sobre todo ese tipo de decisiones, pero un impulso lo había obligado a hablar.
Jinx se giró en el sofá, sentándose adecuadamente y lo miró con una ceja arqueada.
—Esta cosita no arruinará mis planes —respondió convencida, con un tono santurrón. Y luego se quedó mirando sus piernas en silencio—. Además, ¿cómo podría ser tan egoísta como para traer una vida a este mundo? A esta ciudad podrida.
Silco tragó en seco. Se levantó, dando un empujón a su silla y se arrodilló frente a la muchacha.
—Lo que quieras hacer, lo haremos.
Jinx dibujó un intento de sonrisa. El tipo tenía corazón, a pesar de la cara que simulada que no.
Se separó de la pared, sintiendo un relámpago de dolor en la espalda.
—Supongo que así serán las cosas a partir de ahora, ¿no? —le dijo a su estómago—. Tú no haces más que crecer y ocupar espacio, y yo solo tendré que comenzar a ocultarte más. Ya sabes, para protegerte y eso.
Un golpe pequeño, tan, tan pequeño que apenas logró percibir, le dio la respuesta.
Jinx sonrió, sin mostrar los dientes.
—Sí, supuse que estarías de acuerdo.
Y comenzó a caminar de vuelta a casa, a La Última Gota.
—¿Sabes? —volvió a hablar—. Cuando era niña, esta era una de mis calles favoritas. Mi madre solía llevarme de la mano cuando andábamos por aquí, todos los edificios se iluminaban con luces amarillas, y de entre ventana y ventana colgaban banderines de colores, supongo que porque es uno de los tantos caminos hacia el altar de Janna.
Sonrió para sí al recordar los olores, en ese entonces el aire no estaba tan podrido, y la gente horneaba galletas en fechas especiales, traer ese sabor a su memoria hizo que se le hiciera agua la boca.
La pequeña cosa en su estómago se sacudió.
—También quisiera probar una de esas otra vez…
Para su sorpresa, comenzaba a sentirse más cómoda entablando conversaciones con esa cosita en su interior. Y es que nunca antes lo había intentado, sencillamente la había estado evitando, fingiendo que no existía, que no estaba comenzando a formar una vida dentro de ella.
Ahora sentía un ligero arrepentimiento que se arraigaba en su pecho.
—Dejemos la comida de lado, por nuestro bien —se quejó Jinx, y observó un local destruido a su costado—. A mamá le encantaba pasar en frente de esta tienda.
Miró el letrero que colgaba de un solo clavo en la parte de arriba del hueco que antes era una vitrina.
—Los mineros traían aquí sus tesoros para venderlos. A ella le gustaba mucho un collar que siempre estaba colgado en un maniquí justo al frente de los demás, tenía la piedrecilla azul más brillante de todas. Mamá decía que la kyanita era su piedra favorita porque… le recordaba mucho a mí… —terminó, con una sonrisa entristecida.
Tomó aire para retener las lágrimas y volvió a seguir su camino.
—Habrá que decirle a Silco lo que pasó —notó con pesar—. ¿Cómo le diré que fue culpa tuya?
Irguió la espalda, frunciendo el ceño con sorna.
—”Verás, viejo, tuve que volarle los sesos no a uno, sino a tres Vigilantes, porque la pequeña cosa resultó herida” —canturreó, como si estuviera ensayando—. Supongo que… eso no funcionará. Ya sabes, por toda la parte de que tú y yo no nos llevábamos bien.
Notó, como si de verdad estuviera hablando con alguien que la entendiera al ciento por ciento. Se quedó de pie un rato, mirando el cielo oscurecido.
—Además, creo que no puedo decirle que las cosas cambiaron y seguir refiriéndome a ti como si fueras… ya sabes, solo una cosa, ¿verdad? —sintió un hormigueo en el vientre—. Sí, yo también creo que necesitas un nombre.
Miró hacia atrás, hacia donde había dejado el aparador favorito de Felicia.
—Tengo una idea, pero más te vale que te guste, porque no pienso cambiarlo después.
La cosita en su vientre la pateó, esta vez ligeramente más fuerte, Jinx colocó su mano sobre ella.
—Tomaré eso como un sí —suspiró con una sonrisa—. Espero que mi instinto no me falle y seas una niña.
Otro golpe, uno más seco. Como una respuesta que le tamborileó el corazón.
—Bien, volvamos a casa antes de tener que asesinar a alguien más…
Kyan.
Chapter 2: II. Amatista
Chapter Text
Era una jodida catástrofe. Y ahora su catástrofe se había extendido.
Silco lo sabía, Sevika lo sabía, y ella lo sabía: cualquier cosa que estuviera creciendo dentro de Jinx no podía ser buena.
Porque ella solo podía dar mala suerte.
Y desde el momento en que supo que estaba embarazada comprendió que las cosas se volverían difíciles, mucho más difíciles de lo que ya eran.
Había cometido un error con consecuencias importantes, y ahora tenía que darle arreglo. Porque el mundo dejaría de girar si había dos como ella en él.
Y porque se sentía sola, no había manera de que ella pudiera seguir adelante por su cuenta, sin compañía…
No con eso.
La helada noche le calaba los huesos, la lluvia azotaba estrepitosamente contra el suelo. Había ido hasta ahí porque Silco se lo indicó, pero estaba poco convencida.
Golpeó la puerta dos veces y ésta se abrió de inmediato.
—Jinx… Silco mencionó que vendrías.
—Si pudiera también hablaría por los codos —respondió la muchacha.
La mujer del otro lado de la puerta le abrió paso para que entrara. La choza era cálida por dentro, el fuego de la chimenea llevaba un buen rato encendido.
Jinx entró dejando huellas empapadas en el suelo.
—¿Cómo puedo ayudarte? —cuestionó la mujer, mostrándole el sofá de una sola plaza al centro de la sala para que tomara asiento.
—Creí que Silco había mencionado todo —escupió Jinx con la ceja alzada, dejándose caer sobre el sillón. La mujer arqueó el ceño, y la menor de pelo azul resopló, resignada—. Un aborto. Quiero hacerme uno.
La voz de Jinx pareció más rasposa, como si hubiera jalado esas últimas palabras de lo más profundo de su garganta. La otra se arrodilló frente a ella, tratando de hablar con la mayor calma posible.
—Te diré lo mismo que le dije a Silco —comenzó—. No soy doctora. No soy partera. Solo soy una madre que se ha visto obligada a ayudar a otras a interrumpir el proceso antes de… bueno, eso.
—No seas modesta, Renne, sé que puedes hacerlo —la motivó Jinx con ligera sorna—. Solo tienes que sacar este… bicho de mi interior antes de que crezca lo suficiente como para llamarme “mamá”, ¿entiendes?
Renne se puso de pie, acercándose a la pequeña cocineta junto a la sala.
—¿Sabes cuánto tienes? —preguntó—. De gestación.
Jinx negó con un sonido indiferente.
—Un mes por lo mucho —respondió—. O bueno, hace aproximadamente un mes fue cuando… cometí ese error.
La mayor detuvo sus movimientos, dibujando una media sonrisa cuando observó el tenue rubor en los pómulos de la chica.
—¿Tan mal estuvo? —bromeó.
Jinx permaneció en silencio con una mueca displicente, tratando de evitar a toda costa toparse con los ojos insistentes de Renne.
—No debió suceder —dijo.
—Eso no responde mi pregunta —volvió a burlarse la mayor.
Jinx refunfuñó. Renne soltó una carcajada y se acercó a ella con un vaso de cristal lleno de un extraño líquido verdoso.
—¿Qué es esto? —cuestionó Jinx con asco en el rostro al tomar la bebida entre sus manos.
—Mi madre me enseñó a hacerlo, el tiempo que llevas de embarazo es poco, con esto será suficiente para interrumpirlo.
Jinx elevó la mirada hasta ella, preguntándose si se trataba de una pésima broma, pero Renne parecía bastante seria.
La puerta de la habitación continua se abrió de golpe y dos niños salieron correteando de ahí, ambos jugaban divertidos, llenando de ruido y risas toda la casa.
—¡Oigan, ustedes dos! —los riñó Renne, intentando alcanzarlos, pero le fue imposible—. ¡Les dije que esperaran en la habitación!
Jinx siguió a los tres con una mirada confundida. ¿Cómo dos seres tan pequeños podían causar tanto alboroto? ¿Cómo toleraba Renne eso todos los días si a Jinx en un segundo ya le habían taladrado la cabeza con sus gritos infantiles?
Se llevó el vaso entre los labios, pero antes de poder echar la cabeza hacia atrás para beber de él, sintió un fuerte tirón de cabello que la hizo soltar un quejido de dolor, obligándola a separar el líquido de su boca.
Cuando bajó la mirada se encontró con su pequeña agresora: una bebé de ojos verdes que la miraba con curiosidad mientras sostenía una de sus trenzas entre sus dedos pegajosos.
Jinx torció los labios con desagrado, pero la niña, con una sonrisa enorme, volvió a tirar de su cabello.
—¡Hey! ¡Qué demonios te pasa, mocosa! ¡Eso duele!
Pero la bebé solo volvió a reírse en su cara, parecía bastante entretenida y completamente encantada con el cabello de Jinx, ya fuera por su color o por la manera en que lo llevaba peinado, no estaba dispuesta a soltarlo.
Jinx rodó los ojos, resoplando con resignación. Solo porque se trataba de una niña no había actuado de manera imprudente (como era su costumbre). Porque Jinx podía estar loca, pero no a ese nivel.
Renne se asomó por el umbral de la puerta de otra habitación, sosteniendo a uno de sus hijos de cabeza (con lo cual ambos parecían bastante divertidos), y la miró suplicante.
—¿Podrías levantarla? —le gritó desde su lugar, luchando contra los movimientos del niño en sus brazos—. Le gusta andar por todas partes, pero ya no tardará en querer irse dormir.
—Que duerma en el suelo —respondió Jinx, sin ninguna preocupación.
Renne contuvo una carcajada.
—El problema es que ella te está pidiendo que la cargues —le dijo—. Si no lo haces comenzará a llorar, y justo ahora… —uno de los pies descalzos del niño se pegó contra su rostro—, estoy algo ocupada.
Jinx miró por encima del hombro a la bebé en el suelo, ella estiraba sus manos hasta la joven con los labios fruncidos, la muchacha realmente se tentó en no tomarla en brazos hasta que la pequeña comenzó a emitir sonidos anunciando su llanto.
—Mierda. No, no, no —maldijo Jinx, y con la punta de los dedos elevó a la niña del suelo, dejándola a cierta distancia de su propio cuerpo, como si temiera por su vida si la acercaba más—. ¿En serio necesitabas tres de estos? —preguntó, elevando la voz para que Renne la escuchara.
Jinx sabía bien que el esposo de Renne trabajaba para Silco, hasta que un grupo de Vigilantes lo asesinó después de que el sujeto saliera tras el toque de queda de uno de los burdeles de la ciudad. Todo mientras ella estaba embarazada de la niña que ahora tenía entre sus dedos.
Si Silco mantenía contacto con Renne era porque tenía potencial de líder. Un potencial que, debido a esos niños, nunca deseó aprovechar, decía que ella era lo único que les quedaba y si daba un paso en falso podría terminar dejándolos solos en los terribles Carriles y nunca sobrevivirían sin ella allá afuera.
—Ser madre nunca ha sido una penitencia para mí, Jinx —comentó Renne, llevando en brazos al primero de sus hijos que cedió ante el cansancio para recostarlo en la otra habitación.
—¿Por qué lo disfrutas tanto? —volvió a preguntar la menor, después de evitar otro tirón de fleco de la bebé en sus manos—. Parece un trabajo difícil.
Renne soltó una carcajada cargada de ironía.
—¡Oh! Lo es. Es un jodido infierno —respondió. Jinx arqueó una ceja, confundida—. Cuando te conviertes en madre dejas todo lo que tú eres para comenzar a ser de ellos. Tu alma les pertenece.
La bebé volvió a agitar sus manos con una sonrisa, para intentar acercarse más a Jinx, pero ella solo echó la cabeza hacia atrás, alejándose de su peligroso agarre.
—No puedes dormir bien, o comer, dejas de tener tiempo para ti, sobre todo si… estás sola —continuó Renne con un toque de tristeza en la voz—. Sin importar la edad que tengan ellos siempre dependerán de ti. Y si el padre no está, tú serás todo su mundo. La ley que tú escribas será la de ellos, cualquier acción que hagas tendrá consecuencias en ellos. Todo… cambia cuando aceptas “uno de estos”.
—¿Por qué decidiste hacerlo si suena tan horrible? —se quejó Jinx con los labios torcidos y señaló a la bebé con una mirada indiferente—. Cuando el idiota de tu esposo murió todavía estuviste a tiempo de deshacerte de esta.
Renne soltó una risilla nerviosa, y terminó recostando a ambos niños en la cama, mirándolos con una sonrisa maternal. La bebé hizo un sonido pequeño que obligó a Jinx a desviar su atención hasta ella. La pequeña se acercó al rostro de la joven, acariciándolo torpemente, soltó un bostezo luego de un segundo y se impulsó hacia la muchacha para terminar acurrucándose contra su pecho.
Jinx sintió un escalofrío y cómo los vellos del cuerpo se le pusieron de punta en cuanto la pequeña guardó su pulgar entre sus labios.
—Porque valen la pena —respondió Renne—. Cuando los miras dormir y comprendes que nadie en el mundo además de ti puede protegerlos y amarlos como tú lo harás. Entiendes que fueron hechos solo para ti.
Jinx por fin cambió su gesto y la miró con una única pregunta en la cara.
—Yo tengo una de estas cosas dentro de mi estómago… ¿verdad? —cuestionó, mirando a la niña que se había quedado dormida en sus brazos.
Renne por fin volvió a caer en cuenta de la razón por la que la protegida de Silco había arribado a su hogar, ahora sentía una ligera culpa golpeteándole en el pecho, no había sido su intención hacerla dudar sobre la decisión que tomó previamente.
Asintió con un sonido, tomando a la bebé de los brazos de la joven, la niña se acurrucó mejor en cuanto estuvo en el abrazo de su madre y Jinx sintió una oleada cálida inundándole el pecho.
—No querer ser madre también está bien, no te convierte en una mala persona —dijo Renne, con dulzura—. A veces es mejor no serlo, a serlo y odiarlo.
Jinx abrazó su cuerpo, bajando la mirada al suelo.
—Prefiero no ser madre, a ser una mala madre.
Renne colocó una mano reconfortante sobre el hombro de la joven.
—La decisión que tomes siempre será la correcta —le dijo y se alejó de vuelta a la habitación para recostar a la bebé.
Para cuando la mujer volvió a la sala, Jinx ya no estaba, y el vaso de cristal seguía en el mismo lugar.
Completamente lleno. Tal y como se lo había dado.
Lo que sucedió después de eso fue lo complicado. Porque ahora había tomado una decisión y no se echaría para atrás.
Ese no era su estilo.
—¡¿CONSERVARLO?! —Sevika parecía desconcertada. Caminaba frenéticamente de un lado a otro, justo detrás de la silla de Silco—. ¿Acaso perdiste la razón? ¿Un mocoso? ¿En La Última Gota?
—¿A ti qué más te da, ogra? No serás tú quien se haga cargo —se quejó Jinx—. Pero si te jode tanto entonces con mayor razón lo tendré. Solo para molestarte.
—¡Eres demasiado inmadura para ser madre, niña!
—¡Y tú demasiado vieja para ser tan gruñona!
—¡Suficiente!
Silco, que había estado sentado en silencio en su silla, por fin habló, azotando las manos contra el escritorio. Sevika resopló con un gruñido, alejando la mirada de él, mientras Jinx tomaba asiento en la silla frente al mueble.
—Si Jinx tomó una decisión entonces eso se hará —sentenció, la joven sonrió con victoria, y luego Silco volvió su mirada hasta ella—. ¿Qué hay del padre?
La sonrisa de Jinx se borró tan rápido como había aparecido, y se arrellanó en la silla, tratando de ocultar su presencia.
—¿Jinx? —insistió Silco—. Lo último que quiero es que esto cause problemas, sabes lo difícil que es mantener este sitio, no quiero que nadie venga a reclamar algo que no es suyo.
—No te preocupes por eso —respondió por fin ella—. Él no lo sabe.
Silco frunció el ceño, molesto. ¿Acaso debía preocuparse por desaparecerlo también de la faz de Runaterra? Lo único que realmente esperaba era que ese muchacho anónimo no significara un riesgo para la joven.
—¿Y cómo piensas decírselo? —preguntó.
—No lo haré —tajó Jinx.
Silco y Sevika cruzaron miradas, la mujer se encogió de hombros y ambos prefirieron no seguir con el tema. Porque lidiar con un padre ausente ahora era el menor de sus problemas. Un bebé en Zaun significaba vulnerabilidad. Un punto débil, un lado flaco.
Para Silco, Jinx era una debilidad desde el momento en que llegó a su vida, y no se refería a cuando la liberó de Stillwater, sino desde que Felicia anunció su segundo embarazo y esa pequeña bola apestosa de carne con cabello azul le tomó la mano siendo una recién nacida.
Ahora, su única jodida debilidad, tendría una debilidad propia, y él… tendría dos.
Las misiones para Jinx disminuyeron tras la noticia, Silco no podía ponerla en riesgo y, aunque sabía que la muchacha quería seguir con el plan original que ambos tenían, las circunstancias los habían obligado a retrasarlo todo.
“Esta cosita no arruinará mis planes”.
Jinx se había escuchado tan convencida cuando dijo eso que Silco, por un momento, de verdad creyó que interrumpiría el embarazo.
Sobre todo, porque los planes de los que hablaba habían sido importantes para ella toda su vida: destruir Piltover, liberar a Zaun de la opresión de la Ciudad del Progreso, terminar con los Vigilantes, tener algo de dignidad humana por una vez en su vida.
Silco y ella realmente querían comenzar una lucha para terminar con el yugo de Piltover, y ahora no había manera de lograrlo con tanta facilidad, porque Jinx ya no podía pelear, incluso teniendo las armas para hacerlo.
Además, primero tenían que estar seguros en quién podían confiar y en quién no, y ese era el trabajo de Jinx, porque ella se encargaba de espiar a los supuestos socios de Silco y a todo aquel que quisiera unirse a su causa. Claro que con el embarazo eso ya no era parte de sus labores, ni ninguna otra cosa…
—No hablas en serio —replicó Jinx—. ¡No es justo!
—Tienes dieciocho semanas de embarazo, niña, solo serás un lastre allá afuera —escupió Sevika, poniéndose de pie junto a la silla de Silco.
—¡Cállate!
—No irás —volvió a afirmar Silco—, y tampoco Sevika.
—¿Qué?
Ambas lo miraron confundidas, pero Silco no dijo nada más, se limitó a ponerse de pie, saliendo de la oficina y les hizo una señal para que lo siguieran.
Durante lo que pareció una eternidad, caminaron hasta llegar al Puente del Progreso. Jinx sintió los nervios de punta en cuanto una figura caminó hacia ellos desde el otro lado. No era para menos, después de todo lo que Piltover significaba para los zaunitas, ahora ella se sentía más vulnerable que nunca.
—¿De qué se trata esto? —inquirió Sevika.
—Un amigo nuestro, de arriba —respondió Silco.
—No tenemos amigos arriba —replicó Jinx, cada vez más tensa.
—Los tenemos, niña, al igual que ellos tienen amigos aquí abajo, pero ese no es el punto.
El hombre llegó hasta ellos, cubierto con una capa oscura que ocultaba gran parte de su rostro, y en silencio les hizo una señal para que lo siguieran. Silco fue el primero en dar un paso al frente, alentando con ese único gesto a sus dos acompañantes. Se escabulleron entre la oscuridad de las calles, por atajos que solo su anfitrión conocía, librando la vigilancia y llegando hasta un pequeño apartamento a las orillas de Piltover. Modesto, pero al final característico de la ciudad.
El sujeto por fin se quitó la capucha una vez cerraron todas las puertas y cortinas, el rostro que mostró parecía el de cualquier persona común que deseara a toda costa evitar problemas.
—Soy el Doctor Galen, un placer —se presentó, estirando la mano hasta Jinx.
Pero lo primero que la joven hizo fue retroceder, desenfundando el arma y clavándosela en la frente. El hombre solo pudo elevar ambas manos para hacer notar que no era un peligro.
—Jinx, baja el arma —ordenó Silco sin siquiera mirarla.
La joven lo observó conmocionada.
—Pero-
—Baja el arma —insistió.
Jinx no tuvo más opción que acceder a regañadientes. El alma del médico volvió a su cuerpo.
—¿Qué espera? —cuestionó Silco—. Haga su trabajo.
El muchacho asintió y abrió la puerta de una de las habitaciones del apartamento, indicándole a Jinx que entrara. La chica accedió únicamente porque Silco se lo pidió.
Dentro de ella se encontraba una cama con un extraño aparato a un costado, mostrando pantallas y cables enredados que apenas se sostenían sobre un pequeño pupitre de madera.
—Recuéstate —le dijo el muchacho de la forma más tranquila que pudo.
Jinx obedeció a regañadientes, todavía tensa. El médico encendió el aparato y se sentó junto a ella.
—Entonces, dieciocho semanas, ¿eh? —cuestionó.
Jinx sintió el impulso de salir corriendo. ¿Cómo lo sabía? ¿Acaso Silco la había traicionado? ¿Iba a asesinarla ahí mismo? No sería extraño, después de todo, ¿qué hacía Silco arriesgando su propio pellejo en territorio piltillo si no era para tomar alguna ventaja?
Que estúpida había sido.
Intentó levantarse de un salto, pero el médico la detuvo.
—Tranquila, tranquila —sonrió—. No corres peligro, niña. Solo queremos ver que todo esté bien con tu bebé.
Jinx frunció el ceño, todavía más confundida, y dirigió la mirada hasta Silco, el hombre asintió. Sus ojos apacibles le dieron cierta tranquilidad a la joven, así que destensó el cuerpo y volvió a recostarse.
—En esta pantalla podrás distinguirlo —explicó Galen—, a tu bebé. ¿Lista?
La chica asintió, con los nervios cosquilleándole en la nuca, el doctor distribuyó un extraño gel sobre el vientre ligeramente abultado de Jinx, provocándole un escalofrío por el tacto helado, luego colocó la sonda en el área, haciendo movimientos circulares, suaves y lentos, pero lo único que ella logró distinguir fue un recuadro negro con un montón de manchas blancas sin forma.
Por un segundo, creyó que simplemente estaban tomándole el pelo, que todo lo que se suponía que hacían era para que recapacitara sobre su decisión, y eso la estaba molestando. Estuvo a punto de ponerse de pie, lanzando lejos absolutamente todo lo que la tenía con los nervios de punta.
Hasta que alcanzó a distinguirlo.
De entre toda la oscuridad que se divisaba en aquella pantalla diminuta, pudo notar una sombra de esa silueta, su silueta.
Se quedó helada, mirando el monitor.
¿Eso… era su bebé?
Tenía que serlo, tenía la forma de uno, recostado, como si nada en el exterior estuviera sucediendo, como si supiera que su madre lo protegería con su vida de ser necesario.
Jinx se acomodó sobre las almohadas para alcanzar a observar mejor, el médico siguió deslizando la sonda sobre su vientre, mostrando una imagen completa de la pequeña criatura que crecía en su interior.
La muchacha alcanzó a distinguir su cuerpo entero, sus pequeñas manos, sus diminutos pies, incluso su alocado corazón y la manera en que latía al ritmo que lo hacía el suyo.
Tenía tantas preguntas corriendo por su cabeza, pero no podía hablar, se había quedado sin palabras, su consciencia estaba fija únicamente en el bebé que se movía en su interior, giraba para cambiar su posición, se estiraba y la pateaba, tan despreocupadamente que le provocó una sonrisa que pronto se llenó de lágrimas, sin que ella lo notara.
Ese era su propio pequeño caos haciéndose presente.
Jinx cambió la dirección de su mirada hasta su vientre, secando sus mejillas.
—No sentirás nada todavía —aclaró el médico con una sonrisa—, es pequeño, pero intrépido, supongo que salió a ti.
Jinx sonrió orgullosa y volvió a mirar la pantalla.
—¿Esa cosa es lo que se está formando dentro de mi estómago? —preguntó.
La respuesta era obvia, pero necesitaba afirmarlo, necesitaba sentir que lo que estaba viendo era real.
El médico asintió, tratando de contener la risa ante la ingenuidad de la joven.
—¿Puede… escucharme? —volvió a preguntar Jinx.
—Limitadamente. Pero pronto comenzará a entenderte mejor, lo sabrás en cuanto empiece a patearte cada que le hables —respondió el otro—. ¿Quieres saber si será un niño o una niña?
—Es una niña —soltó Jinx, captando la atención de los presentes, sobre todo la de Silco.
El hombre sintió una peculiar y nauseabunda sensación de familiaridad. Felicia volvió a su memoria junto con su voz recordándole que era su trabajo proteger a la única hija que le quedaba, y a la criatura que estaba esperando.
El médico solo sonrió sin decir nada más, confiando en el instinto de la muchacha. Imprimió una imagen de la pantalla y se la entregó. Jinx la tomó conteniendo el temblor en las manos y luego, apenada, elevó la mirada hasta él.
—¿Podré… verla otra vez? —preguntó, entre dientes.
—Claro, ven cuando quieras.
Dos semanas después, Jinx decidió desobedecer a Silco. Y más le valía al sujeto no reñirla por eso, porque llevaba días atascada en su habitación, sin absolutamente nada qué hacer. Estaba aburrida.
Jodidamente aburrida.
Y si no hacía algo pronto, terminaría muriendo de cansancio y fastidio.
Fue entonces cuando escuchó, al espiar entre los barrotes de la escalera, que se había suscitado un ataque a una de las fábricas de Brillo, y que Sevika iría a investigar. Porque normalmente quien lo hubiera hecho sería ella, pero en esos momentos no estaba en condiciones.
La joven sabía perfectamente quién había sido el responsable del ataque: Ekko. También era consciente de lo que significaba para ella ir hasta ahí en su estado, pero algo la estaba impulsando a dar un salto al frente.
Tal vez era esa cosita en su vientre, exigiendo ver por primera vez… a su padre.
Y es que Silco y los Firelights habían estado en una guerra constante desde antes de que Jinx saliera de Stillwater. Silco mantenía el Brillo en su poder porque le atribuía el éxito de una posible guerra contra Piltover. Pero Ekko veía más allá: el Brillo era un arma de doble filo que terminaría encajándose en el corazón de Zaun más pronto de lo que esperaban.
El joven había intentado dialogar con Silco una vez, pero evidentemente las cosas no resultaron bien.
A Jinx le aterraba que Silco se enterara que ese muchacho bobo era el padre del bebé que estaba esperando, creía que, de saberlo, terminaría alejándose de ella, dejaría de protegerla.
La dejaría sola, a ella y a su pequeña cosa.
Pero tenía que verlo una última vez, antes de asegurarse que jamás lo volvería a hacer. Antes de que ella y ese bebé del que él no era consciente, desaparecieran para siempre de su vida.
Y esa era la oportunidad que había estado esperando.
Siguió a Sevika a hurtadillas hasta la dichosa fábrica, ocultándose entre las sombras y las vigas, maldiciéndose por ocupar más espacio del que estaba acostumbrada, porque sus antiguos escondites ya eran demasiado estrechos para ella.
—A veces en serio eres una molestia… —bramó hacia su vientre, sin pensar suficiente en lo que decía.
Los hombres de Silco y Sevika entraron a paso lento hasta el punto del ataque, esperando algún tipo de emboscada, Jinx se burló de ellos, eran tan tontos que hasta ella hubiera podido cortarles el cuello en ese mismo instante.
Una explosión de gas se hizo presente en donde estaban parados, Jinx tuvo que salir corriendo para evitar que la sustancia desconocida penetrara sus fosas nasales y terminara dañando de alguna manera al bebé.
Sintió como algo cayó sobre ella y la mantuvo de espaldas contra el suelo. Jinx forcejeó con su captor, soltando manotazos y patadas azarosas, intentando desesperadamente tomar su arma con una mano mientras con la otra cubría su vientre de un posible daño. Gruñó ante la fuerza de su oponente y por fin lo observó a los ojos.
—¿Jinx…? —Ekko se había llevado la horrorosa máscara de búho detrás de la cabeza para poder distinguirla mejor.
Sus ojos quedaron prendados a los de ella, ese azul profundo que siempre lo había observado con indiferencia, ahora suplicaba por su vida.
Nunca la había visto tan asustada.
Intentó moverse, dudando si lo mejor era apartarse de ella para darle la oportunidad de atravesarlo con una de sus balas, cuando, a tientas, se percató de la extraña diferencia que había en el cuerpo de la joven. Descendió la mirada con lentitud para observar la dichosa anormalidad: su vientre abultado que protegía con desesperación.
Quedó enmudecido, pero su gesto fue más que suficiente para poner en alerta a Jinx. Aprovechando el aturdimiento del muchacho, lo lanzó lejos de ella, se puso de pie tan rápido como pudo, acomodándose de nuevo la capa sobre los hombros e intentó salir corriendo.
Ekko alcanzó a detenerla, tomándola de la mano.
—Estás embarazada.
Jinx no dijo nada, ni siquiera se atrevió a mirarlo. Ekko por fin la soltó, cayendo en cuenta de la acusación que acababa de hacer, y que la joven literalmente le había dado la respuesta con su silencio.
—Mierda… Estás embarazada.
El muchacho se tentó en hacer la pregunta obvia, ¿era suyo? ¿o estaba siendo demasiado arrogante al suponerlo?
Jinx se recargó en el muro detrás de ella para intentar recuperar el aliento. Ambos seguían siendo enemigos, ¿en qué mierda estaba pensando al ir a buscarlo hasta ahí? Incluso si su intención no era toparse de frente con él o que ni siquiera la notara. Ya no tenía salida.
Ahora él lo sabía. De verdad lo sabía.
Ekko dio un paso temeroso hacia ella.
—¿El padre lo sabe?
Jinx lo miró con una ceja arqueada. Evidentemente molesta.
—Bueno, ahora lo sabe —respondió sin más.
Intentó retomar su camino, ya no tenía sentido que estuviera ahí, ni siquiera tenía la fuerza para hacerlo. Ekko volvió a detenerla, esta vez solo con el sonido de su voz, porque ni siquiera se podía mover, las rodillas le temblaban.
—¿No pensabas decírmelo…?
Jinx se giró, mirándolo con mordacidad.
—¿Crees que tenías derecho a saberlo? —cuestionó—. ¿Después de todo lo que pasó?
—¡¿Después de todo lo que pasó?! —replicó Ekko, alterado—. ¡Después de todo lo que tú hiciste! ¿Y aun así te sientes con el derecho de ocultarme… —señaló su vientre— esto? ¿Ni siquiera me ibas a dejar verlo?
Jinx sintió un vuelco en el estómago.
—Verla —corrigió, rebuscando entre su ropa, lanzando contra él la pequeña imagen de la ecografía que el médico le había regalado—. Ahí la tienes. No quiero que vuelvas a acercarte a mí. A nosotras. Nunca.
La joven sabía que, si Ekko la odiaba, ella tenía gran parte de la culpa, pero no pensaba darle la razón. No cuando más deseaba no necesitarlo, ni a él ni su estúpida compañía.
Ekko ni siquiera tuvo la fuerza para seguirla, su atención quedó fija en la imagen que había caído al suelo, la silueta de la bebé que resaltaba entre la oscuridad del fondo.
El corazón le dio un salto de alegría, a la vez que se le hizo añicos, una vez que levantó la foto para observarla de cerca.
Iba a ser padre.
Él y su ex mejor amiga tendrían un bebé. Él y la joven con la que había peleado a muerte más de una vez… tendrían un bebé.
El toque de queda pronto comenzaría, tanto él como Jinx debían volver a casa, a pesar de que la lluvia había inundado las calles aquella peculiarmente cálida noche.
—¡¿TRES VIGILANTES?! —gritó—. ¿En qué estabas pensando?
Silco sentía las venas de la frente a nada de explotarle.
—No estaba pensando —aseguró Sevika, igual de molesta que él—. Seguro nos siguió hasta la fábrica que fue atacada por los Firelights, supongo que se desvió en el camino de regreso.
Jinx clavó la mirada en el suelo, frunciendo el entrecejo. Silco volvió a tomar la palabra.
—Te dije que-
—Que nunca por ningún motivo, le disparara a un Vigilante, lo sé —terminó Jinx.
—Entonces, ¿por qué hiciste lo contrario?
El hombre parecía perder la paciencia, no porque juzgara del todo las acciones de Jinx, él mismo se había tentado en matar a más de uno de esos cerdos Vigilantes, pero lo último que quería era que esa imprudencia, característica de ella, la pusiera en riesgo.
—La lastimaron —respondió Jinx.
—¿Al embrión? —intentó preguntar despectivamente Sevika, pero Jinx la sentenció con la mirada.
—A Kyan —corrigió—. Su nombre es Kyan.
Silco y Sevika se quedaron en silencio. Si ella realmente le había dado un nombre, ahora las cosas iban mucho más en serio.
Pero para Jinx eso ya era un hecho. Mientras ella estuviera viva, cualquiera que se atreviera a tocar a su bebé tendría una bala atravesada en la cabeza.
Cualquiera que se atreviera a lastimarla, sabría de lo que su madre era capaz de hacer.
Chapter Text
Observó su reflejo en el cristal roto de la habitación, su cuerpo lucía tan deformado que una parte de ella sintió repulsión de su nueva figura. Las estrías que comenzaban a marcarse debajo de su vientre dibujaban líneas sinuosas y desiguales en su piel.
Jinx no era vanidosa, pero nunca había descuidado su apariencia, lo demostraba con su estilo y el maquillaje que se empeñaba en ponerse cada mañana. Ahora, con el embarazo, no lograba sentirse cómoda del todo con su propio ser, y eso la obligaba a alejarse de su reflejo en ocasiones, incluso se forzaba a sí misma a mantenerse en su habitación, trabajando para Silco, fuera del ojo del mundo.
No había manera de que saliera así al público, tenía una reputación que mantener.
Porque, independientemente de la seguridad que sintiera con su apariencia, el embarazo la hacía lucir débil, vulnerable, una diana a la que cualquiera pudiera disparar y acertar.
Y nunca dejaría que eso sucediera.
Nunca se permitiría estar en la boca de nadie. La protegida de Silco, la rebelde número uno de Zaun, la cazadora de Firelights… ¿embarazada?
¡¿Embarazada de un Firelight?!
Sonaba peor que una jodida broma. No había forma de que eso saliera a la luz, porque era impensable que alguien la respetara después de escucharlo. Y todos lo sabían, por eso Silco le había aconsejado permanecer oculta hasta que la bebé naciera.
Esa bebé que le estaba arrebatando toda su vida incluso desde antes de llegar al mundo.
¿De verdad valía la pena todo eso por lo que sea que estuviera creciendo en su interior? ¿Cuánto de su vida estaba dispuesta a sacrificar por crear una vida nueva?
Se dejó caer sobre el banquillo con un alarido de resignación. Ya no podía dar marcha atrás de cualquier manera, y en el fondo no quería hacerlo.
Porque tenía muchísimas ganas de conocer a esa criatura.
—Subiste de peso.
Sevika entró a la habitación, haciendo maromas para llevar a cuestas una pesada caja de cartón llena de chatarra. Colocó la carga en el suelo y cuando elevó la mirada hasta Jinx, solo distinguió un relámpago de luz que rozó su ropa con una de las balas de la muchacha.
Había tentado a la suerte y ella lo sabía, pero no podía perder la costumbre.
—Un día de estos te haré perder el brazo, te lo juro —amenazó Jinx—. Lárgate.
Jinx detestaba que Sevika la subestimara, sobre todo desde que supieron que estaba embarazada, porque Silco la sobreprotegía, y Sevika se valía de eso para hacerle creer que él la consideraba débil.
Y, con el tiempo, Jinx lo creyó.
—Silco te envió material para que tengas con qué entretenerte —siguió Sevika, con un tono burlón en la voz—, pero supongo que comer también podrá distraerte.
—Vuelve a hacer otro chiste sobre mi peso y esta vez la bala atravesará el hueso.
Cuando la mujer no respondió, Jinx por fin giró la atención hasta ella. Sevika miraba embobada una caja de madera que se hallaba sobre la cama.
Jinx se apresuró a levantarse de su lugar para analizarla, estaba abarrotada de fruta fresca y variada.
—¿Manzanas? ¿Fresas? —cuestionó, sacando fruta a fruta lentamente de la caja—. ¿De dónde sacó Silco todo esto?
—Él no lo hizo, niña. Sabes lo difícil que es conseguir fruta fresca en la Ciudad Subterránea.
Jinx volvió a observar la caja, la fruta parecía recién cortada, se miraba tan apetitosa que sus tripas se retorcieron con un gruñido.
¿Cómo había llegado todo eso ahí? Nadie sabía cómo entrar a su habitación, ella misma se encargó de eso cuando decidió instalarse ahí. Solo Silco y Sevika conocían la entrada, por todas las veces que habían evitado sus propias trampas a prueba de intrusos.
No había nadie más en el mundo que pudiera averiguar que ella se escondía ahí, nadie excepto…
No, no podía ser posible. ¿Por qué Ekko habría entrado a escondidas a su lugar? Era cierto que el muchacho conocía el sitio porque ambos lo encontraron años atrás, antes de todo, cuando aún eran dos niños bobos, pero no tenía sentido que hubiese hecho algo tan absurdo como lo que Jinx imaginaba.
—Parece que tienes un admirador —se burló Sevika, mordiendo una de las manzanas—. Ponte a trabajar, chiquilla, Silco necesita más de tus aparatuchos.
Jinx se mordió la lengua para no responder nada, en realidad solo estaba esperando utilizarla como conejillo de indias para averiguar si aquella fruta estaba envenenada o algo por el estilo, pero no fue así.
Sevika se marchó de la habitación y Jinx permaneció ensimismada en rotundo silencio. ¿Él no estaba buscando asesinarla?
Sacudió la cabeza con fuerza para lanzar todos sus pensamientos lejos, se dio la media vuelta para volver a la mesa de trabajo, ignorando la fruta que pensaba dejar sobre la cama hasta que se pudriera.
Cuando el movimiento frenético de la bebé en su interior la detuvo abruptamente.
—No te atrevas —advirtió con sequedad—. No, no voy a comer eso. Sería darle la razón al idiota de tu padre, y no…
Esta vez un golpe pequeño interrumpió su habladuría. Jinx puso los ojos en blanco.
—Así serán las cosas a partir de ahora, ¿eh, pequeña manipuladora?
Para los zaunitas, comer fruta fresca y verduras o cualquier semilla, era casi imposible, el aire contaminado y los ataques con Gris, mataban la fertilidad de la tierra.
Además, los Vigilantes, cruelmente, solían saquear las pocas tierras que permitían la agricultura que, debido a la topografía de los Carriles, eran escasas.
Para haber conseguido una cantidad tan colosal de fruta fresca, Ekko debió haber saqueado alguna tienda en Piltover.
¿Por qué arriesgarse tanto?
Le había dejado bien claro que no quería volverlo a ver. Aunque, siendo estrictos, realmente nunca lo vio, ni siquiera se percató en qué momento había dejado eso ahí.
La pequeña cosa se sacudió frenética dentro de su vientre cuando a Jinx se le hizo agua la boca. Tan diminuta y ya sabía cómo obligar a su madre a hacer lo que ella quería.
Y es que, ¿cómo podía negarle a su pequeña el saborear esas delicias?
Solo por esa vez… lo dejaría pasar.
Pero Ekko se lo había tomado personal y cada semana, sin falta, durante las siguientes cuatro, entraba a hurtadillas al escondite de Jinx, y dejaba algo distinto que pudiera serle de utilidad: comida, almohadones, mantas. El último botín que Jinx recibió fue un pequeño costal lleno de caramelos que, en cuanto vio, no dudó ni un segundo en comerlos.
La pequeña cosa en su estómago estaba feliz y ella también.
La quinta semana, la curiosidad de Jinx pudo con ella y, oculta en una esquina, esperó a que Ekko apareciera. Cuando el muchacho por fin se hizo presente y se distinguió entre las sombras, ella dio un paso lento al frente.
—Creí que para este momento ya te habrías hartado de esto —soltó la muchacha, provocando un sobresalto en él.
Ekko dio un paso hacia atrás cuando Jinx por fin salió de su escondite completamente. Su figura era tan distinta a cómo la recordaba, a cómo estaba acostumbrado a verla.
Porque Jinx siempre fue una persona intimidante, pero ahora lucía tan vulnerable, tan frágil, a pesar de que buscara desesperadamente demostrar lo contrario.
—No voy a darte las gracias —escupió la chica.
—No te estoy pidiendo que lo hagas —respondió Ekko—. No lo estoy haciendo por ti.
Jinx estuvo a punto de objetar, cuando sintió una punzada en el estómago, hizo una mueca de dolor y se obligó a sentarse en la cama, sosteniendo su todavía más abultado vientre, más de lo que estaba la última vez que Ekko la había visto.
La bebé se había encajado dentro de ella, en una posición muy incómoda para su madre, provocando un dolor del que Jinx no podía escapar.
—¿Estás… bien? —preguntó Ekko, dudando en si acercarse o no.
Jinx lo detuvo con la mirada, parándolo en seco.
—Hace esto seguido —respondió, tratando de acomodarse para que el dolor fuera menos—. Se la pasa moviéndose como loca todo el día, toda la noche, y siempre encuentra la posición perfecta para hacerme sufrir.
Ekko no pudo evitar dibujar una sonrisa pequeña que Jinx notó por el rabillo del ojo. Un silencio mortal se hizo presente entre ambos.
La tensión podía cortarse con un cuchillo.
Jinx volvió a soltar un quejido, apretándose el estómago. El muchacho se mostró ligeramente consternado, intentó acercarse, pero el muro que Jinx había puesto entre ambos era prácticamente impenetrable.
Ekko no podía sugerirle buscar ayuda para lidiar con el dolor, sabía que en Zaun no contaban con los recursos para eso. Las madres se aliviaban en las calles o, con suerte, en sus casas, los bebés solían nacer con problemas que no tenían arreglo, no había médicos y las parteras eran cotizadas.
Ekko sabía que, de alguna forma, Silco no permitiría que Jinx terminara así, que la hija que estaba esperando no sufriría ese tipo de carencias; pero, muy a pesar de la posición de la que Silco gozaba, había cosas que incluso para él estaban fuera de su alcance.
