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Crossover

Summary:

soy mala con esto pero buebno mi idea es que no hay suficientes fics de percy jackson en el universo de DC asi q aqui esta mi humilde aporte
}

Chapter 1

Notes:

asi que mi hermana decidio que chat gpt era mejor beta que ella y empezo a mandar todo a chat gpt a revision...asi que vuelvo a resubir

Chapter Text

ODA A LOS DIOSES

Percy Jackson estaba feliz. Su mamá había publicado su primer libro y había sido un gran éxito. Pero esa felicidad, como todo en su vida, era un río con corrientes ocultas. La muerte de Paul había dejado un hueco en su pecho, un hueco que dolía cada vez que respiraba.

Un asalto. Un villano cualquiera en una tienda cualquiera. Paul había salvado muchas vidas ese día, convirtiéndose en héroe sin poderes, sin entrenamiento, sin oráculos que anunciaran su destino. Un héroe de los silenciosos. El costo había sido su vida.

Por eso, la primera firma de libros de Sally sería en su cumpleaños. Porque incluso en la muerte, Paul merecía ver sus sueños cumplidos, aunque fuera desde donde fuera que su alma descansara.

Lo que ninguno de los dos esperaba era ver entrar a la familia del multimillonario Bruce Wayne. No era que Percy no los reconociera: su madre había mostrado alguna vez en la televisión imágenes de aquel hombre serio con su séquito de hijos adoptivos, una sombra elegante que se movía entre las élites del mundo.

Pero verlos ahí, de frente, era otra cosa. Irradiaban lujo, sí, pero no un lujo como el de Apolo, dorado y rutilante, sino un lujo frío, preciso, sigiloso… como cuchillas bien afiladas o como el silencio previo a una tormenta marina. Un lujo que recordaba a Atlantis, cuando Tritón intentaba imponer coronas de oro puro y togas de conchas blancas con bordados de perlas negras.

Si bien Percy tenía razones de sobra para ser paranoico (el Pozo de Tártaro y las guerras le habían enseñado a detectar la desgracia antes de que llegara), ver a su madre feliz y radiante explicando cómo surgió el tema de su libro le arrancó una sonrisa pequeña pero genuina. Además, no pasaba nada… aún.

Tan pronto comenzó la firma de autógrafos, Sally se tensó levemente al ver a los Wayne. Percy lo notó, por supuesto. Había aprendido a leer cada microgesto de su madre desde niño, cuando el miedo era un invitado constante en su mesa y la sobrevivencia dependía de callar y observar.

Pero Sally firmó cada libro con manos firmes y sonrisa cálida. Y fue entonces cuando Percy sintió una mano grande y calida posarse sobre su cabello.

—Padre… —dijo suavemente.

Poseidón estaba a su lado, su aurapoderosa llenando el lugar, mientras Amphitrite sostenía a Estelle en brazos con una ternura. Rhode permanecía junto a su madre, seria y vigilante como un faro de piedra. Kym charlaba con Amphitrite sobre corrientes oceánicas mientras Tritón intentaba, una vez más, peinar a Percy, murmurando sobre su aspecto de "tritón salvaje y sin decoro".Percy esquivó el peine de coral con reflejos iridiscentes que Tritón blandía cual espada y le dedicó una mirada de advertencia que decía claramente “ni lo sueñes” .

De pronto, un murmullo de conmoción se levantó a sus espaldas. Se giró y los vio: su madre y el señor Wayne abrazándose como si fueran dos náufragos reencontrados tras años de deriva.

 —Mamá… ¿El señor Wayne y tú se conocen? —preguntó Percy, su voz suave pero afilada, como el filo de Anaklusmos en reposo.

—Sally… —preguntó Bruce, con una voz rota, como si algo hubiera sido arrancado de sus entrañas—. Creí que… que…

No pudo terminar la frase. Sally lo abrazó con fuerza, sus lágrimas silenciosas cayendo sin pudor. Él la sostuvo como si temiera que desapareciera en el aire, como un recuerdo demasiado bueno para ser real.

Los hijos de ambos lados se miraron tensos. Damian frunció el ceño, con su pequeña mandíbula trabada en desconfianza. Dick observaba con un dejo de curiosidad preocupada. Tim ya tenía su teléfono en la mano, recopilando información sin que nadie lo notara. Jason Todd se limitaba a observar, sus ojos calculadores midiendo el peligro de la situación.

Del otro lado, Nico y Hazel se habían tensado como resortes, con manos listas para invocar sombras o metales. Jason Grace entrecerraba los ojos en sospecha. Leo, sin embargo, susurró algo a Piper que la hizo reír, aunque el nerviosismo temblara en sus labios.

Poseidón y Rhodos transmitían confusión y protección con sus miradas implacables, mientras Amphitrite balanceaba suavemente a Estelle, como si la inocencia de la pequeña fuera un ancla para su propia calma. Kym, por supuesto, observaba la escena con diversión apenas velada. Si fuera por ella, el caos se encendería ahora mismo. Tritón simplemente los evaluaba con una expresión fría y distante, como un príncipe al acecho.

Fue entonces cuando una voz fuerte y molesta rompió la tensión.

—Más vale que confiesen por qué la señora Jackson está llorando, o acabaremos con ustedes.

Siete chicos con camisetas naranjas y moradas se encontraban en la entrada, formando una línea de defensa inconsciente frente a Sally. Sus ojos chispeaban con rabia y lealtad.

Percy suspiró, con un dejo de cansancio poético en su pecho. Sí. Definitivamente, el día acababa de complicarse..

 











Chapter 2

Summary:

Hola de nuevo disfruten

Notes:

por fin consegui publicar el cap ya corregido y editado los tqm

Chapter Text

nque yo le diga Superman rubio.

  NO NECESITO QUE ME SALVEN  

Mientras las leves amenazas aún resonaban en el aire, los siete semidioses se acercaron un poco más.

—Tío P —saludaron tres chicos casi al unísono, con sonrisas de alivio al ver a Poseidón.

Uno era rubio, con ojos azul eléctrico, camiseta morada y gafas colgando de su cuello; su porte recordaba a un dios solar, pero con la tormenta contenida tras la mirada. Jason Grace.

El otro era bajito, cabello negro y ojos color chocolate oscuro, camiseta naranja semioculta bajo una chaqueta de aviador, su presencia silenciosa y pesada como la misma muerte. Nico di Angelo.

La tercera era una chica de cabello negro, ojos azul eléctrico y una diadema plateada coronando su frente. Su camiseta negra gritaba “Muerte a Barbie” con letras descuidadas. Thalia Grace. Electricidad pura y caos contenido en un cuerpo mortal.

—Jason, Nico y Thalia —saludó Poseidón con suavidad, alborotando el cabello de los tres como si fueran sus propios cachorros marinos, orgulloso. El resto de los semidioses —Piper, Leo, Frank y Hazel— inclinaron la cabeza con respeto ante el dios del mar, su aura vibrando como un campo de batalla listo para encenderse.

Uno de los Wayne, el más bajo, con ojos verdes y un porte serio que habría hecho temblar a los más fieros villanos de Gotham, alzó la vista con fría cortesía.

—Padre, ¿de dónde se conocen? —preguntó Damian, su tono tan formal que hasta Nico arqueó una ceja ante el título.

Bruce soltó a Sally y retrocedió levemente, como si la pregunta hubiera abierto un portal al pasado. Sus ojos se suavizaron mientras la miraba, y por un segundo no fue Batman, ni el multimillonario Wayne… solo un niño recordando.

—Nos conocimos cuando éramos niños. Íbamos a la Academia de Gotham juntos. Luego… los padres de Sally murieron y… bueno, perdimos contacto —respondió Bruce, su voz tan suave que Damian parpadeó sorprendido. Con ternura inusitada, Bruce acarició el cabello de su hijo. —Ya veo —respondió Damian, asintiendo con esa compostura mortalmente elegante que parecía calcada de su padre.

Sally rió, abrazando a Estelle, quien balbuceaba palabras incomprensibles mientras jugaba con un mechón de su cabello.

—Wow, Bruce, no te imaginé del tipo paternal —dijo con leve sorna, su voz impregnada de un cariño antiguo.

—Lo mismo dijo Sally —respondió Bruce, sonriendo con esa media sonrisa rara vez vista en público. Notaba cómo los semidioses miraban a Sally como a una diosa misma: cálida, maternal, indestructible.

—Porque parece que tienes las manos llenas —rió Bruce con cansancio orgulloso.

—Realmente, solo esta pequeñita y Percy son míos. Nico, Jason y Leo son mis adoptados, pero donde van ellos… van los demás. Así que, cuando preguntan, técnicamente tengo nueve hijos —explicó Sally con un suspiro que sabía a océano y hogar.

Bruce rió, una risa baja que hizo parpadear a Damian de asombro.

—Lo mismo aquí. Solo el mío es Damian, pero mis adoptados son Jason, Dick, Cass y Tim. El resto… bueno, se adoptó solo.

Ambos padres rieron suavemente, dos fuerzas que conocían el peso de sostener mundos enteros sin que el propio se quebrara. Sus respectivos grupos se miraban fijamente, analizándose como guerreros midiendo sus armas antes de una batalla… o una hermandad.

Dick, con un brillo travieso en sus ojos, tuvo una idea. Empujó suavemente a Jason Todd para colocarlo hombro a hombro con Percy. El resto de ambos bandos se alejó un poco, como si esperaran una explosión divina.

Percy y Jason se miraron fijamente. Fue como ver dos reflejos rotos del mismo cristal: ambos de cabello oscuro, cuerpos entrenados, miradas cansadas… y ese mechón blanco, casi idéntico, que se erguía como un grito silencioso de sus propias guerras.

—Parecen gemelos —murmuró Damian, sus ojos verdes brillando con curiosidad, asombro y un atisbo de aceptación.

Sin pensar, Percy y Jason alzaron las manos al mismo tiempo y tocaron el mechón blanco del otro.

—¿Cómo lo obtuviste? —preguntó Jason, sus ojos azules fijos en Percy con algo parecido a respeto.

—Cargando el cielo —respondió Percy con una sonrisa ladeada—. ¿Y tú?

—Los Pozos de Lázaro —respondió Jason, encogiéndose de hombros como si la muerte fuera solo una vieja amiga.

—¿Haces esgrima? —preguntó Jason.

—Prefiero el estilo libre en vez de las formas —dijo Percy con un brillo salvaje en sus ojos verdes.

—Lindo tatuaje —murmuró Jason, con media sonrisa.

—Gracias. El Superman rubio también lo tiene —respondió Percy, señalando a Jason Grace con un movimiento de cabeza.

—¿Cómo te llamas? —preguntó Jason Todd.

—Percy. ¿Y tú?

—Jason.

—Ja, nos vamos a confundir —respondió Percy, su sonrisa extendiéndose.

—¿Por qué? —preguntó Jason Todd con curiosidad.

—Porque el rubio de allá también se llama Jason, aunque yo le diga Superman rubio —dijo Percy, haciendo un gesto con la cabeza hacia Jason Grace, quien rodó los ojos.

Leo soltó una carcajada baja mientras Thalia murmuraba:

—Este día se volvió mucho más interesante.

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PASADO OLVIDADO  

—Mamá, ¿cómo se conocen tú y el señor Wayne? —preguntó Percy, curioso y calmado, con la pequeña Estelle dormida profundamente en sus brazos, su respiración suave como olas nocturnas contra la arena.

La familia de su padre ya se había retirado, dejando solo a los mortales —o al menos los que creían serlo— amontonados pero contentos en el pequeño departamento de Sally. El calor se sentía hogareño, casi palpable, mezclado con el aroma de café y papel nuevo.

—Bueno… es una larga historia —respondió Bruce con un suspiro que llevaba años de memoria comprimida.

—Vamos, B —insistieron sus hijos, casi al unísono, con esa familiaridad que solo el tiempo, los entrenamientos y las noches sin dormir crean.

—Oh, bien, bien… —cedió Bruce, con una media sonrisa derrotada—. Bruce y yo solíamos ir a la Academia de Gotham —respondió Sally, y en ese instante sus ojos se perdieron en un recuerdo que olía a lluvia y asfalto mojado.

Recordaron aquel día: ella, con apenas seis años, con su uniforme ligeramente grande, nerviosa pero adorable, con trenzas que enmarcaban su rostro como coronas de laurel. Él, un pequeño caballero de traje gris oscuro, corbata perfectamente alineada y una seriedad que no debería caber en un niño. Pero así era Gotham, arrancaba niñez y tejía acero.

Recordaron las clases compartidas, los almuerzos en la mansión Wayne cuando su tío viajaba, las risas suaves bajo la lluvia fría que azotaba los ventanales, y cómo Bruce siempre le ofrecía su abrigo, incluso si era tres tallas más grande para ella.

Recordaron también el día en que todo cambió: cuando los padres de Sally murieron en un accidente en la interestatal, la misma noche que Bruce perdió a los suyos en el callejón. Dos niños, dos soledades rotas. Sally fue enviada abruptamente a vivir con su tío en otro estado. Ninguno de los dos pudo despedirse.

Y recordaron cómo se reencontraron a los dieciséis, cuando Sally regresó a Gotham durante un verano. Cómo se vieron en un café y algo brilló en sus pechos cansados de cargar demasiado. Fue un verano de manos enlazadas, promesas suaves y besos robados bajo luces de neón. Pero al final, ambos sabían que no era su tiempo. Ni su destino.

Se miraron largamente en el presente, rodeados de hijos, amigos, huérfanos, semidioses, vigilantes y destinos imposibles. Y en silencio, decidieron que no dirían nada más. Porque a veces, el pasado es un jardín sellado que solo florece en sueños.

Ambos grupos de niños suspiraron, acongojados y visiblemente decepcionados por la falta de detalles jugosos, hasta que uno de los Wayne, con esa naturalidad letal que caracteriza a Gotham, soltó la bomba.

—¿Acaso ustedes dos salieron juntos? —preguntó con inocencia Duke, mientras a su lado, un chico latino de sonrisa traviesa, ojos chispeantes y mirada de duendecillo, los observaba con malicia contenida.

El rubor delator en ambos adultos fue suficiente para que el caos estallara. Algunos rieron abiertamente; Dick se llevó la mano al pecho fingiendo un infarto. Los hijos biológicos de ambos se miraron fijamente, con esa expresión calculadora de “¿serías un hermano molesto o un hermano divertido?”.

Percy parpadeó cuando sintió un peso en sus piernas. Bajó la mirada y ahí estaba Damian, con su compostura real y su mentón en alto, esa mirada esmeralda fija en él, midiendo y calculando, como un príncipe analizando a un general de su ejército. Sin decir palabra, el niño de diez años se acomodó en su regazo con una dignidad que ningún niño debería poseer, y luego tomó a Estelle con la suavidad de un hermano mayor que ya había decidido que esa pequeña era suya para protegerla.

Damian suspiró suavemente, acomodándose mejor contra el pecho de Percy, como si siempre hubiera pertenecido ahí, como si esa posición hubiera estado reservada para él desde antes de nacer. Percy, por su parte, permaneció congelado, sus ojos verdes parpadeando con sorpresa y un leve atisbo de ternura que intentó ocultar sin éxito.

Dick, quien observaba toda la escena desde un costado, sonrió con una suavidad inesperada. Se cruzó de brazos, apoyándose en la pared mientras su sonrisa se ensanchaba con travesura.

—Vaya, pero sí… así sí parecen familia —dijo con voz baja, cargada de calidez, como si pronunciara un secreto. Su mirada se posó en los tres: Damian, con su ceño fruncido pero relajado; Percy, con el cabello revuelto y el porte cansado pero firme; y Estelle, dormida con los labios entreabiertos, sujetando la camiseta de Percy como si fuera su salvavidas.

Y allí estaban: tres pares de ojos verdes, ese mismo verde imposible y salvaje, como océanos embravecidos bajo la luz de una luna rota. Un verde que no pedía permiso para existir, que reclamaba territorios y juraba lealtades silenciosas.

Damian, sintiéndose observado, alzó la mirada hacia Dick con un leve gruñido.

—¿Qué miras, Grayson?

—Nada, mini demonio —respondió Dick, levantando las manos con teatral inocencia—. Solo… no recordaba la última vez que te vi tan tranquilo. Supongo que encontraste a alguien que te aguante —agregó, guiñándole un ojo a Percy.

Percy rodó los ojos con suavidad, pero su brazo se tensó instintivamente alrededor de Damian y Estelle, sujetándolos un poco más cerca de su pecho. 

Bruce y Sally también sonrieron, sus ojos brillando con un cansancio feliz, justo antes de que una cámara disparara un flash: una foto fue tomada, tanto por los Wayne como por Sally. Porque en ese momento, algo dentro de todos ellos susurró que ese instante merecía ser guardado para siempre.

Un pequeño ding del horno sobresaltó a todos, rompiendo el hechizo con un suave tintineo de realidad. Sally se levantó con una sonrisa, caminando hacia la cocina, su figura tan firme y cálida como un faro. Mientras tanto, Damian se acomodaba mejor, casi enterrándose en Percy, quien lo miró con resignación divertida.

—Percy, canta algo —pidió Annabeth con voz dulce, sus ojos grises tan suaves como tormentas lejanas sobre el mar, esas tormentas que no asustan, sino que llaman a casa.

—No, Annie —respondió Percy, girando el rostro para evitar su mirada, su voz cargada de un cansancio travieso, como si supiera que de nada serviría negarse, pero aún así lo intentara.

Annabeth ladeó la cabeza, su cabello rubio cayendo en cascada sobre su hombro, y sus ojos grises se intensificaron, volviéndose grandes, húmedos, como un cachorro herido en una lluvia fría. Percy suspiró, profundo y resignado, como un guerrero derrotado antes de la batalla. Porque si algo era cierto en todos los mundos y en todos los tiempos, era que Percy Jackson nunca le diría que no a Annabeth Chase.

—No hagas esa cara, chica sabia… —murmuró con un suspiro más suave, sus palabras cargadas de un cariño posesivo, casi reverente, mientras alzaba una mano para apartarle un mechón rebelde de la frente—. Sabes que es trampa.

Annabeth sonrió apenas, esa sonrisa diminuta que iluminaba su rostro como el amanecer. Apoyó su frente contra la de él, ignorando por completo la decena de miradas curiosas que los rodeaban, y susurró:

—Por favor, sesos de alga.

Percy cerró los ojos, derrotado del todo, sintiendo el calor de su voz anidar en su pecho como un hechizo antiguo. Y sin más, inhaló profundamente y se preparó para cantar, mientras Damian en su regazo alzaba la mirada con curiosidad felina, Estelle dormía profundamente contra su brazo y los Wayne y semidioses se acomodaban, expectantes, como si presenciaran un ritual sagrado

Porque cuando Percy Jackson cantaba, incluso los dioses detenían sus guerras para escuchar.

Chapter Text

—¿Cantas? —preguntó Damian, aún acurrucado contra Percy y con Estelle en brazos.

—Algo... —respondió Percy—. Pero casi no lo hago.

—Vamos, sesos de alga, muéstrale a los demás tu voz —contestó el duendecillo llamado Leo.

—Vamos, Aquaman —pidió Jason.

—Tú calla, Superman rubio —le respondió Percy con una sonrisa.

—Vamos, pececito —dijo alguien más—. Calla, cara de piña.

Al final, entre burlas de sus amigos y preguntas curiosas de los Wayne, Percy accedió a cantar una canción.

Come little children, I'll take thee away
Into a land of enchantment
Come little children
The time's come to play
Here in my garden of shadows

El efecto fue casi inmediato: Damian, los Wayne más jóvenes —Damian, Duke y Tim— así como la mayoría de los semidioses, comenzaron a dormitar suavemente mientras Percy cerraba los ojos y seguía cantando.

Follow sweet children, I'll show thee the way
Through all the pain and the sorrows
Weep not poor children
For life is this way
Murdering beauty and passions
Hush now dear children, it must be this way
To weary of life and deceptions
Rest now my children
For soon we'll away
Into the calm and the quiet

Los Wayne mayores empezaron a balancearse, sus ojos se pusieron vidriosos y comenzaron a tararear la canción al ritmo de Percy.

Percy se interrumpió cuando el peso de Damian cayó por completo sobre él; estaba dormido, al igual que Estelle, Tim y Duke. El resto de los semidioses y Wayne mayores salieron de su estado de aturdimiento y sonrieron con aprecio.

—Qué bella voz, además de relajante —dijo Dick.

—Por eso solo canto cuando Estelle no puede dormir. Los menores de 13 suelen caer dormidos rápido —respondió Percy, completamente calmado y atrapado bajo Damian y Estelle.

—No, en serio, te agradecemos que hayas puesto a dormir a esos tres. Tienen un horario de sueño terrible, sobre todo Tim —añadió Dick.

Percy seguía quieto bajo el peso de Damian y Estelle, sintiendo cómo la respiración de ambos se hacía lenta y tranquila, un ritmo que casi parecía latir al compás de la canción que acababa de entonar. La habitación se había llenado de un silencio cálido, apenas roto por el suave susurro de algunos tarareos.

Dick, con una sonrisa divertida, se inclinó un poco hacia Percy y dijo en voz baja:

—Sabes, si tu voz fuera un arma, Gotham estaría más segura.

Percy soltó una pequeña risa, pero no se movió; sabía que despertar a Damian no sería sencillo.

Jason, que había estado apoyado contra la pared, cruzó los brazos y añadió con tono burlón:

—Sí, y si de verdad cantaras en la batalla, los villanos se rendirían por aburrimiento.

Annabeth, que estaba a un lado, rodó los ojos pero no pudo evitar sonreír.

—No seas cruel, Jason. La voz de Percy es como un bálsamo.

Entonces, Sally volvió de la cocina con una bandeja de snacks y bebidas, y al ver la escena no pudo evitar soltar una carcajada.

—¿Qué está pasando aquí? —preguntó divertida.

—Tu hijo tiene un don oculto —respondió Dick—, pero nadie le había pedido que lo usara en público hasta ahora.

Sally se acercó y miró a Percy, que aún sostenía a Damian dormido.

—Percy, ¿eres un héroe incluso en la cuna? —bromeó ella.

Percy la miró y, con una sonrisa cansada, respondió:

—Solo cuando la situación lo exige.

Mientras todos se acomodaban para disfrutar del momento, Jason se levantó y fue hacia Damian, que seguía en el regazo de Percy.

—Vamos, Damian, si quieres puedes despertarte. Que no te diga que eres un oso dormilón.

Damian abrió lentamente los ojos, parpadeó y se quedó mirando a Jason con una mezcla de fastidio y resignación.

—No molestes. Estoy descansando por la guerra que ni siquiera sabes que se avecina.

El grupo rió ante la respuesta de Damian, que rápidamente se acurrucó de nuevo.

—Bueno, parece que la paz ha llegado por ahora —dijo Tim—. Pero solo hasta que alguien decida que es hora de pelear.

Con una sonrisa cómplice, Percy miró a todos mientras comían. Leo discutía animadamente con Duke sobre motores imposibles, Annabeth estaba sentada junto a Tim revisando algunos planos de arquitectura que él tenía guardados en su teléfono, Jason Grace y Jason Todd se habían enfrascado en un debate sobre espadas, y Dick intentaba sin éxito enseñarle a Thalia cómo hacer un backflip en espacio reducido, recibiendo un zape de Nico cada vez que casi tiraba un florero.

Percy respiró hondo. La risa de su madre llenaba el aire como un canto de sirena, cálido y suave, cuando Bruce, con un suspiro resignado, finalmente accedió:

—Está bien… pueden quedarse a dormir aquí, pero nadie salta por las ventanas.

Un coro de vítores y murmullos felices llenó el pequeño departamento. Sally sonrió radiante, su mirada se suavizó mientras veía a Bruce frotarse el puente de la nariz, rendido ante la marea de hijos y semidioses.

—Gracias, Bruce —dijo ella, y su voz sonó como un susurro de paz en medio del caos.

—Solo no me culpen cuando mañana todos estén con dolor de espalda por dormir en bolsas de dormir en el piso —respondió él, con su tono grave pero los labios curvados en una sonrisa discreta.

Damian, aún medio dormido en el regazo de Percy, abrió un ojo.

—Tch. No es peor que entrenar en la nieve.

—Eso no es normal, demon spawn —murmuró Jason Todd, revolviendole el cabello antes de que Damian le gruñera.

Percy solo abrazó un poco más a Estelle, sintiendo el calor de su hermanita acurrucada, y levantó la mirada al techo.

Después de eso, tanto Sally como Bruce se retiraron a la recámara de Sally para buscar ropa cómoda para todos. Mientras, Percy alzó a Damian con un brazo y a Estelle con el otro, cargándolos como si no pesaran nada.

—Estoy seguro de que gano el apodo de oso de peluche —murmuró con una pequeña sonrisa mientras caminaba hacia su habitación.

Entró con cuidado y dejó a Estelle y Damian sobre la cama. Observó cómo, en cuestión de segundos, ambos niños se buscaban entre las sábanas hasta encontrarse y aferrarse el uno al otro, sus respiraciones sincronizándose en un suave vaivén de paz.

Percy los miró por un momento, su mirada tornándose suave y protectora, antes de cerrar la puerta en silencio. Caminó de regreso y atrapó a Annabeth y Thalia por los hombros, guiándolas hacia el cuarto de Estelle.

—Cara de piña, tu ropa sigue en el clóset —dijo, señalando a Thalia con un gesto de la barbilla.

Luego miró a Annabeth con esa sonrisa que derretiría glaciares.

—Annie, cielo mío, mi futura esposa… mis sudaderas no son pijamas —le dijo con su voz baja y suave, casi ronca, mientras la dejaba en la puerta del cuarto.

Annabeth rodó los ojos, pero el rubor subió hasta sus orejas.

Percy se giró y caminó de regreso a la sala, donde los Wayne estaban aún de pie con cara de no entender la logística de los Jackson. Señaló a las chicas —Steph, Barbara y Cass— indicándoles el cuarto de Estelle para cambiarse y dormir.

Luego hizo un gesto con la mano para que los demás chicos lo siguieran.

—Vamos, el cuarto principal es grande, cabe medio campamento ahí —dijo con su tono casual mientras caminaba, los músculos de su espalda tensándose suavemente bajo la camiseta negra.

Dick soltó un silbido bajo al verlos. Damian, con apenas diez años, estaba acurrucado protectoramente alrededor de Estelle, que dormía tranquila abrazada a su hermano mayor como si fuera el único ancla en el mundo.

—Mírenlos… —murmuró Dick con una sonrisa suave.  

En un segundo, todos los Wayne sacaron su celular y empezaron a tomar fotos, tratando de no hacer ruido para no despertarlos. Incluso Jason, que siempre refunfuñaba, tenía una pequeña sonrisa mientras enfocaba la escena.

—Será mejor que imprima esto y lo enmarque antes de que despierte y me quiera matar —susurró Tim con un brillo divertido en los ojos.

Percy los observó desde la puerta, apoyado en el marco con los brazos cruzados y una sonrisa tranquila.

Dick rió suavemente, guardando su celular.

Percy salió de la habitación después de asegurar que Damian y Estelle estaban bien cubiertos. Caminó hacia la sala donde los semidioses y los Wayne se amontonaban, discutiendo suavemente entre sí mientras organizaban los espacios.

Leo estaba estirando un saco de dormir junto al sofá, murmurando algo sobre la falta de calidad en los suelos. Jason Grace ya había hecho un nido de cobijas en un rincón, mientras Nico se sentaba sobre un cojín, Nico resopló, pero su boca se curvó en una pequeña sonrisa. Thalia, sentada junto a él, soltó un bostezo, dejando ver su piercing de lengua mientras recargaba la cabeza sobre su hombro.

