Chapter 1: 14:17
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Capítulo 1: 14:17
Imola, Italia. 23 de mayo de 2025.
El sol caía a plomo sobre el asfalto, era un día extraño: sin nubes, sin viento, sin ruido, como si el tiempo contuviera la respiración, o talvez solo así lo sentía el joven piloto, pues el ambiente no denotaba más que puro festejo alrededor del circuito. Carteles gigantes de sponsors, fanzones por doquier, stands de diferentes escuderías, y el espacio lleno de fans que tenían acceso al día de prácticas, estas que tenían ya unos 40 minutos de haber comenzado.
Franco Colapinto respiraba hondo dentro del cockpit, sentía un nudo en el estómago, pero no por nervios. Era otra cosa, algo que no sabía explicar, desde que despertó esa mañana, aunque tampoco había tenido tiempo de ocuparse de eso. Frente a él, el circuito de Imola se extendía como una serpiente dormida, esperando pacientemente por algo, algo que no sabía lo que era.
—“Box this lap, Franco. Copy?” —dijo su ingeniero por radio.
—Copy. —respondió con voz apagada.
No quería entrar, algo lo obligaba a quedarse en pista. Solo quedaban tres vueltas para el final de los entrenamientos libres. Su auto iba perfecto, los tiempos eran consistentes, pero había una vibración extraña en la dirección. Y algo más… una presencia, que el sentía, como si alguien más estuviera en el auto con él, y por obvias razones se limito a comentar, la relación con su ingeniero no venia siendo la mejor.
Entró en la curva Villeneuve con precisión quirúrgica. Aceleró como ya lo venía haciendo, sus gomas venían bien. Y entonces, vio algo.
Un destello.
Una silueta.
Un segundo.
No había nadie en pista, ni un auto delante, ni uno detrás. Pero al fondo de Tamburello, justo en el lugar donde en 1994 se había estrellado Ayrton Senna, —aquella mítica leyenda del automovilismo a la cual el argentino admiraba— Franco vio una figura parada en el medio del césped. Inmóvil, con un casco azul, amarillo y verde, sus brazos caídos, que parecía, no, aseguraba estar mirándolo. Se le había erizado la piel, en sus cortos 21 años de vida jamás había experimentado algo como esto. Algo sucedió.
14:17.
Sintió un golpe seco en el pecho, algo invisible y el auto perdió adherencia, las ruedas traseras se clavaron al suelo, solo atinó a cerrar sus ojos y el mundo giró en silencio. No hubo sonido, solo un pitido agudo y un instante en blanco.
Cuando abrió los ojos, estaba de costado contra la barrera de neumáticos, la radio crepitaba en su oído lo que para él eran estridentes palabras.
—Franco, ¿Are you okey? ¿Franco, copy?—ansiedad que se sentía hasta el otro lado.
No respondió.
Miró el volante.
La pantalla parpadeaba con una hora congelada: 14:17:00.
—No puede ser… —murmuró.
Fue en ese mismo minuto exacto que Ayrton Senna había muerto, 31 años atrás, en ese mismo lugar. Sintió un ardor en la nuca, giró la cabeza por puro instinto. Y lo vio.
Al otro lado de la pista, junto a un árbol, la figura del casco amarillo lo observaba. No se movía. No respiraba. Pero estaba ahí.
Franco parpadeó y ya no estaba. No sabía si era a causa del shock, o si de verdad había enloquecido luego del golpe, pero al instante sus compañeros empezaron a pasar a velocidad mínima, especialmente el auto de Mercedes que parecía cargar con la duda de detenerse o no. Viéndose imposibilitado por los marshals que salieron de inmediato a socorrer al piloto argentino que estaba siendo enfocado por una camara dron, mostrando que estaba consciente.
Sala médica del paddock. 15:05.
—¿Dolor de cabeza? —preguntó la doctora mientras le alumbraba los ojos.
—No… es más como… una presión. Como si alguien me hablara por dentro.
La doctora estaba por hablar, pero George Russell entró sin golpear la puerta, visiblemente tenso y angustiado.
—¡Franco! How are you? god… I almost had a crisis.
Franco intentó sonreír. No pudo, su mente divagaba mil cosas por segundo, la principal era esa figura que había visto, y la duda sobre contárselo a su confidente. Lo haría, de todas formas la doctora se había retirado, solo eran ellos dos, como siempre. Y comenzó.
—Lo vi, George —dijo con voz baja, sus ojos merodeaban todo el lugar hasta encontrarse con los azules brillantes de George.
—¿A quien? —preguntó el británico con su acento ingles, pero en español, entendía al menor, y también se podía dedicar a hablar en su idioma si es que el otro lo necesitaba.
—A él. A Senna.
Hubo un silencio pesado. Solo el sonido de las máquinas que monitoreaban al accidentado. George entrecerró los ojos, ladeo la cabeza en busca de algún indicio que indicara que el contrario estaba bromeando, pero no parecía ser el caso. Por las dudas, lo reprochó.
—No jodas con eso, it´s serious.
—I'm not joking. Estaba ahí, en la pista. En el césped... y me miraba.—sus ojos parecían hablarle con desespero, como si su cordura dependiera solo de que el mayor creyese sus palabras.
—Estás en shock, eso es todo. Fue un accidente raro, pero estás bien. You're gonna be fine, trust me...dear.
Franco negó repetidas veces con la cabeza. Sus manos temblaban, el mayor las tomo en sus manos, mas grandes que las otras pálidas y frías al tacto, otorgándole calor, y tratando de transmitirle la calma que tanto deseaba ver en él. Aunque suene raro, puesto que el argentino tenía pocos momentos "en calma".
—No fue raro, George. Fue exacto, demasiadas coincidencias, same place, same hour. No fue un accidente, it was a sign.
George lo miró con preocupación, sonaba ilógico, como parte de su imaginación. Detrás de ellos, en la televisión de la sala médica, fría a pesar de ser pleno día, pasaban una repetición del accidente, una y otra vez. La cámara on-board de Franco mostraba claramente el momento en que perdía el control. Justo antes del impacto, un fotograma congelado mostraba algo en el césped.
Una silueta borrosa. De pie. Con un casco tricolor. Pero nadie se notaba haciendo comentario alguno sobre aquello, como si solo ellos fuesen capaces de verlo.
George se quedó helado, sintió su respiración detenerse por un momento.
No dijo nada. Apagó la televisión con apuro, cuando devolvió su mirada a Franco este se encontraba con la cabeza gacha, sus ojos hazel apagados, mirada perdida, con sus labios pálidos, secos y temblorosos susurro:
—Él no se fue.
El mayor no sabía que responder, tragó saliva, y se vio obligado a dejar la conversación ahí. Ahora un doctor llegaba junto a una enfermera, debía ser este parte de la FIA, y por detrás la manager del oji-verde, quién a paso rápido solo atinó a saludarlo de pasada. Así se ahorraba el tener que explicarles a todos que hacía el allí, aunque siempre tenía la excusa de ser el presidente del comité de pilotos, su haz bajo la manga, por mucho que le duela admitirlo. Ya que esto era secreto. Lo suyo era un secreto. Al igual que lo que vio Franco. Y así, abandonó el hospital. Pero con la mente puesta en sus últimas palabras.
Capítulo 2: Sombras en el Espejo
Noche del 19 de mayo. Hotel Villa San Donato, Imola.
La ventana de la habitación temblaba con el viento cálido del norte. Imola no dormía, las hojas de los álamos bailaban como si algo invisible caminara entre ellas. En una fría habitación a oscuras, solo iluminada por la luz que se escapaba del baño, siquiera había luna esa noche. Franco se miraba en el espejo de este lugar lleno de lujos. Llevaba puesta una remera blanca, húmeda por la ducha. Tenía los ojos hundidos, las ojeras le marcaban el rostro como si hubiera envejecido diez años en pocas horas.
Le temblaba la mano derecha.
No fue una visión.
Estaba ahí. Lo vi. No estoy loco.
Tocó su propio rostro. Su nariz recta. La curva de su mandíbula. El pelo castaño y sus rizos. Entonces lo recordó.
Años atrás, cuando era apenas un niño, su padre le mostró un documental sobre Senna.
—Mirá eso, hijo, sos igual a él, hasta la forma de mirar. Fíjate en los ojos.
—¿Quién es?
—El mejor. El más humano. Y el más maldito también.
Volvió al presente con un sobresalto. Alguien tocaba la puerta, tres golpes seguidos y luego uno solo, se apresuró a la puerta y abrió sin preguntar.
George estaba ahí, con una campera negra de Mercedes, sin lentes, el pelo revuelto por el viento.
—Hey. You alright?
Franco hizo un gesto para que entrara. Cerró la puerta tras él.
—I can’t sleep.
—Sure...
George se sentó en el borde de la cama sin decir nada durante varios segundos. Solo lo vio fijamente a la persona más importante de su vida pasando un mal momento.
—You scared the hell out of me today. I thought… I don’t know, that I was gonna lose you.—la voz de George expresaba toda la preocupación totalmente genuina que contenía su corazón, en un solo movimiento se acercó hasta el menor, mirándolo con ojos comprensivos.
Franco se apoyó contra la pared. Bajó la mirada, viendo a sus pies, su mente estaba allí, pero al mismo tiempo el sentía que no.
—Yo también pensé que iba a morir. But it was not fear… era resignación, como si ya supiera que ese momento me esperaba.—hizo una pausa, no sabía si estaba del todo bien lo que iba a decir, pero era George.—C-Como si lo hubiera vivido antes.
