Chapter Text
"Dedicado a todos aquellos que aman a los lobos y a los que no.
Para Roier,
te amaré siempre, capo."
Sé que todos conocen a los Lobos, hombres peligrosos, fuera de la ley, enormes, musculosos, apestosos, atractivos y con una pija enorme. Sé que les habrán contado lo increíble que es pasar El Celo con ellos y que les cojan como nunca en su vida. Pero aquí estoy yo para advertirles de los problemas y peligros que eso puede llegar a darles. Soy Spreen, esta es mi historia, y les contaré cómo mi vida se fue completamente a la mierda, los muchos errores que cometí y la forma en la que pasé a formar parte de la una puta Manada. Empezaré con una advertencia: una vez que un estúpido Lobo se enamora de vos, no hay vuelta atrás…
Eso es algo que me hubiera gustado que me hubieran dicho cuando Sylvee me llamó y dijo que había conseguido entradas para el Club Luna Llena, porque yo no me imaginé lo muchísimo que mi vida iba a cambiar desde ese momento. Solo seguí reponiendo los cartones de leche y respondí:
—No voy a ir.
—¡Vamos, Spreen! Me prometiste que irías conmigo.
—No. Yo no te prometí una mierda —le recordé—. Si queres ir a uno de esos clubs de lobos, anda sola.
—Es peligroso ir sola. Necesito que alguien me acompañe.
—Si es peligroso, ¿por qué vas? —le pregunté, alzando la mano en un gesto de incredulidad que Sylvee no pudo ver.
—Dentro de poco será El Celo…
—Ogh… —puse los ojos en blanco y negué con la cabeza antes de tomar otro tetrabrik de leche y dejarlo en la balda junto a los demás—. Eso sí es peligroso.
—No es peligroso —y se quedó callada un par de segundos—. No tiene por qué serlo si vas preparada. Mi amiga Nancy, la del trabajo, lo hizo una vez y dice que es una experiencia que hay que vivir. Dice que el sexo ya nunca vuelve a ser igual después de tener a una de esas bestias encima durante cuatro días.
—¿Tu amiga Nancy?, ¿la que no sabe diferenciar el fax de la fotocopiadora? ¿Esa piba?
—Sí, esa —afirmó. Hubo un sonido metálico y Sylvee no volvió a hablar hasta darle un par de tragos a la cerveza que acababa de abrirse—. Escucha, Spreen. Me acompañas al club este viernes, te invito a las copas y bailamos un poco tú y yo. ¿Qué te parece?
—Me parece que no se te va a acercar ningún lobo si ven como bailas —respondí, levantándome del suelo cuando terminé de poner todos los tetrabriks de leche en su sitio—. De todas formas, ¿cómo vas a… coquetear o lo que sea que vayas a hacer allá, si yo estoy con vos?
—Eso no importa, pueden oler que eres gay.
Dejé la caja vacía con la imagen de una vaca sonriente sobre el mostrador de la tienda y me quedé en silencio mirando los carteles donde se pedía educadamente a los clientes que «por favor, no robaran».
—Pueden olerlo… —repetí antes de soltar un bufido y volver a negar con la cabeza—. ¿Y tu desesperación pueden olerla o no?
—Espero que sí, porque no voy a llevar bragas.
Puse una mueca de asco y me llevé una mano al rostro para frotarme el puente de la nariz.
— Sylvee —murmuré—. ¿Estás segura de todo esto? Los lobos… no es joda.
—Soy una mujer adulta, Spreen. Sé lo que hago —bebió un par de tragos más y soltó un jadeo—. Te buscare el viernes a las ocho.
—¿A las ocho? —exclamé—. Ni siquiera es de noche a esa hora.
—Vamos a una charla educativa antes del club —anunció—. Será como volver al centro de menores, ¿eh? —se rio un poco y después, simplemente, colgó.
Bajé el teléfono y resoplé. Como muchos de los planes de Sylvee, aquello iba a salir mal. Y salió terriblemente mal, solo que no de la forma que yo me esperaba.
El viernes a las siete y cuarenta y cinco de la tarde, ya estaba esperando en la esquina de mi calle, con mi vieja chaqueta militar del centro de salvamento y mi desgastada gorra de béisbol cubriéndome la cabeza. Parecía un drogadicto en busca de algo que meterse o un camello a la espera de que alguien se acercara; yo había sido ambos, así que no había mucha diferencia.
Sylvee apareció en su destartalado coche, abrió la puerta del copiloto desde dentro y tiró los restos de envases del McDonals que había sobre el asiento. Entonces me dedicó una gran sonrisa y me invitó a subir.
—No puedo creer que me convencieras para hacer esto —le dije.
—Nos lo vamos a pasar bien —respondió ella, abriéndose la chaqueta de plumón rosado para mostrar su enorme escote y su pequeño y ajustado vestido negro—. ¿Qué te parece?
—Me parece que deberías tratar de ser más sutil. Sylvee puso los ojos en blanco y resopló.
—Habrá muchas zorras allí y muy pocos lobos, hay que venderse rápido, Spreen.
—¿Eso es lo que hizo tu amiga?
—Nancy le chupó la verga a cuatro o cinco lobos durante el mes hasta que uno se la llevó a casa para El Celo —respondió.
—Ah —la miré—. ¿Y si vas a hacer eso para qué me invitas?
—No voy a hacer eso. Supongo… —Sylvee cabeceó de lado a lado antes de arrancar—. Al parecer hay varias formas de conseguirlo. A ver qué nos dicen en la charla.
Sylvee puso la música bastante alta y siguió hablando a gritos mientras conducía como una loca y fumaba con una mano fuera de la ventanilla. Mi cinto de seguridad estaba roto y solo podía agarrarme con fuerza al asiento, con la esperanza de que, si teníamos un accidente, saliera disparado y el cráneo me reventara contra el asfalto y me matara al instante. Una muerte rápida e indolora era lo mínimo que me merecía después de una vida de mierda.
Por desgracia, llegamos sanos y salvos al aparcamiento de la vieja iglesia evangélica donde, al parecer, nos explicarían la forma más rápida de que un lobo te cogiera. Ya había bastantes coches allí y algunas personas fumando en la entrada, a las que Sylvee se acercó con una sonrisa y la mano en alto.
—¿Venís a la charla de PIHL? —les preguntó.
—No, nosotros venimos a las clases de cocina —respondió uno de los hombres—. La asamblea de los Cogelobos es en la sala 12-A.
—Maravilloso, gracias —respondió ella, tirando la colilla de su tercer cigarrillo de la noche al suelo antes de entrar.
Yo pasé de largo, enfrentándome a aquellas miradas de curiosidad con mi expresión indiferente de siempre. Seguí a una Sylvee muy decidida que hacía resonar sus tacones de dieciséis centímetros sobre el suelo de baldosas hasta detenerse en frente a una puerta azul con un diminuto ventanuco. En un letrero a un lado ponía: «12-A: Prevención e Información sobre los Hombres Lobo».
—Es aquí —me dijo, echándome una rápida mirada con las cejas en alto antes de girar el picaporte y entrar.
El lugar era tan deprimente como la gente que lo llenaba. Una sala multiusos en el sótano de una iglesia que había visto y oído demasiadas cosas y en la que habían puesto docenas de sillas plegables frente a una pared con pizarra. Sobre un pequeño altillo al final de la sala había una mujer y, tras ella, proyectaban un horrible Power Point con las siglas
«PIHL» descentradas. Sylvee saludó a todos con la mano y una sonrisa, respondiendo a las miradas de curiosidad que nos habían caído encima nada más entrar.
—Gracias por venir —nos dijo la mujer de mediana edad que estaba sobre el altillo, mirándonos atentamente con una sonrisa en sus labios rojos
—. ¿Nombres?
—Sylvee y Spreen —respondió Sylvee por ambos.
—Oh, bien, son los últimos —dijo ella tras revisar un papel que había dejado a un lado del palco—. Tomen asiento, por favor.
—¿Cuánto pagaste por esta mierda? —le susurré a Sylvee mientras nos dirigíamos a un par de sillas plegables no muy lejanas a la puerta.
—Demasiado, así que cierra la puta boca y presta atención.
—Bienvenidos a Prevención e Información sobre los Hombres Lobo, PIHL, o, como me gusta llamarlo, el primer paso antes del mejor sexo de vuestras vidas —empezó la mujer, causando un par de risas bajas con aquel chascarrillo tan malo. Pulsó un botón de su mando portátil y la diapositiva cambió a un par de hombres sin camiseta, muy fuertes y muy atractivos—. Sé que todos saben ya lo que son los Hombre Lobo, por supuesto, pero haremos un breve repaso. Los Hombres Lobo o Homo Lupus son una ramificación evolutiva de nuestra especie, algunos lo consideran un retroceso, pero miren a estos seres… —dio un momento al público para apreciar la imagen de los hombres sin camisa—. Evidentemente los que dicen eso tienen envidia. —Más risas bajas—. Los Hombres Lobo son grandes, fuertes, más rápidos y muchísimo… más sexuales. Se agrupan en manadas y tienen un fuerte instinto territorial, con una jerarquía muy estricta donde existe un Alfa al que siguen los machos más fuertes en orden descendente. —
Cambió la diapositiva para mostrar una pirámide donde en la cima ponía «Alfa» y después se iba ramificando en diferentes niveles: «Macho Sub-Alfa», «Macho Beta» y «Macho Común». Tras un par de segundos de aquello volvió a la imagen de los hombres sin camisa.
—. Todos son igual de buenos en la cama, no se preocupen. Esto es solo para que lo sepan, aunque existen pequeñas diferencias entre ellos, esto no tiene por qué afectarlos en su aventura. Lo que sí los va a afectar será esto —y cambió la diapositiva para mostrar una enorme verga, tal cual, y después un dibujo anatómico en una esquina, lo suficiente pequeño para no tapar la otra imagen—. Los Hombres Lobo poseen un aparato reproductivo especial que, aunque aparentemente similar al del Homo Sapiens, es mucho más… especializado, por decirlo de alguna forma. —Más risas bajas—. Se lubrica constantemente durante la excitación, dejándoles completamente empapados. Pueden llegar a eyacular dos o tres veces por coito, durante El Celo, incluso más, y cuando termina el apareamiento, su miembro aumenta de tamaño para que no sea posible extraerlo y así evitar que el semen se escape. Este proceso, llamado «obstrucción postseminaria» dura de tres a cinco minutos. —
La mujer pasó la diapositiva y mostró una imagen animada y a cámara rápida de una verga metida dentro de una especie de tuvo que se hinchaba y deshinchaba, demostrando la obstrucción de una forma práctica—. La sensación es un poco extraña e incómoda —advirtió—, pero no dolorosa. —Pasó la diapositiva y ahí es cuando la cosa se puso un poco técnica, con números, imágenes de probetas y otras cosas que no me esperaba ver en esa charla—. Los Hombres Lobo, además de eyacular varias veces en un solo coito, también poseen una densidad espermatológica dos veces superior al Homo Sapiens; lo que quiere decir que, entre la cantidad de sexo, de semen y de calidad fecundativa, los Hombres Lobo son como máquinas reproductoras infalibles. Por suerte, solo son fértiles durante El Celo, así que no tienen que preocuparos de nada en caso de que tengan una relación esporádica fuera de la ventana fértil. —
Pasó la diapositiva y mostró un calendario con dos meses: abril y octubre, los cuales tenían la primera semana marcada en rojo
—. Hablemos ahora del famoso Celo, la razón por la que muchos de ustedes están aquí, ¿me equivoco? —Dejó un breve silencio para que se oyera un «Sí» a coro y por lo bajo junto algunas risas tontas—. El Celo de los Hombres Lobo se produce en fechas muy concretas, dos veces al año, separados por seis meses. En ese momento, su libido se dispara, convirtiéndolos en bestias sexuales que solo pueden pensar en saciar su hambre de sexo. Su instinto les lleva a buscar a una pareja con la que comparten numerosas relaciones sexuales en un periodo de tres a cuatro días, de setenta y dos a noventa y seis horas ininterrumpidas. Bien, sé que suena estupendo y sumamente placentero; y lo es —dijo, alzando las manos con una sonrisa—, pero les advierto que, una vez comience El Celo, no puedes abandonarlo hasta que concluya. Como he dicho antes, los Hombres Lobo pierden parte de su raciocinio en estas fechas… no les permitirán abandonarlos bajo ninguna circunstancia. Tengan esto muy claro antes de embarcarse en la aventura, por favor. Una vez que se empieza, no se para, aunque ustedes no quieran seguir. —Sus palabras dejaron un profundo silencio en la sala. Ahora ya sin risas.
—Qué forma más elegante de decir que, si te aburres de garchar, los Lobos simplemente te van a violar hasta que el Celo termine. ¿Lo escuchaste, Sylvee? —le pregunté en voz baja.
—Yo nunca me he aburrido de coger —respondió ella.
—¿Noventa y seis horas seguidas? —insistí.
—No pueden estar metiéndotela noventa y seis jodidas horas seguidas — me aseguró ella con una mirada, pero entonces dudó y frunció el ceño—. ¿Verdad? —me preguntó—. Aquí, señora —levantó la mano para llamar la atención de la mujer—. ¿Cogen de seguido o hay descansos para respirar, echar un cigarrillo o algo así?
—Sí, por favor, las preguntas al final de la explicación —le pidió la mujer con una sonrisa—. Pero sí, hay descansos, por supuesto. Depende siempre del macho, pero lo más común es que se produzca un coito cada hora y media, dos horas aproximadamente.
—De cuarenta y ocho a sesenta y cuatro cogidas, Sylvee —le susurré, haciendo rápidamente las cuentas—. Y eso es de media.
—Ahora entiendo que necesiten taponarte la vagina para que no se salga la corrida —respondió antes de reírse—. Te tiene que salir hasta por las orejas al terminar.
—Durante este tiempo, el Hombre Lobo los mantendrá muy cerca y no les permitirá moverse de su lado ni para cumplir necesidades básicas. Ellos no comen ni van al aseo durante el Celo, tan solo consumen gran cantidad de líquido para reponer los fluidos que pierden en el proceso. Si van a participar en esta experiencia, les recomiendo que se preparen concienzudamente reuniendo provisiones —pasó la diapositiva y mostró imágenes de productos como barritas energéticas o bebidas isotónicas para deportistas—. Algo sencillo que puedan consumir en la cama, agua azucarada y nutrientes básicos que los ayuden a recuperar energías. Con respecto a otras necesidades, como ir al aseo, deben aprovechar los momentos en los que el macho esté dormido. Esto suele suceder a partir de las veinte horas, más o menos. Sabran que están profundamente dormidos por su respiración más pausada y por sus movimientos involuntarios, como breves espasmos musculares. —
Pasó la diapositiva y las imágenes de comida fueron sustituidas por enemas y pastillas—. Para las mujeres, hay un riesgo muy alto de quedar embarazadas si no toman todas las precauciones posibles. Evidentemente, no van a convencer a un Hombre Lobo para que se ponga condón, así que deben programar las pastillas anticonceptivas e, incluso, quizá tomar una «pastilla del día después» tras el Celo. Además de eso, les recomendaría hacerce una lavativa profunda previa al Celo; en el caso de los hombres —y buscó al público masculino con la mirada—, les recomendaría una antes y otra sobre las cuarenta, o cuarenta y cinco horas. Los Hombres Lobo tampoco se detendrán en caso de incidentes escatológicos, lo que podría convertir la aventura en una experiencia un tanto desagradable para ustedes.
—Dios, qué asco —susurré.
—No pensaba que fuera para tanto —reconoció Sylvee, empezando a preocuparse seriamente por «la aventura» y lo extrañamente perturbadora que estaba resultando.
—Bien, dicho esto —concluyó la mujer, pulsando el botón para volver a poner la diapositiva de los lobos sin camisa, los cuales ya no resultaban tan atractivos y tentadores como al principio—. Los Hombres Lobo poseen un cuerpo espectacular, todos ellos. Además de una media de altura de un metro noventa, su metabolismo les permite desarrollar gran musculatura con gran facilidad, por ello tienen un apetito voraz, en muchos sentidos — bromeó, pero después de descubrir que quizá tenías que comprar provisiones y meterte un enema por el culo, la gente ya no estaba tan dispuesta a reírse.
—. Así que todos ellos son magníficos especímenes de belleza, fuerza y poder —continuó—. Además, liberan feromonas con el sudor que producen un efecto afrodisíaco en los humanos, en mayor cantidad antes y durante el Celo, lo que quiere decir que estaran muy, muy excitados a su alrededor. —Pasó la diapositiva y aparecieron dos cuerpos masculinos dibujados y con zonas de colores que marcaban partes de su cuerpo en verde, amarillo y rojo.
