Chapter 1: ❝𝐏𝐑Ó𝐋𝐎𝐆𝐎❞
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❝Cuando el fuego de los dragones se encontró con la piedra de Runestone, nació un niño destinado a ser leyenda.❞
En el año noventa y ocho después de la Conquista, entre los muros silenciosos de la fortaleza, en el corazón del Valle, llegó al mundo un niño que ya traía en su sangre la llama de los dragones. Pálido como la luna, con cabellos blanco-dorados que brillaban como el sol sobre la nieve y ojos como brasas dormidas, no reflejaba ni un solo rasgo de su madre. Cada línea de su cuerpo, cada curva de sus dedos, hablaba de la pureza Targaryen: un heredero de fuego y sangre, destinado a marcar la historia con su sola existencia.
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Runestone, Valle de Arryn, 98 d.C.
Nunca había esperado tener un hijo con la joven de bronce. Ni imaginar que esos genes pudieran marcar el linaje Targaryen. La idea lo irritaba y, al mismo tiempo, lo desarmaba más de lo que estaba dispuesto a admitir. El príncipe adolescente de diecisiete años caminaba inquieto por el corredor, malhumorado, los brazos cruzados y la mandíbula tensa. Las parteras lo habían relegado allí, argumentando que los hombres no podían presenciar el parto, y él mascullaba entre dientes:
—Seguro será un bastardo... y esa maldita habrá manchado su honor.
No era secreto para nadie que despreciaba a su joven esposa, la dama de Runestone, quien lo miraba con una mezcla de orgullo y desafío. A sus diez y cinco primaveras, la muchacha no era la frágil damisela que él había esperado: tenía carácter, fuerza y una determinación que lo irritaba hasta lo imposible.
El matrimonio había sido arreglado por la reina Alysanne, un movimiento político destinado a reforzar la alianza Targaryen con el poderoso Valle, pues los Royce eran la segunda casa más importante de la región. Lo odiaba a muerte, es una maldita oveja, no es una auténtica valyria como su familia. Su hermano, Viserys, tiene una esposa, una hermosa chica con apariencia valyria pero su sangre Arryn corre por sus venas, sigue siendo una targaryen. Además su hermano y su buena hermana tuvieron una niña preciosa.
El príncipe seguía de pie en el corredor, los dedos apretados en un puño, escuchando cada gemido y cada suspiro como si fueran dagas clavándose en su orgullo. No esperaba tener hijos con ella, y mucho menos que el niño fuera suyo. Durante meses había cultivado la certeza de un posible engaño, seguro de que la joven había traído un bastardo al mundo. Sin embargo, recordaba vagamente la noche en que consumaron el matrimonio... y que, finalmente, ella había logrado concebir.
—¡Respira, niña! —gritó una de las parteras, dando órdenes mientras la dama arqueaba la espalda sobre las sábanas blancas, sudor perlándole la frente—. ¡Ya casi está!
—¡Podemos ver la cabecita del bebé! —exclamó otra partera, con voz temblorosa de emoción.
El príncipe resopló, intentando contener la impaciencia y la rabia que le ardía en el pecho. Cada gemido de su esposa le revolvía el estómago; la odiaba por su juventud, por su valor, por desafiarlo incluso en su propio lecho... y ahora, más que nunca, por traer un hijo al mundo.
—Tsk... seguro un bastardo... dudo que tenga cabello plateado —masculló con burla, reprimiendo la urgencia de correr a comprobarlo él mismo—. Espero que esa maldita... no me haga perder el honor frente a la corte.
Un último esfuerzo de la dama y un grito agudo llenaron la estancia. Las parteras se apresuraron, cubriendo sus manos con paños y moviéndose con precisión. El llanto del recién nacido estalló en la habitación, débil pero insistente, como un desafío que nadie esperaba.
El príncipe dio un paso titubeante hacia la puerta, conteniendo el aliento. Las pesadas puertas se abrieron y la matrona mayor, una anciana de confianza de la dama de Runestone, lo fulminó con la mirada, ladeando ligeramente la cabeza y frunciendo el ceño. Su gesto era claro: respeta o no entrarás.
—Mi príncipe, su esposa, la dama de Runestone, ha dado a luz a un niño... sano y fuerte —dijo con voz firme y tranquila—. Puede pasar a verlo.
El joven soltó un chasquido de burla, cruzó los brazos y avanzó con pasos lentos, más por curiosidad que por decisión. Frente a él, su maldita esposa sostenía al recién nacido, que aún tenía los ojos cerrados y la piel arrugada de recién nacido. Su cabello blanco-dorado brillaba bajo la luz, suave y delicado como hilos de sol sobre la nieve. Un detalle que lo desconcertó: no había duda, el niño era suyo... y llevaba toda la marca de los Targaryen.
—¿Qué carajo...? —murmuró, con la voz baja, apretando los puños hasta que los nudillos se pusieron blancos.