Y al joven no le dejaba de preocupar que su bebé tuviera alguna complicación que no pudieran atender, ya fuera durante el embarazo o después del parto.
—Quita esa cara, niño tonto. No voy a morirme —se quejó Jinx—. Aunque así lo desees en el fondo. Solo está moviéndose, empuja mis órganos, ¿entiendes?
Ekko descendió la mirada hasta el vientre de la muchacha, pudo notar ese movimiento tenue, y luego una patada abrupta que lo sacó de sus pensamientos. Logró distinguir el golpe y, cómo con él, la piel de Jinx se estiró, deformando ligeramente la esfera uniforme que era su vientre en ese momento.
Jinx colocó la mano sobre el lugar donde la pequeña había pateado y dibujó una sonrisa, olvidando por un segundo que Ekko estaba justo a su lado.
El muchacho se aclaró la garganta, desviando la mirada. Hurgó entre los bolsillos internos de su chaqueta, y sacó una pequeña bolsa de tela de él, entregándosela a Jinx.
La muchacha por fin recordó que esa había sido la razón principal por la que él estaba ahí. Abrió el pequeño costal con entusiasmo, pero no encontró caramelos ni nada que pudiera comer (lo que la puso de mal humor en ese momento), más bien era un pedazo de tela afelpado que sacó de un tirón.
Se trataba de un conejo de peluche, tan pequeño que cabía en su mano. Jinx sintió el corazón palpitándole con fuerza, pero fingió demencia y volvió a hurgar en la bolsa.
Lo último que encontró fue un diminuto vestido rosa, tan pequeño que parecía haber sido hecho para una muñeca. Jinx quedó enmudecida.
—Dijiste que era una niña —comentó Ekko, con la voz entrecortada.
—¿De dónde lo sacaste…?
—No importa, y tampoco importa si quieres que lo use o no, yo solo…
Por un segundo, ninguno de los dos tuvo el valor suficiente para seguir hablando. ¿Qué mierda estaban haciendo? ¿De qué se trataba todo eso? ¿No se suponía que eran enemigos?
Enemigos… con un bebé que los unía.
Jinx analizó la mirada distante de Ekko y suspiró pesadamente.
—Iré a verla —dijo con dificultad, captando la atención del muchacho—. Planeaba ir a verla hoy… ¿Quieres venir?
Ekko abrió los ojos inundados en sorpresa, con un ligero rayo de luz en ellos.
El tiempo que había estado llevándole “regalos” a Jinx, también había funcionado para que el muchacho se asegurara de que se encontraba bien, sobre todo por el bebé. No por ella.
Y después de haber visto la imagen de aquella ecografía, algo en él se encendió como un fósforo ante la sugerencia de la joven.
—¿Hablas en serio? —preguntó.
—Me vendría bien una carnada en caso de que necesite huir.
El camino hacia aquel apartamento parecía mucho más pesado que la última vez que lo tomó. Aunque era de esperarse, su vientre era más grande, su bebé pesaba más, y no podía quejarse porque era Ekko quien caminaba a su espalda esta vez.
Pero no podía con todo, aunque lo hubiese querido, y pronto el dolor de espalda la superó, obligándola a detenerse para descansar.
Ekko se detuvo a su lado, manteniéndose siempre a varios pasos de distancia de ella.
—Podemos volver si quieres —sugirió.
Jinx resopló, en desacuerdo.
—No pienso volver ahora. Ya falta poco —replicó.
—Jinx, estamos en territorio piltillo.
—No me digas que tienes miedo, salvador.
El tono burlón de Jinx hizo que una parte de Ekko, que había dejado enterrada con esa situación de su pasado, volviera a escarbar hacia el exterior, lo que le dio un mal sabor de boca y dejó en él un enorme peso dentro de su pecho.
Más pronto de lo que hubieran esperado, llegaron hasta aquel apartamento. Jinx golpeó la puerta con insistencia, como era característico de ella. Galen se posó del otro lado, mirándola con una sonrisa apacible, y luego fijó la vista en Ekko, medianamente consternado, se suponía que Silco sería el acompañante de Jinx en todas sus visitas.
A menos que…
—¿Eres el padre? —preguntó como si nada, ignorando evidentemente la complicada relación que Ekko y Jinx llevaban.
Ambos jóvenes sintieron un escalofrío. Jinx respondió con un sonido de indiferencia y lo pasó de largo. Se dirigió a la habitación de siempre, recostándose en la cama para esperar impaciente el resto del procedimiento que había tenido que hacer varias veces atrás.
Porque desde que la joven tuvo la oportunidad de ver cómo se desarrollaba su pequeño bichito insistía en ir siempre que sentía que algo no iba bien, y Silco nunca se negó en acompañarla.
—¿Cómo te has sentido? —preguntó el médico, esparciendo el gel sobre su vientre.
—Todo me duele. Cada maldita parte del cuerpo.
Galen soltó una carcajada.
—Es normal —dijo—. De hecho, deberías empezar a producir leche dentro de poco, ¿no has sentido molestias con eso?
Jinx negó, sin tener cara siquiera para observar a Ekko que parecía igual de avergonzado que ella.
Seguían siendo dos niños estúpidos que habían cometido un error enorme.
La pantalla se encendió, mostrando la imagen a la que Jinx se había terminado acostumbrando. Pero Ekko no, él observó cada pequeño detalle con emoción en el pecho.
—Ahí la tienes, completamente sana —enunció el médico y miró a Ekko con una sonrisa—. Es la primera vez que la ves, ¿cierto? Te la presento, ella es…
—Kyan —se adelantó a decir Jinx, con mala cara.
¿Por qué el sujeto tenía que ser tan amable? Silco no le pagaba para ser amable con el idiota que la había embarazado (claro que ni siquiera estaba del todo segura de que le pagara).
Tal vez el primer error que cometió ella fue llevar a Ekko hasta ahí, porque su presencia estaba comenzando a molestarle, muy a pesar de que Ekko no mostraba señal de hostilidad, apenas y notaba la presencia de Jinx, estaba completamente embobado observando a la bebé.
A su bebé.
La pequeña se removió en su lugar, haciéndose notar en la pantalla y frente a todos ellos. Había escuchado a su madre llamándola, diciendo su nombre, y eso era razón suficiente para mostrar su alegría.
—Alguien quiere lucirse frente a papá —canturreó Galen.
Ekko sintió un vuelco en el pecho al ver la imagen monocromática de la pequeña moviéndose tan despreocupadamente. Sintiéndose a salvo a pesar del mundo caótico en el que iba a nacer.
Y luego, aquella palabra que el médico dijo, resonó en su cabeza: Papá.
Él realmente era el padre de esa diminuta criatura que crecía dentro de Jinx. Ese pequeño ser, inundado en inocencia e ingenuidad, ignorante del mal del mundo, del dolor de la vida, de lo difícil que era sobrevivir.
Ella era suya. Completamente suya.
Y su deber era mantenerla a salvo de absolutamente todo. Incluso si su propia madre no estaba de acuerdo con eso.
Después de varios minutos, la pequeña cosa por fin se detuvo, se estiró una última vez y llevó sus dedos dentro de la boca. Ekko y Jinx permanecieron en silencio, observándola.
El médico subió el volumen del aparato y el sonido del pequeño latido del corazón de la bebé se escuchó en toda la habitación. Ekko tensó los músculos, Jinx los relajó.
Ese era el tranquilo corazón de su bebé, demostrándoles que estaba ahí con ellos, que existía y que esperaba pronto estar entre sus brazos.
La muchacha llevó la mano instintivamente hacia su vientre. Ella, esa criatura, así de pequeña, así de frágil, así de indefensa, era toda suya.
Y nada en el mundo podría cambiar eso.
Para cuando la noche se hizo más pesada, ambos ya caminaban de vuelta sobre el Puente del Progreso. Durante el camino completo permanecieron en silencio, con la excusa de poder mantenerse alertas en caso de que algún Vigilante quisiera atacarlos, pero la verdad era que apenas y podían respirar sin sentir que perturbaban al otro.
Ekko parecía querer decir algo, pero las palabras correctas no querían aterrizar en su garganta.
Un golpe seco y el sonido de una ventana rompiéndose llamó la atención de ambos. Jinx fue la primera en acercarse hacia el lugar de origen, escondiéndose entre los callejones y la oscuridad.
—Jinx, vámonos —ordenó Ekko, anticipando el peligro.
La muchacha pensó en ignorarlo, hasta que recordó que ya era prácticamente imposible para ella correr y escabullirse como antes, y que cualquier cosa que le sucediera también le sucedería a Kyan.
Accedió a regañadientes y dio un paso hacia atrás, dispuesta a seguir a Ekko, hasta que el llanto de un bebé detuvo su andar.
Por un segundo, y frenéticamente, Kyan se movió dentro de su vientre, impulsando a su madre a seguir el sonido.
Jinx volvió su vista hasta la escena. Una familia peleaba con uñas y dientes contra un grupo de matones, justo fuera de su hogar.
—Ha habido más ataques últimamente —contó Ekko, mordiéndose la lengua para contener la rabia—. Eso es lo que hace tu gente. La gente de Silco.
Jinx ni siquiera lo miró, fijó su atención en la bebé que lloraba en brazos de uno de los matones, después de que otro de ellos saliera de la choza con las manos vacías y las armas recién descargadas.
—No podemos hacer nada —trastabilló Ekko—, todavía no logramos averiguar cómo detenerlos. Pero supongo que eso no te interesa.
Jinx permaneció en silencio. Silco se lo había dicho más de una vez. Le había advertido que jamás se metiera en los asuntos de los quimobarones, de aquellos que se hacían llamar su gente pero que solo sabían moverse por la sed de sangre.
Ni siquiera ella había caído tan bajo.
La bebé lloró con fuerza, y Jinx sintió el corazón en un puño, mientras la pequeña en su interior se retorcía, como si quisiera impulsar a su madre a seguir el sonido, a buscar calmar a ese ser que, al igual que ella, necesitaba su protección.
¿Qué clase de instinto estaba forzándola a querer intervenir? ¿Qué clase de instinto también estaba forzándola a alejarse para proteger a su propia bebé? ¿A cuál de los dos debía escuchar?
El matón le dio la espalda a los jóvenes ocultos detrás de los contenedores de basura, echándose a la pequeña bebé al hombro. La niña elevó la mirada, topándose con la de Jinx.
La joven solo pudo permanecer quieta y en silencio, mientras aquellos ojos dorados se alejaban de ella.
Para cuando volvieron al escondite de Jinx, todavía estaban en silencio.
La joven se dejó caer sobre el sofá, soltando un alarido de agotamiento, el cuerpo entero le dolía y ya no soportaba más los pies.
Definitivamente el embarazo la había vuelto débil en todos los aspectos posibles. Su cuerpo se había vuelto en su contra y el corazón todavía le dolía.
—Las cosas entre nosotros no han cambiado, solo para que lo sepas —advirtió Jinx de la nada.
—No tienes que decírmelo.
Ekko no apartó la mirada de reojo que había fijado en Jinx desde el primer segundo en que pisaron la habitación.
—¿Vas a quedarte ahí parado con esa misma cara de idiota toda la noche? —cuestionó Jinx, hastiada. Ekko frunció el ceño confundido—. Sé que quieres sentirla. Hazlo antes de que cambie de opinión.
Jinx ni siquiera pudo mirarlo cuando percibió el tacto del muchacho sobre su vientre. La bebé pateó su mano, como si supiera que esa nueva presencia en torno a ella, dispuesta a protegerla de todo, era su padre que parecía amarla más de lo que se pudo haber imaginado.
Ekko sonrió. Hacía años que Jinx no lo veía sonreír. Sintió una punzada en el pecho y culpó a Kyan por eso.
Pronto él se marcharía. Todo volvería a la normalidad. Todo se esfumaría, también los recuerdos de ese día.
¿O acaso dejaría una huella en los dos? ¿Así de maravillosa podía ser esa bebé? ¿Tan fuerte como para romper muros establecidos años atrás?
Sea como fuere, habían decidido tomar un camino y lo estaban siguiendo. Siendo guiados por esa pequeña niña, a la que amaban incondicionalmente.
A la que amaban mucho más de lo que se odiaban el uno al otro.
Notes:
Como saben lo mucho que los quiero, traigo para ustedes dos nuevas comisiones para presentarles a Kyan en su versión pequeña y en aquella versión que yo sé que temían conocer pero que van a adorar.
Kyan pequeña
(Sí está usando el vestido de papá).
Kyan mayor
(Sí, también me va a doler, pero me encanta)
¡Sigan a la artista en sus redes!
Recordatorio: Si eres nuevo por aquí, te invito a leer mi otro FF "Nobody Matters Like You", del cual esta historia es un spin-off.
Siempre adoro leer sus comentarios. ¡Muchas gracias por sus votos!
Chapter 4: IV. Ámbar
Chapter Text
Los días cada vez se saboreaban más monótonos, y es que las cosas que Jinx tenía permitido hacer disminuían con el pasar del tiempo.
No podía ponerse en riesgo (es decir que Silco la obligaba a no ponerse en riesgo). Diseñar artefactos explosivos, ir a misiones peligrosas, confiar demasiado en su propia (y perdida) agilidad, eran ejemplos de lo que ya no tenía permitido hacer.
Ella había fingido no estar de acuerdo con él para que la costumbre no se perdiera, pero muy en el fondo sabía que, por más que lo intentara, ya no podía moverse de la misma forma que antes.
Aunque quedarse quieta tampoco era una opción.
Porque no, esa no era Jinx.
Jinx estaba acostumbrada a saltar de un lado a otro de la habitación, treparse en las vigas, poner en riesgo las cejas y la propia vida en sus trabajos para Silco. Sí, esa era Jinx, la que disfrutaba atemorizando a los matones más débiles del hombre, y escurrirse entre los callejones oscuros para poner a los Vigilantes a pelear entre ellos. No la muchacha debilucha con volumen extra que no podía ni siquiera levantarse del sofá sin meditarlo primero.
Incluso dormir. Mierda. Ni siquiera era capaz de dormir, ni durante el día ni mucho menos por las noches, porque era el momento que Kyan consideraba ideal para recordarle a mamá que seguía con ella.
Una fiesta, la mocosa hacía una maldita fiesta dentro de su vientre.
El problema fue que, de una u otra forma, Jinx terminó acostumbrándose a eso, incluso llegó a encontrarlo reconfortante. Sentir a esa cosita moviéndose dentro de su cuerpo, como si el mundo exterior no le importara en lo absoluto.
¿Cómo iba a preocuparle en algo su entorno a esa bebé? Después de todo, estaba con mamá.
Y nada le pasaría mientras estuviera con mamá.
Pero, al igual que Jinx, Kyan solía cansarse de eso, o bien, simplemente se aburría de hacerlo y, aunque para ella era algo completamente normal, para su madre significaba el fin del mundo. Porque cuando la niña se quedaba completamente quieta, entonces Jinx corría a buscar a Silco (en donde sea que estuviera), para llevarlo a rastras hasta donde el médico se encontrara.
La primera vez que sucedió, Jinx prácticamente lo había arrebatado de entre sueños, porque sí, incluso Silco necesitaba dormir de vez en cuando.
—C-Creo que está muerta… —trastabilló la muchacha con la voz quebrada y las lágrimas deslumbrándole las pupilas—. No se mueve. No se está moviendo. ¡No se está moviendo! ¡Mierda!
Silco se levantó de un salto del sofá donde se había quedado dormido, los ojos desorbitados perseguían la mirada vacilante de Jinx. Tomó a la joven por los hombros y la sentó en el lugar que él había dejado disponible.
Jinx mantenía las uñas incrustadas en su vientre, apenas podía respirar, trataba de inyectar con desesperación el aire en los pulmones, pero su pecho se movía enloquecido a la par de sus pensamientos.
¿Y si… a ella también la había asesinado? ¿Y si, al igual que a sus hermanos, también le había traído mala suerte?
Pero Silco opinaba lo contrario. Recordaba perfectamente las vivencias de la propia Felicia durante sus embarazos, donde más de una vez había experimentado ese miedo irracional a haber asesinado a un bebé que muy seguramente solo se encontraba dormido.
¿Cómo podía explicárselo si la propia Jinx no tenía cabeza para entender de razones en ese momento?
La vista de la joven comenzó a oscurecerse cuando la voz serena de Silco rompió el ruido de su propia respiración.
—Llámala —dijo—. Habla con ella.
Jinx descendió la mirada hasta el hombre que se hallaba de rodillas frente a ella. Sus ojos tranquilos, lejanos al miedo, le transmitieron la misma seguridad, ayudándola a recuperar la compostura poco a poco.
—Traeré agua, relájate, soluciónalo —volvió a decir él—. No dejes que el miedo te domine. Ella sigue ahí.
La muchacha lo observó marchándose a paso pausado, intentó contener la ansiedad creciendo desde la boca del estómago y guardó el aire en los pulmones.
—¿Kyan…? —balbuceó.
Lo que más temía que sucediera, pasó: no hubo respuesta alguna. Se maldijo por comenzar a creer que el anciano estaba equivocado y que, de hecho, sí había hecho algo tan mal que terminó acabando con la vida de esa criatura. De su bebé.
De ese pequeño e inocente ser que no tenía la culpa de que su madre fuera lo suficientemente idiota como para no saber cuidarlo.
¿De verdad la había perdido? ¿Había echado a la basura la oportunidad de conocerla? ¿De observar su rostro, sus ojos, su cabello? ¿De descubrir… si se parecía en algo a él?
Las lágrimas que se había forzado a retener en la comisura de los ojos por fin salieron con la intensidad de una cascada que caía en picada junto con el pesar en su corazón.
—Por favor, niña, no me hagas esto —imploró—. Tienes que estar bien. Por favor… pequeña luciérnaga.
El hilo de voz con el que dejó ir aquella última súplica, la dejó sin fuerza. Había cedido completamente a la voluntad de su hija, dejó caer su cordura totalmente en las diminutas manos de la pequeña cosa que ya se había adueñado de su corazón, al igual que de su vida entera.
Y entonces, volvió a sentirlo. Ese aleteo suave, gentil, como un montón de mariposas revoloteando dentro de su estómago.
Su bebé había vuelto a moverse.
El alma le regresó al cuerpo en cuestión de segundos.
—Pequeña mocosa… —bramó con una sonrisa húmeda—, no… vuelvas a hacer eso.
Era claro que la bebé no alcanzaba a comprender que cuando Jinx pedía al cielo “emociones fuertes” no se refería a eso.
Para lograr mantenerse mínimamente entretenida, Jinx solía ir y venir de La Última Gota. Los matones más allegados a Silco conocían su estado, y tenían órdenes directas del mandamás para mantenerla a salvo.
Jinx lo sabía y, aunque odiaba que Silco la subestimara tanto, solía sacarle provecho a la situación. Los matones no podían ni siquiera mirar de reojo su vientre abultado porque claramente ella lo tomaba como un reto, y no había ser humano en el mundo que fuera capaz de librarse de las balas de Jinx. Sobre todo, si estaba enojada.
Además, sin importar lo que sucediera, a los ojos de Silco, Jinx no era culpable de nada, cualquier idiota que estuviera cerca de ella sí. Y él era muy capaz de hacer adornos de pared con los huesos del infeliz.
—Chross ha seguido haciendo de las suyas —enunció Sevika, entrando a la oficina.
Silco se encontraba sentado detrás del escritorio cuando los papeles que ella lanzó frente a él se esparcieron sobre el mueble. Jinx, por su parte, escuchaba todo desde el sofá con la cabeza echada para atrás en el respaldo. Apenas logrando respirar por la presión que la bebé ejercía sobre sus órganos, y soportando a regañadientes el dolor que la producción de leche había comenzado a dejar en sus senos.
—No tenemos autoridad sobre sus acciones —respondió Silco con voz arrastrada, masajeándose el puente de la nariz.
La muchacha por fin fijó su atención en él. Chross era el líder de los matones que, la noche de unas semanas más atrás, se habían llevado a aquella bebé de ojos dorados que le dejó el corazón hecho trizas.
Jinx tragó en seco. Tenía una sola pregunta en mente, una que la había dejado sin dormir desde entonces.
—¿Qué es lo que hace con ellos? —preguntó—. Con los niños.
Silco y Sevika quedaron en silencio abrupto, compartieron una mirada cómplice e incrédula. Hasta que la mujer decidió tomar la palabra, respirando profundo. Era evidente que el tema no era algo sencillo de digerir, ni siquiera para ella, que parecía no tener corazón a los ojos de Jinx.
—Minas —exhaló y se sentó en la silla frente al escritorio—. Los usan para realizar trabajos en las minas. Ya sabes, cuerpos pequeños caben en grietas pequeñas, exigen menos alimento y evidentemente no pueden revelarse contra sus captores.
Jinx sintió la garganta reseca en cuanto volvió a erguirse, y llevó las manos instintivamente hacia su vientre. ¿Las minas? ¿De qué mierda estaba hablando? Si no era más que una bebé.
Una bebé como la que se estaba formando en su interior. Tan pequeña, tan indefensa, tan inocente, incapaz de entender la crueldad del jodido mundo exterior. Incapaz de defenderse por su cuenta.
Ni siquiera tenía a alguien que la defendiera, que pudiera protegerla.
Sintió una oleada de frío en la espalda, ¿qué sucedería si aquel quimobarón se enteraba que ella tenía una bebé, idéntica a esa, que podía darle una ventaja sobre Silco y sobre la propia Jinx? ¿Qué probabilidad había de que su bebé, su diminuta bebé, corriera con la misma suerte?
No.
No iba a permitir que le pusieran un solo dedo encima.
Nadie iba a tocar a su bebé.
—No van a hacerle daño —aseguró Silco, prácticamente adelantándose a los pensamientos de Jinx—. No tenemos autoridad sobre ellos, pero ellos tampoco tienen derecho a tomar lo que nos pertenece.
Jinx sabía que era bastante capaz de proteger a su pequeña. Era su trabajo, después de todo.
Pero, incluso siendo capaz de meterle una bala en la cabeza a cualquiera que intentara acercarse a ella, no podía evitar sentirse preocupada por aquellos ojitos dorados que había dejado partir a su suerte.
Y por eso, aquella noche, tomó la decisión más estúpida e impulsiva de su vida. Colocó la capa sobre su cabeza, poniendo detallada atención en mantener bien oculto su cabello (algo con lo que cualquiera la reconocería) y su vientre, su única vulnerabilidad.
Se sentía estúpida, pero no quería mantener el insomnio que la preocupación le provocaba. Necesitaba averiguarlo. Necesitaba saber qué era lo que habían hecho con aquella niña.
Tenía que descubrir si al menos seguía con vida.
Porque de nada le servía preocuparse por una chiquilla desconocida, que solo había visto una vez en su vida, y que seguramente ya estaba muerta.
Sevika le había hablado sobre los territorios de cada quimobarón (más por orden de Silco que por propia voluntad), por lo que Jinx sabía bien qué esperar una vez llegara. También le había advertido, más de una vez, que debía pensarlo dos veces antes de meterse en ellos sin compañía.
Pero escuchar a Sevika era una sentencia de muerte para Jinx. Además, ¿quién sería tan estúpido como para meterse en su camino?
Los niños de Chross, como eran conocidos todos los que corrían con la terrible suerte de ser capturados por él, eran cuidados por las pocas mujeres que pertenecían a su séquito de matones. Evidentemente, ni siquiera ellas tenían el corazón suficiente para mantenerlos con vida o con un mínimo de decencia humana.
Muchos de ellos habían logrado ser rescatados por los Firelights, pero entre más niños rescataban, más niños volvían a desaparecer de las calles. Chross lo tomaba como un reto, y quienes pagaban al final eran los más débiles.
A los demás zaunitas no les interesaba mucho, no podían oponerse tampoco, porque entonces sus propias vidas corrían peligro; además, eran niños sin hogar o familia, niños por los que nadie se preocuparía en realidad. Jinx sintió una oleada amarga recorriendo su garganta.
Niños que, como ella, lo habían perdido todo.
Tal vez esa era la razón por la cual sentía la terrible necesidad de saber cuál había sido el destino de aquella pequeña niña de ojos dorados.
Los desafortunados que no eran rescatados por los Firelights, abundaban en las calles. Solían estar sucios, usando ropa vieja y remendada, utilizando cascos necesarios para protegerse en el ambiente hostil de las minas. Todos ellos eran pequeños, pero lo suficientemente mayores como para ser capaces de trabajar.
Todos, excepto ella.
Entre más vueltas le daba al asunto, más preguntas formulaba. ¿Por qué habían decidido llevársela? ¿Y si terminaban descubriendo que no les era de utilidad? ¿Solo se desharían de ella?
Sintió el estómago contrayéndosele y terminó vomitando a un costado del camino.
—Creí que habíamos dejado esto atrás, niña —masculló, limpiándose los labios y tratando de quitarse el sabor amargo de la lengua.
Las náuseas matutinas habían dejado de ser un problema semanas atrás, pero esta vez había sido diferente, no eran debido al embarazo. Jinx estaba angustiada, un sentimiento amargo que apenas había saboreado con anterioridad, y era por aquella pequeña desconocida.
Cuando por fin llegó hasta los callejones oscuros e inhóspitos de dicho territorio, tapizados de chozas insalubres y deterioradas, la preocupación que la había hecho vomitar, se anidó en sus extremidades. Aquella preocupación por su propia bebé era suficiente para manipular su mente.
Aquella preocupación que nacía de ese asqueroso instinto materno.
Que la estaba obligando no solo a poner todos sus sentidos en alerta para proteger a su hija, también a ir en busca de la bebé que por alguna razón no podía sacar de sus pensamientos.
¿Cómo alguien así de débil podía sobrevivir a las profundidades de Zaun completamente sola?
Los niños dormían en grupos dentro de las chozas, se hacían compañía y guardaban calor en las noches más heladas. Jinx se sentía abrumada, todo eso siempre estuvo bajo sus narices. De un momento a otro, recordó a Violet, y lo molesta que seguro estaría con todo eso, pero ella no estaba más ahí.
Y Jinx no era como ella.
Cuando las miradas curiosas de los niños estuvieron a punto de hacerla volver por donde había llegado, escuchó un chillido agudo, proveniente de una de las chozas más ocultas entre los callejones. El único chillido infantil que alcanzó a distinguir en toda la penumbra del lugar.
Justo ahí, sobre un montón de mantas acolchadas, remendadas y llenas de polvo, se encontraba ella. Esa adorable mocosa de ojos dorados y nariz enrojecida por el llanto.
Parecía más cansada de lo que debía estar, sus puños pequeños y de agarre débil se aferraban con desesperación a las mantas, tratando inútilmente de que eso le diera algún tipo de seguridad o consuelo.
Jinx se acercó con lentitud, asomando la cabeza por encima de ella, tratando de que su barriga no le estorbara demasiado, ya que aún no terminaba de acostumbrarse al espacio extra que ocupaba al realizar cualquier acción.
—Sigues viva, mocosa —murmuró, dibujando una sonrisa aliviada.
En cuanto escuchó su voz, la niña cesó su llanto para observarla, sus profundos ojos ámbar se fijaron en Jinx, como si en todas esas semanas en las que había estado ahí, ni siquiera le hubieran dirigido la palabra, como si no hubiera tenido ni un solo gramo de contacto humano.
Jinx inclinó más la cabeza hasta que una de sus trenzas cayó sobre el rostro de la niña, las cosquillas que eso le ocasionó terminaron por hacerla estornudar. Jinx sonrió burlona y acarició su nariz para ayudar a aliviar el malestar, la pequeña sonrió de vuelta, enrollando sus deditos en la trenza de la muchacha.
La niña ladeó la cabeza, prendándose a la sonrisa de Jinx. Había quedado completamente cautivada.
Su estómago diminuto soltó un gruñido y terminó frunciendo los labios.
—No, no, no, no, espera.
Y comenzó a llorar.
—Mierda.
La bebé agitó sus manos con desesperación, llevándoselas a la boca junto con su trenza.
—Carajo —se quejó Jinx, con ligero desagrado—. No, no hagas eso.
Era evidente que la pequeña tenía hambre y Jinx lo sabía.
Ese asqueroso instinto burbujeaba dentro de su pecho, la movía, estaba impulsándola a hacer algo al respecto. La forzaba a tratar de calmarla para que dejara de llorar, para evitar su malestar, esa horrible sensación de vacío en el estómago que claramente la niña no alcanzaba a comprender.
Lo único que la bebé sabía era que tenía hambre, que una de sus necesidades básicas tenía que ser atendida y que la única persona que había tenido la decencia para acercarse a ella, después de un buen rato de haber llorado, la miraba como si de verdad pudiera ayudarla.
Y lo único que Jinx sabía era que no podía, por ningún motivo, dejarla morir de hambre.
No quería que muriera. No iba a permitirlo.
Tomó a la pequeña por debajo de los brazos, colocándola frente a su rostro. Analizó su carita arrugada por el llanto, la nariz húmeda, los labios temblorosos, y el cómo la niña se encogió entre sus manos, pareciendo más pequeña de lo que era. Mientras mantenía su agarre firme al cabello de Jinx.
La niña intentó impulsarse hacia el frente, lo que provocó que la muchacha terminara acunándola en sus brazos para que no terminara provocando su propia caída al suelo; con más energía, seguro esa bebé hubiese sido un torbellino en miniatura.
En cuanto la pequeña sintió su abrazo, se pegó a su pecho, buscando con desesperación, y por mero instinto, lo único capaz de saciar su apetito.
Jinx permaneció inmóvil, su ansiedad incrementó cuando notó que la pobre bebé, al no encontrar manera alguna de alimentarse, lloró con mucha más fuerza, casi cambiando el color de su cara, y se agitó violentamente en sus brazos, como si le recriminara que no fuera capaz de entenderla.
Kyan, que había permanecido inmóvil hasta ese momento, le dio una patada con fuerza a su madre. Jinx hizo una mueca de dolor, por un segundo olvidó que, con treinta semanas, los pequeños parásitos como ella, pateaban mucho más fuerte, y dolía más.
—Ya sé, bicho —se quejó Jinx—. Pero no puedo hacer nada por ella, su madre no soy yo.
La niña soltó un grito agudo que perturbó la poca tranquilidad que Jinx conservaba, y Kyan se agitó frenética dentro de ella. Jinx podía sentir la histeria al borde de la garganta, estaba dispuesta a gritar de desesperación, y salir corriendo, pero ¿dejarla ahí? Nadie había llegado por ella, nadie ni siquiera se había tomado la molestia de ir a verla para calmar su llanto, lo que indicaba que seguramente ni siquiera les interesaba si simplemente moría de hambre.
Pero Jinx no podía dejarlo así. Después de todo, ella era una futura madre en espera de su bebé, y esa niña era una bebé a la que le hacía falta una madre.
Tal vez, incluso, una madre como ella.
Así que, con la poca delicadeza que era capaz de ofrecerle a esa criatura, la pegó a su pecho desnudo, permitiendo que la naturaleza siguiera su curso. Porque ninguna madre en el mundo sería capaz de dejar morir de hambre a un bebé indefenso. Ni siquiera una criminal como ella.
La pequeña se aferró a su pecho con una desesperación incomprensible por la propia Jinx, ella ni siquiera sabía lo que estaba haciendo, actuaba por instinto, casi en automático. Podía escuchar los dulces sonidos con los que la bebé mermaba su hambre, aprisionando sus dedos contra el pecho de la joven, manteniéndolos tensos y enroscados, posiblemente por el estrés de haber pasado días sin ese contacto humano, sin ese calor, sin ese abrazo.
Porque seguramente las mujeres que cuidaban de los niños apenas y la alimentaban, seguramente ni siquiera se tomaban el tiempo de asegurarse que comiera bien y, de no ser por Jinx, esa misma noche ella hubiera muerto ahí.
La niña intentó soltar un quejido, tratando de reacomodarse en los brazos de Jinx, la joven pinchó su mejilla con suavidad, su piel suave y sus mejillas regordetas le hicieron vibrar el corazón. La pequeña levantó la mirada, sonriéndole, aún con sus labios ocupados.
No había manera de dejar esos enormes, curiosos e indefensos ojos dorados a su suerte en ese lugar.
Porque seguramente ella estaba tan sola como Jinx.
Chapter Text
Silco no estaba feliz, nadie lo estaba. ¿Cómo podrían estarlo si después de horas sin rastro de ella, y un montón de hombres buscándola, Jinx decidió aparecer en la puerta de la oficina como si nada?
Estaba completamente empapada, el agua le escurría del borde de la capa, los pies ahogados dentro de las botas, encharcando sus pasos sobre los tablones de madera. Mantenía los brazos dentro del abrigo, como si se abrazara a sí misma, castañeaba los dientes por el frío y la humedad, pero nunca hizo algún movimiento para sacarse la ropa mojada de encima.
—¿Dónde carajo estabas?
Silco se postró frente a ella, estático y erguido, demostrando su autoridad. Golpeaba el suelo mojado con la punta del zapato.
—¿Tienes idea del tiempo que te hemos estado buscando? —volvió a decir, esta vez elevando el tono de voz al acercarse a ella.
Jinx odiaba que la riñera, sobre todo frente a Sevika, era obvio que exageraba con su preocupación, porque, incluso embarazada, ella sabía cuidarse sola. Antes de que pudiera siquiera abrir la boca para excusarse, el pequeño bulto de carne entre sus brazos se retorció con un quejido agudo y dulce, al menos para los oídos de la muchacha.
Sevika se puso de pie desde el sofá en un solo movimiento, capturando la mirada fija, y evidentemente atónita, de Silco. El hombre estiró el brazo hasta Jinx, sacando con la punta de los dedos la capa de encima de los hombros de la muchacha.
Sevika se tragó una maldición y Silco permaneció inmóvil en cuanto descubrieron a la bebé tratando de acomodarse entre los brazos de Jinx. Sevika descendió la mirada hasta el vientre de la muchacha, que permanecía tan abultado como en los últimos días, no había manera de que hubiese dado a luz recientemente.
La bebé se encogió, casi volviendo a una posición fetal para almacenar mayor calor en su diminuto cuerpo, frunció el ceño y los labios, resintiendo el frío inminente. Jinx había logrado protegerla de la lluvia, brindándole su propio calor dentro de la capa, pero sin ella, era obvio que el ambiente gélido iba a perturbar su sueño tranquilo.
La bebé abrió los ojitos somnolientos, aún con la mueca disgustada, cuando por fin pudo fijar la vista borrosa por el sueño en el rostro de Jinx, contorneado por esa melena azul brillante, suavizó su gesto para dibujar una sonrisa inocente. Llevó una de sus manitas entre sus labios, succionando ansiosamente, mientras con su mano libre buscó aferrarse al escote de la muchacha.
Jinx buscó sacar la mano de la niña de su boca con la mayor delicadeza que pudo, pero ésta parecía aferrada a dejarla ahí, volvía a introducirla con movimientos torpes e inocentes, desesperada y dispuesta a protestar en caso de que la joven quisiera volver a quitársela.
—¿De dónde carajo salió? —inquirió Silco, saliendo del ensimismamiento. Jinx arrugó la nariz y desvió la mirada, tratando de evitar la pregunta todo lo que pudo—. ¡JINX!
La joven se encogió de hombros ante la impaciencia del hombre, contrajo los labios tratando de mostrarse menos preocupada.
—Chross… —respondió.
—Me estás jodiendo —intervino Sevika—. Te advertí que no te metieras con ellos, niña idiota.
—Cierra la puta boca —vociferó Jinx—. Como si alguna vez, en toda mi jodida vida, te hubiese escuchado.
—Hurtaste a un niño de Chross —Silco volvió a tomar la palabra antes de que las dos comenzaran una pelea—. ¿En qué estabas pensando? Te dije que, si nosotros no tomábamos lo suyo, ellos no tomarían lo nuestro.
Jinx sintió un escalofrío, sabía en lo más profundo de los huesos que cuando Silco hablaba de “lo nuestro” se refería a Kyan, a mantenerla a salvo a ella, pero… dejar a esa pequeña niña indefensa, morir de inanición tampoco era una opción viable.
—Ni siquiera notarán su ausencia —replicó—. Estaba olvidada en una choza derrumbada, de no haber sido por mí habría muerto.
—¡Pues debiste dejar que muriera! —añadió Sevika—. ¿Sabes en qué jodido problema nos acabas de meter?
La joven frunció el ceño, molesta, y observó a Silco, él parecía estar de acuerdo con su compañera, pero a Jinx no le cabía en la cabeza que él no la apoyara en esto y se pusiera del lado de la ogra.
Tenía que ser porque los dos ya eran viejos. Debía ser la edad o algo así.
Sí, admitía que en tiempos mejores habría hecho justo lo que Sevika dijo: dejar a esa bebé morir ahí, en primera instancia ni siquiera la habría ido a buscar, tal vez ni siquiera se hubiera enterado de su existencia.
Pero esta vez las cosas eran distintas, su rebeldía no había desaparecido, pero el embarazo la ablandó, la volvió estúpidamente emocional.
Tal vez en otra realidad su ser oscuro y perturbado la pudo haber dominado a pesar de sus circunstancias, pero en ésta, Jinx permanecía al borde, entre el deseo ferviente por derrocar al corrupto gobierno de Piltover y el instinto que la forzaba a poner algo más por encima de sus objetivos.
Ese era el problema, su estúpida conciencia. Hasta ese momento había sido más fácil solo ignorar sus emociones, denominarse a sí misma una maldición y fingir que ni siquiera su propia vida le importaba un centavo.
Pero ahora ahí estaba, frente a Silco, con dos niñas cuyas vidas le importaban más que la suya.
Más de lo que le hubiera gustado aceptar.
—¿Notaron que fuiste tú? —volvió a preguntar Silco.
Jinx levantó la mirada con una chispa de esperanza en los ojos.
—No —respondió—. Nadie me vio. Estaba sola, te lo juro.
Silco se dejó caer sobre la silla, masajeándose el puente de la nariz, resignado.
—Es todo, llévala a dormir —dijo, capturando la mirada atónita de Sevika—. Es obvio que tiene hambre, por cierto.
La pequeña había comenzado a succionar las ropas de Jinx, dejando un rastro de saliva por todo su escote.
—Pero si acabo de- —trató de articular la joven, separando a la niña de su cuerpo para sostenerla frente a su rostro, la pequeña encogió las piernas, quedando hecha una diminuta bola de carne. Sonrió con los ojos cerrados y bostezó, llevándose nuevamente las manos a la boca.
—Por su tamaño no debe tener más de uno o dos meses de nacida —analizó Sevika—, así que estará jodiéndote cada dos horas.
Jinx permaneció pensativa, asombrada de cierta manera, un poco por lo que acababa de descubrir, y que seguro le funcionaría saber una vez Kyan naciera, y un tanto más porque Sevika supiera esa información.
—Oh…
No apartó la mirada de la niña que poco a poco parecía estar más desesperada al no encontrar cómo saciar su apetito. Iba a llorar en cualquier momento, y algo en Jinx la estaba empujando a hacerse cargo de eso.
—¿Has estado alimentándola tú? —cuestionó Silco, ligeramente asombrado por el instinto materno que la muchacha había terminado por desarrollar en el transcurso del embarazo.
Jinx asintió en silencio. La niña empezó a emitir sonidos tenues, anunciando su llanto repentino, provocándole un escalofrío a Sevika.
—¡Llévatela antes de que empiece a llorar! —gruñó—. Detesto a los mocosos, son ruidosos, malolientes, malcriados y, mierda, ahora tendremos dos.
Jinx sonrió con cierto placer. Al menos su nauseabundo acto de bondad había traído algo bueno con él.
La pequeña volvió a quejarse, estirando las manos en dirección al rostro de Jinx, la joven salió de la oficina con la niña todavía a un brazo de distancia.
—Sabes que traerá problemas —enunció Sevika una vez Jinx cerró la puerta a su espalda.
—Tu trabajo es evitarlo —respondió Silco, inclinándose sobre el escritorio para disipar el dolor de cabeza al masajearse la sien—. No va a soltarla, se encaprichó con ella.
—Esa mocosa no tiene edad para recordar nada de esto, si le pasamos el problema a alguien más, esto nunca habrá pasado.
—Hablo de Jinx. —Silco observó detenidamente hacia la puerta—. Ella ha adoptado un papel que no le corresponde con respecto a esa niña. No va a dejarla ir con tanta facilidad.
—Debes convencerla. Ella no puede-
—Ya lo sé —interrumpió él—. Pero, por ahora, esa chiquilla matará a cualquiera que intente arrebatársela de los brazos.
Y que Jinx fuera tan salvaje cuando se trataba de cuidar a los suyos ahora representaba un problema.
La habitación se notaba más oscura, la iluminación no había cambiado ni un poco, pero en cuanto Jinx tropezó con un pedazo de chatarra que estaba tirado en el suelo, y tuvo que hacer todo lo posible para no caer, manteniendo a la niña a salvo contra su cuerpo, entendió que debía hacer algo al respecto.
Ya no era la habitación de una sola persona, ahora eran dos, pronto serían tres, y tener a dos seres diminutos y malolientes correteando por todo el lugar, con todos esos artefactos punzocortantes, pesados, potencialmente mortales, sin mencionar la caída al vacío sin ningún tipo de barandilla protectora…
Sí, no era la mejor de las ideas.
—Supongo que tengo que arreglarlo —admitió. Su voz capturó la atención de la bebé en sus brazos que la miró con cierta curiosidad. Jinx sonrió divertida ante el gesto consternado de la niña—. A ti no, pequeña bola de carne, tranquila. —Acarició desde sus cabellos hasta rozar su barbilla diminuta—. No lo necesitas. No te hace falta nada. Ya eres perfecta.
La niña se acurrucó contra su pecho, aliviada, restregando la nariz contra sus ropas.
Claro, tenía hambre.
¿Cómo lo sabía? No tenía idea. Tal vez el dato que Sevika le proporcionó había sido de ayuda, pero nunca lo aceptaría en voz alta.
Se sentó al borde de la cama, colocando a la pequeña recostada en la hendidura al medio de su brazo, guiándola con cuidado hasta su pecho. La niña suavizó el ceño de inmediato, relajando las extremidades.
Esa era la parte que Jinx no alcanzaba a comprender. Su bebé, su verdadera bebé, estaba creciendo dentro de su estómago, se alimentaba de lo que ella comiera (tal y como lo había estudiado en todos los libros que Silco había conseguido para ella). Si era así, entonces, ¿cómo supo qué hacer cuando vio a esa bebé muriéndose de hambre por primera vez?