—. A los Hombres Lobo les encanta el contacto físico, es una parte muy importante de su comunicación no verbal y les relaja mucho. Sin embargo, hay un límite de lo que pueden tocar y el momento en el que pueden hacerlo. De lo contrario, podrías provocar una respuesta muy agresiva en ellos. Personalmente, les recomiendo los brazos —
Verdes—, caricias lentas y suaves. Los machos suelen emitir un leve gruñido, como un profundo ronroneo de su garganta cuando sienten placer y se encuentran relajados, esa siempre es muy buena señal de que lo están haciendo bien. Si el gruñido es más intenso y fuerte, paren inmediatamente. Sigan adelante solo si hay una buena respuesta de su parte, entonces podrían continuar con cuidado en el costado, los hombros, la espalda o la cabeza —amarillos—, pero nunca les toquen el cuello, la nuca ni las ingles — rojo—. Son zonas muy sensibles y podrían ponerse muy nerviosos e incluso agresivos, que es, en definitiva, lo que queremos evitar. No se preocupen, jamás, dejen siempre que ellos den el primer paso, es una cuestión de poder. Son ellos los que deben llevar las riendas y no ustedes. Los machos necesitan asegurarse de que no son una amenaza y que se someterán a ellos, eso les excita y les hace sentirse poderosos. Háblenles siempre de frente, nunca, jamás, se acerquen por su espalda y les toquen sin permiso; porque les harán daño. Pueden mirarles a los ojos, pero no muy fijamente ni de una manera agresiva y cortante. Y con esto concluimos la explicación
— pasó una última diapositiva en la que ponía «Gracias por su atención. Pregunten lo que quieran».
Un público menos motivado que al comienzo le ofreció un breve aplauso a la mujer, que lo aceptó con una sonrisa y una inclinación de cabeza.
—¿Alguna pregunta?
—Sí, yo —un hombre de mediana edad alzó la mano y preguntó—: ¿Los Lobos solo tienen sexo durante el Celo?
—No, por supuesto que no. Los machos sanos pueden tener relaciones esporádicas en cualquier momento del año y son tan enérgicas y satisfactorias como durante El Celo. Pero no todos están dispuestos a tenerlas y, como dije en la presentación, no serán fértiles.
—¿Y solo cogen o hacen más cosas? —quiso saber una mujer.
—Durante el Celo solo —y marcó mucho esa palabra, «SOLO»— mantienen relaciones sexuales con penetración. No habrá sexo oral, ni caricias, ni besos. Durante el resto del año funciona como con los humanos, depende de los gustos del macho y su relación con ustedes.
—¿Cómo consigues que te elijan para El Celo? —preguntó otra mujer
—. ¿Hay algún tipo de preparación?
—Eso es complicado —reconoció la mujer, manteniendo siempre la sonrisa—. Hay humanos que tienen un olor, un aroma, que les atrae más y les hacen más deseables. Después puede influir la apariencia, por supuesto, los Hombres Lobo también se mueven por el deseo físico, tienen gustos personales y preferencias. Existe la idea de que incluso la forma en la que nos movemos les da una idea de nosotros, al ser una raza con una comunicación no verbal tan extensa e importante, prestan muchísima atención a ese tipo de cosas; pero, en definitiva, lo que más suele funcionar es crear una relación previa al Celo.
—¿Te refieres a ligar con ellos cómo… con un hombre normal?
—Sí, más o menos sí —dijo la mujer, dudando en cómo explicar aquello—. Pero no valdrá de nada que los inviten una copa, ya que los Hombres Lobo poseen sus propios sistemas de cortejo, sus propias formas de mostrar interés, aunque eso no es algo que suela pasar muy a menudo. Lo más corriente es que sean los humanos los que muestren interés y que ellos elijan.
—¿Podrías decirnos algo que les guste? Algo que nos haga más apetecibles a sus ojos.
—¿Es verdad que bailar les atrae mucho? —preguntó otra mujer antes de que pudiera responder a la otra persona.
—Sí, les gusta mucho bailar, el roce, el sudor y el movimiento que se produce les excita muchísimo. Sin embargo, no les recomiendo en absoluto comenzar por ahí, es un contacto muy cercano y los Hombres Lobo podrían no estar interesados en bailar con ustedes. Lo más sencillo es pensar que, en general, son hombres… —y con aquello quiso decir mucho más de lo que parecía—. Hombres muy sexuales que suelen agradecer toda la… atención que puedan dedicarles.
—Como las mamadas —le susurré a Sylvee.
—Pff… Mi amiga Nancy dijo que les sabía muy fuerte la verga — murmuró Sylvee con verdadero pesar antes de levantar la mano—. Me han dicho que no se lavan mucho, ¿es cierto?
—Oh, no, no es exactamente que no se laven, sino que, como ya he dicho, poseen muchas feromonas que hacen su sudor y sus cuerpos muy olorosos.
—¿Sus vergas también? —insistió Sylvee.
La mujer se quedó un momento en silencio y terminó asintiendo.
—Sí, sus axilas, cuello y genitales son especialmente olorosos, al igual que su semen y su lubricación natural que tiende a ser más densa y fuerte que la de los humanos. No se esperen que huelan a perfume y a jabón, porque eso no va a suceder.
—Mierda… odio que huelan mal —se quejó Sylvee, cruzada de brazos y con una mueca seria.
—El sexo debe ser muy bueno para que después de todo esto la gente siga yendo a buscarlos —pensé en voz alta.
—¿Y qué pasa si te muerden? —quiso saber una joven que puede que tuviera incluso menos años que Sylvee y yo—. ¿Es buena o mala señal?
—No les van a morder —aseguró la mujer—. No teman por eso.
—Me han dicho que si les acaricias la barriga les gusta mucho, ¿es cierto? —preguntó otro hombre.
La mujer, demasiado acostumbrada a aquellas preguntas y afirmaciones salidas de foros de internet y de conversaciones entre amigos, no dudó en responder:
—A los Hombres Lobo les encanta el contacto físico, como ya he dicho. Sin embargo, hay que tener mucho cuidado con ese tema. Les recomiendo encarecidamente que no se preocupen y sigan el orden que he marcado en la presentación.
—¿Y lo de la sumisión cómo funciona? ¿Es efectivo?
—La sumisión es una forma de enfocarlo, sin duda —afirmó la mujer
—. Pero no me gusta recomendar esa opción porque es más complicada y… peligrosa algunas veces. Si lo hacen mal, no les tomarán en serio y, aunque se produzcan muchos coitos, no serán una pareja válida para El Celo.
—¿Y si lo único que quiero es que me coja en el callejón? —insistió el hombre.
Si la mujer estaba sorprendida por la pregunta, no lo demostró. Después de todo, ya debía estar acostumbrada a todo aquello. No dabas una charla sobre cómo conseguir que los lobos te cojan sin tener que aguantar a un público excitado y sórdido.
—En el caso de que lo único que busquen sean un par de encuentros sexuales en el callejón o en lugares públicos, sí, la sumisión es lo más efectivo. Para ello deben mostrarse muy pasivos, no tocarlos, agachar la cabeza, nunca mirarles a los ojos, darles la espalda y esperar siempre a que sean ellos los que decidan tener relaciones con ustedes y no al revés. Básicamente serán para ellos como un clínex sobre el que poder desahogarse. Solo les advierto de que los Hombres Lobo son muy estrictos con sus estructuras sociales y una vez que los cataloguen como «sumisos», no habrá vuelta atrás.
—¿Y es verdad que pueden saber que estás excitados o asustado con solo olerte?
—Sí. Los Hombres Lobo poseen un gran olfato, pueden distinguir a la perfección cualquier aroma en sus cuerpos y su ropa. Saben si estan excitados, asustados, nerviosos, si ya han estado cerca de otros machos o si han mantenido relaciones sexuales con algún otro de la manada.
La sala se quedó en silencio y, como no parecía que hubiera más preguntas, la mujer aplaudió y dio por finalidad la charla de aprendizaje y prevención. Sylvee se levantó de su silla plegable con un cigarrillo ya en la mano y una expresión de desagrado. La seguí hacia la puerta, buscando mi propia cajetilla en uno de los numerosos bolsillos de la chaqueta militar, para sacar un cigarro y encenderlo con mi viejo zippo. Acerqué la llama a Sylvee y ella se encendió el suyo, soltando una buena voluta de humo hacia el techo amarillento del sótano.
—Vaya puta mierda —concluyó—. Creía que íbamos a ir allí y que algún hombre alto, fuerte y con una verga enorme me iba a dar el sexo de mi vida.
Dejé escapar el humo entre los labios lentamente y le di otra calada al cigarrillo antes de responder:
—¿Queres coger con un lobo o queres pasarte el Celo con él? — pregunté, porque ya no lo tenía claro.
—No sé, quizá pruebe primero y después decida si quiero comprarme barritas energéticas y meterme un enema por el culo —opinó.
—Eso es muy maduro —murmuré mientras cruzábamos los últimos metros hacia la puerta doble de salida.
—No se puede fumar dentro —nos llamó la atención una persona en el exterior al vernos salir con los cigarrillos encendidos.
—Que te jodan —fue la respuesta de Sylvee, acompañando sus bonitas palabras con un corte de manga de uñas largas y negras—. Vamos al puto club —me dijo—. A ver si son tan buenos como dicen.
Asentí, fumé otra calada del cigarrillo y lo tiré a un lado del aparcamiento de cemento. El sol ya estaba casi oculto tras los edificios y el cielo era de colores rojizos, anaranjados y malvas. Me llevé una mano al bolsillo interior y noté el reconfortante tacto de mi navaja. Sylvee sabía que estaba ahí, y sabía que yo sabía usarla, por eso no temía meterse en un antro repleto de lobos; pero yo no estaba tan seguro sobre todo aquello.
—Espero que tengan buenas cervezas —fue todo lo que dije antes de meterme en el coche—, porque necesitaré un trago.
Yo, por aquel entonces, solo conocía a los Lobos por todo lo que la gente decía de ellos: hombres muy sexuales y guapos, pero también muy peligrosos. Había un mito erótico alrededor de ellos, sí, pero también un profundo temor y racismo. Los lobos eran parias, agresivos, se agrupaban en guetos y bandas llamadas Manadas a las que no les interesaba lo más mínimo integrarse en la sociedad. Funcionaban fuera de la ley, tenían sus propias normas y no respetaban nada ni a nadie más, eran poco más que pandilleros y se dedicaban a negocios muy turbios repletos de violencia y amenazas. La gente los odiaba tanto como los deseaba, y yo no era una excepción. No quería ni tenía intención alguna de mezclarme con ellos. No necesitaba problemas, por muy atractivos que fueran y muy gorda que tuvieran la verga.
Sí… por aquel entonces no los conocía en absoluto. Si me hubieran dicho que había un Lobo en esa ciudad que iba a cambiar todo mi mundo, no les hubiera creído jamás.
Notes:
Humano escrito por Li4 G3rald (censura x las dudas) me entere que esta autora salio de watpad y ahora vende sus libros en físico. Yo pense que estaba leyendo una traducción en el pdf pero no, esta escrito español españa. Asi que si hay alguna oración que no logran comprender, no me juzgueis que yo tampoco entiendo.
Como habra cubitos españoles decidí no modificar nada en sus dialogos 👀No se si alguien ya subio o esta subiendo una adaptación de este libro, pero si conocen a alguien que lo hace porfavor avisen asi bajo esta publi y me leo la otra adaptación 😆 (me meto las 500paginas adaptadas x el asterisco, no me importa)
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El Club de la Luna Llena era un antro. Un antro en una calle lateral no muy transitada y con apenas iluminación. La única señal de que allí había un local nocturno era un cartel de neón con luz blanca en el que ponía «Luna Llena» y una pequeña muchedumbre a los lados de las escaleras.
Sylvee se quitó el plumas rosa y lo dejó en el coche, dando un portazo antes de ajustarse el vestido sobre el abundante escote. Me miró a la espera de que yo le diera un último repaso de arriba abajo. Parecía un puta en busca de sexo en los baños, así que iba perfecta. Asentí con la cabeza y cruzamos la carretera malamente iluminada por dos tristes farolas antes de descender las escaleras hacia la puerta negra del club. Nadie nos cortó el paso, nadie nos pidió las entradas ni nuestra identificación; simplemente atravesamos un pasillo estrecho con posters de películas de terror antiguas sobre hombres lobo y llegamos a la parte que, suponía, era la pista de baile.
No era realmente una discoteca, ni un local especialmente amplio y limpio; se trataba más bien de una sala con una barra de bar, música muy alta, luces muy bajas y parpadeantes y, lo más perturbador, un fuerte y penetrante olor a sudor. Era tan denso que hasta costaba un poco respirar, junto con la música atronadora y los flashes, casi llegaba a resultar mareante y confuso. Sylvee alargó una mano de largas uñas y me agarró de la chaqueta militar para tirar de mí y no perderme entre la muchedumbre que abarrotaba el lugar. Nos dirigimos a la barra y nos hicimos un hueco.
—¿Dónde mierda están los lobos? —me gritó ella al oído, mirando alrededor y tratando de discernir entre las luces y sombras a alguno de ellos.
—Deben estar en los baños cogiendo —respondí mientras trataba de captar la atención de una de las camareras.
Eran mujeres sonrientes, escotadas y con coletas apretadas. Se movían rápidamente y servían mucho alcohol en las copas; lo que me encantó.
—Dos de vodka con hielo y Coca-cola —le pedí a una cuando se acercó lo suficiente—. Pagas vos —le recordé a Sylvee, que seguía buscando a los lobos por todas partes.
—Me deje el dinero en el coche —respondió—. Te lo devolveré a la salida.
Le dediqué una mirada seca y una mueca seria que ella ignoró por completo. Al final tuve que pagar yo las copas, veinte dólares que me dolieron en el alma y que tuve que rebuscar de los numerosos bolsillos de mi chaqueta. La camarera esperó un poco impaciente a que reuniera los últimos centavos y se lo dejara todo en la mesa; una montaña de billetes arrugados y monedas. Su sonrisa vaciló en sus labios pintados, pero no me pudo importar menos lo que pensara de aquello.
—Oye, ¿dónde están los lobos? —le preguntó Sylvee, cansada de buscarlos entre la gente.
—La manada suele estar en el piso de arriba —respondió la camarera en un volumen suficiente alto para hacerse oír mientras señalaba una parte del local con la cabeza—. Si no están ocupados, claro.
—Vamos al piso de arriba —me dijo Sylvee al oído.
Negué con la cabeza y agarre mi vaso largo antes de seguir a Sylvee de nuevo entre la muchedumbre que bailaba. Me acabé la mitad de la copa antes de alcanzar las escaleras, notando el líquido frío, burbujeante y dulce bajando por la garganta y manchando las comisuras de mis labios. La gente iba y venía de la parte alta, bajando y subiendo, llegando a empujarnos en ocasiones, recibiendo tan solo miradas secas como respuesta y más empujones de nuestra parte. La sala superior no era mejor que la sala inferior, solo había un poco menos de gente y sillones semicirculares alrededor de mesas con mucho alcohol. Olía más fuerte, eso sí, y la luz dejaba de ser tan molesta y se convertía en una iluminación suave y de un azul frío.
Sylvee se detuvo a un lado, cerca de la barandilla metálica y echó otro rápido vistazo.
—Ahí están —me dijo, señalando con la cabeza a los sillones.
Miré discretamente mientras bebía más alcohol. Los lobos destacaban bastante porque, como habían dicho en la charla, eran altos, fuertes y bastante atractivos. Estaban rodeados de humanos que hacían todo lo posible por llamar su atención. La mayoría estaban borrachos o drogados, buscando desesperadamente a un Lobo que hiciera sus sueños húmedos realidad.
A mi me parecían estúpidos y patéticos.
—No te muevas, no quiero perderte de vista —me dijo Sylvee antes de irse con su copa en la mano a uno de esos sillones.
A ella siempre le habían gustado los rubios, así que eligió a uno de los lobos con el pelo plateado y brazos más grandes que había en uno de los asientos pegados a la pared. Al parecer, era uno de los más «demandados» y tendría bastante competencia, pero Sylvee no había venido allí para conformarse con cualquiera. De eso no había duda. Me terminé la copa y me moví de mi sitio para ir a dejarla sobre una de las mesas redondas.
Había mucha gente alrededor de un pelirrojo de cabello corto, demasiado ocupados riéndose y tocándole los brazos para darse cuenta de que me llevaba una de las botellas de vodka de la mesa. Allí no faltaba de nada, por supuesto, era la zona de la manada.
Encontré un asiento libre en la esquina de uno de los sillones y me senté. Empecé a beber directamente de la botella y a apoyar la cabeza en el respaldo mientras seguía el ritmo de la música con los pies. A veces creí escuchar que alguien me hablaba, pero yo ignoraba a todo el mundo y seguía bebiendo. No había ido allí a hacer amigos ni a buscar sexo. No era tan idiota como para intentarlo con los lobos.
