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Juramento de lealtad

Summary:

Acostumbrado a reinos donde él era solo heredero, Laurie aprende con Jo lo que es elegir su propio destino… y a su propia reina.

Notes:

(See the end of the work for notes.)

Work Text:

Laurie nunca se sintió héroe de nada.

Heredero, sí. De relojes que marcaban deberes, de salones donde las decisiones parecían tomadas antes de que él cruzara la puerta, de frases que empezaban con “un Laurence debe…”.

Un príncipe correcto atado a las normas que no dejaban lugar para respirar: sonreír así, hablar asá, no desafinar nunca.

En su mundo, las opiniones de otros cortaban más de lo que parecían. Las correcciones venían medidas, precisas, sin ofrecerle resguardo. Y las expectativas se asentaban sobre sus hombros con el peso conocido.

Él solo tenía un piano… y a Jo.

Y desde hacía tiempo sospechaba que, si alguien cabalgaba por su honor, no era el príncipe.


La primera vez que lo sintió con claridad fue en el despacho de su abuelo.

El cuarto olía a papel viejo y autoridad. La luz entraba en líneas rectas, disciplinadas. Laurie sostenía una partitura arrugada; el papel se le marcaba en las palmas.

—La música no te dará un futuro, Theodore —dijo el viejo Laurence—. Un Laurence no vive de fantasías.

La palabra cayó con la contundencia de algo que ya sabía cómo fracturarlo.

Él conocía el procedimiento: bajar un poco la cabeza, ceder, encajar.

Entonces la puerta respiró.

—Con permiso, señor Laurence… pero eso no es justo.

Jo.

Entró con un libro apretado contra el pecho cual escudo sin peso, pero con el filo suficiente para partir la sala en dos. Los rizos húmedos atrapaban luz; las mejillas encendidas; las pecas nítidas contra la gravedad rígida de la habitación.

No se acercó a Laurie. No enfrentó al abuelo de frente. Simplemente se colocó entre los dos, dando la impresión de que ese espacio hubiera estado esperando la silueta de quien se atrevería a interponerse.

—Yo lo he visto practicar —dijo—. Si eso no es trabajo serio, tendremos que revisar el diccionario.

El bastón golpeó la alfombra. Ella no parpadeó.

—Esta casa respira distinto cuando él toca —añadió—. Si eso no vale de verdad… quizá el problema no es la música.

Tenía el ceño fruncido de manera minúscula, precisa, perfecta: el gesto que la volvía desafiante sin perder ternura.

Laurie sintió que el despacho perdía tamaño, cómo los retratos se encogían, cómo ella iluminaba el cuarto entero. Y algo en él —algo que venía de generaciones de obediencia— simplemente… cedió.

No hacia su abuelo. Hacia ella.

Un calor súbito, hondo, lo recorrió. Las rodillas le temblaron con una urgencia antigua, más alma que cuerpo: la necesidad de inclinarse, de dejar que el corazón se sometiera a esa valentía que ella llevaba sin alardes, un filo apenas insinuado, latente en el gesto.

No lo hizo, por supuesto. Pero el impulso quedó grabado bajo la piel, a modo de una orden que no le pertenecía pero que lo había elegido.


Luego vino Ned Moffat, el ponche, las risas livianas de los salones. Laurie, apoyado en una columna, sonreía con la soltura de un buen heredero entrenado.

—Vamos, Laur —dijo Ned—. Eres un poco falso. El nieto perfecto…

“Falso.”

La palabra era pequeña, pero sabía dónde entrar. Se le encajó justo en el hueco donde vivían todas las veces que había dicho “sí, señor” cuando quería decir otra cosa.

Él buscaba una réplica suave cuando el aire cambió. No fue un estruendo; fue ese silencio tenso con el que alguien desenvaina sin hacer ruido.

—Qué curioso —dijo una voz a su lado—. Yo pensaba que lo falso eran los chistes que siguen cuando ya nadie se está riendo.

Jo.

No supo en qué momento había cruzado la sala, pero de pronto estaba allí, a un paso. Vestido sencillo, un par de rizos sueltos enmarcando la cara; las mejillas levemente rosadas por el calor del salón y el enfado; la boca apretada en esa línea que a él siempre le provocaba una mezcla absurda de ternura y vértigo.

Laurie sintió el roce casi imperceptible de su falda al avanzar, un calor que pasó como un aviso: aquí estoy, ponte detrás si hace falta.

—Solo bromeábamos, March —dijo Ned.

Jo frunció más el ceño. El gesto le recogió aún más los rasgos, volviéndola peligrosamente adorable a ojos de Laurie, que conocía ya esa expresión: justo antes de que soltara una palabra que pudiera silenciar a media humanidad.

—“Bromeábamos” —repitió ella, suave—. Palabra muy útil. Casi siempre aparece cuando alguien ya salió herido.

El círculo se encogió. Ella no alzó la voz, no hizo numeritos. Giró apenas el cuerpo, lo suficiente para situarse delante de Laurie, instintiva guardiana del lugar destinado al que tomará la bala.

—Llamar “falso” a alguien delante de todos, con vaso en la mano… —añadió—. No suena a amistad. Suena a cobardía. O a idiotez. Tú decides.