Del otro lado de la sala, Dick y Tim estaban intentando organizar un par de colchonetas inflables sin éxito, mientras Cass y Steph los observaban con expresión de superioridad absoluta.

—¿Necesitan ayuda, genios? —preguntó Steph, alzando una ceja.

—No —respondió Tim, justo antes de que el colchón se desinflara con un largo ppppfffffttttt de humillación universal.

Percy se llevó la mano al rostro y negó con la cabeza mientras caminaba hacia ellos. Con un movimiento ágil, quitó el tapón de aire y volvió a inflarlo en menos de un minuto, usando su control del agua para empujar el aire desde la pequeña botella de agua que traía consigo, dejando a todos los Wayne mirándolo con asombro discreto y creciente sospecha.

—¿Cómo hiciste eso? —preguntó Duke, con los ojos entrecerrados.

—Técnica de campamento —respondió Percy con una media sonrisa, sin dar más detalles, mientras Jason Todd soltaba un suave “Ajá…” con tono incrédulo.

En ese momento, Sally y Bruce aparecieron desde el pasillo, cargados de cobijas, almohadas y un par de sudaderas extra.

—Aquí tienen, niños —dijo Sally con una sonrisa radiante, mientras Bruce, con su eterna expresión de cansancio elegante, comenzaba a repartir cobijas como un mayordomo resignado.

—Si alguien ronca, va directo al balcón —amenazó Thalia, acomodándose en una manta eléctrica que Sally le había pasado con nico a su lado.

—O si alguien intenta matarnos en sueños —añadió Nico con sequedad.

—O si alguien se roba mi sudadera —dijo Percy, mirando fijamente a Annabeth, que ya se la estaba poniendo con esa sonrisa de diosa que lo desarmaba siempre.

—Demasiado tarde, sesos de alga —respondió ella, mientras se acomodaba entre su pecho y un cojín, robándole no solo su sudadera sino también su paz.

Sally observó la escena, su corazón cálido y ligero, y luego miró a Bruce. Por un segundo, compartieron una mirada suave, de esas que contienen mil recuerdos de niñez y secretos de verano.

—¿Sabes? —susurró ella—. Nunca pensé que volveríamos a compartir un campamento improvisado.

Bruce exhaló una risa casi inaudible y negó con la cabeza.

—Yo tampoco… pero no está tan mal.

Y mientras la sala se llenaba de respiraciones lentas, risas suaves y la calidez de un hogar imposible, Percy cerró los ojos acomodando junto a Annabeth y Nico y Thalia a sus espaldas, escuchando el suave golpeteo de la lluvia contra la ventana.

Chapter 5

Notes:

PERDON NO ME HABIA DADO CUENTA QUE YA HABIA UN CAP LLAMADO PASADO OLVIDADO Y SE REPITIO PERDON CHICOS

Chapter Text

SUEÑOS DE JUVENTUD


Una vez que los niños se hubieron ido a dormir, la casa quedó sumida en un suave silencio, apenas interrumpido por el murmullo de la lluvia golpeando las ventanas y el ronquido suave de algún semidiós exhausto.
Sally y Bruce se miraron desde lados opuestos de la sala, cada uno con una manta ligera sobre los hombros. Por un momento consideraron quedarse ahí, pero la quietud era demasiado cargada para compartirla en un lugar abierto.
—Vamos a mi recámara —dijo Sally con voz suave. Bruce asintió sin decir palabra.
Entraron y cerraron la puerta tras de sí. La recámara estaba cálida, oliendo a lavanda y sal de mar, un olor que Bruce recordó de su infancia sin comprender por qué siempre le resultaba tan tranquilizador.
Se sentaron en la orilla de la cama, sin tocarse, pero compartiendo la misma bruma de recuerdos.
—Es extraño —dijo Sally, mirando sus manos—. Tenerte aquí, después de tantos años.
Bruce asintió, su perfil serio dibujado por la tenue luz de la lámpara junto al buró.
—No planeaba aparecer así… con toda la tropa —respondió, con un destello de humor seco en su voz grave.
Sally sonrió, esa sonrisa suya que era un amanecer en el asfalto gris de Gotham.
—No me molesta. Percy y Estelle… ellos necesitan conocer otras realidades, incluso si son de millonarios vestidos con ropa de diseñador.
Bruce soltó una pequeña risa ronca, antes de callar, su mirada fija en el suelo alfombrado. Entonces la levantó y la posó sobre Sally, con un brillo distinto, casi preocupado.
—Hablando de realidades… ¿Sabías que tu fideicomiso sigue activo?
Sally parpadeó, su expresión transformándose de paz a confusión.
—¿Fideicomiso…? Bruce, no he usado eso en… ¿qué diez años? Después de que me mudé con mi tío, no quise saber nada de la Academia o de ese dinero. No era mío.
Bruce negó con la cabeza, sus cejas fruncidas en preocupación genuina.
—Sally. Ese dinero siempre fue tuyo. Tus padres lo dejaron para ti antes de… bueno, antes de su accidente. Está bajo Wayne Enterprises como fideicomiso legal hasta que tú lo reclames. Y con los intereses… —la miró fijamente, sus ojos oscuros conteniendo un mar de cálculos y preocupaciones—. Ahora es casi cuatro veces mayor que el depósito original.
Sally bajó la mirada, viendo sus manos desnudas y temblorosas sobre su regazo. Sus dedos se enredaron en la manta, como si aferrarse a la tela pudiera evitarle sentir el peso de lo que Bruce decía.
—No… nunca quise tocarlo. —Su voz era apenas un murmullo, suave y quebradizo como cristal de mar golpeado por las olas—. Después de que murieron… sentía que no era mío. Era de ellos. Si lo usaba… era como aceptar que ya no estaban.
—No… nunca quise tocarlo. Yo… no quería depender de nada que no fuera mío.
—No es caridad, Sally —dijo Bruce, su voz suave—. Es un legado. Es un legado. Ellos querían que estuvieras bien. Querían que fueras feliz. Es tuyo… y también de Percy y Estelle. No para reemplazar nada, sino para que no tengas que elegir entre el supermercado y la renta. Para que Percy… —sus palabras se atoraron, pero continuó, con su voz endureciéndose por un momento—. Para que Percy pueda tener universidad, maestría, lo que él quiera. Para que Estelle tenga lo que necesite. Para que tú no tengas que trabajar horas extras escribiendo artículos que valen diez veces menos de lo que mereces.
Ella respiró hondo, dejando que la nostalgia y la ternura se mezclaran como tinta en agua.
—Gracias, Bruce —susurró—. Pero… de momento, estoy bien. Tal vez un día. Hoy… solo quiero verlos dormir.
Bruce asintió, comprendiendo sin necesidad de más palabras. Porque si algo admiraba en Sally, era su fuerza. Esa que no hacía ruido, pero sostenía mundos enteros.
Se quedaron ahí sentados, en silencio, hasta que el dulce abrazo de morfeo los envolvio a ambos
Fue un verano breve, pero tan intenso como el sol sobre Gotham en julio.
Sally recordaba el calor pegajoso en el asfalto, la brisa marina viajando kilómetros para apenas rozar la piel, y el murmullo constante de las olas cuando Bruce la llevó, por primera vez, a la casa de playa Wayne. No era un viaje oficial; Alfred los acompañaba, con su traje impecable incluso bajo el calor abrasador, y los vigilaba de lejos mientras se hacían compañía en la arena, ambos con dieciséis años y un mundo de responsabilidades que aún no comprendían del todo.
Ella llevaba un vestido blanco, ligero como el viento, con flores azules estampadas en el borde. Su cabello suelto brillaba bajo el sol, revuelto por la brisa salada. Bruce, en cambio, lucía como siempre: pantalón de lino claro, camisa remangada y esa mirada suya, gris como un amanecer de tormenta, que la observaba sin apartarse.
—¿Qué piensas? —preguntó ella, sentada sobre la arena caliente con las rodillas abrazadas al pecho.
Bruce tardó en responder, mirando el horizonte con esa intensidad suya, como si intentara descifrar los secretos del mar.
—Que ojalá esto no terminara —dijo al fin, en voz baja, tan baja que Sally apenas lo escuchó sobre el rugir de las olas.
Ella sonrió, esa sonrisa suya que siempre le desarmaba, y lo empujó suavemente con el hombro.
—No seas dramático, B. —Sus palabras eran suaves, pero sus ojos brillaban con una tristeza silenciosa—. Todo termina. Es lo que hace que valga la pena.
Bruce la miró entonces, con sus ojos de invierno, y por un segundo, Sally sintió que él la veía de verdad. Solo Sally.
—No quiero que termine —repitió Bruce, más firme esta vez. Su mano se deslizó hasta tomar la de ella, entrelazando sus dedos con cuidado, como si temiera romperla.
Y en ese instante, bajo un cielo sin nubes, Sally permitió que su corazón se rompiera un poquito, porque sabía que lo suyo nunca sería real. Él era Gotham y ella era espuma de mar, y algún día la marea la devolvería a la orilla de su propio destino.
Pero por ese verano… se permitieron soñar.
Soñó con la sensación de sus labios sobre los suyos, suave, insegura, como un poema sin terminar. Recordó el sabor salado de su piel cuando él la abrazaba, el olor de su colonia mezclado con el mar, y la forma en que su pecho retumbaba como un tambor cuando ella lo recargaba ahí, escuchando su corazón decirle no te vayas en cada latido.
Soño, sobre todo, con la última noche. Cuando se acostaron juntos sobre la arena aún tibia, mirando las estrellas, sin tocarse pero tan cerca que sus respiraciones se mezclaban. Y Bruce le dijo, con esa voz baja y rota que usaba cuando no era el hijo de Gotham, sino solo un niño asustado:
—Si algún día… si alguna vez me necesitas, Sally… llámame. Por favor.
Ella no respondió. Solo le tomó la mano con fuerza y cerró los ojos.
Y así terminó su verano: con la espuma del mar en sus tobillos, los besos salados de un murciélago y la promesa silenciosa de un “siempre”, incluso si ese siempre nunca llegó.
Sally despertó suavemente, con esa sensación dulce y pesada que dejan los sueños tranquilos. Parpadeó un par de veces, intentando enfocar la oscuridad tenue de su recámara, iluminada apenas por el resplandor frío de la luna filtrándose por la ventana.
Fue entonces cuando notó que Bruce estaba frente a ella. Muy frente a ella.
En algún momento de la noche, ambos habían terminado acurrucados en el centro de la cama, sus cuerpos encajando con naturalidad, como piezas de un rompecabezas que no sabían que se buscaban. Bruce respiraba profundamente, su pecho subía y bajaba con esa cadencia tranquila que ella recordaba de cuando eran niños, cuando él se quedaba dormido durante las clases de latín.
Pero lo que realmente la hizo sonreír fue el pequeño hilo de baba que escapaba de la comisura de su boca, como ella recordaba que sucedia en las pijamadas que intercambiaban cuando niños.
—Vaya, señor Wayne… —susurró Sally con humor suave, mordiéndose el labio para no reír.
Silenciosa y cuidadosamente —como solo los años de sobrevivir a Gabe, el apestoso, le habían enseñado—, se deslizó fuera de la cama, asegurándose de no despertarlo. Se quedó un momento de pie junto al colchón, observándole dormir. Sin la dureza en sus cejas, sin la tensión perpetua en su mandíbula, Bruce se veía… joven. Casi como el chico de dieciséis años que la había besado con sabor a sal y promesas rotas.
Sacudió la cabeza y salió de la habitación, con los pies descalzos rozando la madera fría del pasillo.
Primero fue al cuarto de Estelle. Abrió la puerta suavemente y sonrió ante la escena: las chicas Wayne y Thalia estaban tiradas por el suelo en posiciones caóticas, cubiertas de cobijas como orugas de colores,
Luego caminó hacia la sala. Ahí encontró el verdadero caos.
Percy y Annabeth habían terminado encima de Jason Grace, como dos gatos gigantes dormidos, mientras Nico, atrapado entre ellos, parecía un sandwich de hijo de Hades a punto de ser aplastado, su cara enterrada contra el pecho de Percy y sus pies colgando sobre el brazo del sofá. Leo roncaba suavemente, con un pie sobre la cara de Tim y su mano sujetando un destornillador como si fuera un peluche. Dick y Duke compartían una colchoneta que parecía demasiado pequeña para ambos, y Cass dormía sentada con la barbilla apoyada en sus rodillas.
Por último, caminó hasta la recámara de Percy. Abrió la puerta y los vio ahí: Damian y Estelle, acurrucados bajo la manta azul marino con estrellas blancas. El niño la abrazaba con posesividad absoluta, su mentón apoyado sobre su cabecita, mientras la pequeña tenía un puño cerrado sobre la camiseta negra de él, como si ni en sueños pensara soltarlo.
Miró el despertador en la mesita de noche: las 3:04 a.m. Suspiró suavemente, apagó la pequeña lámpara con forma de tortuga marina, y salió del cuarto con pasos de sombra.
Regresó a su recámara. Bruce seguía dormido, ahora boca arriba, con el brazo extendido hacia el lugar donde ella había estado. Por un segundo, su corazón dolió con esa punzada antigua de nostalgia, pero la ignoró. Se metió de nuevo en la cama, deslizó su cuerpo bajo las cobijas, y antes de cerrar los ojos, le acomodó suavemente un mechón de cabello que le caía sobre la frente.
—Buenas noches, Brucie —susurró.
Bruce recordaba ese verano como un sueño irreal, cubierto de sal y luz suave.
Tenía dieciséis años y un corazón que no sabía latir sin culpa. Cada día era un campo de batalla silencioso en su pecho: la muerte de sus padres, el peso de un apellido demasiado grande, las pesadillas que no lo dejaban dormir y lo obligaban a entrenar hasta sangrar solo para cansarse lo suficiente para perder el conocimiento.
Y entonces estaba ella. Sally.
Sally con sus trenzas sueltas y vestidos ligeros. Sally que leía libros de mitología griega y murmuraba poemas de memoria mientras caminaban por la arena. Sally, que no se inmutaba ante su silencio, que no le pedía palabras, que se sentaba junto a él y le sostenía la mano cuando las pesadillas eran tan reales que lo hacían temblar incluso de día.
Recordaba el calor pegajoso de Gotham cediendo ante la brisa marina, el olor del protector solar mezclado con el de su champú de flores blancas. Recordaba sus carcajadas cuando él la empujaba al agua y la forma en que sus ojos brillaban, como si contuvieran un mar entero.
Una tarde, mientras el sol se ocultaba y el cielo se cubría de tonalidades anaranjadas y violetas, Bruce la miró y sintió terror. Porque se dio cuenta de que quería cosas imposibles con ella. Quería días como ese para siempre. Quería ser un chico normal, con una chica normal, con un verano que no acabara.
—No quiero que esto termine —murmuró, su voz apenas un hilo en el viento, demasiado honesta, demasiado rota.
Sally sonrió, pero en su sonrisa había un dejo de tristeza que le apretó el pecho.
—Todo termina, Bruce. Eso es lo que lo hace especial.
Quiso besarla. Y lo hizo. Fue un beso suave, torpe, lleno de arena y sabor a sal. Pero era real. Lo más real que había sentido desde la noche en que sus padres murieron.
Esa noche durmieron en la arena. No juntos, no como pareja, sino como dos amigos que se sostenían sin decirlo. Él tumbado boca arriba, mirando las estrellas con los ojos ardiendo, y ella con su cabeza sobre su brazo, respirando profundo para no llorar. Porque ambos sabían que, cuando el verano terminara, él volvería a Gotham y sus sombras, y ella regresaría a su mundo de mar y poesía. Y que lo que tenían solo viviría en ese recuerdo.
Bruce abrió los ojos con lentitud, como si el mundo aún fuera un sueño que no quería terminar de ver. La penumbra azulada del amanecer cubría la habitación, proyectando sombras largas y suaves en las paredes.
Lo primero que vio fue a Sally. Dormida, con el cabello revuelto sobre la almohada y el ceño ligeramente fruncido, como si incluso en sueños estuviera preocupada por alguien más que ella misma. Estaban acurrucados aún, sus cuerpos encajados en un abrazo que ninguno había planeado, pero que se sentía tan natural como respirar.
Bruce suspiró, un suspiro casi inaudible, mientras el recuerdo del sueño aún ardía en su pecho como brasas viejas: Sally de dieciséis años, su vestido blanco ondeando en la playa, su risa suave llevada por el viento. El beso con sabor a sal y el miedo punzante de perderla antes siquiera de tenerla.
Qué diferente habría sido todo si…
Pero los “si” no importaban. Gotham nunca habría soltado sus garras. Y el destino de Sally siempre la habría llevado a otros mares.
Con cuidado, como quien se aleja de un campo minado, se impulsó para ponerse de pie sin despertarla. Se quedó un momento mirándola dormir, su respiración tranquila y profunda, y algo dentro de él —esa parte pequeña y rota que aún creía en la luz— se sintió en paz.
Salió de la recámara en silencio absoluto y caminó por el pasillo hasta asomarse a la sala.
La escena que lo recibió le arrancó un suspiro cargado de exasperación y un dejo de ternura que rara vez mostraba.
Percy estaba tirado boca arriba en el suelo, un brazo extendido hacia un lado y la boca ligeramente abierta, respirando con la tranquilidad de alguien que había peleado contra titanes y aún se atrevía a soñar. Nico dormía hecho un ovillo sobre su estómago, envuelto en su chaqueta negra como si fuera un gato protector, mientras Annabeth estaba abrazada a su costado, usando su hombro como almohada, el ceño fruncido incluso en sueños.
Jason Grace, el “superman rubio”, estaba medio sentado en un sillón, la cabeza echada hacia atrás y un hilo de baba descendiendo lentamente por su barbilla. Sobre su regazo estaba Leo, completamente atravesado, con una pierna colgando en el aire y la otra pateando suavemente a Tim, que dormía hecho bolita a su lado abrazando su destornillador como si fuera un peluche.
Duke dormía con la espalda apoyada contra el sofá y Dick estaba acostado sobre sus piernas, cubiertos con una cobija de Percy estampada con tortugas marinas y caballitos de mar. Cass dormía en un rincón, sentada con la cabeza apoyada en sus rodillas, inmóvil como una sombra paciente.
Frank dormía en el suelo junto a la mesa de centro, usando como almohada el abrigo de Percy doblado. Su pecho subía y bajaba lentamente, tan grande y sólido incluso dormido que parecía un muro imbatible. Su mano aún estaba cerrada en un puño sobre su pecho, como si protegiera algo invisible incluso en sueños, y su respiración era tan profunda y calmada que a Bruce le recordó, por un segundo, a la de un oso hibernando.
Finalmente, junto a la ventana medio abierta, estaba Jason Todd.
El segundo Robin estaba medio recostado contra la pared, las piernas extendidas sobre un puff, un brazo cubriendo su rostro para bloquear la luz que se filtraba. Llevaba puesta una sudadera negra demasiado grande y pantalones de pijama gris,
Con pasos silenciosos, se apartó de la sala y caminó por el pasillo hasta llegar a la recámara de Estelle. Abrió la puerta con cuidado, apenas un susurro de bisagra. La tenue luz del amanecer se filtraba entre las cortinas de ositos marinos y lunas plateadas, iluminando la escena frente a él.
Las chicas dormían profundamente. Cass estaba acurrucada en un rincón del colchón, con la cabeza apoyada en las piernas de Steph, quien dormía boca arriba con la boca ligeramente abierta y una mano sobre el vientre, respirando tranquila. Barbara estaba tumbada a un lado, abrazando un cojín de unicornio con una expresión de paz que rara vez mostraba cuando estaba despierta.
Hazel yacía dormida con la serenidad profunda de quien ha encontrado, aunque sea por un instante, la paz que siempre buscó. Su cabello oscuro descansaba sobre la almohada, y sus manos reposaban cruzadas sobre el pecho, como si protegiera un secreto sagrado.
Thalia dormía junto a ella, enroscada en una manta azul que parecía absorber la luz, con una expresión de guerrera en descanso, pero sin dejar de vigilar el mundo aún en sueños. Su respiración era lenta y firme, el aliento de una hija de Zeus que sabe que la tormenta siempre está cerca.
Piper, en el borde de la cama, sostenía una pequeña muñeca de trapo con desgastados bordes dorados. Su rostro estaba relajado, ajeno a las batallas que la vida le había impuesto, y su cabello castaño caía en cascada sobre su hombro, acariciando la almohada.
Bruce se dirigió al cuarto de Percy. La puerta estaba entreabierta, dejando escapar una tibia luz que se filtraba de la calle y pintaba de sombras alargadas el suelo.
Entró con pasos medidos, como un espectro que no quería perturbar la paz de quienes dormían.
Allí, en la cama, Damian y Estelle yacían profundamente dormidos, aferrados uno al otro con la delicadeza de un vínculo invencible. Damian, a su lado, mantenía un brazo protector enredado alrededor de la niña, su semblante relajado pero vigilante incluso en el sueño.
Bruce se quedó observándolos un instante, con suavidad, acomodó la manta sobre ellos, asegurándose de que quedaran abrigados. ya echo esto reviso el reloj revelando que eran apenas las 4 am y simplemente fue a acostarse una vez mas junto a Sally
Horas después, un ruido inesperado hizo que Bruce despertara sobresaltado. Entreabrió los ojos y, justo frente a la puerta, vio a Jason Todd y Percy, ambos con miradas sorprendidas pero cómplices, que rápidamente cerraron la puerta sin hacer ruido.
El reloj de Sally marcaba las 7 a.m.
Con renuencia, Bruce se levantó y fue a despertar a Sally, quien poco a poco abrió los ojos, aún arrullada por el sueño. Una vez ambos estaban despiertos, se dirigieron a la cocina para preparar el desayuno: huevos revueltos y leche.
Bruce entró a la sala con paso firme, aunque el cansancio aún pesaba en sus hombros como una capa invisible. La escena era un campo de batalla en miniatura: cojines tirados y mantas arrugadas esparcidas por el suelo
Dick se movía entre el caos con una sonrisa irónica, intentando juntar a Tim, que se quejaba mientras estiraba los brazos, aún medio dormido, y a Jason Grace, quien bostezaba exageradamente Jason Todd, por su parte, parecía más un fantasma desordenado que un vigilante de la noche: caminaba con lentitud, frotándose los ojos mientras lanzaba miradas suspicaces a Percy, quien intentaba armar una pila de platos sucios y vasos como si fuera un juego.
Bruce respiró profundo, consciente de que imponer orden aquí no sería una misión de una sola persona ni de un solo instante. Se agachó para recoger una manta que estaba cerca de Duke, quien se había acurrucado bajo ella como si fuera un caparazón protector.
Con voz grave pero tranquila, empezó a organizar a los chicos: "Tim, ayuda a Jason. Percy, ¿puedes ir bajando las tazas del estante, por favor?"
Los chicos respondieron con un leve asentimiento, algunos aún adormilados, otros ya en modo operativo gracias al impulso de la mañana. Bruce no pudo evitar una pequeña sonrisa al ver cómo la sala lentamente se transformaba de caos a orden controlado, no sin la dosis justa de risas y quejas.
Sally se deslizó suavemente por el pasillo, con la luz del amanecer colándose por las ventanas y pintando de dorado las paredes. Su paso era delicado, como si quisiera no romper la magia tranquila que aún envolvía la casa.
Llegó al cuarto donde dormían juntas Barbara, Cass, Steph, Thalia, Hazel y Piper. El espacio estaba lleno de mantas enredadas y almohadas dispersas, testigos silenciosos de una noche de risas, confidencias y sueños compartidos.
—Cass, cariño, es hora de despertar.
Cass parpadeó lentamente, frotándose los ojos, y con una sonrisa somnolienta se estiró.
Luego Sally fue hacia Steph, que dormía boca arriba, con una mano descansando sobre el vientre, respirando tranquila, mientras Barbara apretaba un cojín de unicornio como si fuera un talismán de sueños dulces.
—Steph, Barbara, es hora de un nuevo día —les dijo con cariño.
Thalia y Hazel estaban aún medio dormidas, enroscadas entre las mantas, sus rostros reflejaban la paz efímera del sueño profundo. Piper, junto a ellas, sostenía una pequeña muñeca de trapo con los bordes dorados desgastados.
Sally les habló con suavidad, despertándolas una a una:
—Chicas, ya es mañana. Es hora de despertar.
Una a una, las jóvenes fueron abriendo los ojos, desperezándose lentamente, dejando que la luz del día les ayudara a despedir la noche.
Con el cuarto llenándose de murmullos suaves y risas somnolientas, Sally sonrió y se levantó para continuar con el día saliendo del cuarto de las chicas.
Sally entró con pasos suaves al cuarto donde dormían Damian y Estelle. La tenue luz del amanecer se filtraba por la ventana, pintando de oro las paredes y bañando sus rostros en calma.
Damian yacía profundamente dormido, con un brazo protector enredado alrededor de Estelle, quien reposaba tranquila, aferrada a su pequeño peluche de caballito de mar.
Con una sonrisa tierna, Sally se acercó y susurró:
Damian parpadeó lentamente, como despertando de un sueño profundo, y se estiró, sin soltar a Estelle, quien bostezó y se acomodó un poco más contra él.
Sally los ayudó a incorporarse con delicadeza