Una bebé que no era del todo suya.
Y justo en ese momento, el calmar el hambre de la pequeña le daba satisfacción a la propia Jinx, sentía una tranquilidad inexplicable. Los sonidos suaves que la bebé hacía al succionar eran una melodía pacificadora para su corazón indomable y ansioso.
De haber sido por ella, se habría quedado así toda la noche, pero pronto una idea disparatada surcó su cabeza y no la dejó en paz.
—Supongo que sí te hace falta algo después de todo, algo que debemos arreglar pronto —dijo, pero la niña ni siquiera abrió los ojos, ella seguía apaciguada tratando de saciar su hambre. Jinx delineó dulcemente la punta de su minúscula nariz con la uña—. Un nombre…
Nada. Ningún movimiento de respuesta, ni siquiera una mirada de reojo. Jinx estaba siendo brutalmente ignorada.
—Supongo que mientras tengas comida y algo que te abrigue, a ti no te importa nada, ¿eh? —se quejó.
La niña sonrió, pero Jinx no pudo evitar sentir que se estaba burlando de ella.
—No te va a responder.
Silco entró a la habitación a paso lento, no estaba acostumbrado a esperar afuera porque Jinx no solía abrirle la puerta. Nunca.
—Ya sé que no —replicó la muchacha—. Pero creo que me entiende, y se burla de mí.
Silco no alteró su gesto adusto, no era su costumbre sonreír por los chistes de Jinx, por más malos que fueran. Colocó una bolsa de papel a su lado y trató de retirarse sin llamar la atención.
—¿Eso qué es? —inquirió Jinx, inundada de curiosidad.
Silco se detuvo en seco, todavía dándole la espalda, y respondió con voz amarga.
—Un recuerdo. De tu madre. Me atrevería a decir que su favorito.
Siguió su camino sin siquiera detenerse a observar el gesto confundido de la menor. Jinx hizo maniobras para lograr tomar el contenido de la bolsa sin perturbar la tranquilidad de la bebé a la que seguía amamantando.
Era un vestido de Felicia, amarillo pálido, claramente usado cuando estaba embarazada porque la costura que llevaba en la cintura permitía una caída mucho más amplia en la zona del estómago.
Seguramente su madre lucía hermosa con él. Y ahora… era suyo.
La bebé por fin se despegó de ella, sacándola de sus pensamientos, Jinx dejó el vestido sobre el colchón y reacomodó a la niña de manera que su cabecita quedara recostada sobre su hombro.
No dejaba de mirar el vestido, tenía una extraña sensación de nostalgia atorada en la garganta, el olor que recordaba de su madre pronto inundó la habitación y sus ojos se llenaron de lágrimas.
Sintió a Kyan pateándola, había estado percibiendo sus movimientos, sobre todo cuando estaba discutiendo con Silco y Sevika horas atrás, pero después de eso, y mientras alimentaba a la otra niña, su bebé había permanecido tranquila, posiblemente por la misma razón que la bebé en sus brazos.
Ambas se sentían a salvo siempre y cuando estuvieran con ella.
Pero esta vez, Kyan podía sentir las emociones confusas de mamá, y no le gustaban.
Jinx secó sus lágrimas y llevó su mano libre hasta su estómago. La bebé en su otro brazo se retorció por incomodidad, pateando débilmente su vientre abultado. Jinx volvió a tomar asiento, esta vez apoyándola sobre sus piernas. La bebé, al intentar regresar a su posición antigua, se aferró a las ropas de Jinx, colocando su manita sobre su vientre.
Ante el tacto cálido el interior de la muchacha revoloteó como un montón de mariposas aleteando violentamente, la bebé claramente sintió algo peculiar porque abrió los ojos mucho más y fijó la vista en ella.
—Supongo que es su manera de presentarse —sonrió Jinx y colocó su mano sobre la de la niña—. Ella es Kyan. Y tú…
La muchacha se quedó en silencio, miró a su costado el vestido que todavía emanaba la presencia de su madre, y dibujó una sonrisa nostálgica, acariciando la mejilla de la pequeña, prendándose a sus preciosos ojos dorados.
—Tú… serás Isha.
La bebé sonrió, como si estuviera consciente de lo que acababa de suceder. Una lágrima fugaz cayó sobre la mejilla de la pequeña, pero Jinx no dijo nada más.
La recostó sobre la cama mientras se cambiaba de ropa, porque había estado soportando las ganas de por fin verificar que el vestido le sentara bien. Observó a la niña, y sintió a Kyan moviéndose eufórica en su interior.
Justo cuando esperaba poder dormir un poco.
Y, aunque intentó recostarse a dormir junto a la pequeña, poco tiempo después de hacerlo, escuchó ruidos desde los ductos de ventilación. Su primer impulso hubiera sido el de disparar para deshacerse del intruso, hasta que recordó que Ekko había tomado la maldita costumbre de entrar a hurtadillas a la habitación para dejar cosas que su bebé (su verdadera bebé) podría necesitar, y analizó lo fácil que sería dejar a Kyan sin su padre con un solo disparo.
No quería cargar con la culpa, y menos por ese idiota.
Se levantó con cautela y colocó a Isha en la cama, envuelta con las mantas, lo suficiente como para que no se notara a simple vista, cargó su arma y siguió el sonido de los pasos hasta que descendieron frente a ella.
Cuando elevó la pistola hasta el rostro del sujeto, se paralizó, estuvo a nada de dispararle… al idiota de Ekko.
—¿Esto será una costumbre entre nosotros? —inquirió Jinx, ligeramente molesta.
—Si me recibes de esta manera, lo dudo —respondió el otro con sorna.
La muchacha bajó el arma, y puso los ojos en blanco.
De todos los idiotas de los que pudo haberse embarazado, escogió al más idiota.
—¿Qué es lo que quieres? —bramó.
Ekko guardó silencio unos segundos, intentó dar un paso al frente, pero Jinx se colocó inmediatamente en su camino. Lo último que quería era dar explicaciones de porqué tenía un bebé ajeno en su habitación.
—Hay rumores —respondió por fin Ekko—. Dicen que Piltover alargará el toque de queda, y parece que ahora quieren extraer materiales de las minas-
—Eso no es nuevo —intervino Jinx, dándole poca importancia.
—Usando niños —volvió a tomar la palabra Ekko—. A nuestros niños. Niños zaunitas.
Jinx frunció el ceño, y desvió discretamente la mirada en dirección a donde Isha dormitaba. Recordaba perfectamente el lugar de donde la había sacado.
—Eso tampoco es nuevo —añadió con cierto pesar.
—Jinx —Ekko por fin reafirmó su postura frente a ella—. Esta vez no serán niños de la calle o sin hogar. Se rumora que… tienen planeado reclutar niños de cualquier familia zaunita al azar para usarlos a su favor.
Jinx se tambaleó dando un paso hacia atrás, Ekko se apresuró a tomarla por la muñeca para evitar que cayera al suelo. Era evidente que había entendido el mensaje: la niña en su vientre se encontraba en peligro.
—No pueden llevársela —balbuceó la joven—, simplemente no pueden hacerlo, es muy pequeña, ¿de qué les serviría?
—Mi… gente cree que no piensan usarlos para eso, que el rumor es alguna especie de distracción, que-
—Que tienen planeado algo peor para ellos o simplemente lo harán para hacernos flaquear —terminó Jinx, dejándose caer en el taburete a su lado—. Me estás jodiendo… ¿cómo carajo pudieron llegar a ese nivel?
Ekko se aproximó hasta ella con cautela, actuando por impulso más que por lógica, movido por el instinto paterno que lo forzaba a proteger a la persona que más detestaba en el mundo solo porque cargaba dentro de ella a su bebé.
—Comenzarán a hacer redadas dentro de poco —dijo—. Mientras no des a luz, ellos no tendrían porqué notarte. Nos quedan pocos días con esa ventaja.
Jinx tragó en seco, le preocupaba su bebé, claro, pero cuando hablaba de “llevársela” en su mente también estaba Isha. ¿Cómo podría protegerlas a ambas?
Tal vez necesitaba más ayuda de la que le hubiera gustado aceptar.
—Ekko…
Pero… después de todo lo que pasó, ¿cómo podría…?
El muchacho la miró, esperando escuchar lo que tenía para decir, pero Jinx solo se tragó sus palabras, sin poder verlo siquiera. Ekko se agachó a su altura.
—Ella estará bien —le aseguró.
Su voz serena, casi sin el odio natural que él tenía para dirigírsele, le hizo vibrar el pecho. Kyan notó inmediatamente la presencia de su padre y comenzó a brincotear en el vientre de mamá.
Los movimientos suaves y delicados fueron interceptados por Ekko que, dudoso, elevó la mano cerca del vientre de Jinx y, al notar que la joven solo asintió en silencio, terminó por tentar su piel, dibujando una sonrisa cálida al sentir las pataditas de la bebé que parecía reconocer el sonido de su voz.
Él estaba totalmente enamorado de esa pequeña.
—Nuestra hija… —murmuró, apenas audible para ambos—. Ellos no se llevarán a nuestra hija.
Jinx lo observó en silencio.
Un sonido agudo, no lo suficientemente lejano, interrumpió aquel encuentro. La pequeña Isha se había comenzado a revolcar entre las mantas, quejándose para llamar la atención de Jinx. Sus sonidos aún eran tenues, lo suficiente para disimularlos.
Ekko se levantó de golpe, no había alcanzado a distinguir del todo el llanto de la niña, pero tenía una idea vaga, y le parecía simplemente imposible. No podía haber escuchado lo que creyó haber escuchado. No tenía ningún sentido.
Jinx se irguió, posándose de nuevo frente a él antes de que intentara siquiera buscar el origen del llanto.
—Ya vete —ordenó.
—Pero-
—¡Largo!
Ekko solo retrocedió, consternado y ofendido. Y volvió por donde había llegado, justo cuando Isha comenzó a llamar a Jinx entre sollozos mucho más fuertes y sofocantes.
Había pasado toda la noche en vela, no podía sacarse de la mente a Piltover y cómo su desquiciado gobierno simplemente estaba buscando subyugarlos más. Nadie en Zaun tenía mucho que perder, pero Jinx sí, pronto tendría dos niñas que dependerían de ella totalmente y no quería que simplemente se las arrebataran de los brazos.
—Tienes trabajo que hacer niña, ¿qué haces ahí perdiendo el tiempo?
Sevika entró dando pasos pesados a la habitación, azotando una nueva caja de chatarra sobre la mesa de trabajo. El estruendo despertó a la pequeña que estaba aferrada a ella, y el susto la hizo llorar aterrada. Jinx se sentó al borde de la cama, acunándola en sus brazos para mecerla y lograr calmarla, mientras asesinaba a Sevika con la mirada.
—Lárgate antes de que decida que te verías mejor con un solo ojo —amenazó la joven, pegando a la niña a su pecho.
La bebé se prendó a su seno, pero mantenía el ceño todavía fruncido con el terror en su diminuto pecho tratando de sacarle el corazón. Jinx intentó tranquilizarla acariciando sus cabellos suaves, hasta que la niña logró suavizar su gesto una vez enredó sus deditos curiosos en la trenza de la muchacha.
Justo igual que la primera vez.
Jinx sonrió, enternecida y aliviada de que su temor se hubiese disipado.
—Te gusta mucho, ¿eh? —dijo—. Aunque admito que mi cabello es increíble, no comprendo porqué te gusta tanto.
—Porque así era el de su madre.
Silco entró sin hacer demasiado ruido, había visto a Sevika salir como un rayo y se imaginó lo peor. Al principio quedó ensimismado, por un segundo creyó haber visto a Felicia, cargando con su diminuta Violet cuando estaba embarazada de Powder, pero fue solo su imaginación, y aquel vestido que le había regalado a Jinx, jugando con él.
Era la viva imagen de su madre.
—¿De qué mierda hablas? —inquirió Jinx.
Una parte de ella se sentía un poco rota por la mención de la existencia de la madre de Isha, que había estado tratando de ignorar durante esos días.
Silco dio un paso al frente, estirando hasta ella un mechón de pelo atado con un listón rojo. Los cabellos azules de un tono más oscuro que el suyo, lacios y, sorprendentemente, todavía brillantes.
—Envié a mis hombres a ese lugar para que encontraran algo que pudiéramos usar a nuestro favor en caso de ser necesario —siguió él, después de que Jinx tomara el ramillete de cabello con su mano libre—. Encontraron los cuerpos en estado de descomposición, esa fue la única prueba que pudieron traer.
Jinx sintió el vómito en la garganta. Intentó articular alguna palabra, pero le fue imposible. ¿Estaba diciéndole que la niña, que ahora se alimentaba de su pecho, no solo la estaba viendo como una fuente de alimento (cómo ella misma se había catalogado), sino que, en verdad, la veía como su madre?
Esa pequeña había pasado por tanto que lo único que recordaba era el color del cabello de su madre, así que, en cuanto notó el parecido con el de Jinx ella simplemente la asimiló como eso.
Para esa bebé, Jinx era su madre y siempre había sido así.
Eso explicaba porqué necesitaba estar con ella todo el tiempo, porqué su abrazo la tranquilizaba, y porqué no quería estar en otro sitio que no fuera en los brazos de Jinx.
—No es conveniente que la conserves —dijo Silco por fin—. La situación con ella es distinta, Chross-
—No voy a devolverla, mucho menos ahora —aseguró la joven—. No ahora que sé que ella me está confundiendo con su madre.
—Pero no eres su madre, Jinx —Silco intentó objetar.
—Ahora lo soy.
Su mirada altiva se clavó en él, sin una pizca de temor o duda.
—Isha se quedará conmigo —volvió a asegurar, enfatizando el nombre de la pequeña.
—¿Quién…?
—Isha —volvió a decir—. Su nombre es Isha. Y ella es mía.
Silco sintió como el aire se le escapaba de los pulmones, en su mente solo corría el recuerdo de cuando ella, siendo la pequeña Powder (que apenas podía hablar o pronunciar pocas palabras) llamaba a su madre.
—Felicia, de nuevo esa horrible canción —se quejó Silco desde la barra del bar, intentando terminar con sus anotaciones.
—A las niñas y a mí nos encanta, acostúmbrate —respondió la mujer, sentándose junto a él, mientras Violet y Powder corrían para abrazarse a sus piernas.
Tan pequeñas, que la niña de cabello añil apenas y podía caminar.
—¡Felicia! —imitó la pequeña Violet después de haber escuchado a Silco quejándose—. ¡Felicia! ¡Felicia!
—No, Vi. Tú llámame “mamá” —suplicó la mujer.
Pero ninguna de sus hijas se atrevió a escucharla.
—¡Isha! ¡Isha! —secundó la diminuta Powder, quien no podía terminar de pronunciar las palabras por completo, no como su hermana mayor.
Felicia sonrió enternecida y resignada, dándole un beso en la frente a ambas.
Porque adoraba a sus hijas más que a nada en el mundo.
Silco tragó en seco.
—Kyan es por la piedra preciosa favorita de mamá —continuó Jinx, con un tono de voz más suave—. Y bueno, Isha…
—Lo sé —se adelantó a decir Silco.
—Así puedo estar más cerca de ella… Para poder ser como ella.
—Lo serás. Tal vez incluso mejor, precisamente porque eres su hija.
Y salió de la habitación, con la nostalgia quemándole la garganta.
Jinx observó a Isha entre sus brazos, había dejado de comer, ya estaba dormida, o al menos eso intentaba, su manita todavía aferrada a su trenza azul. Luego observó el mechón de cabello que Silco había dejado en su mano. A quien fuera que hubiese pertenecido, seguramente habría muerto de la forma más angustiante posible, al ver a su hija siendo arrebatada de su lado, al no saber el destino que le deparaba, al haberle fallado como madre y cuidadora.
Pero Isha ahora se encontraba bien, Jinx la mantendría a salvo porque, incluso si solo era una confusión peculiar por parte de una memoria infantil, Jinx lo había sentido desde el primer segundo en que la vio a lo lejos.
Isha era suya, y ella era su madre.
Notes:
Les dejo un fanart que mandé a hacer de esa última escena donde Jinx se acepta como la madre de Isha
Chapter 6: VI. Cornalina
Chapter Text
Durante los últimos días, las calles de Zaun se habían llenado de Vigilantes que, para comenzar con las redadas, alargaron el toque de queda establecido. Cualquiera que no acatara esa "simple" regla era castigado, algunos eran llevados a Stillwater, otros golpeados y despojados de sus pertenencias, y a otros los seguían hasta sus hogares en donde les arrebataban a sus hijos.
La Ciudad Subterránea poco a poco se convertía en un campo de batalla, los zaunitas no se quedaban con los brazos cruzados, pero los Vigilantes los superaban en número, fuerza y armamento, así que, día tras día, se encontraban cuerpos inconscientes en las calles, mal heridos o, incluso, muertos.
El número de niños "reclutados" por Piltover aumentaba con los días, las madres desesperadas buscaban a sus hijos tratando de atravesar los límites de la ciudad, pero no tenían oportunidad alguna contra las defensas de la Ciudad del Progreso y su ejército cuidadosamente mezclado entre soldados piltillos y noxianos, que no se tentaban el corazón ante la crueldad de sus acciones.
Frente a todo el caos, el pueblo zaunita comenzaba, desesperadamente, a buscar una nueva esperanza que los orientara a enfrentar la represión que Piltover estaba ejerciendo sobre ellos. Tenían varias opciones, cada una peor que la anterior, y entre ellas se encontraba Silco.
Silco no era un héroe, tampoco un salvador, era un hombre con intereses propios que saltaban a relucir cuando se trataba de Jinx. Mantenía a los quimobarones a raya, conservando medianamente la paz en Zaun, pero no se metía en sus intereses, porque sabía que de hacerlo terminaría afectando los propios.
También controlaba la expansión y fabricación de Brillo, y mantenía experimentos ocultos con éste de la mano de Singed, su científico loco de cabecera. Lo suficientemente poderosos como para darle alguna ventaja sobre Piltover en caso de que la guerra por fin sucediera.
Jinx era consciente de eso y prefería no intervenir, no le interesaba de cualquier manera, mientras Silco no se metiera en sus asuntos, ella no se metía en los suyos.
Los asuntos de Jinx solían abarcar únicamente la creación de armas, o jugar un poco con los Vigilantes que se querían pasar de listos al pisar el territorio del viejo. También solía mantener a raya a los Firelights de las fábricas y cargamentos de Brillo para evitar percances que afectaran los intereses de Silco.
Pero, ahora, los asuntos de la muchacha habían virado abruptamente, porque su total atención estaba fijada en permanecer con vida para proteger a Kyan y mantener a Isha a salvo.
Y estaba muy bien con eso.
Esa tarde no había sido diferente, Jinx se encontraba recostada sobre la cama, manteniendo a Isha pegada a su cuerpo, alimentándose de su pecho mientras acariciaba sus cabellos castaños y tarareaba aquella dulce melodía que su madre le había enseñado alguna vez.
Querido amigo, al otro lado del río...
Una tonada dulce y melancólica que atraía recuerdos dolorosos a su memoria. El cómo todo era perfecto antes de que la primera guerra contra Piltover sucediera, antes de perder a sus padres. Y cómo después de eso todo fue yéndose a la mierda poco a poco, sobre todo después de perder a sus hermanos y terminar encerrada en Stillwater durante seis años.
Sintió un escalofrío que la hizo detener por un segundo el tarareo en su garganta. La bebé en su vientre se agitó con fuerza, pateándola con entusiasmo, como si le estuviera exigiendo a su madre no detenerse.
Jinx desvió su tacto de la cabecita de Isha hasta su vientre de poco más de treinta y tres semanas. De pronto había pasado de perderlo todo a tenerlo absolutamente todo justo ahí, con ella.
Mis manos están frías y desnudas...
Isha aferró con torpeza sus dedos a las ropas de Jinx, mientras Kyan mantenía ese movimiento constante que le indicaba a su madre que había despertado de su siesta de diez minutos y que no pensaba retomarla en un buen rato.
Querido amigo, al otro lado del río, me llevaré lo que puedas darme...
Sonrió, soltando un resoplido de resignación. Toda la energía que ella alguna vez había tenido ahora le pertenecía a su hija, pero no le importaba en lo absoluto, Silco se lo había hecho ver de una manera distinta cuando le dijo que estaba cansada todo el tiempo porque había una vida formándose en su interior y eso requería energía.
Una vida. ¿Realmente podía crear algo tan maravilloso después de haber causado tanto daño a su familia? ¿En serio lo tenía permitido?
El corazón de Jinx se llenó de una emoción extravagante, peculiar. En el fondo deseó fervientemente permanecer en ese instante para siempre, porque no había lugar más cálido en el mundo que con ambas niñas tan cerca de su corazón.
Pero, para variar, Sevika entró a la habitación tan abruptamente que no le importó en lo más mínimo romper la conexión que se estaba formando entre esas dos niñas con su madre.
—La gente está buscando con qué defenderse de las redadas y los reclutamientos obligados —refunfuñó, tirando un montón de planos sobre la mesa de trabajo de la muchacha—, y Silco quiere que tú hagas prototipos para venderlos a buen precio.
Jinx guardó silencio, ni siquiera se dignó a mirar a Sevika, permaneció con una sonrisa diminuta fijada en el rostro apacible de Isha que todavía trataba de mermar su hambre. La muchacha dejó que la bebé rodeara su dedo índice con su manita y su calidez, por un segundo, le hizo olvidar que Sevika todavía la observaba.
—Será mejor que lo hagas pronto, si la gente comienza a defenderse, posiblemente Piltover reduzca los reclutamientos —comentó Sevika con un ligero aire burlón, para fastidiarla—. Así ya no tendrás que preocuparte por mantener a salvo a esa mocosa, ni a la que viene en camino.
Jinx detuvo sus movimientos, borrando su sonrisa con discreción, no quería darle el placer de haber perturbado su tranquilidad. Pero tenía razón. No había estado llamando la atención últimamente (como era su costumbre) para mantener los ojos alejados de Isha, pero si las cosas seguían igual, Kyan estaría en riesgo de correr con la misma suerte. Y proteger a dos niñas del destino que Piltover les tenía preparado era mucho más complicado que hacerlo solo con una.
—Aunque supongo que no debe de interesarte demasiado —se adelantó Sevika, intentando encajar más el dedo en una herida abierta, aprovechando que, debido a la poca movilidad que Jinx tenía gracias al embarazo, no podía perseguirla con la pistola en mano por todo el bar—. Después de todo, esa mocosa no tiene nada. Ya sabes, es una niña de nadie, si Piltover se la lleva, tal vez le hagan un favor.
Esta vez, Jinx fijó sus mortales ojos azules en ella, y eso fue suficiente para hacerla retroceder hasta que se marchó del lugar en completo silencio.
Isha se retorció entre las mantas con las que Jinx había envuelto sus piecitos cuidadosamente para alejarla del frío. Se despegó del seno de la joven y trató desesperadamente de mantenerse en su abrazo, como si hubiese entendido por un segundo las malas intenciones de Sevika.
—Tranquila, enana, no hay nada de qué preocuparse —murmuró Jinx, acariciando el pecho de la niña para calmarla—. Ella está equivocada. Sevika cree que solo Kyan, al ser mi hija, será protegida y amada por todos, incluyéndome... pero se le olvida que yo soy tu madre ahora.
Se incorporó sobre el colchón, cargando a la niña frente a su rostro, pegando sus frentes con delicadeza.
—Y tú, mi pequeña Isha, siempre serás mía.
La niña hizo un sonido dulce después de que Jinx besara su mejilla con ternura, recostándola sobre su hombro para darle palmaditas en la espalda con suavidad.
—¿Sabes por qué llevas ese nombre? —mencionó, con voz susurrante, cuando la niña volvió a acurrucarse contra su piel—. El nombre de mi madre era Felicia, la perdí cuando era muy pequeña como para saber pronunciarlo bien, así que solía abreviarlo, mi hermana se burlaba mucho de eso cuando éramos niñas —sonrió con nostalgia—. Mi manera de honrarla es nombrándote a ti como la nombraba a ella. Mi pequeña Isha.
La bebé acarició torpemente la mejilla contra el hombro de Jinx, intentando acomodarse entre sus manos.
—Sigue sin entenderte.
Silco se posó junto a la mesa de trabajo, analizando minuciosamente los planos que Sevika había lanzado con anterioridad sobre ésta. El tipo tenía una habilidad nata para no ser percibido por la muchacha cuando entraba a la habitación después de que Sevika era echada de mala gana por ella.
—Sobre las redadas-
—Ya lo sé —se adelantó a decir Jinx, interrumpiéndolo—. Me mantendré oculta, ellos no deben hallarla. A ninguna de las dos. Tendré tus estúpidos prototipos esta noche, tranquilo. —Silco intentó hablar, pero Jinx solo se había detenido para tomar aire y continuó—. De hecho, ya tenía uno, iré a buscarlo.
Y, sin pensarlo demasiado, colocó a Isha en los brazos de Silco para alejarse directo al montón de cajas que se hallaban apiladas en uno de los rincones más olvidados de la habitación.
La pequeña, al sentir el cambio abrupto entre los brazos de Jinx y los de Silco, abrió los ojitos buscando el rostro de la muchacha. Pero, al encontrarse con los gélidos ojos del hombre y su mirada hostil, no pudo hacer más que sentirse amenazada y comenzó a fruncir los labios, humedeciendo los ojos.
—Jinx... —intentó llamarla Silco, justo cuando la niña se soltó a llorar con fuerza—. ¡Jinx!
El sujeto pareció entrar en pánico, ni siquiera se podía mover del todo, pero Jinx no atendió su llamado, estaba demasiado ocupada tratando de encontrar el prototipo de arma que había construido para él, y si se distraía un poco, perdería el vago recuerdo de en dónde lo había dejado.
—El conejo —dijo apenas la joven.
Silco buscó con la mirada frenética por todas partes. Hasta que dio con un pequeño conejo de felpa, viejo y remendado, que Jinx conservaba. Lo había rescatado de algún lugar de Zaun después de salir de Stillwater.
De hecho, fue lo primero que hizo después de probar su tan ansiada libertad. Y adoraba ese conejo con su vida. Ese que alguna vez le había pertenecido a su hermana.
Porque era lo único que le quedaba de ella.
Silco tomó el muñeco, levantándolo frente al rostro de la bebé que seguía sin poder calmar su llanto. En cuanto la niña vio el conejo de felpa, se detuvo, abriendo los enormes ojos dorados completamente. Estiró sus manitas hacia él, agarrándolo torpemente para después llevarse una de las orejas directo a la boca con una sonrisa infantil. Silco frunció el ceño, asqueado por la cantidad de gérmenes que la pequeña acababa de ingerir, y le sacó el conejo de la boca sin delicadeza alguna.
Mala idea.
Porque ahora Isha volvía a llorar desconsoladamente, haciendo lo que seguramente era la primera rabieta de su vida.
Y justo a él, ni siquiera a Jinx que ahora se denominaba su madre, sino a él, a Silco, la figura paterna de su figura materna, un candidato perfecto a abuelo (o al menos eso pensaba Jinx en silencio).
El hombre volvió a darle el juguete a la niña, haciendo movimientos con él para llamar su atención, porque por un segundo Isha ya no lo quiso aceptar y él volvía a entrar en pánico.
Pero, para su suerte, la pequeña retomó el muñeco, mordiéndolo de nuevo y, esta vez, se acurrucó contra su pecho con olor amargo, a tabaco, acostumbrándose a él, o al menos interpretándolo como alguien que no pensaba hacerle daño. Permaneció así por un rato, hasta que el calor terminó arrullándola y se quedó dormida en sus brazos.
—¡Lo encontré!
Jinx sacó la cabeza, con los cabellos alborotados, de la pila de cajas, llevando en la mano una pequeña bláster hecha a las prisas y con unos cuantos tornillos de fuera.
—Le faltan detalles, pero-
Y una bala, brillando con un halo de luz magenta, salió disparada al techo, rebotando en unas cuantas paredes antes de desintegrarse. Jinx se cubrió, abrazando su vientre, cuando notó que Silco había protegido a Isha con su cuerpo, manteniendo su cabecita escondida contra su pecho.
No había pasado a mayores porque la niña ni siquiera se inmutó, permaneció dormida, y eso le regresó el alma al cuerpo a ambos.
—Bueno, ya sabemos que sí funciona —sonrió Jinx, encogida de hombros.
Silco la riñó con la mirada y le entregó a la pequeña que todavía se mantenía en un sueño profundo. La muchacha la colocó sobre la cama, envolviéndola cuidadosamente entre las mantas afelpadas, con una sonrisa, y volvió a su trabajo.
Porque no se suponía que esa bláster se disparara sola.
Ekko había estado manteniéndose a raya desde que Jinx lo echó de su habitación la última vez que estuvo ahí. Sabía que jugar con el carácter de la joven podría costarle caro un día de esos; pero él no aprendía de sus errores, era alguien que, más bien, prefería volver a enfrentar los mismos retos y salir victorioso en cada intento.
—Hacer cosas buenas por ella es un arma de doble filo —bramó para sí mismo—. Jinx en sí misma es un arma de doble filo.
Y siguió escabulléndose entre las paredes, porque Jinx podría ser una molestia casi todo el tiempo, y ambos podrían tener un pasado imposible de borrar, pero la muchacha seguía cargando en su vientre a la hija de ambos, y él simplemente no podía ignorar eso.
Aterrizó tratando de hacer el menor ruido posible, dispuesto a recibir un golpe o una bala en cuanto Jinx lo descubriera, pero no hubo nada. El lugar estaba vacío.
Ekko analizó lo que alcanzaba a ver a simple vista, la habitación había cambiado en esos días. Jinx había instalado barandillas de seguridad por todo el lugar, lo suficientemente seguras como para que alguien con una estatura de menos de un metro no cayera al vacío. El suelo, que normalmente estaba lleno de basura, chatarra y armas a medio hacer, ahora parecía relativamente limpio, o al menos despejado, todo lo que poseyera un filo mortal o un gatillo, estaba al menos a dos metros de distancia del suelo. También había más luz, mucha más luz, una guía de focos de colores se extendía por casi todo el lugar, principalmente en torno a la cama y el sofá junto a ésta.
El ambiente, en general, se sentía mucho más cálido, el aire mismo estaba inundado de un aroma suave, tierno. Ese aroma peculiar que un bebé suele brindar cuando pasa demasiado tiempo en un entorno cerrado casi herméticamente, aunque claro que Ekko no lo sabía, porque nunca había convivido con niños tan pequeños por tiempo prolongado.
Y porque era un poco torpe para eso, a pesar de ser un genio para la ingeniería.
Dio un paso cuidadoso esperando no toparse con alguna trampa de Jinx (o con la propia Jinx), cuando terminó pateando algo ligero en el suelo.
Un conejo de felpa.
Lo analizó con curiosidad una vez lo tuvo entre sus manos. No era el conejo que le había dado a Jinx para Kyan, era distinto, más remendado, con costuras descuidadas, hechas por la propia Jinx, seguramente.
Y juraba haberlo visto antes.
El llanto de Isha, que permanecía recostada sobre la cama sin que Ekko le hubiera prestado demasiada atención, lo llamó, sacándolo de sus pensamientos con un sobresalto.
El muchacho siguió el sonido, hasta terminar asomando la cabeza por encima del colchón de Jinx. Ahí, entre las mantas cuidadosamente puestas alrededor de ella, a manera de nido, se encontraba la bebé, lloraba desesperada porque al despertar no logró hallar a su madre y, no conforme con eso, el conejo de felpa tampoco estaba donde se suponía que debía estar.
Ekko no podía creerlo, en ningún momento notó que estuviera ahí.
Isha observó atentamente al muchacho, pausando su llanto momentáneamente. Ladeó la cabeza en cuanto él se acercó todavía más a ella. La mirada de Ekko no dejaba de seguir sus movimientos pausados y pequeños.
¿Era posible de verdad? ¿Acaso esa pequeña era... su bebé?
Isha, al terminar de comprender que Ekko no era más que un desconocido y que mamá no estaba cerca para protegerla de él, volvió a soltarse en llanto, aterrada.
—No, no, no, espera —suplicó el joven—. No llores, por favor. Tranquila.
Ekko levantó a la niña por debajo de los brazos para ponerla frente a su rostro, la pequeña se encorvó, escogiendo su cuerpo entre los dedos del muchacho, él sonrió al notar como su tamaño disminuía.
Pero no importaba por dónde lo viera, ella no se parecía a él en nada. Ni tampoco a Jinx.
Los sollozos de la bebé siguieron incluso después de que Ekko la acunara en sus brazos para intentar mecerla (torpemente, porque el muchacho evidentemente no estaba familiarizado con ese tipo de situaciones).
El pánico comenzó a dominarlo cuando notó que la niña no pensaba ceder, incluso parecía querer soltar un llanto todavía más estridente. Fue entonces cuando observó el conejo de felpa que había dejado sobre la cama al escuchar llorar.
Movió el conejo frente al rostro de Isha para llamar su atención y capturó su sonrisa infantil. Los ojitos dorados de la bebé se iluminaron cuando por fin tuvo el conejo otra vez entre sus manos.
Ekko la observó con una sonrisa imborrable.
Sí, ella no se parecía en nada a él, pero eso solía suceder a menudo, ¿o no? Lo importante era que, justo en ese momento, el muchacho por fin se había sentido padre por primera vez.
Y esa niña era tan hermosa como pudo habérsela imaginado.
—¿Qué mierda haces aquí?
Ekko se irguió de golpe al sentir la presencia hostil de Jinx a su espalda. Se giró lentamente solo para toparse con su mirada ensombrecida, evidentemente preocupada.
Los ojos de Jinx inmediatamente se fijaron en Isha, y los de Ekko en el vientre de la muchacha. Intentó articular una palabra, al menos un sonido, pero no lo logró.
—No es tuya —se apresuró a decir ella con sequedad, arrebatándole a Isha de los brazos—. La tuya sigue aquí dentro.
Ekko frunció el ceño, consternado. Si esa niña no era de ninguno de ellos, ¿entonces...?
—¿La robaste? —preguntó casi al aire.
Jinx levantó las cejas.
—Podré ser una criminal, una asesina, mocoso idiota, pero nunca he robado niños —se excusó—. Hasta yo tengo límites, aunque no lo quieras creer.
Aunque... técnicamente, sí la había robado... a quien la robó antes, cabe aclarar, entonces no estaba mal, ¿o sí?
Ladrón que roba a ladrón...
—Entonces, ¿de dónde salió?
—¿Literalmente o...? —se burló la muchacha.
—¡Jinx!
Ella refunfuñó. No tenía porqué darle explicaciones a Ekko, él jamás lo entendería de cualquier forma. Nunca entendería el instinto que obligó a Jinx a recuperar a esa niña de las garras de los Carriles antes de que se la comieran viva. ¿Qué más le daba? Jinx podía cuidar de Isha por su cuenta.
Si él no iba a ayudarla, tampoco necesitaba opinar.
Sintió una punzada en el vientre que la obligó a sentarse al borde de la cama, con Isha aferrándose a su escote, restregando la naricita contra sus ropas.
—Isha, ahora no... —suplicó, tratando de lidiar con la niña y con el dolor que había sentido de la nada.
—¿"Isha"? —inquirió Ekko, dando un paso al frente—. ¿No era así como...?
—¿Llamaba a mamá? Sí.
—La nombraste... ¿por qué?
Jinx tomó aire con fuerza, ignorando el dolor para atender el llamado de la niña que comenzaba a ser un llanto desesperado por atención y alimento. Descendió el tirante del vestido y pegó a la pequeña, que ya se había acostumbrado a la rutina, a su pecho.
Ekko le dio la espalda en un solo movimiento, totalmente avergonzado.
—No me digas que no recuerdas a esta niña —musitó Jinx—. Aquella noche que volvíamos de Piltover, la casa que los hombres de Chross atacaron, la bebé que se llevaron...
—Imposible... —carraspeó Ekko, haciendo un esfuerzo sobrehumano para no volver la mirada—, ¿cómo la encontraste?
—Yendo a buscarla, genio.
El sarcasmo de Jinx fue inmediatamente mermado por la expresión atónita de Ekko, que por fin se giró hacia ella.
—¡¿Te adentraste en el territorio de Chross estando embarazada?! —exclamó—. ¡¿En qué mierda estabas pensando?!
Jinx frunció el ceño, ofendida.
—¡Tenía que encontrarla! ¡No podía quedarme con la idea de que ellos habían hecho algo terrible con ella! ¡Yo debía hallarla!
—¡¿Poniendo en riesgo la vida de nuestra hija?! ¡Por favor, Jinx!
—Nadie estuvo en riesgo, no soy idiota, Ekko. También me importa la vida de Kyan, es solo que... Isha-
—Isha —interrumpió el muchacho, observando a la bebé y los movimientos torpes que hacía con sus manitas para intentar llegar al rostro de Jinx—. ¿Piensas quedarte con ella? ¿En serio? Si Chross averigua que tú tienes a uno de los suyos no dejará de perseguirte, justo como lo ha hecho con los Firelights.
—No tiene porqué enterarse.
—Pero lo hará, Jinx —insistió Ekko—. Solo estás poniendo en riesgo a nuestra hija.
—Isha también es mía. Y, te guste o no, me quedaré con ella —advirtió Jinx—. No puedo abandonarla, jamás me lo perdonaría, nunca comprendería porqué la dejé sola. Ella me necesita.
—Es una bebé, Jinx, ella todavía no entiende nada.
—¡Lo que ella entiende es que yo soy su madre!
Isha, aturdida por la discusión entre ambos y la evidente tensión que Jinx estaba comenzando a transmitirle, comenzó a llorar. La joven intentó apaciguarla, pegándola nuevamente a su pecho, y siseando con suavidad mientras acariciaba sus cabellos.
—Es demasiado riesgoso, podrían llevarse a nuestra hija en venganza, ¿no te has puesto a pensar en eso?
—Claro que sí, todos los días desde que traje a Isha no he dejado de pensar en eso, ¿te parece que soy idiota?
—Me parece que ya es riesgo suficiente para Kyan tenerte a ti como madre.
Un golpe directo. Jinx apenas pudo contenerlo sin que la frialdad en las palabras de Ekko atravesara su pecho. Sabía que merecía su odio, pero tenía que dejar a su hija fuera de la rivalidad entre ambos, por el bien de la pequeña.
—Pues lo soy, estés cómodo con eso o no —bramó la muchacha—, yo traeré a Kyan al mundo y yo salvé a Isha. Estas dos niñas son mías. Yo soy su madre. Y no harás nada para que eso cambie. Ni tú ni nadie.
Ekko no dijo nada más, simplemente observó a la bebé aferrada al escote de Jinx, indispuesta a soltarse de su seno. Parecía algo tan natural en ella, como si esa niña hubiera nacido exclusivamente para Jinx, incluso si no hubiese sido ella quién la dio a luz.
Jinx tuvo que retener el dolor en el vientre cuando Ekko estuvo dispuesto a marcharse. Un dolor tan fuerte que la hizo encorvarse en torno a Isha.
No era normal, pero tampoco creyó que debía preocuparse mucho, hasta que sintió como, por el interior de sus muslos, se deslizaba un líquido cálido y ligero, acuoso y transparente.
—Ekko... —llamó, poniéndose de pie con dificultad.
El muchacho se giró con mala cara, indispuesto a pedir una disculpa o ceder ante cualquier cosa que Jinx pensara decirle. Pero no, la muchacha, que todavía llevaba a la bebé en un brazo, cargaba en el rostro un gesto de dolor genuino, apretaba su vientre con la mano libre y ni siquiera podía enderezar la espalda.
—¡No te quedes ahí mirando! ¡Haz algo! —exigió Jinx en cuanto Ekko se quedó observando sus piernas humedecidas, completamente petrificado.
Colocó nuevamente a Isha sobre el colchón con todo el cuidado que el dolor le permitió. La pequeña resintió inmediatamente la separación y elevó sus manos hasta la muchacha, prendándose de su cabello con el ceño fruncido, a punto de llorar.
—Tranquila, pequeña —murmuró Jinx, soportando el dolor de las contracciones que comenzaban a surcar debajo del abdomen y la espalda—. Volveré pronto. Sevika ya no tarda en llegar, en cuanto te vea sola seguro te llevará con el viejo.
O al menos eso quería creer. Nunca había puesto a Sevika a prueba, pero conocía bien los horarios en los que solía molestarla con trabajo extra, y en diez minutos sería el más cercano.
Jinx ya no tenía tiempo de llevar a Isha con Silco, y darle una completa explicación de porqué Ekko se encontraba en su habitación, no estaba en sus planes próximos, así que se obligó a confiar en el nulo sentido común de Sevika.
No había alternativa.
Justo después de alejarse delicadamente de Isha, una segunda contracción la atacó, doblándola de dolor. Jinx sostuvo su vientre con las uñas, pero no había manera de detener lo que estaba comenzando.
Estaba a punto de dar a luz, y no, no se suponía que fuera tan pronto.
¿Cómo podía esa criatura ser tan inoportuna?
Ekko, sin siquiera preguntar, tomó a la joven y la cargó en brazos. Jinx no tuvo tiempo de quejarse, tampoco quería hacerlo, caminar seguro la habría matado de dolor.
—Tengo que llevarte con el sujeto de Piltover —exclamó Ekko, permitiendo que Jinx se abrazara a su cuello para sobrellevar el dolor.
Y salió de la habitación.
Salir había sido sencillo, porque a Ekko nunca le preocupó que alguno de los hombres de Silco o el propio Silco los encontrara.
Lo difícil fue llevar a Jinx sobre su aerotabla a través de las oscurecidas calles de la ciudad en vísperas del nuevo régimen de Piltover, con muchos más Vigilantes patrullando los callejones, y castigos que implicaban arrancarle a esa niña de entre los brazos en cuanto llegara al mundo.
Observó el rostro de Jinx, apretaba los párpados con el gesto lleno de dolor, apenas podía escuchar su respiración entrecortada, su piel se había tornado más pálida y las gotas de sudor frío alcanzaban a deshacerse en sus manos.
Un disparo se escuchó desde abajo y la aerotabla se desestabilizó, cayendo en picada al suelo. Ekko protegió a Jinx con su propio cuerpo en el momento del impacto, recibiendo el golpe de lleno.
—Mira esto, el premio mayor —canturreó un Vigilante que se acercaba a ambos con el arma todavía apuntando a la cabeza de Jinx.