George lo miró de reojo, su semblante cambió. Luego habló, en voz baja:
—Franco… what did you see?
Franco dudó. Se alejó de el caminando hasta la ventana y la abrió un poco. El aire era espeso, con olor a tierra mojada, parecía haber caído un leve rocío que decoraba la palma de los arboles. No tenía estrellas para ver esa noche, solo el brillo que reflejaban las hojas perladas. Tomó una bocanada de aire.
—I saw him. I saw Senna.—soltó con total seguridad, no quería titubear, lo haría parecer alguien mucho mas débil, o inseguro de sus palabras, cosa totalmente errada porque el estaba en sus cinco sentidos.
George se quedó inmóvil. Aquí venia de nuevo, el chico parecía totalmente convencido de lo que decía, él lo conocía, jamás mentía. Tampoco tenía una razón para decir tales falacias y aparte, él también fue testigo de lo que vio en el on-board. Debía comenzar a tomar esto en serio, por cualquiera que fuese el bien.
—You saw him? Like... in front of you? For real?
—Yeah. I know it sounds insane, but he was there. Helmet, suit... just standing by the curve. And for a second, Dios I… I swear he looked at me like he knew me.—se abrazó a si mismo, temiendo que pudiera sonar como un loco incluso frente a la persona en la que más confiaba.
George se levantó. Lo rodeó lentamente, como si lo estuviera evaluando, o temiera que se rompiera con el tacto, y se acercó con cautela, para acunar su rostro y observar sus cansados ojos color hazel. Se aseguró de tener su atención y solo así comenzó a hablar.
—Franco... when I saw you in the wall… I felt something snap in my chest, and I realized, I'm not ready to lose you. Not in a crash. Not in a lie. Not in anything.
Franco lo miró. Sus ojos brillando por todo el conjunto de emociones, parpadeo varias veces antes de decir.
—You never said it out loud before.
George se encogió de hombros. No lo había pensado, el realmente creía haberle expresado todo mediante acciones, parecía ser que el joven en sus manos era muy despistado. Y vaya que lo era.
—Neither did you.
Se quedaron en silencio. Los dos sabían que esto no era parte del plan. Que entre el ruido de los motores, los contratos, la prensa y las cámaras, su vínculo era algo escondido, explicito solo para ellos, su espacio, sus corazones.
Habían sido más que amigos en secreto. Confidentes. Amantes en pasillos estrechos, hoteles apartados, viajes compartidos bajo excusas de entrenamiento o pretextos así.
Franco se acercó lentamente. Se detuvo a pocos centímetros de George.
—We can’t keep pretending this didn’t happen. Today... I feel like it changed everything.
George respiró hondo. Lo miró directo a los ojos, tenía razón, sus sentido de la responsabilidad no lo dejaría descansar, y estaba seguro de que interferiría en la clasificación.
—You know what's strange? I looked at the footage, the on-board. You didn’t steer wrong, the car just… veered. On its own.
Franco asintió, sin sorpresa.
—It’s like he took control.
George bajó la cabeza, no quería llegar a esas conclusiones que sonaban irreales, lo odiaba, deseaba poder haber eliminado ese circuito antes de que corriese Franco en ese puesto tan arriesgado.
Murmuró, casi para sí mismo:
—Do you think he chose you? or something like that...
Franco no respondió. Pero lo pensó para sí mismo.
"Yo tampoco sé si me eligió. Pero siento que hay algo dentro mío que no estaba antes.
Una tristeza ajena. Una urgencia por terminar algo que no sé cómo empezó ni que es con certeza."
George levantó la cabeza. Sus ojos brillaban en la penumbra, relamió sus labios antes de hablar, su pecho sabia y bajaba como si estuviese a punto de hacer un juramento de vida o muerte, en realidad lo era, así lo sentía.
—Promise me something, Franco.
—What?
—If you ever feel like he's... inside you. Like he’s pushing you too far...tell me. I don’t care if it sounds crazy. I just need to know I won’t lose you to someone else's ghost, and I'm being serious about it.
Franco extendió la mano. George la tomó sin dudar, fuerte pero al mismo tiempo con la mayor delicadeza posible, era lo mas preciado en sus manos.
—You won’t. But I’m scared, George.
—So am I.
Se abrazaron sin apuro, sintiéndose mutuamente, ambos corazones con un palpitar acelerado, a fin de cuentas, eso era lo que provocaban sus cercanías, sus roces, sus besos. Deleitado por el otro, y por fuerza de una preocupación mayor, George insistió en quedarse hasta que Franco se durmiera, como solía ser su rutina. Cuando compartían hotel mas no habitación. Afuera, el viento rugió una vez más, golpeando la ventana como un suspiro contenido durante tres décadas.
Sobre la mesa del cuarto, el celular de Franco se encendió solo. Una notificación sin remitente, que nunca llegó a leer.
“VUELTA INCONCLUSA – 14:17”
¿Por que nunca llegó a leer? Fácil, George lo había eliminado, y había hecho todo lo posible por silenciar las palabras clave de ese suceso del celular ajeno, suficiente tenía con la gente a su alrededor. Sabía que Franco era fuerte, pero en este momento no lo parecía, no actuaba como normalmente lo hacía, por mucho que el mas bajo intente aparentarlo. Él lo conocía, teniéndolo a su lado, dio un último ojeo a su estado y dejó la habitación.
Capítulo 3: Ecos
Sábado. Día de Clasificación. 09:13 Hs.
George Russell no había dormido. Luego de dejar la habitación de Franco, había pasado la noche leyendo artículos, viejas entrevistas, foros abandonados, documentales en portugués con subtítulos automáticos, todo. Tenía una libreta llena de anotaciones, horarios, fechas y un solo patrón: 14:17.
Estaba sentado solo en el hospitality de Mercedes, frente a una taza de café frío, cuando tocó fondo. Abrió YouTube.
Buscó el on-board final de Ayrton Senna, el de 1994. Lo conocía de memoria, pero esta vez no lo veía como piloto. Lo veía como hombre.
Mirada fija. Quietud. Tensión en la mandíbula.
Senna no estaba concentrado. Estaba… resignado.
George retrocedió el video. Minuto 14:17.
Fotograma a fotograma.
Detuvo la imagen.
Su sangre se heló.
El rostro de Senna, bajo el casco… tenía una sombra justo donde debían estar sus ojos. Como si algo más lo mirara desde dentro. Marcó el timestamp en la libreta. Agregó una nota:
"Misma expresión que Franco. Mismo vacío."
Garaje de Alpine. 11:03 Hs.
Franco se vestía en silencio con su traje. El equipo no le preguntaba mucho, tampoco es que se esmerarán por hablarle, a veces extrañaba Williams. El accidente de ayer había sido impactante, pero no fatal. Oficialmente, un despiste con suerte.
Oficialmente. Pero en el fondo del garaje, Franco había comenzado a notar cosas. Pequeñas, pero constantes.
La radio del auto se encendía sola. Una vez, a las 14:17 exactas. Sin señal.
Alguien dejó en su casco una pegatina que él no había puesto: "TUDO OU NADA" —el lema de Senna, eso si debió ser una broma de mal gusto o tal vez no tenía malas intenciones.
Las herramientas se caían solas cuando él pasaba.
Y, lo peor de todo, anoche, cuando dejaba el paddock -pues se negaba a no estudiar los datos- vio a un mecánico que no reconocía, un hombre mayor con buzo azul sin nombre, que lo miraba desde el fondo del garaje y desapareció cuando intentó acercarse más tarde.
Franco no sabía si estaba perdiendo la razón o si el silencio de la pista lo estaba alcanzando también en los boxes. No podía contarle todo esto a George. No después de lo que compartieron la noche anterior. No quería cargarlo, y peor no quería que pensara que estaba loco.
Así que hizo lo único que pudo: buscó a Alex.
Hospitality de Williams. 11:22 Hs.
—Mate... are you okay? —preguntó Alex Albon, sorprendido por la visita inesperada de su ex-compañero.
—I need to talk. Somewhere quiet.
Alex se extraño un poco, pero igualmente lo llevó al pasillo trasero del motorhome, donde los ingenieros solían fumar a escondidas.
—What’s going on? Is it about the crash?
Franco asintió, pero su voz era apenas un susurro:
—I’m not alone in the garage. There’s someone there. Or... something.
Alex frunció el ceño. Ahora si pensaba que su colega estaba pasando por algo producto del shock, no culpaba su actuar, así que intentó ser comprensivo, y lógico.
—Franco, you've been through a lot. Maybe it’s—
—No, listen. —el de baja estatura lo frenó antes de que terminara, levantando ambas manos buscando forma de explicar— The radio turned on by itself. There’s a sticker on my helmet that I didn’t put...and there was a man watching me! Not a team member. No one saw him but me!
Alex alzó una ceja y lo observó con una mezcla de incredulidad y preocupación.
—Are you... seeing things?
Franco lo miró fijo. Sabía se que las posibilidades de que le creyeran eran casi nulas. Asi que se lo intentó aclarar de la mejor forma que le permitieron sus ansiosas manos.
—I'm not crazy, Alex. I know what I saw. And I’m scared. —lo estaba viendo a los ojos, con estos llenos de temor, angustia y cual fuese ese sentimiento ajeno que se le cruzaba.