No es que no diera ganas de intentarlo, por supuesto. Era solo que los lobos eran una raza muy peligrosa. Yo sabía a lo que se dedicaban cuando no estaban allí disfrutando de que los pequeños humanos se pelearan por ellos y dejándose hacer mamadas. En realidad, los lobos no eran más que putos mafiosos. Esas «manadas» en la que se reunían no eran más que grupos de crimen organizado que se dedicaban a extorsionar y abusar de su poder dentro de sus supuestos «territorios». Eran como pandilleros que apestaban y tenían la pija grande; la gente lo sabía y, aun así, seguían yendo a sus locales a tratar de conseguir su atención por el mito sexual que les rodeaba.
Cuando me terminé la botella, ya estaba borracho. No quedaba mucho y lo había bebido de trago a trago, pero solo había cenado un sándwich y aquel alcohol frío entraba bastante bueno. Tomé una respiración de aquel aire denso y cargado y bajé la cabeza para echar un vistazo rápido y encontrar a Sylvee en su sitio al final de la sala. En el camino de vuelta, me topé con un rostro serio y de intensos ojos que me miraban de vuelta. No lo dudé y utilicé la visera de mi vieja gorra de béisbol para cubrirme la cara. No quería entrar en estúpidos juego con un lobo y, mucho menos, llamar su atención. Me levanté de la esquina que ocupaba y noté un pequeño mareo debido al alcohol, así que solté un resoplido y dejé la botella vacía en la mesa. Busqué el paquete de cigarrillos en mi bolsillo y me dirigí a la salida de emergencia que había a un lado de la planta alta, marcado por un pequeño letrero verde y luminoso donde ponía «EXIT».
Al empujar la puerta, casi me caigo al no medir la cantidad de fuerza que había que poner para moverla. Trastabillé un poco, pero conseguí mantenerme en pie en mitad de aquel callejón en penumbra entre los edificios de ladrillo. Respirar aire fresco y puro fue muy extraño después de pasar tanto tiempo en aquel local lleno de un olor tan fuerte, y eso que aquel lugar apestaba a meados y al cubo de basura que había a un lado. Recosté la espalda contra la pared y tomé un par de respiraciones con los ojos cerrados, ignorando la parte más oscura del callejón de la que salían ruidos extraños y gruñidos. No me interesaba en absoluto lo que estuviera pasando allí. Encendí el cigarrillo con el zippo y tomé una calada que aguanté un par de segundos antes de soltarla en dirección al cielo.
Un ruido metálico acompañó a la puerta de emergencia cuando volvió a abrirse a unos pasos de distancia. Giré el rostro hacia la parte más iluminada del callejón, esa que desembocaba en la calle segundaria, porque no quería ver a la persona, lobo o quien fuera que saliera del local.
La vida me había enseñado a estar callado y no mirar lo que no tenías que mirar. Sonaron unos pasos pesados y la puerta al cerrarse. Tomé otra calada del cigarrillo y solté el humo, que se fue difuminando lentamente en una columna sobre mi cabeza. Sabía que la persona que había salido, fuera quien fuera, se había quedado allí. No podía mirarla, pero sí podía sentirle cerca.
Me puse el cigarrillo en los labios y metí la mano en el bolsillo donde escondía la navaja. Solo cuando sentí el mango de madera vieja, giré el rostro lentamente hacia la persona, apoyando la cabeza en la pared y todavía con el cigarrillo encendido en los labios.
Era un lobo. Uno alto. Me sacaba toda una cabeza y yo no era un hombre bajo, así que debía superar el metro noventa y cinco, mínimo. Era el mismo con el que había compartido una breve mirada en el local. Musculoso, con una camiseta blanca que apenas podía contener sus hombros abultados y sus gruesos brazos. Tenía un cuello robusto y un castaño pelo corto. Pero de todo eso, lo que más llamaba la atención eran sus ojos bajo las cejas gruesas y espesas. Tenían un color entre el café caramelo y el ámbar y estaban rodeados por densas pestañas negras que le daban un aspecto suave en contraste con su rostro serio.
Nos quedamos en silencio, mirándonos mutuamente, hasta que le pregunté:
—¿Qué carajo querés?
No quería buscarme problemas con un lobo, y menos con uno tan grande, pero no iba a permitir que creyera que me iba a intimidar con su tamaño y su expresión seria. Yo estaba borracho y tenía una navaja escondida en la mano, quizá él pudiera matarme, pero se iba a llevar unos buenos cortes de recuerdo.
El lobo dio un par de pasos sin dejar de mirarme fijamente y se quedó frente a mí. Yo seguía con la cabeza apoyada y le miraba sin dudarlo. Me saqué el cigarrillo de los labios y solté el humo hacia un lado. En la charla habían dicho que, si apartabas la mirada y agachabas la cabeza, lo entenderían como sumisión, así que hacer lo contrario debía entenderse como un desafío. Tras un par de segundos más tomé otra calada y aparté la mirada de vuelta al lado. Yo no quería problemas si podía evitarlos. El lobo dio otro paso y se acercó un poco más, empezando a arrinconarme contra la pared.
Me pasé la lengua por los labios y apreté los dientes un momento, temiéndome que aquello acabaría mal. El lobo se quedó allí otro par de segundos, mirándome fijamente con aquellos ojos cafés desde las alturas, respirando profundamente e inundándolo todo con su peste a sudor caliente. No era en absoluto desagradable, pero sí bastante penetrante y me estaba empezando a poner nervioso. Froté el pulgar sobre el mango de la navaja y comencé a plantearme seriamente en clavársela y salir corriendo a la menor señal de un movimiento brusco por su parte.
Pero el lobo se movió lentamente, dando otro paso a un lado, allí a donde yo seguía mirando mientras fingía que lo ignoraba. Cubrió mi campo de visión, casi obligándome a volver a enfrentarme a aquellos ojos cafés y ambar de animal salvaje. Apoyó el hombro en la pared y cruzó sus brazos sobre el pecho. Continuó con su mirada fija y su expresión seria en la penumbra del callejón, pero al menos su postura parecía más relajada, lo que, supuse, tenía que significar algo bueno.
—Eu, no quiero problemas —le dije antes de llevarme el cigarrillo a los labios—. Solo salí a fumar, ¿si?
El lobo no respondió, ni una palabra salió de sus labios. Tras un par de segundos terminé asintiendo y volviendo la cabeza al frente. Si él me ignoraba, quizá yo debería hacer lo mismo. El problema era que en esa jodida charla solo te enseñaban a atraer a los lobos, no a alejarlos de ti sin enfadarles. Yo no le tenía miedo, no exactamente. Era más bien respeto. Me sentía como si estuviera enfrentándome a un oso salvaje; no querías hacer ningún movimiento en falso y darle la idea de que podía atacarte, pero a la vez tampoco querías que se acercara demasiado. Que fue, exactamente, lo que pasó.
El lobo se movió un poco hasta casi pegarse a mí. Yo seguí con la mirada al frente, fumando tranquilamente mi cigarrillo, quizá recortando el tiempo que dejaba entre calada y calada para terminar lo antes posible. Cuando un minuto después la punta anaranjada llegó a rozar el filtro, eché una última bocanada y tiré la colilla hacia la pared de enfrente. El puto lobo seguía a mi lado, mirándome mientras yo hacía todo lo posible por ignorarlo como si no existiera. Me quedé unos segundos más allí hasta que decidí separarme de la pared. El lobo hizo lo mismo y descruzó los brazos. Noté un latido más fuerte en el pecho, pero no dudé en dar un paso firme pero controlado hacia la puerta de emergencia.
Sin previo aviso, el lobo me empujó suavemente con un brazo y me giró para ponerme de cara a la pared. Apoyé las manos sobre el ladrillo rugoso y áspero para no caerme, sintiendo al enorme hombre muy pegado a mi espalda. Me rodeó con los brazos y apoyó sus manos en la pared, un poco por encima de las mías, encerrándome por completo entre su cuerpo y el muro. Apreté los dientes y me concentré en respirar. Aquello iba mal. Quizá me había mostrado muy «pasivo» y el idiota se había creído que podía hacer lo que quisiera. Inclinó la cabeza y pude sentir su respiración húmeda y cálida en el cuello, erizándome la piel de arriba abajo. Su olor era todavía más intenso y casi podía sentir el calor que emitía su cuerpo a través de la ropa.
—Bien… tene cuidado —le dije con el tono de voz más sereno que pude —. Me estás empezando a enojar…
Bajé lentamente las manos de la pared y metí una de vuelta en el bolsillo donde escondía la navaja. Con movimientos lentos y pausados me fui dando la vuelta en el pequeño espacio que tenía. Darle la espalda no podía significar nada bueno y era algo que me estaba haciendo sentir indefenso y me ponía muy, muy nervioso. El lobo no me impidió girarme, mirándome atentamente con sus ojos cafés caramelo y ambar.
—Ya está —murmuré, aunque empezaba a sospechar que, o no me entendía, o no quería entenderme—. Fue divertido, pero voy a volver — y cabeceé en dirección a la puerta sin apartar la mirada de sus ojos—. No quiero problemas.
Levanté mi mano libre, la que no tenía alrededor de la navaja, y la coloqué muy suavemente sobre su brazo, un leve roce con la punta de los dedos. El Lobo siguió todo el movimiento muy atentamente, mirándome por el borde de los ojos cuando le toqué. Se suponía que eso les calmaba o, al menos, les gustaba; así que le di una lenta y cuidadosa caricia en la cara interna de su bíceps. Su piel era sorprendentemente suave para tratarse de alguien con un aspecto tan intimidante y rudo y con un olor tan fuerte.
Como no pareció haber una mala reacción por su parte, aparté la mano de mi bolsillo y me atreví a ponerla tan lenta y cuidadosamente como antes, pero esta vez sobre su costado. Que, creía, era el siguiente paso para relajarle. El lobo reaccionó levantando la cabeza y estirando la espalda, lo que por un momento me asustó un poco; sin embargo, todo se quedó en eso, un susto. Volví a apoyar la mano en su costado sobre la camiseta blanca y cálida, haciendo un recorrido que comenzaba por encima de su cintura y acababa al principio del enorme dorsal. Tras unos segundos, el lobo perdió la tensión y volvió a relajarse, después entreabrió los labios y, finalmente, dejó caer los párpados mientras un ligero y casi imperceptible gruñido salía de su garganta de vez en cuando.
Ocurrió algo curioso e inesperado, y es que, cuando vi al lobo tan relajado y fui consciente de que no corría ningún peligro inmediato, el nerviosismo y el temor dejó paso a todo lo demás. No tuve claro si se debía al alcohol, al calor que desprendía su cuerpo o a los millones de feromonas que había flotando a mi alrededor junto con aquel olor a sudor tan penetrante; pero, de pronto, me empecé a poner un poco excitado. La mirada de aquellos ojos adormilados y de un color tan lindo, comenzó a resultarme bastante cautivador, al igual que su rostro rudo y lo fuerte y poderoso que parecía. Incluso el estúpido gruñidito que emitía me parecía encantador.
Pasando un minuto, quizá minuto y medio, decidí que aquel era el momento de irse, porque si seguía así algo iba a terminar ocurriendo en aquel callejón; y quizá fuera yo el que emitiera gruñidos ahogados desde la parte más oscura tras el contenedor. El lobo seguía visiblemente relajado e, incluso, podría decirse que adormilado, pero solo en apariencia, porque su pantalón negro tenía una elevación bastante evidente a la altura de su entrepierna. Así que me encogí un poco, agachándome para conseguir cruzar por debajo la barrera que eran sus brazos todavía en alto contra la pared. El lobo me siguió con su mirada de párpados caídos y hasta sonrió un poco cuando creyó que me estaba agachando para, quizá, hacerle una mamada allí mismo. Su expresión dejó atrás la calma y la breve felicidad y se vio interrumpida por la sorpresa cuando vio que me deslizaba a un lado y salía en dirección a la puerta. No lo dudé, paso firme pero rápido, crucé la salida de emergencia y me sumergí de nuevo en aquella locura de música demasiado alta, luces demasiado bajas y olor demasiado intenso.
Busqué a Sylvee con la mirada, echando un vistazo rápido de lado a lado mientras me dirigía al lugar frente a la barandilla donde todo había
comenzado. No la encontré por ninguna parte, sino que ella me encontró a mí, caminando un poco a trompicones desde un lado para agarrarse a mi chaqueta militar y gritarme al oído:
—¿A dónde te habías ido?
—A fumar afuera —respondí.
—¿Sin mí?
—Parecías ocupada.
—Ojalá —dijo en un tono más bajo y con una mueca de disgusto—. Vámonos.
Fuimos hacia las escaleras, de las que seguían subiendo y bajando numerosas personas que ninguno de los dos dudó en empujar para hacerse sitio. Lo mismo pasó en la pista de baile y en el pasillo con posters de películas hasta alcanzar las escaleras que ascendían a la calle y al aire libre. Sylvee hizo una señal para que le pasara un cigarrillo y se lo encendí con el zippo, ya que había sacado el paquete, tome otro para mí.
—Estoy excitada como una perra —me dijo de camino al coche y con tono enfadado—. Ese olor o las feromonas esas o lo que mierda sea… Mierda… —fumó una buena calada y la soltó al aire—. Como me puso el muy bastardo y ni siquiera me tocó.
—Me imagino —murmuré, ahorrándole mi propia experiencia con el tema.
—Pero hay tantas mujeres… Agh… tenemos que volver —decidió por los dos.
—Yo no voy a volver —le aseguré antes de abrir la puerta del coche y meterme dentro.
Lo dije en serio, pero, como es evidente, volvería otra vez. Porque si lo hubiera dejado allí, no habría historia que contar, ¿verdad?
Notes:
Uff amo cuando roier esta mamado y este spreen no es delgado como el de 7 de picas, este tiene musculos como el spreen poli 😭
Chapter 3: EL CLUB DE LA LUNA LLENA: OTRA VEZ
Chapter Text
—No me puedo creer que siempre me convenzas para hacer esto —me quejé con tono serio antes de subir al coche—. Más vale que pagues las putas bebidas esta vez. Tuve una semana de mierda en la tienda.
—Te prometo que las pagaré —respondió Sylvee antes de abrirse la chaqueta y enseñarme un top blanco sin sujetador y una falda de tuvo negra hasta el ombligo—. ¿Qué te parece?
—Me parece que la semana que viene irás en bolas directamente.
—Lo haré si es necesario —me aseguró antes de ponerse el cigarrillo en los labios pintados de rojo y arrancar el coche—. Sigo como una perra. Yo sí he entrado en celo…
Solté un murmullo afirmativo y miré al frente. A mí también me había dejado un poco tocado aquel encuentro con el lobo. Me había pasado la semana masturbándome un mínimo de tres o cuatro veces al día y yo no me tocaba tanto desde que era un adolescente en plena pubertad.
—¿Crees que el contacto con los lobos puede crear adicción? —le pregunté muy en serio.
—Espero que no, porque con nuestro historial estamos jodidos, Spreen — respondió ella, lo mismo que yo había pensado.
—¿Tu amiga del trabajo sigue viéndose con lobos?
—No, dice que un Celo fue suficiente para toda su vida. Le he estado preguntando mucho últimamente sobre el tema —me decía mientras conducía a toda velocidad por una carretera poco iluminada, fumaba y me miraba de vez en cuando por el borde de los ojos—. Ella fue al Club Media Noche, en el centro, así que es una manada diferente a la nuestra. Se cree la reina porque ella pagaba doscientos dólares la entrada, como si eso hiciera que las mamadas que les hacía en los baños fuera algo elegante.
Sonreí un poco y asentí con la cabeza.
—¿Cuánto pagaste vos por las entradas? —pregunté.
—Las entradas del Luna Llena valen solo cien.
Giré el rostro y la miré.
—¿Y vos las pagas?
Sylvee tomó una última calada y tiró el cigarrillo sin apagar por la ventanilla.
—Con estas tetas no necesito pagar nada, Spreen —respondió—. Si nos paran en la entrada, déjamelo a mí.
Miré de nuevo al frente y apreté un poco los dedos alrededor del asiento al tomar una curva demasiado rápido. Sylvee y yo nos conocíamos desde hacía mucho, podría decirse que éramos buenos amigos, aunque no sabía decir muy bien el por qué. Colarnos en fiestas era algo que hacíamos a menudo, más en el pasado, cuando nos aprovechábamos de borrachos para robarles dinero y después ir a comer algo caliente al primer local que estuviera abierto.
—Creo que en este club la gente se va al callejón a garchar —le sugerí—. Los escuchaba la semana pasada mientras fumaba. Será como volver a tener dieciséis para vos.
—¿Dieciséis? A los veintiuno seguía cogiendo en los callejones. ¿No te acuerdas del Merly’s?
—Es verdad —afirmé—. Escribieron tu número en la pared —y sonreí al recordar aquello.
—Me siguen llamando de vez en cuando.