El pensamiento golpeó al príncipe con fuerza; su orgullo estaba en juego. Maldita sea, su plan había fallado. Ese mocoso era suyo, y significaba que seguiría atado a este jodido matrimonio con la joven de bronce.
La joven dama de Runestone lo observaba, procesando la realidad. Nunca había planeado tener familia; su vida estaba destinada al arco y la práctica, al entrenamiento y la fortaleza. Sin embargo, allí estaba: con un príncipe en brazos, y un futuro incierto por delante.
El príncipe pícaro se quedó unos segundos inmóvil, observando al niño con el ceño fruncido. Sus brazos permanecían en sus costados, pero el pulso le latía con fuerza; nunca había sentido que algo suyo lo desarmara tan rápidamente. Finalmente, dio un paso más, acercándose con cuidado, sus ojos amatistas fijos en el recién nacido.
—Así que... es... mío —murmuró, con la voz apenas audible, más para sí mismo que para los demás—. Maldita sea... y yo que esperaba otra cosa.
El llanto del niño parecía retumbar en sus oídos, recordándole que aquello era irrefutable: el pequeño era suyo.
La dama de Runestone, con la barbilla levantada y los ojos azul grisáceos fijos en él, dejó que un hilo de satisfacción dibujara una curva fría en sus labios.
—Veo que finalmente admites algo que te duele —dijo ella, con voz calmada pero cargada de burla, dejando que el sarcasmo flotara en el aire—. No esperabas que fuera tan... evidente, ¿verdad?
Daemon resopló, apartando la mirada por un instante, pero los dedos le temblaban levemente. Apoyó una mano en el marco de la cama, como si necesitara sostenerse de algo, mientras intentaba mantener la compostura.
—Cállate... —masculló con burla, entrecerrando los ojos—. Eso es una jodida broma... —chasqueó la lengua con desdén y, tras un silencio cargado, murmuró con frialdad—. Tsk... algo me servirá este niño.
El silencio envolvió la estancia, roto solo por el llanto del recién nacido que resonaba contra las piedras antiguas de Runestone. Era un llanto fuerte, persistente, como si reclamara su lugar en un mundo que aún no sabía de él.
Daemon apretó la mandíbula, incapaz de apartar la vista del pequeño. La joven de bronce lo sostuvo con firmeza, orgullosa incluso en su agotamiento, mientras el príncipe luchaba contra la tormenta que lo carcomía por dentro. No lo admitiría en voz alta, pero lo sabía: el niño era suyo.
La unión que él había despreciado, el matrimonio que había odiado, había dado fruto. Un heredero de fuego y piedra.
Nadie podía preverlo aún, pero aquel llanto marcaría el inicio de una historia teñida de orgullo, sangre y destino.
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"En la quietud de Runestone, un nuevo destino despertaba con cada llanto."
El castillo parecía contener la respiración mientras todos los pasillos de piedra se llenaban de rumores y miradas curiosas. En los brazos de su madre, el pequeño príncipe permanecía sereno, con los ojos cerrados y la frente arrugada por el esfuerzo de nacer. Su cabello blanco-dorado relucía bajo la luz de las antorchas, y la perfección de sus rasgos hacía que más de uno dudara si estaba viendo a un niño o a un ángel caído del cielo.
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Runestone, Valle de Arryn, 98 d.C.
El castillo de Runestone estaba impregnado de murmullos, voces que serpenteaban por los pasillos de piedra como venas de rumor invisible. Todos hablaban del pequeño príncipe, el primogénito de la dama de Runestone y del príncipe pícaro. Un niño que, a pesar de sus escasos días de vida, ya sembraba asombro y comentarios en cada rincón de la fortaleza.
Era hermoso. Demasiado hermoso. Piel pálida como la luna llena, un rostro de una delicadeza que muchos confundían con el de una niña. Sus manitas diminutas, cerradas en puños firmes, parecían apresar un destino que aún no comprendía, pero que todo lo alteraría.
Daemon, a sus diecisiete primaveras, era padre. Rebelde, testarudo, con el ego inflamado y un carácter indomable. Nunca lo había esperado; jamás había entrado en sus planes. Siempre anheló romper ese yugo matrimonial con su "perra de bronce", y sin embargo, ahora estaba atado a ella de la forma más irrevocable: a través de un hijo.
—Tsk... —Chasqueó la lengua frente al pequeño, su réplica en miniatura, sin un solo rasgo de su esposa. Esa pureza valyria era un triunfo, un insulto perfecto a los dioses de piedra del Valle. Una sonrisa torcida se dibujó en sus labios—. Bueno... supongo que tendrás que aprender de mí —murmuró—. No espero que me sigas la corriente... ni que me quieras. Pero, de algún modo, sabré cómo usarte a mi favor.