La muchacha se hallaba inconsciente en los brazos de Ekko, aún respiraba y el joven pudo sentir que en su vientre Kyan permanecía en un movimiento frenético por querer salir al mundo.
Pero no, ese aún no era el momento, y ella no podía ser más inoportuna. Igual que su madre.
—¿A dónde pensabas huir, muchacho? Estaban volando demasiado cerca del Puente del Progreso —inquirió un segundo con aire santurrón—. ¿Creíste que alguien en Piltover te ayudaría con tu mujer embarazada?
Ekko tragó en seco, había percibido una galopante sensación en el pecho, pero no alcanzaba a distinguir si era ansiedad o ira.
—Que equivocado estabas, chico —habló por fin el tercero—. Ella merece dar a luz en la calle, como todas las perras de su estirpe.
Ekko gruñó, fúrico, y se lanzó sobre él. Pero ellos inmediatamente volvieron a dejarlo en el suelo, después de todo, eran tres contra uno, y Ekko tenía mucho más que perder. El segundo en hablar lo tomó por el cabello, obligándolo a mirarlo.
—Pudimos haberlo hecho más sencillo, muchacho, pero no nos dejaste opción. Ambessa nunca ha puesto un rango de edad para los niños reclutados, así que estoy seguro de que un recién nacido será muy bien recibido.
Ekko sintió un escalofrío recorriendo cada nervio en su cuerpo. Quería asesinarlos antes de que ellos se llevaran a su bebé.
Porque era su bebé.
El primer Vigilante tomó a Jinx en brazos, mientras Ekko se retorcía entre el agarre violento de los otros dos.
—Es una lástima que algo así se pierda en Stillwater —bramó el sujeto, observando a la muchacha lascivamente—. En fin, era su destino, supongo.
Ekko intentó ponerse de pie, alcanzando a golpear a uno de ellos, pero el otro lo pateó justo en la cara, haciéndolo caer de lleno al suelo.
La mirada borrosa del muchacho se fijó en el cuerpo inerte de Jinx siendo llevada por ellos hasta Piltover. Algo que, independientemente después de lo vivido entre ambos, juró que nunca volvería a pasar... la llevaban de vuelta a Stillwater.
Y a su bebé con ellos.
Chapter Text
No había manera de que los Firelights lo ayudaran. Dejar a Jinx en Stillwater era uno de sus principales objetivos desde que su enemistad con Silco y los suyos se hizo más fuerte gracias a la muchacha. Y lo más seguro era que eso no fuera a cambiar ni siquiera porque ella estuviera embarazada.
Incluso si ese bebé era la descendencia de su propio líder.
Entrar a Stillwater por su cuenta no era una opción viable, estaba demasiado herido y jamás podría hacerle frente por sí solo a toda la seguridad de la que gozaba dicha fortaleza. Y quedar preso sin haber podido hacer nada por rescatar a Jinx y a su bebé sería algo que jamás podría perdonarse.
Prefería perder su orgullo y el lugar que le correspondía como líder de su organización rebelde, antes que perderlas a ellas. Antes de permitir que algo les sucediera, antes de dejar que su hija naciera en prisión.
La puerta de la oficina se abrió de golpe, y Ekko fue lanzado de rodillas al suelo. Silco ni siquiera se levantó, lo miró por debajo de las cejas, como si su presencia no le sorprendiera en lo absoluto.
—Estaba husmeando —señaló Sevika.
Ekko rodó los ojos, tratando de ponerse de pie pese a las heridas y las costillas rotas por los golpes de aquellos Vigilantes que se habían llevado a su compañera.
—No estaba husmeando —replicó, tambaleándose frente al escritorio—. Vine a hablar contigo.
Silco enarcó una ceja, incrédulo, y se recargó en el respaldo de la silla con una sonrisa que transmitía un dejo de ironía.
—¿Por fin decides ser sensato y apoyar la causa? —esbozó—. Sabía que no eras un idiota.
Ekko chistó los dientes. El tema con el Brillo en ese momento era su menor preocupación, incluso el objetivo de detener a Silco y la oportunidad de oro que tenía justo frente a sus narices pasaron a segundo plano. No le interesaban, ya no.
—Es sobre Jinx —escupió. Silco entornó los ojos, inclinándose nuevamente sobre la silla—. Se la llevaron… Se la llevaron de vuelta a Stillwater.
Sintió la última frase como una enredadera de púas que se extendía a través de su tráquea. Silco se puso de pie de golpe, sus ojos desorbitados parecían querer salírsele de las córneas, pero no dijo nada. Salió de la oficina con paso urgente con Sevika pegada a sus talones, mientras la mirada de Ekko lo seguía con una mezcla de juicio y desconfianza.
En cuanto puso un pie en el bar, que resonaba con música y vitoreos de malvivientes ebrios, alzó la voz con una furia que heló el ambiente.
—Fuera —exclamó, pero todos permanecieron estáticos y en silencio expectante—. ¡DIJE QUE SE LARGUEN!
Los presentes, consternados por la hostilidad del hombre, obedecieron sin objeción. Uno a uno, salieron del bar, dejando las copas a medio alzar, la música de fondo con un eco lejano y el humo de los cigarrillos disipándose por la entrada principal. Fueron pocos los que se quedaron, los más allegados a Silco, aquellos que lo distinguían más allá de su sombra lóbrega, aquellos que lo habían acompañado la primera vez que asaltaron Stillwater.
Cuando estaban buscándolo a “él”.
—Quiero que se muevan —ordenó—. Utilizaremos el mismo plan, cambiaremos los puntos de entrada y la vigía-
—Yo iré —interrumpió Ekko, parándose lo más erguido que el dolor le permitió.
Sus ojos castaños transmitían una seguridad lacerante. Los hombres de Silco se soltaron en risas burlonas, dispuestos a sacarlo a patadas del bar. Pero Silco permaneció en silencio, analizando al muchacho con la mirada.
En años, Ekko nunca se había dignado a pisar La Última Gota, salvo aquella vez que habían intentado dialogar sobre la destrucción del Brillo. Cuando el muchacho se negó a ver en el Brillo el poder suficiente para acabar con Piltover. Un poder al que Silco no pensaba renunciar solo porque un niño idiota se lo pedía.
Tiempo después, poco más de un año atrás, cuando se adentraron a Stillwater y sacaron a Jinx de su tumba de hierro, Ekko ni siquiera se molestó en asegurarse que ella estuviera bien. Que se encontrara a salvo, viva, incluso después de seis años de encierro. Se mantuvo indiferente, frío, ajeno a ella. ¿Por qué de pronto todo había cambiado? ¿Por qué ahora le preocupaba el destino de la joven? Era evidente que sabía. Claro que lo sabía, sobre todo después de haber presenciado su captura. Debió haber notado el abultamiento de su vientre, la fragilidad oculta detrás de su rabia. Debió haber notado que ella estaba embarazada, sola, vulnerable.
¿Entonces…?
Una ventisca helada se estrelló contra él de frente, y la verdad le cayó encima como un balde de agua helada.
—Esa mocosa idiota… —bramó.
Pero no dijo nada más, solo dejó que Ekko lo siguiera, directo a Stillwater. Porque él era el padre de la criatura que Jinx cargaba tan engorrosamente dentro de su vientre.
Jinx no podía dar crédito a lo que estaba sucediendo.
Otra vez estaba ahí…
Los Vigilantes que se la habían llevado a ese espantoso lugar, solo la lanzaron dentro de la celda como si fuera no más que un costal de tierra, un pedazo de carne. No una persona. No una mujer embarazada. No una madre a punto de dar a luz.
La gélida mazmorra era justo como la recordaba. Tan solitaria, tan húmeda, tan oscura. El mismo aire denso que se impregnaba con el olor a recuerdos oxidados, dolientes, como cicatrices abiertas y punzantes.
Podía sentir los ojos fisgones a través de las paredes grises recubiertas por moho y humedad. El dolor que la había estado atormentando, volvió a ella, rompiéndola, hasta hacerla encogerse para abrazar su vientre.
—No lo hagas, por favor… —suplicó—. No aquí, mi luciérnaga… No quiero que nazcas aquí…
Pero, al igual que desde el momento en que la muchacha se enteró de ella, Kyan hizo lo que se le vino en gana.
Porque era hija de Jinx, después de todo.
La brutal oleada de dolor la desgarró desde las entrañas, arrancándole un grito agudo que le nació de lo más profundo de la garganta. Incrementaba con cada hora transcurrida. Horas o minutos, daba igual, estaba siendo una eternidad para la joven.
—Niña, qué mierda, ¿en serio te encerraron aquí en plena labor de parto?
La mujer en la celda contigua la miró con incredulidad y ligera aflicción. Jinx no respondió, se limitó a recargar la espalda contra la pared de la celda, respirando forzadamente para tratar de disipar el dolor de las contracciones. Apretaba los dientes con fuerza, casi sacándose sangre de la lengua, no quería gritar demasiado, no quería atraer sus fastidiosos ojos mirones a ella, ni a su bebé.
Pero ellos ya lo sabían. Incluso la propia Ambessa sabía que una muchacha cualquiera, que había sido interceptada tratando de traspasar los límites establecidos, se encontraba dando a luz en una de las mazmorras. No era la primera vez, ni la última tampoco, en que una “perra zaunita” lo hacía. Ambessa había dado la indicación de dejar al recién nacido con la madre una semana, y si sobrevivía entonces sería reclutado.
Otra vez estaba ahí…
Y estaba sola. Dando a luz por primera vez en toda su vida. Sola. Sin saber qué pasaría con ella. Sin saber si lo estaba haciendo bien o no. Solo estaba ahí, sufriendo el dolor de un parto que no quería tener que sobrellevar por su cuenta.
Una hora atrás, uno de los Vigilantes le había lanzado una manta remendada que apenas alcanzó a atrapar y resguardar consigo.
El dolor seguía creciendo desde su vientre bajo hasta cada extremidad, podía sentir como la espalda se le partía a la mitad, como todo a su alrededor poco a poco se tornaba opaco, oscuro, apenas podía distinguir sombras vacías con ojos burlones.
No podía creer que su pequeña, su bebé, iba a nacer en ese horrible lugar del que tanto tiempo intentó escapar. En el que, por años, se obligó a sobrevivir, dejando a Powder atrás, adoptando a Jinx.
O̶t̶r̶a̶ v̶e̶z̶ e̶s̶t̶a̶b̶a̶ a̶h̶í̶…
Un dolor denso volvió a ella, como una patada en el estómago, un desgarro, un grito que se hizo enorme desde su pecho hasta ser proyectado por su voz.
O̶t̶r̶a̶ v̶e̶z̶ e̶s̶t̶a̶b̶a̶ a̶h̶í̶…
Los reos de la celda contigua se quedaron quietos, mudos. No muchos se atrevían a ver, solo las mujeres, que parecían inexplicablemente angustiadas por el destino que le deparaba a esa pobre criatura, que pronto comenzaría a conocer el desolado y frío mundo en el que le había tocado nacer.
O̶t̶r̶a̶ v̶e̶z̶ e̶s̶t̶a̶b̶a̶ a̶h̶í̶…
Y, entonces, sucedió.
Un grito mucho más pronunciado, estridente, un último empujón y el desgarro que se llevó parte de su alma. Luego calma. Alivio. Un milagro de tamaño compacto que lloraba con desesperación debajo de sus piernas flexionadas.
Una pequeña —en serio pequeña—, bola de carne, rojiza, cálida. Suya.
Jinx la observó desde su sitio, sin mover un solo músculo, el corazón palpitante le tamborileaba el pecho. La mente pronto se le puso en blanco, totalmente en blanco, y perdió la noción de la realidad, perdió completamente su lugar en ese espacio, solo podía pensar en una cosa…
O̶t̶r̶a̶ v̶e̶z̶ e̶s̶t̶a̶b̶a̶ a̶h̶í̶…
O̶t̶r̶a̶ v̶e̶z̶ e̶s̶t̶a̶b̶a̶ a̶h̶í̶…
O̶t̶r̶a̶ v̶e̶z̶ e̶s̶t̶a̶b̶a̶ a̶h̶í̶…
O̶t̶r̶a̶ v̶e̶z̶ e̶s̶t̶a̶b̶a̶ a̶h̶í̶…
O̶t̶r̶a̶ v̶e̶z̶ e̶s̶t̶a̶b̶a̶ a̶h̶í̶…
Una idea constante, una tormenta de palabras que hacían eco en su cabeza. El llanto de la niña fue severo, exigente, mordaz, pero Jinx no se movió. Su mirada perdida divagaba en la nada, en una oscuridad dolorosa y persistente.
O̶t̶r̶a̶ v̶e̶z̶ e̶s̶t̶a̶b̶a̶ a̶h̶í̶…
Entonces, un golpe metálico la sacó momentáneamente del trance. El Vigilante al otro lado de la reja la miraba con desagrado, sus ojos despectivos se fijaron en la niña y volvió a golpear la reja con una especie de tolete.
—¡Cállala! —exigió con rudeza, sin un gramo de humanidad, como si aquel milagro no fuera más que una molestia para todos dentro de ese lugar.
Jinx, todavía consternada y con los pensamientos nublados, por fin descendió la mirada hasta la bebé. Desnuda, pequeña, con las extremidades curvadas hacia su torso para resguardar el poco calor que le quedaba en el cuerpo. Su llanto, que nunca cedió desde el instante en que llegó al mundo, se volvió lastimero desde que el Vigilante la había asustado con el sonido del golpe.
—Muchacha —la llamó la mujer de la otra celda una vez el hombre se marchó—. Solo tienes que tomarla.
Jinx la observó despacio, como si una vergüenza injustificada la corrompiera, pero la mujer, de una edad avanzada y con aspecto rebelde, solo le sonrió. Sacó de entre sus ropas un pedazo de cristal roto y se lo entregó.
—Corta el cordón, anúdalo, y luego sostenla entre tus brazos.
Jinx volvió la mirada hasta la niña. ¿Qué debía hacer? ¿Sostenerla? ¿Dejarla ahí? De pronto, esa criatura que había estado creciendo en su interior se encontraba frente a ella, había tomado vida, era real. Tenía un rostro, un llanto, su propia respiración, su propia voz berreante que le exigía un poco de amor, cariño maternal. Pero Jinx no se podía mover, esa niña parecía tan extraña, tan ajena.
Y había decidido nacer en territorio enemigo.
Con las manos temblorosas y el corazón en la garganta, cercenó el cordón que mantenía unida a esa bebé todavía a su cuerpo. Aquella unión suave que las hacía una, pronto se partió por la mitad. Con la manta, que había colocado en el suelo y que fue el primer lugar que la niña tocó en cuanto nació, Jinx la elevó hasta su pecho.
No la envolvió, no la abrigó, ni siquiera pudo pensar en alimentarla o abrazarla. Solo se quedó con la niña recostada en sus brazos, semi envuelta, mientras ésta se arqueaba hacia atrás, en un intento desesperado por llamar la atención de su madre.
Su llanto poco a poco fue disminuyendo al sentir el calor de Jinx, aunque nunca se apagó, más bien era entremezclado con gemidos suaves que realizaba cada vez que intentaba prendar sus torpes deditos al escote de su madre.
Sus movimientos pausados, diminutos, apenas se notaban entre los brazos de la muchacha, y Jinx apenas podía sentirlos.
En ningún momento percibió el paso del tiempo. Pudieron haber sido segundos, minutos, horas, días. Jinx estaba tan inmersa en sus propios fantasmas que sostenía a la bebé por pura inercia.
Estaba tan perdida que ni siquiera notó cuando, en el exterior, se armó un alboroto, cuando los presos comenzaron a vitorear y cuando la puerta de su celda se abrió de par en par.
—¡Jinx! ¡Jinx!
Silco se abrió paso hasta ella, quedando estático frente a la escena. La sangre en el suelo, la muchacha con mirada lejana, su cuerpo semidesnudo, y la bebé que lloraba en sus brazos, esta vez hambrienta, agitando sus manitas hacia su rostro prácticamente transparente y sin expresión alguna.
Detrás de él, Ekko, con la misma expresión consternada, paseaba la mirada frenética desde Jinx hasta la bebé y de vuelta, una y otra vez. Atrapado en una especie de espiral, ahogado por un dolor sin nombre.
Silco dio un paso más al frente, colocando su mano certera y reconfortante sobre el hombro de la muchacha, para intentar sacarla del trance y comprobar si era capaz de ponerse de pie.
—Jinx…
Ella alzó los ojos, vacíos en un principio, pero apenas lo reconoció, su voz le brotó de la garganta como un susurro con trabajos perceptible.
—Sácame de aquí…
Y luego, con una urgencia creciente, permitió que su ansiedad la dominara, que el miedo nublara su juicio, para ceder completamente a la confianza plasmada que tenía en Silco.
—¡Sácame de aquí! ¡SÁCAME DE AQUÍ!
El hombre retrocedió, casi expulsado por el grito de la joven. Y observó a Ekko, para después señalar a Jinx con un movimiento de cabeza.
—La niña —indicó con severidad—. Tómala. —Ekko tardó un segundo en salir del trance en el que él mismo había entrado, acabando con la nula paciencia de Silco—. ¡No tenemos todo el día!
Ekko se quitó la chaqueta y dio un paso más al frente, tomando con sumo cuidado a la bebé de entre los brazos inertes de Jinx, la muchacha ni siquiera se inmutó, como si no hubiese sentido el desprendimiento de ese frágil peso de su lado. La niña pareció querer aferrarse con todas sus fuerzas, con las más pequeñas que existían en el mundo, al ropaje de su madre, pero el agarre de Ekko fue más fuerte y terminó envolviéndola con su abrigo.
Silco cargó a Jinx en brazos, nuevamente sin siquiera ser notado por la joven, y salió de la celda a paso apresurado, seguido de cerca por Ekko.
El alboroto los siguió por todo el corredor, cada paso dado por ellos eran tres pasos plúmbeos que resonaban con las armaduras de los Vigilantes. La bebé lloró en los brazos de Ekko ante el movimiento, lo desconocido, y la lejanía de su madre.
—Está bien, pequeña —murmuró Ekko con la respiración agitada, cubriendo la cabecita y los cabellos azules de la niña con la tela de la chaqueta—. Papá está aquí. Todo estará bien. Voy a sacarte de aquí.
Una oración nostálgica, dolorosa. Una promesa que alguna vez había estado vacía cuando su madre estuvo en su lugar. Y Ekko no había hecho nada por salvarla.
Silco no dijo más, prefirió seguir su camino y fingir que no había escuchado absolutamente nada, por el bien de todos. Además, justo en ese momento, solo podía pensar en sacar a Jinx y a la bebé con vida de ahí. Era su prioridad.
Y lo lograron, gracias al ingenio táctico de Silco y a la habilidad de Ekko para escapar con facilidad de lugares donde no se supone que debería estar.
Jinx se mantuvo inconsciente por las siguientes dos horas. Al despertar, la vista nublada apenas le permitía distinguir las sombras borrosas de Silco y Ekko. El mayor se encontraba sentado junto a la cama, observándola atentamente, mientras el muchacho se mantenía de pie junto a un canasto de mimbre, improvisado para mantener a la recién nacida en un lugar cálido.
Kyan lloraba, sollozaba, murmullos suaves que llenaban la habitación con un recordatorio constante de lo hambrienta que estaba y de que ni Ekko ni Silco podían hacer algo al respecto, porque la niña no había aceptado el biberón que le ofrecieron en el instante en que pisaron La Última Gota.
Jinx se levantó de golpe en cuanto el siguiente berrido de la pequeña alcanzó sus oídos, movida por un instinto visceral que la empujó fuera de la cama. Las rodillas le temblaron, tambaleantes ante la prisa y el agotamiento. Silco se apresuró a sostenerla por los hombros, pero ella lo ignoró por completo. No había espacio para titubeos.
Dio un paso y luego otro. Torpes, arrastrados, pero con convicción, con una dirección firme. Moviéndose directo hasta aquel ser que la necesitaba más que cualquier otra persona en el mundo.
Isha.
La niña no había hecho un solo ruido, estaba despierta, recostada sobre el sofá, solo jugando con sus manos como si quisiera atrapar el aire frente a ella. Sevika la había alimentado hacía poco con la misma fórmula que le habían ofrecido a Kyan, y eso había sido suficiente para mantenerla tranquila hasta que Jinx volviera. La diferencia era que Isha ya había estado acostumbrada a no alimentarse del pecho de la joven, Kyan no.
Kyan era una recién nacida, y toda recién nacida necesitaba a su madre. No buscaba alimento, claro que estaba hambrienta, pero no reconocía aquella sensación todavía. Ella solo anhelaba un poco de tacto, de dulzura, anhelaba escuchar la voz que durante meses le había tarareado melodías para hacerla dormir y que ahora tenía un rostro, un olor, y ojos feroces y brillantes.
Que no estaban mirándola…
Jinx tomó a Isha con cautela, temiendo romperla con el más suave roce de aire, y la levantó del sofá para tomar su lugar y acunarla entre sus brazos. La niña le sonrió en cuanto divisó sus ojos azules fijos en ella. Isha no tenía la culpa, ella ni siquiera sabía que Jinx ahora ignoraba el llamado de su propia bebé por aferrarse a su cuerpo diminuto y frágil.
—Jinx… —intentó articular Silco, atónito, pero no pudo decir más.
La muchacha descubrió su seno para pegar a Isha a él, ante los rostros pétreos de los presentes. Isha ni siquiera estaba hambrienta, no lloraba, incluso intentó rechazar su pecho por un breve segundo. Mientras Kyan, frágil y rota, le rogaba un poco de atención.
—¿Qué haces…? —inquirió Ekko, con la voz quebrada por la desesperación—. Es Kyan quien necesita de ti ahora.
Pero Jinx no dijo nada, permaneció observando a Isha con una sonrisa maternal, incluso con el llanto de la recién nacida de fondo.
—¡Jinx! —insistió el muchacho, acercándose peligrosamente a ella, seguido por la mirada severa de Silco—. ¡Kyan está muriendo de hambre! ¡¿Es que acaso no la escuchas?! ¡Tu hija te está llamando!
Jinx elevó lentamente la mirada. Detrás de Ekko se encontraba el canasto donde Kyan descansaba, sus ojos visualizaron las manitas insistentes de la bebé que se agitaban desesperadamente hacia el techo, pero no comprendió en lo más mínimo lo que el joven trataba de decirle.
—Mi hija está aquí —respondió con tranquilidad, volviendo la vista hasta Isha y acariciando sus cabellos suaves.
Silco y Ekko permanecieron en silencio. Un silencio espeso y cruel, doloroso. Ni siquiera tuvieron que mirarse para comprender que algo no estaba bien.
Jinx nunca había sido la persona más cuerda del mundo, su mente divagaba entre sombras del pasado y demonios del presente, pero amaba a su hija. Adoraba a Kyan con cada fibra de su ser, la amaba con un fervor tan visceral que el alma se le desgarraba solo de pensar en que podía perderla.
¿Cómo era posible que ahora… solo no la recordara?
La puerta de la habitación se abrió de golpe, sin un gramo de tacto, como si a quien hubiese entrado no le importara perturbar la tenue tranquilidad de las dos niñas dentro.
—Aquí está —anunció Sevika, con voz firme, abriéndose paso hasta Silco.
Detrás de ella caminaba Galen, el médico de Piltover. La seguía a paso callado, con un morral de tela degastada que le atravesaba el torso.
La habitación se sumió en un silencio tenso, abrupto, que solo se vio roto por el llanto persistente de Kyan. El médico se acercó hasta la pequeña, consternado por el ambiente incómodo y por la distancia que Jinx había levantado entre la bebé y ella. Asomó la cabeza por encima del canasto y la levantó con seguridad y confianza, provocando un sobresalto tanto en Ekko como en Silco, pero ninguno de los dos se atrevió a intervenir.
Acunó a la niña entre sus brazos y se acercó a Jinx, arrodillándose frente a ella para que el rostro de la recién nacida quedara a la altura de los ojos de la joven madre.
—A ella no había tenido el placer de conocerla —dijo con una sonrisa cordial, desviando la mirada hasta Isha.
—Es mi pequeña Isha —esbozó Jinx, orgullosa, como quien presenta un tesoro al mundo.
—Es preciosa —admitió Galen, esforzándose por entender lo que estaba sucediendo—. Pero parece que Isha está satisfecha ahora, Jinx. Kyan es quien necesita comer, podría morir si no lo hace… no podemos arriesgarnos.
Jinx frunció el entrecejo. Observó con pesar a la bebé de cabellos añil, tan iguales a los suyos, que mostraba en su gesto arrugado el agotamiento de no haber dejado el llanto de lado, de no haber sentido aún el abrazo maternal que se le negó desde el primer segundo que estuvo en el mundo.
—Pues dígale a su madre que lo haga.
Galen tragó en seco.
—Jinx… tú eres su madre.
La joven soltó una carcajada aguda, rota, como si estuviera burlándose del pésimo sentido del humor del sujeto, como si no fuera nada más que una broma cruel que no alcanzaba a comprender.
—No, no, claro que no. Recordaría si hubiera dado a luz a dos niñas —dijo—. Solo traje a una niña al mundo. Solo a una. Y esa es Isha.
—¡Ella no es tu hija, mierda! —estalló Ekko—. ¡Kyan sí! ¡Y estás matándola de hambre por alimentar a una niña que no es tuya!
El llanto de ambas bebés se alzó, esta vez al unísono. Ninguna de las dos alcanzaba a comprender lo denso que se había vuelto respirar, lo quebrado que ahora estaba su entorno. La furia desmedida, el coraje, la ira, la confusión. El deseo exasperado de una madre por mantener a su hija a su lado, y el de un padre por no ver morir a la suya de inanición.
Jinx se puso de pie de inmediato, los músculos tensos y la mirada fija en el rencor que mantenía frente al muchacho y su evidente traición. Y, sin decir una palabra, atravesó la habitación con un caminar pesado y largo, sin volver la mirada a ellos.
Ekko apretó los dientes con rabia contenida. Soltando maldiciones al aire. Cuando escuchó el llanto de Kyan cada vez más débil, apagado.
Galen se puso de pie con suavidad para no seguir perturbando a la pequeña. Su gesto, doliente, se ensartó en Ekko.
—Tengo que llevarla conmigo —declaró—. Además de todo lo que está pasando con Jinx… Kyan se adelantó, todavía es demasiado pequeña, prematura. Necesita vigilancia médica y… una sonda.
—¿Qué significa eso? —cuestionó Ekko.
—Que tendremos que alimentarla con suero. Hasta que su madre no pueda amamantarla, no hay otra forma de mantenerla con vida. Lo siento.
—¿Y cuándo lo hará? ¿Cuándo Jinx podrá…?
—Me atrevería a decir que justo ahora ella presenta un cuadro severo de trastorno por estrés postraumático. Su mente asimiló que nada de lo que pasó en Stillwater fue real, que todo fue un sueño, una alucinación. Proyectó su embarazo en Isha y cree que su bebé es ella. Hasta que no lo procese por sí misma, será difícil hacerla entrar en razón.
—Mierda —gruñó Ekko, clavando la mirada en el suelo.
—Por ahora lo único que pueden hacer es tratar de convencerla en ir a ver a Kyan. Ella siempre estará esperando por su madre, se los aseguro.
Les dirigió una última sonrisa ladina, cansada y repleta de impotencia. Y se marchó, dejando que el sonido del llanto de la niña se alejara, apaciguándose como un murmullo quebrado.
Las pisadas metálicas resonaron por el corredor. Las celdas, abarrotadas de gente sin identidad, sin nombre, sin hogar, vomitaban gritos y quejidos amargos.
La segunda invasión hacia Stillwater por fin encendió un foco rojo en el instinto de Ambessa, ahora se lo había tomado personal (aunque no lo fuera). Comenzaba a entender que, si el rumor se esparcía, Zaun empezaría a tener la confianza suficiente para enfrentarse a Piltover.
Y no iba a permitirlo.
—Anciana —se oyó una voz áspera desde una de las celdas—. Escuché un alboroto hace horas. Podría jurar que era el llanto de un bebé. ¿En serio cayeron tan bajo?
Ambessa se detuvo en seco frente a la reja y chasqueó la lengua ante la sonrisa de la reclusa zaunita, que se había pegado a los barrotes para burlarse de ella. Tiró de su cuello, golpeando con su rostro el frío metal, para acercar sus miradas, encendidas, enemigas, odiadas.
—Tienes una lengua muy larga —bramó entre dientes—, no me obligues a cortártela.
La muchacha no se encogió, ni siquiera se movió para hacer ademán de que retrocedía ante la amenaza. Sonrió más amplio, con una expresión de victoria amarga que arrugó su gesto, curvando el tatuaje en su mejilla.
Un número romano.
VI.
Notes:
Una disculpa por la tardanza. No sé en qué estaba pensando con subir tres fanfics a la vez y teniendo vida de adulta responsable (dos trabajos). Pero aquí me tienen, por ustedes, porque los adoroooo
¡Espero disfruten este capítulo!
Siempre adoro leer sus comentarios. ¡Muchas gracias por sus votos!
Chapter Text
La oscuridad era pesada, como un yunque de hierro encadenado a sus pies descalzos, helados, humedecidos. El agua encharcada debajo de ellos, traslúcida, gélida e incómoda, le causó una extraña sensación de familiaridad.
Un recuerdo de aquellos días mozos en los que corría por los callejones de Zaun mientras la lluvia helaba la acera. Huía de los Vigilantes, incluso de los socios cercanos de Silco. No todos en la Ciudad Subterránea la toleraban. Le temían, respetaban su locura y el caos que era capaz de causar.
Pero esta vez era diferente. Porque ya no era una chiquilla movida por el inefable deseo caótico de diversión. El deseo de experimentar esa sensación de cosquilleo en el estómago tras la adrenalina de haber causado estragos.
Ya no era ella.
Ahora era una madre.
Y mantener a salvo a la criatura que había traído al mundo era su prioridad.
La oscuridad parecía cernirse sobre ella, aplastándola con el vacío que se volvía cada vez más denso, hasta arrancarle el aliento. Apenas podía ver los mechones de su cabello azul brillante balancearse por el movimiento de su propio hálito helado.
Escuchó un golpe metálico, proveniente de algún punto de la renegrida habitación, y un recuerdo tortuoso la acosó. Ese mismo sonido áspero y frío, una sonrisa burlona que la miraba despectivamente, la piel congelada y...
Un llanto.
Diminuto. Débil. Angustioso.
Una sensación de haber dejado algo atrás. De haber perdido una parte de ella. Una extensión de su cuerpo. Un pedazo de su alma.
Y luego, como un murmullo tenue, volvió a escucharlo. Ese llanto, agudo y frágil, que suplicaba desesperadamente un poco de atención.
Parecía una memoria olvidada y ajena. Como algo que no le pertenecía, no completamente, pero Jinx sabía que lo había escuchado antes.
Porque cualquier madre reconocería el llanto de su bebé, incluso en la oscuridad más densa.
El instinto fue fuerte y la impulsó a moverse. Por inercia, a ciegas, guiada únicamente por su oído.
Su bebé la estaba llamando y ella debía encontrarla.
—¿Isha? —preguntó al aire.
Atravesando la oscuridad, como si aquella pequeña voz sollozante fuera capaz de responder.
El llanto fue más pronunciado, ahogado, estridente. Como un grito agonizante. Un llamado de auxilio. Una súplica de una hija hacia su madre.
La oscuridad se atenuaba con cada paso que daba. Hasta que encontró un halo de luz frente a ella. El punto desde donde el llanto se escuchaba con más fuerza.
Lo que pareció el umbral de una puerta se alzó desde el suelo hasta su altura con lentitud, y ella lo atravesó después de que la bebé soltara un grito desgarrado.
La humedad encharcada en sus pies se desvaneció de golpe, siendo reemplazada por el frío del concreto. Roca desigual, enmohecida y helada.
O̶t̶r̶a̶ ̶v̶e̶z̶ ̶e̶s̶t̶a̶b̶a̶ ̶a̶h̶í̶.̶.̶.̶
En esa horrible celda. En esa tumba de roca y metal roído. En la misma soledad quebrantada que la había acompañado por seis años.
Un escalofrío la abrumó, rompiendo cada parte de su alma. Dio un paso hacia atrás, girándose para poder volver por donde había llegado. Hasta que la escuchó.
Ese llanto incesante y agudo, proveniente de un diminuto bulto de carne mal envuelto, recostado en el suelo.
Jinx tembló, las rodillas le flaquearon cuando notó a la criatura retorciéndose entre la manta desgastada. Sus manitas con dedos tensos se agitaban ferozmente hacia el techo, como si buscara aferrarse a algo que le diera la suficiente seguridad para no sentirse sola.
La joven se arrodilló a su lado, asomando la cabeza sobre ella.
No era Isha. No, pero era alguien.
Alguien que se sentía tan... familiar.
Levantó el pequeño bulto de carne con sumo cuidado, acunándolo entre sus brazos. La bebé, al sentir el calor directo del pecho de Jinx, cesó sus lágrimas. Sus profundos zafiros brillantes, enrojecidos por el llanto, buscaron el rostro de la muchacha.
Ambas estelas azules se encontraron en silencio.
Ojos idénticos debidos a la genética. Que se sonrieron con una mirada antes que con los labios.
La bebé, con un gesto desolado, frunció los labios para volver a soltarse a llorar. Llevó sus manitas entre éstos, succionando con desesperación.
Jinx sintió una opresión en el pecho. Frunció el ceño y, con una sonrisa rota, alejó las manos de la niña de su boca.
—No puedes comerte a ti misma, niña —musitó—. ¿En dónde está tu madre? ¿Por qué te dejó aquí?
Dos preguntas reprimidas que, por alguna razón, le partieron el alma en pedazos. Sabía que no existía respuesta para ellas, y aun así esperaba una que le sanara el corazón.
Los delicados rizos azulados de la niña se agitaron con la brisa gélida que se deslizó dentro de la celda. La pequeña dio un respingo y crispó sus deditos entumecidos por el frío al escote de la muchacha.
Una ferocidad dolida abrumó la conexión entre ambas. Jinx apenas pudo soltar un suspiro que liberó parte de su corazón enjaulado. Su aliento cálido golpeó la naricita de la pequeña, y ésta la arrugó en un gesto de extrañeza. La muchacha sonrió enternecida y acomodó los suaves mechones azules, pegándolos con delicadeza a su coronilla.
La bebé soltó un sonido dulce que solo fue perturbado por un golpe estridente que provino de algún punto en la oscuridad.
Con pasos acelerados, plúmbeos, un grupo de Vigilantes se adentró en la celda. Uno de ellos le arrebató a la niña bruscamente. Jinx intentó poner resistencia, pero el par libre la tomó por los brazos para sacarla a rastras del lugar.
—¡No! ¡Suéltenme! ¡Devuélvemela! —gritó, con la voz ahogada.
El llanto desgarrado de la bebé fue desvaneciéndose en la lejanía. Un recuerdo helado le caló el alma. Un sonido. Un vínculo roto. Un nombre perdido entre la oscuridad de sus confusas memorias.
—Ky-
Y luego...
Despertó.
El sueño se había esfumado. Era confuso, borroso. Como si nunca hubiese sucedido. Como si su cabeza la estuviera salvando de traer de regreso algo que le haría daño.
Pero la sensación de inconformidad no la dejó tranquila. Detestaba no poder recordar algo que parecía haber sido importante, tan importante que era tormentoso.
Un murmullo dulce la sacó de sus pensamientos, y giró su atención hasta el otro lado de la cama. Ahí, durmiendo plácidamente, sin que nada pudiera perturbarla, se encontraba Isha, con un dedito entre los labios y las largas pestañas cobijando sus pómulos rosados.
Jinx suspiró aliviada.
Todo había sido una pesadilla. Podía sentirlo en el pecho.
Pero incluso siendo la pesadilla más horripilante de todas, no importaría mientras su bebé estuviera a salvo, con ella. Viviendo dentro de su pequeña burbuja de ensueño.
La puerta de la habitación se abrió de par en par, y una figura alargada con el gesto desapacible fijó su mirada verdosa en Jinx.
—Es tarde —dijo Silco con voz reseca—. Tienes demasiadas cosas que hacer hoy. No pierdas tu tiempo aquí.
Jinx soltó un alarido al aire.
—Deberías tener un poco más de consideración con alguien que acaba de dar a luz —se quejó con sátira reprimida.
—La tuve.
El gesto de Silco no se movió (como era su costumbre), permaneció intacto, pulcro, muy a pesar de que en el fondo algo más grande que él lo estuviera atormentando.
No era su culpa.
Se lo repetía incansablemente. No era culpa de Jinx no poder recordar que había dado a luz días atrás, no poder recordar a su hija. A la niña que llevaba su sangre y que justo en ese momento se hallaba recluida en algún hospital clandestino de Piltover, al cuidado de alguien ajeno a su familia. Ajeno a ellos.
Pero cuando Jinx elevó a Isha para acunarla entre sus brazos con una ternura desbordante, no pudo evitar sentir aversión por esa bebé que tampoco tenía la culpa de nada, pero que, a los ojos de Silco —y del propio Ekko—, estaba ocupando un lugar que no le correspondía.
A Silco la idea de que a la verdadera hija de la muchacha se le estuviera negando ese mismo afecto, le retorcía las entrañas. Incluso si en la mirada de Jinx solo se reflejara un amor intenso y maternal.
—¿Has pensado en lo que te dije? —preguntó, aclarándose la garganta. Jinx se quejó con un sonido entre dientes sin apartar la mirada de Isha—. Es importante que lo hagas. Necesito que lo hagas.
La muchacha por fin elevó su mirada hasta él.
—¿Enloqueciste? —dijo—. ¿Por qué me escabulliría en ese hospital repleto de piltillos?
—Necesito que busques algo por mí. Llevo diciéndotelo por días.
—¿Y qué pasa si me atrapan? ¿Qué pasará con Isha? No pienso dejarla sola.
—Es un hospital clandestino, los Vigilantes no saben de su existencia. La gente en él no busca la guerra con nosotros.
—¿Y desde cuándo nos interesan los demás? —volvió a preguntar Jinx, con una ceja arqueada.
Silco se mordió la lengua para evitar responder lo obvio. En los últimos días había gastado casi todos sus recursos en intentar hacer que Jinx visitara a Kyan, que la viera, aunque fuera una vez. Que el vínculo, la conexión, que habían formado renaciera.
—Solo hazlo —recalcó—. A menos que quieras admitir que Sevika haría un mejor trabajo que tú.
Justo en el blanco. Porque si había algo que Jinx detestaba más que darle la razón a Silco, era subirle el ego a Sevika.
—Muchacho, llevas los últimos tres días ahí. Deberías ir a descansar.
Galen entró a la pequeña habitación. Las paredes resquebrajadas y el techo repleto de humedad hacían que luciera como un sitio completamente abandonado. Y, aunque en un principio así lo estaba, el objetivo de los médicos que allí ejercían su labor, era que el edificio pasara desapercibido ante los tiranos ojos de Ambessa.
Al centro, se encontraba una pequeña incubadora sostenida por una base de metal oxidado. La bebé dentro de ella dormitaba con tranquilidad. Llevaba unos pocos cables y sondas adheridos a su cuerpo. Apenas semienvuelta con una manta remendada para cubrirla del frío que se colaba en la habitación.
Ekko había tomado asiento a su lado, lo más cerca que se le permitía estar de ella. Cada noche que transcurrió desde que la niña había llegado a ese lugar, no salió de la habitación, se mantuvo despierto, en vela. Vigilante. Con el instinto protector que la paternidad había despertado en él desde que Jinx le entregó aquella imagen de la primera ecografía de la bebé.
—Estoy bien —respondió—. No iré a ningún lugar. Debo estar aquí. Ella me necesita.
Galen tragó en seco y extendió hasta él una botella con agua.
—No han logrado hacerla venir, ¿eh?
Ekko negó en silencio, mordiéndose los labios para reprimir la ira que le quemaba la garganta. No podía odiar a Jinx por sentirse como se sentía. Pero tampoco podía pasar por alto que había abandonado a su recién nacida.
Se escucharon pasos acelerados atravesando el corredor. Una joven enfermera abrió la puerta de la habitación sin preguntar. Su gesto desorbitado buscó a Galen con frenesí.
—¡Doctor, tenemos una situación! —exclamó y volvió a salir corriendo.
Galen dirigió una última mirada a Ekko y siguió a la enfermera a través del corredor. Dejando al muchacho solo y con la mirada consternada.
Pero el alboroto había hecho más que solo sacarlo de sus pensamientos confundidos debido al cansancio, había despertado a Kyan, que ahora se removía entre el cableado, las sondas y su propia incomodidad.
—Debe sentirse como la mierda pasar de la comodidad en la que estabas dentro del vientre de tu... madre a esto —soltó Ekko, mirando con pena a la pobre niña que no alcanzaba a encontrar una posición lo suficientemente confortable.
Kyan chilló, con un llanto agudo, plagado de angustia. Su diminuto ser todavía no estaba acostumbrado a lidiar con el peso de haber sido obligada a nacer semanas antes de lo debido, ni a estar lejos de su madre, de su voz, su calor y el rítmico palpitar de su corazón.
—Lo sé, pequeña —siseó Ekko, con la voz más serena que el alma rota le permitió—. Sé que la extrañas, pero no... no puedo hacer nada por ti... Perdóname.
La bebé soltó un quejido suave, tan pequeño que Ekko apenas pudo percibirlo. Adentró la mano con suavidad en la abertura especial para eso y deslizó su índice entre los diminutos dedos de la pequeña.
Kyan se sobresaltó ligeramente al sentir el tacto de su padre. Pero, contrario a lo que Ekko pensó, cerró su puño en torno al dedo del muchacho, apretándolo con fuerza, encontrando consuelo en su calidez y protección paternal.
Había cesado su llanto. Suavizó su gesto y entreabrió los ojitos azules para buscar al joven. Ambas miradas se encontraron con una sonrisa silenciosa.
—Hola, princesa... —musitó, con las lágrimas redondeando sus ojos—. Soy papá. Estoy aquí. Contigo. Aquí me quedaré. Siempre.
La pequeña, como si hubiese entendido lo dicho, dibujó una sonrisa tierna e infantil que fue suficiente para derretir el acerado corazón de su padre.
El caos había tocado a la puerta.
Jinx atravesó el umbral sin miedo alguno, como cuando dominaba los Carriles a punta de pistola. Parecía que nadie dentro del hospital había olvidado esos días, porque ni siquiera hicieron ademán de detenerla.