—Y dicen que el romanticismo murió…
Llegamos a la calle del Club de la Luna Llena diría que casi por milagro, aunque eso era lo que solía pasar cuando Sylvee se ponía al volante de un automóvil. Ella se quitó la chaqueta, repasó su imagen en el retrovisor, sacó un pintalabios de la guantera, apartando mis piernas casi de un manotazo para que le hiciera sitio, y se los pintó. Salí del coche para dejarla tranquila y busqué en mis bolcillo un cigarrillo. Apoyé la cadera sobre la puerta y miré la entrada del local en la distancia. Había casi la misma cantidad de gente en el exterior que la semana pasada, aunque aquella noche lloviera ligeramente y la calle secundaria pareciera incluso más tenebrosa y peligrosa.
Sylvee salió del automóvil sin la chaqueta, se bajó un poco la falda, demasiado apretada y que apenas le llegaba al muslo, antes de hacerme una señal para que la siguiera hacia el local. Algunos de los que estaban en la puerta nos dirigieron una mirada, a ella, por supuesto, pero también a mí. Ellos solo podían ver a la preciosa rubia llena de curvas y piernas hasta el cielo y al chico peli negro y malo que iba a robarte la cartera y el corazón; pero nosotros éramos mucho más que eso, éramos exdelincuentes juveniles y pesadillas que parecían sueños de verano.
Nadie nos detuvo en la entrada, ni en el pasillo de los posters ni al cruzar la puerta gruesa que daba al antro más ensordecedor, oscuro y maloliente de toda la ciudad. Sylvee me agarró de la chaqueta militar y tiró de mí, como la primera vez, hacia la barra del bar. Sacó veinte dólares de alguna parte de su escote y los puso sobre la mesa antes de gritarle a la primera camarera que pasó por delante:
—¡Dos de vodka con Coca-Cola!
Después se volvió a ajustar la falda y se giró hacia mí, aunque en realidad lo que quería era mirar hacia el balcón del piso superior donde estaba la manada en sus sillones. No se veía mucho, pero ella puso una expresión de preocupación seguida de otra de desprecio.
—Hay una zorra ahí arriba que lleva una blazer sin nada debajo —me informó.
Eché un rápido vistazo.
—Vos llevas un top sin nada debajo —le recordé.
—¿Debería quitármelo?
—Quizá deberías intentar acariciarle el brazo antes de enseñarle las tetas —le sugerí.
—Eso no funciona —negó ella, muy convencida de sus palabras.
La camarera nos sirvió las copas y se llevó el dinero con una rápida sonrisa tan falsa como el rubio de su pelo. Le di un par de buenos tragos y eructé un poco antes de seguir a Sylvee al piso superior. Atravesamos a la misma gente que bailaba y empujamos a los mismos cuerpos sin rostro que subían y bajaban las escaleras hasta llegar al piso superior. Llegar allí fue como si la semana no hubiera pasado. No porque el lugar fuera el mismo, sino porque los lobos estaban en los mismos asientos rodeados de, juraría, las mismas mujeres y hombres.
—Ten el teléfono a mano por si te llamo —me dijo Sylvee antes de salir precipitada a la esquina, donde estaba su rubiazo de ojos azules y brazos grandes.
No tardé demasiado en caminar por las mesas en busca de una botella de vodka frío y abierto. No sabía de quién era el alcohol, pero a nadie parecía importarle que me parara a agarrarlo y a rellenar mi copa.
Me quedé en el sillón de un lobo de pelo marrón claro, barba corta y camisa apretada de un amarillo muy parecido al de sus ojos. No porque me pareciera especialmente guapo, sino porque era el que tenía más botellas delante. Como la semana pasada, me dediqué a beber, a recostar la cabeza en el respaldo y a dejarme llevar por la música estúpidamente alta y repleta de bajos que casi te hacían vibrar el pecho.
Cuando me terminé mi segunda copa ya estaba algo entumecido, pero no borracho. Me incorporé para rellenar el vaso largo, siguiendo el ritmo de la canción un poco con la cabeza y un poco con el cuerpo. Puede que el volumen fuera demasiado, pero debía reconocer que el DJ sabía lo que hacía con la selección de los temas. Fue entonces cuando percibí un movimiento, una mirada, o quizá un olor concreto entre la enorme densidad que llenaba la parte alta de aquel antro. No supe qué fue exactamente, pero mis ojos se movieron directos hacia una figura de pie al lado de una columna. Tenía los brazos cruzados, el hombro apoyado y el rostro muy serio. Quizá llevaba un buen rato dando vueltas para llamar mi atención, no podía estar seguro, pero en el momento en el que lo consiguió, no se detuvo hasta ponerme de los nervios.
Traté de ignorarlo, pero su mirada era como un láser de color café y ambar que me atravesaba por completo. Se movía de aquí a allá, manteniendo las distancias y sin acercarse demasiado. Hasta que dejé mi tercera copa vacía con un golpe en la mesa y solté un suspiro inaudible entre el ruido de la música. Me incliné hacia delante, apoyando los codos en las rodillas antes de frotarme el rostro. Había guardado la esperanza de que aquel lobo no estuviera allí, o que quizá estuviera demasiado ocupado con los muchos humanos que, de seguro, estarían babeando por unos segundos de su atención. Pero al parecer se acordaba de mí, y, evidentemente, yo me acordaba de él.
Me levanté del sillón y fui de camino a la salida de emergencia con la mano metida en el bolsillo de mi chaqueta militar. Antes de salir ya tenía un cigarrillo en los labios y el zippo encendido. Apoyé la espalda en la misma pared que la semana pasada y levanté la mirada al cielo mientras unas diminutas gotas blanquecinas me mojaban la piel. La diferencia de temperatura, de ruido y de olor eran arrolladora, como si acabara de tomar aire tras un minuto buceando en el mar. Antes de que me llevara el cigarrillo a los labios por segunda vez, la puerta metálica sonó y apareció una figura grande, musculosa y alta. Llevaba una camiseta ajustada de publicidad con un logo descolorido en el centro, una cadena plateada alrededor del cuello y los mismos pantalones de chándal negros. Si quería parecer un puto pandillero, lo había conseguido. Se quedó de brazos cruzados y en silencio a un par de pasos de mí mientras yo seguía mirando el cielo oscuro y la fina lluvia. Tras la cuarta calada ladeé el rostro y me enfrenté a su mirada intensa de ojos cafés.
—¿No te aburrís? —le pregunté en voz un poco baja.
El lobo no respondió, por supuesto. Me miró en silencio hasta que yo aparté la mirada al frente y dio un par de pasos más. Tardó todo un minuto en decidir ponerse a mi lado, todavía con los brazos cruzados sobre el pecho y expresión seria. Cuando estaba así me ponía un poco nervioso, pero contuve la necesidad de llevarme la mano al bolsillo y agarrar mi navaja; simplemente me terminé el cigarrillo y tiré la colilla al frente, echando una última voluta de humo en dirección contraria a la que estaba el lobo. Entonces lo miré de nuevo y, tras un breve momento de duda, levanté una mano y le acaricié con solo la punta de los dedos el lateral de su brazo. El lobo levantó la cabeza como si se pusiera orgulloso o brabucón, pero no se apartó.
Yo estaba algo borracho, aburrido y puede que excitado, pero ¿cuál era su excusa para comportarse así y venir a buscarme? Puede que a aquel lobo le gustaran mucho los hombres con atractivo peligroso e indiferente. A muchos humanos les gustaba. La única diferencia era que en esas relaciones yo tenía el poder, y dudaba de que en esta lo tuviera.
El lobo se acercó más, poniéndose frente a mí para terminar dejando las manos en la pared y encerrándome, como la última vez, entre su cuerpo, sus brazos y el muro. Miré sus ojos cafés, brillantes incluso en la penumbra del callejón, y levanté las manos para ponerlas en su cadera, suavemente al principio, antes de acariciarle lentamente de arriba abajo. El lobo empezó a perder la postura estirada y a bajar la cabeza mientras los parpados de sus ojos descendían y en su garganta se producía aquel murmullo bajo y gutural tras cada respiración. Su olor volvió a rodearme, tan intenso y extraño como la primera vez. Era fuerte y todo me decía que debería parecerme desagradable, pero a cada respiración solo me gustaba y me excitaba un poco más.
Ladeé el rostro y moví una de las manos del costado hacia el abdomen del lobo. Él abrió los ojos y bajó la mirada hacia mi mano, tomando un par de respiraciones más rápidas y perdiendo parte de su calma. Solo hasta que empecé a acariciarle con el reverso de la mano, muy lentamente, bajo su pecho, allí donde comenzaba la curvatura de su abdomen. El lobo soltó un poco de aire por lo labios que llegó hasta a mí, cálido y húmedo en contraste con la lluvia y la fresca noche. Cerró un momento los ojos y el ronroneo de su garganta se hizo más intenso. Estaba frente a un Hombre Lobo de un metro noventa y cinco al que le encantaba que le frotaran la barriga como a un perrito. Resultaba hasta gracioso.
El lobo se quedó un buen minuto disfrutando de aquello, hasta que, sin previo aviso, dio un paso más y me encerró por completo entre él y la pared, pegando todo su cuerpo contra mí. Tome aire y me llevé las manos a los bolsillos casi por instinto, creyendo que quizá la hubiera cagado y él se hubiera enfadado.
Sin embargo, lo único que hizo fue dejarse caer un poco, bajar la cabeza y, de una forma un tanto extraña, olfatear mi pelo y frotar la mejilla contra él como si me acariciara con la cara. Fruncí el ceño, pero no dije nada. Tan de cerca su olor era incluso más intenso, la cara me quedaba a la altura de su cuello. Podía sentir el calor de su cuerpo contra el mío, rodeándome por entero, y el bulto carnoso que había en su pantalan, rivalizando con mi propia erección bajo los pantalones jeans. Quizá había subestimado la capacidad de los lobos para resultar tan atractivos y sexuales, quizá lo había subestimado por completo, porque había algo animal y primitivo en ellos, algo salvaje que te arrastraba sin remedio hacia el deseo y la necesidad. Empezaba a entender por qué la gente seguía viniendo a aquel asqueroso local para verlos.
Cada respiración era peor que la anterior, porque más de aquel olor intenso entraba en mí y me aceleraba el corazón. Era algo primitivo y estúpido, simplemente estúpido, porque a mí jamás me había pasado nada parecido con ningún hombre humano. Tragué saliva y levanté las manos para ponerlas de nuevo en su costado, pero esta vez, en vez de subir, las deslicé hacia su espalda, casi abrazándolo y atrayéndolo suavemente hacia mí. La sensación era… alucinante. El lobo era grande que casi no podía abarcarle entre los brazos, tan cálido que podía sentir que calentaba mi chaqueta y mis pantalones, gruñendo suavemente mientras frotaba el rostro contra mi pelo. No había mundo más allá de aquel abrazo, solo una enorme barrera de músculo, sudor y calor que me mantenía seguro y protegido de todo lo demás.
Creo que perdí parte de la conciencia o, al menos, recuerdo haber entrecerrado los ojos y haberme dejado llevar por aquella mezcla de excitación y placer hasta un punto en el que no me di cuenta del tiempo que había pasado. Solo supe que algo empezó a vibrar en mis pantalones y que abrí de nuevo los ojos, descubriendo que tenía la frente apoyada en el hombro del lobo mientras seguía acariciándolo de arriba abajo la espalda. Levanté la cabeza y tomé una respiración antes de apretar los ojos para aclarar la mente. El lobo también se movió, porque seguía acariciándome de vez en cuando, como si tratara de limpiarse la boca en mi pelo revuelto.
Bajé la mano desde su espalda a mi pantalón y saqué el telefono para llevármelo a la oreja. El lobo soltó como una especie de gruñido más intenso y menos ronroneante, como una queja o un ligero enfado que, evidentemente, ignoré.
—¿Qué? —pregunté con la voz algo ronca, por lo que tuve que aclararme la garganta antes de seguir—: ¿Ya terminaste?
—¿Dónde estás? ¡Te levo llamando diez putos minutos! —dijo Sylvee a través de la línea—. ¿Estás afuera? No oigo la música.
—No. Sí —cerré de nuevo los ojos—. Sí, estoy fuera. Salí a fumar.
—¿Dónde? No te veo.
—En… —miré hacia el lado del callejón que daba a la calle—. ¿Estás en la entrada? Voy hacia allá —y colgué.
Guardé el teléfono de nuevo en el bolsillo y miré aquellos ojos cafés que me miraban de vuelta en mitad de una expresión seria y nada divertida con todo aquello. Cabeceé hacia un lado y le dije:
—Tengo que irme.
El lobo apretó su entrepierna contra mí, como si quisiera hacer más evidente lo duro que estaba, por si no me había quedado claro después de tanto tiempo pegados.
—Ya —asentí, moviendo mi cadera de lado a lado para que también pudiera notar mi erección—. Es una mierda, pero tengo que irme. —Como siguió sin moverse, le acaricié el costado un par de veces hasta que se relajó de nuevo—. La semana que viene —le dije. Sonó como una promesa, pero no lo fue.
El lobo soltó otro de esos gruñidos de queja, pero bajó los brazos y pude escurrirme hacia un lado y liberarme de él. Noté una sensación fría en el cuerpo después de haber estado tanto tiempo pegado a algo tan caliente. Ahora volvía a estar solo y desprotegido, volvía a ser «yo contra el mundo», pero ignoré esa sensación y me despedí con la mano del lobo antes de dirigirme al final del callejón. A cada paso, a cada respiración que tomaba lejos del aire intoxicado y repleto de sudor y feromonas, la mente se me despejaba un poco más y las ideas surgían de entre la neblina que se había apoderado de mi cerebro. ¿Qué carajo estaba haciendo? Un puto lobo… ¿en serio? Justo lo que me faltaba. Había tomado muy malas decisiones en mi vida, pero aquella debía ser, sin duda alguna, de las peores.
Encontré a Sylvee en la puerta del club, rodeándose los brazos y temblando un poco debido al frío. Me miró con una mueca muy enfadada y me pegó un golpe en el brazo como saludo.
—¿Sabes el frío que pase, pedazo de…? —entonces se detuvo, se acercó a mí y olió mi chaqueta del ejército. Abrió muchos los labios y los ojos y se volvió a enfadar—. ¡Hijo de puta egoísta! ¡Yo aquí muerta de frío y tú cogiendo con un lobo!
—No me cogí a nadie —le aseguré, tirando de ella hacia el coche, porque la gente escuchaba y no quería brindarles un espectáculo, al contrario que Sylvee. Saqué un cigarrillo del paquete y le ofrecí otro a ella, que lo tomo como con desprecio de entre mis dedos—. No me cogí a nadie —repetí con el cigarro en los labios mientras le encendía el suyo y después el mío—. Estuve con uno en el callejón, pero no pasó nada.
—¿Le chupaste la verga?
—No.
—Bien, porque no iba a estar yo arrastrándome como una idiota para que tú consigas chuparle la verga a un lobo sin más y a las primeras de cambio.
—Claro —murmuré, soltando la columna de humo a un lado.
Le di las llaves del coche y no tardó demasiado en abrirlo y subirse antes de cerrar la puerta de un golpe seco que casi hizo temblar todo el automóvil.
—Mierda, Spreen, apestas a lobo, te lo digo de verdad —se quejó nada más sentarme a su lado—. ¿En serio que no te lo cogiste?
—No, y no pienso hacerlo —le dije sin demasiado entusiasmo.
—No, no, por supuesto que no. No vas a venir aquí obligado y aún por encima cogerte a un lobo antes que yo —se dejó el cigarrillo en los labios, se puso su chaqueta y arrancó el coche—. ¿Cómo conseguiste que te eligiera? — preguntó entonces.
—No lo sé —reconocí—. Al principio creía que venía a buscar problemas, pero después le toqué el brazo y funcionó bastante bien.
Sylvee golpeó el volante con tanta fuerza que hizo sonar la bocina.
—¡Esa mierda no funciona! —gritó con verdadera indignación. Entonces empezó a negar con la cabeza y murmuró—: La semana que viene vengo desnuda…
—Yo no voy a volver —dije, pero mentí.
Y la semana siguiente, volvimos.
Chapter 4: EL CLUB DE LA LUNA LLENA: POR ÚLTIMA VEZ
Chapter Text
Sylvee no bromeaba cuando dijo que iría en bolas. Ella nunca bromeaba sobre ir en bolas. Cuando me subí a su coche el viernes por la noche, se abrió la gabardina blanca que llevaba y me enseñó sus tetas al aire.
—Muy bonitas —la felicité mientras me sentaba.
—Si esta noche no consigo coger, no volvemos —sentenció—. No voy a darle otra oportunidad a ese bastardo arrogante.
—Es un lobo, Sylvee —le recordé—. Todos son bastardos arrogantes con una pija que se hincha y se deshincha como un globo.
—Lo que se me va a hinchar a mí es la puta concha como no me cojan. — Sylvee, pura elegancia en todas sus formas.