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PLANES A FUTURO
El desayuno fue tan caótico y cálido como solo puede serlo con veintidós personas hacinadas en un departamento de Nueva York. El aroma de huevos revueltos, café y pan tostado se mezclaba con risas suaves, cucharas chocando contra tazas y voces que preguntaban “¿me pasas la leche?” mientras Bruce Wayne, multimillonario y murciélago favorito de Gotham, se encontraba sentado en la pequeña mesa de madera, compartiendo café con Sally Jackson, escritora, madre y mujer que había conquistado su infancia.
Ambas familias convivían como si siempre hubieran sido una sola: Jason Todd regañaba a Leo por intentar poner salsa picante en la leche de Tim, Dick equilibraba con una mano un plato de panqueques mientras evitaba que Damian asesinara a Leo por su broma, y Percy, con Estelle medio dormida en su regazo, bostezaba como si hubiera pasado milenios sosteniendo al cielo de nuevo.
Bruce, con su típica voz baja y elegante, se inclinó hacia los semidioses con genuina curiosidad.
—Y… ¿qué piensan estudiar? —preguntó, observándolos con su mirada de detective, como si pudiera descifrar sus destinos con una sola exhalación.
—Biología marina —respondió Percy, casi con orgullo, mientras revolvía su cereal con aire distraído, como si el océano entero viviera en ese tazón y él fuera su guardián silencioso.
Thalia resopló a su lado, cruzando los brazos con ese gesto que decía “vamos, Percy, ¿otra vez con lo mismo?”. Su mirada azul eléctrico brillaba con una mezcla de diversión y exasperación.
—Claro, porque estudiar peces y nadar todo el día suena mucho más heroico que salvar el mundo, ¿verdad? —bromeó, ladeando la cabeza.
Percy sonrió, el brillo en sus ojos reflejaba la calma profunda de las aguas que tanto amaba.
—No es solo eso —dijo en voz baja—. Es entender el mundo que nos rodea, proteger lo que pocos ven, lo que pocos valoran. No todos los héroes llevan capa, algunos llevan redes de pesca.
—Arquitectura —dijo Annabeth, alzando la barbilla con esa dignidad que solo las hijas de Atenea podían tener.
Thalia solo se encogió de hombros, su diadema plateada brillando en la luz matinal. Nico también evitó responder, murmurando algo ininteligible mientras giraba la cuchara en su taza de café negro como su alma. Hazel bajó la mirada con una pequeña sonrisa triste. Después de todo, cuando tu vida estaba atada a la tierra misma, las decisiones humanas parecían tan efímeras.
—Finanzas —dijo Frank con su voz suave pero firme, ganándose la mirada orgullosa de Hazel a su lado.
—Contabilidad —respondió Jason Grace, mientras empujaba las gafas hacia arriba con ese gesto distraído que hacía que Piper rodara los ojos con cariño.
—Química farmacobiológica —respondió Piper, con un tono casual que no combinaba con la magnitud de su respuesta. Al instante, un coro de “woooow” resonó por parte de los Wayne, mientras Dick soltaba un silbido bajo, mirándola con admiración fingida.
—Mujer peligrosa —murmuró Jason Todd, alzando su taza en su dirección.
Piper sonrió con esa mezcla de arrogancia y dulzura que solo ella podía portar.
—¿Y tú, Thalia? —preguntó Tim con genuina curiosidad, inclinándose levemente hacia ella, su laptop olvidada sobre sus rodillas.
Thalia se encogió de hombros, sus dedos tamborileando sobre la mesa como un trueno lejano, su diadema plateada temblando apenas en su cabello negro. Sus ojos azul eléctrico no miraban a nadie, fijos en un punto sobre el mantel raído, donde una mancha de café parecía un mapa de un lugar al que jamás volvería.
—Yo… —dijo con voz baja, cargada de un cansancio antiguo, ese que no se cura con dormir— aún no lo decido del todo.
Hubo un silencio suave, denso, como la bruma en la cima del Empire State. Porque ahí estaba Thalia Grace, hija de Zeus, cazadora eterna, soldado de mil batallas, y por primera vez no parecía un relámpago a punto de romper el cielo, sino una adolescente de diecisiete años que no sabía qué hacer con un futuro que nunca esperó tener.
—Bueno, si te sirve de consuelo, yo tampoco decidí estudiar nada —dijo Leo con un encogimiento de hombros y una sonrisa amplia, rompiendo la tensión—. Estoy demasiado ocupado siendo increíble y sexy.
Thalia alzó la vista, fulminándolo con la mirada antes de rodar los ojos con un resoplido, y Percy soltó una risa suave.
—Interesantes elecciones —dijeron los Wayne al unísono, con un leve tono de aprobación que parecía más un desafío amable que un simple comentario.
Tim, entre bocado y bocado de su desayuno, no pudo evitar meter la cuchara y preguntar con genuina curiosidad:
—¿Y a qué universidad planean asistir?
Percy suspiró, jugando distraídamente con la cuchara en el tazón.
—Estoy entre NRU y GU —dijo con un tono pensativo.
Annabeth frunció el ceño, curiosa.
—NRU o GU —repitió, tanteando las siglas.
Frank y Jason intercambiaron una mirada rápida y respondieron casi al unísono:
—NRU, sin dudas.
Bruce arqueó una ceja, interesado.
—NRU... nunca había oído hablar de esa universidad —comentó, inclinado hacia adelante.
Percy asintió, consciente de que la explicación no sería sencilla.
—Es una universidad con un programa muy especializado —explicó—. Tiene un enfoque único para estudiantes con ciertas habilidades y un trasfondo especial. Tengo la oportunidad gracias a mi padre, pero para entrar necesito tres cartas de recomendación que no sean de él ni de su familia.
Hizo una pausa, mirando a Bruce con respeto.
—Por ahora tengo una carta del señor D —señaló hacia Frank—, y debo entregar las demás en dos semanas.
Bruce asintió, comprendiendo la presión que eso implicaba.
—¿Y si no consigues esas cartas? —preguntó, con sinceridad.
Percy se encogió de hombros, pero su mirada conservaba esa chispa de determinación que lo definía.
—GU —respondió—. He oído que el programa de ciencias marinas es impresionante, aunque, irónicamente, es en la ciudad con más contaminación del país.
Annabeth arqueó una ceja, intrigada.
—¿Cómo puede ser eso? —preguntó—. ¿No es contradictorio estudiar el mar en un lugar tan contaminado?
Percy sonrió con cierto cinismo.
—Exacto. Por eso mismo me llama la atención. Es un reto enorme, y si alguien puede aprender a proteger lo que está en peligro, es ahí donde debería estar.
Jason asintió, compartiendo la admiración.
—Eso suena como algo que realmente valga la pena. No es solo estudiar, sino enfrentar un problema real de frente.
Bruce los escuchaba con atención, reconociendo el fuego en sus voces.
—Hay algo valiente en elegir un camino así —dijo—. No muchos enfrentarían un futuro complicado con tanta convicción.
Tim suspiró, tomando un sorbo de su café mientras decía:
—Gotham University tiene su mérito, de hecho. Y Poison Ivy está haciendo algo para mejorar la ciudad, aunque los resultados tardan en verse.
Antes de que Tim pudiera seguir, Jason Todd lo interrumpió con una sonrisa ladeada:
—Timbers, GU es una de las mejores universidades. La única razón por la que casi nadie fuera de Gotham entra es por la tasa de criminalidad de la ciudad.
Percy se encogió de hombros, sin perder esa chispa desafiante en sus ojos:
—No me importa el crimen tanto como graduarme. Si uno se deja llevar por el miedo, nunca llega a nada.
Dick, apoyado en el marco de la puerta, agregó con una sonrisa:
—Esa actitud es la que separa a los que hacen historia de los que solo la ven pasar
las risas continuaron un buen rato asi como las conversaciones.

Chapter 7

Notes:

asi que me rio porque mi chat gpt decidio darme la historia mas bizarra de los wayne siendo mafiosos y conociendo a los jackson , en mi defensa no habia dormido bien al menos una semana y mi hermana se graduo etc etc ahora si capitulo de celebracion

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PLANES DE VERANO

 

Cuando el momento de la despedida llegó, el aire en el pequeño departamento de Sally se llenó de un silencio suave, casi tímido, como si nadie quisiera romperlo. Bruce se acercó a Sally, con ese porte suyo, elegante y cansado al mismo tiempo, y la miró con la ternura de quien ve a un recuerdo amado caminar frente a él.

—Sally… —dijo, su voz tan grave como la noche en Gotham—. ¿Has considerado volver? Aunque sea por el verano… la mansión es grande, demasiado para nosotros solos. Damian disfrutaría tu comida, y Dick… bueno, Dick llenaría la casa de risas. Creo que… sería bueno.

Sally suspiró, el sonido escapando de sus labios como un viento resignado, dulce y cálido. Su mirada fue directa a Percy, que estaba recogiendo platos de la mesa, su cabello negro cayendo en rizos rebeldes sobre su frente. Su hijo la notó y ladeó la cabeza, con esa media sonrisa que siempre le recordaba al niño de tres años que no dejaba de preguntarle si existían los dragones.

Antes de que ella dijera algo, Jason Grace apareció detrás de Percy, le pasó un brazo por los hombros y le revolvió el cabello con brutal ternura, haciendo que el hijo de Poseidón soltara un gruñido bajo.

—Vamos, Perce —dijo Jason, con una sonrisa tan brillante como un amanecer despejado—. Gotham no puede ser peor que ordenar la cabaña 3 cuando los de la10  hacen inspección, ¿no?

—Eso no es un estándar decente, Superman rubio —bufó Percy, aunque no se apartó. De hecho, se inclinó levemente contra él, con esa confianza muda que solo se forja luchando codo a codo.

—Puedo hablar con el Sr. Brunner, mamá —continuó Percy, su voz tranquila pero firme—. Puedo pedir dos semanas más de vacaciones antes de empezar a enseñar en el campamento.

—O tres —interrumpió Jason con naturalidad, ignorando la mirada fulminante de Annabeth y ganándose una carcajada de Piper. Jason simplemente encogió los hombros con su típica aura radiante— Si mamá Sally dice que sí, el resto no importa.

—Estás sudado, Grace. Hueles a rayos—se quejó Percy.

—Y tú a océano, Aquaman —respondió Jason, con una risita baja, antes de darle un suave empujón en la frente. Percy soltó una carcajada suave a la vez que Annabeth y Piper ponían los ojos en blanco.

 

A su alrededor, los demás semidioses asintieron con ilusión contenida. Annabeth apoyó su mano en el antebrazo de Percy, sus ojos grises brillando con inteligencia y un dejo de curiosidad.

—Podría hablar con Brunner y decir lo importante que es visitar las diferentes opciones de Universidades—murmuró ella, casi para sí misma. 

Thalia se encogió de hombros con desgano fingido, su diadema plateada centelleando bajo la luz amarilla de la cocina.
—No tengo nada que hacer esos días. Mi hermana no tendrá ningún problema y las demas pueden sobrevivir sin mí.  O al menos eso espero.

Piper, con su sonrisa dulce y traviesa, asintió.
—Papá está de viaje grabando, así que no notará si me pierdo un par de semanas. Además, Gotham suena… interesante. 

Nico solo asintió, mientras Jason Grace abrazaba a Percy con un brazo, dándole una palmadita en la cabeza. Frank se sonrojó un poco, pero también asintió, y Hazel sonrió, tranquila, como si la idea de una mansión llena de historia y fantasmas fuera un poema susurrado en su oído.

Bruce miró a todos con ese análisis silencioso suyo, ese que veía más allá de las paredes y los huesos, y sonrió apenas, suave y roto, pero real.

—Entonces… está decidido. Los espero en Gotham. Y no se preocupen —agregó, mirando a Percy y sus amigos con un brillo divertido en los ojos—, haré reforzar la despensa antes de que lleguen.

Mientras los adultos hablaban y los semidioses planeaban rutas y calendarios, Damian estaba apartado, sentado en silencio sobre uno de los sillones junto a la ventana, donde la luz de la tarde caía en suaves haces dorados. Sostenía a Estelle en su regazo, la pequeña acurrucada contra su pecho como si hubiera nacido para encajar ahí.

—Tt… —murmuró él con suavidad cuando Estelle levantó sus manitas para atrapar un mechón de su cabello y jalarlo—. Estelle… eso no es un juguete.

Pero la niña solo rió suavemente, con esa risa que sonaba como campanas de viento en un día tranquilo, y Damian se rindió con un suspiro cansado, permitiéndole jugar con su cabello mientras su mirada se dirigía hacia Percy, Jason y los demás.

Dick, que los miraba desde el pasillo, sonrió con ternura, apoyándose contra el marco de la puerta.

—¿Sabes? Podrías relajarte un poco, Demon Spawn —dijo con tono divertido—. Pareces un mini Bruce cuidando niños…

En la mesa, Percy observaba la escena, con una sonrisa suave y un calor nuevo encendiendo su pecho. Annabeth le dio un leve codazo y murmuró con cariño:

—Mira… parece que tu hermanita encontró a su caballero oscuro.

Percy rió bajito.

Los ojos de Sally estaban clavados en su hijo, viendo la manera en que Percy reía contra el hombro de Jason Grace, con esa felicidad plena y abierta que solo Percy podía tener después de años de guerra y dolor. Bruce, en cambio, tenía sus ojos puestos en Damian.

Damian, su hijo, su pequeño guerrero, estaba ahí sentado con Estelle dormida en su regazo, su barbilla apenas rozando su cabello castaño claro, su postura protectora y firme. El corazón de Bruce dio un vuelco. Había visto a su hijo empuñar espadas con la crueldad de un príncipe sin piedad, verlo matar sin temblar en sus años con la Liga, verlo entrenar hasta sangrar sin emitir un sonido. Pero así, con un bebé en brazos, parecía… completo.

—Tiene buena mano para los niños —susurró Sally, sin dejar de observar.

—Sí… —su voz era apenas un hilo, pero cargada de un orgullo tan grande que lo desgarraba desde dentro—. Tiene… tiene un corazón muy grande. Solo que no sabe qué hacer con él.

Sally sonrió, con esa calma que toda madre posee 

 —Lo sabrá… tiene tiempo. 

Chapter 8

Notes:

AHORA SI DRAMAAAAAAAAA, mentira, si ya se que deebo meter mas drama pero esto es importante para la trama que tengo pensada ya que nececitan un contexto de como conocen a diana o arthur cuando ellos aparezcan bien un poco mas adelante anyways los tkm disfruten

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LOS PREPARATIVOS

Una semana antes de la visita a Gotham, el caos se desató en el mundo semidiós.

Primero, Percy casi se atraganta con su cereal cuando Jason Grace anunció en voz alta que “íbamos a Gotham, ciudad de la eterna mugre y crimen.” Fue como abrir las compuertas del infierno.

Hazel llamó a Reyna desde el jardín. Desde el otro lado del Iris-mensaje, Reyna gritaba con la fuerza de una legionario en guerra:

—¡¿Qué demonios quieren decir con que TODOS van a Gotham?! ¡Jason tú eres Praetor y santo pontífice de la legión! ¡Hazel, tú eres centurión! ¡Y tú, Percy Jackson, si algo les pasa juro que envío a toda la legión a buscarte, hijo de Neptuno! 

todos aun tiemblan cada que recuerdan esa llamada

Mientras tanto, en el Campamento Mestizo, Annabeth estaba con su laptop (heredada de Dédalo) revisando permisos de la universidad y Quirón (aka. El Sr. Brunner) atendía las llamadas con resignación. 

—¿Sabes, Percy? —dijo Nico con su eterna voz sombría, tirado en la hierba junto a él—. Podríamos morir allá.

—Podríamos morir aquí también, Nico. Es parte del encanto de nuestras vidas —respondió Percy, con humor.

No se quedaron quietos. Leo hackeó la computadora de la Casa Grande para investigar “qué clase de monstruos se esconden en Gotham.” Entre su búsqueda, imágenes pixeladas y foros oscuros, solo encontraron teorías sobre murciélagos gigantes, payasos asesinos y un tal “Batman.”

Fue entonces cuando Percy, en un arranque de paranoia, creo un mensaje Iris y pidio hablar con Aquaman, algo que jamás pensó hacer.

La voz profunda, como olas rompiendo en roca, respondió con un dejo de burla y afecto:
—Percy Jackson, Su Alteza . ¿A qué debo el honor de esta llamada? ¿Problemas de contabilidad real o de protocolos de tridente?

Percy suspiró, masajeando su frente.
—sabes que no me gusta que me llames asi Arthur, pero de cualquier manera no es nada de eso, Arthur. ¿Sabes algo de un tal… Batman?

Hubo un silencio pesado, roto de pronto por una carcajada rugiente al otro lado del Iris-mensaje.
—Ah… el Murciélago. Sí, Alteza, lo conozco. Mortal. Vigilante. Complicado, pero buen tipo. No es un enemigo, pero no te metas con su ciudad. No tolera dioses, reyes, ni héroes… aunque tampoco los juzga. Ten cuidado, ¿sí?

Percy asintió, mordiéndose el labio mientras Arthur le lanzaba una última sonrisa orgullosa antes de cortar la llamada.

Percy suspiró. “Genial. Un mortal en mallas controla la ciudad más peligrosa del mundo.”

Mientras tanto, Quirón contactaba a Diana de Themyscira. Su Iris-mensaje era digno de un cuadro la amazona en una oficina del museo de arte en washington DC, con varios papeles a su alrededor y luciendo un traje de dos piezas.

—Quirón, viejo amigo. Es bueno verte.

—Diana —dijo Quirón, inclinando su torso en respeto—. Requiero tu consejo. Nuestros chicos viajarán a Gotham y…

Antes de que pudiera terminar, Diana alzó la mano suavemente y su mirada recorrió a Thalia, Nico, Jason y Percy con un afecto cálido, casi familiar.

—Thalia… hija de Zeus, siempre firme como un rayo. Nico, mi pequeño príncipe de sombras. Jason, noble portador del cielo. Y Percy… hijo del Océano, Príncipe de las Mareas.

Los cuatro se quedaron boquiabiertos, con un leve rubor en sus mejillas. Thalia carraspeó incómoda, Jason inclinó la cabeza como saludo, Nico murmuró un “hola” casi inaudible y Percy solo agitó la mano con torpeza.

—Sobre Gotham… —continuó Diana—. El Caballero Oscuro o Batman, es un hombre de justicia, aunque sus métodos son extremos. No es un enemigo, pero no lo provoquen. Confío en su temple y su fuerza, pero más aún en su compasión. No hagan tonterías, pequeños míos.

Su sonrisa era la de una guerrera que sostenía el mundo, y su despedida, un rayo suave sobre sus frentes.

Cuando la llamada terminó, Leo silbó con asombro y Jason Grace, que estaba a su lado, palmeó el hombro de Percy.

—Así que, pececito, ¿listo para enfrentar criminales humanos?
—He luchado contra titanes y gigantes. Si un payaso asesino cree que puede conmigo… bueno, lo dejo a ti, Superman rubio.

Jason se rió, sacudiendo su cabello dorado mientras Thalia rodaba los ojos y Annabeth murmuraba en voz baja, sin dejar de tipear:

—Voy a necesitar cinco frascos de ambrosía y un milagro para sobrevivir este viaje.

Al fin y al cabo los semidioses irían a Gotham.

Una ciudad donde los monstruos no tienen colmillos…

Pero sus sonrisas son más letales que las fauces de Cerbero

Chapter Text

LLegada a Gotham

Percy bajó primero, inhalando el aire pesado de Gotham como si pudiera masticarlo. Olor a concreto mojado, metal oxidado y un leve dejo de desesperanza. “Encantador”, pensó con ironía.

A su lado, Annabeth bajó con su paso firme de siempre, sus ojos grises analizando los rascacielos, incluso el caos era solo otro rompecabezas.

Jason Grace descendió detrás, frotándose los brazos ante el viento gélido. —Este lugar… es como un huracán esperando su hora —murmuró, su voz cargada de esa solemnidad de héroe clásico que a Percy siempre le pareció ridícula y entrañable a la vez.

Thalia sonrió ante su hermano menor, con ese brillo eléctrico en sus ojos azules. —Bienvenido a Gotham, Superman rubio —dijo, su tono mitad burla, mitad cariño rudo.

Nico bajó tras ella, silencioso, con las manos hundidas en su chaqueta negra. Sus ojos oscuros recorrieron la calle como si pudiera ver los huesos rotos de la ciudad bajo el asfalto. Percy le dio un leve codazo, ganándose un gruñido.

Frank salió detrás, cargando dos mochilas como si fueran plumas. Sus hombros anchos parecían absorber la niebla fría sin inmutarse, pero su mirada reflejaba incomodidad, como si esperara que un algo saltara desde un callejón en cualquier momento.

Finalmente, Piper se deslizó junto a Annabeth. Sus ojos caleidocospicos parpadearon, absorbiendo cada letrero luminoso, cada sombra acechante, cada perfume de Gotham. Se estremeció ligeramente. —¿Esta ciudad siempre huele a… miedo y café quemado?

—Sí —respondió Annabeth, sin apartar la mirada de un edificio con gárgolas—. Básicamente.

Detrás de ellos, el chofer se marchó. Percy suspiró, ajustó su mochila y murmuró para sí:

—Bueno, al menos aquí no hay mantícoras… espero.

Mientras tanto, Sally llamaba a Bruce para que los recogiera, mientras los chicos, hambrientos tras el viaje, encontraban un local de comida llamado Red Robin . El letrero rojo con forma de petirrojo brillaba bajo el cielo gris de Gotham como una bienvenida extraña pero cálida.

Sin dudarlo, entraron y ordenaron:

  • Percy pidió un Nightwing’s Grilled Chicken: pechuga de pollo a la parrilla bañada en salsa, con espárragos y arroz.

  • Sally, Piper y Annabeth eligieron el Poison Ivy’s Green Salad: una mezcla fresca de kale, espinaca y lechuga romana con aguacate, pepino, edamame, manzana verde, nuez caramelizada y vinagreta de albahaca.

  • Jason Grace se fue por el Joker’s Chaotic Blast: hamburguesa de carne con jalapeños fritos, queso pepper jack, salsa picante de chipotle y guacamole morado, servida con papas curly de colores (moradas, verdes y naranjas) con especias picantes.

  • Leo ordenó un Red Robin’s Nest: hamburguesa de pavo con queso suizo, lechuga mantequilla y mayonesa de arándano sobre pan integral.

  • Frank pidió un League of Assassins Veggie Wrap: wrap de hummus de pepino, jitomate, espinacas baby y falafel, con palitos de zanahoria y apio, llamados “Espadas de la Liga”.

  • Hazel eligió el Two-Face’s Double Deal: mitad hamburguesa clásica con queso americano, mitad hamburguesa BBQ con cebolla caramelizada, servida en pan blanco y pan negro, con mini papas de dos colores: camote y papa blanca.

  • Nico pidió un Batman’s Dark Knight Burger: hamburguesa de carne de res con doble queso cheddar, tocino crujiente, cebolla caramelizada y pan brioche negro con ajonjolí, acompañada de papas fritas en forma de batarang con salsa BBQ.

  • Thalia se inclinó por el Red Hood’s BBQ: hamburguesa doble de carne a la BBQ, cebolla morada frita, queso cheddar y jalapeños encurtidos, con papas waffle “Bang Bang”.

  • Estelle, por su parte, mordisqueaba feliz su Joker Jr. Grilled Cheese: un sándwich de queso a la parrilla con forma de murciélago, acompañado de sopa cremosa de tomate.

Y así, mientras la comida continuaba entre risas suaves y el golpeteo constante de la lluvia contra los ventanales, una camioneta negra se detuvo frente al local. De ella emergió Bruce, impecable aún bajo la llovizna, su gabardina ondeando como una capa a medio desplegar.

Cuando todos terminaron de comer y la cuenta fue pagada –Jason y Leo peleando por dejar la propina más alta–, los semidioses salieron cargando sus mochilas y bebidas para el camino. Subieron a la camioneta uno por uno, algunos tropezando de sueño, otros aún murmurando teorías conspirativas sobre Gotham.

Bruce condujo en silencio, sus manos firmes en el volante mientras la ciudad gris se deslizaba ante sus ojos como un viejo recuerdo. En el asiento trasero, Percy dormitaba contra la ventana, Thalia y Jason Grace se apoyaban espalda con espalda, y Nico cabeceaba. Estelle dormía acurrucada en Piper, su pulgar metido en la boca, y Annabeth hojeaba un libro.

Finalmente llegaron a la mansión.

El portón de hierro forjado se abrió con un chirrido suave, y el auto rodó por la calzada de piedra iluminada por faroles antiguos hasta detenerse frente a la gran entrada.

Sally salió la primera, su cabello agitándose con el viento frío. Sus ojos se llenaron de un brillo cálido y tembloroso al ver, en la puerta, a un hombre mayor vestido con un traje gris perfectamente planchado

—Alfred… —susurró, su voz rompiéndose en un suspiro de alivio.

—Señorita Sally —respondió Alfred con su calma inmutable, pero sus ojos se suavizaron al verla. Abrió los brazos con dignidad contenida y Sally se lanzó hacia él, abrazándolo con fuerza, hundiendo el rostro en su hombro como si en ese gesto pudiera recuperar todos los años perdidos.

Detrás de ella, Bruce observaba en silencio, su expresión indescifrable bajo la luz de la entrada, mientras los chicos bajaban del auto tambaleantes, mirando la mansión como si hubieran llegado a otro mundo.

—Hola, Gotham —dijo Percy con cierta emoción, bajando de la camioneta y estirando los brazos hacia el cielo gris.

El viento frío le revolvió el cabello negro aún húmedo de la llovizna y, por un momento, se sintió pequeño. Gotham no era Nueva York, no era el mar ni era su hogar, pero había algo en ese cielo encapotado, en el aire pesado de humedad, que le hacía pensar en promesas rotas y segundas oportunidades.

—¿Te emociona estar aquí? —preguntó Annabeth, bajando tras él con Estelle en brazos.

—Claro que sí —respondió Percy con una sonrisa ladeada, mientras miraba la inmensa fachada de piedra de la mansión Wayne—. Es como… entrar en una película de terror gótico… o en un videojuego. Solo que con más dinero y menos zombies… espero.

—Ten cuidado con lo que deseas, sesos de alga —murmuró Thalia detrás de ellos, con su chaqueta negra sobre los hombros y los ojos azules brillando.

Jason Grace le dio una palmada en la espalda, provocando que Percy tropezara un paso hacia adelante.

—Relájate, pececito. Si algo sale mal, tú inundas Gotham y yo electrocuto a quien quede vivo —bromeó, sus labios curvados en una sonrisa luminosa que contrastaba con el ambiente gris.

—Con amigos así, ¿quién necesita villanos? —gruñó Nico en voz baja y alzando la vista hacia la mansión con una expresión sombría, aunque un leve destello de curiosidad se asomaba en sus ojos oscuros.

Los demás descendieron en silencio, cansados pero atentos, mientras Alfred los observaba con ese porte elegante y paciente de quien ha visto demasiadas cosas como para asustarse de un grupo de adolescentes mal dormidos y semidioses hiperactivos.

Y así, uno a uno, entraron en la mansión Wayne, dejando atrás la llovizna de Gotham y llevando consigo el olor de sal, bosque y tormentas eléctricas. Como si un pequeño ejército de caos hubiera llegado a instalarse en el corazón mismo de la ciudad más rota del mundo

Chapter 10

Notes:

Ahora si ultimo capitulo de relleno antes de pasar a la trama principal, los tqm y cualquier duda pregunta queja comentario lo leere

Chapter Text

EL INVERNADERO

Después de acomodarse y refrescarse un poco tras el viaje, Alfred apareció como un silencioso general de paz, invitando a los “niños” —Wayne y semidioses— a salir al invernadero para despejar sus mentes y estirar las piernas antes de la cena. 

—Vamos, jóvenes amos, el aire fresco les hará bien —dijo con esa autoridad suave que ni Percy ni Jason Grace se atrevieron a desafiar.

Mientras todos se encaminaron entre charlas y codazos, Damian ya se había apoderado de la pequeña Estelle. La sostenía contra su pecho con un brazo firme y protector, su otra mano revisando que la manta rosa no dejara ni un dedo expuesto al frío de Gotham.

Aparentemente, en menos de una semana, Damian Wayne había decidido que Estelle Blofis era la hermana menor que deseaba. La conoció y la amó en silencio con la ferocidad templada de un guerrero joven.

—Señora Sally —dijo esa tarde, con su voz seria y sus ojos verdes directos, mientras Estelle jugaba con el borde de su blusa—. ¿Podría… podría alzarla y cuidarla por un rato?

Sally parpadeó, conteniendo la ternura en su pecho antes de sonreírle con calidez.

—Claro, Damian. Confío en ti.

No pasaron ni dos horas cuando Damian, con la misma calma de quien solicita un permiso para entrenar con espadas, se acercó a Alfred y Bruce. Estelle dormía contra su pecho, su manita aferrada a su blusa negra.

—Padre. Alfred. Solicito autorización para que Estelle duerma en mi cuarto esta noche. —Su tono no era de súplica (si era una suplica pero no lo admitiria), sino de razonamiento estratégico—. Los demás van a estar molestando. Conmigo estará mejor.

Bruce le sostuvo la mirada un momento, sorprendido, antes de esbozar esa sonrisa breve que casi nadie alcanzaba a ver. Alfred, por su parte, asintió con solemnidad.

—Como desee, joven amo. 

Damian asintió, con el mentón alto, y con la pequeña Estelle segura en sus brazos, caminó con dignidad y arrogancia silenciosa detrás del grupo que ya se internaba entre las orquídeas y helechos, mientras pensaba con absoluta certeza que nadie tocaría jamás a su pequeña hermana.

Mientras eso ocurría por un lado —con Damian reclamando a Estelle como su hermanita—, en el otro extremo del invernadero se desarrollaba un espectáculo digno de una comedia.

Jason Todd, con su sonrisa torcida de forajido y esa fuerza bruta templada por años en Gotham, había decidido que Percy Jackson no pesaba.