Galen, siguiendo a la enfermera, se abrió paso entre el tumulto de gente.
—¿Jinx...? —la llamó para procurar que bajara el bláster.
En cuanto la muchacha lo observó, desistió de su posición defensiva y volvió a enfundar el arma en su pantalón.
—Silco dijo que tenías algo para mí —espetó, con una mueca displicente.
Galen frunció el ceño. Claramente el capo no le había notificado de nada, pero tener a Jinx en la puerta del hospital, donde Kyan se encontraba, era una oportunidad que no podía dejar escapar.
Asintió, tragando saliva en seco, y se abrió camino entre la multitud que no separaba la vista de la inesperada visita. Jinx avanzó a paso lento, paseando la mirada errática entre los presentes. El edificio lucía demasiado deteriorado. La gente descansaba en las bancas y las camillas improvisadas, había niños enfermos, zaunitas y piltillos, adultos, mujeres embarazadas, e incluso ancianos.
Y a todos los atendían por igual.
En ese lugar no diferenciaban entre unos y otros, todos eran personas. Y eran tratados como tal.
Cuando llegaron hasta esa habitación. Todo pareció quedar en silencio. Una brisa cálida se deslizó hasta alborotar el flequillo de Jinx. Ekko se puso de pie en cuanto la joven entró. Dejando todo con un aire agridulce y tenso.
—¿Qué haces aquí? —preguntaron al unísono.
Una mueca amarga se dibujó en el rostro de ambos.
—Estoy cuidando a nuestra hija —escupió Ekko, con el veneno trepándole la garganta.
—¡Ja! Nuestra hija está en casa. Ni siquiera te has molestado en ir a verla. Aunque dudo que te importe.
Ekko retrocedió, ofendido.
—Esa niña en La Última Gota no es mi hija. Es una chiquilla que recogiste de un lugar abandonado porque nadie más lo habría hecho.
—¡No te atrevas a hablar así de mi hija!
—¡Tu hija está aquí, carajo!
El llanto lastimero de la recién nacida cortó abruptamente la tensión entre ambos. Una tensión que ni siquiera el médico se había atrevido a disipar. Sabía muy bien que alguno de los dos podría terminar soltando un golpe... o un disparo.
Jinx sintió un escalofrío familiar. Un déjà vu. Uno que la obligó a elevar la vista por encima de la incubadora, prácticamente por inercia.
Kyan lloraba, con las manitas curvadas hacia su pecho desnudo, apenas cubierto por la manta que Ekko había ido a buscar hasta el rincón más alejado del hospital para que su pequeña no sufriera de frío por las noches.
Su llanto era una súplica movida por el pánico, el hambre y la angustia. Una súplica que Jinx sintió como un llamado personal que le abrumó el corazón, cerniéndole el pecho.
Dio un paso al frente cuando todo a su alrededor se desdibujó. Un silbido la ensordeció y, movida por una fuerza externa que burló su consciencia, tomó a la pequeña con delicadeza por debajo de las axilas.
La niña soltó un gemido tenue al sentir el tacto helado de la joven, Ekko y Galen se quedaron petrificados, no querían mover un solo músculo. No deseaban romper ese momento.
Jinx acunó a la niña entre sus brazos, la manta se había quedado olvidada en la incubadora, pero el calor que la joven le proporcionaba era suficiente para que Kyan se sintiera cómoda. Tan cómoda que por un segundo su llanto se detuvo paulatinamente. Sus dedos nerviosos buscaron aferrarse a algo seguro con desesperación, y se crisparon al escote de Jinx.
La muchacha no dijo nada, no hizo ni un movimiento, aquella sensación le resultaba tan familiar que necesitaba averiguar porqué.
Luego, aquella diminuta bola de carne en sus brazos, abrió los ojos sutilmente, ensartándolos en el corazón de su madre. La sensación de familiaridad fue todavía más abrumante para Jinx y tuvo que salir de su trance de golpe.
El cableado que unía a la pequeña con la incubadora le impidió dar un paso atrás y la muchacha por fin puso atención en el estado de la bebé.
—¿Qué es esto? —preguntó, elevando con cuidado los cables que unían los electrodos a la máquina pegada a la incubadora.
—Kyan fue prematura —esbozó Galen, con sutileza. Jinx pareció abrir más los ojos—. Necesita de todo esto para que podamos mantenerla con vida.
Algo en Jinx se quebró. Una aflicción asfixiante la inundó, pero la pregunta seguía remarcándose en su cabeza una y otra vez. Tenía que soltarla antes de que la volviera loca.
—¿Cómo... la llamaste? —preguntó con la voz entrecortada, el aire denso atorado en la garganta.
—Kyan —se adelantó a responder Ekko—. Ese es su nombre. El nombre que tú le diste.
Esta vez, Jinx no dijo nada, pese a que Ekko esperaba resistencia ante la verdad que acababa de caer sobre ella. La muchacha solo llevó la mirada hasta la niña que la observaba con sus brillantes ojos curiosos. Un rulo delicado se deslizó sobre su frente. Jinx frunció el ceño, sonrió levemente, y volvió a colocar el mechón en su lugar.
—¿Kyan...? —murmuró. Como si el solo nombre estuviera plagado de memorias olvidadas.
La niña, movida por el llamado de su madre, se aferró más a su escote para reacomodarse entre su abrazo. Por un momento despegó el puño de la ropa de Jinx y, con movimientos torpes y pausados, golpeó su pecho con delicadeza.
Golpecitos diminutos. Perceptibles únicamente porque en ese momento Jinx la estaba observando. Golpecitos... que ya había sentido antes.
Hacia lo que parecía una eternidad.
Un flashazo de algo que parecía un sueño —o un recuerdo— le atravesó la cabeza, como una bala letal dispuesta a asesinarla de la forma más agonizante posible.
Entonces se vio, embarazada, tarareando esa canción que su madre le había enseñado cuando era niña, para calmar a la bebé que existía dentro de ella sin ningún tipo de preocupación. La pequeña cosa se movía en su interior con euforia, le pateaba las entrañas descaradamente, pero ella sonreía.
En serio sonreía.
Jinx apretó los párpados con fuerza para intentar ordenar sus ideas.
Ese embarazo. Esa bebé. No había duda de que se trataban de Isha...
Entonces, ¿por qué parecía que esos recuerdos no los había tenido en mente hasta que sostuvo a esa pequeña de rulos azulados entre sus brazos?
Kyan se removió nuevamente, esta vez tratando de llamar la atención de su madre. El llanto comenzó como un leve murmullo, la niña movía su boquita en reflejos al aire, buscando lo que su cuerpo exigía con desespero.
Jinx sintió un escalofrío en cuanto la bebé restregó, por mero instinto, la nariz contra su pecho.
El llanto de Kyan comenzó a ser más lastimero, exigente, crudo. Ella sabía que esa era la única forma en que podía obtener lo que quería. La única manera de comunicar sus necesidades, y ahora que por fin había visto nuevamente el rostro de su madre. No quería separarse de ella.
Nunca más.
Pero Jinx se sentía un tanto diferente. Podía entender a kilómetros de distancia lo que la niña estaba exigiendo a base de sonidos desesperados, porque Isha también lo hacía de esa forma.
Tenía hambre.
Galen dio un paso al frente y le entregó un biberón. La muchacha ya había hecho bastante esfuerzo para pisar ese lugar sin volverse loca y salir corriendo, no esperaba que además decidiera alimentar a una niña que —hasta ese momento— seguía siendo una desconocida.
Aunque Jinx lo hubiera hecho, de haber estado sola, de no haber tenido tantas ideas revueltas en su cabeza. Porque el instinto estaba dentro de ella, peleando con uñas y dientes contra su confundida conciencia.
Colocó el biberón delicadamente entre los labios de la niña y quedó maravillada ante la ferocidad con la que la pequeña succionaba de él.
—Estabas muriendo de hambre, ¿no es cierto? —preguntó, olvidando por un segundo que dentro de la habitación no se encontraban solo ellas dos.
Kyan elevó sus ojos hasta ella y, emulando el gesto de su madre, sonrió todavía con los labios cerrados en torno al biberón, soltando un sonido dulce, parecido a lo que pudo haber sido una carcajada sin terminar de serlo.
Esta vez el peso en el pecho fue mucho más grande que Jinx, y no soportó más lo abrumante que todo estaba siendo.
Colocó a la niña entre los brazos de Ekko, a pesar de que la pequeña se había aferrado todo lo que pudo a su ropa, y dio un paso hacia atrás con el corazón roto.
Kyan volvió a llorar ante el cambio abrupto. Sus deditos buscaban desesperadamente a su madre, su calor, ese calor maternal que solo ella podía brindarle.
Pero... ¿por qué no quería hacerlo? ¿Era acaso que, en su corta existencia, había hecho algo lo suficientemente malo como para que su madre quisiera mantenerse alejada de ella?
Ekko apretó su agarre alrededor de la pequeña, tratando de contener con su fuerza el dolor en el corazón de su hija.
Jinx miró una última vez los pequeños ojos llorosos de la bebé y el cómo Ekko trataba de mantener el biberón entre sus labios crepitantes, mientras ella buscaba alcanzarla; y, sin decir nada más, salió a paso acelerado de la habitación.
La Última Gota se había vaciado horas atrás.
Jinx abrió la puerta con una patada sonora, haciendo eco con cada paso que daba. El crujir de los tablones de madera se cortó únicamente por el rechinido de la puerta de la oficina de Silco.
El sujeto salió con un gesto amargo, agotado, mientras Isha lloraba entre sus brazos. Era evidente que el hombre había intentado dormirla sin éxito alguno.
—Pudiste habérmelo dicho —replicó la joven, sin mover un solo músculo desde que él salió de la oficina—. ¿Kyan...? Tú sabes algo sobre esa niña, ¿no es cierto? ¿Por qué no me lo dijiste?
Silco no se inmutó, permaneció tan sereno como siempre, a pesar de que entre sus brazos se desarrollaba un pequeño remolino ruidoso que no lo dejaba tranquilo.
—Porque no habrías ido.
Jinx resintió el aplomo con el que la respuesta de Silco había caído al piso. ¿Por qué ella se sentía tan desubicada y él no? Como si su propio cuerpo y sus recuerdos ni siquiera fueran suyos.
Como si ella no fuera ella.
—¿Por qué siento que... algo en ella me pertenece? —preguntó.
—Porque lo hace. Ella es tuya, Jinx.
—¡Entonces, ¿por qué carajo no puedo recordarla?!
Silco tomó aire y colocó a Isha dentro del canasto que había al otro lado del umbral de la puerta. Dio un paso al frente hasta Jinx y la tomó por los hombros, ensartando en ella una mirada que se obligó a ser serena.
—Porque ella nació en Piltover —soltó, como una oración infestada de agujas—. Diste a luz en Stillwater...
El color en el rostro de Jinx desapareció, podía sentir la opresión en el pecho, el vacío en el estómago.
¿Stillwater...?
Ella... ¿había traído una vida al mundo dentro de esas... celdas que le habían arrebatado todo?
—Me... Me estás jodiendo —escupió con una sonrisa rota, suplicante—. Yo nunca estuve en Stillwater. Isha nació aquí. En mi habitación. ¡Ella nació aquí!
—Jinx... —Silco trató de mantener la compostura ante el quebranto de la muchacha—. Isha no nació de ti. Es tu hija, eso ya lo dejaste claro y no pienso contradecirlo. Tomaste tu decisión. Pero ella no lleva tu sangre, ni la de nadie que conozcas. No la diste a luz, a Kyan sí.
Escucharlo de Ekko había sido una cosa. Pero que Silco se lo dijera de frente, con el mayor tacto que su desquebrajado carácter le permitía, hacía que fuera horriblemente más real.
Jinx vaciló la mirada errática entre Silco y la bebé, y luego dio un paso atrás, alejándose de su agarre. El dolor era insoportable, apenas podía respirar, sentía la garganta cerrada y el pecho pesado. Las rodillas le flaquearon.
—¿Volví a Stillwater...? —articuló apenas, con la voz rota. Silco intentó hablar, pero ella no se lo permitió—. Volví a Stillwater... ¿y tú no lo impediste?
Silco frunció el ceño. Evidentemente no esperaba que ella atacara desde ese ángulo, pero el gesto abrumado de la muchacha reflejaba clara decepción.
—Jinx...
—Me llevaron a Stillwater. Tuve... tuve a mi bebé ahí... —balbuceó, forzándose a mantener la respiración antes de desvanecerse por el dolor en el pecho—. Y tú no lo impediste...
Silco dio un paso al frente, volviendo a tomarla por los hombros para intentar tranquilizarla, pero Jinx se resistió, tratando de alejarse de él.
—¡Me llevaron de vuelta a ese lugar y tú no hiciste nada para impedirlo! —recriminó con ira contenida, golpeando el pecho del hombre con las pocas fuerzas que le quedaban—. ¡Me llevaron a ese horrible lugar otra vez y tú no hiciste nada para evitarlo! ¡Se suponía que debías protegerme! ¡¡¡DEBÍAS PROTEGERME!!!
Se quedó quieta por un segundo. Como si el peso del mundo le hubiera caído encima, y luego elevó la mirada llorosa y azulada hasta Silco.
—Ahora no puedo recordarla... —sollozó, con la voz quebrantada—. No puedo recordar a mi bebé... ¿P-Por qué no puedo recordar a mi bebé...?
Silco permaneció en silencio, le habría encantado darle la respuesta. Sobre todo brindarle una solución, pero la verdad era que él había estado buscándola por días y nunca la halló. Jinx dejó caer su peso contra él, hasta que ambos terminaron de rodillas sobre el suelo. Silco la abrazó para tratar de contener su dolor.
El dolor que ambos compartían. Porque Jinx había perdido los recuerdos de su hija, y él por poco perdía a la suya.
—Incluso si no puedes recordarla —comenzó Silco—, ella es tuya. El amor que sientes por ella ahora, es real. Podrás con esto. Recupérala.
Jinx escondió el rostro en el pecho del hombre, su perfume amargo la inundó, colmándola de paz. Un conforte que necesitaba desde que todo comenzó a ser tan confuso. Entendió que, esta vez, debía darle la razón al viejo.
Incluso si no podía recordarla, esa niña había despertado algo en ella que parecía tan suyo que dolía. Un instinto visceral. Salvaje. Abrumante. Y real.
Como su amor por ella.
Notes:
A partir de ahora les dejaré el significado de cada título al final del capítulo.
En esta historia los títulos son piedras preciosas para poder resaltar la conexión que existe con NMLY. Ya que justo en el capítulo de "Kyanita" de esa historia, se da a conocer la existencia de este universo.
En NMLY "Kyanita" es utilizada como título por su color. Aquí es utilizada por su significado como piedra preciosa, por eso es el título del primer capítulo.II. Amatista - Se asocia con la calma, la claridad mental, la intuición y la protección.
III. Cuarzo Rosa - Representan el amor maternal, considerado la piedra del amor incondicional y la ternura.
IV. Ámbar - Isha
V. Tanzanita - Simboliza la vida misma, el cambio y la transformación, ayudando a aceptar nuevas experiencias y a crecer. Es el color del cabello de la madre muerta de Isha.
VI. Cornalina - Representa la vitalidad, el coraje y liderazgo, se asocia a las figuras paternas (Ekko y Silco).
VII. Diamante - Piedra preciosa del mes de abril. Recuerden que Kyan nació el 04/04 (como les expliqué en NMLY).
VIII. Hematita - Se asocia con la fuerza, la vitalidad y la claridad mental.
Chapter Text
De pronto estaba ahí. Otra vez. En esa oscura celda humedecida por las décadas de encierro y la lejanía de la luz solar. El frío le caló los huesos, pero lo que vio la dejó realmente helada.
Se vio a ella, hecha un ovillo, justo en la esquina más oscura de la celda. Sus cabellos enmarañados cubrían su rostro, mientras, entre brazos, llevaba a su pequeña recién nacida.
—¿Kyan…? —murmuró al notar el deseo desesperado de la niña por aferrarse al escote de su madre.
Ese nombre todavía le resultaba ajeno y triste. Un vacío se asentó en su pecho, un hueco profundo y oscuro donde debería estar su corazón. Necesitaba entender por qué parecía estar sobreviviendo a una pesadilla interminable.
¿Qué era lo que le había hecho al mundo para que éste le arrancara de tajo todos los recuerdos sobre su hija?
Su embarazo, su nacimiento, su nombre.
El cómo la pateaba por las noches. Todas las veces que soñó con ella, con cómo sería su rostro, su sonrisa, sus ojos.
Aquellos atardeceres en que le tarareaba a su vientre para ayudar a su pequeña a dormir. Todas esas ocasiones en que habló con ella como si de verdad pudiera entender lo que decía. Pero la niña se movía en respuesta. Jinx podría jurar que a Kyan le encantaba “charlar” con ella.
Y a Jinx le encantaba sentirla. Esos movimientos suaves. Aleteos indefensos, frágiles, llenos de vida. Una vida nueva, repleta de esperanza, de sueños interminables, de fe por nacer en un mundo donde pudiera vivir protegida bajo el ala de su madre.
Le encantaba saber que estaba formando algo tan maravilloso en su interior. Que ella estaba creando vida. Una pequeña, dulce, y tierna vida que estaba esperando poder conocer el rostro de mamá.
Y ahora todo se sentía tan impropio, extraño. Como si no le perteneciera.
Como si la vida misma quisiera borrar cada rastro de ella siendo la madre de esa niña. Como si le hubieran arrebatado el derecho de llamarla “suya”.
Dio un paso dubitativo al frente, sintió los pies mucho más pesados, como si llevara zapatos de plomo, el problema era que estaba descalza, o eso suponía, porque sus pies estaban cubiertos por una masa de agua que le llegaba hasta los tobillos.
Pero logró levantar la vista sobre aquella “Jinx”, esa versión más rota de ella. Totalmente quebrada y perdida en sus propios fantasmas. Y notó a Kyan.
Su rostro enrojecido por el llanto, sus párpados fuertemente cerrados, y los labios fruncidos, temblorosos. Enroscaba sus deditos en un puño desesperado, era evidente que había estado tratando de llamar la atención de su madre para ser alimentada, mimada, abrazada. Pero no tuvo éxito.
Y ahora lloraba con el corazón roto en los brazos de alguien que poco a poco comenzaba a desconocerla.
Jinx sintió una opresión en el pecho, un impulso visceral por arrancarle a esa otra versión suya a la niña de entre los brazos, para acunarla, para protegerla de ese dolor. Para protegerla de sí misma.
La reja de la celda se abrió de golpe y tanto Ekko como Silco entraron, llevándose a ambas de ahí, para sorpresa de Jinx, porque realmente nunca se imaginó al muchacho siendo capaz de rescatarla de un sitio como ese.
No lo hizo antes, ¿por qué lo haría ahora?
Y justo cuando cerró los ojos para parpadear, su entorno cambió de golpe. Ya no estaba en aquella celda en Stillwater, ahora estaba en su propia habitación, Silco y Ekko parecían furiosos, ella —o su versión en ese lugar— estaba sentada en el sofá, con Isha en brazos, alimentándose de su pecho.
Jinx giró la vista, a su costado se encontraba Kyan, dentro de un canasto de mimbre, llevándose los deditos a la boca para intentar apaciguar su hambre.
A Jinx se le rompió el corazón. Intentó levantarla con delicadeza, pero en cuanto sus manos tocaron a la niña, esa imagen se desvaneció. Y al segundo siguiente, Kyan ya estaba en los brazos del médico, mientras éste trataba de que esa Jinx le prestara atención a su recién nacida. Pero la joven parecía ensimismada con Isha, ni siquiera se inmutó, ni siquiera quiso levantar la vista hacia la niña.
—¿Qué estás haciendo, idiota…? —masculló Jinx, como si esa versión de ella pudiera escucharla.
—Kyan es quien necesita comer, podría morir si no lo hace… no podemos arriesgarnos.
Habló el médico, con una voz distorsionada. Jinx clavó sus ojos en la espalda de él.
—¿”Morir”…?
Pero, antes de que pudiera siquiera sentirse mal por su “hija”, su propia voz, tergiversada y proveniente de un cuerpo ajeno, habló:
—Pues dígale a su madre que lo haga.
De una forma gélida, despreocupada, penetrante. Con un tono que a Jinx le rasgó el alma. La muchacha giró su cabeza, casi diabólicamente, observando a esa versión suya que estaba comenzando a colmarle la paciencia.
—Tú eres su madre —dijo, al unísono con el médico.
Aquella oración había salido casi naturalmente, por instinto, como si su cuerpo recordara, a pesar de que su mente no.
Pero sus recuerdos de ese día, de ese momento en específico, los tenía bastante grabados en la cabeza, porque siempre se preguntó por qué Ekko y Silco parecían tan consternados a pesar de que su parto fue perfectamente bien, ahí, en casa, y siendo que Isha había nacido tan sana.
Ahora, los recuerdos adquirían un nuevo significado con toda la información que rondaba dentro de su cabeza.
—No, no, claro que no. Recordaría si hubiera dado a luz a dos niñas. Solo traje a una niña al mundo. Solo a una. Y esa es Isha.
Su voz resonó en la habitación, solapándose con la de su versión pasada. Aquella era más firme, desafiante; la actual, sin embargo, sonaba apagada, decepcionada de sí misma.
Luego, esa versión de ella se puso de pie, llevándose a Isha, dibujando un gesto que solo una madre, mirando a su mayor tesoro, pondría. Kyan, por su parte, lloraba sin parar en los brazos del médico.
Anhelando lo que se le había negado desde el momento en que llegó al mundo.
—¿Qué haces? ¿A dónde vas? —se preguntó a sí misma mientras la silueta pasaba a su lado—. No puedes irte. No lo hagas.
El llanto de Kyan se volvió más estridente, retumbándole en los oídos. Volviéndola loca.
Intentó perseguir a su otra yo, pero sus pies se quedaron clavados en el suelo. Trató de zafarse, sin éxito. La oscuridad fue creciendo en torno a ella, engulléndola.
Miró a Kyan por el rabillo del ojo. Alcanzando a escuchar algo que por un segundo pareció inteligible, hasta que él dijo:
—Hasta que su madre no pueda amamantarla, No hay otra forma de mantenerla con vida…
El aire se detuvo de golpe. Su alrededor comenzó a desdibujarse cuando un zumbido prolongado le erizó la piel. Se giró violentamente hasta su otra versión.
—¡Vuelve! ¡¡Tienes que volver por ella!! —le gritó, pero su voz parecía atrapada dentro de una burbuja que solo ella podía escuchar—. ¡Ella es tuya! ¡Recuérdala, por favor, recuérdala! ¡Te necesita! ¡No la abandones! ¡Ella te necesita! ¡POR FAVOR, NO LA ABANDONES! ¡¡¡NO ABANDONES A MI BEBÉ!!!
Luego, todo se volvió gris.
El llanto de Isha se escuchó como un murmullo lejano, un eco sordo por toda la ennegrecida habitación. Jinx se incorporó de golpe, tenía las mejillas humedecidas. Seguramente sus lágrimas habían atravesado el sueño.
Guiada por los focos de colores que iluminaban tenuemente la habitación, llegó hasta la pequeña. Isha lloraba con desesperación, un llanto que Jinx conocía a la perfección, alternaba el movimiento de sus manos entre un rasguño al vacío y los deditos siendo succionados por su boca.
—¿Qué sucede, mi niña? —murmuró con un tono ameno—. ¿También tuviste una pesadilla?
Isha frunció la nariz, agitando las piernitas con desesperación. Jinx sonrió resignada.
—Conozco ese gesto, mi pequeña bribona. —Y la levantó de aquella diminuta cuna improvisada—. Ven, tenemos que cambiarte.
Isha soltó un quejido dulce cuando Jinx la colocó sobre la cama. Una vez que terminó de limpiarla con delicadeza, besó su estómago con ternura. La bebé respondió con una mueca risueña, agitando las manitas hacia el rostro de su madre.
—Te sientes mejor, ¿verdad? —Isha gorgojeó con alegría—. Sí, claro… eres experta en causar caos silencioso.
La niña arrugó el ceño, y llevó los nudillos entre sus labios. Jinx la acunó contra su pecho, sentándose al borde de la cama. La habitación comenzaba a sumirse en el frío matinal, faltaba poco para que el sol saliera.
Isha se acurrucó en su lugar, aquel que se había convertido en el más seguro del mundo. La manera en que se notaba tan apacible y plena, mientras calmaba su hambre en rotundo silencio, hizo que la culpa se asentara en el pecho de Jinx, con la agonía rasguñándole la garganta.
¿Acaso la niña que había visto en aquella incubadora se sentía de la misma forma? ¿Había alguien cuidando de ella de la misma manera en que su madre lo haría? ¿Había alguien que la cambiara y que, con dulzura, besara su estómago después? ¿Que supiera entender la diferencia entre cada llanto? ¿Entre cada uno de sus gestos?
¿Kyan realmente estaba siendo protegida y amada como Jinx podría hacerlo… si tan solo la recordara?
Isha se removió en su agarre, incómoda, casi iniciando una pequeña pelea con el pecho de la joven, entre gemidos delicados y temblorosos.
—Ojalá pudiera recordarla —murmuró Jinx, ayudando a Isha a tranquilizarse—. Ojalá pudiera tenerla aquí, al igual que a ti. Algo me dice que ella me necesita tanto como tú… No puedo abandonarla a su suerte.
Y no lo haría. Ya no podía hacerlo.
Jinx se adentró a hurtadillas en la habitación, cuidando cada uno de sus pasos. El ambiente se percibía cálido, apacible, silencioso. Completamente distinto a lo que se vivía en el exterior, ajeno al propio caos que la joven cargaba con ella a donde quiera que fuera.
Ekko se hallaba en la misma solitaria silla junto a la incubadora, dormitando lo mejor que podía, obligando a su subconsciente a mantenerlo en equilibrio entre sueños.
Estaba agotado y no era para menos, llevaba días ahí, en vela, sin alimentarse adecuadamente, con el frío calándole los huesos. Pero nunca cedió, jamás se quejó y, sobre todo, jamás abandonó a su hija.
Jinx dio un paso sigiloso al frente. Asomando la cabeza sobre la incubadora, a la que ya le habían retirado la cubierta.
Dentro, durmiendo angelicalmente, se encontraba Kyan. Estaba recostada de lado, con el pulgar descansando entre sus labios. Su respiración tranquila elevaba su cuerpo frágilmente con cada inspiración.
Jinx sintió una opresión en el pecho. Podía escuchar perfectamente los soniditos que hacía al soñar. Como si, por ese breve instante, nada de lo que sucediera a su alrededor pudiera atormentarla.
Después de todo, su padre estaba ahí para cuidarla de los monstruos que pudieran existir en la realidad, solo para que su pequeña permaneciera en perfecta calma dentro de su mundo de ensoñación.
En un momento, la pequeña se quedó en silencio. Jinx se irguió, tensando cada músculo del cuerpo. Kyan era muchísimo más pequeña que Isha, no solo por su nacimiento prematuro, también por su edad. Por lo que cada aspecto extraño, por minúsculo que pareciera, le resultaba preocupante.
¿Y si había dejado de hacer ruido porque dejó de respirar? ¿Los bebés podían olvidar cómo respirar?
Mierda.
La muchacha llevó cuidadosamente el dedo índice debajo de las fosas nasales de la bebé, tratando de tentar su aliento con la piel. Cuando percibió el resoplido tenue, pero cálido, de la niña, volvió a sentir el alma dentro del cuerpo y suspiró aliviada.
Kyan soltó un estornudo agudo, frunció el ceño y retrajo su cuerpo, encorvándose, pareciendo más pequeña de lo que ya era.
Jinx dibujó una sonrisa entristecida, lastimada, y acarició la sien de la niña con el pulgar. La bebé abrió los ojitos adormilados, ensartando sus zafiros brillantes en el rostro de su madre. La muchacha pareció querer huir por un segundo, pero una fuerza superior a ella la detuvo.
—Hola… —susurró, sin borrar la sonrisa que le pesaba en cada borde del alma—. Lamento haberte despertado. Tenía que saber cómo estabas.
Kyan, al escuchar la voz dulce de Jinx, pataleó con delicadeza, flexionando sus piernitas encarecidamente. Una sensación de familiaridad resonó en el pecho de la joven madre, como un golpe seco y contundente.
—¿Por qué siempre que te miro me duele el corazón? —volvió a susurrar, esta vez con la voz más rota—. Aunque creo que, si es verdad todo lo que ellos dicen sobre ti, entonces te estoy lastimando más yo a ti de lo que tú lo haces conmigo.
Kyan volvió a sacudirse con entusiasmo. De la misma manera que lo hacía dentro del vientre de su madre cuando ésta le hablaba, justo como lo estaba haciendo ahora.
Había vuelto a escuchar la voz de mamá.
Al fin podía ponerle un rostro a esa melodía que Jinx le tarareaba para hacerla dormir.
—¿Jinx…?
La voz de Ekko resonó en la habitación como un murmullo quebrado. El muchacho se despertó por instinto en cuanto percibió la presencia de alguien más dentro de la habitación.
Jinx levantó la vista hacia él, dando un paso hacia atrás que Kyan notó inmediatamente. La lejanía con su madre ahora la tenía atormentada.
Ekko guardó su arma, relajando los hombros. Intentó abrir la boca para decir algo más, pero no tuvo el valor. Sabía que el que Jinx hubiese visitado a la niña por voluntad propia ya era bastante bueno como para ser verdad, no quería arruinarlo con alguna estupidez soltada por su lengua imprudente.
Porque, incluso aunque odiara a Jinx, amaba a su hija más que a nada en el mundo. Y sabía lo mucho que Kyan necesitaba a su madre.
Ahora más que nunca.
La puerta de la habitación se abrió con lentitud, dejando entrar una rendija de luz que deslumbró los ojos de Kyan, quien parpadeó para librarse de la molestia, llamando la atención de sus padres.
Galen atravesó el umbral, seguido por una mujer zaunita. El médico quedó enmudecido al notar a la joven madre de pie junto a la incubadora. Miró a Ekko de reojo y éste solo se encogió de hombros.
—Jinx, que grata sorpresa —articuló Galen, recobrando la compostura—. No esperábamos que volvieras tan pronto.
—Ya me iba —respondió ella.
—No, no, por favor, espera —se apresuró a decir el médico—. Estoy seguro de que Kyan estará muy contenta de pasar un poco más de tiempo contigo.
Un silencio tenso se formó en la habitación, pero ninguno de ellos se atrevía a cruzar miradas con el otro. Hasta que Kyan, cansada de ser ignorada, comenzó a sollozar. Primero como un quejido temeroso, luego como un grito que exigía algo que le correspondía por derecho.
Jinx por fin descendió la mirada hasta ella. Conocía el gesto. Lo conocía de Isha, y ahora parecía hacerlo con ella.
Estaba hambrienta.
Y, por lo que se alcanzaba a escuchar, mucho.
Jinx dio un paso atrás, abrazando su propio cuerpo. Reteniendo con su carne el instinto desquiciado que la impulsaba a tomarla entre sus brazos para detener su pesar. Para calmar su hambre, su deseo de ser amada.
Galen pareció haber esperado una eternidad, manteniendo la esperanza de que, de alguna forma, Jinx actuara por su cuenta. Pero no lo hizo.
Dirigió su atención hasta la mujer a su lado y, con un movimiento leve de cabeza, la motivó a dar un paso al frente. Ella accedió, dubitativa. Tomó a Kyan en brazos y se sentó en la silla que Ekko había dejado libre.
—Vamos, preciosa. Sé que estás hambrienta —musitó con dulzura maternal—. Ya está. Ya está.
Jinx sintió un pinchazo en el pecho cuando la mujer se descubrió para intentar amamantar a la niña. Pero no dijo nada, más bien se tragó las palabras plagadas de veneno. Las tragó con tanta fuerza que le dieron náuseas.
Galen se posó a su lado.
—Desde tu última visita, ha rechazado la fórmula, hemos logrado que, cuando está todavía ligeramente adormilada, permita que alguna de las otras madres en el hospital la alimenten, pero… es quisquillosa.
Jinx dibujó una sonrisa casi imperceptible, con el ceño arrugado.
Kyan chilló, soltando un grito desgarrado impregnado en desesperación. La mujer trataba que se pegara a su pecho, pero la niña simplemente no cedía, con su cuerpo diminuto, y las pocas fuerzas que tenía en él, se echaba hacia atrás, llorando con un dramatismo que podría solo compararse con el de su madre.
—Supongo que ahora está lo suficientemente despierta como para notar que no eres tú —esbozó Galen, con un gesto angustiado.
El semblante de Jinx palideció. Un escalofrío le trepó la columna, y volvió a retroceder un paso. Kyan quería estar en los brazos de su madre, volver a escuchar su corazón, percibir su olor, sentir el calor que solo ella podía proporcionarle.
Al no sentir la voluntad de Jinx por acercarse a ella, Kyan lloró con más fuerza, un llanto lastimero que atravesó como una bala el corazón de ambos padres. Jinx sintió el instinto arañándole cada parte del cuerpo. Arañándole el pecho como una cadena de púas de acero. No sabía lo que era, pero estaba ahí, impulsándola a saltar como una leona defendiendo a su cría de las garras del peligro.
La mujer mayor elevó la mirada hasta Jinx, recobrando todo el valor que pudo para hacerle frente y hablarle con convicción.
—No va a dejar que yo lo haga. Tienes que hacerlo tú —soltó, sin titubeos—. Ella sabe que no soy su madre.
—Eso es imposible —dijo Jinx.
—Ella reconoce tu voz. Tu olor —refutó la mujer—. Todos los bebés lo hacen. La tuviste casi nueve meses dentro de tu vientre, y abrazada a ti en el momento en que nació. Por supuesto que va a elegirte por sobre cualquier otra persona dentro de esta habitación. —Se puso de pie, posándose frente a Jinx—. Ahora elígela tú a ella.
Colocó a la niña con delicadeza en los brazos de Jinx. La muchacha solo los había estirado porque se vio forzada a hacerlo. Pero aquella mujer parecía haberle perdido el miedo, y eso la molestaba de alguna forma.
¿Cómo se atrevía a hablarle de esa manera? A ella. A una de las criminales más temidas de la Ciudad Subterránea.
Pero el instinto maternal que ambas compartían le dio la respuesta certera. No había madre en el mundo que soportara ver sufrir a un recién nacido. Ni por hambre, ni por miedo, ni por la lejanía que guardara con su progenitora.
Le dirigió una última sonrisa y salió de la habitación seguida por Galen, que esperaba conceder de esta manera la suficiente privacidad que la muchacha requería para dejarse dominar por el impulso de apaciguar el hambre de su bebé.
Ekko, a regañadientes —porque seguía sin gustarle la idea de que Jinx se quedara sola con su hija—, tomó su chaqueta del respaldo de la silla y se dispuso a atravesar el umbral de la puerta, cuando una explosión en la parte de abajo sacudió el edificio entero.
Jinx refugió a Kyan contra su pecho, cubriéndola con su cuerpo, prácticamente por inercia cuando el techo comenzó a resquebrajarse sobre ellas.
Ekko intentó dar un paso al frente, deteniéndose en seco al escuchar los disparos provenientes del exterior. Las balas impactaron contra los muros de concreto, haciendo añicos los cristales.
Kyan se quejó en los brazos de su madre, aferrando sus deditos en su escote.
Galen entró hecho un rayo, resbalando las suelas de los zapatos en el piso.
—¡Tienen que salir de aquí! —exclamó, el rostro pálido como si hubiera vivido una pesadilla en esos pocos minutos—. Piltover está aquí. Hay Vigilantes por todas partes. Están destruyendo todo. Se están llevando a todos.
Jinx sintió como el estómago le subió a la garganta.
—Tenemos que sacar a Kyan de aquí —dijo Ekko.
Un grupo de refugiados llegó corriendo hasta la habitación en cuanto vieron a Galen en el umbral de la puerta. La mayoría mujeres y niños aterrorizados que habían logrado huir del fuego cruzado.
—Bloquearon todas las salidas —dijo la misma mujer de antes, que ahora llevaba a su propio hijo en brazos—. Nos tienen acorralados.
Ante aquella última frase, la mayoría de mujeres comenzó a llorar con desesperación. Galen tragó en seco.
—Mierda… —bramó Ekko.
De repente, escucharon como los pasos acerados de los Vigilantes se acercaban corriendo por las escaleras a pocos metros de ellos. Galen metió al grupo dentro de la habitación y cerró la puerta.
Estaban atrapados.
Jinx levantó la vista sobre su cabeza. Las vigas por las que había entrado todavía estaban intactas, pero el concreto del techo no tardaría en ceder. Kyan sollozó, acurrucándose entre sus brazos, la muchacha la observó con pena. No podía dejar que ellos se la llevaran. Porque si todo lo que decían sobre las dos era cierto… entonces, ya las habían separado una vez.
Y no dejaría que volvieran a hacerlo.
Colocó a la niña de vuelta en la incubadora y se sacó la capa que llevaba sobre los hombros desde que salió de La Última Gota, rasgó el borde inferior haciendo uso de uñas y dientes y dejó libre un pedazo de tela lo suficientemente largo como para cruzarlo desde el pecho hasta anudarlo en su espalda.
Después de haber hecho tres nudos lo bastante fuertes como para no ceder, tomó a Kyan, envolviéndola en la tela, permitiendo que la misma la abrazara a su cuerpo. Volvió a cruzar el sobrante, esta vez por la parte contraria del primer cruce y lo anudó nuevamente en la espalda.
Cuando sintió que la niña estaba bien asegurada, movió la silla hasta la viga más baja del techo. Y trepó por ella. Valiéndose de su propio equilibrio, que había sido perturbado por el peso de la pequeña, un peso que le resultó desgarradoramente familiar.
Una vez estuvo sobre la viga de hormigón —donde tuvo que moverse a gatas por la cercanía con el techo—, se giró hacia Ekko y los otros.
—¿Van a esperarlos sentados? —preguntó con su sarcasmo característico.
Ekko, saliendo del ensimismamiento de haberla visto hacer todo eso en un minuto, acompañó a Galen para ayudar a las mujeres a hacer lo mismo que Jinx con lo que sea que tuvieran a la mano. Permitiendo que una a una siguieran a la joven de cabello azul a través de su peligroso escape. La mayoría eran madres zaunitas que buscaban proteger a sus hijos de Piltover, no iban a rendirse tan fácilmente.
Los Vigilantes por fin llegaron hasta la habitación y trataron de derribar la puerta en cuanto Ekko logró trepar a la viga. Galen corrió hacia ella, buscando detenerla con todas sus fuerzas. Ekko intentó bajar para ayudarlo, pero él lo detuvo.
—¡Saquen a todos de aquí! —gritó—. ¡Váyanse ya!
Ekko trató de ignorarlo, su instinto heroico le exigía quedarse a su lado, pero el llanto de Kyan lo detuvo. Galen le sonrió, dándole la seguridad para marcharse.
Una vez el grupo desapareció de la vista, cedió su fuerza y retrocedió. Corrió hasta la silla y la rompió contra el suelo antes de que la puerta cayera de lleno, azotando con un golpe estridente.
Un par de Vigilantes entraron, apresándolo. Ambessa se deslizó por el umbral con una silueta ensombrecida y macabra. Sutil, tosca.
—¿Dónde están los demás? —preguntó.
—No sé de qué hablas —respondió el médico.
Uno de los Vigilantes que lo tenían apresado golpeó su estómago con fuerza. Galen se dobló por el dolor. Ambessa dio un paso pesado al frente.
—¿Cuánto tiempo creyó que duraría su teatrito, doc? La mayoría de los detenidos que tenemos hasta ahora son nacidos en Piltover, pero yo vine por los niños zaunitas que escondías aquí. Dime-en-dónde-están.
Galen frunció el ceño nuevamente.
—No sé de qué hablas —insistió.
Ambessa volvió a erguirse con un gesto feroz.
—Encuéntrenlos.
Luego miró al médico por el rabillo del ojo.
—Y a él tráiganlo conmigo. Tenemos mucho de qué hablar.
El pequeño grupo había logrado llegar hasta un edificio abandonado. Siendo Jinx quien los guiaba —sin haber tenido intenciones de hacerlo— mientras Ekko cubría la retaguardia.
Un grupo de Vigilantes comenzó a extenderse por los alrededores con el único objetivo de encontrarlos.
—Mierda… —bramó Ekko por lo bajo, cuando desfilaron peligrosamente cerca de su escondite—. Tenemos que movernos.
Jinx no respondió. Se mantenía de cuclillas entre los restos que fungían como barricada, pero Ekko podía distinguir su gesto exhausto.
—Deberías sentarte —le dijo.
—Estoy bien.
—Jinx, diste a luz no hace mucho, no puedes esforzarte demasiado.
—¿Desde cuándo te importa?
La mirada recriminatoria de Jinx se ensartó en el pecho de Ekko. El silencio incómodo que se había formado solo se cortó por el llanto desesperado de Kyan.
Seguía hambrienta.
—Carajo…
Jinx intentó mecerla para tranquilizarla, pero la niña no lo permitió. Su llanto, esta vez, no iba a cesar hasta obtener lo que ella sabía que le correspondía por derecho.
—Jinx… —la llamó Ekko, atisbando el exterior. El grupo de Vigilantes permaneció quieto a metros de distancia, intentando percibir mejor el sonido que apenas alcanzaban a escuchar por el ruido del viento. Ekko gritó bajito—. ¡Jinx!
La muchacha se dejó caer, deslizando la espalda contra un muro quebrado a la mitad. Y observó a Kyan, retorciéndose entre sus brazos. Restregaba su nariz contra sus ropas y sus dedos se habían aferrado con una fuerza asombrosa a la tela que sobresalía de su escote.
Alcanzó a escuchar los murmullos del grupo, las quejas silenciosas y preocupadas. No podían exigirle a la bebé callarse, pero sabían que, si no lo hacía, todos estarían perdidos.
Kyan no entendía el peligro, todavía no formaba un concepto sobre él. Lo único que sabía era que el hambre dolía en el estómago, que era molesta, y que no había forma de apagar esa horrible sensación.
Jinx bajó su capucha y, dejándose llevar por el instinto, pegó a la niña a su pecho.
En cuanto Kyan percibió el calor de su madre, ese que recordaba del día en que nació, aquel calor que la mantuvo abrigada dentro de esa fría y húmeda celda, detuvo su llanto, casi instantáneamente.