Sin embargo, no le faltaba razón. Yo también me había pasado toda la semana subiéndome por las paredes, sobreexcitado y nervioso. Por alguna razón, no podía dejar de pensar en aquel lobo hijo de puta, en su cuerpo, en su fuerte olor y, sobre todo, en el bulto de su pantalón. Sentir ese tipo de deseo por alguien era algo nuevo para mí, y lo odiaba. Lo odiaba con toda mi alma. Me hacía sentir débil y estúpido, como un completo pibe sin cerebro. Pero el jueves por la noche, después de masturbarme por cuarta vez en un día pensando en él, había tomado una decisión. Volvería a aquella mierda de local, encontraría a ese lobo, me lo cogería y después seguiría adelante con mi vida. Eso era lo que haría.
Llegamos en apenas diez minutos, recorriendo un trayecto que duraba veinte a una velocidad razonable y dentro de los límites establecidos. También si respetabas los semáforos y frenabas un poco en las curvas; todo lo que Sylvee no hacía. Salí del coche mientras se arreglaba y encendí un cigarrillo. Me sentía un poco nervioso y excitado, como si pudiera sentir cómo llegaba el momento en que haría mis sueños húmedos realidad. Lo llevaba sintiendo todo el día, trabajando en la tienda y mientras me duchaba y me vestía para la noche, ahorrándome una ropa interior que no iba a necesitar. Aquella noche yo tenía un hambre voraz y más le valía a ese puto lobo estar a la altura de las muchas expectativas que tenía de él. Lo quería sucio, salvaje y primitivo.
Me fumé el cigarrillo rápido y seguí a Sylvee bajo una fina lluvia de primavera en dirección al local. La misma gente en la puerta, las mismas escaleras que descendían al mismo pasillo con posters de películas de terror y la misma puerta gruesa antes del mismo antro de mierda, ruidoso y maloliente. No quise mirar al piso superior como hizo Sylvee nada más entrar, antes de dirigirnos a la barra para pedir nuestras bebidas. Ella sacó otro billete de veinte y gritó a una de las camareras, pero en esta ocasión pidió todos los chupitos que tequila que pudiera pagar con el billete. Alcé un poco las cejas y la miré.
—Esta noche o ninguna —me dijo con sus ojos marrones muy fijos en mí.
—Esta noche o ninguna —asentí.
La camarera llegó con cuatro vasos de chupito y los llenó hasta el borde.
—¿Solo cuatro? ¡Es una broma! —chilló Sylvee.
La camarera siguió sonriendo, tomo el billete y se alejó mientras Sylvee la insultaba a gritos. Yo fui a por uno de los chupitos y me lo metí de un trago en la boca. Estaba frío y era desagradable, pero bajó como una lengua de fuego por mi garganta. Sin pensarlo fui a por el siguiente.
—¡Qué puto asco! —gritó Sylvee tras beberse el suyo, poniendo un montón de expresiones como si estuviera a punto de vomitar. Lo que solía hacer siempre que pedía tequila—. Ahora el otro… ¡Ah, qué puto asco! — repitió tras bebérselo.
Le di un momento para recuperarse e hizo una señal para que fuéramos a la parte superior, donde estaba la manada. Allí había tanta gente como siempre y nos separamos en el mismo punto al lado de la barandilla, con una advertencia muy seria de Sylvee sobre estar atento al celular y no «dejarla tirada». Aunque, en realidad, la única que me había dejado tirado a mí en el pasado, había sido ella. No lo dudé y salí en busca del lobo. Miré de un lado a otro, tratando de encontrar unos ojos cafés y ambar entre la muchedumbre y los sofás, su cuerpo fuerte y su pelo castaño. Pero no fui yo quien lo encontró, sino él a mí.
Noté una presencia a mí espalda, muy cerca, y cuando giré el rostro lo miré, de pie, con la cabeza alta y orgullosa y su expresión serena de párpados algo caídos. Aquella noche llevaba una camiseta de asas negra demasiado apretada, con una gran abertura que mostraba el inició de sus pectorales y unos pantalones grises de chandal bajo los que, estaba bastante seguro, no llevaba nada. Ya empezaba a tener su pelo demasiado largo y se le ondulaba sobre la cabeza. Parecía un estúpido pandillero, o un mafioso de tres al cuarto con su collar de cadenas y sus musculados brazos al aire, a punto de pegarte una piña o de dejarte llorando en una esquina. Parecía sucio, un puto cerdo y un completo idiota; y, por alguna razón que no conseguía entender, eso no podía ponerme más excitado…
Me mojé los labios con la lengua y me esforcé mucho en mantener la apariencia serena y controlada. No me gustaba mostrar emociones a los demás, porque eso les hacía creer que te importaban y que podrían hacerte daño; aunque en aquel momento el corazón me latía más rápido en el pecho y sentía la respiración un poco más acelerada. Había venido por él y, si realmente podía oler en mí lo que iba a pasar, solo debería tenerme miedo.
Levanté una mano y la puse en su costado, saltándome el paso de los brazos, me incliné y me puse de puntillas para poder hablarle al oído; pero eso no pareció gustarle y retrocedió un poco, girando el rostro y rozando el mío para no dejar su cuello al descubierto. Me miraba muy atentamente y en silencio, con aquellos ojos cafés que parecían brillar incluso en la penumbra de luces frías del piso superior. Todavía recordaba lo que habían dicho en la charla, todo eso de que ellos debían ser los que tomaran el primer paso, así que tome aire, captando su fuerte olor incluso en aquel ambiente saturado y cerrado, y asentí lentamente.
—¿Queres bailar? —le pregunté en voz lo suficiente alta para que me oyera.
El lobo cabeceó hacia el lado, señalando las escaleras que bajaban a la pista de baile. Volví a asentir y caminé en aquella dirección, seguido muy de cerca por él. Iba justo detrás, a un paso de distancia, pero sin llegar a colocarse a mi lado. Bajé las escaleras siguiendo el ritmo movido de la música con la cabeza y los hombros hasta llegar a donde estaba toda la gente, amontonada y bailando aquella canción tecno repleta de bajos mientras una lluvia de luces flasheantes les caía encima. Entonces me giré y lo miré, una enorme sombra de ojos salvajes que a veces iluminaban luces de colores. Daba un poco de miedo verlo así, como si perdiera parte de su humanidad para mostrar la clase de bestia que era en realidad; pero aquella sensación de peligro era casi parte del juego. Supongo que no ibas a club de lobos para cogerte a uno si no estabas un poco mal de la cabeza.
Seguí moviéndome al ritmo de la música que, para mí, era como bailar de una forma caótica y sin sentido. Miraba al lobo, pero no hice nada por acercarme a él, solo esperé tranquilamente a que se acercara, se pegara mucho y empezara a seguir el ritmo conmigo. Para ser alguien grande, el hijo de puta sabía moverme muy, muy bien. Y a mí me gustaban mucho los hombres que sabían bailar, los que sabían qué hacer con la cadera y cuando, mientras seguían el ritmo cada vez más rápido y profundo de la música.
Me rodeaba, me tocaba, se ponía muy cerca y agachaba la cabeza, rozándola de vez en cuando con la mía. Su olor estaba por todas partes, cada vez más denso y penetrante cuanto más se movía. Y me estaba volviendo loco. Yo ya venía bastante excitado de casa, pero aquello… aquello me puso de una forma no creía que fuera capaz de sentir. El corazón me retumbaba en el pecho, la música, las luces, aquel sudor, el calor de su cuerpo, su tamaño y quizá el alcohol; todo se mezcló en un momento que me hizo sentir drogado y en las nubes. Y yo sabía muy bien lo que era eso.
En mitad de aquella locura, el lobo me dio la vuelta para ponerme de espaldas a él y me mordió en la parte baja del cuello, cerca de la nuca, con su gran boca. No me hizo daño y no me llegó a clavar los dientes, solo sentí la presión y la humedad mientras me metía las manos debajo de la camiseta para recorrerme el cuerpo sin ningún límite. A esas alturas yo ya estaba dispuesto a cualquier cosa. Tenía una erección de caballo en mis pantalones y un objetivo muy claro en mente: cogerme al lobo.
Él me soltó y entonces puso su mano alrededor de mi nuca, sin demasiada delicadeza, me empujó para que fuera delante de él en dirección a la entrada. Me trastabillé un poco, un tanto mareado y confuso para seguir su ritmo apurado tras de mí. Dejamos atrás la música atronadora, las luces cegadoras y el denso olor a cerrado. Yo respiraba agitadamente, parpadeando de vez en cuando para acostumbrar la vista y enfocarla en la calle. El lobo me estaba guiando con una mano apretada y tensa alrededor de mi cuello y la otra alrededor de mi muñeca. Podía oír sus jadeos y notar su pecho elevándose y descendiendo cerca de mi espalda.
Dejamos atrás la entrada del club y traté de mirar hacia un lado, pero él apretó mi cuello con firmeza y soltó un gruñido de enfado. No sabía a dónde me estaba llevando, pero el callejón no quedaba en esa dirección y, si hubiera estado sobrio y consciente, me hubiera puesto nervioso con toda aquella situación. Nos detuvimos frente a un enorme Jeep negro aparcado al lado de la acera, con los cristales tintados y ruedas un poco gastadas. El lobo me soltó la muñeca un momento para abrir la puerta de atrás y casi me empujó al interior. Tuve que dar un pequeño salto y casi gatear por el gran asiento trasero. Entonces entró el lobo y cerró la puerta antes de echarse sobre mí.
Me quitó la chaqueta sin ningún cuidado, tirando de ella hacia arriba hasta que salió de mis brazos, hizo lo mismo con mi camiseta y la tiró a algún lado que no pude ver. Sin ningún tipo de miramiento, me bajó los pantalones, puso su mano sobre mi cabeza apretándomela contra el asiento y me metió la verga. Yo estaba atontado y me costaba racionalizar lo que estaba pasando, pero sí noté aquel bulto carnoso e increíblemente húmedo que se coló dentro de mí demasiado deprisa, llenándome en apenas un par de segundos de una forma que jamás había sentido. Solté un grito de queja y abrí la boca.
—¡Tene cuidado, hijo de puta! —le grité con los dientes apretados.
Sin embargo, el lobo no se detuvo, con un jadeo ininterrumpido empezó a penetrarme sin parar. Apreté las manos contra el asiento de cuero y apreté los dientes mientras jadeaba y gruñía. No es que me hiciera daño, porque podía notarlo tan húmedo que casi goteaba desde mi ano, completamente lubricado; era más bien por la intensidad y el ritmo que había puesto ya desde el principio. El lobo me la metía sin parar, moviendo la cadera una y otra vez sobre mí mientras me apretaba la cara contra el asiento. De pronto sentí algo caliente y denso dentro de mí y el lobo gruñó más fuerte, como un animal salvaje. Ya se había corrido, pero eso no le detuvo.
Siguió, mierda y si que siguió. Tras aquella primera eyaculación se dejó caer sobre mí, tan pesado como era, me mordió el pelo de la cabeza y me rodeó los brazos, apretándome las muñecas como si quisiera inmovilizarme mientras continuaba aquel ritmo enloquecido de cadera. Apestaba a sudor caliente y denso, sobre mí, cubriéndome por completo y ahogándome. Yo luchaba por seguir respirando mientras gruñía y sentía una excitación y placer como jamás lo había sentido antes. Era muy duro, sin duda, pero no había ido por un lobo para que me diera besitos y caricias. Aquello era sexo animal y descontrolado, sin parar y sin tregua.
Noté un segundo chorro caliente dentro de mí y, creo, que yo también me corrí en aquel momento, aunque no pude estar seguro porque estaba sintiendo demasiadas cosas y todo era una completa locura. El lobo me recogió los brazos, todavía rodeándome con fuerza las muñecas, y las puso alrededor de mi cabeza, cubriéndome incluso más. Dejó de morderme el pelo y de tirar de él y se puso a jadear como un perro mientras seguía penetrándome sin parar. Desde que me la había metido hasta que se corrió por tercera vez, jamás dejó aquel ritmo apurado de cadera, llenándome sin parar y sin llegar a separarse demasiado antes de volver a clavármela hasta el fondo.
Cuando sentí un tercer chorro caliente en mi interior, al fin se detuvo. Se quedó completamente parado, sufrió una especie de espasmo y volvió a apretarse para metérmela mientras gruñía de una forma extraña con la garganta y soltaba un jadeo. Lo hizo una vez más y entonces sentí la famosa «obstrucción postseminaria».
Yo ya estaba en las nubes en ese momento, en un límite sudoroso y jadeante de corazón desbocado y una densa calma casi narcótica; aun así, pude notar aquella extraña y confusa sensación de que algo se agradaba en mi recto y me llenaba por completo. No era doloroso, era como si de pronto te hubiera puesto un tapón a medida. El lobo se quedó sobre mí, jadeando en mi oreja, sudado como un cerdo y apestándolo todo. Si ya era fuerte e intenso cuando estaba seco, fresco era incluso peor. Te llenaba las fosas nasales y se pegaba a todo; denso, un poco almizclado y salado.
Sabía, es que estaba seguro, de que aquello debería repugnarme; y aun así no podía evitar que me gustara. Era como si una parte más primitiva de mí reconociera aquella peste como algo bueno, algo que debiera atraerme mucho y hacerme sentir bien.
El lobo no se movió en un par de minutos, recuperando el aliento perdido y cubriéndome de arriba abajo con su enorme cuerpo. Cuando su respiración se calmó un poco, levantó la cabeza y lo que hizo fue frotarme su rostro empapado de sudor contra mi cara y mi pelo; como si quisiera asegurarse de que aquella peste se quedara bien pegada a mí. No hice nada para evitarlo, sinceramente, me sentía como si acabara de inyectarme éxtasis y ahora todo estuviera bajando, dejándome sin fuerzas incluso para pensar.
Debía reconocerlo. Cogerse a un lobo era toda una jodida experiencia.
Un tiempo después, la inflamación en mi recto empezó a disminuir y el lobo al fin pudo sacar la verga y levantarse. Aun así me quedé un momento más allí tirado, respirando profundamente ahora que no tenía a un hombre de… ¿ciento y pico kilos encima? Solté un resoplido e hice fuerza con unos brazos temblorosos para incorporarme. Me senté lentamente y me subí la cintura del jean mirando hacia los asientos de delante.
—Mierda… —dije con una voz ronca y seca, frotándome el rostro—. Qué puto viaje…
Tragué saliva y ladeé el rostro para mirar al lobo, que me miraba de vuelta con sus ojos cafés y ambar rodeados de pestañas gruesas y densas. Levanté una mano y apoyé el codo en el respaldo antes de acariciarle el pelo desordenado. Quizá fueran las feromonas o el pedazo de sexo que acababa de tener, pero ese lobo me pareció un tipo muy atractivo, con una belleza ruda y tosca, a juego con su imagen de mafioso y su olor intenso.
El coche estaba en penumbra y solo la luz de una farola lejana conseguía colarse por el cristal trasero, iluminando apenas ligeramente nuestros rostros. Lo miré con detenimiento mientras él entreabría los labios y entornaba ligeramente los ojos, acentuando esas pestañas largas y tan «femeninas» en contraste con el resto de sus facciones. Empezó a producir aquel ronroneo de garganta y a dejar caer la cabeza sobre mi mano para que continuara masajeándole el pelo. Yo no era de los que daban muchas caricias, pero ver a un Hombre Lobo como el caer rendido ante algo tan simple, me producía un extraño placer.
Levanté mi otra mano y la metí suavemente por dentro de su camiseta de asas. El lobo abrió los ojos y siguió con atención lo que hacía, preocupado de que, quizá, quisiera hacerle daño. Eso cambió cuando empecé a acariciarle el abdomen de arriba abajo, siguiendo esa mezcla de abdominales y leve barriga suave. Eso fue demasiado para él, quien recostó de nuevo la cabeza y empezó a gruñir más alto tras cada respiración. Tras un minuto o dos así, le costó mantenerse despierto, dando pequeños saltos de alerta cuando creía haberse quedado dormido.
—Ey… capo —le llamé con un murmullo—. Tengo que irme.
Aparté suavemente las manos de él y busqué mi camiseta y mi chaqueta tirada por el suelo.
—Estuvo muy bueno —reconocí mientras me vestía—. Los lobos saben lo que hacen.
Revisé que tuviera todo en los bolsillos y fui a abrir la puerta del Jeep para bajarme.
—Nombre —oí entonces. Una voz suave.
Giré el rostro y miré al lobo, que me miraba de vuelta con su expresión seria. Tardé un par de segundos en responder:
—Spreen.
El lobo asintió y se llevó una mano al pecho.
—Roier —dijo. Esa vez asentí yo.
—Muy bien, pues… ya nos veremos, Roier —y abrí la puerta.
—Semana que viene —dijo él y esperó a que lo mirara desde el exterior del coche para mover la cadera como si cogiera—. Más.
—Claro —respondí antes de llevarme una mano a la frente y dedicarle una especie de saludo militar a forma de despedida—. Nos vemos, capo.