Alex bajó la mirada. Recordó, vagamente, un incidente en Spa con Nicholas Latifi años atrás, cuando el canadiense decía haber sentido “una presencia” en Eau Rouge. Nadie le creyó. Alex no quería ser uno de esos, menos un mal compañero para alguien tan bueno como lo era Franco.
—Alright. I believe you. But you need to be careful. If the team thinks you’re unstable, they’ll pull you out from the race.
—That’s why I’m telling you. I need someone who doesn’t treat me like I’m broken. —sonaba rendido, agotado de dar explicaciones, había pasado la prueba de los doctores y las prácticas. No por eso significaba que hubiera dejado de sentir esa cosa.
Alex suspiró. Asintió con amabilidad, dispuesto a acatar su pedido.
—What do you want me to do?
—If something happens to me… if I lose control again… you tell George.
—But why he-You haven’t told him? —omitió hacerle más de una pregunta, si solo una respuesta suya equivalía a unos 40 minutos no se imaginaba dos, y tal vez también porque en su interior conocía la respuesta.
—No. He’s trying to protect me, you know...as the president and that...—una pequeña mentira no hacía daño, lastimosamente Alex tampoco lo sabía, aún siendo el mejor amigo de su pareja, aunque tenia sospechas.— But if he knows what’s really happening… he’ll try to stop it. And I need to finish this.
Whatever "this" is.
Alex lo miró a los ojos, observó detenidamente sus orbes, pupilas retraídas, acepto sin más preguntas ya que por un segundo, vio algo que no había visto nunca en Franco.
Una tristeza vieja. Como de otra vida.
12:01 hs.
George caminaba por el paddock con su libreta en la mano. Hacía calor, pero él temblaba. En su bolsillo tenía una fotocopia de un artículo viejo.
“El Fantasma de Tamburello”, publicado en 2005. Mencionaba a dos ingenieros que habían trabajado en Imola desde los 80 y que hablaban de ver, cada 1º de mayo, a un joven con casco caminando entre los pinos. No era primero de mayo, pero era justo ese mes, como también el cumpleaños de Franco, y estaban en el mismo lugar en concreto.
Uno de esos ingenieros seguía vivo. Y George acababa de agendar una reunión con él.
Se detuvo, miró al cielo, y se dijo a sí mismo:
—I don’t care if it’s madness. If something is haunting him, I’ll find it first.
Chapter 2: Bajo el Silencio
Summary:
Mucho sentimiento.
Notes:
Pueden seguir usando la playlist recomendada para esta lectura en especial. En realidad durante todo el trayecto.
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Capítulo 4: Bajo la Superficie
Sábado. 14:36 hs.
Bar Giardino, a dos calles del circuito de Imola.
George entró al lugar con el cuello del abrigo alzado. El bar estaba vacío, era algo rústico pero acogedor, todas las sillas de una madera oscura, solitarias, salvo por un hombre canoso con boina, sentado en la mesa del fondo con un espresso ya frío.
—Signor Domenico? —preguntó George, en un italiano tímido.
El hombre levantó la vista. Tenía unos ojos grises que parecían haberlo visto todo.
—Russell? Common let's talk
Asintió, algo agradecido de que sepa inglés. Se sentó frente a él.
—Usted me comentó que sabía cosas... sobre Tamburello.
El italiano hizo una pausa. Encendió un cigarrillo, aún cuando estaba prohibido.
—Io non sono pazzo. Lo digo desde ahora, pero hay cosas en este circuito que no pertenecen al presente. Cosas atrapadas en un segundo que no pasa.
George lo observó en silencio. Prestandole toda su atención.
—Usted trabajo ahí en el ’94?
—Desde los 80. Estaba de turno cuando Ayrton… bueno, usted sabe. Ese día cambió el aire. Desde entonces, todos los años, algo vuelve. Algo busca. Y a veces, encuentra.
George abrió su cuaderno. Tratando de anotar cada detalle que daba el señor de avanzada edad.
—Pero, ¿qué es lo que quiere?
Domenico sonrió, triste.
—Terminar la vuelta. No es un espíritu vengativo. Es uno atrapado, como si el alma misma del piloto se hubiera quedado en la curva, esperando un cuerpo… uno con sus mismos ojos.
George cerró el cuaderno lentamente. El peso de esas palabras lo había alcanzado. Los ojos. Sus mismos ojos. Franco.
—Usted dice... que una persona puede llegar a ser poseída?
Domenico se encogió de hombros. Sin certeza.
—O el último testigo. Y los testigos no duran mucho, mire joven, no soy un experto, pero dudo que el espiritu aquel sea capaz de poseer a alguien. Ya no se más.
George abandonó aquel bar, con mas incognitas que resultados, pagó el café de aquel hombre por toda la información brindada y se encaminó al paddock nuevamente.
15:03 hs. Zona mixta de prensa, paddock de Alpine.
Franco había aceptado a regañadientes asistir a la ronda de prensa. Su cabeza zumbaba desde la mañana.Supuso que serían los sintomas del choque de ayer, así que tomó la medicación que le habían indicado. Todo le parecía demasiado brillante, demasiado rápido, demasiado abrumador.Y para colmo, no habría logrado cruzar palabra con George, quién se veía desaparecido desde temprano.
Se apoyó en la baranda metálica.
El periodista asignado aún no había llegado, o eso pensaba… hasta que un hombre alto, delgado, con gafas negras y micrófono sin marca se le acercó. Franco no quería ser descortés, asi que lo encaró. No traía cámaras consigo, supuso solo sería una radio.
—Franco Colapinto? Just one question.
—Sure... but make it quick.
El periodista acercó el micrófono. Su voz era inusualmente grave.
—Tell me... when you hit Tamburello, did you see the void, or did the void see you?
Franco retrocedió un paso. Sus ojos se abrieron de par en par, sus largas pestañas dejando a la luz sus orbes cambiantes de color. Creía haber oído mal, así que le pidió repetir la pregunta tragandose el nudo que sentía en su garganta.
—What?
—You touched a second that doesn't belong to this world. Did you feel him inside?
Los sonidos del paddock se silenciaron. Por un instante, Franco sintió que el suelo no estaba bajo sus pies. Comenzó a sudar frío, buscó personas a su alrededor, pero no veía a nadie. Su corazón comenzó a exaltarlo con lo rápido que iba.
—Who are you? What kind of joke i-is this?
El periodista sonrió, sin mover los labios. Sus gafas reflejaban su propio rostro… pero por un segundo, Franco no se vio a sí mismo en el reflejo.
Se vio a Senna. Y a su alrededor, el paddock de aquella época.
Parpadeó. El periodista ya no estaba. Nadie lo había visto. No entendía que había sucedido en ese instante. Llegó el jefe de prensa a cargo de él, parado a la distancia, parecía no notar el estado del piloto.
Franco sintió que quedó solo, sudando, con el corazón acelerado.
Estoy perdiendo el control. O ya lo perdí.
Y debía clasificar así. Y lo hizo. Cometió miles de errores, jamás escuchó a su ingeniero, sino otra voz que era la que lo guíaba. Terminó poco más arriba de la mitad de la parrilla, increiblemente para todo su equipo y el auto "de lata" que manejaba.
17:15 hs. Hospitality de Mercedes.
George estaba hojeando de nuevo su libreta cuando Alex apareció sin avisar.
—We need to talk. It’s about Franco.
George se tensó al instante. Miró a su amigo acercarse a paso apresurado, y se sentó a un lado.
—What happened?-aunque creía tener una idea vaga de lo que necesitaba hablar. Siquiera pudo felicitar a Franco por su puesto en la clasificación.
—He’s not well, George. He came to me this morning. Told me that weird things are happening in the garage. Radios turning on. People that aren’t there. Voices... You understand?
George cerró la libreta de golpe. Y enderzó su columna, ahora si mostrando un índice de preocupación no muy llevadera. Su ceño fruncido. Sus cejas parecían unirse y las arrugas en la frente expresaban más.
—He didn’t tell me any of that.
—Because he doesn’t want you to worry. He thinks you’ll try to stop him from racing.
—That’s because I will, Alex. He’s not in the right state of mind to drive a fucking Formula 1 car at 300kph.
—Then tell him. But don’t underestimate what he’s going through. This isn’t just mental. Something’s happening to him, and I think… I think he knows it better than any of us.
—But he qualified...—y ahi iba George en un intento más de autoconvencerse.
Alex chasqueó su lengua, se levantó para marcharse, abrió la puerta y antes de marcharse dió media vuelta y le habló, ya no con un tono muy amable.
—Even though he qualified, he´s not doing well. He made a lot of mistakes. If I weren't behind him... it was like watching a car from the 90s or... a driver.
9:03 hs. Estacionamiento privado, detrás del box de Alpine.
El cielo comenzaba a teñirse de un azul más espeso, casi púrpura, mientras el murmullo del paddock se apagaba en la distancia. Franco salía del garaje con las manos aún temblando y el pulso vibrando bajo la piel. Alzó la vista y lo vio: George, de pie junto a la reja cerrada, como una sombra detenida en el tiempo, los brazos cruzados y la mandíbula tan apretada que parecía dolerle.
—You talked to Alex? —preguntó Franco, sin rodeos, con esa mezcla de cansancio y resignación de quien ya conoce la respuesta.
George no respondió enseguida. Su silencio hablaba más que cualquier acusación. Dio un paso adelante. Su mirada no se apartaba del menor.
—Why didn’t you tell me?
Franco soltó un suspiro seco, más cercano a un lamento.
—Porque sabía que ibas a intentar detenerme.
—Damn right I would.