La pequeña comenzó a succionar con desesperación. Una tan mordaz que asestó un golpe seco en el corazón de la muchacha.
Era culpa suya que esa indefensa criatura estuviera muriendo de hambre.
Aquella mujer del hospital tenía razón. Kyan se había calmado solo con percibir su olor, solo con el contacto que existió entre piel y piel, solo con el rítmico palpitar de su corazón.
Entonces, de verdad, no había nadie en el mundo capaz de cuidar a esa niña de la misma forma en que su madre lo haría.
Y su madre… era ella.
Jinx sonrió, dominada por la ternura de los leves murmullos, pequeños y frágiles, que la bebé hacía al saciar su hambre. Al sentirse por fin conectada con la persona que la había traído al mundo y que durante días había extrañado.
Algo en ella se encendió. Una chispa de familiaridad, de reconocimiento. No porque recordara el cómo era amamantar a Isha, sino por Kyan. Por el movimiento lento de sus extremidades buscando la comodidad de sus brazos, por su tacto suave, su respiración serena.
Las lágrimas descendieron como una cascada sin que ella lo notara siquiera, hasta que una de ellas se deshizo en la mejilla de la bebé.
Era ella, ese recuerdo de ella, suplicando volver.
Los momentos olvidados regresaron a ella, como destellos de memorias que se sentían un sueño, como algo que poco a poco volvía a pertenecerle.
Entonces, con un brillo resplandeciente, volvió a sonreír. Dibujó esa sonrisa enternecida, agotada y humedecida. Acariciando la mejilla de la niña con suavidad.
—Hola… mi pequeña luciérnaga.
La bebé entornó los ojos. Reconoció inmediatamente la voz de su madre y el dulce apodo con el que se refería a ella desde mucho antes de ver la luz del mundo.
Mamá la recordaba. Por fin estaba en los brazos de mamá.
Y nunca volvería a separarse de ellos.
Notes:
Les dejo otro fanart de Charuvitas para este capítulo de la primer conexión madre-hija entre Kyan y Jinx "Hola, mi pequeña luciernaga"
IX. Obsidiana - El significado de este título se los daré más adelante, en el capítulo que se titulará de la misma forma. ¡Prepárense!
Chapter 10: X. Esmeralda
Notes:
(See the end of the chapter for notes.)
Chapter Text
Por un segundo, todo lo que los rodeaba había desaparecido.
Por ese breve instante, Jinx y Ekko se encontraron inmersos en una oscuridad infinita, solo con los aterciopelados sonidos que Kyan realizaba al mermar su apetito. Después de todo, habían sido días tortuosos para ella y su padre. Días en los que Ekko creyó que no podría mantener a su bebé con vida, por más que se esforzara, e incluso llevándole el mundo entero a sus pies.
La niña necesitaba de Jinx, aunque esa idea le resultase amarga, su pequeña princesa necesitaba a su madre, como cualquier recién nacido, como cualquier niño en el mundo.
Los traguitos audibles, acompañados de pequeños suspiros de alivio, enternecieron el corazón de su padre, lo que hizo más difícil su vuelta a la realidad.
Piltover estaba pisándoles los talones.
Ekko entregó su chaqueta a Jinx para que con ella protegiera a Kyan del frío. La joven desvaneció inmediatamente la sonrisa que había mantenido desde que comenzó a observar fijamente a la bebé, y elevó la mirada hacia él, con una pizca de sobresalto y consternación.
—Hay que movernos —anunció el muchacho—. ¿Puedes caminar?
—Más vale que lo intente. A menos que quieras volver a llamar la atención.
Los presentes inspiraron súbitamente, dando un respingo.
Jinx resopló, y se levantó del suelo con torpeza, ignorando la mano que Ekko había extendido hacia ella.
—Camina, niño insecto —dijo, pasándolo de largo, como si no llevara a Kyan pegada a su pecho.
—¿A dónde carajo vas, Jinx? —gruñó Ekko, sosteniéndola por el hombro—. Yo iré al frente, tú quédate-
—No me digas qué mierda hacer —refunfuñó ella, alejándose de su agarre, cuidando mantener a Kyan bien sujeta entre sus brazos—. Soy muy capaz de mantener a mi hija a salvo sin tu ayuda.
Ekko estuvo a punto de quejarse. Kyan también era su hija, tenía la responsabilidad de protegerla y, sobre todo, deseaba hacerlo. Observó detrás de Jinx, el pequeño grupo de gente que había salido del hospital gracias a ellos tenía las miradas fijas en la discusión que había comenzado entre ambos.
Tomó aire y suspiró profundo, canalizando su evidente molestia.
—Yo iré primero —insistió, esta vez más calmado—. Tú mantente segura detrás de mí, junto con los demás.
La muchacha frunció el ceño, a punto de objetar. Como si amamantar a su bebé en frente de tantas personas no fuera suficiente prueba de su nueva vulnerabilidad, ahora escuchar las órdenes de un estúpido Firelight era la cereza del pastel.
—Ni siquiera pienses que yo-
Intentó decir, cuando Kyan se removió entre sus brazos, soltando un quejido suave que la detuvo de golpe. Todas las cosas que la pequeña tuvo que atravesar en ausencia de su madre cayeron sobre Jinx como un muro de concreto que le rompió los huesos y el orgullo.
Jinx tomó aire con pesar, aferrando su agarre alrededor de Kyan, abrazándola con fuerza, como si con ese simple gesto fuera suficiente para remediar el daño.
Esta vez no podía seguir siendo tan egoísta. No después de todo lo que había ocasionado.
—Hazlo —aceptó, dando una señal a Ekko para que avanzara.
El muchacho salió a hurtadillas del edificio, atisbando ante cualquier movimiento sospechoso.
Ekko logró sacar al grupo de entre las ruinas, valiéndose de la noche para pasar desapercibidos hasta los callejones más intransitados de Zaun, donde se disiparon, no sin antes agradecerle al muchacho… y a la propia Jinx.
Algo que ninguno —mucho menos Jinx— se imaginó jamás hacer.
La Última Gota se alzó frente a los jóvenes padres, con esa estructura roída y el hedor a ebrio de siempre.
Entraron a escondidas, tal y como Ekko lo hacía desde que se enteró del embarazo de Jinx, y como lo había hecho la última noche que juraron jamás volverse a ver.
A menos que hubiera una pistola de por medio.
O, en este caso, un bebé.
Una vez estuvieron dentro de la habitación, el alma pareció regresarles al cuerpo con tal fuerza que se dejaron caer rendidos; Jinx al borde de la cama, y Ekko en el suelo, a metros de distancia.
La muchacha observó a la niña entre sus brazos. Dormía plácidamente, acurrucando sus manitas contra el pecho de su madre. Jinx dibujó una sonrisa cálida, peinando sus delgados cabellos de recién nacida con delicadeza, cuando la bebé soltó un sonido tenue.
—Tranquila, mi luciérnaga, ya estás en casa —dijo—. Ya estás conmigo. No voy a volver a dejarte ir…
Elevó a la pequeña con ligereza y plantó un beso en su frente.
—Lo que pasó hoy, se queda aquí —advirtió Jinx—. Kyan se queda aquí. Nadie más debe saber de ella.
—Quienes huyeron del hospital-
—No hablarán si saben lo que les conviene.
—Ellos ahora deben tener un concepto distinto de ti, dudo que sigan temiéndote —añadió Ekko.
Jinx hizo una mueca. Lo que el muchacho había dicho cayó como una verdad devastadora.
—No quiero que piensen que soy una heroína, Ekko —bramó—. Solo estuve en el lugar y momento equivocados.
—O correctos.
La muchacha fijó la mirada en él, en total desacuerdo. Al segundo siguiente, ruidos provenientes del exterior comenzaron a intensificarse.
Ekko se puso de pie de golpe.
—Escóndete —ordenó la joven. Ekko vaciló, Jinx se puso de pie cuando la puerta rechinó para abrirse—. Abajo de la cama. ¡Rápido!
El muchacho pareció confundido, pero accedió a regañadientes. Jinx se giró hacia la entrada en cuanto Silco apareció detrás de ella, con un gesto impenetrable pero con una mirada cansada. Llevaba a Isha en brazos, dormitando con los deditos aferrados a la solapa de su saco.
Jinx suavizó la mirada en cuanto notó a la niña. Ahora la veía como un ser separado de ella y Kyan, como una integrante más de esa pequeña familia que estaba comenzando a formar entre sus brazos.
—¿Dónde carajo estabas? —preguntó Silco, dando un paso al frente mientras Jinx retrocedía otro.
Luego, la mirada de Silco se clavó en la bebé en los brazos de Jinx. Ahí estaba, una esperanza que saboreaba ya perdida, nuevamente se hacía presente.
—¿Esa es…? —intentó cuestionar, esta vez con los ojos serenos perturbados por el genuino asombro—. ¿Cómo es que…?
—Es… una larga historia.
Un resoplido irónico, apenas notorio, se alcanzó a escuchar debajo de la cama. Jinx, con toda la discreción que la molestia le permitió tener, le dio un talonazo a alguna parte del cuerpo de Ekko, sintiendo satisfacción al percibir un quejido silencioso por parte del muchacho.
Isha abrió los brillantes ojos dorados, buscando el rostro de mamá después de alcanzar a escuchar su voz. Jinx había estado lejos por varias horas y, aunque la pequeña ya se había acostumbrado a la compañía del viejo, no podía dejar de sentir el apego que todo bebé experimentaba por su madre.
Silco colocó a la niña con cuidado en el brazo libre de Jinx, ayudándola a tomar asiento nuevamente en el borde del colchón. Los brillantes y agotados ojos de la joven se clavaron en ambas niñas, mientras Isha se acomodaba entre su agarre sin dejar de mirarla, Kyan se mantenía aferrada a su ropa todavía dormitando con tranquilidad.
—No sé qué mierda fue lo que hiciste —añadió Silco—, pero te ves cansada.
—Lo estoy.
—¿Podrás con las dos tú sola? Puedo llamar a Sevika para que-
—Estoy bien —respondió ella apresuradamente.
Silco no dijo nada más —sabía distinguir a la perfección cuando Jinx no buscaba tener más compañía—, y se marchó de la habitación, cerrando la puerta detrás de sí. Ekko salió a rastras de debajo del colchón, sacudiendo la tierra de su ropa una vez estuvo de pie frente a Jinx.
—Supongo que él solo me toleraba porque… bueno, “eso”.
—¿Mi lenta caída a la locura? —bramó ella, con ironía.
—No creo que puedas caer mucho más.
Los feroces ojos azules de Jinx se clavaron en él.
—¿Por qué sigues aquí, imbécil?
Ekko mantuvo su gesto amargo todavía dibujado en el rostro, paseando los ojos desde la mirada hostil de Jinx hasta el apacible semblante de Kyan, para terminar ensartándolos en Isha.
—¿Piensas conservarla? —preguntó, señalando a la niña con una mirada severa.
—Tú no acabas de preguntar eso —bramó Jinx, entre dientes, enfrentando la mirada de Ekko con sus propios ojos afilados y beligerantes, como si el muchacho directamente hubiera amenazado a la pequeña—. En serio no acabas de hacer la pregunta más estúpida que se te hubiera ocurrido.
—Jinx.
—¡No! ¿Qué mierda te sucede? Que seas el padre de Kyan no te da ningún derecho sobre las decisiones que yo tomo —escupió, esta vez el sobresalto se alcanzaba a notar en todo su cuerpo—. Isha es mi hija, tanto como Kyan. Ahora soy consciente de eso.
Kyan había despertado, y tanto ella como Isha buscaban apaciguar su angustia —ocasionada por la discusión de ambos jóvenes— aferrándose al escote de su madre entre pequeños sollozos que imploraban su atención.
—Te guste o no —exhaló Jinx, tratando de calmar su molestia para poder tranquilizar a las niñas en sus brazos—. Isha y Kyan son hermanas. Y así será por siempre, no importa cuánto intentes evitarlo.
Ekko observó a ambas bebés, pataleando para tratar de aferrarse mejor a las ropas de Jinx. No había una diferencia importante en ellas, no una que lo obligara a creer que la decisión que Jinx estaba tomando era del todo desquiciada.
Porque al final, ambas eran dos niñas indefensas que necesitaban el calor de una madre… fuera de sangre o no.
—¿Y qué piensas hacer con dos bebés de su edad?
—Supongo que… ser fuerte. Por ellas.
Ekko suspiró, volviendo a colocarse la chaqueta sobre los hombros.
—Entonces tienes que tener un plan para cuidar de ambas, porque Piltover no invadió el hospital por casualidad, Jinx —dijo, capturando la mirada de la joven—. Ellos saben que escapaste. Saben que eres valiosa para Silco, y saben que Silco es un premio gordo. El toque de queda y el reclutamiento de niños… seguro fueron solo el comienzo… No quiero que Kyan se vea envuelta en eso.
—No lo hará. Voy a mantenerla a salvo. Las mantendré a salvo.
Ekko avanzó un paso cerca de Jinx y, con sumo cuidado, dio una última caricia plagada de amor a los cabellos de su hija, marchándose al segundo siguiente, dejando a Jinx a solas con ambas niñas.
Por un segundo pareció querer ceder ante el cansancio. Ante aquella sensación de que todo por fin había terminado, y ella estaba justo ahí, en la tranquilidad de su habitación, con esas bebés entre sus brazos.
Dos mundos diminutos que dependían completamente de ella.
Kyan restregó su nariz contra el pecho de su madre, gimoteando con insistencia, como si desde el momento en que hubiese aprendido ese patrón no lo hubiese querido soltar jamás.
Porque esa era la manera en que mamá atendía sus necesidades.
—De nuevo estás hambrienta, ¿eh? De acuerdo, solo déjame-
Intentó articular, reacomodándose de manera que pudiera colocar a Isha sobre la cama, pero en cuanto la niña sintió la inminente separación, comenzó a llorar desconsoladamente, alcanzando a prendar sus dedos al escote de Jinx.
—Isha… será solo un momento, por favor.
Pero la niña se rehusó, incrementando su llanto. Kyan, angustiada por el sonido peculiar del lamento de la otra y el hambre que su madre todavía no saciaba, también comenzó a llorar con la misma fuerza que Isha.
—Kyan, solo aguanta un poco más, mi niña, dame un segundo para-
En un momento, la pobre madre se encontraba con las dos criaturas berreando en sus brazos, sin la menor idea de lo que debía hacer.
—Isha, necesito que esperes tu turno, por favor. Te lo suplico, pequeña, déjame alimentar a Kyan y después-
Pero en cuanto ella volvió a hacer ademán de separarla de su abrazo, esta vez la niña soltó un grito desgarrado que le erizó los nervios, obligándose a volverla a tomar con fuerza.
Kyan no iba a quedarse atrás, ella también necesitaba la atención de mamá. Había pasado demasiado tiempo lejos de ella y separarse ya no era una opción, así que avivó sus sollozos en cuanto volvió a sentir el peso de Isha a su lado.
Si cuidar a un solo bebé era ya de por sí un trabajo difícil, cuidar de dos parecía una hazaña imposible.
Jinx podía sentir esos pequeños cuerpecitos retorciéndose entre sus brazos, pataleando, manoteando, llorando con insistencia lastimera.
Buscaban su calor, su abrazo, su consuelo. El tierno gesto de su madre, aquel único ser en todo el mundo que las amaría incondicionalmente hasta el último día de su vida.
Suspiró profundo cuando ambas miradas, azul y dorada, se clavaron en ella, llorosas y suplicantes.
La desesperación la dominó. La ansiedad comenzaba a arañarle la garganta.
Sus dos bebés la necesitaban y ella no estaba haciendo nada para calmarlas.
Una punzada de dolor le atravesó el pecho, como una bala que le hubiese perforado el corazón de un solo golpe. La inutilidad de su existencia y su propia ineptitud como madre primeriza, le dieron una patada directo en el orgullo.
El miedo a hacer las cosas mal, a fallarles a esas dos niñas que no conocían nada más del mundo que aquel que ahora las rodeaba, que confiaban ciegamente en ella y que comenzaban a sentirse desplazadas, la una por la otra, llenaron su corazón de vacilación y terror.
Y, entonces, lloró.
Porque tenía demasiadas preguntas y ninguna respuesta.
Porque ser madre iba más allá de todo, y ella estaba… estancada.
—Perdón… n-no tengo idea de lo que estoy haciendo… —sollozó, unificando su llanto con el de las pequeñas—. No sé en qué estaba pensando… yo… tal vez todos tengan razón, tal vez esto es demasiado para mí.
Su llanto se hizo denso. Tanto que el pecho le pesaba al respirar.
—Yo… yo solo quiero mantenerlas a salvo… ¿cómo voy a hacerlo si ni siquiera puedo lograr que dejen de llorar?
Apretó los parpados con fuerza, tratando de contener las lágrimas que empapaban los rostros de las bebés. Y luego, dentro de la habitación pronto se escuchó solo su voz suplicante que se reprendía una y otra vez a sí misma.
Sorprendida, descendió la vista. Aquellos diminutos pares de ojitos brillantes la observaban consternados. Isha mantenía sus manitas aferradas a su ropa y Kyan había llevado las suyas entre sus labios, pero ambas miradas fijas se habían clavado en ella, buscando una respuesta.
Jinx sorbió la nariz, deteniendo su llanto. La habitación se quedó en silencio. Y entonces lo sintió, fue como una brisa cálida, un susurro que le dijo lo que debía hacer. Un instinto que había nacido en ella desde el segundo en el que decidió conservar a Kyan cuando supo que estaba embarazada.
Desde el momento en que tomó la decisión de no beber el contenido de aquel vaso.
Desde el momento en que aceptó convertirse en madre.
Y lo comprendió todo.
Seguía sin saber qué hacer, pero entendía lo que tenía que hacer.
Era confuso incluso para ella. Nadie le había enseñado cómo ser madre, estaba aprendiendo sobre la marcha, a prueba y error.
Pero algo nuevo se había instalado en ella. Una seguridad de que, cualquier cosa que hiciera, siempre y cuando fuera en bienestar de sus hijas… sería lo correcto.
Solo tenía que escuchar a su instinto.
Entonces, con toda la calma que había logrado recuperar, a pesar de que ambas niñas amenazaban con llorar de nuevo, descubrió su pecho y, con suave delicadeza, pegó a ambas a ella, sosteniéndolas fuertemente.
Una fuerza cargada de amor y paciencia.
Las bebés pronto se prendaron a ella, su succión suave y rítmica volvió a llenar de paz el corazón de Jinx. Porque sus pequeñas, sus niñas, por fin habían encontrado consuelo en los brazos de su madre.
Jinx observó a Kyan con ternura, y luego sus ojos buscaron a Isha.
—A partir de ahora, tú deberás cuidar de Kyan, mi pequeña Isha —murmuró con tono dulce—. Ambas son hermanas, y lo serán siempre. Sin importar qué.
Unas lágrimas furtivas se formaron en torno a sus ojos, y su agarre tembló.
—Mi hermana y yo… nos cuidábamos mutuamente… —murmuró con la voz quebrada—. Si no la hubiera perdido en aquella explosión… estoy segura de que ella las amaría tanto como yo.
Ambas se acurrucaron, buscando la calidez de su piel. Jinx besó cada una de sus coronillas con dulzura.
Podría soñar con mantenerlas así por siempre. Juntas, apresadas contra su corazón.
Decirle a Silco lo que había pasado fue la parte complicada. Porque evidentemente el hombre sabía a la perfección que Ekko se encontraba en el hospital cuando todo sucedió.
El muchacho tuvo que tragarse todo su orgullo para contarle a Jinx que el viejo había pasado día tras día pendiente de Kyan, cuidando que nadie lo notara, pero abasteciendo al hospital de todo lo que la bebé pudiera requerir.
Ekko debía admitir que de no haber sido por Silco, la recuperación de Kyan habría sido más difícil, tal vez incluso… imposible.
Y en el fondo, él sabía que desde ese momento, le debía la vida de su hija.
—¿Por qué aún no me has echado de aquí? —preguntó Jinx, con la frente baja, pero con una mirada orgullosa que parecía ofendida.
Silco levantó la vista, observándola por debajo de las cejas, con los codos descansando sobre el escritorio de la oficina. Jinx parecía un gato asustado, acorralado, dispuesto a mostrar las garras en caso de sentirse amenazado.
Ambas bebés descansaban a sus pies dentro de una canasta de mimbre lo suficientemente amplia para las dos. Abrigadas desde los pies hasta las orejas.
—¿Y a dónde exactamente crees que irás con esas dos? —preguntó Silco, sin demasiada emoción, señalando con la punta de la nariz a ambas infantes.
Jinx frunció más el ceño, elevando la vista hasta él, ofendida.
—¿No crees que sea capaz de cuidarlas por mi cuenta? No te necesito. Si estoy siendo una carga para ti y tu estúpido plan revolucionario, entonces-
—Jinx —interrumpió Silco—. ¿De dónde carajo sacaste que iba a echarte de aquí?
La joven guardó silencio cuando Silco clavó la mirada en Sevika.
—¡Yo no le dije nada! —se excusó ella.
—Creí… —habló por fin Jinx— Creí que en cuanto supieras que Ekko era el padre de Kyan, me echarías a la calle… ¿por qué aún no lo haces? Los Firelights son nuestros enemigos y yo… yo tuve una hija con su líder…
Silco suspiró pesadamente, echando la silla hacia atrás cuando se levantó. Dio pasos pesados hasta Jinx, y ésta no pudo evitar desviar la mirada de su gesto serio y reprobatorio.
La había cagado. De verdad la había cagado.
Silco levantó una mano, demasiado cerca de ella, Jinx reaccionó por instinto, encogiéndose de hombros, esperando alguna reprimenda, pero el hombre solo la colocó sobre su hombro, reconfortándola.
—No has dormido en toda la noche, ¿verdad? —preguntó, Jinx negó en silencio—. Ve a hacerlo. No necesitas vigilarlas a cada segundo, estarán bien.
Jinx tomó aire, poniéndose de pie para tomar a las niñas.
—Y no vuelvas a largarte sola —añadió Silco—. No con toda la mierda que está pasando ahora. ¿Qué hubieras hecho si te llevaban de nuevo a- —se detuvo en seco, analizando cuidadosamente sus palabras—. Si te llevaban lejos —corrigió—. ¿Qué habría pasado con ellas? Piensa bien lo que haces a partir de ahora, Jinx, ya no eres solo tú.
Relajó los hombros, liberando el peso que llevaba encima desde los últimos días, y miró a las bebés, durmiendo acurrucadas la una contra la otra.
—Dependen de ti. Toma en cuenta que cualquier cosa que te suceda tendrá consecuencias para ellas. Si te lastimas, ellas salen lastimadas. Si desapareces, ellas te buscarán… —tragó en seco—. Si mueres… ellas morirán. No importa por donde lo veas, dependen enteramente de ti, y aunque un día crezcan lo suficiente como para que creas que por fin dejarán de hacerlo… estarás equivocada.
Aquellas palabras parecían un reproche, pero en realidad no se habían sentido como uno, al menos no para la joven madre, que por un segundo experimentó una especie de brisa cálida que se asentó en su pecho.
La puerta de la oficina se abrió de golpe, dejando entrar a uno de los hombres de Silco con el rostro pálido y una mirada urgente. Antes de que el sujeto pudiera decir algo más, una mano casi del tamaño de su cabeza lo apartó del camino.
Chross se alzó frente a Silco, debajo del umbral de la puerta, con ojos diminutos y una presencia similar a la de un muerto que caminaba entre los vivos.
Jinx dio un paso apresurado al frente, colocándose junto a Silco, cubriendo con su figura a las dos pequeñas que se mantenían dormidas en el suelo, abrigadas y protegidas.
—¿Qué carajo haces aquí? —se atrevió a preguntar Silco, avanzando lo suficiente para evitar que el otro se adentrara más en la oficina, descubriendo a las niñas.
Chross abrió la mandíbula ceñida, destensando músculos que parecían no moverse demasiado y dibujó un intento de sonrisa.
—Silco, grandísimo idiota —comenzó con un tono amargo, burlesco y arrogante—. Tú… tomaste algo que me pertenece.
Jinx vaciló. El vacío se anidó en su pecho. Pronto el terror dominó su estado y las manos comenzaron a temblarle, pero jamás deshizo la firmeza de su postura.
Incluso si debía pelear con uñas y dientes, nunca aceptaría la palabra de aquel matón.
Isha no le pertenecía a él. Isha era suya. Ella era su madre. Y si debía dejárselo claro a punta de pistola, lo haría.
Porque nadie intentaría arrebatarle a cualquiera de sus hijas… y viviría para contarlo.
Notes:
Dejo para ustedes una hermosa comisión que encargué sobre este capítulo de Jinx con sus bebés
Chapter 11: XI. Onix
Notes:
(See the end of the chapter for notes.)
Chapter Text
La ferocidad de una madre ante el instinto protector de mantener a sus hijos a salvo es algo que posiblemente ningún matón en Zaun sería capaz de comprender.
Aun si lo vieran en primera fila y alguien decidiera explicarlo con lujo de detalle.
Tal vez esa era la principal razón por la que ni Chross ni los suyos habían sido capaces de anticipar la estupidez que acababan de hacer al amenazar a Jinx con arrebatarle a una de sus bebés.
La tensión en el aire era palpable, apenas podía respirarse en esa atmósfera plagada del fétido olor a cigarrillo rancio y alcohol.
—Silco, grandísimo idiota. Tú… tomaste algo que me pertenece —bramó Chross, destensando con dificultad la mandíbula.
Silco dio un paso firme al frente, acortando la distancia con el indeseado invitado, Sevika lo siguió de cerca, posándose a su lado con un aura imponente.
Jinx, por su parte, tuvo que ignorar el impulso visceral de lanzarse sobre ellos con pistola en mano, solo para retroceder ligeramente, manteniendo ocultas a ambas bebés detrás de ella.
—Tienes demasiado valor para entrar así a mi oficina —reconoció Silco con una mueca que pareció una sonrisa burlona por un segundo— o simplemente eres demasiado imbécil.
Chross intentó extender la glacial mano hacia el viejo, pero Sevika lo interceptó de inmediato, con un agarre tan fuerte que lo obligó a retroceder.
—Deberías irte —sugirió con un gruñido. Después señaló con la mirada al grupo de hombres de Silco que ya se habían plantado detrás de Chross y los suyos.
Chross pareció estremecerse, entornó los ojos pequeños y retrocedió, dispuesto a marcharse.
Entonces, como un murmullo, el pequeño sollozo de Isha rompió el silencio. Jinx sintió un soplo gélido atravesando su espalda, uno que la hizo temblar de horror en cuanto Chross se giró hacia ella con un gesto victorioso.
—Tú… Fuiste tú, pequeña ladrona —escupió el hombre, reafirmando su postura frente a la muchacha—. ¡Devuélveme a esa mocosa ahora!
Jinx dio un paso atrás, deslizando la mano sobre su muslo, llevándola justo hacia donde guardaba su arma, cuando el tacto cálido de Silco la detuvo en seco.
El hombre la había tomado por la muñeca para evitar que desenfundara la pistola. Su agarre sereno le transmitió a Jinx la calma necesaria para recuperar el aliento.
Isha siguió llorando, esta vez con mayor fuerza, añorando los brazos de su madre y despertando a Kyan del sueño profundo en el que se encontraba.
La mirada imperturbable de Silco nunca se apartó del gesto hostil de Chross, ni de la dirección que comenzaban a tomar sus manos, porque sabía que en cualquier momento podría lanzar una orden con ellas para atacar sin piedad.
—Jinx —la llamó, soltando lentamente el agarre de su muñeca—. Tómala.
Jinx lo miró consternada, pero Silco no se movió ni un centímetro, mantenía esa estoica figura, imperturbable ante la tormenta que se alzaba sobre ellos.
—Jinx —insistió él, sobresaltando a la joven—. Llévalas arriba.
La muchacha permaneció inmóvil, a la defensiva, dispuesta a atacar de ser necesario, dispuesta a proteger a esas niñas con su vida.
Esta vez Silco se giró hacia ella con esa mirada serena y apacible, la misma que le aseguraba que mantendría a salvo a las tres.
Sin importar nada.
Jinx inspiró con fuerza y levantó a las niñas en brazos, ambas se acurrucaron contra su pecho, mientras Kyan soltaba un suspiro de alivio al sentir el calor de mamá —que la ayudó a volver a conciliar el sueño—, Isha aminoró su llanto, aferrándose con las uñas a las ropas de Jinx.
—Ella no te pertenece —gruñó Chross, señalando con la punta del cadavérico dedo a la bebé.
—Sí lo hace —enunció Silco, antes de que Jinx pudiera decir nada—. Pasó semanas en nuestro territorio. Ahora está bajo mi protección.
El corazón de Jinx dio un vuelco ante aquella declaración, una brisa cálida la abrazó y, sorprendentemente, se sintió segura dentro de aquella diminuta habitación llena de enemigos.
—¡Estás demente! —escupió Chross—. Tú, mejor que nadie, sabes que no puede quedarse aquí. Ella me pertenece desde mucho antes de su nacimiento.
—Ya no —continuó Silco, tensando la voz—. Y ahora que sus padres están muertos, no hay nada que te dé poder sobre ella.
—Silco, pedazo de mierda-
Chross intentó acercarse peligrosamente al hombre, pero Sevika se interpuso entre ambos sin siquiera pestañear. Silco dio un paso lento junto a ella, volviendo a reafirmar su postura soberbia y altiva.
—Ahora le pertenece a Jinx. Así que si tú, o cualquiera de los tuyos, se atreve a ponerle un solo dedo encima a alguna de esas niñas… —su mirada se tornó siniestra y sus palabras afiladas—, te aseguro que terminará muerto.
El viejo volvió a observar a Jinx, haciéndole una seña con la cabeza para que saliera de la oficina. La muchacha —poco habituada a obedecer órdenes— soltó un bufido que le alborotó los cabellos, y avanzó a paso ágil y orgulloso a través de la multitud de matones que la miraron desde arriba, como si no fuera más que una chiquilla caprichosa, una que acababa de iniciar una disputa entre dos de los más peligrosos líderes de la mafia en Zaun.
Pero, una vez atravesó la puerta para cerrarla a su espalda, permaneció a un costado de ésta, oculta por el muro y tratando de calmar los últimos pequeños sollozos de Isha para lograr escuchar todo desde afuera.
—Esa niña no puede ser la mascota de Jinx, lo sabes muy bien.
Silco y Jinx fruncieron el ceño, indignados, cada uno desde su sitio.
—No es una mascota —vociferó Silco, justo antes de que una agraviada Jinx irrumpiera de nuevo en la oficina—. Es su hija.
El salón quedó en total silencio, incluso Jinx y la propia Sevika parecían genuinamente sorprendidas. Y Silco, aparentemente consternado por su reciente declaración, tragó saliva para recuperar la compostura.
—No vas a hacerla cambiar de opinión —siguió—, y a mí tampoco.
Chross soltó una risotada al aire que estremeció los tablones de madera del suelo.
—¿Te estás ablandando, anciano? —inquirió con sorna—. Jinx recoge una huérfana de la calle y tú decides que puede conservarla. Simplemente no sabes decirle que no.
Luego levantó la mirada sobre los diminutos lentes de sol que mantenía atascados en el puente de la nariz y sus hostiles ojos apagados se fijaron en Silco, provocándole un escalofrío que le erizó los nervios.
—Cualquiera pensaría que ahora tienes más de una debilidad, Silco…
Sevika dio un paso al frente, azotando la bota con agresividad.
—¿Por qué mejor no te largas? —escupió—. Ya no tienes nada qué hacer aquí.
Chross se irguió, inspirando con fuerza, tomó uno de los habanos del cenicero sobre el escritorio y lo encendió peligrosamente cerca del rostro de Silco.
—Eso ya lo veremos —murmuró, escupiendo el humo contra él—. ¿Verdad, abuelo?
Y dejó caer el habano encendido sobre el canasto donde anteriormente ambas bebés se encontraban dormidas. Las mantas que Jinx había dejado abandonadas dentro de él, inmediatamente comenzaron a incendiarse debido a las brasas encendidas, provocando un diminuto fuego contenido por el mimbre trenzado a su alrededor, que iluminó ese pedazo de la habitación.
Cuando Silco percibió el olor a quemado y la evidente amenaza que esto significaba, Chross no necesitó decir nada más para que el hombre se sintiera, por primera vez en toda su vida, vulnerable.
Jinx tuvo que ocultarse detrás de la puerta cuando ésta se abrió para dejar salir al grupo de hostiles que ni siquiera notaron su presencia entre las sombras. La muchacha volvió a respirar cuando todos y cada uno de ellos desaparecieron en el umbral de la puerta del bar, miró a las pequeñas entre sus brazos y resopló.
De haber tenido un arma entre las manos en lugar de a esas bebés, las cosas habrían sido distintas.
Nadie la hubiera podido detener, incluso si lo intentaban. Nadie la hubiera mirado como si no fuera capaz de asesinarlos a todos con un solo movimiento rápido.
Nadie la hubiera subestimado.
Pero, incluso así…
Observó a ambas pequeñas, con sus manitas regordetas descansando entre sus labios mientras tenían las narices pegadas a su pecho helado, sin protesta alguna, sin ninguna objeción, sin nada más en la mente que permanecer seguras entre sus brazos.
No cambiaría el tesoro que ahora tenía entre las manos por ningún arma. Ni por absolutamente nada.
Alcanzó a escuchar un resuello por parte de Silco en cuanto éste se dejó caer sobre la silla, fatigado. Y se asomó por la abertura que la puerta había dejado al rebotar tras el azote de Chross.
Entrevió a Silco, masajeándose las sienes como si eso fuera suficiente para disipar la migraña que ella había provocado —de alguna forma—.
—Te dije que sería un problema —habló Sevika, extendiendo hasta él un habano nuevo—. Debimos haberle arrancado a la chiquilla de los brazos antes de que se encariñara más con ella. Ni siquiera debimos permitir que la nombrara, esa mocosa-
—Ya está hecho —interrumpió Silco—. Chross no quitará el dedo del renglón, esta vez no irá solo tras esa niña, lo hará también con Kyan.
Sevika tragó pesado.
—Será su mejor venganza —dijo.
Jinx sintió un escalofrío que la obligó a abrazar a ambas niñas contra su pecho casi inconscientemente. Incluso para Sevika —que hubiera deseado no estar envuelta en todo ese embrollo debido a una mocosa “lasciva” como lo había sido Jinx— nada de lo que estaba sucediendo era justo. Sobre todo, porque sabía que aquello de “usar a los niños en las minas” era solo una cortina de humo de algo mucho más denso entre las manos de Chross.
—¿Cuál es el plan? —tragó Sevika, recuperando el aliento.
Silco suspiró con pesadez y se dejó caer contra el respaldo de la silla.
—Me han informado que Piltover está sacando a sus infantes de la ciudad. Después de las redadas y el reclutamiento de niños, Zaun se ha vuelto más hostil, el Consejo teme una revolución y quiere poner a los suyos a salvo.
—¿Y eso qué? —escupió Sevika—. Ellos tienen recursos y aliados, nosotros no tenemos nada.
Un silencio agudo se asentó entre ambos, y luego Sevika lo miró con ojos atónitos.
—¿No estarás pensando en…? —preguntó, el silencio de Silco fue su respuesta más certera—. Es una locura. Ella nunca aceptará.
—Tendrá que hacerlo tarde o temprano —enunció Silco—. Por ahora es el único plan que tengo para mantenerlas seguras.
—Sí, pero… ¿lejos de ella?
Jinx tuvo que tragarse el nudo que se había formado en su garganta, no podía hacer ruido y mucho menos atravesar la puerta para recriminar algo. Tomó aire con el ceño fruncido y subió hasta su habitación a paso pesado.
Estaba molesta. Furiosa.
Que Silco la hubiese defendido antes no le daba derecho a quitarle a sus hijas. Nadie tenía ese derecho, ni siquiera el propio Ekko, que era el padre de una de ellas.
Colocó a las niñas sobre la cama, con toda la delicadeza que su cólera le permitió, y se dejó caer en el banquillo frente a la mesa de trabajo. La sangre le hervía, podía sentir la mandíbula tensa apretando los dientes hasta que le rechinaron.
¿Acaso Silco la estaba traicionando? Pero, si hubiera sido así, entonces ¿por qué se enfrentó a Chross? ¿En qué demonios pensaba el viejo al arriesgar todo por lo que había trabajado así?
Soltó una patada al cajón de madera bajo la mesilla y éste salió disparado hacia el suelo. Jinx refunfuñó al levantarse para recoger el desastre que había ocasionado —porque no quería tropezar con él mientras llevara a cualquiera de las dos niñas en brazos—. Cuando se topó directamente con aquel ramillete de cabellos azules que Silco le había llevado después de inspeccionar el hogar de Isha. Aquellos cabellos azules que le pertenecieron a su madre biológica y que estaban perfectamente bien conservados de la humedad y el polvo.
Por un segundo, toda la devoción y cariño que creyó haber perdido en Silco, quedaron atascados en su pecho, como una bala que se detuvo antes de llegar al corazón.
Realmente no se sentía capaz de odiarlo, no después de todo lo que había hecho por ella tras rescatarla de Stillwater. No después de haber amenazado a Chross con tal de proteger a sus bebés… con tal de protegerla a ella.
Pero seguía molesta.
Y tal vez, solo tal vez, todo lo que había escuchado no eran deseos egoístas de un capo mafioso que buscaba recuperar su renombre.
Sino de una figura paterna que buscaba proteger esa pequeña familia que ella estaba formando en sus brazos.
Pero lo que seguía atormentándola era el porqué Silco parecía tan familiarizado con los planes de Chross y lo que significaba esa mirada nostálgica que sostenía cuando le entregó ese mechón de cabellos añil.
Los balbuceos dulces de Kyan llamaron inmediatamente su atención. Jinx se levantó de golpe, dejando que sus pensamientos se perdieran en el aire, y asomó la cabeza por encima de la cama.
Ekko estaba ahí, acariciando con suavidad las mejillas de la bebé, provocando su sonrisa suave, ligeramente perceptible.
—Ya ni siquiera voy a preguntar cómo mierda entraste —bramó Jinx.
Y depositó la mirada en la pequeña Isha que, por pura inercia, se había aferrado a la manga de la chaqueta del muchacho, después de todo estaba a su alcance, pero Ekko pareció ignorarla hasta que los insistentes ojos de la pequeña llamaron su atención.
En cuanto Ekko la miró con mala cara, Isha sonrió, como buscando el mismo tacto cálido que estaba teniendo con su hermana, pero el muchacho solo se separó de su agarre con delicadeza, ignorándola.
Jinx frunció el ceño, comprendía la aversión que él tenía con Isha, la misma que en algún momento Silco también sintió, pero era estúpido de su parte culpar a una bebé de los errores que ella, como madre, había cometido.
—No es su culpa que mi mente la haya confundido con Kyan después del parto —se quejó Jinx, levantando a la bebé de la cama para evitar que siguiera sintiendo el rechazo de Ekko.
—Fueron días enteros —bramó Ekko—. Días en los que nuestra hija pudo haber muerto porque ella —escupió con resentimiento— ocupó su lugar.
Jinx tragó en seco. Ya no necesitaba que le siguiera reclamando un error que constantemente la atormentaba, mucho menos ahora que sentía que irremediablemente tendría que dejarlas ir.
Entonces, Ekko se puso de pie, entregándole una pequeña bolsa de papel.
—Son tés de hierbas. Renne los hizo —dijo—. Te ayudarán con la producción de leche… o algo así.
—¿En serio fuiste a buscarla? —indagó Jinx, con una ceja levantada.
Ekko se limitó a arrugar el entrecejo. Nunca aceptaría frente a ella que la única persona en quien confiaba lo suficiente para decirle sobre la doble crianza que Jinx estaba llevando era Renne, la mujer que alguna vez cuidó de ellos cuando eran más jóvenes.
Jinx se dejó caer sobre la cama, soltando un suspiro pesado que obligó a Isha a acurrucarse más contra su pecho, con la mano libre acarició el torso diminuto de Kyan, provocando un murmullo de alivio ante su cercanía. La muchacha sonrió conmovida por la paz que ambas pequeñas le proyectaban.
—¿Cuál es el plan, niño salvador? —soltó de pronto—. ¿Solo vamos a vernos así? ¿Mientras entras por algún ducto de ventilación a mi habitación y fingimos que eso es completamente normal?
Ekko se mordió la lengua. Jinx continuó con la voz débil y áspera.
—¿Qué pasará cuando ellas crezcan y busquen a su padre?
Entonces Ekko tragó con fuerza, volviendo a erguirse.
—Isha no es mi hija —masculló, con las espinas plagadas de veneno enroscando cada palabra.
El peso de veinte toneladas de hierro cayó directo en el estómago de Jinx y se estremeció ante el frío en la voz de Ekko.
La misma gélida voz con la que la abandonó aquella noche.
—Escuché que Piltover está buscando sacar a los niños de la ciudad —comentó Jinx, aferrando su agarre sobre Isha, como si con eso pudiera contener el dolor en el pecho—. Quieren ponerlos a salvo antes de que comience una revolución. ¿Qué sabes de eso?
Ekko la miró con severidad y titubeó antes de dar una respuesta, pero cedió ante los profundos ojos azules de la muchacha.
—Sí, también lo escuché —respondió—, pero sigue siendo un proyecto a medias, todavía necesitan afianzar las alianzas con otros distritos, otras ciudades, que estén dispuestos a aceptar a niños provenientes de un conflicto bélico. No será sencillo, Jinx, posiblemente tome meses, incluso años —Ekko guardó silencio un segundo y luego entornó los ojos acusatorios hacia ella—. ¿Por qué el interés en niños piltillos?
Jinx colocó a Isha junto a Kyan y ambas se acurrucaron la una contra la otra, mientras su madre las cobijaba con dulzura.
—Estoy harta —dijo, con dureza, pero sin levantar el tono de voz para no perturbar la tranquilidad de las niñas—. No quiero esto ni para Kyan ni para Isha, no quiero que pasen su vida entera huyendo, ocultándose de Vigilantes o de… gente que me odia. No merecen eso… y lo que merecen, yo no puedo dárselos, no aquí, no en esta ciudad podrida.