Sin previo aviso, lo alzó como si no pesara más que una bolsa de papas. Percy apenas tuvo tiempo de emitir un quejido indignado antes de que sus pies dejaran de tocar el suelo y su mundo quedara volteado, cargado sobre el hombro de Jason como si fuera un costal de papas.

—¡TODD! —gruñó Percy, golpeándole la espalda con el puño cerrado—. ¡Bájame ahora!

—Shhh, Percy. —Jason caminaba sin inmutarse, su voz cargada de diversión oscura—. Te llevo a entrenar conmigo. O a dormir una siesta. O a comer donas. Aún no decido.

—¡No soy tu saco de box ni tu perro de terapia, Todd!

—Claro que lo eres. —Jason palmeó su trasero como quien revisa la carga antes de un salto de azotea—. Eres mi saco de box de terapia personal.

Dick, Thalia y Annabeth los miraban desde el invernadero, sin decidir si reírse, tomar fotos o simplemente agradecer por la extraña amistad que nacía ahí.

—¿Seguro que no son hermanos? —preguntó Thalia con su ceja arqueada en burla divina.

—A estas alturas ya no estoy segura de nada —respondió Annabeth, conteniendo la risa al ver cómo Jason seguía avanzando con Percy al hombro, ignorando sus amenazas de invocar olas y tormentas justo ahí, entre las orquídeas y el cristal de Gotham.

Mientras Jason Todd caminaba con Percy colgado como costal de papas sobre su hombro, los Wayne observaban la escena con una mezcla de fascinación, terror y risa contenida. Porque, honestamente, era como ver a un oso pardo cargando un pez gigantesco que se retorcía y golpeaba con su cola.

—¡Jason, bájame ahora mismo o juro que te voy a romper la nariz! —bramó Percy, golpeándolo en la espalda con la mano abierta, un sonido hueco que resonó por el invernadero.

—Inténtalo, Pececito —respondió Jason, su tono ronco y divertido, esa sonrisa peligrosa curvándose en su boca—. Podrías intentarlo… y fracasar estrepitosamente.

—¡No me digas Pececito! —protestó Percy, con la voz rota de vergüenza.

Dick caminaba a un lado, grabando la escena con su celular, su risa suave pero venenosa llenando el aire.

—Esto va directo al grupo de la familia —canturreó, con brillo travieso en los ojos—. “Jason se fue de pesca”.

Annabeth, que caminaba detrás de ellos junto a Thalia, Piper y Tim, suspiró con exasperación y cariño en partes iguales.

—Es como cuidar niños —murmuró, su tono suave, casi cansado—. Niños muy grandes y con un sentido del humor enfermo, pero niños al fin.

Thalia soltó un resoplido mientras se cruzaba de brazos.

Jason, mientras tanto, palmeaba la pierna de Percy, que colgaba sobre su pecho, con un gesto que hizo que Dick alzara una ceja con diversión.

—Tranquilo, Pececito. —Su voz bajó de tono, grave y protectora—. 

—¡Jason, juro que si no me sueltas…!

—Resignate —Y sin previo aviso, Jason saltó sobre uno de los bancos del invernadero, sosteniéndolo como si fuera su trofeo de guerra—. 

Percy suspiró, derrotado, dejando caer su frente contra la espalda de Jason Todd. Había algo profundamente humillante pero también, en el fondo, reconfortante, de familiaridad, como si fuera normal

Mientras tanto, los demás Wayne miraban con una mezcla de horror y diversión, preguntándose en qué momento exactamente sus vidas habían pasado de la normalidad relativa a esta… ¿locura?

Bruce, desde la entrada del invernadero, soltó un suspiro largo, como si cargara con los pecados del mundo entero sobre sus hombros.

—¿Por qué no pueden ser niños normales…? —murmuró para sí mismo.

—Porque nunca lo fueron, amo Bruce —respondió Alfred con un dejo de ternura y resignación, antes de volver a ajustar el abrigo sobre sus hombros y entrar para llamar a todos a cenar.

Sally salió al invernadero con un tazón de frutas en la mano, su cabello recogido en un moño suave, su delantal aún manchado de harina y miel por la preparación de galletas. Caminó con esa calma que solo una mujer que ha enfrentado dioses, monstruos y suegras imposibles puede sostener.

Lo que vio la hizo detenerse en seco.

Jason Todd tenía a Percy alzado como costal de papas sobre su hombro, dando vueltas por el invernadero con un gesto  divertido. Percy golpeaba su espalda con una mano, sus pies colgaban como algas sacudidas por la marea, mientras protestaba con palabras que ella, madre al fin, decidió ignorar para su propia paz mental.

Dick grababa todo con su celular, su risa suave llenando el espacio entre las orquídeas y las rosas. Annabeth tenía esa sonrisa de diosa cansada mientras Thalia reía a carcajadas. Tim solo observaba con ojos muy abiertos, como una lechuza, sin duda privado de sueño

Sally sonrió. Fue un gesto pequeño, tranquilo, pero cargado de un amor tan profundo que casi dolía.

“Mi pequeño héroe… mi niño tormenta,” pensó, viendo cómo Percy, cargado como saco de harina, trataba de mantener la dignidad innata, esa que ni el Tártaro pudo robarle. Sus ojos verde mar brillaban con rabia y vergüenza, pero también con un calor que ella conocía muy bien: el calor de saberse querido, incluso en la humillación.

—Jason Todd —dijo con su tono suave pero firme, como cuando Percy era niño y derramaba leche sobre los deberes—. Te agradecería que no rompas a mi hijo. Me costó mucho crearlo, ¿sabes?

Jason se detuvo en seco. Giró lentamente sobre sus talones, aún con Percy colgado sobre el hombro. La miró, parpadeando un par de veces antes de sonreírle, esa sonrisa torcida que derrite y aterra al mismo tiempo.

—Prometo regresarlo en una sola pieza, señora Jackson.

Percy, por su parte, levantó un brazo con dramatismo.

—Madre… dile que me baje… antes de que me coma.

Sally rió suavemente, un sonido como campanas de viento sobre el mar.

—Jason, bájalo antes de que se ahogue en su propio dramatismo —dijo, girando con elegancia para volver a la cocina—. Y lávense las manos antes de la cena.

Mientras se alejaba, pudo escuchar las risas de los chicos, el murmullo de protestas de Percy.

 
























Chapter 11

Notes:

ok ahora si empezamos con la verdadera trama
disfruten y no olviden comentar

Chapter Text

JOKES ON YOU

Había pasado ya una semana desde que los semidioses y los Wayne compartían techo, caos y café a deshoras.

Damian y Estelle eran una unidad biológica inseparable. Si buscabas al heredero Wayne, lo encontrabas en su cuarto, sentado con el ceño fruncido mientras dibujaba planos de Gotham o bocetos, y junto a él, Estelle, con sus crayones de colores y su lengua afuera en concentración absoluta, garabateando círculos y líneas como si diseñara un nuevo Olimpo. Damian guardaba cada hoja de Estelle en una carpeta negra etiquetada con su nombre, como si fuesen reliquias invaluables. Y para él, lo eran.

.Mientras tanto, Tim, Annabeth y Leo habían construido un imperio nerd en el ala oeste de la mansión. Entre planos arquitectónicos, esquemas de metalurgia y cálculos de estructuras imposibles, sus conversaciones fluían con términos que harían llorar a un ingeniero promedio. Bruce los escuchaba de fondo a veces y pensaba, con un leve escalofrío, que probablemente podrían reconstruir Gotham entera si quisieran.

Dick, Steph, Piper y Thalia se habían lanzado en una guerra fría de moda. Todos los días desfilaban por los pasillos, modelando outfits robados de closets ajenos. Thalia ya le había quitado tres hoodies a Percy, uno a Jason Todd y un suéter de cashmere a Dick que, según ella, “Lady Artemisa aprobaría sin duda”. Percy protestaba, claro, pero su voz se perdía en el viento… o en el café de Sally.

Steph, Cass y los Jason (Todd y Grace) eran un caos en movimiento. Entraban y salían como sombras, dejando risas, migajas de galletas y confusión detrás de ellos. A Percy, en particular, le tenían tomada la medida. Todd y Grace lo alzaban cada que podían como si fuera un saco de harina y le hacían cosquillas en las costillas hasta que amenazaba con usar el polvo picapica que tenia con el en sus camas.

Sally, Bruce y Alfred, mientras tanto, observaban todo con la paciencia de dioses antiguos. Sally reía mientras amasaba pan o preparaba pasta casera, Bruce tomaba café con esa elegancia oscura suya, y Alfred simplemente asentía con aprobación cada que alguien decía “gracias” después de comer.

Todo iba en paz… o al menos, tan en paz como puede ser la vida con catorce jóvenes, tres adultos y un pasado lleno de monstruos, vigilantes, tragedias y milagros.

Hasta que todo cambió.

Porque Gotham, como el mar en tormenta, no conoce la verdadera calma. Siempre hay monstruos aguardando bajo la superficie.

Una fuga en Arkham puso a la ciudad en alerta máxima. Alarmas, patrullas duplicadas, helicópteros sobrevolando los cielos gris ceniza. Pero Sally… Sally simplemente lo ignoró. Como toda buena Gothamita, sabía cómo sobrevivir. No era la primera vez que la ciudad se desangraba bajo su propio caos, y además, nunca salía sola. Siempre iba acompañada de alguno de los Wayne o de sus propios niños.

Y ese fue su error.

Ese día, estaba en el supermercado, el carrito lleno de pasta, salsa de tomate, leche, avena, café… porque alimentar a catorce adolescentes y tres adultos era una misión digna de Hércules. Duke la acompañaba, cargando con dos bolsas mientras charlaban suavemente sobre música y sobre cómo Percy de niño intentó hacer flotar un pepino… sin éxito.

Fue entonces cuando entraron.

Cuatro hombres. Caras pintadas con sonrisas deformes, ojos vidriosos de locura. Ayudantes del Joker. La tienda se congeló en terror puro cuando la risa grabada en un altavoz comenzó a sonar por los pasillos. Antes de que Duke pudiera reaccionar, uno de ellos sacó un cuchillo y se lo hundió en la pierna. El joven cayó de rodillas, jadeando, la sangre empapando su pantalón mientras trataba de mantenerse consciente.

Sally gritó su nombre y quiso correr hacia él, pero unas manos la sujetaron con fuerza. La arrastraron hacia afuera, ignorando sus patadas, su lucha, su rugido de madre protectora. La subieron a una camioneta negra y se perdieron en el tráfico de Gotham antes de que alguien siquiera pudiera llamar a la policía.

Duke, con la vista borrosa y el pulso tembloroso, apenas alcanzó su celularr y presionó el botón de marcado de emergencia.

—Dick… B… cualquiera… —jadeó, antes de desmayarse sobre el piso frío, su sangre formando un charco a su alrededor.

Bruce estaba en su estudio, revisando reportes financieros de la empresa, cuando su celular vibró. Fue un mensaje corto, desesperado, de Duke.

Sangre. Se la llevaron. Supermercado del centro.Herido

No necesitó más. Dejó caer la pluma sobre los papeles, su rostro endureciéndose con esa sombra fría que lo volvía intocable. Caminó con pasos firmes por la mansión, encontrándose con Dick y Jason en el pasillo. Ambos se quedaron en silencio al ver su expresión.

—¿Qué pasó? —preguntó Dick, dejando su taza de café en la mesa de entrada.

Bruce solo los miró, los ojos oscuros como un mar en noche sin luna.

—Es Sally. Se la llevaron.

Por un momento, ni el viento osó moverse. Jason apretó los puños hasta que sus nudillos se volvieron blancos, y Dick sintió que algo en su pecho se rompía. Porque conocían esa mirada en Bruce… la mirada de un hombre que estaba dispuesto a quemar el mundo entero para recuperar lo que era suyo.

—Duke está herido —agregó, su voz baja, cargada de una furia helada.

Dick asintió, tragando saliva. Jason ya había desaparecido hacia su cuarto sin decir una palabra, con la mandíbula tensa como hierro forjado.

En otro punto de la casa, Tim bajaba las escaleras a toda prisa, con el celular en la mano, y murmullos sobre cámaras de seguridad y rutas de escape. Damian apareció detrás de él, en completo silencio, sus ojos verdes oscuros como la profundidad del océano antes de la tormenta.

Mientras tanto, Percy, sentado en la sala con Annabeth, sintió el cambio en el aire. Como un huracán acercándose 

Porque sabían, sin que nadie lo dijera en voz alta:

Gotham acababa de cometer un error mortal.

Había tocado a la madre de Percy Jackson.

Sally fue arrojada al suelo sin miramientos, sus rodillas chocando contra el concreto frío. Alzó la vista con lentitud, sus cabellos oscuros cayendo sobre su rostro mientras respiraba con dificultad. Frente a ella, iluminado por luces parpadeantes, estaba él.

El Joker.

Sonreía con esa mueca rota que no era humana ni monstruo, sino un vacío que se devoraba a sí mismo. Caminaba de un lado a otro, su chaqueta morada ondeando con cada giro dramático. La miró con esos ojos dilatados y verdes como veneno fresco.

—Bueno, bueno, bueno… —dijo, canturreando como un niño con un nuevo insecto para desmembrar—. Un placer verte de nuevo Sally

Se agachó frente a ella, su aliento oliendo a pólvora y locura, y le acarició la mejilla con un dedo cubierto de cicatrices y tinta. Sally se estremeció, pero no retrocedió. Su mirada azul lo atravesó con la fuerza serena del océano.

—¿Sabes? —continuó él, inclinándose más cerca, su nariz casi rozando la suya—. Siempre quise escribir un libro. Pero nunca encontré el final perfecto. ¿Quizá tú puedas enseñarme? —De su cinturón sacó un cuchillo de hoja fina y brillante, como una lengua de plata bajo la luz de neón. La deslizó con lentitud contra su cuello, provocando un fino hilo de sangre que empezó a gotear sobre su blusa.

Sally jadeó, no por el dolor, sino por la ira ardiente que creció en su pecho como una marea devoradora. Sin pensarlo, escupió en su rostro. El Joker parpadeó, sorprendido, y luego rió con una carcajada chillona que hizo eco por toda la sala, rebotando en los muros sucios y descascarados.

—¡Oh, sí! ¡Así me gusta! —gritó, limpiándose la saliva con la manga—. ¡Que grites, que llores, que patalees! Hazlo, mi sirena del caos, ¡hazlo!

Sally, con el corazón latiendo a un ritmo mortal, aprovechó su distracción y, con un movimiento rápido, le dio un rodillazo en la entrepierna. El Joker gimió y retrocedió un paso, pero antes de que pudiera reaccionar, Sally se impulsó, le arrebató el cuchillo y se puso de pie, sujetándolo con ambas manos, sus ojos encendidos con una furia de madre loba.

—No puedo decir lo mismo, Payaso —escupió con una voz baja y mortal—. He vivido con monstruos toda mi vida. Tú no eres diferente.

El Joker la miró con una nueva chispa en su sonrisa. Una chispa de respeto retorcido y excitación salvaje.

—Oh… Sally me recuerda que felicidad.

Y mientras ambos se miraban, Gotham vibraba con el rugido de motores y el canto de la tormenta.

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12 EL GATO QUE MUERDE DE REGRESO
Sally estaba asustada.
Claro que lo estaba. Ser valiente no era la ausencia de miedo, sino la capacidad de respirar a través de él, de mantenerse firme cuando las rodillas piden clemencia. Y ella había aprendido eso con Gabe, el apestoso, que la rompió tantas veces que dejó de sentir sus propios bordes.
Pero esto… esto era distinto.
Nunca debió haberse confiado. Gotham no era Nueva York. Aquí los monstruos no tenían colmillos ni escamas. Tenían sonrisas rojas pintadas y ojos como túneles sin fin.
Sally no gritó.
No imploró. No forcejeó como una niña asustada. Simplemente lo miraba, fija, inmóvil, con esa quietud cargada que tienen los ciervos antes de saltar o morir. Sus ojos eran océanos negros, tan profundos que por un segundo el Joker se sintió casi incómodo. Casi.
—Mira nada más esos ojos —murmuró, ladeando su cabeza de forma grotesca mientras un bisturí presionaba su brazo—. Siempre tan… vacíos y llenos al mismo tiempo. Es… poético.
Ella no le respondió. Porque su mente, su alma y su dolor no estaban allí, en ese almacén húmedo y podrido. Estaba en el pasado. Estaba en aquel muelle, años atrás.
Era una adolescente entonces, apenas sostenida en su propia piel después de la muerte de su tío. Gotham la había devorado sin masticar: su madre muerta, su padre antes que ella, y ahora su tutor. Se sentía sola.
Y allí estaba él.
No era el Joker de ahora. No era el payaso demoníaco que gobernaba el terror. Era un ladrón de poca monta con una sonrisa rota, un hombre de ojos tan locos que dolían al verlos demasiado tiempo. Se sentó junto a ella, en el borde del muelle donde la ciudad olía a óxido y sal, y le ofreció algo.
Un naipe.
Un comodín, amarillento y sucio, con la pintura casi borrada. Ella lo tomó, porque no tenía nada más que tomar. Y él rio. Rio como si hubiera hecho el mejor chiste del mundo.
—Guárdalo, sirenita —le dijo con esa voz que aún no era tan chillona—. Porque un día… un día me encontrarás de nuevo.
Y se fue. Caminó hacia la oscuridad de los callejones y desapareció como un mal sueño.
Ella lo guardó en un libro de Poe.
Un libro viejo, de tapa negra cuarteada, con las letras doradas casi borradas por el tiempo y el mar. Había sido de su madre, con anotaciones suaves en los márgenes y huellas de café en algunas páginas. Allí, entre versos oscuros y cuentos que olían a podredumbre y locura, guardó el comodín.
Y ahora, frente al Joker, Sally recordó exactamente en qué cuento estaba.
“El gato negro”.
Una sonrisa cruel se dibujó en sus labios resecos. El Joker ladeó la cabeza, intrigado por ese gesto.
—¿Y a qué viene esa carita, sirenita? —preguntó con voz dulce y enfermiza, acercándole el rostro hasta que su aliento le rozó la piel.
Sally entrecerró los ojos, con esa calma que precede a la tormenta.
—¿Sabes dónde guardé ese naipe que me diste? —dijo con voz suave, casi un susurro. El Joker parpadeó, sorprendido por su repentina pregunta. Ella inclinó su rostro y dejó escapar una risa baja, seca y sin humor—. En “El gato negro” de Poe. Entre esas páginas donde un hombre se hunde en su propia maldad…
Se hizo un silencio pesado. El Joker parpadeó de nuevo. Luego rio, fuerte, agudo, su carcajada rebotando contra las paredes mugrientas.
—¡Perfecto, sirenita! ¡Perfecto! —gritó, aplaudiendo como un niño emocionado—. Tú siempre supiste, ¿verdad? Siempre supiste que terminaríamos aquí.
Sally sonrió. Era una sonrisa rota y fría como la luna reflejada en el mar nocturno.
—No —respondió, mirándolo fijo, su voz baja pero firme—. Siempre supe que terminarías tú aquí.
Y entonces, antes de que él reaccionara, su rodilla subió con fuerza brutal hacia su entrepierna, y el rugido de dolor del Joker fue un canto para sus oídos.
Ella rio cruelmente.
No era tan dulce como aparentaba. Nunca lo había sido, no realmente. Después de todo, se crio en Gotham, donde pelear era tan instintivo como respirar, donde sabías qué calles evitar y qué armas podías improvisar con tus propias manos.
El Joker ladeó la cabeza, como un perro curioso. Sally bajó la mirada y, con movimientos suaves, tomó el bisturí que había rodado cerca de sus pies cuando uno de los secuaces tropezó. Lo sostuvo con fuerza, los nudillos blancos, y al alzar el rostro, su mirada era como el filo del acero en noche sin luna.
—¿Sabes, payaso…? —su voz era suave, como si contara un secreto a un niño pequeño—. Yo me enfrenté a un monstruo una vez. Un monstruo con piel humana… un hombre maldito, cruel y despiadado.
El Joker abrió la boca, un chillido de risa contenida vibrando en su garganta, pero no llegó a salir cuando ella inclinó levemente la cabeza, su cabello cayendo como un velo oscuro frente a su rostro.
—¿Y sabes qué hice con él? —continuó Sally, su voz gélida, las palabras marcadas con veneno dulce—. Lo usé para crear una única escultura…
El Joker ladeó la cabeza, intrigado, su sonrisa congelada a medio camino entre diversión y desconcierto.
—Y ¿sabes qué es lo mejor, payaso? —sus ojos brillaban con una locura fría y calculadora, un reflejo que incluso él reconoció como peligroso—. Desapareció de la faz de la tierra… sin rastro, sin fanfarria.
Sally giró el bisturí en su mano, escuchando el suave silbido metálico que hacía al cortar el aire.
—La policía lo buscó… —su voz se volvió un susurro venenoso, casi un canto oscuro— pero jamás lo encontraron. Porque cuando yo decido borrar a alguien de este mundo… —sonrió con dulzura letal, ladeando la cabeza como si hablara con un niño pequeño— no queda nada que enterrar.
El Joker parpadeó, y por un instante, solo un segundo robado al caos, pensó que tal vez… no era el único monstruo en esa habitación.
Se inclinó hacia él, el bisturí girando entre sus dedos con habilidad innata, su rostro apenas a un suspiro del suyo.
—Es una lástima que no haya traído mis materiales de escultura hoy… porque si los tuviera aquí, ya estarías junto a mi exmarido, convertido en arte para siempre.
—¿Escultura, querida? —rió con un chillido agudo, su lengua relamiendo sus labios partidos—. Oh, me fascinan los artistas… dime, ¿qué me harías?
Su mirada se clavó en la de él. No había piedad allí. Ni miedo. Ni humanidad.
—Verás, payaso… —dijo con un hilo de voz tan tranquilo que le erizó la piel—. Nunca fui dulce. Gotham no cría dulzura. Cría sobrevivientes. Cría cazadores. Cría bestias con sonrisas suaves… como yo.
El Joker parpadeó. Por un segundo, solo un segundo, su risa murió en su garganta, reemplazada por una chispa de algo que rara vez sentía: cautela.
Sally bajó su vista al bisturí en su mano, girándolo con precisión quirúrgica. Luego lo alzó, con una tranquilidad brutal.
—Sabes… —dijo Sally, con la voz suave de una sirena— ahora que lo pienso…
Sus ojos, tranquilos y mortales, se fijaron en los del payaso, que la miraba con diversión confundida.
—Sé quién es Batman… y sé quiénes son sus compinches. —Su sonrisa se ensanchó, lenta, oscura, llena de esa certeza terrible que hiela la sangre—. Será tan fácil volver a ser la dulce Sally con ellos, ¿no crees? Ademas se que e hiciste al segundo Robin
El Joker la observó en silencio. Algo en su pecho, acostumbrado al caos y al sadismo, se estremeció ante esa calma que no era suya.
—Yo lo llamaría… poesía. —Sally ladeó el bisturí, haciendo que la tenue luz brillara en la hoja—. Y creo que mi adorado Percy puede pedirle ayuda a Nico para traer mis cosas de escultura. Después de todo… —se inclinó, su voz convertida en un susurro venenoso, mortalmente íntimo— podemos arreglar algo… aquí en Arkham.
Una risita suave escapó de sus labios.
—Estoy segura de que Leo y Annabeth estarían encantados de ayudarme. Imagina, payaso… un acto digno del Olimpo… un cuerpo esculpido con tanto detalle que ni siquiera el Murciélago te reconocería cuando venga por ti.
El Joker abrió la boca para responder, pero por primera vez no encontró palabras. Ni una broma. Ni un insulto. Solo el silencio pesado que queda cuando la presa revela que siempre fue el cazador.
Sally sonrió, dulce como el veneno de la cicuta, y dio un paso hacia él.

Chapter 13

Notes:

asi que si en el capitulo anterior me decante por una sally un poco dark debido a las condiciones que vivio tanto en gotham (muerte de su tio y padres y lo que paso con Gabe

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13 LA CABEZA DE MEDUSA
La puerta del almacén crujió con un golpe seco cuando una sombra se deslizó dentro: Batman, oscuro y amenazante, como un presagio. Sus ojos penetrantes escudriñaron la penumbra hasta que la encontró.
Allí estaba Sally, encorvada, las manos atadas con cinta gris, la boca cubierta con una tirante y húmeda cinta adhesiva. Sus ojos, enrojecidos y llorosos, brillaban con una mezcla de dolor y determinación. Marcas rojas y moretones surcaban sus mejillas, un testimonio silencioso de la tormenta que había soportado.
Batman se acercó con calma, desatando la cinta de sus muñecas con dedos firmes pero cuidadosos. Con un suspiro apenas audible, retiró la tela de su boca, susurrándole:
—Ya estás a salvo.
Robin apareció rápido, con pasos silenciosos y mirada alerta. Sin perder tiempo, se acercó a Sally, quien temblaba aún atrapada en el eco del tormento. Con manos expertas le quitó la cinta de la boca y le entregó una cobija suave, cubriéndola con cuidado.
Mientras le limpiaba con delicadeza los moretones y raspaduras, sacó un pequeño botiquín para hacerle primeros auxilios, todo con la precisión de quien ha visto demasiado y sabe que cada gesto importa.
En el fondo, la sirena de policía anunciaba la llegada de refuerzos. El Joker, esposado y cabizbajo, murmuraba incoherencias, palabras atropelladas y sin sentido:
—Gatos… sirenas… ¿has visto las luces? Gritan, cantan, bailan… no son humanos… ellos vienen por mí…
Robin no desvió la mirada de Sally, ignorando las locuras del payaso mientras aseguraba que ella estuviera fuera de peligro. Su prioridad era ella, y eso era todo lo que importaba en ese instante.
La puerta principal se abrió con un suave crujido y Alfred entró con paso firme pero preocupado, seguido por el grupo de jóvenes que lo miraban con ojos llenos de inquietud y ansiedad. No sabían exactamente qué había pasado, solo que algo terrible había ocurrido y que Sally necesitaba ayuda urgente.
Alfred, con esa calma y porte que siempre lo caracterizaba, se volvió hacia ellos y les dirigió una mirada tranquilizadora.
—Tranquilos, todos. Ella está a salvo ahora —dijo con voz pausada, pero cargada de autoridad—. Solo necesitan darle tiempo y cuidado.
Los semidioses intercambiaron miradas, aún alterados, algunos con el ceño fruncido, otros con los brazos cruzados, tratando de contener la preocupación que les quemaba el pecho.
—¿Cómo está mi mamá? ¿Dónde está?
Alfred lo miró con suavidad, una mezcla de ternura y firmeza en la mirada.
—Está descansando en una habitación segura, joven señor. Los médicos la están atendiendo y recuperándose poco a poco. Necesita calma y paciencia ahora.
Percy apretó los puños, respirando hondo para asimilar la respuesta.
—¿Puedo verla? —preguntó con voz apenas contenida.
Alfred asintió con cuidado.
—Pronto, cuando despierte. Por ahora, debemos dejar que recupere fuerzas.
Los otros semidioses se acercaron, rodeándolo con silencioso apoyo.
Más tarde, cuando todos se reunieron en la habitación de Percy, el aire se cargó de tensión y determinación. Las miradas se cruzaban, cada uno buscando en el otro la fuerza necesaria para enfrentar lo que venía.
Mas tarde esa misma ni¿oche los semidioses se reunieron en un cuarto y Percy abrió la conversación con voz firme:
—Tenemos que actuar rápido. El Joker no es un enemigo cualquiera. Necesitamos un plan que funcione.
Nico asintió, su sombra oscura parecía abrazarlo, como si ya estuviera listo para la misión.
—Yo puedo encargarme de buscar los materiales de escultura de tu madre —dijo con la calma sombría que lo caracterizaba—. Esa cosa tiene el poder para detenerlo definitivamente ademas de que bueno nadie lo extrañaria… demasiado
Thalia y Percy intercambiaron una mirada rápida, sabiendo lo peligroso que era eso, pero también lo vital.
—Esa cosa sigue en la nevera pequeña de su recarga, la que trae candado Paul nunca pregunto o la abrio—continuó Percy—, los demás estaremos atentos a mamá . Necesitamos saber si está dispuesta a deshacerse de él, si aún queda algo de esa escultora que conocemos.
Los semidioses griegos asintieron con naturalidad, pero los romanos —Frank, Jason Grace y Hazel— se miraron con evidente desconcierto.
—¿Materiales de escultura en una nevera? —preguntó Hazel, frunciendo el ceño, claramente confundida.
Annabeth sonrió con esa mezcla de ironía y paciencia que ya conocían.
—Oh, claro, se me olvidaba que ustedes no saben —dijo—. En nuestra primera misión juntos Grover Percy y yo, nos topamos con Medusa. La matamos, y su cabeza fue nuestro botín de guerra.
Thalia soltó una risa seca y Annabeth la siguió, cómplices en esa memoria peligrosa.
Además, lo que hizo Percy con ella fue muy divertido.
Frank, curioso, preguntó con genuina intriga:
—¿Qué hizo?
Thalia, Nico, Piper y Leo estallaron en risas contenidas, mientras Percy hacía un facepalm en el fondo, resignado.
—La mandó al Olimpo con un mensaje: “Mis mejores deseos, Percy Jackson” —respondió Annabeth y prosiguió con una sonrisa ladeada:
Thalia rompió la pausa, con voz firme y una sombra de respeto en sus ojos:
—Así que sí... puede que Sally no guarde rencor, pero ser TAN completamente dulce… sería un error fatal para los Wayne si llegaran a conocer a la verdadera Sally Jackson. Esa mujer a la que incluso Poseidón llama “reina entre mortales”. No es solo la mamá amable que todos ven; es una fuerza de la naturaleza, un huracán disfrazado de calma.