La voz de George sonó rota, entre furiosa y desesperada, como si cada palabra le arrancara algo desde dentro. Avanzó otro paso, los ojos brillando con rabia contenida.
—You’re hallucinating. Seeing dead people. Talking about voices in the garage. That’s not normal, Franco. That’s dangerous.
Franco desvió la mirada, apretando la mandíbula. El dolor no venía de las palabras, sino de la verdad que contenían.
—No lo entendes, no son solo alucinaciones. Es... como si él estuviera dentro mío. Como si compartiéra algo más allá del cuerpo. Recuerdo cosas que no viví. Detalles técnicos que nunca estudié. Siento lo que él sintió George.
—Bullshit. —George alzó la voz, quebrado—. You think this is some spiritual calling? Franco, you're losing yourself. And I can't—
Se interrumpió al notar que Franco temblaba. No de miedo, sino de rabia. Pero contenía demasiada frustración como para poder actuar en nombre de su corazón, le dolía, sí. Pero más le dolía ver como Franco se lo había ocultado, poniendose en peligro. Sin dejar que lo ayudara. Se suponía que todo lo enfrentarian juntos.
—No tienes idea de lo que se siente. De mirar el casco, el volante, y no saber si son tuyos o de otro. De escuchar su nombre cada vez que cierro los ojos. ¡Yo no lo elegí!
George lo tomó de los hombros con brusquedad, como si así pudiera retenerlo, anclarlo al presente, no sabía que más hacer para atraerlo a la realidad, al presente, a su lado.
—I don’t care if it’s real or not. You are not getting into that car tomorrow.
Franco alzó la mirada, desafiante.
—No podés decidir eso.
—Yes, si puedo! and If I have to talk to Alpine, or to the FIA, I will.
Franco se zafó con violencia de su agarre, como si el contacto le quemara, y asi lo hacía. El viento comenzaba a soplar, como si leyera los sentimientos del argentino, como si complotara con él. El cielo se oscureció, el sol se fue, y con ello la luz en los ojos del más bajo. Escupió sus palabras.
—¿Y qué vas a ser entonces, eh? Decime, ¿El salvador? ¿El novio perfecto que rescató a su novio de la locura?
George retrocedió, dolido. La palabra lo atravesó: novio. Apenas dicha, pero con el peso de una confesión. Porque lo eran, pero solo para ellos mismos, nadie más.
—Don’t twist this. I’m doing this because I love you, damn it.
Franco bajó la voz. Algo en él se quebró. El pecho subía y bajaba rápido, los ojos clavados en el suelo.
—Esta no es tu historia, George... Es la mía. Y si no corro mañana... si no termino lo que empezó en Tamburello... nunca voy a estar completo otra vez.
George lo miró como si se le estuviera escapando por entre los dedos. Tragó saliva, los ojos enrojecidos, el alma hecha un nudo. Este no era Franco, no sonaba como él, no actuaba como él que conocía. Otro. Pero sabía que aún estaba allí t haría lo posible por retenerlo.
—Then I’m not watching you die in that car. Not for him. Not for anyone.
Se giró. Caminó con pasos largos, como si cada uno le costara. Sus manos hechas un puño. Su corazón pesando mucho mas que cualquier monoplaza.
Pero justo antes de doblar la esquina, se detuvo. Sin girarse, dijo en voz baja, temblorosa, con un acento torpe pero sincero:
—No quiero perderte, Fran.
Y se fue.
Franco se quedó solo, con el corazón latiendo como un tambor ahogado. El viento agitó las lonas del paddock, asi como sus rizos castaños, levantando un murmullo suave, como un suspiro antiguo cargado de historia y duelo.
Desde el fondo del circuito, oculto entre las sombras de los árboles, alguien lo observaba en silencio.
Como esperando.
Como recordando.
Capítulo 5: Noche sin Nombre
Domingo, 03:13 AM. Hotel Villa San Donato, habitación 204.
Franco se despertó gritando.
El grito fue seco, desgarrado, como si hubiera trepado desde el fondo del pulmón más oscuro. La habitación estaba en penumbras, iluminada solo por el resplandor tibio de los faroles de la calle filtrándose entre las cortinas mal cerradas. El ventilador giraba lentamente, inútil, y el aire olía a humedad y a insomnio.
El sudor empapaba las sábanas. Tenía la camiseta torcida, pegada al pecho como una segunda piel de angustia, sofocante. Las piernas le temblaban bajo la tela húmeda, y cada bocanada de aire parecía un puñal entre las costillas. Se llevó las manos a la cara, empapadas, temblorosas.
No fue solo un sueño.
Fue real.
No el accidente en sí, sino lo que vino después. Lo que jamás debería haber podido ver. Su mal sueño.
Estaba en el auto. El impacto. El muro. Lo recordaba con una claridad inhumana: el crujido metálico, el cinturón clavándose en sus hombros, el casco llenándose de un zumbido blanco. Pero esta vez, no terminó ahí.
En la pesadilla, el coche se partía en dos. Como si fuera de papel. Y él no estaba dentro. Él lo veía desde afuera. Como un espectador. Como un intruso en su propia muerte.
George salía con deseperación de su monoplaza, corriendo hacía el. La imagen lo taladraba: él, desesperado, tropezando mientras intentaba deshacerse de todo el equipo incluyendo su casco, gritando su nombre. Se arrodillaba junto al cuerpo sin vida. Lo sacudía. Le gritaba con su voz quebrada.
"Why didn’t you tell me?"
"Why didn’t you let me save you?"
Y entonces apareció Él.
De pie. Imponente. Silencioso.
Con el casco puesto. Mirando a George, sin expresión. Solo presencia.
"Now he knows how it feels to lose someone."
La frase quedó suspendida en el aire de la habitación, como si no fuera parte del sueño, sino una declaración presente, susurrada contra su oído.
Franco se desplomó al suelo. Gateó por este. Las manos le resbalaban contra la madera del piso, como si algo invisible tirara de él hacia abajo, hacia el centro mismo del miedo. Alcanzó el baño. Encendió la luz con torpeza así como intento ponerse de pie. Y se miró al espejo.
Durante un instante, apenas un parpadeo maldito, los ojos que lo miraban no eran suyos.
Eran negros.
Vacíos.
Eternos.
La respiración se le cortó en seco. El pecho le ardía. Golpeó el espejo con el puño, un reflejo de rabia que no supo contener. El vidrio estalló en una lluvia de fragmentos afilados. Algunos cayeron al lavabo. Otros se clavaron en su piel. No sintió el dolor al principio. Solo el sonido seco, brutal, del cristal quebrándose.
Cayó sentado, con la espalda contra la pared, la mano sangrando, el rostro cubierto de lágrimas.
Lloró. Lloró por Él. Por George. Por el domingo que se acercaba como una condena escrita en piedra
Su celular vibró.
03:14 AM.
Mensaje de Alex.
"No pude dormir. Te dejo esto. Lo tomé sin querer hoy cuando pasaba por el box…"
Un archivo de video. Franco lo abrió, temblando. Su pulgar no atinó a presionar bien la pantalla la primera vez, esta brillaba demasiado para sus ojos que ardian esa noche, el aparato ahora manchado de sangre, comezó a reproducir el archivo.
La grabación era breve. Mal encuadrada. Filmada desde la entrada del garaje, en sombra. Y ahí estaba.
Él.
Franco.
En el mismo lugar donde juró haber dado una entrevista. Solo. Hablando al aire. A nadie. O a alguien que nadie percibia.
Silencio.
Pero su cuerpo hablaba más que las palabras. Estaba tenso. Convencido. Como si respondiera preguntas que no estaban. La secuencia casi tal cual como la recordaba, excepto que en un momento se detuvo, parecía disociar. Y luego volvía en su mismo. Franco tragó saliva.
Y entonces, lo oyó:
"Tamburello always finishes what it starts."
El video se cortó.
El celular cayó de sus manos, golpeó el suelo con un chasquido seco. Franco se abrazó las rodillas. Se encorvó y enterró el rostro entre los brazos.
Y en la oscuridad de esa habitación, sus más crueles pensamientos se le atravezaban.
"Estoy perdido."
"Ya no sé quién soy cuando estoy solo."
"Ya no sé qué parte de mí quiere correr… y qué parte quiere morir."
Se quedó allí. En silencio. Como un niño asustado bajo una tormenta invisible.
Y luego, como si la misma desesperación le abriera paso entre los dedos, agarró el celular con manos temblorosas. Marcó el número de George.
Uno. Dos tonos.
—Hello? —la voz sonó adormecida, ronca, pero alerta.
Silencio.
Franco quiso hablar, pero el nudo en la garganta era una soga tirante.
—Franco?
Un sollozo se le escapó como una grieta en el pecho. Un pedido de ayuda desesperado, un sollozo gurutal.
—George… —susurró, en un hilo de voz.
Y la voz se le quebró, hecha de pedazos. Ni siquiera supo cómo se atrevió a decirlo.
—Te necesito.
Silencio. Un silencio de esos que duelen.
Pero cuando George respondió, su voz no era débil. Era fuego. Convicción pura.
George no titubeó en ningna de sus silabas dichas.
—Stay there. I’m coming. Right now, amor... please don't move. Please wait for me.
Cortó.
Franco se quedó mirando el celular. El reflejo de su rostro le devolvía un fantasma. No sabía si aún podía ganar la carrera.
Pero por primera vez en días, supo con certeza que no quería perderse a sí mismo.