—No sabemos cuándo sucederá la evacuación, Jinx, y… ¿hacerlas pasar por niñas piltillas? —Ekko sacudió la cabeza, evidentemente esa no era la mayor preocupación de ambos en ese momento—. No hay forma de que te sientas bien dejándolas ir, sobre todo después de cuidarlas por tanto tiempo…
—No necesito que pase más tiempo, ya me es imposible dejarlas ir… —sollozó Jinx, conteniendo las lágrimas—. Pero no quiero que ellas vivan eso, que se vean envueltas en eso… no ellas… no mis bebés.
Ekko dio un paso tembloroso al frente, extendiendo la mano para intentar alcanzar el hombro de la joven que ni siquiera se había percatado de su gesto. Cuando la puerta se abrió de golpe y Silco atravesó el umbral con el rostro ensombrecido y una mirada que, de haber podido, habría acuchillado a Ekko una docena de veces.
—Si desapareces en los próximos dos minutos, olvidaré que estuviste aquí —bramó Silco.
—No puedes impedirme visitar a mi hija —aclaró Ekko, irguiéndose frente a él.
—No, pero puedo determinar el tiempo que pasas dentro de mi territorio —gruñó el mayor, mirándolo con ese frío ojo verde como si fuera suficiente para helarlo—. Y tus dos minutos se están agotando.
Ekko vaciló, Silco nunca dejaría de ser una figura imponente, por más valiente que él fuera, y perfectamente podría dejar de lado la “tregua” que habían formado en silencio después del nacimiento de Kyan con tal de hacer notar su mala reputación. Sobre todo, ahora que Jinx había recuperado la memoria y no necesitaba de él para mantener a su hija a salvo.
Para Silco, Ekko no era más que una presencia superflua de la que le encantaría deshacerse.
Tragó en seco, y volvió por donde había llegado.
—Mañana mandaré a llenar de concreto todos los ductos de ventilación —mencionó el hombre después de verlo marcharse.
Jinx rodó los ojos con incomodidad, si conocía bien a Ekko —y lo hacía— él no se rendiría con algo como eso, mucho menos cuando se trataba de seguir viendo a su hija.
Luego el hombre miró a Jinx, extendiendo hasta ella un par de mantas afelpadas, cuidadosamente dobladas. La muchacha lo observó inerte, con una ceja levantada.
Sabía que había perdido un par después de la amenaza de Chross, pero no creyó que a Silco le interesara reponerlas.
—Hará frío esta noche, y tu habitación no está equipada para resguardarlas de eso —aclaró Silco, mirando de reojo el vacío que se extendía en torno a la hélice.
Jinx tomó las mantas a regañadientes, no podía evitar sentirse ligeramente traicionada de que el sujeto no le hubiera mencionado, ni por accidente, su plan de enviar lejos a sus hijas.
—¿Chross tenía razón? —preguntó sin rodeos—. ¿Te estás ablandando?
Lejos de molestarse mínimamente, Silco se limitó a hablar con serenidad.
—Se lo debo a su madre —dijo, mientras señalaba a Isha con la mirada.
Jinx se quedó estática por un segundo, tomó aire con fuerza y se levantó de golpe de la cama.
—¡Tú la conocías! —exclamó con cierto tono de recriminación—. Es por eso que odiaste que trajera a Isha hasta acá.
—No sabía que tenían relación hasta que vi el cuerpo de Neela en esa choza…
—¿Nee-
—Neela —continuó Silco—. Ese era su nombre. Y no, nunca pudo nombrar a esa bebé. No le dieron la oportunidad.
Silco se sentó al borde del colchón, dejando salir un suspiro que pareció cargado de pesar y culpa. Luego elevó la mirada hasta Jinx, pensativo.
—Tú… me recuerdas en algo a ella.
Jinx frunció el ceño y retrocedió un paso.
—¿Qué fue lo que pasó con ella…? —cuestionó—. ¿Por qué ahora está muerta…?
—Confió en las personas equivocadas —respondió Silco.
—La traicionaste…
—Es una forma de verlo.
Isha se retorció entre las mantas, como si hablar de su madre le hubiera afectado en algo, como si realmente comprendiera de lo que estaban hablando. Silco la observó, asomando la cabeza por encima de ella, más por instinto que por curiosidad.
Un instinto que lo llevó directo a estar en la mira de Jinx.
La muchacha extendió el arma hasta que el ojo de ésta quedó clavado en la nariz del hombre.
—Aléjate de ella —amenazó.
—Jinx —intentó razonar él, separándose lentamente de la bebé hasta quedar de pie a un costado de la cama, con las manos elevadas junto a su cabeza—. ¿Qué demonios haces? Baja la jodida pistola.
—No vas a quitármela.
—¿Qué?
—Te escuché —continuó Jinx—. Planeas hacer que se las lleven de aquí, junto a otros niños piltillos. No pienso dejar que la alejes de mí, y me importa un carajo lo que haya pasado entre su madre y tú. ¡Ella es mi hija ahora! ¡Es mía! ¡¿Oíste?!
Por un segundo, el rostro de aquella joven de ojos dorados y cabello azulado se mostró frente a Silco, como un fantasma que venía a cobrar una deuda mal saldada.
“No es una mascota. Es su hija”.
Escuchó Jinx, como un eco lejano. Lo que antes había sido una frase cargada de protección y algo cercano al amor, ahora se saboreaba singularmente amarga.
¿Acaso ella había sido parte de un plan cuidadosamente enmarañado por parte de Silco? ¿Era por eso que quería arrebatarle no solo a Isha sino también a Kyan?
No. No dejaría que eso sucediera.
Aferró el agarre en torno a la culata del arma, colocando vacilante el dedo en el gatillo.
—No vas a arrebatármelas… —gruñó–. No fallaré como madre. ¡No voy a fallarles! ¡No dejaré que les hagas daño!
—Jinx…
Silco intentó dar un paso temeroso al frente, con las manos estiradas para intentar calmar a la joven.
Sentía que tal vez esa era su penitencia, y Jinx sería su verdugo.
Porque, de verdad, esa muchacha estaba dispuesta a defender a sus niñas, con parentesco de sangre o no, ambas eran sus hijas.
Y él, mejor que nadie, sabía que no había nada más debilitante que una hija.
Notes:
La personalidad de Jinx está basada en la de Powder del Universo Alterno de la serie, ya que sus eventos canónicos son similares, por eso es tan distinta a la personalidad de la Jinx de NMLY, que sigue los eventos y la personalidad de la Jinx del canon de la serie.
Chapter 12: XII. Zafiro
Notes:
(See the end of the chapter for notes.)
Chapter Text
Querido amigo, al otro lado del río…
La mujer de bucles azules se abrió camino entre la maleza. Los edificios que revestían el centro de la ciudad se habían quedado kilómetros atrás. Zaun se caía a pedazos desde que la última guerra contra Piltover concluyó.
Aquella guerra en la que Neela perdió a la única familia que le quedaba: Felicia, Connol, Vander y Silco. Aquella guerra que dejó a la pobre joven de solo quince años completamente sola, valiéndose por su cuenta. Aquella guerra que dejó a Violet y Powder huérfanas, y a Silco y Vander con una familia partida por la mitad.
Mis manos están frías y desnudas…
Y ahora, la voz de Neela resonaba en una canción en medio de la oscuridad mientras huía por su vida…
No.
Mientras huía para salvar la vida de la bebé que lloraba sin piedad entre sus brazos.
Querido amigo, al otro lado del río. Me llevaré lo que puedas darme…
Pero… ¿cómo es que había terminado de esa forma?
Estaba ahí, metida en lo más profundo de algo parecido a una celda: paredes de concreto, agrietadas y enmohecidas, techo tapizado de fisuras y un foco que apenas iluminaba la camilla de acero sobre la que se encontraba recostada.
Las piernas flexionadas y el grito atascado en la garganta, se mordía la lengua para soportar el dolor agudo que le atravesaba la espalda para quebrarla por la mitad.
Fue cuando lo entendió: traer vida al mundo… era una mierda.
Neela soltó un alarido desgarrado, aferrando las uñas al frío metal de la plancha de acero. Y, después de la calma que duró un segundo, sus oídos fueron acribillados por el primer llanto de aquella criatura que acababa de dar a luz. El lamento de la afligida recién nacida que había cargado en su vientre durante nueve meses y que ahora se retorcía en los brazos de la partera que Chross se había molestado en conseguir para ella.
Porque sí, el sujeto debía asegurarse de que esa cosa llegara al mundo con vida.
Esa cosa tan diminuta, indefensa, inocente, incapaz de entender que ese era el mundo en el que había sido condenada a nacer y que no tendría más opción que aferrarse a eso.
Esa bebé que no era más que una niña con un destino escrito, que nació únicamente con un objetivo. Una niña sin padre, producto de una inseminación artificial, forzada a existir para saciar el asqueroso deseo de poder de los superiores de su madre.
Una bebé que Neela no anhelaba, que no amaba, que fue forzada a parir para obtener algo mucho más valioso para ella que una hija: su libertad.
Al punto de ser lo suficientemente capaz de abandonarla en las avariciosas garras de Chross.
—Llévenla al laboratorio —ordenó el hombre en cuanto la partera le aseguró que la niña había nacido totalmente sana, justo como esperaban.
Lo siguiente ni siquiera tomó por sorpresa a Neela: la habían dejado a su suerte sobre la plancha metálica, no se molestaron en observar si tenía hemorragias o alguna herida, simplemente se marcharon del lugar. Sabían que ella ya había cumplido con su cometido.
Neela salió de la camilla con un pequeño salto que le tensó los músculos y le hizo temblar cada hueso del cuerpo. Estaba acostumbrada al dolor, al miedo, a la culpa.
Cuando vives toda tu vida en los Carriles, sin nadie que vea por ti, aprendes a sobrevivir a costa del sufrimiento de los demás. Y ella había pasado los últimos trece años aprendiendo de los mejores en el tema.
Trece años… siendo un peón más en el juego macabro que Chross desarrollaba bajo la sombra de Silco. Trece años desde la muerte de Felicia y su separación del grupo que la mantuvo a salvo cuando era una mocosa demasiado ingenua para la vida en el Distrito Suburbano.
Caminó por los corredores del edificio arrastrando los pies, apenas podía mantenerse erguida sin doblarse de dolor tras las punzadas que le recordaban su reciente parto. Lo único que quería era volver a su habitación, su único pequeño espacio destinado para ella.
Pero, cuando atravesó el último corredor que la llevaría hasta su anhelado destino, escuchó el llanto de la pequeña.
Insólito, porque en ese maldito lugar nunca se había oído antes a un bebé llorar. Los huérfanos que no fueran capaces de trabajar en las minas eran descartados automáticamente por Chross, abandonados en las calles hasta que morían por frío o inanición.
Neela lo sabía. Ella había sido reclutada tras la explosión en el Puente del Progreso, cuando Vander y Silco le dieron la espalda, pero logró librarse del trabajo forzado después de demostrar que era capaz de hacer mucho más: era astuta, ágil y, sobre todo, conocía bien los Carriles, sabía desenvolverse en ellos con una naturalidad que le facilitó obtener información que únicamente llevaba a oídos de Chross.
Era una adquisición valiosa para él. Demasiado. Y por eso nunca le permitió marcharse.
Hasta ahora.
El llanto desgarrado de la niña volvió a sacarla de sus pensamientos con violencia. Dudó un segundo y luego observó por la pequeña ventanilla en la puerta de acero.
La partera había puesto a la recién nacida en un cunero mal hecho, de base oxidada y un colchón remendado que apenas cumplía su función. Y, después de colocarle electrodos por todo el cuerpo, forzó a la pequeña a aferrarse a un biberón de vidrio.
Neela se quedó estática. Aquello que la estaban obligando a beber no era leche, sino Brillo. Una cantidad mínima, pero que en un recién nacido podría ser letal.
La muchacha supo cómo disimular su gesto horrorizado, no era la primera vez que era testigo de los actos inhumanos que Chross y los suyos eran capaces de hacer.
Aunque esta vez se había sentido diferente, como una estaca en el pecho que extendió el dolor hasta su garganta y le provocó náuseas.
—No deberías estar aquí —escuchó a su lado.
Chross colocó su mano sobre su lánguido hombro. Neela maldijo para sí. Había centrado su mirada tanto en la niña que olvidó por completo revisar que él estuviera dentro de la habitación.
Cuando la partera apartó el biberón de la pequeña, lo único que ésta hizo fue seguir llorando, su cuerpo no parecía haber reaccionado de ninguna forma al Brillo que había ingerido.
—Ve a descansar —continuó Chross, con un inusual tono de empatía en su voz. Neela lo observó de reojo por un segundo y luego dirigió su atención a la ruidosa bebé—. No me digas que estás preocupada por ella —se burló Chross—. ¿Instinto maternal? Tú no tienes ni un gramo de eso, Neela.
La muchacha chasqueó los labios. Indignada.
—Por supuesto que no —dijo—. Esa niña no es mi hija, es solo…
—Un precioso experimento —interrumpió Chross.
Neela desvió la mirada.
—Sí… un experimento.
Chross le dio una palmada en la espalda que la obligó a tambalearse.
—Alégrate, la cantidad de Brillo que ingirió no la matará, su cuerpo fue modificado para ello, ahora nuestro objetivo es averiguar cuánto Brillo es capaz de soportar.
La muchacha tragó en seco, sin apartar la mirada afligida de la bebé que daba manotazos al aire como si quisiera aferrarse a algo inexistente.
—¿Y qué pasará cuando llegue a su límite? —preguntó.
Chross elevó una ceja.
—Probablemente muera —respondió—. Y solo entonces habremos avanzado realmente en nuestra investigación.
El silencio que demostraba que Neela repudiaba al mundo y estaba cómoda con ello, inundó el corredor, con apenas el llanto lejano de la bebé siendo percibido por su madre.
La partera salió de la habitación, dejando a la recién nacida llorando dentro del cunero, completamente sola en la oscuridad apenas interrumpida por una fría luz blanca sobre ella.
La bebé pataleó con fuerza, llevándose las manitas hasta la boca, desesperada. Neela escuchó su llanto, era madre primeriza, pero el instinto en ella encendió una luz roja en su cerebro que la llevó a abrazarse a sí misma, reteniendo la peculiar sensación húmeda que percibía en su pecho.
—¿Dejarás que muera de hambre? —preguntó, tratando de disimular lo que sucedía: su cuerpo respondiendo a la necesidad de su bebé por ser alimentada.
—Nadie aquí está dispuesta a ser la nodriza de una ratita de laboratorio, créeme —respondió Chross. Neela tragó en seco.
Entonces, una idea macabra se encendió en los pensamientos egoístas del hombre, abrió la puerta de la habitación y lanzó a Neela dentro con un empujón.
—Podrías hacerlo tú —dijo—. No quiero que esa mocosa muera tan pronto. Asegúrate de que eso no suceda.
Neela solo exhaló con pesadez al encontrarse acorralada. Pero, ¿qué tan difícil podía ser? Solo tenía que mantenerla con vida esa noche, ¿verdad?
La bebé volvió a soltar un grito agudo que llamó inmediatamente la atención de su madre. La muchacha asomó la cabeza sobre el cunero, aquella bola de carne rosada con el rostro enrojecido por el llanto parecía casi irreal.
Sus cabellos castaños recubriendo delicadamente su nuca, su tamaño compacto y diminuto, y sus manos tan pequeñas que apenas podrían cubrir uno solo de sus dedos.
Neela picoteó la nariz de la niña con un toque delicado, haciendo que se quedara quieta por un segundo entero, abriendo los ojitos con dificultad.
Eran dorados, idénticos a los suyos.
La madre retrajo su toque y, resignada, tomó a la pequeña con sumo cuidado, acunándola contra su pecho. No tenía idea alguna de lo que hacía, pero algo dentro de ella la obligaba a hacerlo, como si su subconsciente le ordenara calmar el llanto de aquella bebé.
De su bebé…
«Tranquila, “Neeli”, cuando seas madre lo entenderás».
Esas habían sido las palabras que Felicia le repitió al menos dos veces en su vida, una cuando Vi nació y otra cuando Powder nació. Porque Felicia adoraba a Neela a pesar de no compartir la misma sangre, y Neela —teniendo cinco y diez años respectivamente—, siempre estuvo ahí, admirando cómo funcionaba ser madre.
Si Felicia siguiera con vida… tal vez podría ayudarla a entender lo que sucedía en su cuerpo y ese desesperado deseo que le quemaba el pecho al escuchar a esa pequeña llorando con desesperación.
Sintió un tirón ligero en la cabeza que la obligó a bajar la mirada hasta la bebé. La niña seguía succionando con calma, pero sus ojos se habían fijado en ella: brillantes y curiosos, como los de un gatito callejero buscando hogar. Sus deditos se habían aferrado a uno de sus mechones rebeldes, y parecía no querer soltarlo por nada del mundo. Era como si con ese gesto le suplicara a su madre no alejarse de ella.
Luego se agitó con una sonrisa infantil, inocente, sin separar los labios del pecho de su madre. Una sonrisa que compartió con Neela su tranquilidad, su alegría y la seguridad en la que se sentía.
La muchacha también sonrió.
—Tú sabes bien quién soy, ¿verdad? —murmuró con un tono amargo—. No eres tonta, aunque seas un bebé. Incluso si trato de huir de ti, tú sabes bien que tu madre soy yo… ¿no es así?
La bebé se separó del pecho y soltó un bostezo pequeño, para después acurrucarse nuevamente contra las ropas de la muchacha, sin jamás soltar su cabello.
Neela frunció el ceño y, con sumo cuidado, desenredó sus rizos de la mano de la niña. Nuevamente la colocó dentro del cunero, a pesar de que la pequeña arrugó el entrecejo, a punto de llorar, en cuanto sintió la separación.
—Lo siento, pequeña. Pero no puedo…
La envolvió con una dulzura forzada y salió de la habitación, permitiendo que la oscuridad cubriera el llanto de la recién nacida.
Había pasado una semana, Neela no soportaba estar cerca de la pequeña. Tuvo que acceder a una extracción de leche para que la misma partera que la trajo al mundo la alimentara y pudieran mantenerla con vida. Pero estaba llegando a su límite, al igual que la bebé, que no toleraba estar apartada de su madre. La soledad le aterraba, necesitaba estar envuelta en su calor, acunada con el latido de su corazón golpeando en su oído.
Esa mañana, Neela entró hecha una furia a la oficina de Chross. Tanto que la puerta se azotó contra la pared en cuanto la abrió de golpe.
—¡No has cumplido con tu palabra! —exclamó la joven. Chross la observó en silencio, detrás de esas diminutas gafas de sol, severo—. Lo prometiste… dijiste que en cuanto esa niña naciera me dejarías ir. Ya tienes a la bebé, ahora dame mi libertad.
Los ojos de Chross no alcanzaban a distinguirse con claridad, pero Neela sabía que los había entornado, como si fuera a reñirla por subir el tono de voz frente a él. Aunque a la muchacha nada de eso le interesaba.
Chross se levantó del sofá en un movimiento limpio, le sacaba al menos medio metro de altura, Neela lo miró desde abajo con ojos insolentes. Era una de las pocas subordinadas que no le temían.
Porque a Neela nunca le asustó la muerte.
Justo en el momento en el que el sujeto movió la boca para intentar decir algo, la puerta volvió a abrirse. Y Silco entró a la oficina con paso firme.
Neela tensó cada músculo del cuerpo, había pasado demasiado tiempo desde la última vez que lo vio, nunca podría sacar esa escena de su mente: ella, una niña que después de ver a Felicia y Connol morir, se vio obligada a presenciar cómo a quienes consideraba sus hermanos mayores, peleaban a muerte en un río cubierto de fuego y cenizas.
Neela sintió un escalofrío, ese momento en el que salió corriendo de ahí, abandonando todo lo que conocía, incluso a las pequeñas Violet y Powder —que acababan de perder a sus padres—, aterrada de en lo que su familia se había convertido, no dejaba de darle vueltas en la cabeza.
Y ver a Silco solo le provocaba náuseas.
Se dio la media vuelta, alcanzando a distinguir de reojo —del otro lado de la ventana— una figura pequeña de trenzas azules en la planta baja del edificio: Powder… o Jinx, como ahora era conocida en los Carriles.
La mirada ensombrecida que la muchacha cargaba era evidente. Neela había escuchado la historia: una explosión en un apartamento de Piltover, la muerte inminente de los hijos adoptivos de Vander, entre ellos Violet, el encierro de Jinx en Stillwater y el rescate de Silco.
Todo encajaba, todo excepto…
Neela tragó en seco en cuanto su mirada logró enfocarla mucho mejor, se quedó paralizada, la respiración se detuvo y el pecho se le estrujó con violencia.
Estaba embarazada.
Jinx, la pequeña bebé de Felicia, estaba jodidamente embarazada.
Y era evidente que trataba de ocultárselo al mundo. La mayor sintió un revuelco en el estómago, una bocanada de culpa, un instinto que la incitó a moverse en la misma dirección que Jinx. Pero ese bebé no nacido… no era problema de Neela. Después de todo, ya no formaba parte de esa familia.
Volvió a tomar aire y salió de la oficina en silencio. Silco ni siquiera se inmutó.
En cuanto atravesó el umbral de la puerta, el llanto de la bebé le cortó la respiración. El insólito sonido atravesaba los corredores como un murmullo persistente al que todos se habían terminado acostumbrando.
—Esa niña… —masculló para sí—, tiene buenos pulmones.
Y es que la pobre bebé lloraba sin parar después de cada pequeño experimento que realizaban con ella, y no era para menos, después de todo, la niña estaba aterrada. Era llevada de un lugar a otro por brazos desconocidos, percibía aromas amargos: a habano y alcohol, no la trataban con el mínimo tacto, ni siquiera con decencia humana.
Todo lo que la rodeaba era frío, seco, oscuro, húmedo e incómodo. Y nadie —absolutamente nadie— se tentaba ni siquiera un poco el corazón como para calmarla.
Neela se dirigió de nuevo hacia aquella habitación apenas iluminada, miraba horrorizada como la partera extraía Brillo de un frasco con ayuda de una jeringa.
—¿Qué es lo que haces…? —preguntó.
La mujer se quedó en silencio, recostando de lado a la bebé para descubrir su muslo. Neela tembló y volvió a formular su pregunta, esta vez con un tono mucho más severo.
—¿Qué mierda haces?
—Son órdenes de Chross —respondió la mujer, sin darle demasiada importancia—. Hemos aumentado la dosis, debemos acelerar el proceso, sin importar qué.
La bebé soltó un chillido agudo en cuanto la jeringa atravesó la carne y el Brillo se extendió por toda su pierna, dejando surcos púrpuras tatuados en su piel delicada que pronto desaparecieron.
Neela tragó saliva con fuerza y alejó la mirada de la escena, apretando los puños para mantenerse serena. La partera tomó a la niña con brusquedad y la dejó en los brazos de su madre.
—¿Qué-
—Eres la única que puede hacer que se calle —dijo la mayor, con un gesto de total amargura.
—P-Pero…
—Tranquila —continuó, tomando nota en el portapapeles que se hallaba sobre el escritorio—. No durará mucho. Chross quiere que pronto comencemos con el método intravenoso. Esa mocosa no soportará mucho, la dosis es más fuerte y el método mucho más invasivo. Es demasiado para una niña con tan pocos días de nacida.
La bebé lloró, escondiendo el rostro en el hueco del cuello de su madre. Por primera vez en días por fin volvía a percibir su dulce y cálido aroma, y eso la tranquilizó prácticamente de inmediato.
Neela trató de afirmar su agarre en torno a la bebé, pero la pequeña soltó un grito agudo que tomó por sorpresa a su madre. Al principio la joven no comprendió lo que sucedía, hasta que notó que su mano se había posado sobre su diminuto muslo, justo en el lugar en el que le habían inyectado el Brillo. La zona lucía roja e hinchada. Neela colocó a la niña de nuevo en el cunero con el cuidado suficiente para que no se lastimara por su cuenta.
—Ya vuelvo, tranquila —le dijo en cuanto la bebé hizo un puchero para seguir aferrada a ella.
Salió de la habitación como un rayo y volvió a los pocos minutos. Con cuidado acunó a la pequeña en sus brazos, colocando una compresa tibia en la zona y estirando con delicadeza la piernita que la niña mantenía flexionada por el dolor.
La bebé sollozó, adolorida, crispando con fuerza los puñitos en las ropas de su madre.
—Ya está… ya está… —murmuró Neela, tratando de calmar el malestar de su hija—. Tranquila, sé que duele… pero con esto te sentirás mejor.
La bebé mantenía el ceño fruncido y los labios enroscados, hizo ademán de buscar su pecho y Neela, resignada, no tuvo más opción que ceder ante la petición de su hija. La culpa la estaba consumiendo, ¿cómo podría negarse a darle lo único que seguro la haría sentirse mejor y a salvo?
Y, en realidad, no estaba tan equivocada, porque casi instintivamente la pequeña se aferró —como era su costumbre— a uno de sus rizos añiles en el segundo siguiente en el que comenzó a ser alimentada. Su ceño se suavizó y pareció entrar en un estado imperturbable de calma.
—Supongo que ya te sientes mejor —murmuró Neela con una sonrisa nostálgica—. Felicia fue quien me enseñó eso, ¿sabes? Ella era como una hermana mayor para mí, fue la madre que nunca tuve, cuidó de mí cuando me quedé sola en el mundo y me enseñó cientos de cosas.
Su rostro se ensombreció y suspiró, apretando inconscientemente el agarre alrededor de la niña.
—Pero la guerra me la quitó, al igual que a Connol. Después de eso… Vander y Silco se “distanciaron”, y yo me alejé de ellos. Escuché que Vander cambió completamente después de creer que lo había perdido todo en la explosión de aquel apartamento en Piltover. Y solo… se fue. Se rindió.
La bebé hizo un sonido dulce, como si le hubiera respondido a su madre en su propio idioma. Neela sonrió con ironía.
—Al final, supongo que cada uno de nosotros construyó un infierno con sus propias pésimas decisiones… —peinó con delicadeza el cabello de la niña—. Felicia te hubiera adorado, como seguro adoraría al bebé que Jinx está esperando.
Un aire helado le caló la piel y cobijó a la pequeña con la única manta remendada que había dentro del cunero.
—Pobre Felicia… haber muerto sin saber qué pasaría con sus hijas. Agonizar… con la incertidumbre de lo que sería de ellas y su futuro, ¿quién las cuidaría como ella pudo haberlo hecho? No me imagino una muerte más angustiante.
La bebé se separó de su pecho, satisfecha. Tiró de su cabello en cuanto hizo un movimiento para estirarse entre sus brazos, abriendo sus brillantes ámbares en busca del amable rostro de mamá.
—No me mires así, niña… No puedo hacer nada por ti. Sé que Felicia jamás me hubiera perdonado por dejarte aquí, pero… esto es para lo que naciste, es… tu destino. Y…
Y… luego, después de que el plan de Chross funcione, cientos… miles de niños nacerían con ese mismo propósito. Sufrirían lo mismo que esa pequeña que ahora se acurrucaba contra sus ropas, sus ojitos somnolientos la miraron por última vez antes de quedarse dormida con el pulgar entre sus labios.
La puerta resonó con golpes secos que la sacaron de sus pensamientos de un tirón, dio un respingo, borrando todo gesto bondadoso que hubiese podido dibujar en su rostro y levantó la vista hasta el umbral. Uno de los hombres más cercanos a Chross la miraba con cierto grado de desprecio y una mueca displicente.
—Quiere verte, vamos —ordenó. Neela se puso de pie, tratando de colocar a la bebé en el cunero cuando el hombre la detuvo, tomándola por el hombro—. No, no, no. Llévala.
La joven, confundida, no tuvo más opción que acceder, incluso si su cuerpo completo le gritaba que se detuviera, que aquel no era un lugar seguro para esa criatura.
Cuando llegó a la misma oficina de donde horas antes había escapado, se sentó en el sofá por orden del sujeto que la acompañaba. La bebé se quejó en sus brazos, parecía estar inconforme de que su madre permaneciera quieta, pero Neela no tenía más alternativa, así que para calmarla siseó con suavidad, acariciando su diminuta nariz con la punta del meñique.
—Shh, shh… tranquila, niña. No es buena idea que llores aquí.
La bebé arrugó la nariz con dulzura, como si hubiera tratado de contener un estornudo que luego desapareció en el aire. Neela dibujó una sonrisa casi imperceptible, incluso por ella, que parecía no haberla notado.
—Veo que ahora eres una experta.
Chross entró a la oficina a través de una puerta secundaria que daba a algún salón privado en el que tenía sus reuniones más importantes y secretas. Neela resopló, inconforme, y el hombre chasqueó los dedos para que uno de sus subordinados tomara a la bebé de los brazos de su madre.
—Estuve pensando en lo que dijiste —comentó Chross, sentándose en la silla frente a ella, sin que Neela fuera capaz de apartar la atención de la bebé que ahora sollozaba en los brazos de uno de los más letales súbditos de su jefe—. Sobre… tu libertad.
La muchacha contuvo el aliento. “Libertad”, una palabra nunca antes dicha por aquel sujeto. Clavó sus desorbitados ojos dorados en él, con una esperanza contenida. Chross pareció dibujar una sonrisa.
—Te dejaré ir —afirmó él y a Neela se le detuvo el corazón—. Puedes marcharte, ahora mismo si eso es lo que quieres, no voy a detenerte.
Neela sintió un escalofrío, ¿él estaba hablando en serio? Después de todo ese tiempo actuando en contra de su voluntad, siendo un peón más de un juego que le revolvía el estómago, de verdad… ¿por fin era libre?
Mientras recorría los pasillos del edificio para llegar hasta esa maldita oficina, una extraña sensación le atravesó la espalda, como si la muerte le estuviera susurrando al oído y mirara a su bebé con anhelo. Ese sentimiento jamás la abandonó, y ahora que la niña no estaba abrigada entre sus brazos, parecía haberse incrementado.
El lamento desesperado de la bebé interrumpió el silencio.
El hombre que la tenía en brazos estaba sosteniéndola con demasiada fuerza, con una torpeza exasperante, típica de un matón sin tacto y al que evidentemente no le interesaba en lo más mínimo el bienestar de la pequeña, como a todos dentro de esa habitación.
A todos, excepto a Neela.
—Claro que… ella debe quedarse conmigo —añadió Chross, como si hubiera estado esperando durante un largo rato para poder decirlo.
Neela la había estado observando durante todo ese tiempo, sus gestos lastimeros, sus movimientos diminutos, la manera en que buscaba su abrazo entre el calor de un completo desconocido. No pudo decir nada. Se levantó del sofá con un movimiento limpio y se dirigió hasta la puerta, colocando la mano sobre la perilla.
Su gran oportunidad por fin estaba ahí, frente a ella. Su tan anhelada libertad, la que peleó por conseguir durante trece años, por fin la esperaba del otro lado de esa puerta. Debía tomarla y salir corriendo. No podía solo echarla a la basura por… “un experimento”.
El mismo sujeto gruñó con impaciencia, separando a la bebé de su cuerpo, sosteniéndola únicamente por el lomo de la ropa.
—Mocosa horrenda —escupió—, cierra el maldito pico de una vez.
La bebé solo pudo encogerse, pareciendo incluso más pequeña de lo que ya era, llevando las manitas contra su pecho, como si tratara de mantenerse a salvo.
—Ugh, huele tan mal —se burló una de las pocas mujeres dentro de la habitación—, creo que habrá que tirarla a la basura.
La carcajada que escupió después de eso erizó cada vello en el cuerpo de Neela. Los odiaba con cada centímetro de su ser, lo había hecho siempre. Nunca compartió sus ideales y si se había mantenido en silencio por tantos años fue para permanecer con vida, pero ahora… su vida había pasado a un segundo término.
Retrajo el agarre del picaporte.
—Me quedaré —soltó, casi obligándose a sí misma a decirlo.
Chross no parecía sorprendido, ni siquiera un poco. Era evidente que el plan había sido ese desde un inicio: mantener a Neela con él, utilizando a su hija como un rehén silencioso.
La muchacha centró la mirada en el subordinado de Chross, ojos intimidantes y felinos que lo dejaron quieto y silenciaron por completo su risa idiota. Dio un paso al frente y estiró las manos hacia él.
—Yo puedo cambiarla —dijo con severidad.
El sujeto observó a Chross de reojo y éste accedió, permitiendo que la niña le fuera entregada a su madre. Cada gramo de esperanza en los ojos de Neela parecía haberse esfumado en un segundo, había perdido la poca fe en la humanidad que aún mantenía guardada recelosamente en su pecho.
O eso fue lo que le hizo creer a Chross, que aquella niña que dejó su libertad de lado para proteger a una criatura inocente a la que había traído al mundo, sería suya para siempre.
Así que, aquella noche, Neela preparó una mochila con lo poco que tenía y recorrió sigilosamente los pasillos de su prisión, hasta que llegó a la habitación donde mantenían resguardada a la bebé.
—Vamos, pequeña —le dijo, una vez logró acunarla en sus brazos sin hacer demasiado alboroto—. Salgamos de aquí. Esta noche tú y yo seremos libres… por fin podremos ser una familia, ¿qué te parece?
La niña pareció sonreír en respuesta, con los ojitos aún cerrados, y llevó su puñito entre sus labios. Neela salió de ahí a hurtadillas, como si hubiera robado un valioso tesoro. O al menos eso era lo que significaba para ella.
No podía solo marcharse y dejarla atrás. Después de todo, no había sido su elección nacer, y por supuesto tampoco era culpa suya todo lo que su madre hubiese vivido antes de su nacimiento. Esa bebé merecía mucho más que solo ser un registro en una hoja de papel.
Las alarmas sonaron al segundo siguiente en el que puso un pie fuera del edificio, y se ocultó contra uno de los muros, pegando a la bebé contra su pecho para evitar que se soltara a llorar.
—Tengo que ponerte a salvo… —susurró—. Y solo hay una persona que puede ayudarme con eso.
—Creí que nunca llegarías.
Silco encendió las luces de la oficina con una calma que parecía estudiada, ni siquiera se sobresaltó al notar a Neela sentada en el sofá, mirándolo con ojos perspicaces.
—No deberías estar aquí —fue todo lo que dijo.
Mirarla de esa manera, siendo una adulta que fue obligada a madurar dentro de los Carriles sin ningún tipo de guía, de alguna forma le revolvía el estómago, pero se había deslindado de cualquier responsabilidad con ella hacía mucho y eso no cambiaría.
—Necesito un favor —habló la muchacha.
—No soy alguien que haga favores.
—Ni siquiera sabes qué es lo que voy a pedirte —masculló la joven—. Al menos podrías-
Y, entonces, la bebé soltó un chillido. Haciendo notar su presencia al hombre que parecía no haberse percatado de ella. Ambos permanecieron en silencio un segundo.
—Solo quiero que me dejes ocultar aquí un tiempo —dijo ella, tomando a la bebé del sofá para calmarla—. Solo hasta que Chross se olvide de mí, hasta que… consiga a alguien más para su estúpido plan.
Silco por fin modificó su gesto pulcro, arqueando las cejas en genuina consternación.
—¿Estás loca? —se quejó—. ¿Y luego qué? Él vendrá a buscarte aquí, lo sabes. No voy a-
Silco se detuvo en seco y Neela lo comprendió de inmediato.
—Sé que solo intentas proteger a los tuyos —murmuró—, pero… alguna vez yo también fui parte de tu familia, ¿o ya lo olvidaste? Tú y Vander… siempre cuidaron de mí, y ahora… —tomó aire y volvió a clavar la mirada en él—. Al menos déjame encontrar una forma de salir de Zaun, serán solo unos días. Huiremos a alguna ciudad lejos de aquí. Hasta entonces… —observó a la bebé con cierto grado de aflicción—, déjame mantenerla a salvo en este lugar.
El hombre permaneció en un silencio perturbado, con una mirada que denotaba preocupación y culpa, pero Neela nunca cedió.
—Silco… eres lo único que me queda de familia. Ni ella ni yo tenemos a nadie más en quién confiar. No puedo dejar que le hagan daño… solo es una bebé.
—Es mejor que te vayas —respondió el hombre.
No tenía muchas opciones, y cada una de las que analizaba terminaba en el peor escenario que pudiera imaginarse. El peor escenario para Jinx, al menos, y no podía permitirlo.
—Sé que está embarazada —soltó Neela, como último recurso—. La vi. Está embarazada. Muy embarazada, ¿no es cierto? Es… idéntica a Felicia.
Neela sonrió y la nostalgia se apoderó de ambos. Pero la mención de Jinx se percibió más como una amenaza ante los ojos de Silco.
—Deja que ella la cuide… Échame a la calle, yo puedo sobrevivir por mi cuenta en los Carriles, lo hice una vez, lo haré de nuevo, pero… permite que mi bebé esté a salvo aquí, estoy segura de que si le dices a Jinx, ella… ella no se negaría.
Todo el orgullo que alguna vez caracterizó a Neela se esfumó por completo. Sus suplicantes ojos dorados se clavaron en Silco, rogando por una oportunidad. Ya no era más esa niña dulce que hacía rabietas para que sus “hermanos” mayores le cumplieran alguno de sus caprichos, era una madre que se encontraba desesperada por salvar la vida de su hija. Silco, por un segundo, volvió a ver a esa niña huérfana que no tenía nada y que ahora solo tenía a esa bebé, a quien quería proteger a toda costa.
Con una desesperación igual a la que él sentía por proteger a Jinx.
—Márchate —volvió a decir.
Neela dio un paso atrás en cuanto notó que la mano de Silco se había aferrado a la culata del arma sobre el escritorio. Entendió que ya no había nada más que pudiera hacer y que, seguramente, su vida y la de su bebé corría tanto riesgo ahí como en cualquier otro lugar.
—Felicia lo habría hecho… —dijo, decepcionada.
—Felicia ya no está aquí —refutó Silco.
—¿Y de quién es la culpa? —gruñó Neela, con la mirada encendida, marchándose.
Caminó durante horas, el frío le calaba la piel, había utilizado su abrigo para proteger a la bebé. El estómago estaba matándola de hambre y podía sentir la resequedad en los labios, todo eso mientras su pequeña parecía bastante cómoda. Cada que lo necesitaba, Neela se detenía a un costado del sendero para amamantarla, tal vez esa era la razón por la que estaba muriendo de deshidratación.
Pero prefería morir antes que permitir que su hija, a quien ya había dejado sufriendo demasiado durante esos días de estadía con Chross, padeciera hambre o frío.
Las ramas bajo sus pies crujieron ante su andar y la pequeña, por primera vez en todo ese tiempo, pareció estar tan asustada que comenzó a llorar. Neela recobró su paso en cuanto notó que la bebé no lloraba por hambre, sino por miedo.
—Querido amigo, al otro lado del río… —cantó con una voz dulce y la niña pareció prestarle atención al peculiar sonido.
Aquella canción de cuna que memorizó desde pequeña, porque Felicia no dejaba de cantársela a sus hijas, una… y otra vez…
«Oh, Fel, si estás en algún lugar ahora, observando todo… por favor, cuida de mi pequeña hija…», pensó, mientras repetía cada verso de la canción para arrullar a la niña.
Te pido un centavo, será mi fortuna. Te lo pido sin envidia…
Alcanzó a divisar una pequeña choza a las orillas del bosque que se fundía con unos cuantos edificios abandonados de la ciudad, casi llegando a los límites entre Zaun y Piltover. Y se adentró en ella.
Estaba fría y húmeda, el techo tenía goteras y los cristales estaban rotos, pero al menos las protegería del frío por esa noche.
Neela armó una cama con hojas y la poca ropa que cargaba en su mochila y se recostó con la bebé abrazada a su pecho. La niña parecía inquieta, particularmente alegre de estar tanto tiempo tan cerca de mamá, así que pataleó, moviendo ansiosamente sus diminutas piernas, dando pataditas al aire, justo como las que le soltaba a Neela durante su embarazo.
La muchacha sonrió con ternura y acarició la cabecita de la pequeña con tristeza.
—Hubiera… deseado hacer todo de otra manera. Me hubiera gustado al menos darte un nombre, ¿sabes?
Escuchó ruidos en el exterior, pasos apresurados que la buscaban con urgencia. No podía seguir escapando, estaba demasiado débil para correr, y ya no tenía a dónde huir.
Su destino estaba sellado y ella lo sabía, y por vez primera… le aterró morir. No por ella, sino porque sabía que, de hacerlo, su bebé quedaría totalmente desamparada.
La bebé tiró de su cabello para llamar su atención, como lo había hecho siempre y como seguro lo hubiera seguido haciendo si le hubieran dado la oportunidad. Neela se levantó de la “cama”, y arropó a la pequeña lo mejor que pudo, cuando la puerta cayó, azotándose contra el suelo.
Uno de los hombres de Chross atravesó el umbral, Neela recobró todas las fuerzas que aún le quedaban y se lanzó sobre él, hiriéndolo gravemente en el cuello con la navaja que cargaba. Otro de ellos la tomó con fuerza por el cabello, lanzándola contra una de las ventanas y quebrando el cristal. Neela se resistió y con los vidrios rotos apuñaló al segundo.
La bebé comenzó a llorar debido al caos que la rodeaba, pero Neela no podía hacer mucho, ni siquiera podía volver por ella, la superaban en número y fuerza.
Entonces, se escuchó un disparo.
Seco. Un crujido que atravesó la piel de la joven y la hizo caer de rodillas al suelo. Chross le había dado justo en el estómago, sin piedad.
Uno de sus hombres tomó a la bebé del suelo, atravesando el umbral de la puerta con ella llorando entre su firme y gélido abrazo.
—¡No te la lleves! ¡Por favor, no te la lleves!
Neela se arrastró hasta él, aferrándose con uñas y dientes a su pantalón para detenerlo, pero éste solo la pateó, volviendo a dejarla en el suelo justo afuera de la choza. Su mirada buscó a Chross, que permanecía oculto dentro de la cabaña, mirándola con una sonrisa victoriosa.
—Debiste haber huido sin ella —murmuró—. Ahora morirá, al igual que tú. Aunque… supongo que solo así por fin serás libre.
Neela apretó los dientes, recostada en el suelo y tratando de contener la hemorragia que poco a poco le nublaba la vista y la ensordecía.
—Te estaré esperando en el infierno —gruñó.
Sus ojos buscaron a su pequeña por última vez. Su propia voz taladró sus pensamientos: «Pobre Felicia… haber muerto sin saber qué pasaría con sus hijas. Agonizar… con la incertidumbre de lo que sería de ellas y su futuro, ¿quién las cuidaría como ella pudo haberlo hecho? No me imagino una muerte más angustiante».