Rhea descansaba en sus aposentos por orden del maestre, mientras Daemon permanecía en la guardería, observando al niño. Cada movimiento, cada gesto, era un reto silencioso. Un dedo se agitaba, otro cerraba el puño. Y él, testarudo y orgulloso, sintió por primera vez que no podría controlar todo a su alrededor.
—Aegon... —murmuró, más para sí que para el bebé—. Un nombre para un conquistador, no para señores de bronce y colinas estériles.
El recién nacido soltó un gemido tenue, como si objetara el nombre. Por un instante brevísimo, algo que no era arrogancia centelleó en la mirada de Daemon, solo para ser ahogado de inmediato. Arqueó una ceja, divertido, y dejó escapar una risa cortante.
—¿Qué? ¿Ya me llevas la contraria? —bromeó con ironía que no ocultaba el filo de su ego.
Se reclinó en el respaldo de la silla, cruzando los brazos, como si necesitara afirmar su dominio incluso ante una criatura de días.
—No importa cómo te llames... —resopló con el aire de superioridad que lo definía—. Mientras seas mío, el mundo sabrá de ti. Porque si eres sangre de dragón... no serás uno más.
El príncipe pícaro guardó silencio, observando las llamas de las antorchas danzar sobre la piedra antigua de Runestone. Sus labios esbozaron una media sonrisa, esa que fundía orgullo y desdén.
—Este castillo de piedra es una jaula. Pero tú no estarás encadenado a él —susurró con menosprecio—. Montarás dragones, conquistarás reinos. Te prometo que juntos haremos arder este jodido mundo.
La antorcha junto a la cuna crepitió con furia, como si las sombras mismas aprobaran el juramento.
Mientras tanto, en los aposentos sumidos en una penumbra que olía a hierbas medicinales y cera de abejas, Rhea Royce se inquietaba en silencio entre las sábanas frías. Cada músculo de su cuerpo, forjado durante años en el patio de entrenamiento para dominar la espada y el arco, parecía haberse convertido en agua. Odiaba esa postración con una furia que le quemaba la garganta, sintiendo cómo la fragilidad que siempre había despreciado se apoderaba no solo de su cuerpo, sino de su espíritu. Desde que tenía uso de razón, su vida no había girado en torno a bordados insulsos o canciones de cuna, sino al sonido áspero del acero golpeando la fría piedra rúnica de Runestone, un metal tan antiguo y lleno de historia como las propias Montañas de la Luna. El deber para con Runestone era un peso tan tangible como la pesada armadura de su padre, una losa que había guiado cada uno de sus pasos y que ahora, paradójicamente, la encadenaba a esta cama.
Ahora, con apenas quince años, había parido un hijo. Para los señores del Valle sería un triunfo, un heredero con sangre Royce y Targaryen. Para las septas, la culminación de su propósito. Pero para ella era otra cadena, más fina pero más cruel. Aún no sentía ese instinto maternal del que tanto alardeaban; al contrario, el llanto agudo del bebé en la habitación contigua le erizaba la piel de pura irritación, un recordatorio sonoro de su encierro.
Lo había mirado con una distancia insalvable, como si observara un objeto precioso pero ajeno. En su rostro diminuto, ya se adivinaba la marca de los Targaryen: ese pelo pálido como la plata que tanto detestaba. Cada rasgo del niño era un recordatorio cruel de aquel príncipe pícaro y arrogante, Daemon, a quien odiaba con un silencio que habría podido pulir el acero.
Un suspiro hondo escapó de sus labios, cargado del cansancio de quien añora el aire libre y el peso de un arma en la mano. Como no tenía nada mejor que hacer, su mirada se posó en el libro que descansaba sobre la mesita de noche, el mismo que no había tocado en meses. Lo tomó con desgano, pasando los dedos por la cubierta de cuero gastado y polvoriento. La lectura siempre había sido su refugio clandestino, un escape cuando la realidad se volvía insoportable, pero incluso ahora las palabras le parecían un eco lejano.
"Tal vez encuentre un nombre para el niño", pensó, sin ningún entusiasmo. Tenía algunos en mente: Yorwyck, que le sonaba a viejo senil decrépito; Artys, el nombre de un héroe ajeno al que nunca aspiraba ser; Brynjar, demasiado áspero y tribal para un niño que llevaría sangre de dragón. Todos tenían un significado, un peso, pero ninguno le resonaba en el corazón.
Ninguno le sonaba a hijo suyo.
Se recostó contra los cojines de plumas, abriendo las primeras páginas con un crujido seco. Sin embargo, sus ojos apenas recorrían las líneas; su mente se deslizaba hacia otros recuerdos, hacia la libertad salvaje de cabalgar por los bosques del Valle, con el viento frío cortándole el rostro y la certeza del arco firme en sus manos. Esa era la verdadera Rhea Royce, la que olía a sudor de caballo, a tierra mojada después de la lluvia y a metal bruñido con esmero. No esta muchacha pálida y recluida, reducida a la frágil imagen de una madre joven que aún no sabía si quería serlo.