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14 La invitacion

Mientras los semidioses discutían acaloradamente las posibilidades de convertir al Joker en una escultura –con Nico planeando viajes rápidos, Percy pidiendo hielo seco y Annabeth detallando la logística como si fuera un ataque militar–, los Wayne, o más bien los murciélagos , estaban reunidos en la biblioteca, intentando no dejar que su agotamiento o rabia transpirara frente a Alfred.

Dick se pasaba las manos por el cabello una y otra vez, como si pudiera arrancarse la tensión. Jason estaba en un rincón, golpeando el marco de una ventana con los nudillos, conteniendo la necesidad casi visceral de ir a Arkham. Tim revisaba informes en su tableta con los ojos rojos de cansancio y Damian, de brazos cruzados, simplemente miraba al piso, furioso porque no había estado ahí para protegerla.

—Necesitamos asegurarnos de que estén bien —dijo Bruce con voz baja y grave, rompiendo el silencio—. No pueden sentirse inseguros en esta casa… ni en esta ciudad.

Damian alzó la vista, ojos verdes fríos y brillantes.

—No tienen que ver nada con nuestro mundo no son de la comunidad de capas. 

El silencio se espesó, pesado como concreto recién vertido, hasta que Alfred suspiró suavemente, con cansancio y afecto mezclados.

—Señores… primero asegúrense de que la señora Jackson descanse y los niños estén tranquilos. Después… hagan lo que tengan que hacer.

Bruce suspiró, pasándose una mano por el rostro, dejando al descubierto el cansancio en cada línea de su piel. Sus ojos, oscuros y sombríos, recorrieron a sus hijos adoptivos y biológicos, viendo la tensión vibrar en cada músculo.

—¿Y si invitamos a Clark? —dijo finalmente, con un tono grave y resignado.

Dick parpadeó, sorprendido, antes de soltar una risa seca.

—¿Superman? ¿Aquí? ¿En medio de este caos?

—Podría ayudarnos a calmarlos… —prosiguió Bruce, ignorando la risa—. Su presencia… genera paz. Están alterados. Y… —sus labios se torcieron levemente, casi con incomodidad— Sally siempre se ha llevado bien con él. Y con Lois.

Tim asintió con lentitud, comprendiendo el trasfondo.

—Y Clark también nos ayudaría a vigilarlos —dijo con voz baja, fría como acero.

Jason sonrió con crueldad.

—Perfecto. Así mientras él juega a la niñera, nosotros terminamos de cuestionar al maldito.

Damian soltó un leve bufido desde su rincón.

—Invítalo si quieres, padre. Solo asegúrate de que no interfiera si decido arrancarle la lengua al payaso personalmente.

Y en ese momento, mientras el silencio regresaba a la biblioteca, Alfred, que los escuchaba desde la puerta, solo sacudió la cabeza con un suspiro contenido, murmurando:

—Una reunión de titanes… y ninguno se pregunta quién hará el té.

—Además, si no mal recuerdo… —dijo Tim, acomodándose las gafas mientras repasaba mentalmente cada dato como si fuera un servidor viviente— Lois y Clark aún no conocen a Estelle.

Dick chasqueó la lengua con una sonrisa ladeada.

—Oh, eso sí que sería un espectáculo. Superman derritiéndose por un bebé. Siempre es gracioso ver al alienígena más fuerte del mundo comportarse como un golden retriver.

Jason soltó una risa ronca, casi maliciosa.

 

Chapter 15

Notes:

(See the end of the chapter for notes.)

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15: la voz de la sirena

 

Percy esa noche no encontró descanso. Las sombras de su mente se retorcían como serpientes, llenándolo de pesadillas, pesadillas que Tartarus había dejado grabadas en su alma.

Soñó con ese abismo sin fin, con el olor a hierro oxidado y podredumbre que impregnaba cada brisa, con la risa de Aklys resonando en sus oídos como un cuchillo contra piedra. Soñó con el peso del cielo sobre sus hombros y con las voces de aquellos campistas caídos que lo llamaban entre susurros rotos.

Salió al balcón. El viento era helado, pero lo recibió como un abrazo. Apoyó los codos en la barandilla de piedra y alzó la vista hacia un cielo sin estrellas, cubierto por las nubes y la contaminación de Gotham.

Respiró profundo. Cerró los ojos, intentando ignorar la sensación de brazos espectrales jalandolo de regreso al Tartarus, intentando recordar que estaba vivo… que Annabeth, Nico y Will estaban vivos.

Pero incluso entonces, la culpa seguía ahí, aferrada a su corazón.

Percy suspiró en derrota, un suspiro que cargaba océanos enteros de cansancio. Tirito levemente cuando el viento nocturno azotó su cuerpo, traspasando la camiseta que usaba como pijama.

Fue entonces cuando sintió la presencia silenciosa y helada a su lado. Nico se había deslizado al balcón como una sombra viviente, con su cabello negro enredado y los ojos oscuros fijos en él, llenos de un entendimiento que pocos podían ofrecerle.

—¿Pesadillas? —preguntó el más joven, su voz baja y áspera por el sueño, pero teñida de preocupación.

—Sí… —respondió Percy con un hilo de voz.

Hubo un largo silencio antes de que añadiera, su mirada perdida en el horizonte negro de Gotham:

—Esta vez… con el Pozo.

Nico asintió una sola vez, como si ese simple gesto fuera un juramento compartido entre guerreros que habían visto el mismo abismo. Sin palabras, se apoyó también en la barandilla, hombro con hombro con Percy, dejando que su fría tranquilidad equilibrara el mar turbulento que rugía dentro de él.



—Canta, entonces —murmuró Nico, su voz suave pero firme en la oscuridad—. Desahógate.

Percy tragó saliva. Sus manos temblaban levemente sobre la barandilla fría. Tarareó primero, casi como probando la melodía en su pecho, sintiendo las notas vibrar en sus costillas, en su alma cansada.

Finalmente, asintió.

Sabía que Nico tenía razón. Cantar era la única manera de vaciar el veneno que se acumulaba en su interior, de limpiar las heridas que el Tártaro, la guerra, Aklys y todo lo ocurrido con su madre habían dejado abiertas y palpitantes.

Así que lo hizo.

Su voz rompió el silencio nocturno, suave al principio, apenas un suspiro melódico que se alzó como niebla sobre el mar. Pero con cada verso, su canto creció, templado de dolor y belleza. Era una canción triste, profunda, casi antigua, cargada de todo lo que no podía decir con palabras normales.

Mientras cantaba, notó a lo lejos las sombras moviéndose entre los edificios, las alas negras y silenciosas de los murciélagos patrullando la noche de Gotham. Sabía que no estaba solo. Que Nico estaba a su lado, que los murciélagos lo cuidaban desde las alturas, y que su madre dormía a salvo en la mansión.



Notes:

me disculpo si es corto el capitulo, pero no me sentia muy bien comompara escribir mas, como siemrpe los tqm y diganme si les gusta

Chapter 16

Notes:

adivinen a quien le dio gripe?
miemtrastanto disfruten de este breve interludio dulce antes de que empieze el verdadero drama

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16: DORMIDO 

Percy terminó la última nota de su canción con un suspiro tembloroso. El viento nocturno de Gotham le erizó la piel expuesta, y Nico, a su lado, simplemente cerró los ojos, absorbiendo cada palabra, cada vibración rota que había en su voz.

El silencio que siguió fue pesado y dulce a la vez, hasta que se vio interrumpido por un suave crujido de puerta. Damian apareció en el marco, su figura pequeña y recta como un príncipe guerrero, con el ceño fruncido y los labios apretados.

En sus brazos, Estelle estaba acurrucada contra su pecho. Su manta de sirenas arrastraba por el suelo y su pequeño puño se cerraba en el cuello de la camiseta de Damian, mientras su otro pulgar descansaba contra sus labios, adormilada y confundida por el canto interrumpido.

—¿Puedes cantar más bajo idiota? —murmuró Damian, su voz rasposa por el sueño—. Despertaste a Estelle.

Percy parpadeó, avergonzado, y se quedó inmóvil. Miró a su hermanita, quien, pese al regaño de Damian, sonreía con esa dulzura de luna llena que iluminaba incluso la noche más oscura de Gotham.

—Lo siento, pequeña —susurró Percy, su voz hecha un hilo roto de amor y cansancio. Alzó una mano para acomodar un mechoncito castaño detrás de la oreja—. ¿Quieres que te cante algo más suave para que vuelvas a dormir?

Estelle asintió contra su pecho, su carita arrullada por la calidez de su hermano. Percy sonrió suavemente, y antes de empezar a tararear de nuevo, extendió un brazo hacia Damian, quien lo miró con desconfianza y fastidio.

—Ven aquí, Damian —murmuró Percy con un suspiro cansado pero lleno de ternura.

Damian abrió la boca para protestar, pero no alcanzó a articular palabra antes de que Percy lo alzara con facilidad, acomodándolo sobre su cadera. Damian gruñó, pero su mano libre se cerró con fuerza en la camiseta de Percy mientras bajaba la mirada, vencido por el cansancio y por la calidez de esos brazos que lo sostenían como si no pesara nada.

—Eres un idiota —murmuró, con la voz amortiguada contra su hombro, sus pestañas temblando antes de cerrarse.

—Lo sé —respondió Percy, apoyando la barbilla en la coronilla de Damian mientras comenzaba a tararear de nuevo, suave y bajo, como un arrullo de sirenas y mareas lejanas.

Nico los observaba en silencio, con su sombra abrazada al balcón y la luna iluminando su rostro pálido, mientras sonreía apenas, sabiendo que en ese momento, pese a todo el caos y oscuridad de Gotham, ahí mismo existía algo tan puro como la fe: dos niños dormidos en los brazos de alguien que nunca los dejaría caer.

 

Después de terminar de cantar, Percy los cargó a ambos con cuidado, sintiendo el calor cálido y dulce de sus cuerpecitos acurrucados contra su pecho. Caminó en silencio por los pasillos, sus pasos amortiguados sobre la alfombra, mientras la luna los bañaba de plata a través de los ventanales.

Nico los observó desde la entrada del balcón, con su sombra estirada como un espectro cansado. Sus ojos oscuros brillaban con ternura y exilio.

—Buenas noches, Perce —susurró antes de girarse y desaparecer por el pasillo, directo a donde Will dormía, su rayo de sol en medio de la noche eterna.

Percy sonrió apenas antes de continuar su camino. Entró al cuarto de Damian con un leve empujón de cadera, apagando las luces excepto la pequeña lámpara en forma de murciélago que parpadeaba junto a la cama. Con delicadeza, dejó a Estelle primero, acomodándola entre las mantas suaves de sirenas y estrellas, y luego bajó a Damian, quien abrió los ojos apenas, mirándolo con fastidio somnoliento.

Percy suspiró suavemente, quitándose la chaqueta y los zapatos antes de meterse bajo las cobijas. Con un movimiento natural, Damian se acurrucó contra su costado, Estelle acurrucada sobre su pecho como un pequeño gatito

Al día siguiente, mientras Bruce caminaba en silencio por los pasillos de la mansión, vestido aún con su pijama de tela oscura, buscaba a Percy por toda la casa. 

Finalmente llegó a la habitación de su hijo menor. Empujó la puerta con suavidad, esperando encontrar a Damian y Estelle durmiendo juntos, como cada mañana desde que Sally llegó a Gotham. Pero la vista frente a él detuvo su corazón por un segundo que pareció eterno.

Ahí estaba Percy, acostado sobre la cama enorme de Damian. Su cabello oscuro caía sobre su frente en suaves ondas desordenadas, su respiración era calma y profunda. Un brazo fuerte sujetaba con cuidado a Estelle, quien dormía sobre su pecho con su manita aferrada a su camiseta, mientras que Damian estaba abrazado a su costado, su pequeño rostro enterrado contra el cuello de Percy como si encontrara ahí su única tierra firme.

Con manos cuidadosas y un sigilo entrenado entre sombras, Bruce sacó su teléfono del bolsillo de su pantalón de pijama y tomó una foto. El suave clic digital fue apenas un suspiro en la penumbra. La guardaría, no para compartirla, sino para recordarse en los días oscuros que la paz existe, que incluso en Gotham hay instantes de luz.

 

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Un par de horas más tarde, cuando la mansión ya vibraba con el aroma de café recién hecho, pan dulce calentado por Alfred y el ruido suave de semidioses y murciélagos poniéndose en marcha, Jason Todd entró sin ceremonias a la habitación de Damian.

Empujó la puerta con su típico golpecito de nudillos, sin importarle si despertaba a alguien, y al ver la escena frente a él —Percy aún recostado, despeinado y somnoliento, con Damian apoyado contra su costado y Estelle sobre su pecho— soltó una carcajada baja y oscura.

—Miren nada más… —dijo, con una sonrisa ladeada mientras cruzaba los brazos sobre su pecho—. La princesa y sus principes.

Percy parpadeó, medio despierto, su voz ronca de sueño.

—Jason… cállate… es temprano…

Pero Jason ignoró su súplica y, con esa energía caótica que lo caracterizaba, caminó hacia ellos y se sentó en la orilla de la cama, inclinándose lo suficiente para mirar a Percy con sus ojos azul-grisáceos chispeando malicia y curiosidad.

—Dime algo, principito —dijo, usando el apodo con un tono burlón pero cariñoso—. ¿Tú sabes pelear?

Percy frunció el ceño, despejando el sueño de sus ojos con un parpadeo lento. Damian gruñó suave desde su lugar, mientras Estelle se removía con un leve quejido.

—¿Qué clase de pregunta es esa a esta hora? —bufó Percy, acomodando la manta sobre Estelle.

Jason rió bajo.

Percy lo miró fijamente. Sus ojos verdes eran dos esmeraldas salvajes, y cuando habló, su voz se volvió como la marea que choca contra los acantilados.

—Sí, Jason. Sé pelear. —miró a Damian dormido y besó suavemente la frente de Estelle— Ahora dejanos dormir

Por un segundo, Jason sintió un escalofrío recorrerle la espalda. Luego sonrió, amplio y orgulloso.

—Bien, Pez… bien. —Le revolvió el cabello con una palmada seca antes de levantarse—. Baja cuando puedas, Alfred tiene hotcakes.

Y salió, dejando la puerta entreabierta y a Percy sonriendo suavemente, su corazón latiendo con una fuerza tranquila mientras abrazaba un poco más fuerte a los pequeños que dormían a su lado.

 

Después de esa escena bizarra y tierna en la habitación de Damian, Percy, aún con el cabello revuelto y Estelle agarrada como koala a su cuello, bajó a desayunar con los más pequeños. El aroma de hotcakes, tocino y café llenaba la mansión con un calor hogareño imposible de ignorar.

Mientras Percy ayudaba a Estelle a sentarse y la veía mordisquear su hotcake, Jason Todd se estiró desde el otro extremo de la mesa y le dio un leve golpe con su dedo índice en la frente.

—¿Qué pasa contigo? ¿Te interesa un poco de acción esta mañana?

Percy parpadeó, su boca llena de hotcake justamente como una cobaya. Tragó y ladeó la cabeza.

—¿Acción?

Jason sonrió como lobo antes de morder su tocino.

—Sparring. Pelea de práctica. Tú contra mí… o contra quien sea que se quiera unir. Es bueno para el cuerpo, para la mente

Percy lo miró fijamente, ese verde mar en sus ojos agitándose con una chispa peligrosa.

—¿Podemos hacerlo afuera? —preguntó, con esa calma que precede a las tormentas.

Dick, Tim y Damian (quien apenas había terminado su café negro) asintieron casi al unísono.

—Al jardín, entonces —dijo Bruce desde su periódico, sin levantar la vista, pero con una ligera sonrisa en los labios.

Percy se quitó la hoodie con un solo movimiento, revelando la camiseta azul marino que delineaba su torso fuerte y flexible. Damian lo miró de arriba abajo, analizando su postura, mientras Jason empezaba a vendarse los nudillos con esa precisión metódica de asesino reconvertido en héroe.

—No te contengas principito —dijo Jason, girando los hombros para calentar.

—Lo mismo digo Todd —respondió Percy con un deje de sonrisa torcida, su voz cargada de ese humor rápido y venenoso que hacía temblar hasta a monstruos primordiales.

Dick chifló bajo, divertido. Tim grababa con su teléfono. Damian solo cruzó los brazos, como si evaluara si valía la pena intervenir si Jason resultaba vencido.

Jason T.  se lanzó primero. Un puñetazo rápido directo a la clavícula, midiendo fuerza, buscando comprobar la resistencia del chico del mar. Percy giró su cuerpo con la misma naturalidad que las olas esquivan rocas, y el golpe pasó rozando su camiseta, mientras los semidioses hacian apuestas en la parte de atras, despues de todo solo los semidioses conocian la fuerza de percy. 

Sin darle respiro, Jason lanzó un barrido a las piernas. Percy brincó hacia atrás con un movimiento casi felino y sonrió, esa sonrisa torcida que era calma antes del huracán.

—Vas lento,Todd.

Jason chasqueó la lengua, sus ojos encendiéndose con una chispa de genuina diversión y rabia competitiva. Se lanzó de nuevo, esta vez con un combo de puños dirigidos al estómago y mandíbula. Percy bloqueó con antebrazos fuertes y firmes, su postura firme como un ancla. Jason gruñó, frustrado, y con un giro rápido lo sujetó del cuello de la camiseta, jalándolo hacia abajo para asestar un rodillazo.

Pero Percy se dejó caer con su propio peso, enredó su pierna alrededor de la de Jason y, como si estuviera tirando de un pez demasiado grande para su caña, lo hizo caer de espaldas sobre el césped con un golpe sordo.

—¡WOOOOO! —gritó Dick, silbando y riéndose mientras Tim grababa cada segundo.

Jason no tuvo tiempo de maldecir antes de que Percy estuviera sobre él, su antebrazo presionando suavemente su cuello en un agarre de control, no de sofoco

—Rindete —murmuró Percy, con voz suave, casi tierna—. No quiero lastimarte más de lo necesario.

Jason parpadeó, sorprendido, antes de reírse con un sonido grave y casi ronco.

Percy lo soltó con delicadeza, incorporándose con un movimiento fluido, y le ofreció la mano para ayudarlo a levantarse. Jason la tomó, sintiendo la fuerza oculta bajo esos dedos firmes y cálidos.

—Sabía que eras raro, pero no tanto —dijo Jason mientras se sacudía la hierba del cabello y la espalda

—Cuando quieras —respondió Percy, dándole una sonrisa suave, esa que precede a la marejada.

Damian observaba la escena con los brazos cruzados, ceja arqueada en un gesto que mezclaba desdén y desafío. Sin mediar palabra, se acercó al grupo con dos espadas de entrenamiento en mano, las hojas de madera brillando bajo la luz tenue del jardín.

—Yo seré el siguiente —anunció, con esa voz fría y precisa que no admite réplica.

Los semidioses soltaron una risa contenida, intercambiando miradas cómplices. Después de todo, Percy no era un luchador cualquiera; era el mejor espadachín en siglos, un maestro entrenado en mil batallas, aunque los Wayne aún desconocieran ese detalle.

Los golpes de madera resonaban con cadencia firme bajo el cielo gris de Gotham, un contraste brutal con la calma artificial que reinaba en la mansión. Damian avanzaba con la precisión de un guerrero entrenado, cada movimiento calculado para medir, desafiar y sobrepasar. Sus ojos verdes ardían con una mezcla de orgullo y esa chispa indómita que heredó de su linaje.

Percy, con una sonrisa que desafiaba el frío del día, fluía como el agua al enfrentarse a él. Cada estocada, cada bloqueo, era un acto de gracia y fuerza nacidos de siglos de batallas no solo con espadas, sino con monstruos, guerras y profecías. No se trataba solo de ganar; era de mostrarle a Damian que el poder verdadero se forja en el respeto y la disciplina.

Damian intentó un golpe rápido, casi un rapto impulsivo de arrogancia juvenil, pero Percy se deslizó hacia un lado, casi acariciando la hoja con la suya, y respondió con un toque sutil que rozó el hombro del joven. Damian frunció el ceño, más intrigado que herido.

—Eres más rápido de lo que esperaba —admitió, sin bajar la guardia.

Percy soltó una risa baja y relajada, sus ojos brillando con ese fuego que solo tienen los que han sobrevivido a lo imposible.

—Y tú tienes la furia que ningún entrenamiento puede enseñar. Eso es lo que importa.

La tensión entre ambos crecía como un preludio a la tormenta. De repente, Damian cambió el ritmo, más agresivo, buscando dominar con técnica pura, pero Percy respondía con elegancia, dejando que la fuerza del otro se estrellara contra la suya.

Los otros semidioses y los Wayne los rodeaban, atrapados por la danza de madera y voluntad, entendiendo sin palabras que aquello era más que un combate. Era una lección de vida, de poder y respeto mutuo.

—Enséñame ese movimiento —pidió, con la voz firme pero con un dejo de admiración que apenas intentaba ocultar. Su postura seguía erguida, pero la tensión en sus hombros se relajó ligeramente.

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18: PREPARACIOONES DE GUERRA

Esa misma noche, en la Baticueva —la catedral subterránea del murciélago, santuario de tecnología y secretos—, los Wayne se reunieron en torno a la mesa central, con las luces azules parpadeando suavemente sobre sus rostros.

Jason fue el primero en romper el silencio, cruzado de brazos, todavía con la adrenalina del entrenamiento bullendo en la sangre.

—Pudo seguirle el ritmo al mocoso. Eso no es normal —gruñó, señalando a Damian con un gesto de la cabeza.

Dick asintió lentamente, su mirada clavada en una de las pantallas que reproducía la grabación del duelo.

—No solo eso… lo venció —añadió con un dejo de incredulidad—. Y no lo hizo por fuerza bruta o suerte. Lo leyó, lo desarmó con precisión quirúrgica.

—Y lo hizo sin alardes. Ni una pizca de arrogancia. Como si… hubiera hecho eso cientos de veces antes.

Damian bufó, cruzando los brazos con irritación, pero no dijo nada. La humillación no era el problema. Era la habilidad. El respeto ganado.
Y eso dolía más que cualquier derrota.

—Lo entrenaron bien —dijo Bruce finalmente, su voz baja pero contundente—. No solo tiene técnica. Tiene control. Una clase de disciplina que no se consigue en cualquier parte.

—¿Y no les da curiosidad? ¿Quién demonios lo entrenó así? Porque no fue en una academia normal… ese chico pelea como si la guerra fuera su idioma natal.

—¿Y si lo fue? —murmuró Dick, como una sombra de pensamiento. Nadie respondió.

Pero la idea quedó flotando. En la Baticueva, el silencio podía gritar.

Mientras tanto, en una de las habitaciones que la Mansión Wayne había asignado a los semidioses —una estancia amplia, pero con ese aire casi demasiado pulcro para sus ocupantes—, una bruma irisada flotaba en el aire, proyectando la imagen titilante de dos figuras imponentes.

La llamada por Iris se mantenía con intensidad. Wonder Woman, imponente con su armadura reluciente y su rostro tenso de preocupación, y Aquaman, de pie con los brazos cruzados y el ceño profundamente fruncido, hablaban al unísono, su imagen distorsionada por el agua y la luz.

—...es una amenaza de nivel desconocido, pero está en movimiento —dijo Diana, su imagen fragmentada por las ondas, su voz clara y autoritaria—. Y nuestros recursos están... dispersos.

Detrás de ella, Aquaman cruzaba los brazos, con su armadura húmeda reflejando la luz del mar. Su mandíbula tensa hablaba por él incluso antes de abrir la boca.

—Alguien está reuniendo monstruos en el Atlántico Norte. Círculos infernales, bestias extintas, hasta espectros que deberían estar sellados en el Inframundo. Algo está despertando.

Los semidioses se quedaron inmóviles.

Annabeth fue la primera en reaccionar, los ojos entrecerrados, fríos como el acero de su espada.

—¿Sabemos si es titánico? ¿Algún patrón de poder?

—Aún no —respondió Aquaman—. Pero hay un aura…. Como si algo se hubiera escapado de ahí. O alguien.

Nico apretó los puños sin decir palabra. Percy sintió cómo una corriente helada le subía por la espalda. Era como si el pozo lo mirara desde el fondo del mundo.

—¿Y qué tan lejos está esto del Campamento Mestizo? —preguntó Thalia con voz grave.

—Demasiado cerca —dijo Diana—. Y con ustedes fuera, el campamento está débil. No deberían haberse ido todos al mismo tiempo.

—No fue una elección —intervino Piper con el ceño fruncido—. Lo que pasó con Sally, con el Joker, con Arkham… Gotham nos arrastró como si hubiera estado esperándonos.

Arthur miró con dureza.

—Puede que tengan razones, pero deben entender que no podemos cubrir todos los frentes. El Olimpo está debilitado, los dioses ocupados en conflictos internos, y ustedes… son el muro que separa al mundo de la ruina.

Leo tragó saliva. Incluso él, con su sonrisa fácil y sus bromas siempre listas, sentía la presión aplastante de esas palabras.

—¿Qué quieres que hagamos? —preguntó finalmente Percy, su voz baja, tensa como una cuerda estirada al límite.

—Prepárense —respondió Diana—. No bajen la guardia ni un segundo. Gotham ya es una herida abierta… y algo viene a alimentarse del caos.

La proyección tembló una última vez antes de desaparecer en un estallido de luz líquida.

Por un momento, nadie dijo nada. El silencio fue total.

—Bueno… —murmuró Hazel, con la voz apenas audible—...ahora sí que tengo frío.

Annabeth se volvió hacia Percy, la mirada de guerra encendiéndose en sus ojos.

—Tú eres el líder del Campamento Mestizo, Percy —dijo Annabeth, su tono firme, como si no dejara espacio a objeción. Sus ojos grises eran filo puro, listos para cualquier batalla que viniera.