Cerré la puerta y rodeé el enorme coche todoterreno hasta llegar a la acera, sacándome un cigarrillo y encendiéndolo mientras caminaba. Solté una voluta de aire por encima de la cabeza, hacía la ligera lluvia de primavera que caía de un cielo oscuro. Aquel lobo se llamaba como un puto perro. Sonreí y negué con la cabeza. El sexo había sido muy bueno, pero no iba a volver a aquel club ahora que lo había probado. Confiaba que una vez fuera suficiente para quitarme la excitación de encima y seguir adelante sin tener que pasarme la semana masturbándome como un adolescente.
Caminé hacia la entrada del local y tiré la colilla del cigarrillo a un lado. Miré el celular y no vi ninguna llamada perdida de Sylvee, así que supuse que le habría ido bien. Me quedé allí, sin demasiadas ganas de volver al interior. Me saqué otro cigarrillo y lo encendí con la espalda apoyada en la verja metálica al lado de las escaleras. El aire nocturno era fresco y limpio, pero podía notar la peste que el lobo había dejado por todo mi cuerpo, incluso más intensa y penetrante que la semana anterior. Y si yo podía olerla, seguro que los demás lobos no necesitaban más que un olfateo rápido para saber que su… compañero Roier, me había dado un buen viaje en su coche. Aquella era una idea que no me gustaba y no me hacía sentir cómodo en absoluto.
Antes de terminarme el segundo cigarrillo, el celular vibró en mi bolsillo y respondí.
—¿Dónde estás? —me preguntó una Sylvee muy enfadada.
—Afuera, en la puerta.
Colgó y apenas diez segundos después la vi llegar por las escaleras con una expresión enfadada en el rostro. La noche no había ido tan bien para ella como había ido para mí.
—Vámonos, este local es una mierda —tiré la colilla a un lado y la seguí hacia la carretera—. Estos lobos no saben lo que es bueno. Es una apestosa manada sin gusto ninguno.
Ladeé la cabeza, como si me lo pensara.
—Quizá —le concedí.
—Apestas, ¿te cogiste al lobo?
—No —mentí—. Solo bailamos un poco.
—¡Agh! ¡No me lo puedo creer! —exclamó—. ¿Cómo mierda lo consigues? ¡Yo me pase la noche acariciándole el brazo a ese hijo de puta y abriéndome de piernas! ¿Sabes lo que hico él? ¡Se llevó a una subnormal con cara de troll al baño!
—Vaya, ¿ella también iba desnuda debajo de la gabardina?
—¡Solo llevaba minifalda sin bragas! —exclamó, entrando en el coche y cerrando la puerta de un golpe seco después de sentarse—. No vamos a volver —decidió por ambos cuando me senté en el copiloto—. Iremos a probar al Media Noche antes del Celo.
—Abril está a la vuelta de la esquina, no te dará tiempo —le recordé—. Esperemos a octubre.
—¿Quieres que me pase medio año excitada como una perra, Spreen?
—De acuerdo, ve al Media Noche y trata de encontrar un lobo de última hora. Yo paso —respondí—. No voy a volver a ningún antro de estos.
Y lo dije en serio, totalmente convencido de que no iba a volver. Lo que no sabía era que, recién cogido y con el culo aún lleno de semen de lobo, era mucho más sencillo olvidar la excitación y el deseo que, durante la semana, volvería a arder con más fuerza cada día dentro de mí.
Chapter 5: EL CLUB DE LA LUNA LLENA: LA ÚLTIMA, ESTA VEZ DE VERDAD.
Chapter Text
No le dije nada a Sylvee, por supuesto. Volver a aquel club no fue una idea que hubiera estado sopesando con detenimiento, fue más bien una decisión repentina y brusca. Llevaba toda la semana oliendo a lobo, era una peste que no conseguía quitarme de encima. Me había duchado varias veces, con jabón y champú, de arriba abajo, lavé los pantalones y la camiseta que había llevado; pero mi error fue dejar la chaqueta militar a un lado. Mi casa empezó a oler un poco a lobo, me despertaba por la mañana y lo percibía flotando ligeramente en el aire, un olor que me perseguía y me ponía de muy mal humor, porque cada vez que me atrapaba por sorpresa soltaba un leve gemido y me excitaba sin poder evitarlo.
Recordaba al lobo encima de mí, gruñendo y cogiéndome sin parar, aquel calor, la humedad, lo grande que era y cómo me cubría entre sus brazos. Cuando llegó el viernes, salí de casa con una expresión molesta en el rostro y un cigarrillo en los labios. Esta vez guardaría toda la ropa en una bolsa, la llevaría a la lavandería y le daría tres lavados antes de meterla de nuevo en casa; así no volver a pasarme aquello.
Estaba enfadado conmigo mismo por ceder a volver a aquel antro en busca del pelotudo lobo, pero no había sido una buena semana con el señor Xing, mi jefe, y, sinceramente, un buen sexo me sentaría de lujo.
Subí al bus nocturno junto el resto de jóvenes y no tan jóvenes de las afueras que iban a salir por la ciudad, pero me detuve mucho antes de alcanzar el centro, media hora después de haber subido. Me ajusté mejor la gorra de béisbol para resguardarme de la lluvia y metí las manos en los bolsillos de la chaqueta. Aquel no era un buen barrio, pero yo ya estaba demasiado acostumbrado. Me había pasado la vida en malos barrios, rodeado de mala gente, porque yo era mala gente.
Al cruzar la esquina de la calle secundaria donde estaba el club, me encontré con que, al parecer, debía ser un día especial, porque estaba lleno. Y quiero decir «LLENO» de gente. Había una cola enorme de personas bajo paraguas para entrar, iba desde las escaleras de bajada del local hasta casi el final de la calle.
Caminé a paso rápido por la acera de enfrente, sin molestarme en esquivar los charcos que la inundaban y los regueros que salían disparados de las cañerías. Saqué un cigarrillo y lo encendí deprisa, dándole una rápida calada. Mi humor no hacía más que empeorar por momentos. No solo me había movido por media ciudad en una noche de mierda para comerle la pija a un puto lobo, sino que además ahora iba a tener que luchar contra cientos de personas solo para entrar. Y eso no iba a pasar.
Pasé la entrada de largo donde, por primera vez, había dos porteros pidiendo entradas y revisando las identificaciones. Fui directo al callejón y pensé en colarme por la puerta de emergencia, pero, por desgracia, allí también había otro portero bajo un paraguas. Solté una voluta de humo hacia arriba, sintiendo como algunas gotas de lluvia me mojaban, después escupí a un lado y me acerqué al hombre.
—Eh, capo. Avisale a Roier de que estoy acá —le ordené con tono calmado pero firme.
—A quien avisaré es a la policía como no te vayas por dónde has venido —respondió tras una mirada de arriba abajo.
—Muy bien —dije.
Entonces levanté una pierna y le di una patada en el pecho. Chocó contra la pared y perdió el aliento, un poco por la sorpresa y un poco por el golpe que acababa de darle. Le di una última calada al cigarrillo y tiré la colilla anaranjada a un lado antes de entrar por la salida de emergencia. El ruido, el olor y las luces me sumergieron al instante en aquel ambiente repleto de gente, incluso más de la normal. El piso de arriba estaba ahora cerrado al «público» y dos hombres de seguridad vigilaban las escaleras, dejando pasar solo a las personas que, quizá, hubieran pagado una entrada especial para estar cerca de la manada aquella noche. No tenía claro si eso era algo nuevo o un cambio de las normas del local, pero yo no iba a pagar una puta mierda, de eso podían estar seguros.
Moví la mirada por el piso superior, viendo los mismos sillones y a los mismos lobos en ellos, a excepción de que no estaban tan llenos de humanos y que las bebidas eran más caras. Todos estaban muy bien vestidos, como si se tratara de una fiesta especial, así que yo, mi chaqueta del ejército y mis viejos pantalones de negros con una línea blanca a los lados, destacaban lo suficiente para que, si Roier estaba cerca, pudiera distinguirme sin problema.
Apoyé el hombro en una de las columnas y me crucé de brazos, echando miradas de un lado a otro y tratando de encontrarlo. Pasaron un par de minutos y seguía sin verlo. Muchos de los lobos no paraban de llevarse a los humanos al pasillo del final del piso donde estaban los baños. Había una extraña excitación en el aire junto a un olor más denso y fuerte de lo habitual. Entonces lo comprendí. El Celo.
Sería en apenas cuatro o cinco días y la manada debía estar revolucionada. Por eso había tanta gente haciendo cola para el local, por eso pagaban más por subir al piso superior. Aquella noche los lobos podrían metérsela hasta a una calabaza con tal de que les cupiera la verga dentro.
Quizá Roier no hubiera salido de los baños en toda la noche, y puede que no lo hiciera. Bien por él. Yo no iba a esperarlo. Me di la vuelta con la intención de salir hacia la puerta de emergencia, cuando me choqué con un muro de carne y músculo. Levanté la cabeza, pasando la visera de la gorra hacia unos ojos cafés rodeados de pestañas densas, pelo largo y descontrolado de color castaño. Camiseta negra apretada y pantalones de chándal grises con una evidente y nada sutil elevación en la entrepierna. Olía más fuerte de lo habitual, incluso en mitad de aquel ambiente cargado y denso, podía percibir su sudor salado y penetrante.
Se acercó lo poco que yo me había apartado tras el inesperado choque, jadeando entre los labios entreabiertos y con la cabeza gacha para no perderme de vista. Me empujó un poco, pero mantuve mi sitio y dejé que se pegara todo lo posible a mí. No tardé ni un par de segundos en empezar a endurecerme y a sentirme excitado como una perra. Ese poder que tenía sobre mi cuerpo era absurdo, completamente absurdo.
Levanté las manos y las puse en sus costados, deslizándolas lentamente hacia su espalda para abrazarlo. Miraba aquellos ojos cafés salvajes, sentía el corazón palpitándome con fuerza, tenía las fosas nasales llenas de su olor animal y notaba su pija dura contra mi cintura, palpitando cada poco tiempo y tratando de abrirse paso a través de la tela de su pantalón.
—Hola, Roier… —dije, aunque no creyera que pudiera haberme oído con la música tan alta—. ¿Vamos a coger en tu coche?
El lobo me agarró de la nuca y tiró de mí para darme la vuelta, tomo mi muñeca con firmeza y me llevó hacia la puerta de emergencia. Eso no me gustó en absoluto, podía ir yo solo andando, pero, si trataba de escapar y zafarme, solo me apretaba más fuerte. Salimos al callejón, donde el portero soltó una estúpida disculpa que ninguno de los dos se detuvo a oír. El ruido, el intenso olor y el calor dieron paso a la lluvia, el frescor y solo un único aroma, el de Roier a mi espalda. Me llevó sin piedad por los charcos y las aceras mojadas en dirección contraria al de la entrada y la gente, a su Jeep negro aparcado a un lado. Como la primera vez, solo me soltó la muñeca para abrir la puerta y empujarme dentro.
Gateé lo suficiente para estirarme sobre el asiento y me quité la chaqueta y la gorra antes de que lo hiciera él. Cuando cerró la puerta de un golpe seco, hizo temblar un poco el todoterreno, pero no tanto como cuando se echó sobre mí. Me rodeó el cuello con una mano y usó la otra para tirar de mi pantalón, bajarse el suyo lo suficiente para liberar su pene y tratar de metérmela. Noté la punta caliente y empapada manchándome parte de las nalgas y mi escroto en busca de mi ano, así que levanté las piernas y le rodeé el cuerpo, facilitándole mucho el trabajo. El lobo empujó la cadera y me la metió casi de una sentada, provocando un profundo jadeo y un arqueo de mi espalda mientras gritaba «¡Mierda!». Si no hubiera estado tan estúpidamente húmedo y lubricado, jamás podría haber metido una verga tan grande con tanta facilidad ni tan rápido. Y, una vez dentro, empezó con ese intenso ritmo sin pausa, apretándome el cuello con una mano y una muñeca con la otra. Ahora que estaba cara a él, podía ver su rostro duro y marcado, sus incontrolables jadeos y la forma que ponía los ojos un poco en blanco como si llevara toda la semana esperando por aquello; al igual que yo.
Tardó apenas veinte envestidas en correrse por primera vez, llenando mi interior de un chorro caliente que, por increíble que pudiera parecer, pude notar a la perfección. Quizá saliera con mucha fuerza o quizá fuera demasiado denso, pero se notaba; además de que el lobo gruñó más fuerte y abrió la boca, mostrando unos dientes grandes de colmillos algo desproporcionados. Entonces me soltó el cuello, se acercó para rodearme y levantarme de tal forma que él quedara sentado en el asiento, un poco recostado, mientras yo estaba encima. Me sostuvo con fuerza entre sus brazos, atrayéndome contra él y apretándome la nuca con la mano, al igual que había hecho antes con mi cuello, mientras seguía moviendo la cadera y clavándomela sin parar en una postura en la que llegaba más dentro.
Yo apreté las manos sobre el respaldo y seguí jadeando y gruñendo
«Mierda, mierda, mierda» sin parar. Todo apestaba a sudor de lobo, cada vez más. Podía sentir su calor, sus constantes arremetidas, su cuerpo pegado y grande, su aliento cerca del rostro. Describir lo caliente y excitado que me hacía sentir todo aquello sería complicado. Aquel puto hombre era una fiera sexual y se notaba. Se corrió una segunda vez, un chorro bastante abundante que me llenó de un extraño calor. Soltó un grito grave y, de pronto, movió su mano de mi nuca a mi pelo y lo agarró con fuerza antes de morderme ligeramente la base del cuello y apurar incluso más el ritmo de la cadera. Apreté los dientes y aguanté lo que pude hasta que terminé gritando
«¡Carajo, puta madre!», mientras me corría sin ni siquiera tener que tocarme.
El lobo no paraba de mojarse y lubricar, yo tenía el ano empapado y me goteaba por las nalgas y las piernas en una de las sensaciones más extrañas y perturbadoras de mi vida. Se mezclaba el olor intenso del semen, el sudor y el sexo en una nube densa y narcótica que me estaba llevando al cielo, todo el camino, ida y vuelta. Ya estaba exhausto cuando el lobo se corrió por tercera y última vez y al fin relajó el ritmo de la cadera, deteniéndose poco a poco. Un gruñido intenso y profundo llenó por completo el coche, hasta que solo se oyó nuestros jadeos. El lobo me soltó el pelo y paró de morderme el cuello, dejando caer la cabeza sobre el respaldo mientras sufría contracciones en la cadera y ponía extrañas muecas de incomodidad que precedieron a la «obstrucción». Entonces fui yo el que puso una mueca de incomodidad al notar aquella inflamación que me llenaba como un tapón. Seguí controlando la respiración y recostado contra el lobo, demasiado sudado y caliente para dejarlo escapar.
Ninguno de los dos dijo nada en el tiempo en el que duró la inflamación de su pene. Me dediqué a cerrar los ojos, apoyar la frente en su hombro robusto y grande y a respirar aquel aire denso y tan cargado. El lobo se movió hacia la mitad, frotándome la cara con su rostro sucio y mojado para dejar aquella peste en mi pelo y mi cuello. No me importaba. Sinceramente, nada me importaba en aquel momento. Estaba empezando a pensar que quizá el semen de los lobos tenía alguna especie de toxina narcótica que te dejaba en un estado de profunda relajación; porque allí, en aquel coche caliente y apestoso, oyendo la lluvia caer sobre los cristales y el techo, me sentí más calmado y tranquilo de lo que podía recordar que estuviera jamás en mi vida.
Cuando la tensión en mi recto se aflojó, sentí una cierta liberación.
Moví un poco la cadera y levanté la cabeza antes de resoplar y girar el cuello un poco dolorido después de tantos agarres y posturas forzadas. Miré a los ojos cafés y ambar, que me miraban de vuelta atentamente. Levanté una mano y la acerqué a su rostro no tan llamativo y, aun así, tan atractivo. El lobo miró mi mano por el borde de los ojos y esperó a que le rozara la mejilla. Cuando empezó a gustarle la caricia, ladeó la cabeza hacia mi mano para notarla más. Alcé mi otra mano y la pasé por su pelo ondulado y algo mojado de la lluvia y el sudor. El lobo soltó su grave ronroneo de garganta y cerró un poco los ojos, disfrutando como un perrito al que rascaban entre las orejas. Yo no era un hombre cariñoso, nunca lo había sido, pero aquella reacción tan sincera y clara a los gestos mimosos era… No sé, tenía algo que me divertía. Era como ver al león de la sabana, tan majestuoso y peligroso, tumbado boca arriba al sol y durmiendo como un cachorro.