—Maldito sea este destino —murmuró con amargura, cerrando el libro de un golpe seco que resonó en el silencio de la habitación.
La frustración, sin embargo, fue un fuego breve. La terquedad, esa roca interior que definía a los Royce desde tiempos inmemoriales, apagó la llama de la autocompasión. Con un gesto resuelto, volvió a abrir el libro, esta vez con una determinación feroz. Estaba decidida a encontrar entre sus páginas, si no la paz, al menos un arma para su espíritu. Sus ojos, acostumbrados a descifrar runas antiguas, escudriñaron frases sueltas, relatos de linajes extintos y leyendas que ya conocía de memoria. Nada le resultaba nuevo, nada la conmovía... hasta que una palabra, anidada en un margen olvidado con una letra temblorosa de algún maeste anciano, la hizo detenerse en seco.
Baeloris.
La Señora de Runestone parpadeó, como si esperara que la palabra se desvaneciera. El nombre le resultaba completamente ajeno, con una sonoridad áspera y primitiva que no pertenecía a ninguno de los idiomas cultos que conocía. Las anotaciones aclaraban que era un término rescatado de un dialecto extinto de los Clanes de las Montañas de la Luna. Bae, explicaba la nota, hacía referencia al "espíritu de lucha", esa chispa feroz que impulsa a un guerrero a levantarse incluso con los huesos rotos. Loris definía algo "que no cede ni se doblega jamás", como el granito de las montañas que rodeaban su hogar.
Baeloris: "El Espíritu Inquebrantable".
—Baeloris... —murmuró en voz baja, dejando que la sílaba final se deslizara suavemente, probando su sabor en la boca. Una sensación extraña, cálida, le recorrió el pecho—. Interesante...
La Señora de Runestone se quedó en silencio unos instantes, contemplando el nombre como si sostuviera un secreto peligroso. Una chispa de determinación, la primera que sentía desde el parto, brilló en sus ojos de un gris azulado, el color del acero bruñido bajo un cielo invernal. No necesitaba la aprobación de nadie, y mucho menos la de aquel príncipe arrogante que seguramente esperaba un nombre épico y dragonesco para su heredero.
Pero ahí estaba el problema, ¿verdad? Él era su heredero. El niño no solo sería Baeloris Royce... también sería Baeloris Targaryen. El apellido de su padre. Esa idea le provocó un leve escalofrío. ¿Estaba haciendo algo tonto? ¿Se burlaría Daemon de su elección?
Por un segundo, la duda quiso apoderarse de ella. Pero entonces apretó el libro contra su pecho. No. Ella había soportado nueve meses de pesadez, náuseas y miradas de lástima. Había parido con dolor y sangre. Si alguien tenía derecho a elegir el primer nombre, la esencia del niño, era ella. Que el príncipe se quedara con su preciado apellido. "Royce" no sería lo oficial, lo gritarían los heraldos, pero "Baeloris" sería el nombre que lo definiera en secreto, no el "Targaryen" que lo atara a un padre que no quería estar aquí.
—Baeloris Targaryen —susurró, probando cómo sonaba.
Las palabras "Baeloris Royce" no salieron de sus labios. No podían. No eran la realidad. Una parte de ella, la más orgullosa, se encogió por dentro. Su hijo, un Targaryen. Su estómago se hizo un nudo. ¿Estaba condenando a su hijo a una vida de disputas entre su sangre Royce y su nombre Targaryen?
La puerta chirrió levemente.
—Mi señora —la voz de la doncella era un hilo de seda que cortó su espiral de dudas—. El pequeño está despierto. ¿Desea que lo traiga?
La joven de Bronce apretó los dientes. No, no lo deseaba. Deseaba su espada. Deseaba el viento helado del Valle limpiándole la cabeza. Pero dejar que se lo llevaran sin más... eso se sentiría como una derrota. Como si ese príncipe ausente ya hubiera ganado.
—Sí —respondió, y la palabra le salió áspera, como un latigazo—. Tráelo.
Mientras esperaba, clavó la mirada en el libro. Baeloris. No era un nombre para canciones de cuna. Era un reto. Y si había algo que Rhea Royce entendía a la perfección, eran los retos.
Cuando la doncella le depositó al bebé en los brazos, Rhea se quedó rígida. Era tan liviano. Pero lo que más la sorprendió no fue su peso, sino su calor y su suavidad. Era una fragilidad aterradora, pero también innegablemente suave. La piel de su mejilla era como terciopelo contra el brazo de la joven Royce, marcado por pequeñas cicatrices de entrenamiento. El contraste la dejó sin aliento por un instante. Lo sostuvo como sostenía su daga de entrenamiento cuando era una niña: con torpeza, pero con la firme intención de no dejarlo caer. El niño hizo un pequeño ruido, arrugando su rostro.