—Además, el Campamento Júpiter seguirá tu comando, siendo el “líder de los siete” —añadió Frank con voz serena, pero con la fuerza de quien sabe la verdad cuando la dice.

Percy guardó silencio por unos segundos. Se sintió, por un instante, como si el peso del cielo volviera a caer sobre sus hombros, igual que aquella vez que sostuvo el cielo por Annabeth. Sólo que ahora no era una carga física… era responsabilidad. Vidas. Mundos. Lo que viniera no sería pequeño, y todos lo sabían.

Alzó la mirada y se cruzó con la de Arthur y Diana. El romano y la griega. Reyes de sus mundos. Y aun así, lo esperaban a él.

Él, Percy Jackson, un chico de 18 años, a punto de entrar a la universidad.

Respiró hondo. Su voz salió con la firmeza de un tridente clavado en piedra.

—Convoquen una reunión en ambos campamentos —dijo, sin titubear—. Todos los líderes, todos los campistas disponibles. No importa si están en misiones, equipos, torneos… que se conecten. Si hay semidioses en cualquier rincón del mundo luchando por alguna causa, que se les informe. Esta amenaza es para todos.

Leo se apoyó en la pared, dejando de juguetear con su destornillador por primera vez en toda la mañana.

—Eso suena como si estuviéramos en guerra —murmuró.

—Tal vez lo estamos —dijo Nico, su voz baja, casi un susurro, pero todos la oyeron.

Annabeth asintió y ya empezaba a enviar señales de Iris.

Diana alzó una ceja con aprobación.

—Sabía que había una razón por la que los dioses te temen un poco, Percy Jackson.

Arthur, de brazos cruzados, añadió:

—Y por la que los mortales deberían empezar a respetarte más.

Percy solo suspiró.

—No quiero respeto. Solo quiero que esta guerra no nos quite a más de los nuestros.

La sala quedó en silencio. Un silencio que olía a tormenta.

Y desde ese momento, la preparación comenzó.

Chapter 19: Nota rápida

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Que creen a uds la golpeó la maldición de AO3 ayer estaba marcando el siguiente capítulo (ya está escrito y publicando se para el sábado) y empezó a llover total me resbale en las escaleras golpeándome la espalda un brazo y una pierna puro moretón y raspón nada mas o y una posible gripa pero si ya caí en la maldición 🤣🤣🤣🤣comenten y cualquier actualización les echo un grito
Los t km y los leo el sábado

Chapter 20

Notes:

un clasico que alfres fuera semidios? si un clasico pero la verdad siento que con eso de que siempre parece estar en todos lados lo relaciono mas a hermes que a otro dios

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19 ALFRED

La imagen de Diana y Arthur desapareció entre destellos irisados, dejando tras de sí un silencio denso. Nadie se movió al principio, como si el eco de sus palabras todavía flotara en la habitación.

Thalia fue la primera en romperlo. Se dejó caer contra el respaldo de la silla y soltó un suspiro.
—Tendré que regresar con mi hermana para ver esta amenaza.

Percy hundió el rostro en las manos un segundo antes de negar con la cabeza.
—Pedimos dos semanas… dos malditas semanas… —su voz cargaba más cansancio que enojo, pero igual era filo puro. Volvió a levantar la mirada, ya con ese brillo de mando que no admitía dudas—. Pero no.

Se enderezó y su tono cambió, volviéndose el del general que no necesita gritar para que todos lo escuchen.
—Frank, regresa con Thalia. Necesitamos a los líderes listos. Y trata de calmar el Senado en Nueva Roma antes de que entren en pánico.
—Entendido —asintió Frank, serio.

—Nico, Will, ustedes también vuelven al Campamento Mestizo. Hablen con los líderes de cabaña, calmen a los más chicos. No quiero rumores antes de tener un plan.

Nico asintió, mientras Will fruncía el ceño, ya pensando en las palabras correctas para no alarmar a los curanderos.

Percy se quedó un instante en silencio, sus dedos tamborileando sobre la mesa. Su mirada pasó de uno a otro, asegurándose de que todos entendieran que esto no era un simple favor.
Era una orden.

Porque aunque él no lo pidiera, aunque no lo quisiera…
Percy Jackson siempre sería el general. El líder de ambos campamentos.

Y esa corona invisible, más pesada que cualquier armadura, se la había ganado a pulso.

Un suspiro cansado escapó de Percy mientras se dejaba caer en la silla, como si al fin el peso de todas las órdenes, planes y amenazas decidiera aplastarlo de golpe.

Un toque suave en la puerta cortó la tensión en la habitación.
—Adelante —dijo Annabeth, su voz tranquila pero alerta.

La puerta se abrió y Alfred entró con su paso medido, tan sereno como siempre, llevando una bandeja con té humeante.
—Si los señores lo permiten… —murmuró con esa cortesía que parecía inquebrantable.

Depositó la bandeja sobre la mesa, pero no se retiró de inmediato. En cambio, deslizó una carta de su chaqueta, el papel grueso y sellado con un símbolo en relieve: el caduceo, emblema de Mercurio… o de Hermes, para quienes sabían mirar más allá.

—Siempre pueden llevar esto —añadió, como si estuviera ofreciendo algo tan simple como azúcar para el té.

La sonrisa de Alfred, discreta pero genuina, fue todo lo que Percy necesitó para entenderlo. No era solo un mayordomo, no para ellos. En sus manos había un puente, un legado, una llave que solo alguien con sangre de Hermes —o Mercurio— podía entregar.

Percy no dijo nada. Solo tomó la carta y, por un instante, la sostuvo como si pesara más que cualquier espada.

Percy asintió, la calma volviendo a sus facciones, y una sonrisa fácil dibujándose en sus labios.
—Solo un verdadero legado sabría latín… —murmuró, más para sí que para los demás, mientras caía en cuenta de algo.

Alfred había hablado en latín desde que cruzó el umbral. Frases cortas, formales, encajadas con tanta naturalidad que cualquiera las habría tomado por un refinamiento excéntrico… pero Percy sabía mejor. El idioma de Roma y de los dioses no salía de cualquiera.

El mayordomo solo inclinó la cabeza con esa elegancia que escondía mil secretos, como si la revelación no fuera más que una brizna de polvo en la larga historia que cargaba.

Annabeth, que había captado cada palabra, levantó una ceja, evaluando a Alfred con renovada curiosidad. Y por primera vez, Percy sintió que Gotham tenía más hilos conectados al mundo de los dioses de lo que jamás había imaginado.

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20 PREPARATIVOS DE GUERRA

Mientras eso pasaba en el cuarto de los semidioses, en lo profundo de la Baticueva, Bruce y el resto de los murciélagos se reunían alrededor de la mesa de trabajo.
La penumbra azulada de las pantallas iluminaba los rostros serios; el eco lejano del agua cayendo desde las estalactitas acompañaba el silencio entre frases.

—Diana estaba… tensa —comentó Tim, revisando un archivo que mostraba imágenes de una misión reciente de la Liga—. No solo eso… Arthur también parecía molesto.

—Eso no es común —intervino Barbara, su voz firme por el altavoz—. Y si ambos están así al mismo tiempo, significa que algo mucho más grande se está moviendo.

Jason, recostado en su silla, soltó un silbido breve antes de hablar.
—¿Esto tiene que ver con lo de Roma?

El silencio que siguió pesó como plomo. Bruce no respondió de inmediato; su mirada seguía clavada en el mapa proyectado, donde puntos rojos marcaban ciudades dispersas por el mundo. Finalmente, enderezó la espalda.
—Lo que pasó en Roma hace unos meses no fue un incidente aislado. Fue una advertencia.

Dick lo miró con el ceño fruncido, como si quisiera forzar una explicación más clara.
—¿Una advertencia de quién?

Bruce levantó la vista hacia ellos, la sombra de la capucha proyectando un vacío donde deberían estar sus ojos.
—No es de quién… es de qué. Y si Diana y Arthur lucen así, significa que el problema viene… de mucho más arriba.

Un silencio incómodo volvió a caer sobre el grupo, interrumpido solo por el golpeteo de agua sobre roca.
Dick habló al fin, con la voz grave.
—Entonces no es solo un conflicto… estamos al borde de una guerra.

Bruce no lo corrigió. No hizo falta.

La tenue luz azulada de los monitores iluminaba el pequeño cuarto en la Atalaya donde Hal Jordan había convocado a sus aliados. La atmósfera era densa, el aire cargado de incertidumbre y urgencia contenida.

Diana se recargaba contra una pared, los brazos cruzados, con el ceño fruncido. Arthur permanecía sentado, manos entrelazadas, observando los mapas y datos que parpadeaban en las pantallas frente a ellos.

—Gotham es un terreno minado —dijo Arthur, la voz baja pero firme—. Los campamentos están vacíos de sus principales líderes, todos concentrados ahí, y no podemos arriesgarnos a una escalada que atraiga la atención de Wayne o Kent.

Hal, con gesto serio, giró en su silla y señaló los datos proyectados.
—Ambos están en alerta máxima. Cualquier movimiento en Gotham sería detectado de inmediato. No podemos permitir que los semidioses se conviertan en peones visibles.

Oliver Queen, que apoyaba su espalda contra la puerta, soltó una risa seca.
—¿Y qué propones? ¿Esperar a que las piezas se muevan solas? Eso es jugar con fuego.

—No es cuestión de esperar —respondió Diana con calma gélida—, sino de actuar con cautela. No podemos involucrar a los líderes de los campamentos todavía; están en una posición vulnerable y necesitamos preservar esa ventaja.

Hal asintió lentamente.
—Entonces mantenemos el sigilo, vigilamos y esperamos la oportunidad adecuada para intervenir sin que Gotham se convierta en un campo de batalla visible.

Un silencio tenso se apoderó del cuarto, roto solo por el zumbido constante de las máquinas.

Oliver lanzó una última mirada hacia la ciudad que se extendía a lo lejos por las ventanas.
—En las sombras es donde jugamos mejor. Así será.

La pantalla iris se iluminó en la habitación de Percy con un brillo azul intenso, y cuando aceptó la llamada, la imagen de Poseidón apareció primero, su expresión tan grave que parecía tragarse el mar entero.

—Percy, hijo —su voz retumbó con la fuerza de las olas—, esto no es un simple llamado. Tus acciones, aunque valientes, han atraído la atención de fuerzas mucho mayores.

Antes de que Percy pudiera responder, Zeus apareció en la pantalla, con su mirada eléctrica y severa.

—La estabilidad del Olimpo está en riesgo. No podemos permitir que nada ni nadie desestabilice el delicado equilibrio.

Finalmente, Hades se unió, su voz un susurro frío pero implacable.

—Y las sombras se mueven con rapidez. Gotham ya no es un refugio seguro. Las barreras mágicas han sido reforzadas, pero no serán eternas.

Poseidón, suplicante, enfatizó:

—No salgan de Gotham por ningún motivo. Las consecuencias serían catastróficas. Los campamentos ahora están protegidos por barreras impenetrables, pero el enemigo es astuto y paciente.

Percy sintió el peso de la responsabilidad aplastándolo por un instante, la tensión casi tangible en la habitación.

—Haré todo lo que esté en mi poder para protegerlos —respondió con firmeza.

Zeus asintió, aunque su expresión era dura como el rayo.

—Entonces prepárense. Lo que viene, será una tormenta que ni siquiera los dioses pueden predecir.



Chapter 22

Notes:

(See the end of the chapter for notes.)

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21 pequeña tormenta

Despues de la llamada percy salio a tomar aire, le pregunto a alfred donde podia encontrPercy caminó junto a Alfred por los pasillos silenciosos de la mansión, aún con esa calma extraña que lo envolvía desde la llamada de su padre.

—Si el señor desea entrenar, puedo guiarlo a las instalaciones adecuadas —dijo Alfred con esa cortesía imperturbable que parecía inmutable ante cualquier desastre.

Abrió una puerta lateral y lo condujo a un amplio gimnasio privado: suelo pulido, equipo moderno, pesas perfectamente ordenadas y un saco de boxeo colgando en una esquina.

Percy lo observó un momento, como quien mide un campo de batalla, y luego se encogió de hombros. Sin decir palabra, se acercó al saco y empezó a golpear. Al principio fueron impactos rítmicos, fluidos… pero pronto cada golpe cargaba más fuerza, cada movimiento era más rápido, preciso, casi felino.

El sonido sordo de los puños contra el cuero llenó la sala, y el saco comenzó a balancearse con violencia, como si fuera arrastrado por una corriente invisible. Alfred, desde la puerta, lo observaba con un dejo de reconocimiento en los ojos. Esa cadencia no era de un aficionado, era el de un semidios frustrado.

Y Percy, sin dejar de golpear, parecía perdido en sus pensamientos, como si en cada impacto estuviera ahogando algo que no podía decir en voz alta.

 

Sin una sola palabra, Alfred cruzó el umbral y cerró la puerta tras de sí, el suave clic resonando como una campana de inicio. El mayordomo, impasible como siempre, dejó su saco perfectamente doblado sobre una banca y comenzó a arremangarse las mangas con calma medida, casi ritual.

Percy se giró, desconcertado por un instante… hasta que vio cómo, de entre las pertenencias de Alfred, emergía una espada de oro imperial, el metal brillando con un fulgor antiguo. No era un adorno ni un trofeo, sino un arma con historia, y la manera en que Alfred la empuñó no dejaba dudas de que sabía exactamente cómo usarla.

—Herencia de mi padre —dijo Alfred, con una leve sonrisa, como si se tratara de un comentario trivial sobre la vajilla de la familia—. Legión Británica… mucho antes de que usted naciera, señor Jackson.

Percy arqueó una ceja, pero esa sonrisa se le contagió. Soltó un leve tsk, dejó el saco de boxeo balanceándose a solas, y asintió en silencio. No necesitaban más acuerdos que ese.

En cuanto Percy dio un paso hacia adelante, Alfred ya estaba en movimiento. Su primer ataque fue rápido, un corte preciso que Percy apenas logró desviar. El choque del oro imperial contra la xiphos de Percy resonó con un timbre metálico puro, y el joven se dio cuenta al instante de que este no era un simple entrenamiento… era un verdadero duelo.

Los dos se movían en círculos, midiendo distancias, lanzando fintas y contraataques. Alfred no tenía la velocidad de un semidiós adolescente, pero cada movimiento era calculado, cada ángulo optimizado por décadas de experiencia. Percy, por su parte, comenzó a dejar que su instinto de combate tomara el control, y la sala se llenó de destellos dorados y acero pulido.

En cada cruce de espadas había respeto… y una descarga de adrenalina que Percy no recordaba haber sentido en mucho tiempo.

 

Mientras tanto, en una sala más oscura y silenciosa de la mansión, Bruce Wayne permanecía frente a un monitor, la luz azulada de la pantalla marcando sus rasgos tensos. La grabación de la cámara del gimnasio mostraba con nitidez el intercambio entre Alfred y Percy: el choque constante de acero contra oro imperial, las fintas rápidas, el juego de pies de dos combatientes que entendían perfectamente el lenguaje de la guerra.

Bruce no parpadeaba. Sabía que Alfred había servido en el ejército antes de venir a Gotham con sus padres, pero verlo así… verlo volver a ese estado letal y preciso… era otra cosa. No estaba viendo al mayordomo impecable que le había criado, sino al soldado entrenado, al veterano que sobrevivió a frentes que pocos soportaban.

La manera en que Alfred bloqueaba, giraba la muñeca y contrarrestaba, sin desperdiciar un solo movimiento, hablaba de años de disciplina militar y de un instinto afilado por el combate real. Percy, en cambio, parecía estar disfrutando el desafío, empujando el ritmo, probando aperturas que Bruce sabía que no muchos podían cerrar… y Alfred las cerraba todas.

Un leve gesto, casi una sombra de sonrisa, cruzó el rostro de Bruce.
—Aún lo tienes, viejo amigo —murmuró, antes de que su mirada se endureciera al notar que Percy también estaba aguantando sin ceder terreno.

Ese chico… no era solo fuerte. Era entrenado. Peligrosamente entrenado.

En la sala de entrenamiento, el eco metálico de las espadas resonaba entre respiraciones agitadas. Percy y Alfred se movían en círculos, el sudor perlándoles la frente, las miradas fijas como depredadores midiendo el momento exacto para atacar.

—¿Orgullo romano? —preguntó Percy con una media sonrisa, la voz baja pero cargada de picardía mientras giraba su muñeca para mantener la guardia alta.

—Orgullo de legionario —respondió Alfred con calma férrea, sin apartar la vista del joven mientras, con un giro rápido, ejecutaba un mandoble preciso y pesado.

Percy esquivó por puro instinto, el filo dorado cortando el aire a escasos centímetros de su rostro. Sonrió apenas, contraatacando con una finta elegante, obligando a Alfred a retroceder un paso.

—Hace tiempo que no tenía un combate tan largo —comentó el mayordomo, su respiración controlada a pesar del cansancio.

—Hace tiempo que no peleo contra alguien que me obligue a pensar cada movimiento —replicó Percy, con ese tono despreocupado que ocultaba la adrenalina pura que corría por sus venas.

Las espadas volvieron a chocar, y por un instante, ambos comprendieron que ninguno iba a rendirse sin darlo todo.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Notes:

este capitulo viene a ustedes gracias a los dioses giegos de pascu y rodri
https://www.youtube.com/watch?v=EeyTtYC8wnE&t=299s

Chapter 23

Notes:

(See the end of the chapter for notes.)

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22 INTERLUDIO

La noche en Gotham ardía con el caos típico de la ciudad. Entre el humo, las sirenas lejanas y los gritos de civiles, los hijos del murciélago se movían como sombras sobre los tejados y calles. Ivy, con un rastro de esporas verdes tras de sí, había escapado de la emboscada de los Wayne, riendo con esa voz enredada de veneno.

Robin —Damian— corría por los callejones, el filo de su capa rozando las paredes húmedas. Fue entonces cuando algo, ligero como una hoja, cayó frente a él. Un trozo de papel, ajado, casi arcaico, que flotó en espiral hasta el asfalto ennegrecido. Damian frunció el ceño, lo recogió con cuidado y, sin darle demasiada importancia en ese instante, lo guardó entre los pliegues de su cinturón.

No fue hasta que el caos menguó, y Gotham recobró su falso silencio nocturno, que Damian se permitió un respiro. Subió a un tejado alto, donde el viento frío despeinaba los mechones rebeldes de su cabello, y sacó el papel. Lo desplegó con cautela, esperando un mensaje, un código, algo reconocible.

Pero lo que vio lo hizo entornar los ojos: las letras estaban escritas en un idioma extraño, intrincado, lleno de giros, símbolos y acentos que no correspondían a ninguna lengua que hubiera estudiado. Y Damian Wayne, que dominaba varios dialectos, desde el árabe clásico hasta lenguas muertas, no reconoció ninguna.

—Tch... ¿Qué demonios es esto? —murmuró para sí, mientras el viento agitaba el papel entre sus dedos enguantados.

El murciélago más joven no lo admitiría en voz alta, pero algo en esas palabras le provocaba una sensación incómoda… como si no estuvieran destinadas a ser leídas por ojos humanos.

El murmullo de la Batcomputadora llenaba la cueva como un corazón metálico latiendo a toda velocidad. Robin, con el ceño fruncido y los brazos cruzados, observaba la pantalla mientras Barbara, sentada frente al teclado, dejaba que el procesador hiciera su magia. Las líneas de código desfilaban una tras otra, comparando símbolos, trazos y patrones con la base de datos más extensa del planeta.

—Lenguas muertas, dialectos olvidados, cifrados bélicos, kriptoniano, thanagariano, incluso restos de escritura atlante… —enumeró Babs con calma, su voz teñida de concentración—. Y nada.

Jason apoyó un hombro contra la pared, con esa media sonrisa molesta.
—¿Estás diciendo que ni la gran computadora de Batman puede descifrar un pedazo de papel?

—No es un “pedazo de papel”, Todd —respondió Damian, la mandíbula tensa, quitándole el documento de las manos a Barbara—. Está escrito con un propósito. No es azar.

Dick, que estaba sentado en una de las sillas de apoyo, se inclinó hacia adelante, serio ahora.
—¿Y si no es un idioma humano? Gotham ya tiene suficientes rarezas…

Barbara negó, volteando a ver a Bruce, que hasta entonces había guardado silencio.
—Ni humano ni alienígena. Es como si… —hizo una pausa, buscando las palabras correctas— como si no estuviera destinado a ser comprendido por tecnología.

 

La cueva estaba casi en silencio cuando Damian guardó el papel en una carpeta negra, como si estuviera asegurando un artefacto peligroso. Bruce apenas asintió, dándole vía libre.

—Llévenlo arriba. Que Alfred lo vea primero. —ordenó con esa voz que no admitía réplica.

Así, Robin encabezó la pequeña comitiva hacia el ascensor oculto que conectaba la Batcueva con la mansión. Jason fue detrás, silbando distraído; Dick llevaba las manos en los bolsillos y Barbara subía con su tablet encendida, comparando todavía los símbolos.

El ascensor se abrió en el pasillo de la mansión. El ambiente cambió bruscamente: del eco metálico de la cueva a la calma solemne de la casa. Damian fue directo hacia la sala principal, donde Alfred solía estar. Encontraron el carrito de té aún humeante, pero el mayordomo no estaba.

—Dejémoslo aquí. Alfred siempre revisa todo —dijo Dick, señalando la mesita de centro.

Damian frunció el ceño, pero aceptó. Colocó la carpeta encima del mobiliario con un gesto rápido, como si no quisiera que nadie más la tocara.El ascensor se abrió en el pasillo de la mansión. El ambiente cambió bruscamente: del eco metálico de la cueva a la calma solemne de la casa. Damian fue directo hacia la sala principal, donde Alfred solía estar. Encontraron el carrito de té aún humeante, pero el mayordomo no estaba.

—Dejémoslo aquí. Alfred siempre revisa todo —dijo Dick, señalando la mesita de centro.

Damian frunció el ceño, pero aceptó. Colocó la carpeta encima del mobiliario con un gesto rápido, como si no quisiera que nadie más la tocara.

La habitación estaba en penumbra, iluminada apenas por la lámpara de la mesita de noche. El olor a té de hierbas y medicamentos se mezclaba con el leve murmullo de la lluvia afuera. Sally, aún pálida y con una manta sobre los hombros, se acomodó en la cama cuando Annabeth cerró la puerta con cuidado.

Antes de hablar, la hija de Atenea hizo lo que siempre hacía: inspeccionar. Sus ojos recorrieron cada rincón con precisión quirúrgica. Revisó detrás del florero, tocó el marco del cuadro colgado, pasó la mano bajo la mesa de noche y hasta desarmó discretamente la lámpara para confirmar que no había micrófonos. Finalmente, apoyó la mano en el borde de la cama y asintió, satisfecha.

—Estamos seguras aquí —susurró con esa firmeza que no dejaba lugar a dudas.

Sally arqueó una ceja, sonriendo con cansancio. —Nunca pensé que necesitaría una barrida de espías en mi propia recámara.

Annabeth esbozó una sonrisa breve, pero sus ojos brillaban con seriedad. Se inclinó hacia ella, bajando la voz como si las paredes pudieran tener oídos.

—Sally… Bruce no es cualquier mortal. Es un bendecido por mi madre. Su mente es… diferente. —Se detuvo un instante, como si le pesara admitirlo—. Tarde o temprano, va a deducir quiénes son los chicos en realidad. Es solo cuestión de tiempo.

El silencio llenó la habitación, denso, interrumpido solo por la lluvia golpeando el cristal. Sally suspiró, cerrando los ojos un momento. —Entonces lo único que podemos hacer es esperar… y confiar en que, cuando lo sepa, todavía esté de nuestro lado.Sally tragó saliva, la voz temblorosa pero firme, como si se obligara a pronunciar cada palabra.

—Y si no… —sus labios se apretaron un instante antes de continuar— al menos sabemos que tenemos gente capaz de hacerles olvidar usando la Niebla.

Annabeth la miró con intensidad.

Sally bajó la mirada, apretando la manta entre sus dedos. —No quiero que Percy, ni ninguno de los demás, se expongan más de lo que ya lo hacen. Si mantenerlos a salvo significa borrar recuerdos… entonces… —su voz se quebró.

Annabeth se inclinó, con esa mezcla de compasión y lógica afilada que solo ella podía sostener. Puso una mano sobre el hombro de Sally.

—La Niebla es poderosa, sí. Pero no es infalible. Y no olvides algo, Sally… —susurró, bajando la voz hasta que parecía un secreto—. A veces, lo que borramos deja ecos. Y esos ecos pueden ser más peligrosos que la verdad misma.

 

—Entonces lo único que podemos hacer —dijo Annabeth, más para sí que para ella— es estar un paso adelante. Antes de que él lo esté.

 

Notes:

sorpresa, aparece sally y un misterioso papelito, recuerden el papelito porque sera importante mas adelante

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23 PLANES B

En el corazón húmedo y enfermo de Arkham, las luces parpadeaban como si incluso la electricidad tuviera miedo de quedarse demasiado tiempo en aquel lugar. El Joker estaba sentado en una silla de metal, con los pies sobre la mesa y una sonrisa que parecía cortarle la cara en dos. Sus dedos tamborileaban un ritmo irregular, como un corazón descompasado.

—¿Un trato? —canturreó, ladeando la cabeza hacia la penumbra donde solo se adivinaba otra figura—. Ohhh, claro que sí… ¿sabes lo que me encanta de los tratos? —su risa resonó, hueca y escalofriante—. Que nunca salen como esperan los que los hacen.

La sombra no respondió de inmediato, solo dejó que el payaso siguiera hablando. El Joker, encantado con su propio monólogo, siguió:

—Ese murciélago… oh, siempre planeando, siempre en silencio, siempre tan serio. Y los pajaritos… piu-piu aquí, piu-piu allá. Patéticos. Pero juntos… molestos como un enjambre.

Se inclinó hacia adelante, su sonrisa convirtiéndose en un cuchillo. —Así que, mi nuevo amigo… vamos a hacer un pequeño intercambio. Tú me ayudas a quitarme al murciélago de encima… y yo te abro la puerta para que Gotham se convierta en tu pequeño patio de juegos. ¿Qué dices?

Un destello azul verdoso iluminó apenas el perfil de la figura que lo escuchaba, un brillo no humano en los ojos. El aire se volvió más pesado, casi mitológico.

El Joker rió de nuevo, casi en un susurro. —Ohhh, sí… lo sabía. No eres de por aquí. Pero tampoco soy yo. Y eso nos hace almas gemelas, ¿no?

Las paredes de Arkham retumbaron con un eco extraño, como si algo más grande que el crimen o la locura hubiese respondido.

La lluvia repiqueteaba contra los ventanales de la mansión Wayne, gruesa, constante, como si Gotham misma quisiera esconder el murmullo de lo que se hablaba en ese cuarto. La lámpara sobre la mesita proyectaba un círculo cálido en medio de la oscuridad, y allí estaban Percy, Annabeth, Thalia, Nico, Frank y los demás, apiñados en la habitación asignada al hijo de Poseidón.

Una llamarada de colores irisados se desplegó en el aire, la llamada iris que había pedido Percy, y pronto las figuras de Diana y Arthur se dibujaron ante ellos. La amazona tenía el ceño fruncido, los brazos cruzados con la misma solemnidad que mostraba en los consejos de guerra. Arthur, en cambio, se veía cansado, como si hubiera venido arrastrando discusiones desde hacía días.

—¿Quieren mi consejo? —dijo Diana con voz grave, tras escuchar las dudas de Percy—. Decir la verdad a un mortal, y menos a Bruce Wayne, no es un movimiento que deba hacerse a la ligera. Ese hombre ve más de lo que aparenta… y lo que no entiende, lo deduce.