Capítulo 6: Lo Que Queda en el Silencio
Domingo, 03:43 AM. Habitación 204, Hotel Villa San Donato.
La puerta se abrió con un golpe suave. George entró sin decir palabra. Su silueta se recortaba contra la tenue luz del pasillo. Llevaba puesto un buzo gris, los cabellos despeinados, respiración agitada, parecía una revolución, el rostro tenso, y en sus ojos… el miedo de quien llega tarde a algo que no puede nombrar. Hasta que lo divisó allí.
Franco estaba en el piso, recostado contra la pared junto al baño, las piernas encogidas, la mirada perdida. Tenía la mano derecha envuelta en una toalla blanca que ya empezaba a teñirse de rojo.
George se arrodilló de inmediato frente a él.
—God, Fran… —murmuró, con voz temblorosa—. What did you do?
Franco apenas levantó la vista. Estaba pálido, hundido en sus pensamientos como si cada recuerdo le pesara el doble. Como si las palabras le tomaran más oxigeno de lo usual.
—The mirror… —susurró—. I saw him in the mirror...
George tomó la toalla, con suavidad. Cuando la retiró, vio el corte profundo en la palma de la mano. No era mortal, pero dolía con solo mirarlo.
—We need to clean this.
—It doesn’t matter.
—It does. You matter.
George lo levantó, con toda delicadeza, y lo sentó en el inodoro, retirando la toalla teñida de aquella mano lastimada, aquella que tanto amaba tomar. La expresión de George no tenía descripción. Franco no ofreció resistencia. Se dejó llevar como un niño que ya no quiere luchar. La luz blanca reveló la sangre seca en los dedos, los pequeños trozos de vidrio aún incrustados en la piel. George lavó la herida con suavidad. El agua tibia se volvió rosada, luego roja.
Franco no dijo nada durante un largo rato. Hasta que la tensión, el peso acumulado, lo quebró.
—Tengo miedo, George… tengo miedo de ya no ser yo. De perderme. De que cuando me suba al auto mañana, sea él quien tome el volante… y yo solo mire desde adentro, sin poder hacer nada.
George dejó la gasa a un lado. Lo miró a los ojos, tan profundamente que por un momento, Franco sintió que algo en él se detenía. El mundo. El ruido. El caos. Que sus ojos azules abrazaban su alma cansada, deshaciendo toda pesadez de sus hombros. Salvándolo.
—Then don’t do it. Don’t get in the car. We can leave, we disappear for a week, unannounced. You don’t owe anything to anyone, you don’t have to die to prove you’re worthy.
Franco bajó la mirada. Tal vez aún no comprendía del todo, pero no importaba, le diría todo lo que sentía.
—No se trata de eso.
—Then what is it?
Silencio. Le costaba encontrar las palabras exactas para expresar eso ajeno que sentía en su interior.¿Como podría hablar en nombre de otra persona, peor, de otra persona que ya no existía? Pero lo sentía.
—Es como si... si dejo esto incompleto, él nunca se va a ir. Siempre va a estar atrás mío, en cada curva, en cada espejo retrovisor. Como una sombra que respira en mi oído. No entiendo del todo cuál es su proposito conmigo, no sé si es bueno malo, no se que quiere que haga George.
Sus palabras salieron como un disparo, atropellandose una encima de la otra, olvidando, para su conveniencia o no, que el inglés no captaría todo lo que le dijo.
—Y yo quiero volver a vivir sin sombras, George. Quiero volver a ser solo yo.
George lo rodeó con los brazos. Lo apretó contra su pecho. Sintió el temblor del cuerpo de Franco. Lo besó en la cabeza, suave, como si eso pudiera protegerlo de lo que vendría. Sin tener idea de que exactamente podia pasar mañana, pero el tenía su cabeza ya maquinando en algo para salvar al chico en sus brazos, al sol de sus días.
—You don’t have to do it alone. Not anymore.
Franco cerró los ojos, detorrado.
—¿Y si no salgo del auto mañana? ¿Y si... no vuelvo?
George apoyó su frente contra la suya. Otorgandole seguridad, mirando a sus ojos como siempre hacía cuando le contaba sus problemas y el le otorgaba sus miles de soluciones.
—Then I’ll make sure the world remembers who you were. Not because you died... But because peleaste hasta el final por seguir siendo vos. Pero yo no lo voy a permitir Fran.
Franco lo besó, lento, con desesperación contenida. Fue un beso más cerca del llanto que del deseo. Como una despedida que nadie se anima a decir.
Se quedaron así, en el suelo del baño, abrazados en la madrugada, mientras el silencio del hotel era solo interrumpido por el viento que silbaba fuera, como si algo allá lejos, en Tamburello, estuviera esperando.
Esperando que el reloj marque 14:17.
Una vez más.
Chapter 3: Hotel Villa San Donato
Summary:
Aca se resume todo, y culmina la historia, no creo poder haberla extendido más. La primera parte es una continuation del capítulo 6. Un gusto escribir sobre ellos.
Notes:
Cuestión, si los diálogos están en español, es porque ambos hablan inglés, para evitar más confusiones, en algún momento lo editaré todo.
Este ya es el final. Lamento si esperaban algo más. Seguramente suba el pequeño, super corto, epilogo.
Chapter Text
04:12 AM – Habitación 204, Hotel Villa San Donato
George no se había movido del suelo del baño. En sus brazos, Franco seguía envuelto en una mezcla de silencio, heridas y palabras no dichas. El corte en la mano ya no sangraba, pero la presión en su pecho sí.
Después de varios minutos de calma, Franco murmuró:
—No fue solo un sueño.
George bajó la mirada, intentando encontrar sus ojos. Tarea fácil.
—¿Qué?
Franco estiró la mano hacia su celular olvidado a un lado. Tomó el móvil, que aún tenía la pantalla manchada de sangre. Lo desbloqueó con torpeza y abrió el video que le había enviado Alex, solo le entregó el teléfono sin mirarlo.
George lo observó con atención mientras el archivo se reproducía.
Franco. De pie. Hablando con nadie. O con algo que nadie más podía ver.
La misma entrevista que había dicho haber dado… pero ahora sin periodista.
Sin cámara.
Solo él, moviendo los labios al vacío.
El rostro de George cambió. No era incredulidad. Era pánico lento.
—Dios…
—Eso pasó de verdad. No me acuerdo de decir esas cosas. Pero en el video… parezco convencido, como si supiera exactamente qué decir. Y después, disocio por minutos... ni yo sé a dónde fue mi mente.
George se pasó una mano por la cara, abrumado.
—¿Y la voz? Esa frase en el final…
—No fui yo, te lo juro. Esa parte… ni siquiera recuerdo haberla pensado. Solo la escuché, como si alguien más la dijera con mi voz.
—Fran... cariño ¿Todo esto te pasó entre ayer y hoy? ¿Y no me lo dijiste?
George habló bajo, con suavidad, tampoco quería juzgarlo en este momento.
Franco asintió en silencio. Los dos quedaron sumidos en un frío que no venía del aire acondicionado y solo la luz de ese baño los acompañaba.
El mayor bajó la mirada, sin saber qué decir, hasta que el chico en sus brazos habló, con la voz rota:
—No sé cuánto más puedo aguantar... No sé si voy a poder subirme al auto sin llevarlo conmigo.
George no respondió enseguida. Le quitó el celular suavemente y lo dejó sobre el lavabo. Luego, tomó su rostro con ambas manos, apreciando su rostro, acariciando sus mejillas.
—Entonces no vas a correr, no así, no mientras esto esté… devorándote.
—Flavio no me va a sacar. Ni la FIA. Ya me aprobaron.
George negó. Tenía un plan, uno que podía arreglarlo todo, o sumirlos más en el caos. Pero primero tenía aque arreglar algunas cosas... en Alpine.
—No van a tener que hacerlo. Porque no vas a estar en el auto.
Franco lo miró, confundido. Apenas pudo formular la pregunta:
—¿Qué pensas?
George respiró hondo. Tomó una decisión, ya lo tenía todo en su cabeza.
—Te voy a llevar al hospitality. Van a atender tu mano, y después… confía en mí.
Franco no respondió, pero por primera vez en días, se dejó ayudar sin resistencia. Y así, en la penumbra rota por el amanecer, George lo llevó en silencio hacia lo que sería el comienzo del fin.
Capítulo 7: Piezas del Juego
Domingo, 06:21 AM – Hospitality de Alpine
El pasillo estaba en penumbra. El silencio que precede al caos. Solo el rumor lejano del equipo nocturno terminando de preparar las unidades para el warm-up.
La oficina olía a café recién hecho y a impaciencia. Flavio Briatore se encontraba de pie junto al ventanal, con las manos en los bolsillos del saco azul marino.
Hasta que se abrió la puerta con brusquedad.
—Tenemos que hablar —dijo George, entrando sin pedir permiso.
Flavio no se movió.
—Si es sobre Franco, no me interesa escucharte.
—Escucheme igual —insistió George, cerrando la puerta tras él—. No puede correr hoy.
Flavio giró lentamente, con una ceja alzada.
—¿Y quién sos vos para venir a decirme eso?
—Soy alguien que se preocupa por él. Más que usted, evidentemente.
Flavio soltó una risa nasal, negando levemente.
—Ah, claro. El héroe sentimental,el buen presidente del comité ¿Te pagaron? mirá, ya pasó la revisión médica, firmó el apto y está en la grilla. Si tenés un problema, hablalo con él. No conmigo.