"Por los dioses, se parece a él", pensó, y un golpe de frustración le recorrió el cuerpo. ¿No había nada suyo en él?
Pero entonces, el bebé abrió los ojos. Eran de un azul lechoso, indefinido. Imposible saber aún si serían el lila de su padre. Esa pequeña incertidumbre le dio un punto de apoyo.
—Oye, tú.... Pequeño—le dijo en un susurro ronco—. Te acabo de llamar Baeloris. A tu padre no le va a gustar. —Le tocó la mejilla con la yema del dedo, un gesto más de curiosidad que de cariño. La suave piel cedió bajo su tacto calloso.
El bebé giró la cabecita hacia su dedo, buscando instintivamente. Rhea retiró la mano como si le hubiera quemado. No estaba lista para eso. Pero la sensación de esa suavidad permaneció en su dedo, un recordatorio persistente y desconcertante.
—No va a ser fácil —susurró de nuevo, pero esta vez su voz sonó diferente. Menos áspera. Una sonrisa torcida, más de complicidad que de alegría, se dibujó en sus labios. Ella y este pequeño, suave y frágil desconocido, iban a ser un problema para todos.
—Sí —murmuró, ajustando al niño en sus brazos con un cuidado instintivo que la sorprendió a ella misma—. Baeloris Targaryen. Esto va a ser... interesante.
Y por primera vez, el nudo de rabia en su estómago comenzó a ceder, reemplazado por una determinación fría y clara. No era el amor cálido de las canciones, pero era algo que Rhea entendía: la ferocidad de quien defiende lo que es suyo, por frágil y suave que fuera.
Notes:
Hola! Les traigo el primer capítulo. Batallé tanto, quería que tuviera esencia entre ambos; recordemos que son jóvenes. Al menos para mí, Rhea todavía no tenía instinto maternal, hasta más adelante; tal vez también Daemon.
Bueno, ¿qué les parece? Espero sus comentarios y kudos. ¡No sean lectores fantasmas!
Chapter 3: ❝𝐂𝐀𝐏Í𝐓𝐔𝐋𝐎 #𝟐❞
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Runestone, Valle de Arryn, 98 d.C.
Esa misma noche.
El silencio de la habitación se le hacía insoportable a Rhea Royce. Estar postrada en la cama era un insulto a su naturaleza, una condena que le carcomía el espíritu por dentro. No iba a tolerarlo ni un minuto más. Con un gesto resuelto, hizo venir a sus doncellas más leales.
—Que preparen el baño—dijo, con esa voz que no admitía discusión—. Y prepárenme ropa para la cena. Asistiré.
Mientras las doncellas se apuraban, una nodriza pasó y comentó que el niño ya dormía en su cuarto. Rhea respiró aliviada. Al menos con su rutina fija —dormir, comer, bañarse— no tendría que preocuparse por él por un rato. Esas horas de tranquilidad las usaría para volver a ser ella misma, y para enfrentarse a él.
Pero pararse de la cama fue más difícil de lo que pensó. Sus piernas le temblaban como si fueran de trapo, y tuvo que agarrarse del poste de la cama para no caerse. ¡Qué fastidio! Ella, que podía montar un caballo durante horas o entrenar con la espada hasta que le ardían los brazos, ahora no podía ni dar dos pasos sin sentirse débil. Le dio tanto coraje que le lanzó una mirada a la cama como si la cosa mansa la hubiera traicionado.
—¿Se encuentra bien, mi Señora? —preguntó una doncella, viendo cómo se tambaleaba.
—¡Estoy perfectamente! —contestó la Señora de Runestone, más brusca de lo que quería. No quería su ayuda. Quería demostrar que podía sola.
Caminar hasta la bañera fue una batalla. Cada paso le recordaba lo frágil que se sentía, y eso la ponía de mal humor. Odiaba sentirse así.
Finalmente llegó donde habían colocado la gran tina de madera oscura, alta y profunda, con vapor elevándose del agua caliente. Con un gesto impaciente, se desató la bata y la dejó caer al suelo. El aire frío de la habitación le erizó la piel por un instante. Agarrándose del borde de la tina para no perder el equilibrio, subió con cuidado hasta quedar sumergida en el agua caliente. Un suspiro casi involuntario escapó de sus labios al sentir el alivio inmediato en sus músculos adoloridos.
Pero ni siquiera allí pudo relajarse del todo. Mientras una doncella le enjuagaba el cabello con agua perfumada con lavanda, Rhea no podía dejar de pensar en la cena. Él estaría allí. Daemon. Su marido. La palabra le sabía amarga.