Arthur asintió, apoyando las manos sobre la mesa invisible de la proyección.
—El murciélago no es ingenuo. Ya sospecha que ustedes no son… ordinarios. El problema no es él —hizo una pausa, sus ojos marinos se clavaron en Percy—. El problema es qué hará con esa información. Gotham no es como el Olimpo ni como los campamentos; aquí todo se filtra, todo se corrompe.

Thalia golpeó con los nudillos la mesa de madera real, impaciente.
—Entonces, ¿qué sugieren? ¿Que sigamos mintiendo hasta que algo peor nos explote en la cara?

Annabeth, que había estado en silencio, miró a Diana y Arthur con esa mirada calculadora que la caracterizaba.
—La mentira tiene patas cortas. Si seguimos en Gotham, habrá un momento en que no podamos esconderlo más. Mi consejo es preparar la revelación, no huir de ella.

Diana la observó con algo parecido a respeto y luego inclinó apenas la cabeza.
—Si lo hacen, háganlo en sus términos, no en los de él. El murciélago respeta la estrategia, no las excusas.

Arthur bufó, cruzándose de brazos.
—Y aún así, tengan cuidado. Si Gotham ya es una bestia con los mortales… imaginen qué pasará cuando esta ciudad huela a sangre de semidiós.

El silencio se hizo en el cuarto. Afuera, un trueno desgarró la noche, como si el propio Zeus estuviera opinando desde el cielo. Percy se pasó una mano por el cabello húmedo de la lluvia que había quedado en su ropa, suspirando.

—Yo lo haré —suspiró Percy, poniéndose de pie. Ignoró las miradas compasivas de los semidioses y las orgullosas del atlante y la amazona—. Soy el mayor de los hijos de los Tres Grandes… es algo que me corresponde. Además, soy el líder de los campamentos.

Se pasó ambas manos por el cabello en un gesto desesperado, la tensión marcada en cada palabra.
—Pero necesitaremos un plan B por si todo se va al carajo. Sé que Bruce cuidará de mi madre… pero no basta con confiar en eso.

La lluvia repiqueteaba contra los ventanales, como si quisiera marcar el ritmo del pulso acelerado de Percy. Nadie en la sala se atrevió a hablar de inmediato: todos entendían el peso de esas palabras.

Annabeth fue la primera en romper el silencio, con un tono firme pero suave:
—Un plan B es imprescindible. No podemos arriesgarnos a que todo dependa de la reacción de Bruce. Si desconfía o, peor aún, se vuelve hostil, tenemos que tener una ruta de escape y un mecanismo de contención.

Thalia asintió, su mirada sombría.
—Yo puedo llevarme a Sally al instante si las cosas se tuercen. Las Arpías mismas tendrían problemas para seguirme. Pero no podemos basarnos solo en eso.

Nico, desde la penumbra, murmuró:
—La Niebla puede cubrir ciertas grietas. Pero Bruce… no es como otros mortales. Su mente ya funciona como un laberinto. No sé cuánto podríamos borrar sin que sospeche más.

Arthur entrecerró los ojos, serio.
—El murciélago no es tonto. Si presiente debilidad, no se quedará quieto. Y ustedes no pueden permitirse que Gotham entera se vuelva contra ustedes.

Diana intervino, con esa calma cortante que solo ella poseía.
—Por eso hay que tratarlo como a un igual. No como a un mortal a manipular, ni como a un niño a convencer. Percy tiene razón en algo: si alguien puede lograr que Bruce confíe, es él. Pero el plan B debe ser claro: retirada inmediata, protección de Sally, y ocultar la magnitud de lo que son.

Percy apretó los puños, mordiéndose el labio inferior. Su voz salió ronca:
—Lo que más me importa es que mi madre no quede expuesta. Gotham ya la puso en peligro una vez, no volveré a permitirlo.

Annabeth se levantó despacio y puso una mano en su hombro.
—Entonces tu plan B no es una huida… es una garantía. Si todo se derrumba, lo primero que aseguramos es que Sally quede fuera de cualquier sombra de los dioses o del murciélago.

Percy cerró los ojos un instante, asintiendo con un gesto cansado pero firme.
—Entonces lo haremos así. Yo hablaré con Bruce. Pero si todo se va al carajo… mi madre vive. Y eso es todo lo que importa.

El trueno estalló afuera, como si los cielos mismos hubieran sellado ese juramento.

Chapter 25

Notes:

si ya se que los ultimos capitulos son algo cortos pero no he tenido inspiracion anyway aqui esta el siguiente

LOS TQM

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25 comienzos y verdades

Un suspiro cansado fue lo primero que Bruce escuchó al entrar en su despacho. Sus ojos se encontraron con Percy y Annabeth, sentados frente a su escritorio. Ambos estaban rígidos, tensos, como felinos en alerta; no parecían visitantes, sino combatientes listos para reaccionar al menor movimiento.

—Percy. Annabeth —la voz de Bruce sonó grave, medida, pero con un filo de sospecha —. ¿Qué ocurre?

El murciélago se quedó de pie unos segundos, analizando cada detalle: los hombros demasiado tensos de Percy, la manera en que Annabeth sostenía la mirada sin pestañear, como si midiera la reacción de un enemigo. Nada en ellos parecía propio de simples adolescentes.

Percy intercambió una mirada breve con Annabeth antes de incorporarse. Tragó saliva, se pasó una mano por el cabello y habló con la voz áspera, cargada de responsabilidad

—Siéntate, B —dijo con una media sonrisa cansada—. Tenemos… mucho que hablar. Y quizá quieras… contactar a Diana y Arthur.

Una ceja arqueada de Bruce fue la única grieta en su máscara de control. Estaba sorprendido —más de lo que habría querido admitir— de escuchar a los chicos pronunciar los nombres de Diana y Arthur con tanta naturalidad, como si fuesen conocidos cercanos y no figuras lejanas de la Liga.

No dijo nada. Solo asintió, con ese gesto seco que equivalía a un consentimiento. Con un par de movimientos en la consola, la pantalla del despacho cobró vida, y las figuras de Diana y Arthur aparecieron enmarcadas por la tenue luz azul.

Ambos lucían serios, casi tensos. Diana, con los labios firmemente apretados, los ojos clavados en Bruce con un brillo que oscilaba entre la preocupación y la autoridad. Arthur, en cambio, se inclinaba ligeramente hacia adelante, el ceño fruncido, con la misma incomodidad de un rey que preferiría estar en cualquier otro lugar que no fuese una conversación delicada.

El silencio que se formó entre ellos pesaba como plomo, y por un instante, Percy y Annabeth sintieron que el aire de la mansión era tan denso como las profundidades del océano

 

Percy tragó saliva, dispuesto a abrir la boca y soltar la verdad de golpe, pero Arthur se le adelantó.

—Pequeño príncipe —dijo el atlante con una leve sonrisa ladeada, esa que mezclaba ironía con un dejo de orgullo—. Pensé que habías asegurado que podían manejar al murciélago solos.

El comentario cayó como un chispazo en la sala. Annabeth rodó los ojos con un suspiro apenas audible, como si hubiese anticipado que Arthur no resistiría la tentación de provocar. Bruce, en cambio, ni siquiera parpadeó; su mirada de acero se limitó a girar hacia Percy, evaluando cada reacción, cada músculo en tensión, como un cazador que mide a su presa.

Percy apretó la mandíbula, no tanto por el comentario de Arthur sino porque sabía que cualquier palabra mal dicha podía hundirlos. Inspiró profundo, dejando que el silencio se alargara apenas lo suficiente antes de responder.

—Sé lo que dije, Arthur —respondió Percy, su voz firme, sin rastro de vacilación. Su postura cambió de inmediato: ya no era el chico relajado que todos conocían, sino el mismo que se había plantado ante dioses y titanes. El líder al que hasta los más tercos seguían.

—Pero necesitaba acompañamiento —continuó, su mirada fija en Bruce, penetrante, sin pestañear—. No creo que lo que digan dos adolescentes convenza al mejor detective del mundo.

El silencio posterior fue casi físico, pesado. Annabeth se cruzó de brazos, orgullosa pero en guardia, observando cómo Bruce alzaba apenas una ceja, estudiando con una calma glacial al joven que osaba hablarle así. Diana, por su parte, no pudo evitar esbozar una sonrisa fugaz, como si aquella respuesta confirmara algo que llevaba tiempo pensando. Arthur simplemente rió por lo bajo, satisfecho.

Bruce se aclaró la garganta, el gesto tan simple retumbando como un disparo en la sala.
—Bien —dijo con calma, su voz grave y precisa—. Necesito saber qué está pasando… y cómo se conocen exactamente.

En ese instante, la tensión no desapareció: se transformó. El aire pareció volverse más denso, más pesado, como si las sombras mismas se acercaran un poco más. Atrás quedó el millonario encantador, el rostro público de Gotham; ya no estaba Brucie Wayne.
Ahora era Batman quien hablaba.
Y todos en la sala lo supieron.

Percy tragó saliva y suspiró, levantando la mirada hacia Bruce.
—Ubicas los mitos griegos, ¿correcto? —su voz sonaba tranquila, demasiado firme para un chico de su edad—. Si lo haces, entonces recordarás que los dioses no son… precisamente fieles a sus parejas.

La frase cayó como una losa. No era sutil, y Percy lo supo en cuanto vio las muecas compartidas de Diana, Arthur y Annabeth: gestos tensos, incómodos, como si quisieran detenerlo antes de que siguiera. Pero ya era tarde. Había abierto la puerta, y la verdad no se iba a esconder más.

Chapter 26

Notes:

ok perdon por la demora la uni esta consumiendo mi alma lentamente y no es amable ya que me quita todo

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26 cuando el general habla

El silencio era tan denso que se podía escuchar el caer de un alfiler contra el suelo. La respiración de todos en la sala parecía contenerse. Bruce, imperturbable, arqueó una sola ceja, gesto suficiente para que la presión en la habitación aumentara como si los muros se cerraran. Percy sintió el sudor recorriéndole la espalda bajo la camisa, helado y pegajoso.

—…Eso no es cierto —dijo Bruce finalmente, su voz grave, cortante como un bisturí.

Percy abrió la boca, pero fue Diana quien lo adelantó, su postura erguida como una estatua de mármol.

—Bruce, amigo mío —su tono era gélido, firme, el de una reina que nunca tuvo que suplicar—, siempre fui muy franca sobre mis orígenes. —Sus ojos se endurecieron apenas un instante, y esa chispa de divinidad brilló en ellos como un recordatorio incómodo—. Y aunque hace tiempo me enfrenté a los dioses, la verdad es que… llegamos a un acuerdo. La mayoría de ellos son, después de todo, mis hermanos.

Arthur entrecerró los ojos, cruzando los brazos, como si confirmara la gravedad de lo que Diana acababa de poner sobre la mesa. La tensión subió aún más, como si la misma mansión estuviera escuchando.

 

Annabeth tragó saliva, sus ojos grises fijos en Bruce como si midiera cada movimiento, cada respiración de él.

—Sé muy bien que no nos crees —empezó, su voz firme aunque templada por la tensión—. Después de todo, eres uno de los protegidos de mi madre.

El silencio se quebró apenas con ese “mi madre”, pesado como un golpe. La mirada de Bruce se endureció, pero Annabeth no titubeó, inclinándose ligeramente hacia adelante.

—Pero dime, ¿realmente sería tan increíble? —su tono se volvió más agudo, casi un reto—. Después de todo lo que has enfrentado… de todo lo que has visto. Hombres que vuelan, dioses alienígenas, amazonas inmortales, magos que tu mente lógica apenas tolera… ¿y esto? —extendió una mano hacia Percy, casi protectora—. ¿Esto es lo que te cuesta aceptar?

El eco de sus palabras flotó en la sala, frío y afilado como un cuchillo recién desenvainado. Diana y Arthur guardaron silencio, observando la escena como jueces en un tribunal invisible, mientras Percy se mantenía quieto, los músculos tensos, dejando que Annabeth asumiera la carga del golpe.

—Bruce… créeme, no estaríamos aquí diciéndote esto si no fuera por algo grave. —Sus ojos se clavaron en los del murciélago con la misma intensidad con la que enfrentaba a los dioses en su trono—. El mundo mortal lo que menos necesita es mortales involucrándose en nuestros asuntos.

Hizo una pausa, el peso de las palabras cayendo como martillos en la sala.

—Mi madre y mi hermana lo saben —continuó, más bajo, pero con la misma firmeza—. Ambas pueden ver a través del velo. Y Estelle… —su voz se suavizó un instante, casi imperceptiblemente— ya está aprendiendo a defenderse.

El silencio posterior no fue de incredulidad, sino de un reconocimiento incómodo. Percy no estaba pidiendo permiso. Estaba informando, con la solemnidad de alguien que llevaba el mar en la sangre y la guerra en la espalda.

Percy habló con calma, sin alzar la voz, pero con esa firmeza que imponía más que cualquier grito. Sus palabras tenían el peso de la estrategia, del sacrificio, del mar mismo que cargaba en la sangre.

—Nos revelamos porque no hay otra salida —dijo, su mirada fija en Bruce, sin apartarse ni un segundo—. Las amenazas que enfrentamos no distinguen entre dioses y mortales. Y si permanecemos en silencio, no solo nosotros estaremos en riesgo… sino todos los que amamos.

Era el tono de un comandante, el mismo que había resonado en las guerras contra Cronos y contra Gea, el mismo que lograba que hasta los más jóvenes en el Campamento tomaran sus armas sin dudar.

Diana se enderezó de inmediato, como reconociendo instintivamente a un igual. Arthur cruzó los brazos sobre el pecho, serio, pero sus labios se curvaron en un gesto de respeto. Annabeth bajó la mirada, porque para ella, más que para nadie, era imposible ignorar quién estaba de pie ahí frente al murciélago

Ya no era Percy Jackson, el chico con un humor torpe y una sonrisa desarmante.
Era Perseo, héroe del Olimpo, general de las tropas divinas, guardián de los campamentos.
El título que incluso los inmortales pronunciaban con cautela.

Bruce no apartó los ojos de Percy. Su rostro permanecía impenetrable, la máscara invisible del murciélago incluso en su identidad civil. Pero detrás de esa quietud había algo: cálculo. Estaba analizando cada palabra, cada gesto, cada inflexión de voz, como si tuviera frente a él no a un adolescente, sino a un líder con siglos de experiencia.

El silencio se extendió, pesado, como si toda la mansión aguardara el veredicto del detective más peligroso del mundo. Finalmente, Bruce habló.

—Has dado órdenes antes —dijo, su voz baja, grave—. Órdenes que fueron obedecidas.
No era una pregunta. Era una conclusión.

Percy sostuvo su mirada sin pestañear, y Bruce asintió apenas, como si hubiera encontrado la respuesta a una pregunta que nadie más se había atrevido a formular.

—Lo que dijiste… suena imposible. Y sin embargo… —Bruce entrecerró los ojos, la tensión de su mandíbula lo delataba— no sería la primera vez que me enfrento a dioses.
Se inclinó ligeramente hacia adelante, su sombra proyectándose como la del murciélago sobre los jóvenes frente a él.

—Así que, dime, Perseo Jackson… —usó el nombre como si probara su peso, como si reconociera la dualidad entre el chico y el general—.
Si los dioses son reales, si estas amenazas son tan grandes como dices… ¿qué papel esperas que juegue yo?

La sala entera se heló. No era desconfianza lo que había en sus palabras, sino un reconocimiento implícito: el Murciélago estaba dispuesto a escuchar.

Chapter 27

Notes:

adivinen quien volvio??? la escuela me atrapo la uni no es sencilla y menos cuando tu carrera es derecho pero anyways capitulo largooo

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27 el pozo

Percy no respondió de inmediato.
Sus labios se curvaron en una sonrisa apenas perceptible, la clase de gesto que no ocultaba ni arrogancia ni burla, sino una certeza silenciosa.

Un trueno desgarró el cielo sobre la mansión, como si incluso la tormenta esperara escuchar lo que tenía que decir.

—Necesitamos tus habilidades como detective —su voz se suavizó mientras volvía a tomar asiento. Ya no era el tono cargado del general en batalla, sino el del príncipe que sabe cuándo pedir consejo a otro rey.

Por un instante, la imagen de Percy cambió en los ojos de Bruce. Ya no era solo un adolescente con demasiadas responsabilidades; lo que veía frente a sí era un príncipe griego, un heredero forjado entre dioses y monstruos, alguien cuya presencia era capaz de alterar el rumbo de cualquier guerra.

La mirada de Batman se endureció apenas, como si reconociera en Percy un reflejo de sí mismo: un guerrero condenado a cargar más peso del que cualquiera debería soportar.

Diana, Arthur y Annabeth permanecían en silencio, atentos, como si esperaran que Percy marcara cada dirección del diálogo. El murciélago lo notó. No era deferencia ciega: era el reconocimiento tácito de un líder, de alguien cuya voz era más que un voto, era la palabra final.

Annabeth, a su lado, no se encorvaba ni lo miraba como un seguidor cualquiera. No: estaba erguida, firme, con la mirada de un estratega que solo se sienta junto a un rey porque sabe que allí es donde pertenece.

Bruce lo captó al instante, esa dinámica, esa jerarquía no dicha que flotaba entre ellos. Percy era el centro. Y todos los demás giraban alrededor.

—Es posible que estemos lidiando con un semidiós renegado… —dijo Annabeth, su tono sereno, clínico, mientras ajustaba las piezas invisibles en su mente— o incluso con un dios, sembrando discordia.

La forma en que lo dijo no dejaba lugar a dudas: hablaba como un general exponiendo el panorama a su rey, no como una adolescente lanzando hipótesis.

El silencio se volvió más pesado, cargado con la sospecha de lo imposible. Y Bruce, observándolos con la frialdad de detective y la experiencia de un hombre acostumbrado a lo increíble, solo podía reconocer una cosa: esa sala no estaba gobernada por dioses ni por héroes… estaba gobernada por Percy.

—Bien, si ese es el caso… —respondió Bruce con calma, aunque en sus ojos se notaba el giro incesante de la maquinaria del murciélago—. ¿Qué busca? ¿Y por qué en Gotham?

Percy no titubeó. Su voz era firme, la de alguien que había pasado demasiadas veces por escenarios semejantes.
—Pueden ser varias cosas… —hizo una breve pausa, casi como si el solo contemplarlas le diera un mal presentimiento—. Armas, alguna misión específica o…

Se interrumpió. Su postura cambió, y con ella, la tensión en la sala. Percy alzó una mano instintivamente, como si quisiera cubrir a los presentes de una sombra invisible. Sus ojos se oscurecieron y su voz se volvió más grave.

—…una entrada al pozo. Para traer de regreso algo.

El silencio posterior fue tan denso que parecía tangible. Diana entrecerró los ojos, como si ya supiera qué significaba aquello. Arthur apretó los puños, los nudillos crujiendo como si intentara contener su furia. Y Annabeth… Annabeth bajó apenas la mirada, pero no por duda: lo hacía como quien ya conoce la respuesta y no desea pronunciarla en voz alta.

Bruce, en cambio, no parpadeó. Solo inclinó un poco el rostro, y con voz seca preguntó:

—¿Qué exactamente es el pozo? —la voz de Bruce fue un filo cortante, sin un atisbo de emoción.

Percy se relamió los labios, como si necesitara un segundo para recordar cómo poner en palabras lo indescriptible.
—El pozo… —dijo despacio, su voz cargada de un peso que no pertenecía a un chico de diecisiete años—. Es el mismísimo Tártaro.

El silencio cayó como plomo. Percy sostuvo la mirada de Bruce, aunque sus propios ojos parecían perderse en recuerdos que nadie más quería ver.
—Solo hay cuatro semidioses que hemos caminado por él… y vuelto. Ni siquiera los dioses se atreven a bajar a ese sitio. —Su voz bajó a un murmullo, áspero, casi roto—. Es donde los monstruos renacen, donde su esencia se regenera una y otra vez. El río Flagelonte corre por sus entrañas… y su fuego no perdona.

La mano de Annabeth buscó la suya bajo la mesa, sujetándola con fuerza, como si lo anclara al presente.
—No es un lugar bonito —dijo ella con la calma de alguien que lo había visto y sobrevivido, aunque en sus ojos relampagueaba el recuerdo de aquel infierno.

Diana se tensó en su asiento, sus labios se apretaron en una línea dura. Arthur bajó la mirada, reconociendo la magnitud de lo que habían traído a la mesa. Y Bruce… Bruce no apartó los ojos de Percy, su expresión impenetrable, pero el leve endurecimiento de su mandíbula revelaba que estaba procesando algo aún más oscuro.

—Mencionaron que solo cuatro semidioses han caminado y salido de él… —la voz de Bruce sonaba calmada, pero demasiado calma, como la superficie de un lago antes de la tormenta.

Percy tragó saliva, cerró los ojos un instante como si con eso pudiera apartar el peso de los recuerdos, y habló:
—Will Solace, hijo de Apolo. Nico di Angelo, hijo de Hades… —su mirada se deslizó hacia Annabeth, apenas un segundo, pero suficiente para que ella tensara la mandíbula—. Annabeth Chase, hija de Atenea… y Percy Jackson, hijo de Poseidón.

El nombre retumbó en la sala como un veredicto. Bruce no se movió, pero arqueó una ceja, la sombra de un análisis pasando por sus ojos como una cuchilla invisible.

Annabeth sostuvo la mirada de Bruce sin retroceder, aunque sus dedos aún permanecían entrelazados con los de Percy, apretando con más fuerza. Diana inclinó apenas la cabeza, un gesto de reconocimiento silencioso: aquello no era un título, era una cicatriz viviente.

Arthur exhaló despacio, murmurando:
—No estas hablando con simples adolescentes Bruce. Estas hablando de los que caminaron por el Infierno… y volvieron.

Bruce entrecerró los ojos, su voz un bajo grave que arrastraba la tensión hacia el centro de la sala:
—Y si ustedes sobrevivieron… significa que otros también podrían intentarlo.

La mirada de Percy se volvió tormentosa, un mar oscuro y embravecido que se reflejaba en sus ojos.
—No. Ningún semidiós puede intentarlo —dijo con firmeza, casi con rabia contenida.
Su voz, sin embargo, titubeó al continuar, quebrándose en una grieta de vulnerabilidad.
—Yo y Annabeth sobrevivimos gracias a… —inspiró profundo, como si el aire pesara— al titán Japeto… y al pequeño Bob. —El nombre salió como un recuerdo doloroso, un fantasma que aún lo perseguía.

Annabeth bajó la mirada, su mano aferrando más fuerte la de Percy, como si ella misma intentara retenerlo en el presente.

—Además —continuó él, la garganta seca— casi ahogué a la mismísima Miseria en… bueno, en la Misma Miseria. —Sus labios temblaron con un dejo de amargura, como si el solo recordarlo quemara.

La sala estaba en silencio, los monitores de la Baticueva parpadeaban con luz fría, pero nadie respiraba.

—Nico y Will sobrevivieron gracias a Japeto, a la intervención de Némesis, de Hipnos… y la balsa de Gorgyra. —Percy cerró los ojos por un momento, su voz cargada de hierro y cenizas—. Y aun así, quedamos con secuelas. Pesadillas… cosas tan horribles que ni tú, Bruce, con todos los monstruos que has enfrentado, podrías imaginar.

Arthur desvió la mirada hacia el suelo, Diana mantenía el rostro imperturbable, pero sus ojos ardían con la gravedad de quien sí podía imaginarlo.
Y Bruce… Bruce no dijo nada. No necesitaba hacerlo. Su silencio era un reconocimiento en sí mismo: aquello no era una exageración adolescente. Era una confesión de guerra.

Chapter 28

Notes:

capitulo wiiiii

 

escrito mientras escucho labour

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28 el velo

Percy simplemente suspiró, dejándose caer contra el respaldo del sofá, los ojos oscuros fijos en un punto invisible del suelo. Se relamió los labios, como si las palabras que debía pronunciar fueran veneno.

—Hipotéticamente… —la voz de Bruce se alzó, tan calma que parecía un bisturí diseccionando la verdad— si hubiese algo que quisieran sacar de ese sitio… ¿qué estarían sacando? ¿O a quién?

El silencio fue tan denso que incluso el zumbido de las computadoras se sintió distante.
Annabeth bajó la vista, apretando los labios. Arthur cruzó los brazos, su ceño más duro que el acero, mientras Diana ladeaba apenas la cabeza, observando a Percy.

—No sabemos qué pueda estar surgiendo de las profundidades —dijo al fin, su voz grave, cada palabra cargada de un peso antiguo—. Solo sabemos que es algo peligroso.

Su expresión se endureció, la sombra de un comandante eclipsando por completo al muchacho que alguna vez fue. La sala se volvió más fría, más pesada, como si la sola mención del Tártaro hubiera abierto una grieta invisible.

Annabeth lo miró de reojo, sin soltar su mano, y completó con voz firme:
—Y cuando Percy dice “peligroso”… significa algo que ni dioses ni héroes querrían enfrentar solos.

Arthur apretó los puños, Diana se mantuvo erguida como una estatua de mármol, y Bruce… Bruce simplemente entrecerró los ojos, absorbiendo cada palabra con la calma gélida del detective que ya empezaba a armar un mapa mental del desastre que se avecinaba.

—Gotham fue construida sobre sangre derramada —la voz de Annabeth era calmada, pero cada sílaba pesaba como una sentencia—. Es tan antigua que es posible que… algo se haya aferrado a esta ciudad.

Los ojos grises de la hija de Atenea brillaban con la agudeza de alguien que veía más allá de los ladrillos y las sombras.

—El caos aquí es inigualable —prosiguió, entrelazando las manos—. Así que es posible que haya más de lo que la vista alcanza. Y sé de buena fe que tener la bendición de mi madre te hace más… susceptible.

Su mirada se clavó en Bruce, firme, analítica, sin rastro de vacilación.

—Tal vez incluso perceptivo al ver a través del velo.

La sala se sumió en un silencio denso. Percy apenas giró la cabeza hacia Bruce, con un gesto leve, como si confirmara las palabras de Annabeth. Diana se mantenía seria, y Arthur dejó escapar un resoplido bajo, reconociendo la lógica en la deducción de la hija de Atenea.

Bruce, en cambio, permanecía inmóvil, sus ojos clavados en Annabeth. Fríos, calculadores. El Murciélago procesaba cada palabra como si fueran piezas de un rompecabezas que llevaba años esperando resolver.

—¿El velo? —preguntó Bruce, su voz grave, como si cada palabra estuviera midiendo el terreno.

Una sonrisa surgió en los labios de Percy, pero no era cálida ni amigable; era aguda, casi como el filo de una espada envainada.

—El velo es lo que protege al mundo mortal… lo que separa sus ojos de lo nuestro. —Tragó saliva, sus dedos tamborileando apenas sobre su rodilla—. Es, básicamente, lo que impide que veas a los dioses o a los monstruos como lo que realmente son.

Annabeth inclinó la cabeza hacia adelante, sus ojos grises brillando con intensidad casi peligrosa.

—El velo puede ser tan fuerte, Bruce, que en ciertas circunstancias podría convencerte de que nunca conociste a Sally. —Su tono era sereno, pero la crudeza de sus palabras atravesaba como una daga—. Podría hacerte creer que ninguno de nosotros existió… y que toda esta conversación jamás ocurrió.

El silencio que siguió fue tan pesado como plomo. Bruce no pestañeaba, su mandíbula marcada por la tensión. Diana y Arthur lo observaban en silencio: uno con respeto solemne, la otra con la calma de quien ya conocía el alcance de aquella magia.

Percy sostenía la mirada del Murciélago, firme, sin retroceder ni un ápice. El silencio era un campo de batalla invisible, y él no estaba dispuesto a ceder terreno.

