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Capítulo 1 – El Laboratorio Luthor
Dicen que todos los niños nacen de un milagro. Algunos nacen en hospitales, con doctores que sonríen y familiares esperando afuera con globos y flores. Yo nací en una cápsula de acero, rodeado de tubos y máquinas que olían a metal quemado. Mi primera cuna fue un laboratorio secreto. Lo sé porque así me lo contaron mis madres. Sí, mis madres. Tengo dos, y no, no fue un error de la biología, sino de la obsesión de mi abuela Lilian Luthor. Ella creía que podía diseñar el arma perfecta: la fuerza kryptoniana de Supergirl combinada con la mente calculadora de un Luthor. El resultado… fui yo.
Kara, mi jeju , siempre me cuenta esa historia como si fuera un cuento de hadas. Dice que cuando me encontraron, brillaba una luz azulada dentro de la cápsula, como una pequeña estrella atrapada en un frasco. Que cuando abrió la compuerta y me tomó en brazos, supe exactamente quién era ella. “Tú me miraste como si siempre hubieras sabido que era tu mamá”, suele decirme entre lágrimas y risas. Lena, mi madre, cuenta la historia como si estuviera en una sala de juntas. Precisa, lógica, sin adornos. “Lilian te creó con la intención de convertirte en un arma, Liam. Pero ese proyecto murió con ella. Nosotras decidimos darte un propósito distinto: una vida.”
Yo siempre digo que entre las dos versiones está la verdad: un poco de cuento de hadas, un poco de fría realidad científica. Lo gracioso es que, aunque nunca conocí a Lilian, a veces siento su sombra respirando detrás de mí. Como si en cualquier momento fueran a recordarme que no soy un chico normal, sino el producto de una ecuación que alguien nunca terminó de resolver. Pero no me malinterpreten. No soy infeliz. Al contrario. Crecer con dos madres que se aman y que me aman a mí más que a nada en el mundo… ha sido el regalo más grande.
Claro, también está el detalle de que una es Supergirl y la otra es Lena Luthor, pero eso es una historia para otro capítulo. Lo que quiero contar hoy empieza mucho antes de que yo pudiera caminar, incluso antes de que pudiera abrir los ojos. Empieza en ese laboratorio, cuando el destino de una familia —y quizás el del mundo— cambió para siempre.
Mis recuerdos más antiguos no son realmente míos. Son los que heredé de las historias que me contaron mis madres una y otra vez, tanto que puedo verlas como si hubiera estado allí, observando desde dentro de la cápsula. Dicen que todo empezó con un pasillo largo y oscuro, bajo las ruinas de un edificio en las afueras de Metrópolis. Mamá había rastreado señales energéticas anormales, algo que solo podía venir de su madre, Lilian. Jeju, obviamente, insistió en acompañarla, porque si algo tenía claro era que cuando se trataba de los Luthor, nunca había “simplemente un sótano”.
Jeju me contó que el lugar olía a humedad y óxido, y que podía sentir la electricidad vibrando en el aire. Mamá, en cambio, siempre recalca que lo que más le impresionó fue la organización. “Cada cable, cada consola, cada máquina estaba exactamente donde debía estar. Ese laboratorio era el legado de una mente obsesiva”, dice con un suspiro cada vez que lo recuerda. Y entonces, ahí estaba yo.
Una cápsula en el centro de la sala, iluminada por una luz azulada que pulsaba como un corazón gigante. Jeju describe ese momento como “amor a primera vista”. Mamá lo describe como “pánico existencial”. Yo lo describo como: “Hola, soy tu hijo sorpresa. ¿Quién pidió un bebé genético de dos por uno?”
Jeju me confesó que no lo pensó ni un segundo. Corrió hacia la cápsula, la rompió como si fuera de papel y me sostuvo entre sus brazos. “Tus ojos estaban cerrados, pero respirabas, y eras tan cálido… Yo sabía que eras mío”, dice siempre con esa sonrisa boba que la delata.
Mamá, en cambio, se quedó congelada. No porque no quisiera tomarme en brazos, sino porque su mente iba a mil por hora. “¿Y si era una trampa? ¿Y si realmente eras un arma? ¿Y si… eras un error?” Jeju, como buena kryptoniana terca, le contestó: “Lena, míralo. Es un bebé. Y los bebés no son armas.” Ese fue mi primer acto de rebeldía: existir. Ser algo que Lilian nunca planeó: un hijo, no un soldado. Mamá dice que finalmente se acercó, temblando, y tocó mi mano. “Cuando tus dedos se cerraron alrededor de los míos… supe que estaba perdida. Ya no podía dejarte.” Esa es su manera elegante de decir que en ese momento dejó de ser “la hija de Lilian” y se convirtió en “mi mamá”.
Yo siempre imagino la escena como una película: Jeju con lágrimas en los ojos, Mamá con el ceño fruncido pero la mano temblando, y yo en el medio bostezando, porque sí, al parecer mi primera acción en este mundo fue un bostezo. No salvar una ciudad, no disparar rayos láser por los ojos… solo bostezar. Muy heroico.
De regreso al presente, Han pasado dieciséis años desde entonces. Hoy ya no estoy en una cápsula, sino sentado en un banco de madera incómodo, en el campus de la Universidad Nacional de Metrópolis. El mismo lugar donde Mamá estudió y brilló como la estudiante prodigio que siempre recuerdan los profesores más viejos. Yo, en cambio, soy “ese chico Danvers-Luthor”. No “Liam”. Nunca solo “Liam”.
Mientras me ajusto la mochila en el hombro y trato de no tropezar con mis propios pies, pienso que hay ironías que ni siquiera el destino planea: – Sobreviví a un experimento genético, – Fui criado por una kryptoniana y una Luthor, – Y, sin embargo, lo que más me aterra hoy es mi primer día de clases en la universidad. Porque seamos sinceros: los exámenes de matemáticas son mucho peores que los robots alienígenas.