¿Qué nombre habría elegido él? Seguro algo pomposo, que sonara a dragón y conquista. Aemon, Jaehaerys, Baelon... Nombres que celebraban a su familia, no el legado de los Royce. ¡Como si el niño fuera exclusivamente suyo! Baeloris era el nombre que ella había elegido. Punto. Si a él no le gustaba, que se jodiera.
El agua tibia no calmó su orgullo lastimado. Mientras las gotas resbalaban por su espalda, solo podía pensar en él. En Daemon. En su sonrisa sarcástica. ¿Acaso se atrevería a poner en duda su decisión? De hacerlo, le recordaría quién había llevado al niño nueve lunas en su vientre, quién había sufrido los dolores del parto mientras él se paseaba por los patios de Runestone como si fuera el dueño.
Al salir de la tina, se envolvió con firmeza en una bata de lino seca. Sus ojos recorrieron las opciones que las doncellas le presentaban.
—No el verde de entrenamiento —dijo con serenidad pero firmeza, ajustando los nudos de su bata—. El vestido gris perla, de lana fina. Y la faja de cuero con el emblema de la casa.
Las doncellas la vistieron con premura. Al hacerlo, Rhea no pudo evitar notar las diferencias en su cuerpo. Ya no era el mismo de antes.
Al ponerse el vestido, notó con irritación que su pecho, antes discreto y funcional bajo las ropas de practicar, ahora estaba más lleno y le resultaba incómodo. Una prueba más de que su cuerpo ya no era solo suyo. Cuando la doncella le cerró la espalda, sus dedos dudaron al notar lo holgado que estaba en la cintura y cómo había perdido su forma.
—Ajústalo más —exigió la Royce, con la voz quebrada—. Que no se note tanto.
La doncella obedeció en silencio, apretando el cinto de piel hasta que casi le cortaba la respiración. No importaba. Prefería el dolor a la vergüenza de que todos vieran cómo su cuerpo había cambiado. ¿Qué diría su madre si la viera así? La pregunta le vino de repente, como un golpe bajo. Su madre, cuya imagen empezaba a desdibujarse en su memoria, una dama siempre erguida, siempre dueña de sí misma.
Ella había muerto cuando Rhea era solo una niña, dejándole solo el recuerdo de su perfume a lavanda y la sensación de unas manos suaves acariciándole el pelo. Nunca le había hecho falta tanto como ahora. Las otras chicas de quince años tenían a sus madres para explicarles estas cosas, para decirles que era normal sentirse rara en un cuerpo nuevo. A ella solo le quedaba el fantasma de una mujer a la que apenas recordaba y una nodriza que le hablaba del honor de ser madre. ¡Qué sabían ellos!
¿Su madre también había mirado su reflejo con esta misma confusión? La idea la hizo sentirse a la vez más sola y menos rara. Tal vez todas las mujeres pasaban por esto. Tal vez su madre, la anterior Señora de Runestone, también había apretado los dientes y había seguido adelante.
La doncella terminó de ajustarle el cinto de cuero con el emblema de los Royce. La Royce se miró en el espejo. Seguía sin reconocerse del todo, pero una determinación nueva se encendió en su interior. No estaba sola en esto. Una línea de mujeres Royce, duras como la piedra de su fortaleza, había pasado por lo mismo antes que ella.
—Así está bien —dijo, con más firmeza esta vez.
Era hora de bajar. No solo era Rhea Royce, la de quince años ansiosa. Era la Señora de Runestone. Y ninguna duda, ni ningún príncipe arrogante, le iba a quitar eso.
Antes de llegar a las grandes puertas del comedor, Rhea se detuvo un instante en la galería principal. Su mirada se posó, como siempre, en el gran tapiz que colgaba de la pared de piedra. Representaba la Última Marcha de los Primeros Hombres, una escena desgastada por el tiempo pero llena de significado. En el centro, una figura con una capa de pieles ondeantes blandía un hacha de bronce contra un gigante de hielo. Era su favorita de niña. Se veía a sí misma en esa guerrera, enfrentándose a enemigos.
Soltó un suspiro, apartó la mirada, continuó su larga caminata hasta el Gran comedor. Llegó, relajó sus hombros con un movimiento consciente, dejando atrás la tensión de los pasillos para enfundarse el papel de Señora que ahora necesitaba interpretar.
Las pesadas puertas del gran comedor se abrieron ante ella.
La mesa no estaba llena de señores, sino que era íntima, casi familiar, y eso la hacía más tensa. Bajo la tenue luz de las antorchas, solo tres figuras la esperaban.
Allí, ocupando descaradamente el lugar de honor que correspondía a su padre, estaba Daemon. Reclinado en la silla como si fuera un trono, jugueteando con su copa con una sonrisa de suficiencia que a Rhea le provocaba ganas de lanzarle el cuchillo de la mesa.