Entonces, una sonrisa amplia cruzó su rostro, como un relámpago en medio de la tensión.

—Por eso Annabeth es mi segunda al mando —murmuró, ladeando la cabeza en dirección a Diana—. Es aterradora.

Annabeth arqueó una ceja, sin molestarse en negar la afirmación.

Bruce exhaló despacio, un suspiro cargado de cansancio y resignación. Se llevó una mano a la frente, frotándose el ceño como si intentara contener un dolor de cabeza que llevaba años acumulando.

—Los niños deberían saber esto —dijo al fin, su voz grave pero clara, dejando que la verdad cayera como una sentencia—. Mis hijos ayudarán… pero tienen que decírselo directamente.

El eco de esas palabras pesó en la habitación. Annabeth apretó los labios, Diana inclinó apenas la cabeza en aprobación y Percy sintió cómo la tormenta en su pecho se agitaba de nuevo.

El Murciélago no daba opciones. Daba órdenes disfrazadas de condiciones.

Percy giró la cabeza hacia Annabeth, sus ojos azules buscando confirmación en los grises de ella. Había algo casi imperceptible en esa mirada: duda, estrategia, y un dejo de miedo bien guardado.

—Debemos consultar con el Olimpo… —murmuró Percy, midiendo cada palabra, como si el eco mismo pudiera ser escuchado por los dioses. Después, apretó la mandíbula y añadió—. Pero…

Annabeth asintió sin necesidad de más explicación, comprendiendo la ruta que su compañero estaba trazando.

Percy entonces giró hacia Diana, sus hombros tensos, como si llevara siglos cargando ese título que aún le pesaba.
—Diana… ¿hay alguna manera de que puedas hablar con el tío Z? —preguntó, con voz seria.

El ambiente se tensó aún más. Arthur frunció el ceño, su expresión endurecida al escuchar esa familiaridad tan peligrosa al referirse al dios del trueno y señor del Olimpo. Diana, sin embargo, no se sorprendió: sólo entrecerró los ojos, midiendo el alcance de la petición.

—Puedo —respondió finalmente, con esa calma casi guerrera que la distinguía—. Pero hacerlo implica llamar su atención… y si Zeus posa sus ojos sobre Gotham, nada pasará desapercibido.

Un silencio denso cubrió la sala, como si cada sombra de la mansión escuchara y aguardara.

Un suspiro cansado se escapó de los labios de Percy, tan pesado que parecía arrastrar consigo siglos de guerras y responsabilidades.

—O puedo hablar con mi padre… —murmuró, con un dejo de derrota. Después negó con la cabeza, como si el mero pensamiento lo agobiara—. Por eso odio cuando hablamos con los dioses… ugh.

Se pasó una mano por el cabello, despeinándolo aún más, mientras su pierna temblaba inquieta contra el suelo.

—Necesitaremos a Jason. —Su voz se volvió más firme, más pragmática, como un general que acepta el tablero de batalla que le toca jugar. Giró hacia Annabeth, sus ojos azules pidiendo y ordenando al mismo tiempo—. Annie, amor… ve por el Superman rubio.

Un brillo de ironía cruzó su mirada, pero no había burla en sus palabras: solo una verdad amarga.

—Necesitamos al sumo pontífice si queremos hablar con el tío Z antes de que mi padre decida intervenir él mismo.

El nombre de Poseidón cayó sobre la sala como un trueno contenido, y Arthur apretó la mandíbula, consciente de lo que implicaría esa intervención. Diana, por su parte, inclinó la cabeza con gravedad: Percy tenía razón, si Poseidón entraba en escena, la tormenta que se avecinaba sería imposible de contener.

Chapter 29

Notes:

-inserte un chibi de uss- esta muerta y demasiado agotada con la uni pero aqui esta un capitulo nuevo.... q lo disfruten

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29 La charla

Bruce arqueó una ceja, esa mueca sutil que en él equivalía a una tormenta de preguntas.

—¿Tu padre? ¿El dios del mar? —su voz era baja, medida, pero en ella vibraba una cautela aguda—. ¿Por qué necesitarían que intervenga?

Percy lo sostuvo con la mirada. Sus ojos, azules como el mar en tempestad, no parpadearon.

—Porque mi padre es famoso en sus mitos por ser celoso y posesivo con sus hijos —respondió con calma, aunque en el fondo había un filo de rencor—. E incluso entonces… si él llegara a mencionar que estoy en peligro, mi madrastra, Amphitrite, y mis hermanos se molestarían. Y vendrían. Vendrían a llevarme a la Atlántida.

Un silencio pesado llenó el despacho, mientras el eco de esas palabras se hundía en la mente de los presentes.

Percy se inclinó apenas hacia adelante, la voz más baja, más dura:

—La única condición que se me dio para que yo y mi familia pudiéramos quedarnos en la superficie… fue que yo ya no tendría misiones. Que dejara de ser un soldado, un peón en guerras divinas. en caso de que no se cumpliera ninguna de las condiciones o se descubrieran a los semidioses, mi madre se convirtiria en consorte de Amphitrite y de mi padre… y que mi hermana se uniria a la Cacería de Artemisa. Ese fue el trato.

La mandíbula de Diana se tensó, Arthur entrecerró los ojos con incomodidad, y Annabeth… Annabeth apretó su mano con fuerza, como si quisiera anclarlo a la sala y no dejar que las olas lo arrastraran de nuevo.

Diana lo miró largo rato antes de dejar escapar un suspiro.

—No sabía que habían sido… tan duros en ese aspecto. O al menos, en el tratado que firmaron sobre tu participación después de lo de G… —su voz se suavizó, casi maternal al pronunciar el apodo—. Perce.

Se acomodó en el sillón, el brillo de sus ojos templado por algo entre compasión y cansancio.

—Aunque supongo que, después de lo de Paul… —dudó apenas, como si probara el peso del nombre en la boca—, es lógico que el tío P estaría nervioso. Y Lady A… —negó con la cabeza suavemente— también lo estaría.

El ambiente se volvió denso, pero no hostil: como si cada palabra hubiera revelado que, detrás de la política olímpica y de la sangre mortal derramada, lo que había era familia… una familia disfuncional, colosal y peligrosa, pero familia al fin.

Bruce, en cambio, se quedó inmóvil, procesando. Las piezas del rompecabezas que nunca había creído posible estaban encajando frente a él, y la imagen era mucho más peligrosa de lo que esperaba.

Un suspiro de Arthur lo sacó de su tren de pensamientos.

—Así que por eso la cantidad de preguntas recientes sobre la política del mar, muchacho.

Percy también suspiró, pesado, como si cargara años encima.

—Padre y Amphy insisten en que es necesario… un por si acaso. —Se dejó caer en el sillón con un aire agotado—. Será mejor que llames a Cassie aquí, Di.

Cerró los ojos. Y si Bruce prestaba la suficiente atención, Percy parecía desdibujarse por un instante: ya no era el chico cansado de hombros caídos, sino un príncipe del mar. Una corona de perlas y coral reposaba en su cabeza, un quitón lo vestía con solemnidad antigua, y de su cuello pendían collares nacidos de las profundidades. La imagen era clara: el heredero que su padre y toda su familia paterna exigían que fuera.

Bruce entrecerró los ojos, observando el destello de realeza que rodeaba a Percy como si estuviera viendo a dos personas a la vez: el muchacho cansado en su sillón… y el príncipe de los mares, heredero de un linaje que podía sacudir continentes.

—Al final —dijo con calma quirúrgica—, sigues siendo un arma política. No importa lo que quieras, Percy. Para tu padre, para tu madrastra, incluso para tus hermanos… tu sola existencia ya es un movimiento en el tablero.

El silencio se alargó un instante antes de que Bruce exhalara despacio, apoyando los codos en las rodillas. Su voz se suavizó, sin perder firmeza.

Percy suspiró y se dejó caer en el sillón, desparramándose como si todo su peso hubiera decidido aplastarlo de golpe.
—Lo sé —admitió con voz baja, casi resignada—. Pero no importa lo que haga… los destinos siempre tienen mi hilo entre sus manos, como el de todos nosotros.

Alzó la mirada hacia Bruce y se inclinó un poco hacia él, sus ojos brillando con un cansancio más viejo que su edad.
—Aunque quisiera, sigo siendo parte de este… —volteó hacia Diana con una sonrisa ladeada, casi burlona— desastre. Y desde que rechacé ser un dios a los quince… bueno, digamos que se han puesto insistentes en que ascienda.

Chapter 30

Notes:

aparece alfred por que se merece aprecio, ahora aprovechando que estamos en octubre, deberia de meter un poco de smut ( en otro sitio claro) de sally y bruce o de los wayne y alfred porque los penywaynes se llevan mi mente
los leooo

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30 ALFRED

bruce a punto de abrir la boca fure interrumpido por un mensaje iris de el mismisimo quiron-

-percy anabeth el campamento esta bajo ataque, llamamos a los romanos pero me temo que no sonn suficietes, y los dioses han solicitado evacuacion inmediata, el olimpo es la apuesta mas segura pero -quiron suspiro- lo siento muchacho tiene que volver

con eso el mensaje termino

-vlakas- murmuro percy —Arthur, encárgate de la Atlántida. Diana, las cazadoras. Annie… —no tuvo que decir más; Annabeth ya corría hacia la salida.

Percy se quedó quieto unos segundos, respirando hondo mientras los demás se movían. Bruce, observándolo, vio no a un chico, sino a un general con el peso del mar en los hombros.

—Eres un líder —dijo Batman, con la voz baja, casi respetuosa—. Un comandante.

Percy asintió sin mirarlo.
—Desventajas de ser hijo de uno de los Tres Grandes —murmuró con amargura—. Desde que cumplí doce años han medido cada paso que doy, decidiendo si soy una amenaza o una herramienta.

Enderezó los hombros, los ojos centelleando con determinación.
—Pero no tengo tiempo de autocompadecerme —añadió, ya caminando hacia la puerta—. Tengo semidioses que proteger… y un campamento que evacuar.

Cuando Percy cruzó el umbral del despacho, el aire pareció espesarse. En el pasillo lo esperaban los semidioses… y los hijos del Murciélago.
Los primeros lucían tensos, los segundos confundidos, pero todos podían sentirlo: el cambio. El chico que había entrado ya no era solo Percy Jackson.

—Bruce ya lo sabe —anunció, su voz firme, casi solemne—. Y es mejor movernos pronto.

Sus ojos se posaron en Nico, y su tono cambió, volviéndose puro comando.
—Nico, ve al campamento con Will y lleva contigo a la señora O’Leary. Evacúen a los más pequeños.

Hizo una pausa, su mandíbula apretada, el mar rugiendo en su pecho.
—Los veteranos… —tragó saliva— los que sobrevivieron a la primera guerra… que estén listos.

Un silencio reverente lo siguió. Hasta los hijos de Bruce contuvieron el aire.

—Dile a Clarisse que es hora. —La voz de Percy se volvió más profunda, un eco antiguo, húmedo, casi divino. Las luces parpadearon con un trueno lejano. Ya no era solo un semidiós el que hablaba. Era el mar mismo reclamando obediencia.

Sus palabras finales resonaron como un juramento:
—Han atacado mi hogar, pero no atacaré… hasta que mis hijos estén a salvo.

Los semidioses lo entendieron de inmediato. Percy no hablaba de lazos de sangre.
Para él, cada uno de ellos era suyo, una extensión de su juramento, de su causa, de su dolor.
Y mientras su poder se agitaba bajo su piel como una tormenta contenida, todos supieron que el Héroe del Olimpo estaba a punto de volver a la guerra.

Percy miró a Nico a los ojos, voz fría como la cresta de una ola antes de romper.

—Los niños más pequeños al Olimpo. Al templo de la tía H. —sus palabras eran órdenes, no sugerencias—. No me arriesgaré a que los dioses los pisen en un campo de batalla.

Nico asintió sin dudar.

—Leo —llamó luego, clavando la mirada en el inventor—, trae a Festus y lleva a Jason, Frank, Hazel y Piper a Nueva Roma. Desde ahí, que suban al Olimpo: mismo sitio, templo de la tía H. Evacuen ahora.

—Nosotros les haremos frente en el campo de batalla. —La frase fue un juramento—. Los veteranos, los que puedan pelear: preparad armas, curas y corazas. No dejaremos que lleguen al corazón del campamento.

Damian se adelantó en un susurro duro:

—Me quedo. Estelle no sale de aquí si puedo evitarlo.

 

Percy suspiró, cansado pero con una sonrisa que escondía mil guerras en los ojos.

—Te confío a mi hermana, entonces. —Las palabras iban dirigidas a Bruce, pero su mirada se desplazó hacia el hombre que aguardaba en silencio, siempre impecable, siempre presente—. Alfred…

Un destello travieso cruzó sus ojos verdes.
—¿Qué tal están tus habilidades para matar monstruos?

El comentario cayó como una daga en medio de la sala. Los hijos de Bruce se quedaron petrificados. Tim casi se atragantó con su propio aire, Dick abrió la boca como si fuera a protestar, y Jason soltó una carcajada incrédula. Damian, sin embargo, observó en silencio, ojos de halcón, esperando entender.

Pero Alfred no rió. No negó.
En lugar de eso, el viejo mayordomo soltó un leve suspiro nostálgico, dejó el té sobre la mesa con la calma de un hombre que había enterrado demasiados secretos… y se arremangó la manga izquierda.

Percy hizo lo mismo.

Y entonces, los Wayne lo vieron.
El mismo tatuaje.

El símbolo de la Legión brillando con tinta oscura sobre la piel de ambos.

Percy sonrió, aquella sonrisa peligrosa, encantadora, casi divina.
—Entonces sé que puedo confiar en ti. No hay mejor guardián que un hombre que ha visto el Tártaro desde los muros de Nueva Roma.

Por un instante, el silencio llenó la mansión Wayne.
Y en medio de él, Bruce comprendió algo que ni los informes, ni las cámaras, ni los archivos de la Liga habían podido mostrarle:
ese chico no era un simple héroe. Era un comandante, y acababa de saludar a otro.

Dick fue el primero en reaccionar. —… ¿Qué demonios significa eso? —preguntó, la voz apenas un susurro, los ojos clavados entre Percy y Alfred como si su cerebro se negara a aceptar lo obvio.

Tim abrió la boca, pero no salió ningún sonido. Estaba demasiado ocupado procesando el idioma de las runas, las líneas, la simetría… su mente gritaba romano, antiguo, imposible.

Jason soltó una carcajada incrédula, un intento de aliviar la tensión que solo la empeoró. —¿Alfred? ¿¡Nuestro Alfred!? ¿¡El que nos sirve té y nos cura las heridas!? ¿Era parte de una legión mágica?!

Damian, sin embargo, no dijo nada.
Su mirada oscilaba entre el tatuaje de Percy y el de Alfred, sus pupilas dilatadas, el ceño fruncido.
Finalmente, dio un paso adelante.
—Ese símbolo… —murmuró— lo he visto en los archivos antiguos de la liga, en secciones bloqueadas. Pensé que eran marcas de una secta romana extinguida.

Alfred respiró hondo. —No una secta, maestro Damian. Un juramento. Uno que juré hace muchos años, cuando aún servía a la corona… y a los dioses que existían detrás de ella.

—Los dioses… —repitió Bruce en voz baja.
Su voz era un filo contenido, cortante, analizando, atando cabos imposibles. Su mirada pasó de Alfred a Percy, y en su mente se encendían todos los patrones, los informes, las coincidencias, los imposibles.

Finalmente habló, su tono grave y preciso:
—Ese tatuaje es antiguo. Y si es lo que creo… significa que ambos juraron ante el Imperio de Roma. Que han servido a algo que ni siquiera la historia moderna reconoce.

Percy asintió lentamente.
—No al Imperio. A Nueva Roma. A la ciudad que los mortales olvidaron, pero que aún vive. Alfred sirvió allí mucho antes de que tú nacieras, Bruce.

Bruce no dijo nada durante unos segundos.
Solo observó a Percy.

El chico sostenía su mirada sin temor.
Con el tatuaje aún visible en su brazo, con la serenidad de alguien que ha caminado entre monstruos y ha vuelto para contar la historia.

Y en ese instante, Bruce Wayne —el detective, el estratega, el hombre que había enfrentado dioses, demonios y locos— comprendió que lo que tenía delante no era un mito.
Era un soldado.
Y su mayordomo, su padre, su confidente mas cercano… había sido uno también.

Notes:

adivinen de quien es hijo nuestro amado alfred

Chapter 31

Notes:

jejeje lamento la espera me entretuve con la uni y el trabajo pero aqui esta el capitulo

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31 LEGADOS

El aire se tensó.
Las palabras de Percy resonaron como acero al golpear mármol.

Alfred, con su impecable porte, permanecía erguido, la camisa arremangada, el símbolo de Marte ardiendo sobre su piel envejecida pero firme. Las diez líneas marcadas en su brazo brillaban con un tono cobrizo, cicatrices antiguas de fuego divino, testigos de un pasado que ni el tiempo ni la muerte pudieron borrar.

—Ah, expretor Jackson —repitió Alfred con una reverencia ligera, tan exacta como la de un soldado saludando a su superior—. He procurado mantenerme en forma, después de todo… ser un legionario no se olvida tan rápido.

La sonrisa de Percy se ensanchó, y algo cambió en su rostro.
Ya no era el joven relajado que tomaba café con los Wayne ni el chico amable que cuidaba de su hermana.
Era Perseo Jackson, comandante de los campamentos, el que había combatido titanes y caminado entre sombras.

—Un hijo de Marte que escogió la domesticidad en vez de la guerra… —dijo con voz baja, casi un ronroneo gélido, cargado de respeto—. Me agradas.

Jason, que había abierto la boca para hacer un comentario sarcástico, se quedó en silencio.
Bruce solo observaba, cruzado de brazos, midiendo cada palabra, cada respiración, cada gesto.

Alfred sonrió con serenidad, la de un hombre que ha enterrado ejércitos y servido reyes.
—Alguien debe cuidar de los guerreros cuando regresan a casa, señor Jackson. No todos los combates se ganan con espadas.

Percy bajó la mirada, y por un instante, el príncipe del mar pareció un muchacho otra vez.
—No —susurró—, algunos se ganan con lealtad.

El silencio volvió, pesado, reverente.
Y Bruce, por primera vez en mucho tiempo, comprendió algo que ni sus años de análisis le habían enseñado:
su mayordomo no solo era un veterano, era un legado.
Un soldado que había jurado ante los dioses… y seguía cumpliendo su juramento.

El aire se volvió denso, como si el peso de los años, las guerras y los juramentos olvidados se posara sobre los hombros de todos en la habitación.
Percy comenzó a caminar en círculos lentos alrededor de Alfred, cada paso sonando con la certeza de alguien acostumbrado a mandar ejércitos y a oler la sangre antes de verla.

—Debió haber algo que te atrajo a los Wayne —murmuró, la voz entre curiosa y burlona—. Después de todo, los hijos de Marte son conocidos por ser… apasionados con sus intereses. —Una sonrisa ladeada se curvó en sus labios—. Quizás fue una cara bonita…

Jason soltó un bufido divertido, que se apagó de inmediato cuando Bruce lo fulminó con la mirada.

Percy se detuvo detrás de Alfred. Su sombra cayó sobre él como una marea silenciosa.
—O quizás… —los ojos del hijo del mar se entrecerraron, brillando con un destello verdiazul que parecía atravesar piel y hueso— …quizás fue algo más profundo. Algo que Marte mismo no pudo arrancarte.

Alfred, imperturbable, giró apenas el rostro, el reflejo del fuego antiguo de su tatuaje iluminando sus facciones.
—Los Wayne… —respondió con voz tranquila, casi solemne— me recordaron que hay guerras que valen más que la gloria. Y que un campo de batalla puede ser también un hogar.

Percy lo observó con una mezcla de respeto y melancolía.
Su tono bajó una décima, tornándose secreto, confidencial, casi un conjuro.

—Dime, Alfred… —susurró—, ¿tienes armas? No las del hombre… sino las del legionario. Las del legado.

El viejo mayordomo sonrió apenas.
Una sonrisa tan discreta y peligrosa como el tintineo de una espada desenvainándose en la penumbra.
—Las guerras no se olvidan, señor Jackson. Solo se guardan… —sus ojos se alzaron hacia Bruce— …en los lugares más seguros.

Hubo un silencio.
Un silencio que olía a hierro y a promesas rotas.

Percy, sin apartar la mirada, asintió lentamente.
—Entonces… —murmuró con una sonrisa que tenía algo de orgullo y algo de amenaza— …quizás los Wayne no estén tan indefensos como creí.

 

Percy avanzó un paso, su sombra danzando sobre los muros cargados de historia. Sus palabras eran suaves, casi un canto, pero cada sílaba tenía filo.

—Los entrenaste en las antiguas formas, ¿cierto, Alfred? —preguntó con una sonrisa que no llegaba a los ojos—. Tus protegidos saben blandir espadas. Saben cuándo golpear… y cuándo desaparecer.

El mayordomo no respondió.
Solo se irguió un poco más, con esa dignidad de soldado que nunca se pierde.

—¿Saben también —continuó Percy, su voz goteando veneno y curiosidad a partes iguales— sobre los monstruos que acechan en las sombras?
¿Sobre los que no temen a las balas, ni se detienen con fuego?

Su mirada se deslizó por la familia Wayne como una marea oscura.

—Quizás la mismísima Martha —añadió con sorna, la lengua afilada como una hoja— le enseñó a su adorado querubín los mitos y leyendas que los legionarios cuentan a los niños antes de dormir.
Quizás Thomas… —su tono bajó, casi reverente, casi cruel— habló con su hijo sobre ambrosía y néctar.

El nombre de los padres se quebró en el aire como vidrio fino.

Los ojos de Bruce se abrieron apenas, el gesto contenido, pero los de sus hijos traicionaron el impacto:
Dick tensó los puños, Jason se irguió como si esperara una amenaza, Tim parpadeó con incredulidad, y Damian… Damian lo miró como si de repente estuviera viendo a un dios que había decidido hablar en voz humana.

Percy los observó a todos, una sonrisa lenta curvándosele en los labios.

—Ah… —murmuró con deleite oscuro—. Entonces no lo sabían.

Alfred cerró los ojos un instante, exhalando como quien acepta que el pasado acaba de tocar la puerta.

—Algunas verdades —dijo con calma— no se enseñan, señor Jackson. Se heredan.

Y en los ojos de Percy brilló algo antiguo y terrible.
Una chispa marina y divina, que olía a sal, destino… y guerra.

Ya no era solo Percy Jackson.
Era el hijo del mismísimo Poteidan,

la forma arcaica y temible del dios antes de los templos, antes del Olimpo, antes de que los hombres aprendieran a ponerle nombre al miedo.

Bruce se quedó inmóvil, las sombras de la sala parecían inclinarse hacia él, como si lo reconocieran.
Sus hijos lo miraban con una mezcla de asombro y temor—el peso de una verdad que ningún entrenamiento, ni de la Liga ni del mismo infierno de Gotham, podía prepararles para oír.

Percy dio un paso al frente, su voz grave, antigua, cargada de sal y profecía.
—Thomas Wayne, hijo de Apolo, heredó la luz del conocimiento, la curación y el fuego dorado que guía.
Su amor por Martha no fue simple azar—Plutón bendijo esa unión con un equilibrio imposible: vida y muerte entrelazadas.

Sus ojos se encendieron, el verde tornándose casi abisal.
—Tú, Bruce Wayne… eres nieto del Sol, bisnieto de la Muerte. Un heredero de la dualidad misma: la luz que arde y la sombra que protege.

El aire chisporroteó.
El murciélago de las sombras… descendiente de un dios que nunca duerme.

Percy bajó la voz, con un dejo de respeto y algo de lástima.
—Y ahora entiendes por qué Gotham te obedece. No es solo miedo, Bruce. Es linaje. El fuego y la oscuridad se mezclaron en tu sangre mucho antes de que nacieras.

Las luces de la cueva titilaron, y el aire se volvió gélido.
No era frío común, sino el de las criptas antiguas, el de los juramentos que nunca mueren.

El hombre avanzó con la elegancia de un rey y el peso de un juicio final.
Su presencia se sentía, más que verse: el eco de los siglos resonaba en cada paso.
El silencio de los muertos lo seguía como una capa invisible.

—Perseo. —la voz de Plutón sonó como roca resquebrajándose bajo la presión de la tierra—. Siempre tan... audaz. Metiéndote donde los cielos y el mar deberían callar.

Percy inclinó apenas la cabeza, con respeto, pero sin miedo.
—Solo donde el deber me llama, tío.

Plutón desvió su mirada hacia Bruce, y el tiempo pareció detenerse.
El dios sonrió, una mueca sombría, llena de reconocimiento.
—Así que el nieto del Sol y el bisnieto de la Muerte finalmente me ve con sus propios ojos.
Su tono era mitad burla, mitad orgullo.
—Tu madre fue una hija digna. Y tu padre… —una pausa—, demasiado brillante para este mundo.

Los ojos de Damian, Tim y Dick pasaban de Bruce a aquel dios de piel marmórea, sin saber si arrodillarse o correr.

Hazel bajó la cabeza, sus labios apenas formaron un “Padre”.
Él asintió, suave, y una flor negra brotó a sus pies.

Entonces, la voz de Plutón volvió a llenar la baticueva, profunda y definitiva:
—El velo se rasga. Los muertos susurran en mis dominios y los titanes se agitan.
Su mirada se volvió cortante, fija en Percy.
—Si el Tártaro toca la superficie… ni siquiera yo podré contenerlo.

Un trueno retumbó afuera, respondiendo al eco del inframundo.
El mar, el cielo y la muerte… se estaban preparando para la guerra.

Percy asintió en silencio, la mirada nublada mientras se inclinaba para recoger la flor.
Sus dedos la tocaron con una delicadeza reverente, como si temiera que se deshiciera entre sus manos.

—¿Mi madre? —preguntó, apenas un susurro.

El dios lo observó en silencio. En los ojos de Plutón se dibujó un destello de pesar, un reflejo de siglos de pérdidas y despedidas inevitables.

—Lo siento, Perseo —respondió con voz grave, antigua, cargada de un luto que no necesitaba palabras—.
Tu padre está… desgarrado. Y creo que ya sabes lo que viene, ¿verdad?

Percy soltó un suspiro que pareció pesar más que la gravedad misma, alzando la vista hacia el techo, como buscando consuelo en un cielo que ya no lo escuchaba.

—¿Cuánto tiempo le queda? —preguntó con la serenidad rota de quien ya conoce la respuesta, pero necesita oírla de labios del destino mismo.

—Tres lunas, —respondió finalmente, su voz más grave que nunca—.
Tres lunas antes de que el hilo de Sally Jackson se disuelva por completo.
El destino ya ha extendido su mano, y ni siquiera las Moiras discuten con su decisión.

Percy cerró los ojos.
Sus dedos se apretaron en torno a la flor negra, el pétalo quebradizo sangrando oscuridad entre sus manos.

Diana bajó la mirada, la mandíbula tensa.
Arthur apretó los puños, sabiendo lo que implicaba un océano en duelo.

Bruce, en cambio, se limitó a observar a Percy.
Y por un momento no vio al semidiós, ni al comandante, ni al heredero del mar.
Vio a un hijo preparándose para perder a su madre.

Percy alzó la flor hacia la luz artificial de la Baticueva, los pétalos temblando entre sus dedos.
—Entonces no dejaré que su muerte sea en vano.
Si los titanes se levantan, si el Tártaro se abre…
—su voz se quebró, pero siguió firme—
entonces haré que los dioses mismos recuerden lo que es temer.

Notes:

......bye

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