El ponche perdió de golpe la gracia. Ned murmuró una disculpa. Jo la dejó caer y el gesto de su boca se relajó un poco, aunque la firmeza seguía ahí, en la postura, parecía que su cuerpo aún buscara el peso invisible de una armadura. Laurie la vio contener el impulso de apretar el vaso hasta romperlo.

Envainó. Pero el golpe, de algún modo, estaba dado igual.

Él, mirándola desde medio paso atrás, solo pudo pensar que había pocas cosas más sobrecogedoras que verla así: enojada, mejillas encendidas, la boca terca dibujando frases que lo defendían cual estandarte erguido en su honor.

Sintió otra vez el tirón bajo el estómago. No solo devoción: esa obediencia dulce que nacía sin violencia. La urgencia íntima de inclinar el alma antes que el cuerpo y besar esas manos capaces de alzar paredes entre él y el mundo.

Se sostuvo. Apenas. Pero la idea lo atravesó con claridad:

si Jo era un reino, él ya vivía postrado.


Después vinieron las batallas mínimas, las que nunca figuran en las crónicas.

“Un muchacho como tú debería pensar en algo serio.”

“La música está bien, pero no para ser un destino.”

“Con tu apellido, sería una pena desperdiciarse en eso.”

Frases pulidas, amables, servidas en bandeja de buena intención. Armas finas pero armas al fin. Se repetían tanto que Laurie empezó a aprenderlas de memoria. Y así, entre batalla mínima y batalla mínima, Laurie empezó a notar un patrón.

Una tarde, en la sala de las March, las puso en voz alta, solo para descubrir el modo en que sonaban si salían de su boca.

—No tengo futuro en la música —dijo, fingiendo ligereza—. Es un lujo. Alguien como yo debería…

—No.

Una sola palabra, lo bastante firme para detenerlo. Jo estaba al otro lado de la mesa, ojos fijos en él, manchada de tinta, los labios fruncidos pidiendo batalla cuando él solo podía ofrecerle besos. Había levantado la pluma, quieta en el aire, parecía una lanza suspendida y con ella pudiera reescribir su destino.

—No vuelvas a hablar así de ti —dijo—. Al menos no donde yo pueda oírte.

Él intentó reír.

—Solo repito lo que dicen…

—Entonces que vengan a decirlo aquí —replicó—. A ver si pueden cuando yo esté delante.

Ahí estaba otra vez: el estremecimiento en las piernas. Esa obediencia dulce, paciente, que despertaba solo con ella. Ese impulso de apoyar la frente sobre sus manos, de jurarle algo sin palabras a la muchacha que lo defendía incluso de sí mismo.

Empezó a aceptarlo: no era solo amor. Era entrega.

Con el tiempo vio el hilo entero. Cada golpe del mundo encontraba a Jo ya en posición. Cada decreto encontraba su réplica afilada. Cada vez que él bajaba la cabeza, ella se movía un paso adelante, guiada por un instinto antiguo le dictara ponerse entre él y el daño.

Y cada una de esas veces Laurie sentía lo mismo: piernas flojas, pecho encendido, la certeza mansa y absoluta de inclinarse sin ser obligado.

Empezó a pensar —en secreto, en silencio— que si algún día debía entregarse del todo, sabía ante quién sería.


Hasta que el tiempo, por fin, los alcanzó.

La tarde era tranquila, demasiado normal para la magnitud del momento. Jo estaba descalza, con la trenza medio suelta; una mancha de tinta en la muñeca; la boca fruncida, concentrada en una frase que se negaba a dejarse domesticar.

Laurie entró sin ruido. Ella levantó la vista, una ceja arqueada, lista para preguntar si él había roto algo. Pero no alcanzó.

Laurie ya estaba arrodillándose.

No por accidente. No por impulso. Sino porque tantos años conteniéndose habían conducido justo a ese instante: el único en el que sus rodillas encontraron destino.

Jo dio un paso hacia él, confundida.

—Teddy… ¿qué estás…?

Él alzó la mano.

No una espada.

No una corona heredada.

Sino un anillo sencillo, liso, cálido en la palma. La única corona que alguna vez quiso ofrecer. La única que importaba.

—Jo —dijo, con la voz temblándole igual que aquel día en el despacho—. Si tengo que pertenecer a algo… que sea a esto. A ti. Tuyo. Para siempre.

Ella dejó caer el cuaderno. El ceño fruncido se le suavizó.

Laurie, mirándola desde abajo, sintió que por fin el gesto tenía sentido: no era rendición. Era lealtad: la que solo se siente ante quien carga el filo por uno. Era la reverencia que llevaba años a punto de hacer.

Cuando ella lo tomó de las manos, cuando sus dedos temblorosos cerraron el anillo entre ambos, Laurie entendió que no estaba pidiendo nada extraordinario:

Solo aceptar que en su propio cuento, el príncipe no era quien salvaba a la mujer con armadura invisible, sino quien —con una gratitud que ya se le había vuelto destino— elegía, una y otra vez, poner su corazón de rodillas ante ella.

Porque en todas las historias hay coronas.

Y, por fin, él estaba ofreciendo la única que era verdaderamente suya.

Notes:

Sí, ya sé: vivo poniéndolos en todos los roles posibles. Pero de todos, mi favorito es este —Laurie de príncipe y Jo de caballero. Admitámoslo: él nació para arrodillarse, y ella para salvarle la vida.

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