Observó el pequeño cuerpo de su bebé, diminuto, inocente y frágil, siendo llevado a cuestas por uno de los hombres que tanto aborrecía, y sintió una opresión en el pecho. ¿Ella también experimentaría ese sentimiento? La angustia de morir sin saber qué sería de su hija, de su indefensa bebita que se alejaba con un llanto incesante, taladrándole el corazón.
Entonces, alcanzó a distinguir algo detrás del sujeto que se marchaba con la niña en brazos. Oculto, tras un contenedor de basura, un destello azul, borroso y lejano, la miraba con ojos añiles y un gesto que le resultó muy familiar.
—¿Felicia…?
La muchacha de trenzas azules observó desde su escondite. El ámbar en los ojos de la bebé buscó desesperadamente un lugar seguro y pronto unió el amor de dos madres en una sola mirada.
Un segundo disparo se escuchó, y el alma de Neela se perdió para siempre en una oscuridad sin retorno.
Ahora, aquella pequeña yacía huérfana en las garras de uno de los quimobarones más repudiados dentro de los Carriles, anhelando los brazos de una madre que jamás podría volver a compartirle su calor, y liberando en el corazón de alguien que no era su madre el amor maternal que necesitaba para protegerla del mundo.
Stillwater mantenía albergadas almas en pena, como si se tratara de un purgatorio. Ambessa, especialmente, lo utilizaba no solo como una prisión sino también como una sala de interrogatorio, después de todo, las celdas de Stillwater no eran más que tumbas de concreto recubiertas con moho donde solo los más inhumanos Vigilantes se paseaban.
Y había una pobre alma infeliz que no hacía mucho tiempo se había convertido en la víctima favorita de la líder noxiana.
—Entonces, doctor —soltó Ambessa, con un brillo oscuro en los ojos—, ese hospital que fundó clandestinamente, ¿dice que solo lo usaba para ofrecer ayuda “humanitaria”?
—Ayudábamos a las personas.
—Ayudaban zaunitas.
—¡Personas! —recalcó Galen—. Los humanos no pierden su humanidad solo por pertenecer a una ciudad distinta a la privilegiada.
El hombre parecía agotado, llevaba días cautivo en las garras de Ambessa, y la despiadada mujer no había tenido ni un gramo de piedad con él, a pesar de tratarse de un ciudadano respetable de Piltover, para ella no era más que un traidor.
—¿Privilegiada? —gruñó Ambessa—. ¡Nosotros hemos recibido ataques del Distrito Suburbano! Emboscadas, rebeldía, asesinatos, ataques a nuestros Vigilantes. Se rumora sobre una “Revolución”.
—¡Tal vez eso no habría pasado si no hubieran comenzado a reclutar NIÑOS! ¿Los toques de queda y la violencia excesiva del cuerpo de Vigilantes no te parecía suficiente? —objetó Galen, apenas sosteniéndole la mirada con un ojo morado—. La represión en Zaun es una bomba de mecha corta y… más pronto de lo que piensas, te explotará en la cara.
Ambessa retuvo el veneno que le escalaba amargamente por la garganta y dibujó una sonrisa desdeñosa.
—No. Creo que todo esto puede detenerse antes de explotar —dijo—. Sé que hay una persona detrás de todo. Alguien que cree que podrá contra mi ejército.
Galen frunció el ceño, confundido. Soportando el dolor que los moretones en todo el cuerpo le causaban.
—Silco —continuó Ambessa—. Tengo asuntos pendientes con él. Ha burlado la seguridad de Stillwater dos veces y, por lo que me han informado mis hombres, en ambas ocasiones liberó a la misma reclusa, una niña rebelde que durante meses también me ha ocasionado problemas en los Carriles: Jinx, ¿o no?
Galen tragó en seco.
—No sé de qué-
—Estuve investigando un poco —Ambessa volvió a tomar la palabra—. Parece que antes de ser liberada la primera vez, estuvo recluida aquí por seis años, con cargos por la explosión en el apartamento del joven Jayce de la casa Talis. Aunque me parece que en ese entonces tenía otro nombre, Powder, o algo así.
—¿Eso qué tiene que ver conmigo?
—Escuché que la segunda vez que estuvo aquí dio a luz a una pequeña criatura y que… de alguna forma usted resguardó a esa niña por días —espetó Ambessa, con tono amenazante—. Es curioso como el día en que tomamos las instalaciones de su hospital, esa bebé desapareció junto con gran parte de los zaunitas cobijados bajo su protección, doctor.
Galen parecía cada vez más consternado.
—¿Estás buscando a una recién nacida…? ¿Es en serio? ¡Es una estupidez!
Ambessa sonrió.
—No. Es una debilidad para Silco, y una inesperada ventaja para Piltover. Tal vez esa mocosa sea lo que necesitamos para detener la “Revolución” antes de que comience.
Galen abrió la boca para intentar hablar, pero le fue imposible. Uno de los hombres de Ambessa lo tomó por el cuello de la ropa y lo lanzó dentro de la celda más cercana.
El médico solo alcanzó a escuchar al escuadrón noxiano marchándose, mientras sus pasos plúmbeos se entremezclaban con unos más ligeros y cercanos. Pudo sentir la presencia de una mano firme estirándose hasta él, cuando levantó la mirada lo primero que hizo fue distinguir entre la oscuridad el brillo de un par de ojos azul polvo que lo observaban con curiosidad desmedida.
La muchacha se colocó de cuclillas frente a él, aún con la palma estirada.
—¿Quién-
Intentó preguntar, pero ella le arrebató la palabra.
—¿Es verdad lo que la anciana dijo? —inquirió, con las palabras quemándole la lengua—. Dígame, doc. Por favor —suplicó—. Powder… mi hermana… ¿ella… está con vida?
Los ojos de Violet quedaron congelados en la mirada de Galen. Él asintió.
—Sí y, me temo, que ahora ella y sus dos pequeñas hijas se encuentran en la mira de Ambessa. No hay manera de advertirles desde aquí, si no hacemos algo pronto, podrían…
La muchacha palideció, tenía cientos de preguntas y muy pocas respuestas, pero si de algo estaba segura era que no podía dejar que quien una vez la alejó de su hermana volviera a hacerlo.
No permitiría que nadie volviera a quebrar a su familia, una familia que ahora parecía haber crecido.
Notes:
XII. Zafiro - Literalmente el nombre de "Neela" significa Zafiro o Azul. Simboliza la protección y el amor, así como la lealtad, todos asociados a la relación con Isha.
Les dejo el link del Capítulo en Wattpad. ya que ahí coloqué un Picrew de Neela y también en los comentarios de las Notas de Autor podrán hallar el link de mi Canal de WhatsApp en donde subo actualizaciones, spoilers, edits y encuestas. Así como mi cuenta de NGL para que interactuemos más!
Chapter 13: XIII. Granate
Notes:
(See the end of the chapter for notes.)
Chapter Text
La explosión dejó un camino de estelas azules por todo el apartamento, ni siquiera dio lugar para asimilarlo, para huir o esconderse. Powder sintió el golpe directo contra la pared, la espalda entumecida por el dolor le dificultó ponerse de pie.
Ekko los había enviado ahí. Él había dicho que era seguro, que el receptor tendría grandes tesoros, una fortuna inmensa con la que podrían vivir sin preocupaciones toda su vida.
Se equivocó.
La niña se arrastró entre los escombros, pasando junto a los cuerpos de Mylo y Claggor. Las lágrimas dejaban surcos en la tierra de sus mejillas. Violet estaba frente a ella, totalmente inmóvil y con heridas abiertas.
En ese momento el dolor no fue suficiente para detenerla, como pudo se puso de pie para tomar a su hermana entre sus brazos flacos y temblorosos.
—¡Vi! ¡Vi, por favor! ¡Por favor, despierta!
Pero ni suplicando con cada parte de su alma logró hacer que ella moviera un músculo. Diecisiete años se esfumaron entre los dedos de una pequeña de doce. Vida que no le había dado la experiencia suficiente para lidiar con la muerte (a pesar de haberla visto tantas veces), mucho menos con la inminente idea de quedarse sola para siempre.
Su mundo entero, toda la familia que le quedaba, había desaparecido en un abrir y cerrar de ojos. Y ella, una pobre niña que ya había perdido una familia una vez, solo quería despertar de aquella pesadilla.
La puerta se abrió con dificultad, la explosión había derrumbado el marco y los Vigilantes apenas tuvieron las fuerzas suficientes para mover la madera. Permanecieron enmudecidos ante el osario frente a ellos. Uno tembló, el otro se mantuvo firme.
Eran solo niños, pero el segundo no lo percibió así. Lo miró como una amenaza, un grito desesperado de la Ciudad Subterránea por tomar a la fuerza lo que a Piltover le pertenecía por derecho.
—¿Qué fue lo que hicieron, niña? —cuestionó, tomando a Powder por el brazo.
La pequeña solo se abrazó más al cuerpo de Violet, sin permitir que nadie la alejara de ella.
—¡Mi hermana, por favor, ayuden a mi hermana!
Sus gritos desgarrados empapados en desesperación y agonía tocaron un nervio del primer Vigilante, pero no del segundo, que tiró con más fuerza de ella hasta ponerla de pie, dejando a Vi en el suelo.
Powder peleó contra él, las lágrimas nublaban su vista, los puños cerrados alcanzaron a golpear carne, ropa, metal. La placa del oficial cayó al suelo, mostrando en un reluciente dorado su nombre: Marcus.
Él levantó el pedazo de chatarra del suelo como si no perderlo fuera más importante que lo que se mostraba frente a él, y lanzó a la niña contra su compañero, él la apresó con un agarre torpe, flojo, dubitativo.
—Llévala a Stillwater —ordenó Marcus.
—P-Pero… es una niña.
—¡Mira lo que han hecho! La gente, nuestra gente, querrá que alguien sea castigado por los daños.
—¿Daños? Señor, hay tres niños muertos.
—Ellos se lo buscaron.
Powder palideció ante la frialdad con la que aquel Vigilante se refería a sus hermanos, vidas inocentes, movidas por el hambre y la desesperanza. El sujeto que la tenía por ambos brazos la arrastró fuera del departamento en total silencio.
—¡No, no! ¡Vi! ¡Tengo que estar con ella! ¡Déjenme estar con ella! ¡Déjenme estar junto a mi hermana!
Los gritos de Powder fueron haciéndose lejanos a través del corredor. Marcus ni siquiera se inmutó. Una niña inocente estaba siendo condenada a pasar el resto de su vida tras las rejas y a él solo le interesaba que eso no ocasionara un conflicto mayor.
Los tablones de madera que habían caído sobre Claggor y Mylo azotaron contra el suelo cuando ambos recuperaron la conciencia. Ninguno dijo palabra cuando se toparon con la frívola mirada de Marcus acusándolos indiscriminadamente. Un segundo movimiento, tenue y débil, lo hizo ponerse en guardia.
La endeble mano de Violet se sujetó a su pantalón, la muchacha se aferraba a la vida con toda la energía que le quedaba.
—Pow… Powder…
Marcus se agachó a su altura y, sin un gramo de tacto, colocó la mano sobre su hombro.
—Está muerta —dijo—. Uno de mis hombres se ha llevado su cuerpo para ser incinerado en una fosa común. Y ustedes tres irán a prisión.
Violet sintió el peso de la culpa, el remordimiento de haber llevado a su hermana con ella, devorándole el corazón. Mylo y Claggor solo la observaron caer ante su propio dolor, soltaron más lágrimas de las que hubiesen esperado, para sorpresa incluso del propio Mylo.
Habían perdido a su pequeña hermana para siempre.
Cuando Vander llegó hasta ese laboratorio a medio construir, iluminado a duras penas por máquinas movidas por Brillo y tecnología química, no hizo ni un solo ruido, sus pasos, normalmente firmes y pesados, ahora no eran más que un arrastre ligero y apagado.
—Los niños están muertos —soltó con un tono sombrío. Silco permaneció de espaldas, observando un punto fijo en el escritorio de tres patas bajo sus manos—. Peleé contra un par de Vigilantes —continuó Vander, señalando el ojo morado a medio abrir—, pero no quisieron… ellos no quisieron decirme qué hicieron con sus cuerpos. El gobierno de Piltover está planeando algo grande, algún tipo de unión “diplomática” con Noxus, pero estoy seguro de que va más allá de eso. Noxus tiene fuerzas militares que nos superan en número y armamento.
Vander dio un paso al frente, el gesto angustiado apenas era equivalente al dolor que cargaba en el pecho. Pero Silco se mantuvo inmóvil, asombrado de su propia capacidad para evitar lanzar sobre Vander a alguno de sus matones. Quería escuchar lo que tenía que decir y sabía que a Vander ya no le importaba si era asesinado ahí mismo. Su enemistad, con la que habían cargado desde la muerte de Connol y Felicia, en ese momento se hallaba en pausa, una dolosa y extensa pausa.
—Tal vez tenías razón —continuó Vander, retrayendo el puño hacia su costado—. Tal vez debimos actuar antes, no bajar la cabeza… tal vez solo así ellos… —la voz se le quebró por un segundo—. Las niñas de Fel, Vi y Powder, ellas también… —vaciló, al igual que Silco—. Tampoco pude recuperar sus restos.
El luto se respiró en el aire, envuelto por el silencio de ambos. Un padre que acababa de perder a su familia y un hombre que no sabía que pronto formaría una nueva con los restos de la otra.
Cuando Vander se marchó, en un silencio luctuoso, Silco ni siquiera se molestó en atacar, permaneció quieto, pensativo, asimilando que el único recuerdo que les quedaba de Felicia se había esfumado a causa de Piltover al igual que ella.
Vander desapareció poco después, los rumores decían que había sido capturado por Piltover, que se pudría en una celda de Stillwater, pero nadie lo supo con certeza, hasta que, seis años después, movido por el hambre de una verdadera lucha revolucionaria, Silco irrumpió en la fortaleza, buscándolo, sin éxito. Encontrando en su lugar a Powder. El fantasma de una niña que se suponía había muerto años atrás.
Ella lo miró con sus enormes ojos azules, con un gesto de una adolescente que se había forzado a madurar más pronto de lo debido. Una muchacha que guardaba demasiado odio, demasiado rencor hacia la ciudad que la había olvidado en esa celda para dejarla morir, tal y como habían hecho con su hermana.
Una joven movida por el dolor y la soledad, a la que ya no le quedaba nada por lo cual luchar, que durante semanas, meses y años, creyó fervientemente que alguien vendría a rescatarla, tal vez Vander, tal vez Ekko, pero no, en su lugar llegó aquel hombre larguirucho y de mirada atroz que por tanto tiempo había evitado toparse de frente, aquel que tanto Vi como Vander odiaban a muerte.
Pero él la había liberado, él la había rescatado, a él le debía su vida y una lealtad férrea que con el tiempo se convirtió en cariño. El cariño de una niña que solo podía sentirse cobijada en los brazos de su padre.
Y, ahora, los unía un objetivo en común: destruir la ciudad que les había arrebatado todo, Piltover.
—Jinx…
Silco dio un paso al frente, detrás de él, Isha y Kyan dormitaban apacibles, abrazadas la una contra la otra. El agarre de Jinx no vaciló, mantuvo el ojo del arma fijo en Silco, entre ceja y ceja
—Baja el arma —indicó él—. Solo intentaba protegerte. Protegerlas a las tres.
—¿Así como lo hiciste con Neela?
El semblante ensombrecido de Jinx nunca se suavizó, permaneció estático, firme, inflexible. Una puñalada directo en un nervio, porque justo después de Felicia perdió a Neela cuando huyó de ellos, luego perdieron a Violet, Claggor y Mylo, y luego a Vander. Era como si poco a poco la muerte hubiese ido reclamándolos uno a uno.
Solo quedaban ella y Silco. No podían darse el lujo de perder a nadie más, de dejar ir a nadie más.
—Dijiste que querías llevarlas a Piltover —recriminó Jinx—. Quieres alejarlas de mí. ¡Mierda! ¡Hasta la ogra de Sevika sabía que eso estaba mal!
—¡Intento hacer lo correcto! Kyan ahora está en la mira de Chross. Piltover nos persigue. No tenemos muchas opciones, si quieres mantenerlas con vida, alejarte de ellas es la mejor de todas.
Jinx bajó el arma y retrocedió un paso. Las manos trémulas y el ceño fruncido, era evidente que estaba aterrada. Aterrada de escuchar sus pensamientos más profundos, aquellos que le daban la razón a Silco.
Él extendió una mano segura hasta su hombro, deteniendo el temblor en el cuerpo de Jinx, reconfortándola con una voz serena:
—Todo estará bien.
Jinx elevó los perturbados ojos azules hasta él. Las lágrimas le recordaban la inminente separación con sus pequeñas.
—Pensaba enviar a alguien con ellas —mencionó Silco—, tal vez Sevika, aunque no estuviera del todo de acuerdo. Las tendría vigiladas, protegidas, a salvo. Incluso sin ti ahí.
Jinx percibió un pinchazo en el pecho. «Incluso sin ti ahí», ¿cómo mierda se suponía que debía sentirse con eso? ¿Le parecía así de simple? Obligarla a dejar ir a sus hijas. Dos niñas, dos bebés, que la necesitaban, que dependían de que ella las alimentara, las protegiera y las mimara.
Si las alejaba de Jinx, ¿la olvidarían para siempre? No había palabra que la convenciera de que Sevika podría cuidar de ambas. O de creer que lograría conseguir a una persona capaz de hacerlo. Porque nadie en el mundo podría igualar jamás el amor que Jinx sentía por esas niñas, y nadie que no pudiera sentir ese amor por ellas, sería mínimamente digno de cuidarlas.
La muchacha alejó la mano de Silco de su hombro con un movimiento suave, lleno de dolor.
—Aunque pusieras al mejor de tus hombres a su cargo —dijo—, jamás sería lo mismo.
Kyan soltó un quejido suave, llevándose las manitas cubiertas por las mangas de la ropa hacia su boca, y comenzó a llorar. Isha la siguió al segundo siguiente. Tal vez ya habían pasado demasiado tiempo lejos del pecho de su madre. Incluso si Silco y Jinx habían hecho todo lo posible por dejar la tensión lejos de ellas, era inevitable que ambas bebés no percibieran el dolor que se respiraba en el aire.
—Mejor vete —suspiró Jinx, enfundando el arma—. Piensa en otro plan, porque yo no pienso abandonar a mis hijas. Antes quemaré todo Piltover y el Distrito Suburbano de ser necesario.
Pasó de largo junto al hombre para inclinarse sobre el colchón y tomar a las niñas. Silco se encogió de hombros, con un suspiro resignado, y giró la atención hasta ella para observar cómo, con movimientos ya estudiados, las levantaba en brazos.
Isha se aferró con las uñas a las ropas de su madre, mientras Jinx ocultaba la nariz entre sus cabellos, respirando su olor suave, característico.
—A ella le habría gustado —mencionó Silco, llamando la atención de la menor—. Su nombre: Isha. A Neela le habría gustado. Ella adoraba a tu madre como a una hermana.
Y se marchó sin decir ni recibir ninguna otra palabra. Jinx acomodó a ambas niñas entre sus brazos, recostando sus cabecitas sobre sus hombros y, mientras tarareaba la canción que su madre le enseñó, danzó lentamente por la habitación para poder arrullarlas. Kyan por un momento volvió a sentirse dentro del vientre de su madre, e Isha de nuevo en los brazos de Neela.
Una canción que unió a tres madres de una manera inesperada, resonaba en las paredes huecas y el vacío bajo la hélice. Jinx se maldijo en silencio mientras percibía el vaivén de las respiraciones de ambas niñas. No podía ser tan débil, no podía dejar que se las arrebataran de las manos, así como así.
Se detuvo en seco en cuanto escuchó el crujido de la madera detrás de ella. Nunca cesó la melodía que deslizaba entre sus labios cerrados, mientras con un brazo hacia un esfuerzo sobrehumano para sostener a ambas niñas sin despertarlas del sueño cálido en el que habían caído, con el otro desenfundó el arma sigilosamente.
Un segundo crujido la hizo erguirse de golpe, elevando la pistola. Aprisionó los frágiles cuerpos de sus hijas con la misma fuerza con la que sostenía la empuñadura del arma. Escuchó el cargador de una segunda pistola activándose, el arma le apuntaba directo a la nuca. Jinx no se movió, sus ojos bailaban de punta a punta de la habitación, tratando de hallar al intruso, hasta que éste salió de entre las sombras.
—No pensaste que dejaría las cosas así, ¿verdad? —dijo Chross, con las palmas estiradas—. Baja el arma, ¿quieres? No compliquemos más este asunto.
Jinx sintió el ojo de la pistola pegado al cuero cabelludo, no tembló ni un centímetro, no vaciló, su orgullo la obligó a mantenerse de pie, erguida.
—En serio, Jinx, baja el arma —continuó Chross—. No quieres que hagamos esto. Eres una pieza importante para Zaun, no quiero que pienses que por todo este asunto con esa mocosa —señaló a Isha con la mirada, Jinx la aprisionó contra su pecho—, he dejado de respetar la causa en la que están tú y Silco, la Revolución es necesaria. No planeo derramar la sangre que necesitaré después.
El mismo hombre que le apuntaba, sin bajar el arma, la rodeó, estirando su mano hacia Isha para intentar tomarla, pero Jinx se resistió y esta vez el arma que estaba apuntando hacia Chross, se desvió hacia él.
—No, no, no —la detuvo el capo—. No hagas eso. No queremos que haya heridos por balas perdidas, ¿o sí?
Los ojos pequeños de Chross dibujaron una sonrisa amenazante que estremeció a Jinx. La muchacha apretó la mandíbula, el dedo tembloroso todavía acariciaba el gatillo esperando accionarlo. Pero Chross había impuesto una sentencia: si ella disparaba, una bala más sería lanzada al aire y, por más rápida o fuerte que pudiera ser, no estaba completamente segura de ser capaz de proteger a las niñas. Además, Silco se había marchado y no regresaría porque ella así lo había exigido, Sevika ni por asomo iría a meterse a su pequeña madriguera de caos. Y Ekko… bueno, ni siquiera podría molestarse en pensar en él.
Aflojó el agarre, retrayendo el dedo del gatillo y levantó la mano sobre su cabeza, dejando a la vista el arma y los dedos libres que no dispararían contra ellos.
El hombre de Chross se colocó detrás de ella y, con la pistola clavada en su espalda, la obligó a salir de la habitación en silencio.
En menos de una hora, Jinx se encontraba de nuevo en el territorio de Chross, el que tanto Ekko como Silco le habían advertido que no volviera a pisar. Ahora no solo había vuelto hasta esa línea de peligro, tampoco estaba sola. Incluso si Isha y Kyan no tenían ni idea de lo que sucedía a su alrededor, podían sentir el acelerado palpitar del corazón de su madre. Estaba aterrada, y con justa razón.
Mierda…
—La última vez fui demasiado confiado respecto a la seguridad dentro de mis muros, supongo que también mis hombres creyeron que nadie sería lo suficientemente idiota como para poner un pie en mi territorio —mencionó Chross—, y, aun así, aquí estás.
Jinx frunció el ceño. Las bebés se quejaron, un sonido apenas perceptible por su madre, pero habían despertado y ahora se miraban la una a la otra con ojos enormes y brillantes. La muchacha las abrazó con mayor fuerza mientras el auto en el que se encontraban atravesaba las sinuosas calles de Zaun.
—Nunca pensé que Silco te criara de esa manera, ¿entrar a territorio de un quimobarón y tomar algo que no te pertenece? Ni él es tan imbécil, seguro sabía las consecuencias.
Jinx apretó los dientes hasta que la mandíbula le dolió.
—¿Cómo puedes decir que te pertenecía? La abandonaron entre ruinas y mantas remendadas. Moría de hambre.
—Estábamos poniendo a prueba su capacidad de supervivencia con ayuda del Brillo que ya corre por sus venas, ¿te parece que una bebé común y corriente con su misma edad habría sobrevivido todos esos días sin alimento ni abrigo?
—¿Días…?
Jinx se estremeció. Cuando encontró a Isha creyó que a lo mucho llevaba unas cuantas horas en ese estado tan deplorable, nunca se imaginó que la pobre pequeña llevara días en ese lugar. Sola, asustada, con frío y hambre. Como si no fuera más que un pedazo de carne con un número de serie tatuado en el subconsciente.
Apretó los puños para no lanzarse sobre Chross y romperle el cuello.
—No morirá con tanta facilidad, si eso es lo que te asusta —agregó él—. Se trata de un experimento perfectamente bien diseñado, por eso no podíamos solo aceptar que te hubieras encaprichado con ella, ¿entiendes? Esa niña me ha costado una fortuna-
—Haré que Silco te pague —interrumpió Jinx, con un atisbo de ingenuidad (normal en una muchacha de su edad) en los ojos—. Él puede pagarte hasta el último centavo, incluso el doble. Yo hablaré con él.
Chross soltó una carcajada que hizo estremecer a las bebés. Las niñas escondieron el rostro contra el pecho de Jinx, restregando la naricita en su piel, buscando reconfortarse con su calor.
—El día que Silco pueda revivir a los muertos aceptaré tu oferta —dijo, con un tono burlón que inmediatamente agrió la mueca de la muchacha—. Porque, aunque volviera a realizar el experimento desde cero, necesitaría el mismo ADN que ella posee. Y adivina qué —sonrió—, su madre ya está muerta.
Jinx sintió la impotencia de no poder romperle todos los dientes en ese instante. Tal vez fue la mano de Neela la que la detuvo de hacer lo impensable porque, de otra forma, Chross no habría salido de ahí con vida… ni tampoco ella.
Kyan balbuceó para llamar la atención de su madre, un “Mmh” muy pronunciado y agudo. Estaba incómoda, tal vez con hambre o frío, sus dedos se engancharon al escote de Jinx y echó la cabeza hacia atrás, intentando acaparar más espacio. Isha, por el contrario, retrajo su cuerpo, haciéndolo mucho más pequeño para encajar perfectamente en el hueco que quedaba entre los brazos de la joven.
Jinx acarició a ambas con el borde de los dedos, era lo más que podía moverse en la posición en la que se encontraba, impidiendo que se zafaran de su agarre de alguna forma.
El auto se detuvo en seco y Chross permaneció inerte en el asiento frente a Jinx cuando dos hombres la arrastraron violentamente fuera de éste. Uno la sostuvo por los hombros mientras el otro le arrancaba a las niñas de los brazos. Jinx forcejó todo lo que pudo, hasta que el llanto de ambas pequeñas la detuvo de golpe, estaba lastimándolas.
Chross bajó del auto cuando pusieron a la joven de rodillas contra el suelo y, a su vez, otros dos hombres cargaban a Isha y Kyan por separado.
—Si te atreves a… —trató de amenazar Jinx.
El capo soltó una risotada, tragando una bocanada de humo del habano que acababa de encender y se inclinó, soltando los residuos del tóxico vapor en la carita de Isha.
—Lo que haga con ella no es asunto tuyo, es de mi propiedad.
Jinx sintió la rabia arañándole la garganta cuando Isha tosió debido a la humareda. Todos los músculos del cuerpo se le tensaron en cuanto Chross giró su atención hasta Kyan y acarició su mentón bruscamente.
—Ella, por otro lado, parece importarle a Silco —dijo, caminando hasta quedar de pie frente a Jinx—. Nunca pensé que el hombre se sentiría tan mal por la muerte de su preciosa hermanita Neela. Me pregunto si perderte a ti y a ella le afectará de la misma forma.
La levantó por el cuello de la ropa de un tirón, la superaba en tamaño y fuerza, el esfuerzo que había hecho era mínimo, no le costó demasiado despegarla varios centímetros del suelo.
—Y entonces, cuando lo haya perdido todo de nuevo —delineó con los labios—, será lo suficientemente débil como para arrancarlo del trono.
Jinx fue lanzada dentro de una celda, los cuatro muros de roca se revestían de moho y humedad helada. Uno de los hombres de Chross encadenó a Jinx a los grilletes en la pared, las manos detrás de la espalda y completamente de pie.
El capo entró con paso firme, cargando a Kyan mientras Isha lloraba en brazos de alguien más. El llanto de ambas bebés pronto fue uno solo, unísono, ensordecedor y agonizante para su madre.
—¡No te atrevas a hacerles daño!
Chross ni siquiera la escuchó, dio un paso al frente y colocó a Kyan en el suelo, poco más de dos metros lejos de su madre. Sin ninguna protección, sin ninguna manta o alguna tela remendada que la protegiera del frio y la rigidez, solo su cuerpo frágil y pequeño, abandonado en la oscuridad.
Observó a Jinx por debajo de las cejas con una sonrisa escalofriante.
—Ninguna de las dos morirá por mi mano —dijo—. Pero desearás que hubiera sido así.
Jinx gruñó en cuanto Chross levantó su mentón para obligarla a mirarlo.
—Si hubo algo que aprendí de Neela es que la mayor tortura para una madre es escuchar a su hija llorar y no poder hacer nada para calmarla —continuó con un tono siniestro. Dejó caer su rostro con brusquedad y volvió hasta Kyan, mirándola por encima del hombro—. Será mejor que encuentres una forma de ahuyentar a las ratas. Están hambrientas y hace mucho tiempo que no ven a una presa fácil expuesta sobre charola de plata.
Kyan chilló, soltó un berrido agudo que hizo eco en la celda, llevó las manitas hasta su boca con desesperación. Jinx arrugó el entrecejo, no podía creerlo, había olvidado por completo que antes de ser raptada, alimentar a las pequeñas era su objetivo, ahora su hija sentía un hambre desesperante.
—Apresúrate en tomar una decisión —sonrió Chross—. Podrías verla morir devorada por las ratas o… de hambre. Lo que sea más sencillo para ti.
Salió, seguido por su escuadrón de idiotas, perdiéndose en el corredor junto al llanto de Isha, mientras Jinx gritaba a su espalda con la garganta reseca.
—¡Voy a asesinarte en cuanto salga de aquí, hijo de perra!
La puerta metálica se cerró con un azote ensordecedor. El estruendo provocó que Kyan gritara tan fuerte que olvidó por completo que sus manos estaban dentro de su boca por una razón, el rostro se le coloreó, las mejillas rojas que Jinx juró se volvían moradas con el paso del tiempo y el llanto en Kyan que no cesaba. El instinto la obligó a moverse hacia ella, olvidando que las cadenas lo imposibilitarían.
—Kyan… —la voz quebrada le rompió el corazón. Su bebé lloraba y ella no podía hacer nada para tranquilizarla, para recordarle que mamá estaba ahí.
El problema era que Kyan no solo lloraba por hambre, estaba aterrada, las lágrimas no se detenían, sus extremidades diminutas se contrajeron contra su cuerpo, la respiración poco a poco se perdía con su llanto. El instinto maternal en Jinx se encendió como un fosforo en una habitación oscura, cuando escuchó un crujido diminuto desde las grietas en la pared. Los chillidos de las ratas hicieron temblar a Jinx, los roedores se apresuraron hasta Kyan con movimientos cautelosos. Retrocedían cada que la niña soltaba un grito agudo para llamar a su madre, cuando sentía que su llanto no era lo suficientemente fuerte como para ser escuchado.
Ahora Jinx no solo estaba asquerosamente preocupada porque su hija olvidara como respirar debido al llanto, sino porque no fuera herida por alguno de esos malditos animales. La desesperación se sentía como una soga al cuello que se apretaba más y más con cada movimiento.
—¡Hey! ¡Hey! ¡No! ¡No! ¡No se acerquen más a ella, malditas alimañas! —gritó Jinx, desesperada, sintió las muñecas siendo asfixiadas por las esposas en cuanto tiró de ellas—. ¡Aléjense de ella! ¡ALEJÉNSE!
En cuanto una de las ratas acercó su nariz húmeda hacia las ropas de la niña, Jinx se estremeció y, como pudo, pateó una pequeña roca con la punta de la bota, el objeto azotó del otro lado de Kyan y las ratas salieron despavoridas de vuelta a sus grietas.
La bebé siguió llorando. Ni siquiera fue consciente de lo que su madre había hecho por salvarle la vida. Lo único que entendía era el frío que le entumecía los músculos y el hambre que le retorcía las tripas.
—Kyan… —la llamó Jinx, suavizando su voz, pero incrementando el volumen de ésta—. Tranquila, mi luciérnaga, aquí estoy. Todo va a estar bien.
Pero, lejos de calmarse, Kyan solo pudo llorar con más fuerza, ahora que había escuchado la voz de su madre y que no la hallaba por ninguna parte, no podía no sentirse desesperada por ser tomada en sus brazos.
El frío le quemaba la espalda y la roca del suelo ya comenzaba a doler, además, la sensación de hambre siempre había sido incómoda para un bebé. Sobre todo para Kyan que se había visto obligada a vivirla desde muy temprana edad. Jinx lo sabía y lo odiaba. Odiaba que otra vez su bebé estuviera muriendo de hambre por culpa suya y que ella no pudiera hacer nada al respecto.
Otra vez estaba fallando como madre y eso la mataba por dentro.
—Kyan, mi pequeña —volvió a llamarla, pero la niña solo aprisionó sus extremidades contra su torso mientras el llanto se quedaba clavado en su pecho—. Lo sé, lo sé, sé que tienes hambre, pero mamá… Mamá no puede alimentarte ahora.
Kyan no comprendió las palabras de Jinx, por más que la muchacha lo repitiera una y otra vez. El tiempo transcurrió, tal vez minutos, tal vez horas, incluso pudieron haber sido días, no importaba, para Jinx era una eternidad agobiante. Una que se hacía pesada con cada segundo que escuchaba a su hija llorar sin descanso.
Su voz no estaba siendo suficiente.
Ella necesitaba a su madre, el calor de su pecho y el conforte de su abrazo.
Jinx trató de zafarse una y otra vez de las esposas que la aprisionaban, pero no lo logró, incluso si intentaba romperse la muñeca completa, no era suficiente.
El llanto de Kyan pronto se volvió insoportable para su madre, acribillaba sus oídos y le destrozaba el corazón, el pecho le dolió mucho más que las heridas abiertas que el acero le dejaba.
Así que hizo lo impensable, tomó aire con fuerza y trató de mantener la respiración constante, hasta que logró quebrarse el pulgar.
Jinx ahogó el grito de dolor para no asustar mucho más a Kyan, se mordió la lengua tan fuerte que pudo saborear el hierro de la sangre en el paladar.
Con el dedo roto, logró sacar la mano de una de las esposas, ahogando sus alaridos, dándose mayor amplitud y aminorando la distancia con Kyan. Se dejó caer de rodillas, aunque el brazo esposado todavía se mantenía colgado a la cadena de la pared, avanzó a rastras hasta la bebé, pero no logró alcanzarla, sus dedos mallugados apenas pudieron rozar su manita enroscada en un puño.
Fue entonces cuando Kyan se aferró al meñique de su madre y, por primera vez en todo ese largo tiempo, su llanto cesó.
La bebé tiró de ella, creyendo que con ese simple gesto sería suficiente para que por fin la levantara del rígido suelo, pero Jinx apenas podía respirar, el dolor la estaba consumiendo, el hueso roto y la sangre que escurría desde sus muñecas hasta la roca.
Kyan volvió a llorar cuando sintió el flácido agarre de su madre. Entonces, para tranquilizarla (y a sí misma), Jinx comenzó a tararear, débil, entrecortado, con voz ronca y cansada, pero manteniendo el tacto directo con la piel cálida de su bebé y tratando de que su voz hiciera el eco suficiente para reconfortarla.
Y lo hizo, la canción de Jinx rebotó en los muros y Kyan comenzó a sentirse arrullada, a pesar del hambre y el frío, ya no sentía miedo porque mamá estaba con ella.
Pero Jinx se sentía cada vez más rota, adolorida, cansada, apenas podía respirar sin sentir que el aire era más denso, con la cara pegada al suelo, el sudor frio y el temblor que trató de no contagiarle a la pequeña.
Justo cuando sentía el cuerpo desfallecer por la mezquina mezcla de sensaciones, la puerta de la celda se abrió de golpe. Jinx elevó la vista hasta encontrar el rostro angustiado de Ekko buscando a su hija. Los ojos azules y agotados de la muchacha parecieron encontrar alivio en él.
—Voy a sacarlas de aquí —dijo, su voz ya se percibía distorsionada ante los sentidos de Jinx.
Con una rapidez estudiada soltó el brazo que todavía colgaba del grillete. En cuanto la muchacha se sintió libre, se arrastró hasta Kyan, levantándola del suelo, ignorando por completo el dolor que le atravesaba el cuerpo como navajas afiladas y lacerantes.
—Kyan, mi pequeña luciérnaga, tranquila, todo está bien, ya estás con mamá —sollozó, pegándola a su cuerpo en un abrazo que fue incluso más reconfortante para ella que para la propia bebé.
Ekko observó la escena y las heridas en Jinx: sus muñecas mallugadas, y el pulgar que no movía y que parecía causarle dolor cada que lo rozaba con algo. Entonces comprendió lo que Jinx había sido capaz de hacer con tal de tranquilizar a su hija.
Ahora estaba seguro que, de haber sido necesario, se hubiera roto ambos brazos solo para mantener a Kyan con vida. Ese era su amor de madre.
—Salgamos de aquí antes de que noten que burlamos su seguridad —volvió a decir Ekko, levantando a Jinx por el brazo.
La muchacha cedió ante la debilidad en sus rodillas y se dejó caer de nuevo al suelo, siendo capturada por Ekko, que logró tomarla por la cintura con una mano mientras con la otra sostenía la cabecita de Kyan para evitar que sufriera algún daño.
Ambos cruzaron miradas, el aliento de Ekko atravesó hasta su piel descubierta y le provocó un escalofrío que no logró disimular. Él se alejó un paso para quitarse la chaqueta y colocarla sobre sus hombros, procurando cubrir a Kyan con ella, la bebé cerró los ojos apaciguada, acurrucándose contra el pecho de su madre y llevándose el pulgar entre los labios.
Jinx miró a su pequeña con una sonrisa que se borró al segundo siguiente, su expresión se ensombreció por completo.
—Isha… —murmuró—. Tengo que encontrarla. No puedo irme, no puedo dejarla aquí.
Ekko frunció el ceño.
—¿Estás loca? —objetó—. ¿Acaso no te das cuenta el estado en el que te encuentras? ¿Piensas poner a Kyan en riesgo otra vez?
—Yo… Yo no-
—¿Qué hubiera pasado si llegaba un poco más tarde, Jinx? ¿Qué crees que le hubiera pasado a nuestra hija? No puedes solo-
—¡Isha también es mi hija! —intervino ella—. No puedo abandonarla a su suerte… si lo hago… morirá.
Ekko se mordió la lengua y volvió a clavar la mirada en las heridas de Jinx. Sabía lo terca que podía llegar a ser, no la haría cambiar de opinión… y, de alguna forma, tampoco deseaba hacerlo. No comprendía el amor que Jinx sentía por Isha, no completamente, porque era un amor maternal que solo ella podía experimentar.
Jinx estiró a Kyan hasta los brazos de su padre.
—Llévala contigo —dijo—. Llévala a tu estúpido árbol de insectos. Ahí estará a salvo. Yo iré por Isha y te encontraré allá.
Ekko no tomó a la niña, la devolvió con un movimiento suave a los brazos de su madre.
—Yo buscaré a Isha —enunció. Jinx frunció el entrecejo, incrédula—. Sé que no será fácil que confíes en que lo haré, pero… necesito que creas en mí —observó a Kyan y luego la sangre seca en torno a ambas muñecas de la joven—. Es… lo mínimo que puedo hacer.
Lo mínimo que podía hacer por la madre de su hija. Por una madre a quien no le importó el dolor, solo el bienestar de su bebé.
Ekko tomó a Jinx por el brazo y la guió hasta un camino oculto entre los muros del edificio.
—Sigue por aquí, dejé marcas de pintura en el suelo —señaló—, del otro lado te estarán esperando. —Acarició la cabecita de Kyan con delicadeza—. Salgan de aquí, las veré en el refugio.
Jinx tragó en seco, el agarre en torno a la bebé se enroscó más en ella. De no ser por las circunstancias en las que ambos se encontraban, definitivamente no le hubiera dado la razón, mucho menos le habría confiado la vida de su pequeña, pero justo en ese momento no tuvo más alternativa que salir corriendo, confiando en la capacidad de Ekko para poner a Isha a salvo, justo como ella lo haría con la hija de ambos.
El sol ya se había ocultado para cuando Jinx logró salir detrás de la construcción, el aroma industrial le provocó nauseas por primera vez en su vida, los brazos temblorosos sostenían a Kyan con toda la fuerza que le quedaba en el cuerpo.
Entonces, una mano firme la tomó por sorpresa, cubriendo su boca para evitar que hiciera ruido, se giró bruscamente, tratando de zafarse, golpeando con un solo puño maltratado el estómago de su captor. Sus ojos añil se quedaron fijos en otros de un color azul polvo.
—¿Powder…?
Jinx sintió una opresión en el pecho, la respiración entrecortada apenas le permitió hablar.
—¿Vi…?
Y luego, esa alucinación la abrazó con fuerza como si temiera que de alguna forma fuera a desvanecerse en el aire.
Los muertos habían salido de sus tumbas de piedra. Los fantasmas la acosaban de nuevo.
¿Realmente era ella? ¿La muerte no había alcanzado a su hermana?
¿Estaban… juntas de nuevo?
Notes:
Ya les había comentado que en este universo Jinx tiene una personalidad más parecida a la de Powder que a la de Jinx del canon, ¿recuerdan? ¿Ahora entienden por qué?
Literalmente en este universo Jinx sufrió lo mismo que Powder al perder a Vi, solo que, a diferencia de Powder, Jinx en este universo fue llevada a Stillwater, alimentando su dolor y rencor hacia Piltover.XIII. Granate - Está vinculado a leyendas de supervivencia y regreso. Por ejemplo, se dice que Hades le dio uno a Perséfone para asegurar su regreso del inframundo. Representa la vitalidad, el coraje y la superación de la adversidad, justo como nuestra amada Vi (que regresó de entre los muertos).
Recuerden que acabo de publicar la secuela de Nobody Matters Like You., se llama Nobody Loves Me Like You., pásense a leerla!

GayasfSamantha on Chapter 2 Sat 17 May 2025 09:50AM UTC
Comment Actions
GayasfSamantha on Chapter 4 Sat 31 May 2025 10:13AM UTC
Comment Actions
GayasfSamantha on Chapter 9 Fri 15 Aug 2025 01:19PM UTC
Comment Actions