Bajé la mano de su rostro hasta su mentón y probé a rascarle un poco allí, después descendí por su cuello; lo que no le gustó. Abrió los ojos y soltó un gruñido más profundo y seco de advertencia. Levanté la mano en alto y mantuve su mirada con calma, demostrando que lo había entendido. Probé a frotar su pecho bajo la camiseta negra y ajustada, esquivando las manchas de semen que le había dejado al correrme sobre él. Tras un par de segundos volvió a relajarse y a ronronear, más cuando alcancé la parte alta de su abdomen. Me quedé allí un rato, con la cabeza ladeada y mirando como luchaba por no quedarse dormido mientras le masajeaba el pelo y le frotaba el abdomen. La lluvia del exterior, chocando contra los cristales del coche y el techo, se hizo más intensa, llamando mi atención y haciéndome chasquear la lengua con disgusto.
—Me iré antes de que empeore —murmuré, más para mí mismo que para el lobo.
Me levanté, sintiendo como su pija salía de dentro de mí, todavía lo suficiente húmeda para deslizarse sin problema. Salí de encima de él y quise ir en busca de mi chaqueta, pero una mano firme y áspera me agarró de la muñeca y me detuvo. Giré el rostro al momento hacia el lobo, porque eso de agarrar era divertido durante el sexo, pero no me hacía ni puta gracia en cualquier otro momento.
—Roier lleva a Spreen a su casa —dijo con su voz suave y poco profunda.
—No, puedo irme solo —le aseguré, tirando de la mano para que me soltara.
—No. Roier lleva —insistió, un poco más firme y seco mientras me apretaba la muñeca—. Celo pronto, Roier quiere ver casa y saber si es segura.
Fruncí el ceño y mantuve su mirada de ojos cafés y ambar.
Las cosas se estaban complicando un poco y eso no me gustaba.
—No dije que quiera ir al Celo —le recordé.
El lobo puso una expresión muy seria y algo enfadada, juntando levemente sus espesas cejas sobre sus ojos.
—¿Spreen no quiere macho? —preguntó—. Roier buen macho. Fuerte, poderoso, sano. Importante en la manada.
—Sí, sos una puta bestia, pero no creo que El Celo sea para mí —tiré de nuevo de la mano, pero él no me soltó y empecé a enfadarme—. Roier, soltame.
Al lobo le costó un momento, pero me liberó la mano y se quedó mirándome fijamente.
—Roier quiere a Spreen en Celo —insistió.
Iba a soltar una respuesta cortante e irme del coche, como había hecho muchas veces antes con otros hombres igual de pesados, pero, por la forma de hablar del lobo, empezaba a creer que quizá toda esa evolución se les había quedado en la pija y no les había llegado al cerebro; algo que, sinceramente, no me sorprendía en absoluto.
—Ay, Roier… —murmuré—. No puedo faltar cuatro días al trabajo, y El Celo requiere una preparación, no sé si lo sabes… —ladeé el rostro, comprobando si me estaba entendiendo—. No puedo gastarme tanto dinero — concluí —. Es mejor que te busques a otro tipo, ¿si?
—Roier tiene dinero. ¿Cuánto?
Me quedé un momento en silencio. Entreabrí los labios y tomé una bocanada lenta de aquel aire espeso y cargado de olores.
—Pues… comida, bebidas, el tiempo del trabajo… —me encogí de hombros y solté—. Trescientos dólares, quizá.
Para mi sorpresa, el lobo asintió. Se levantó, todavía con los pantalones por debajo de las bolas y se inclinó hacia la parte de adelante. Oí el ruido de la guantera y cuando volvió atrás tenía un fajo de billetes en la mano rodeados por una goma.
—Quinientos —me dijo, ofreciéndomelo con expresión seria—. Spreen lleva a Roier a su casa.
Miré el fajo de billetes y después a los ojos cafés. Levanté la mano y acepté el dinero para echarle un rápido vistazo. No me preguntaba por qué un lobo tenía esa cantidad en la guantera de su coche porque, como ya sabía, nunca andaban metidos en ningún negocio legal o justo. Lo que me preguntaba era si yo estaba dispuesto a pasarme cuatro días, noventa y seis horas seguidas y una media de sesenta y cuatro cogidas, por quinientos dólares. La respuesta era sí. Sí estaba dispuesto a pasar El Celo con Roier y, además, que me pagase por eso. Había aceptado tratos muchísimo peores.
—De acuerdo —acepté, golpeando el fajo de billetes contra mi mano como si se tratara del martillo de un juez al dictar sentencia—. Spreen enseñara casa a Roier.
El lobo asintió, se levantó los pantalones y me hizo una señal para que fuera a la parte de adelante con él. Me puse la chaqueta y salí del Jeep hacia la lluvia torrencial para volver a subirme. El cambio de temperatura no fue tan grande como el hecho de poder respirar aire puro antes de volver a sumergirse en el cálido e intenso olor del interior. Me puse el cinturon de seguridad, que sí funcionaba en aquel coche, y esperé a que el lobo se acomodara en el asiento del piloto y encendiera el motor.
—Es en Lincon’s Hall, la catorce con Pensilvannia.
—Dentro de territorio. Bien —murmuró él con un profundo asentimiento, como si eso le complaciera.
Empezó a conducir y guardé el fajo de billetes en uno de los bolsillos de la chaqueta, pensando en agarrarme al asiento; sin embargo, la forma de conducir del lobo era increíblemente segura. Lo hacía casi a la misma velocidad que Sylvee, pero en un mucho mejor coche y con muchísima más tranquilidad, sin compartir esa caótica mezcla de velocidad e imprudencia que ella tenía.
A los pocos minutos dejé de apretar el asiento y apoyé la cabeza en el respaldo, disfrutando del sonido del agua y la penumbra del coche. Me dio tiempo a reflexionar sobre la decisión y preocuparme de que, llevar a un lobo a mi casa, pudiera suponer un problema en mi vida.
En aquel momento no tuve ni idea de lo cierto que sería eso.
Llevar a Roier a mi casa fue el inicio de todo.
Chapter 6: EL CELO: PREPARACIÓN
Chapter Text
Cuando llegamos a la calle de mi casa, señalé uno de los portales rodeados de grafitis y el lobo aparcó casi en frente de él. La mayoría de las farolas de la calle estaban rotas y el ayuntamiento no estaba demasiado interesado en invertir dinero en una zona como aquella. No podía culparlo. Salimos del coche bajo la lluvia y anduvimos a paso rápido hacia el edificio de ladrillos y grandes ventanales. Había sido una antigua fábrica reconvertida, lo que quería decir que alguien había comprado el edificio y lo había alquilado por plantas. Abrí la puerta de un tirón y pasé delante del lobo, al que, al parecer, le gustaba seguirme por detrás y muy cerca. A veces me giraba un poco para observarlo, por si mi casa no le hacía sentirse lo suficiente «seguro». Por desgracia para él, el dinero que me había dado no era reembolsable.
Subimos unas escaleras bastante viejas con un pasamanos roto y pintarrajeado hasta alcanzar la tercera planta, allí giré por un pasillo de moqueta azulada y manchada hacia una de las puertas del final en la que ponía «4A» pero a la que habían pintado para que parecieran dos «AA», con una en cursiva. No era la razón por la que había decidido mudarme allí, pero le daba un toque.
Abrí la puerta, las dos cerraduras, y pasé al interior, dejando las llaves sobre un taburete alto color verde que había allí y que había robado de un bar una noche de borrachera. Bien, mi piso no era gran cosa. Era un loft que atravesaban columnas de hierro rojas, con paredes de ladrillo, ventanales industriales y un tanto grasientos y manchados, una cocina americana en una esquina, un pequeño sofá descosido frente a una vieja tele de plasma con una ligera grieta, suelos de madera gastada, y un pequeño apartado con una cama de matrimonio y la puerta de un baño. Eso era todo. Al menos era espacioso y le daba mucha luz los días soleados.
Encendí la lámpara de pie que había al lado de una de las columnas, arrojando una luz cálida y amarillenta sobre el loft. Le daba un ambiente íntimo y agradable, además de que las luces del techo no funcionaban. Me quité la chaqueta y miré al lobo; quien observaba el lugar muy atentamente con sus ojos cafés y ambarinos, olisqueando cada poco el aire como si pudiera percibir algo en especial.
Preferí dejarlo tranquilo y que hiciera lo que tuviera que hacer. No había nada de valor allí que pudiera robarme, porque todo lo que valía algo lo llevaba siempre conmigo encima. Fui al apartado que era la habitación y dejé la chaqueta militar sobre la amplia repisa de los ventanales, echando un vistazo a la calle lluviosa y oscura. Una vieja costumbre de cuando tenía que preocuparme de que no me siguieran a casa.
Volví hacia el salón y apoyé el hombro en la pared entre la habitación y el resto, cruzándome de brazos y observando como el lobo daba pequeños pasos, adentrándose en el loft poco a poco y con cuidado. Seguía mirando a todas partes, olisqueando el aire y con la espalda recta. Tardó sus cinco buenos minutos en alcanzar la parte del sofá cerca de la esquina. Tomo los cojines y los olió antes de volver a arrojarlos de nuevo sobre el sillón. Solté un resoplido de incredulidad y puse los ojos en blanco, yendo a buscar la cajita de cigarrillos y el zippo. Roier se puso un poco nervioso cuando oyó mis pasos sobre la madera y vio que me acercaba, pero señalé la puerta de incendios que había a un lado de la cocina.
—Daba a la escalera de incendios, pero está rota, así que es como una puerta de suicidio —le expliqué, rompiendo el silencio y abriendo la puerta metálica y de color rojo en la que había escrito «EXIT» y a la que yo había añadido «to hell».
Encendí el cigarrillo y me asomé hacia la caída de cuatro pisos que daba a un lado del edificio. Había una calle oscura iluminada por una solitaria farola bajo la que normalmente traficaban con droga; una vez incluso había habido un tiroteo. El lobo continuó su exploración por la casa, después de olfatear el sofá y algunas cosas que allí había, fue hacia la cocina y repasó las alacenas y la nevera. Tampoco iba a encontrar gran cosa de valor allí: cereales, pasta y muchos botes de comida instantánea, además de un par de latas de cerveza, leche, pan de molde y los pocos ingredientes para hacerse un sándwich. Ahora que tenía quinientos dólares, quizá incluso me compraría mayonesa.
Terminó con la cocina y fue hacia la habitación. Ahí fue cuando tiré la colilla del cigarrillo por la puerta y la cerré antes de seguirlo. Mi habitación era la parte más personal de la casa, y no quería que ningún desconocido tocara lo que no tenía que tocar. El lobo hizo lo mismo que en el sofá, olisqueó las almohadas y después las mantas. Fue hacia el armario y lo abrió, empezando a ponerme un poco nervios. Cuando tomo algunas de mis prendas de vestir y las olfateó también, me acerqué con expresión seria.
—Volve a tirarme la ropa al piso, y no volvés a esta casa —le advertí, señalando la camiseta que había arrojado a un lado sin ningún miramiento.
El lobo me miró un momento en silencio.
—No huele a otros machos. Bien —respondió.
—Bien —murmuré, no demasiado emocionado.
El lobo se fue hacia la puerta del baño, la abrió con cuidado y miró al interior oscuro. Solté un suspiro y me acerqué para encenderle la luz a un lado de la pared. Era un puto cuarto de baño viejo con lavabo, ducha y un espejo; pero quizá quería olfatear la taza del váter para ver si se habían sentado «otros machos». El lobo tomó una buena respiración y asintió, cerrando la puerta sin llegar a entrar. Y con eso, creía, daría por terminada su exploración, pero me equivocaba. Lo que hizo fue quitarse la camiseta, descalzarse, bajarse el pantalón y tirarse sobre la cama completamente desnudo.
—Emh… —murmuré, ladeando un poco la cabeza—. ¿Qué mierda haces, Roier?
El lobo no me escuchó, o no quiso escucharme, mientras se restregaba contra el edredón gris y se metía debajo para seguir frotando su cuerpo desnudo contra todo. Yo estaba demasiado alucinado para reaccionar, hasta que agarro una de las almohadas y se la pasó por la entrepierna.
—¡Eh!, eh… —di un paso y levanté las manos—. Ahí pongo yo la cara…
El lobo me miró con sus ojos cafés bordeados de esas largas pestañas, sin ningún tipo de arrepentimiento en su rostro.
—Roier deja su olor, así machos no acercarse —dijo.
—Me da igual, no frotes tu pija en la almohada —respondí.
Él dejó la almohada a un lado, se puso de cara al techo de un giro que hizo temblar la cama y quitó el edredón, descubriendo su cuerpo musculoso y desnudo. Era la primera vez que le veía sin ropa, ya que en el coche no se la había quitado. Tenía… el hijo tenía un cuerpo increíble. Grande, pero no exageradamente marcado, como una mezcla perfecta entre músculo y un poquito de grasa. De piernas gruesas, espalda ancha, pecho poderoso y una pequeña barriga. Le repasé con la mirada de arriba abajo, deteniéndome en su pija ya bastante dura y mojada. No es que fuera grande, que lo era, pero no con respecto a su tamaño. Podía decirse que era proporcionada a un hombre de su altura y peso. Eso sí, era una pija preciosa. Gruesa, firme, con un par de venas marcadas y una cabeza más llena que el tronco que no paraba de gotear lentamente un líquido viscoso y cristalino. Con la excitación, llegó el olor fuerte y pesado, una mezcla de su sudor y su entrepierna, cubriendo la habitación como había cubierto el coche y provocando mi propia erección. Una vez más, era absurdo que aquello me pusiera tan excitado cuando hacía apenas una hora que me había corrido.
Me pasé la lengua por los labios para humedecerlos y miré de nuevos sus ojos. Estaba allí tumbado, ocupando casi la totalidad de la cama, con las piernas abiertas y lo brazos extendidos, moviendo un poco la cadera como si quisiera llamar la atención sobre su pija húmeda, gorda y muy firme.
—Dale… —murmuré, rascándome un momento la nariz antes de quitarme la gorra de béisbol, la camisera, las zapatillas y el pantalón.
Fui hacia él, pero cuando quise ponerme encima, me rodeó con los brazos, me dio la vuelta y me cubrió con su cuerpo enorme y pesado. Sin ropa de por medio, la sensación y el olor era más intenso y asfixiante que nunca. Jadeé de puro placer con algo tan estúpido como aquello, más cuando me abrió las piernas con las suyas y me la metió casi de una sentada hasta el fondo. Empezó a gruñir y a mover la cadera con la intensidad de siempre, buscando mis muñecas para apretarlas y ponerlas al lado de mi cabeza. El lobo jadeaba cerca de mi oreja, gruñía y seguía sin parar, cubriéndome con todo su cuerpo como si fuera una especie de necesidad para él. Junto con un gemido más alto llegó la primera corrida, me mordió el pelo y siguió hasta que, quizá cuatro minutos después llegó a segunda. Entonces me soltó las muñecas y me rodeó el cuello con sus brazos, elevandome un poco y aumentando el ritmo con el que me penetraba. Yo ya no sabía que decir, había repetido tantas veces «mierda» que ya apenas era una palabra con sentido en mis labios húmedo y jadeantes. En algún momento, llegó la tercera corrida y todo fue cesando lentamente. El lobo se dejó caer sobre mí, tuvo sus pocos espasmos y el pene se le inflamó, produciendo una mueca de incomodidad en mi rostro.
Nos quedamos en silencio y, como solía hacer, el lobo se limpió el sudor del rostro contra mi nuca y mi pelo. El olor… aquella peste animal se iba a pegar a mis sábanas hasta el final de los tiempos, casi podía sentirlo. No quería ni imaginarme lo que pasaría después del Celo. Tendría que quemarlas. Pero en aquel momento, mi única preocupación era disfrutar de tener a un enorme lobo encima, caliente y pesado, cubriéndome por entero y haciéndome sentir tan extrañamente relajado y… protegido. Una palabra que surgió de mi mente sin sentido alguno y que no me gustó en absoluto. Yo no necesitaba que nadie me protegiera, y mucho menos un lobo tarado que no sabía ni hablar bien.
La inflamación terminó y él se hizo a un lado, cayendo sobre su costado y saliendo de dentro de mí en el proceso. Tome aire aprovechando que ahora era capaz de respirar, levanté la cabeza y estiré un poco el cuello antes de girarla y mirarlo. Estaba a mi lado, pero no pegado, con el rostro apoyado en la almohada y sus ojos fijos en mí. Quizá se creyera que iba a atacarlo después de que me hubiera reventado el culo, lo que, siendo sinceros, siempre podía ser una posibilidad.
—¿Esto también era parte de lo que tenías que hacer en mi casa? —le pregunté—. ¿Querías probar la cama o algo?
El lobo negó suavemente con la cabeza y yo solté un murmullo y asentí. Me giré del todo hacia él, apoyando mejor la cabeza en la almohada y mirando aquellos ojos que resultaban perturbadores y a la vez tan suaves gracias a las pestañas densas. Moví una mano, sin ninguna razón racional, para acariciar su pecho con el reverso de los dedos. Quizá solo quisiera saber qué se sentía al tocarlo, la sensación del calor de su piel y aquellos pectorales. El lobo no tardó demasiado en ronronear por lo bajo tras cada respiración y en empezar a cerrar los ojos. De vez en cuando los abría y parpadeaba, luchando por no dormirse; algo muy complicado cuando descendí hacia su barriga y empecé a frotársela con toda la mano.