A su derecha, sereno como las montañas que rodeaban Runestone, estaba su padre, Lord Yorbert Royce. Su rostro era una máscara de cortesía impasible, pero Rhea conocía demasiado bien el leve tic en su mandíbula. Sabía que detrás de ese silencio, su padre respiraba hondo, recordándose que aquel muchacho arrogante era el maldito esposo de su hija, el sello de una alianza con los Targaryen que pesaba más que el amor propio. Seguramente se arrepentía de haber aceptado la propuesta de matrimonio entre su hija y el príncipe canalla, quién sabe.
Y al otro lado, comiendo con un apetito que delataba su incomodidad, estaba su sobrino Gunthor, tan joven como ellos pero con los pies firmemente plantados en la tierra de los Royce.
La joven Señora apretó la faja de cuero que le oprimía la cintura. Avanzó hacia la mesa, sintiendo cómo sus botas crujían con un eco exagerado en el silencio.
—Qué sorpresa —dijo el príncipe canalla sin levantarse, alzando su copa en un saludo burlón—. Pensé que preferirías seguir jugando a la mamá cansada.
Rhea lo ignoró por completo y se dirigió a su padre con una leve inclinación de cabeza.
—Padre.
—Hija —asintió Lord Yorbert, con una mirada que decía más que mil palabras: Ten cuidado.
Tomó asiento. La cena transcurrió con una conversación forzada. Gunthor intentó hablar de los nuevos potros en las caballerizas, pero la tensión era tan palpable que hasta los cuchillos contra los platos sonaban agresivos.
Fue el príncipe quien, con una sonrisa que no llegaba a sus ojos, rompió el hielo venenoso:
—Y bien, ¿le has puesto ya nombre a MI heredero? —preguntó, enfatizando la palabra mi—. Aegon suena bien. Tiene peso.
Las palabras del príncipe resonaron en el comedor como un desafío. Rhea dejó el trozo de pan que estaba a punto de llevarse a la boca y lo miró directamente. Él la observaba con esa media sonrisa de superioridad que tanto la exasperaba, desafiándola a contradecirlo delante de todos.
—Demasiado peso —contestó, con una frialdad que esperaba ocultara el temblor de sus manos bajo la mesa—. Demasiados Aegon han acabado mal con ese nombre. ¿No te parece de mala suerte ponerle un nombre tan... maldito? ¿Quieres eso para tu heredero?
—¿Mala suerte? —La sonrisa de Daemon se torció en una mueca de genuina irritación—. Los Targaryen hacemos la suerte. No nos sometemos a ella. Aegon el Conquistador...
Rhea no lo dejó continuar. Alzó la mano con un gesto brusco que cortó su frase a mitad de camino, y habló con una voz que crecía en seguridad con cada palabra.
—¡Sí, el Conquistador! El hombre que unió los Siete Reinos —dijo, clavándole la mirada—. Pero ninguno de los que llevó ese nombre después ha podido vivir a su altura. Como Aegon "el Incoronado", que murió a manos de su propio tío. —Vio cómo Daemon abría la boca para replicar, pero no le dio oportunidad. Apretó los puños sobre la mesa y continuó, con más firmeza—. Y tenemos otro ejemplo: el Aegon de la reina Alysanne y el rey Jaehaerys, que murió en la cuna. ¿No te das cuenta? Todos los que recibieron ese nombre han muerto por no estar a la altura del original.
—¡Eso fueron solo malas situaciones!—le espetó Daemon, arrojó su servilleta al plato con desdén, pero Rhea pudo ver, por pequeña que fuera, una semilla de duda en sus ojos. Esos mismos ojos de lila que ahora tenía el bebé que dormía arriba, ajeno al destino que discutían para él.
—Ja, mala situación o no, mi hijo no llevará ese nombre.— La señora de runestone intentaba mantener la compostura, pero sentía que el control de sus emociones se le escapaba. Su voz temblaba ligeramente—. No sufrí un dolor inimaginable para traerlo a este mundo y que los dioses vengan a llevárselo por creer que no podrá con el peso de ese nombre.
—¡Él es mi hijo también! ¡Tengo tanto derecho o más que tú para decidir cómo se llamará! —Daemon golpeó la mesa con el puño, haciendo temblar las copas, y se levantó de un salto, haciendo chirriar la silla contra el piso de piedra.
Rhea no se dejó intimidar. Se puso de pie también, inútil como fuera para eliminar la diferencia de altura entre ellos, pero negándose a ser mirada desde arriba.
—Puede ser tu hijo, pero durante nueve meses fui yo quien lo llevó dentro —declaró, con la voz ahora firme y cargada de una emoción contenida—. Fui yo quien tuvo que ver cómo cambiaba mi cuerpo para adaptarse al suyo mientras crecía dentro de mí. Lo sentí moverse y patear día a día, demostrando que crecía sano. —Sintió que la voz le temblaba de nuevo, pero hizo un esfuerzo por controlarla—. Sufrí para traerlo al mundo, y si crees que tienes más derecho que yo sobre nuestro hijo, estás muy equivocado, Daemon Targaryen.