George dio un paso adelante, tenso, como se atrevia a usar su posición para rebajarlo.
—No está bien. ¿No lo vio en la entrevista? ¿No notó cómo habló, cómo se comportó?
—Vi un chico nervioso, con presión. Tal vez un poco alterado, pero nada fuera de lo que ya he visto cien veces.
Briatore acomodó sus lentes, y se dirigió a su escritorio con la calma más aberrante que George podía presenciar, digna de alguien ecéptico, decidió insistir una vez más.
—No, Señor, esto es distinto. Hay algo en él que no es de ahora. Desde el accidente… cambió. Y no para bien.
Flavio lo observó, el gesto endurecido. No dijo nada por unos segundos.
Entonces, las luces de la oficina parpadearon. Un leve zumbido eléctrico vibró en el aire. La pantalla junto al ventanal titiló, y por un momento, la imagen de la pista quedó congelada. La figura del auto número 43 parecía inmóvil.
Una interferencia atravesó la imagen. Luego volvió a la normalidad.
Flavio frunció el ceño, pero no comentó el fallo.
—¿Y qué querés que haga? ¿Que lo baje a quince minutos de largar porque a vos te da mala espina?
—No, quiero que lo bajes porque lo vas a estar mandando a matarse.
El italiano apretó los labios, por mucho que le insistieran, ya estaba decidido, solo Franco podría demostrarle que no estaba apto para correr, pero lo había estado haciendo bien y le tenía mucha fe.
—Mirá, Russell… no tengo tiempo para tus fantasmas, por más temprano que sea. Franco va a correr, pero si no quiere, que lo diga él. No vos. Y si pasa algo… será su responsabilidad.
George lo fulminó con la mirada. No podía creer lo poco que le importaba, estaba enojado, porque sabía que existía esa posibilidad, y tendría que ejecutar su plan en secreto.
—Lo vas a lamentar.
—Ojalá no —respondió Flavio, dando media vuelta.
George se quedó un momento más, con las manos cerradas en puños. Su mandibula tensa, una vena cargada de rabia hacia presencia en su cuello.
Mientras salía, la pantalla volvió a parpadear. El número 43 estaba en pantalla, pero por un instante —breve, apenas perceptible— debajo del casco, los ojos no eran los de Franco.
Eran oscuros. Antiguos.
George parpadeó. Y la imagen volvió a la normalidad.
07:58 AM – Garaje Mercedes, zona restringida
El paddock bullía, pero George se movía como una sombra entre los técnicos. Ya no corría: caminaba con decisión, como si fingir control fuera su única defensa ante el caos.
Pasó junto a la cabina de comunicaciones sin mirar a nadie, iba con el pulso acelerado y la mente llena de detalles. Había repasado cada paso del plan al menos diez veces en su cabeza, pero aún así, su cuerpo no dejaba de tensarse como si algo invisible lo apretara desde dentro.
Encontró a Bottas esperándolo, tal como habían acordado, en el rincón trasero del garaje de Mercedes. Detrás de los neumáticos, donde ningún jefe ni cámara tenía acceso.
—Gracias por venir —dijo George con voz seca, más cansada que firme.
Valtteri lo miró como se mira a un compañero que llega al límite: sin juicio, sin sorpresa.
—Decime qué necesitas —respondió.
George sacó del bolso un mono idéntico al de Franco, perfectamente doblado. Se lo mostró con cuidado, como si sostuviera algo mucho más frágil que tela ignífuga.
—Necesito que tomes su lugar en la carrera. Solo por hoy. Él va a salir a cámara para una entrevista corta, y después va a volver a su habitación. Solo tenemos que cubrir su carrera sin que nadie lo note.
Bottas lo observó, en silencio. Luego habló, lento.
—¿Estás seguro de esto? —preguntó el finlandés, sin rodeos.
—No —dijo George, sin dudar—. Pero no tengo otra opción.
Valtteri lo miró con esos ojos que ya no preguntaban "por qué", sino "cuánto".
—¿Qué pasa con Colapinto?
George bajó la voz, acercándose, con cierta paranoía de que alguien más estuviera escuchando.
—No me pidas que lo explique con lógica. No la hay. Pero está… compartido, como si alguien más estuviera adentro. Lo vi hablar solo, vi un video donde da una entrevista que nunca ocurrió. Y hoy, hace minutos, dijo cosas en cámara que no son suyas, con una mirada…—George se frotó la cara.
—No puedo dejarlo subir así a un auto. No sabés lo que puede pasar, se puede matar... o fmatar a alguien.
Bottas asintió lentamente. Su expresión se endureció.
—¿Franco está de acuerdo?
George dudó medio segundo, pero al final habló.
—Todavía no. Se lo voy a decir en minutos. Pero lo conozco, si le explico todo con calma… va a aceptar.
Valtteri asintió despacio. Tomó el mono. Lo revisó antes de preguntarle al britanico.
—¿Y si alguien sospecha?
George levantó el casco con visor polarizado.
—Nadie va a ver tu cara. Nadie va a notar nada si no hablás ni salís del auto. La entrada y salida están cubiertas. Vos solo tenés que mantenerte en ritmo y volver.
Silencio.
—¿Y si él… no vuelve a su habitación? —preguntó Bottas, como si pudiera leer la parte del plan que aún no existía.
George apretó la mandíbula.
—Va a volver —dijo, como quien intenta convencerse más que al otro.
Valtteri no insistió. Solo se encargó de guardar bien el mono, y esconder el casco entre las cosas.
—Hazlo rápido —agregó George—. Nadie tiene que verte con este traje hasta que estés sentado en el auto.
Bottas suspiró. Se pasó una mano por la nuca.
—¿Y George… esto es legal?
George lo miró fijo.
—¿Esto es humano?
Bottas lo entendió. Y asintió.
—Bien. Pero si esto sale mal, vos me debés una grande.
—Te debo una vida —dijo George, sin pensarlo.
Mientras se alejaba, George sintió un cosquilleo en la nuca. Un cambio en el aire.
Una pantalla cercana parpadeó, aunque nadie la había tocado.
El ruido ambiente bajó como si el paddock se hundiera bajo una campana de cristal por un segundo.
Luego volvió. Igual que antes. Pero no del todo.
George siguió caminando.
Todo estaba bajo control.
O eso quería creer.
Capítulo 8: La Última Curva
Domingo, 09:04 AM – Motorhome de Alpine
—Estás loco —dijo Franco con media sonrisa, todavía con los ojos cansados—. Completamente loco.
George no respondía con humor. Caminaba con tensión por la habitación. Tenía el teléfono en una mano y un cronograma alterado en la otra.
—Prefiero estar loco y verte vivo, que cuerdo y perderte ahí afuera.
Franco se apoyó en el marco de la ventana, vestido con el mono blanco conmemorativo del 70° aniversario de Alpine. Los bordes azules resaltaban contra el amanecer nublado. Sobre el brazo derecho, la silueta de un viejo logotipo que lo miraba como un testigo mudo del pasado.
—¿Y Bottas está listo?
—Sí. Tiene tu casco. Tu postura. Se pone el casco en el garaje, sin hablar, a las 12:55 entra directo al coche. Solo vos, yo y Alex sabemos, lo traje anoche esta madrugada, y nadie lo vio llegar.
Franco respiró profundo. Sin querer pensar en la magnitud del plan que George le estaba contando, si salía mal, no solo él saldría afectado, y sabe que no podría vivir con esa carga adicional. No una más. Pero confiaba en George, ya no le quedaba otra opción.
—Si esto sale mal… no te lo van a perdonar, y tampoco yo.
—Lo sé. Pero prefiero cargar con eso, que con vos vacío en ese circuito, en ese auto.
Franco bajó la mirada. George dio un paso y le tomó la cara con ambas manos.
—You don’t owe anyone a miracle. Not even him.
Y por primera vez, Franco dudó. Por un segundo, creyó poder soltar esa carga.
Pero había algo… más fuerte. Algo que no quería ser ignorado, y lo estaba presionando de más.
11:33 AM – Zona de prensa, zona mixta
El sol era blando. La pista parecía congelada en el tiempo.
Franco bajó las escaleras con un andar... sereno, su figura destacaba con el mono blanco, como si fuese una aparición entre mecánicos y cámaras. Llevaba el casco bajo el brazo, con el visor cerrado. En silencio.
Una periodista de Canal+ se acercó, con micrófono y sonrisa forzada.
—Franco, solo un momento. ¿Podemos hablar antes de la salida?
Franco la miró. Sus ojos tenían una calma que no era suya. Una quietud antinatural.
—Claro.
Las cámaras se activaron. En directo.
—Franco, primero que nada… ¿cómo estás después del accidente del viernes?
Silencio. Sus ojos se oscurecieron en contra de todo pronóstico. Su postura era otra.
—Estoy… más presente que nunca.
—¿Podés contarnos qué sentís al volver a Imola?
Franco sostuvo el casco con ambas manos. Y habló.
—Sabes... solía pensar que el miedo es algo que aprendemos, pero no. El miedo es antiguo, es memoria, en lo profundo del alma. Más allá de los huesos.
La periodista frunció el ceño.
—¿Franco?
Él sonrió, pero no era su sonrisa. Era más leve, más melancólica. De otro.
—Cuando choqué contra ese muro, no lo sentí como la muerte, se sintió como regresar, como si lo estuviera esperando, y lo vi, observando.
El silencio se hizo espeso. La cámara mantuvo el plano, como paralizado. La señal parecía recibir interferencias.
—Franco...¿Hablas de tu accidente en las practicas? ¿A quién viste?
—Al único que nunca se fue.
La periodista comenzó a dudar. Al fondo, el equipo de Alpine en la sala de monitoreo se levantaba de sus sillas. En Williams, Alex estaba de pie frente a la pantalla con el rostro desencajado.
Franco siguió hablando.
—Pintaron sobre los letreros de Malboro… pero aún se pueden sentir, ¿sabes? Las energías, el caucho, el silencio. Algunos lugares recuerdan... yo aún recuerdo.
La reportera retrocedió medio paso, bajó su micrófono, sin comprender que pasaba. La atmósfera se había vuelto pesada, era casi imposible respirar. Franco se giró, y mirando directo al lente de la cámara, dijo:
—Eu não corro para viver. Eu vivo enquanto corro.
—Obrigado a todos…
—Até logo.
Y se fue.
La señal se cortó abruptamente unos segundos después. Todas las pantallas de transmisión que sintonizaban esa señal habían fallado, dejando solo el color negro a la vista.
En el paddock, no hubo gritos. Solo silencio.
El rostro de Flavio Briatore, que observaba desde la oficina superior del hospitality, se mantuvo inexpresivo. Pero sus dedos, que hasta hacía un instante sostenían una taza de espresso, ahora temblaban ligeramente.
En la sala de control de Alpine, los ingenieros se miraban sin saber qué decir. Uno murmuró:
—¿Qué fue eso?
—¿Está bien? —preguntó otro—. ¿Parecía… drogado?
Nadie respondió.
En Williams, en cambio, la reacción fue inmediata.
Alex dejó caer su tablet y salió corriendo hacía el sector de Mercedes, que por suerte no estaba lejos. La pantalla de su tablet mostraba el último frame congelado: Franco mirando directo al espectador, como si viera algo más allá del lente.
Antes de que Alex siquiera pudiese pasar por la puerta del hospitality salió George disparado a su lado.
—¡Voy por él!
Alex lo siguió.
El plano de las cámaras internas del paddock los captó: George saliendo disparado del garaje de Mercedes, con el rostro completamente desencajado. Atravesó la barrera que separa a los equipos. Alex corría detrás, sorteando técnicos y cables, gritando su nombre.
George lo sabía: tenía minutos para detenerlo.
Porque lo que estaba detrás de esos ojos ya no era del todo Franco.
Y el tiempo se acababa.
Capítulo 9: La Hora Azul
Pit Lane, Autódromo Enzo e Dino Ferrari
El aire en Imola parecía contener la respiración.
El rugido sordo de los generadores se mezclaba con el zumbido de las transmisiones en los cascos. El cielo estaba cubierto, como si el sol hubiese decidido esconderse por respeto. Entre los garajes, los técnicos ajustaban detalles. Cables. Combustible. Aerodinámica. El mundo seguía girando.
Y sin embargo, algo estaba mal.
Franco no había regresado al hospitality tras la entrevista.
Nadie lo decía en voz alta, pero todos en Alpine lo sabían. Se movían como si lo hubiesen soñado.
11:48 PM – Box de Mercedes
—Está en el lado viejo del paddock, entre las gradas cerradas —dijo Alex, sin aliento—. El de prensa interna. Lo acabo de ver cruzar por las cámaras.
George ya tenía el casco en la mano, aunque sabia que debía a correr.
—¿Estaba solo?
—Sí. Pero no caminaba… caminaba como si supiera exactamente a dónde ir.
George sintió un nudo en el estómago. Tomó su radio.
—Bottas, confirmame tu posición.—esto no iba según lo planeado, asi que debía adelantar unos pasos, meter a Valtteri ahora mismo, y localizar a Franco.
Del otro lado, una voz calma:
—En la zona de boxes, esperando la señal. Ya tengo el mono puesto.
—Perfecto. Mantenete ahí. No salgas hasta que te demos la señal.
Colgó. Miró a Alex.
—No lo vamos a dejar subir a ese auto.
—¿Y si ya no quiere escucharte?
George tragó saliva.
—Entonces lo voy a detener aunque tenga que sacarlo de ahí a la fuerza.
—George, la carrera esta a minutos de comenzar, como pensas-
—Lo sé, por eso se de alguién que me puede ayudar, lo puede ayudar a él.
George apoyó una mano en la pared del hospitality. Su respiración era irregular, entrecortada. Sacó el teléfono, sus movimientos erráticos pero seguros, marcó sin pensarlo demasiado.
Dos tonos. Luego Tres.
—¿María? Soy George. Escucha bien, no hay tiempo. Lo que te voy a decir no puede salir de esta llamada.
Silencio al otro lado. Luego, su voz:
—¿Qué pasa? ¿Dónde está Franco?
George tragó saliva.
—No está en el monoplaza. El que va a correr hoy… es Bottas.
—¿¡Qué!? —La voz de María se alzó, pero George la interrumpió.
—¡Escucha! No podía dejar que Franco corriera así. Viste la entrevista. No está bien. Está… raro, como si fuera otra persona, sabés que algo le pasa.
—¿Estás loco? ¡Esto nos puede costar todo! ¡Podrían expulsarlo!
—Por eso te llamo. Necesito que lo busques ya. Se fue justo después de la nota, no tengo idea de adónde. Pero si aparece en medio del paddock, si intenta acercarse al auto, esto se viene abajo. Todo.
Tu trabajo ahora es encontrarlo y retenerlo, hacé lo que sea, no lo dejes hablar con nadie, no dejes que se acerque al garaje. Tenés que mantenerlo lejos hasta que termine la carrera.
Hubo unos segundos de silencio pesado. Después, María respondió con una calma que a George le resultó casi aterradora:
—¿Vos entendés lo que estás haciendo?
—Sí —dijo él, apenas un susurro—. Estoy ganando tiempo.
—¿Y después?
George apretó los dientes.
—Después… después vemos. Primero asegurate de que él esté a salvo. Lo demás lo manejo yo.
María suspiró.
—Lo voy a encontrar. Y si no me mata primero, lo voy a retener.
George cerró los ojos, con una mezcla de alivio y miedo.
—Gracias.
—No me des las gracias todavía, Russell.
La llamada se cortó.
George miró el teléfono unos segundos más, como si esperara que le devolviera otra respuesta. Pero lo único que recibió fue el anuncio del altavoz: “Cinco minutos para la vuelta de formación”.
Alex apareció a su lado, con los ojos fijos en él.
—¿Y bien?
—Está en marcha. Ahora recemos que nadie mire dos veces ese auto.
12:00 PM – Ala norte antigua del paddock
El GPS marcaba el punto exacto.
María se detuvo frente a una puerta olvidada, de esas que ya no llevan a ninguna parte. El ala norte del paddock había sido clausurada para el público hacía años, pero todavía quedaban pasillos a medio desmontar, carteles antiguos y ese olor a humedad y combustible viejo que se aferraba a las paredes.
Le temblaban un poco las manos. Pero no por miedo.
Empujó la puerta con cuidado.
Adentro, la penumbra. Y en el fondo del corredor, apenas iluminado por una línea de luz que se filtraba desde una ventana alta, estaba él.
Franco.
Sentado en el suelo, con el casco a un lado, los dedos vendados en el regazo. Su espalda contra la pared, el mono de carrera abierto hasta el pecho. La cabeza gacha. Parecía un niño perdido.
O un hombre deshabitado.
María no dijo su nombre. No todavía, solo caminó hacia él con paso firme, como si nada fuera extraño y se agachó a su lado, sin invadirlo.
—¿Qué hacés aquí? —preguntó suave.
Franco no respondió.
—Ya empezó la formación de grilla. —Hizo una pausa—. George te cubrió, no estás en el auto.
Eso pareció arrancarle algo. Un parpadeo, un movimiento apenas perceptible de los hombros. Pero no habló.
—Franco —insistió, más firme—. Necesito que vengas conmigo.
Él alzó la vista. Por un instante, María sintió que no la estaba mirando a ella, sino a través de ella. En sus ojos se percibia una lucha interna. Una muy dura.
—No puedo. No sé quién soy... cuando corro.
María tragó saliva. Se inclinó un poco más, bajando la voz.
—Eso podemos resolverlo. Pero no aquí, si te ve alguien, se termina todo. Ya hiciste suficiente Fran...
Franco volvió a bajar la mirada. Los labios se le movieron apenas.
—¿Estoy loco?
—No —respondió ella, sin dudar—. Pero estás cargando algo demasiado grande solo. Y eso te está rompiendo niño.
Franco cerró los ojos. Exhaló.
—¿George… está bien?
—Sí, se las arregló. Pero te necesita de vuelta, y yo también.
Silencio.
Entonces, sin una palabra más, Franco se puso de pie. Se tambaleó un segundo. María le sostuvo el brazo. No se lo sacó.
Caminaron en silencio por el pasillo. El casco quedó atrás, abandonado entre la sombra y la historia.
Capítulo 10: Silencio en Tamburello
12:15 PM – Corredor norte del paddock, dirección a hospitality
María caminaba rápido, sin perder el paso, entre carpas y pasillos vacíos. Detrás de ella, Franco la seguía en silencio, sin casco, con los dedos vendados y la mirada clavada en el suelo.
El monoplaza ya estaba en pista. Las bocinas de la formación de grilla retumbaban a lo lejos, pero parecían ajenas a ellos.
En el aire, el rugido de los motores no era más que un eco. Como si el sonido llegara desde otro plano.