La Señora de Runestone mantuvo la mirada fija en el príncipe, desafiando la furia que ardía en sus ojos de lila. El aire en el comedor era tan espeso que costaba respirar.
—¿Más derecho? —escupió él, con la voz cargada de un resentimiento—. ¡Soy un príncipe de sangre! ¡Él es mi heredero!
—¡Y es mi vida! —gritó ella, la voz quebrándose por la emoción—. ¡Mi sangre! ¡Mi cuerpo el que se partió en dos para traerlo aquí! ¿Dónde estabas tú entonces? ¿Entre putas en los burdeles?
La palabra "putas" resonó como un latigazo en el silencio de piedra. El rostro de Daemon palideció y luego se sonrojó con una furia infantil. Lord Yorbert, hasta entonces una estatua de cortesía, giró bruscamente la cabeza hacia su hija, una advertencia muda en sus ojos. Gunthor contuvo la respiración, paralizado.
—¡Cuidado con tu lengua! —rugió Daemon, señalándola con un dedo acusador. Su voz se quebró ligeramente, traicionando la intensidad de sus emociones. Avanzó un paso hacia ella, pero la mirada helada de Lord Yorbert lo detuvo en seco.
—¿Acaso tu cuna de oro te hace más padre que yo madre? —Rhea no retrocedió, clavándole la mirada—. Tu sangre es más fina, ¿pero acaso sangraste por él?
—¡Basta! —intervino Lord Yorbert con voz grave, golpeando la mesa con la palma de la mano—. Esto es un comedor, no un campo de batalla.
—Padre, él empezó... —protestó Rhea, pero su padre le lanzó una mirada que la hizo callar de inmediato.
—¿Y qué importa un nombre? —murmuró Gunthor, sin atreverse a alzar la vista de su plato—. Al fin y al cabo, es sólo un nombre...
—¡Importa! —gritaron al unísono Rhea y Daemon, volviéndose hacia el joven con idéntica furia.
—¿Ves? —La castaña esbozó una sonrisa amarga—. Por primera vez estamos de acuerdo en algo.
Daemon respiró hondo, conteniendo la furia que le hervía en las venas. Sus nudillos estaban blancos al apoyarlos sobre la mesa.
—No entiendes —dijo con voz tensa—. Un Targaryen debe llevar un nombre de su estirpe. Es nuestra tradición, nuestro legado.
Rhea negó con la cabeza, sin ceder un ápice.
—Mi legado es Runestone. Mi tradición es proteger a los míos. Y ese nombre no lo protegerá, lo condenará.
—Se llamará Aegon —reclamó el príncipe pícaro, aunque en sus ojos asomaba la duda por primera vez.
—Se llamará Baeloris —replicó la Señora, apretando los puños, con su mirada fija en ese maldito príncipe. Y en su corazón supo que no se rendiría, aunque tuviera que enfrentarse a todos los dragones de Poniente.
El príncipe pícaro clavó sus ojos de lila en Rhea por un último instante, como si intentara fulminarla con la mirada. "Estupida, testaruda, malnacida...", pensó, sintiendo cómo la rabia le hervía en la garganta. "¿Quién se cree que es para desafiarme así? ¿Una niña de quince años que huele a caballo y tierra?"
—Como quieras —escupió por fin, con desprecio—. Llámalo como se te antoje. Al fin y al cabo, es lo único que podrás decidir sobre él.
"Ya veremos quién tiene la última palabra cuando estemos en Desembarco del Rey", pensó amargamente mientras empujaba su silla con violencia. Sin una mirada más para nadie, dio media vuelta y salió del comedor con pasos largos y airados, dejando su plato a medio comer y el silencio pesado a sus espaldas.
Cuando se cerró la puerta, a Rhea se le escapó un suspiro que le vino de lo más hondo.
No se sentía ganadora, sino cansada. Pero en la quietud que dejó su maldito marido al irse, una cosa quedó clara: Baeloris. Ya no era solo un nombre bonito. Era como una línea que había dibujado en el suelo de su casa. Una línea que él no podría pasar.
Andrieliapereira🥭 (Guest) on Chapter 1 Sun 21 Sep 2025 03:41PM UTC
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AndraaRoxx on Chapter 1 Sun 21 Sep 2025 11:51PM UTC
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Andrieliapereira🥭 (Guest) on Chapter 2 Wed 24 Sep 2025 01:36PM UTC
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AndraaRoxx on Chapter 2 Thu 25 Sep 2025 12:53AM UTC
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SkySamuelle on Chapter 3 Wed 08 Oct 2025 05:04PM UTC
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AndraaRoxx on Chapter 3 Thu 09 Oct 2025 01:25AM UTC
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