María miró de reojo a Franco. No hablaba desde que dejó caer el casco en la sala de descanso, parecía estar allí… y no.
Fue un trayecto pausado, escabullendose para no ser vistos.
Cuando llegaron a la puerta de su habitación, María se giró.
—Franco…
Él ya no estaba.
La puerta quedó entreabierta, balanceándose levemente con la corriente de aire. No había huellas. Solo el leve olor a goma quemada, como si alguien hubiera pasado minutos antes con un traje mojado de historia.
María entró a la habitación, dio dos pasos… y se detuvo. En el centro de la cama, estaba el reloj inteligente de Franco. La pantalla apagada.
Sintió un escalofrío. Y luego, el silencio.
14:17 PM – Última vuelta del Gran Premio de Imola
George estaba en posición de podio. P3, neumáticos medios con más de veinte vueltas. Su ingeniero repetía la orden con insistencia:
—Last lap, George! Don’t push. Just bring it home.
Pero ya no importaba.
George no corría por puntos. Ni por el podio.
A la izquierda, justo al salir de Acque Minerali, lo vio.
Entre la bruma leve y el verde que aún guardaba silencio, a través del alambrado, de rodillas, por un hueco de banderas se dejaba ver, a Franco.
Vestía el mono blanco con detalles azules y dorados, el conmemorativo del 70 aniversario de Alpine, sucio en las rodillas por la tierra. El cabello despeinado por el viento, los vendajes sueltos en los dedos.
Estaba frente a la estatua de bronce de Ayrton Senna, esa figura inmóvil entre el mármol y el musgo, como si rezara.
Franco no lo miraba. Tenía la cabeza baja.
Las manos apoyadas en el césped húmedo.
George sintió que el corazón se le detenía.
—George, what’s going on? ¡Concentrate! You’re three seconds ahead!
Pero ya no importaba. No podía quitar esa imagen de su cabeza, pisó a fondo, necesitaba terminar esa carrera lo más rápido posible.
George activó Strat 2. Sin pensarlo.
—George, what the hell are you doing?! Save the car!
No respondió.
Tomó Rivazza con una trazada agresiva, aprovechando todo el piano externo.
El delta comenzó a caer.
2.1
1.7
1.4
1.1
Todo el torque, toda la batería, cada décima exprimida sin misericordia.
En la recta principal, alzó apenas la vista. La estatua seguía allí.
Franco… tambíen.
—DRS enabled. You’ve got one shot at this!
Y lo tomó.
El alerón trasero de Norris era la última barrera. Lo superó por dentro, en la curva final. Milimétrico. Una obra quirúrgica, cuando cruzó la línea, no levantó los brazos. No gritó. Solo cerró los ojos.
El equipo estalló en gritos en la radio:
—P1, George! P1! You did it! What a finish!
Silencio.
George no respondía. Solo buscaba el punto exacto donde lo había visto.
14:30 PM – Ceremonia de podio
La música sonaba fuerte. Demasiado.
El himno británico retumbaba en los parlantes del circuito. Las banderas flameaban. El confeti metálico se enredaba en el viento.
George estaba en el escalón más alto, a su izquierda, Lando Norris, segundo lugar, aún sin creer la maniobra final, en su derecha, Charles Leclerc, con el ceño apretado y las manos cruzadas.
Las cámaras apuntaban. Los flashes brillaban. Los fans cantaban.
Pero George no sonreía.
Sostenía la botella de champagne sin abrirla, sin mirar a nadie.
En su mente, solo una imagen: Franco, arrodillado frente a un ídolo muerto.
Y luego… nada. Cuando sonó el himno italiano por el constructor, George bajó la cabeza. Y cuando lo rociaron con champagne, no se movió, no al principio, solo cuando Lando le dio un codazo amistoso, reaccionó.
—Eh, mate. Lo lograste —le dijo con una sonrisa torcida—. Estás muy serio para haberle robado la victoria a medio mundo.
George asintió, apenas.
—Tengo algo que hacer —dijo en voz baja.
Dejó la botella. Bajó del podio antes que los otros.
Se quitó la gorra. El rostro empapado, no de champagne.
De urgencia.
Porque el no había terminado.
La victoria no significaba nada si Franco no estaba allí para verla.
Y George sabía que lo que había visto… no había sido un espejismo.
George corría.
El mono aún empapado en champagne, sus botas golpeando el asfalto.
El corazón por delante del cuerpo. Atravesó el paddock con una urgencia que nadie entendió. Saltó las barreras, empujó vallas con los hombros.
No miró atrás.
Porque lo había visto.
Lo vio.
Su Franco, arrodillado frente a esa estatua.
El circuito temblaba a lo lejos con el eco de la celebración. Pero para George, solo existía el sonido de su respiración y el latido desbocado de su pecho.
Apretó el celular en la mano.
Marcó.
—¿George? —respondió María, agitada.
—Lo tengo. —Su voz era apenas un hilo de viento—. Está acá. En Tamburello.
Corrió como si pudiera ganarle al tiempo. Cuando llegó a Tamburello, el sol se filtraba entre los árboles, tiñendo el aire de un dorado tenue.
Y allí estaba Franco.
De rodillas aún. En silencio.
George se acercó, con cuidado. Se detuvo a dos pasos. Su corazón no paraba de bombear a un ritmo indescriptible.
El rostro de Franco estaba húmedo, no de lágrimas, sino de esa fina condensación que deja el miedo cuando se escapa del cuerpo. Sus ojos estaban abiertos, pero no fijos. Como si hubiera estado hablando con alguien… o con algo.
—Franco…dear...
Franco alzó la vista. Lo reconoció.
Y entonces, por primera vez en toda la semana, sonrió de verdad.
—Ya se fue.
George se arrodilló a su lado.
No lo tocó. Solo se quedó ahí, con él.
Frente a la estatua de un hombre que había cambiado el mundo.
Y junto al hombre que acababa de cambiar su vida, su carrera. Optó por simplemente susurrarle:
—Terminé la carrera.
Franco parpadeó. Tardó en enfocar.
Cuando lo hizo, sus ojos se llenaron de luz al verlo
—Y yo estoy acá —dijo, apenas audible.
George asintió. Trató de no llorar.
—I know, I feel you.
—Ganaste.
—No importa.
Franco giró un poco la cabeza hacia él.
—Sí importa. Terminaste lo que yo no podía.
George cerró los ojos.
—No. Lo terminamos...los dos.
Silencio.
Solo el viento. Las hojas. El eco de los motores apagándose.
Franco dejó que su cuerpo se inclinara.
Y George lo sostuvo, abrazando su calidez, su alma.
Capítulo Final – “Promesa bajo la curva"
La noche en Tamburello
La luz del atardecer se había disuelto por completo.
El césped estaba húmedo, y el aire, lleno de esa quietud especial que aparece justo después de que algo inmenso ha pasado.
George seguía sentado a su lado, rodeandolo, en silencio, como si aún temiera que Franco desapareciera si hablaba demasiado fuerte.
Franco acariciaba la tierra con la yema de los dedos.
Los vendajes ya estaban sucios. El traje, manchado en las rodillas.
Finalmente, habló.
—Cuando me fui… no fue del todo por miedo.
George giró apenas la cabeza.
Lo escuchaba como se escucha algo sagrado.
—Fue porque… él me llamó. En la entrevista, en los ruidos del garaje, en los sueños. No era como oír una voz, era como oírme a mí mismo… en otro tiempo.
—¿Entonces? —preguntó George con la voz apenas rota.
Franco sonrió. Tranquilo.
—Pero no era posesión. Ni locura...Era como si él también tuviera miedo, como si supiera que no podía volver solo, que alguien tenía que encontrar el final por él, ayudarlo.—Se quedó callado unos segundos. Luego, tomó una respiración profunda.
—Me hizo una promesa. O yo se la hice...No sé del todo, pero nos entendimos.
George lo miró con el alma en carne viva.
—¿Qué promesa?
Franco giró hacia la estatua. Sus ojos, ahora limpios, parecían mirar más allá del bronce.
—Que no iba a morir por él. Que iba a vivir por los dos.
George bajó la cabeza, sintiendo el peso de esas palabras en el pecho.
Franco le tomó la mano, suave pero seguro, sus heridas ya no dolían. Sus manos cálidas entrelazaban sus dedos con los del contrario.
—Y que no iba a esconder más lo que soy. Que no iba a correr huyendo, sino hacia algo.
—¿Y qué es ese "algo"? —preguntó George, casi en un susurro.
Franco lo miró con una ternura sin escudo.
—Vos.
Hubo un momento de silencio, largo como una curva ciega.
Y entonces George lo abrazó.
Sin apuro. Sin público. Sin miedo.
Con su corazón desnudo, la calma invadiendo a ambos cuerpos entrelazados que habían recuperado todo el uno del otro.
Lo habían resuelto juntos.
Más tarde, ya bajo los focos apagados y el paddock desierto, Franco se acercó una última vez a la estatua.
George lo observaba desde unos pasos detrás.
Él se agachó, como antes, y apoyó una flor blanca en la base de mármol, con los dedos ya libres de vendajes.
Y justo cuando se incorporó para irse, lo vio.
Una pequeña línea nueva en el pedestal.
No estaba allí antes. Tallada apenas, como por una uña o un alambre.
Solo decía:
“Vai viver.”
Franco sonrió, temblando. Cerró los ojos.
Y por primera vez desde aquella curva, desde aquel viernes maldito… sintió paz.
Fin.

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