Sin demasiada dificultad, empujé suavemente al lobo para dejarlo cara al techo. Me acerqué un poco y apoyé el codo en la almohada para apoyar la cabeza y tener una mejor perspectiva. Él apenas mantenía los ojos abiertos, casi uniendo sus largas pestañas mientras ronroneaba pesadamente. Le acariciaba la barriga hasta la parte baja del ombligo bajo el edredón y vuelta arriba, dando pequeños círculos, usando la palma entera o solo la punta de los dedos. Era como un enorme y estúpido oso que ocupaba casi toda mi cama, que apestaba y que se quedó dormido tras un par de minutos de caricias. Lo supe no solo por sus ojos cerrados y su respiración más lenta, sino porque, como habían dicho en la charla, comenzó a tener pequeños espasmos musculares en las piernas y los brazos, moviéndolas un poco de vez en cuando.
Tome una bocanada de aquel aire que olía tanto a él y puse una mueca de labios fruncidos. Al final me pasaría el puto Celo con un lobo de un metro noventa y cinco y ciento y pico kilos de peso, en mi casa, en mi cama, y había muchas cosas que preparar y mucho de lo que preocuparse. El sexo no era el problema, porque, si había algo que debía reconocer, era que cogía con un lobo era toda una experiencia; no, el problema era el tiempo y las preocupaciones.
Roier sorbió por la nariz y se removió un poco, frunció el ceño de espesas cejas y entreabrió los ojos. Me clavó una mirada rápida y seria, como si estuviera enfadado por haberle hecho quedarse dormido. Soltó uno de aquellos gruñidos de advertencia y levanté lentamente la mano con la que le seguía acariciando la barriga. Sin decir nada, se incorporó, se sentó al borde de la cama, de espaldas a mí, y agitó la cabeza para despejarse. Yo me quedé allí, con el codo apoyado en la almohada y la cabeza apoyada en la mano, viendo cómo se levantaba, iba hacia su ropa y se la ponía a prisa. Primero el pantalón, sin nada debajo, seguido de la camiseta negra y todavía manchada con los restos de mi semen, manchas blanquecinas en el negro impoluto. El lobo parecía un poco molesto y me miraba atentamente de vez en cuando; por el contrario, yo estaba muy tranquilo en la cama, pensando en lo mucho que me gustaba que Roier fuera tan grande. Nunca me habían gustado los hombres más altos y fuertes que yo, pero con él mis preferencias sexuales parecían haber dado un giro de ciento ochenta grados. No sé, quizá fueran las feromonas.
—Roier vuelve —dijo antes de darse la vuelta e irse.
Esperé a oír el golpe de la puerta al cerrarse y me levanté para ir al baño. Tome una buena bocanada de aire y me lavé el rostro antes de soltar una queja baja y sentarme en el retrete. Todavía tenía el culo empapado de toda aquella lubricación y, peor aún, el recto lleno de semen de lobo. Era muy divertido cuando lo sentías entrar, pero no era tan divertido cuando lo sentías salir.
Cuando me quejé de que mi casa olía un poco a lobo porque me había olvidado de apartar la chaqueta, no tenía ni idea de lo que estaba diciendo. Después de la visita de Roier mi cama apestaba, y lo digo de verdad, apestaba a él. Como había pensado, aquel olor se había pegado a las sábanas con fuerza y no iba a cambiarlas, no aún. Sería estúpido hacerlo antes de El Celo. Así que tuve que dormir varios días en una cama que me estaba poniendo muy excitado. Literalmente, me ponía duro cada vez que me acercaba a mi habitación y esa peste me alcanzaba. Era bastante frustrante, pero la verdad es que me ayudó mucho a afrontar El Celo con muchas más ganas. Prepararlo todo fue menos problemático cuando estabas deseando que Roier volviera a tu casa para ponerte de espaldas y taladrarte el culo como un martillo percutor.
De todas formas, sufrí momento de dudas e indignación. A veces en la tienda, cuando me sorprendía a mí mismo echaba un ojo a las barritas energéticas expuestas y a las bebidas deportivas y rehidratantes, me sentía furioso y molesto. Había una desagradable sensación que me acompañaba, un pensamiento que me decía que yo no debería estar preocupado ni esforzándome por nadie, y menos por un maldito lobo. Era ese sentimiento el que me hacía pasar de largo la farmacia, una y otra vez, fumando cigarro tras cigarro mientras farfullaba por lo bajo. Sin lugar a dudas, esa fue la parte más difícil. Jamás me había puesto un enema, nunca, y me parecía indignante tener que hacerlo por él. Lo de reunir las bebidas y la comida… bien, pero lo de hacerte una lavadita era otra cosa muy diferente.
Casi esperé a los últimos días para entrar en la farmacia de la calle de la tienda en la que trabajaba, con la cabeza muy alta y mi expresión de hombre peligroso al que era mejor no molestar. Como solía pasarme, la mujer tras el mostrador se puso nerviosa al verme. Quizá fuera por los tatuajes de mis brazos, o quizá por los pendientes y mi expresión intimidante de mirada fija por el borde inferior de los ojos. Cuando le pedí una caja de enemas, puso cara de sorpresa y se apresuró a responder un «sí, claro, por supuesto». Eso me enfadó, aunque no fue su culpa, era el hecho de estar allí comprando aquello para que un lobo pudiera darme bien por el culo todo lo que quisiera. Lo pagué con un par de billetes arrugados, metí la caja rápidamente en el bolsillo y salí de aquella farmacia sin mirar atrás.
Al llegar a casa lo saqué, lo tiré sobre la barra de la cocina y me encendí un cigarro, apoyando el hombro en el marco de la puerta de incendios sin escaleras. El cielo todavía estaba grisáceo y, al parecer, sería una semana lluviosa. En las noticias de la radio que escuchaba de madrugada en la tienda, habían hablado sobre el Celo. Un experto de la universidad de no sé dónde había insistido en dar numerosas advertencias sobre los lobos y explicar a los oyentes que El Celo no era un pasatiempo que tomarse a la ligera; que esa idea generalizada de que serían tres o cuatro días de sexo maravilloso y puro placer, no se ajustaban a la realidad. Después había llamado la presidenta de la asociación de «Amantes de los Hombres Lobo» para decirle al profesor de universidad que, lo que pasaba, era que no había
«Mujeres Lobo», porque entonces El Celo sería una fiesta nacional y las noticias estarían llenas de hombres muy felices por haber encontrado a una mujer que les estuviera montando cuatro días seguidos. Eso me había hecho mucha gracia.
Tras el primer cigarro, me fumé otro, leyendo las instrucciones de la caja de enemas extra fuertes y enfadándome más y más a cada palabra que leía. No iba a ser divertido, y no lo fue. Me pasé la tarde del salón al baño, gritando insultos al aire cada vez que sentía uno de aquellos retortijones. Llegó un punto en el que preferí quedarme sentado en la taza del váter, mirando la pared de azulejos con profundo odio y tomando profundas respiraciones mientras apretaba la botella de bebida energética en la mano. En teoría, no podía comer nada, solo beber un montón de líquidos y esperar a que incluso los intestinos me salieran disparados por el culo.
Quinientos dólares no habían sido suficientes para pagar aquello.
Tras toda una tarde de enfados, frustración y preparación, dejé las cosas que había comprado en la tienda a un lado de la cama. Barritas, bebidas, una especie de sobres de yogur líquido y los bidones de agua de cinco litros cada uno para el lobo. Al parecer, bebían una media de un bidón al día durante el Celo, así que había comprado cuatro; solo por si acaso, porque Roier podría tener un celo corto y, con suerte, estar fuera de allí a los tres días.
Echo todo aquello, me senté en el sofá, sintiéndome hambriento, enfadado, excitado e impaciente. Encendí mi televisión con un manchón verde y violáceo en la esquina y me recosté con las piernas sobre la mesa baja, a la espera del maldito lobo. Miré los ventanales sucios, cada vez más oscuros, y llegué a preguntarme si quizá Roier había cambiado de idea y se había buscado a otro hombre… Buff… más le valía que no. Porque entonces quemaría su puto coche, su puto local y todo lo que hubiera de paso. De eso podía estar seguro. A mí no me…
Y entonces unos golpes fuertes resonaron desde la puerta. Apagué la televisión, fui hacia la entrada y agarré el bate que había a un lado, solo por si acaso era una visita no deseada que venía en busca de problemas. Miré por la mirilla y vi unos ojos enormes y cafés. La puerta volvió a retumbar con más golpes fuertes y ruidosos. Dejé el bate a un lado y abrí las dos cerraduras antes de mover la puerta.
Roier estaba allí, jadeando, completamente duro bajo su pantalon negro, mirándome fijamente y apestando más que nunca a sudor denso, almizclado y asfixiante. Tenía pupilas tan dilatadas que su iris era apenas un anillo café en mitad de sus ojos. Su pecho grande ascendía y descendía con cada acelerada respiración, expulsando un vaho caliente hacia mi rostro.
—Spreen… —fue lo última palabra que me diría en cuatro días. El Celo había comenzado.
Chapter 7: EL CELO: LA AVENTURA DE TU VIDA
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Roier entró como un huracán. Cerró la puerta de un golpe seco que retumbó por toda la casa, me agarró entre los brazos agarrandome totalmente por sorpresa y me llevó en volanda hacia la cama. Había algo en su rostro, quizá algo que faltaba, porque parecía un hombre totalmente enloquecido. Me tiró sobre la cama, me bajó la ropa interior con una fuerza que rozaba la desesperación y después saltó sobre mí, haciéndome perder el aire de los pulmones bajo su peso. Antes de que me diera cuenta, ya me estaba clavando su pija hasta el fondo y moviendo la cadera con más intensidad incluso de lo normal.
—¡Tu puta madre! —le grité al sentir aquello. Estaba muy mojado y lubricado, pero el bastardo había ido de cero a cien en tan solo un segundo y me había dolido igualmente.
Apreté los dientes y me agarré al edredón, forcejeando un poco para que, al menos, me dejara respirar. El lobo se enfadó, creyendo que quería resistirme o algo así, me agarró de las muñecas y me aprisionó todavía más bajo su cuerpo y su peso, gruñendo y jadeando sin parar. No habían pasado veinte segundos y ya sentí el primer chorro caliente y denso dentro de mí, un minuto después el segundo, en algún momento que ya no pude distinguir un tercero y no se detuvo hasta que hubo un cuarto y yo ya no podía más que tratar de concentrarme en seguir respirando. Aquella cogida salvaje y sin pausa me había agarrado demasiado por sorpresa y había sido… bastante, sinceramente. Me había gustado, pero más hacia el final, cuando me había limitado a quedarme quieto y a dejarle hacer al lobo lo que tuviera que hacer. Cuando llegaron las contracciones y la inflamación, Roier me frotó su rostro empapado en sudor por la cara y el pelo, esperó a que cinco minutos después se le desinflara el pene y se incorporó lo suficiente para quitarse la camiseta gris y sudada. Me la sacó de dentro y, como un niño pequeño, rodó un poco en la cama para quitarse el calzado y los pantalones a tirones antes de hacer lo mismo con mis calzoncillos y volver a ponerse encima para, sorprendentemente, cogerme otra vez hasta correrse otras tres veces.
Hay algo que descubrí esa primera noche, y es que no bromeaban cuando decían que los lobos se volvían locos en El Celo. Roier me tuvo de espaldas toda la noche, gruñendo y jadeando como un puto enfermo y moviendo la cadera casi sin descanso. Los únicos momentos en los que no estaba cogiendo, era cuando se le inflamaba la verga y no podía moverla, así que se recostaba a descansar hasta que, cinco o diez minutos después volvía a ponerse excitado. Aquello duró entre cinco o seis horas, no podría decirlo, porque yo entré en una especie de estado cercano a la inconsciencia. El olor, el calor y el peso me habían dejado rendido y sometido a la voluntad del lobo. No podía luchar, literalmente, no tenía fuerzas ni la capacidad de si quiera pensar en eso. Solo era apenas consciente de que Roier estaba allí, sudado, caliente y rodeándome en una burbuja donde solo existíamos nosotros.
La luz del amanecer me sorprendió, llegando desde los cristales empañados y sucios. El retumbar de la lluvia era como una especie de mantra que se repetía constantemente junto a un jadeo y un movimiento a mis espaldas. Yo estaba de lado y el lobo me apretaba entre sus enormes brazos, cogiendo casi sin fuerzas una vez más y despertándome. Las energías se le estaban empezando a agotar, pero seguía metiéndomela lentamente hasta conseguir correrse. Cuando se le inflamó el pene y se detuvo, alargué una mano y tome una de las botellas de bebida energética, me incorporé un poco y Roier gruñó, volviendo a atraerme contra él con violencia.
—Solo voy a tomar un poco, calmate —le dije con tono seco, llegando a darle un leve codazo. Gruñó más alto, pero lo ignoré—. No rompas los huevos, Roier —le dije antes de beber un par de buenos tragos.
Con un jadeo dejé la botella en la mesilla de un golpe seco y volví a recostar la espalda contra él. Afuera llovía, pero entre las mantas hacía un poco de calor acumulado, así que bajé un poco la colcha, descubriendo parte de mi cuerpo desnudo y un poco sudado.
—Hay agua para vos en el otro lado, si queres —le dije, aunque no estaba seguro de si mis palabras iban a poder atravesar la densa neblina de excitación que cubría la cabeza del lobo.
No respondió, por supuesto, y tras diez minutos se echó sobre mí y volvió al trabajo. Dos cogidas después, se separó por primera vez de mí tras doce horas, pero tampoco demasiado. Me agarró de la muñeca y casi tiró de mi hacia el borde de la cama para alcanzar uno de los bidones de agua.
Bebió como si hubiera cruzado el puto desierto, derramando parte del agua por los lados y tomando grandes respiraciones al terminar cada vez. No había control alguno en él, parecía una bestia saciando sus necesidades primarias de la forma más rápida y violenta posible. Cuando dejó el bidón de vuelta al suelo, se había bebido casi un cuarto de una sentada. Eructó, se dio la vuelta para volver hacia mí, con los labios empapados y la cara mojada, me abrió las piernas y me la metió de nuevo; esta vez de frente y agarrándome el cuello con su mano, quizá para que pudiera disfrutar de sus expresiones de labios entreabiertos y ojos en blanco mientras me cogía. Cuatro corridas después, se dejó caer sobre mí y se limpió el rostro contra el mío, el sudor, las babas y el agua que aún tenía en la cara.
Curiosamente, no me resulto tan desagradable como sonaba. Después de todo, estábamos en mitad de un festival de fluidos, sexo, descontrol y un intenso olor animal. ¿Qué era un poco de baba y sudor en el rostro cuando el culo no dejaba de gotearte líquido preseminal y semen? Por suerte, a media tarde, el lobo empezó a relajar el ritmo desenfrenado del principio; alargó un poco más los descansos y empezó a dormitar entre ellos. Yo aprovechaba para beber, comer algo y acariciarle la espalda o el pecho para alargar esos momentos de sueño hasta que volvía a despertarse y me cambiaba de postura, me mordía el cuello, el pelo o el hombro y continuaba.
Solo al alcanzar la noche se quedó profundamente dormido. Bebió otro litro del segundo bidón, eructó y se acercó a mí para encerrarme entre sus brazos antes de cerrar los ojos, produciendo pesadas respiraciones sobre mi pelo y con las típicas contracciones musculares. Entonces me froté el rostro y solté un suspiro.
Tuve mucho cuidado de no despertarlo mientras me movía como un ladrón en mi propia casa en dirección al baño. Cerré la puerta y me senté en el váter. Lo que tenía que hacer no era nada elegante, pero literalmente estaba lleno, y quería decir LLENO, de semen de lobo. Y eso tenía que salir de alguna forma. También meé bastante porque la constante fricción contra la pared interior de mi escroto me había entumecido la vejiga. Creía que hasta me había meado un poco en la cama, no estaba seguro. Me había corrido un par de veces, eso sí.
Y aquello era tan solo el principio. Que puta locura.
Me limpié un poco y salí del baño, sumergiéndome en la penumbra de la habitación que apestaba bastante, y eso que no tenía pared que la separara del resto de la casa, así que aquel olor denso estaría por todas partes. Me metí bajo el edredón y me coloqué en el mismo lugar del que había salido, entre los grandes brazos de Roier. Él debió darse cuenta, porque se desveló, soltó uno de sus gruñidos de enfado y me apretó antes de girarse y así atraparme bajo el peso de su cuerpo.
—Que rompe bolas —murmuré antes de acomodar la cabeza en la almohada y quedarme dormido.
El lobo me despertó varias veces mientras me penetraba a un ritmo más pausado, pero, aun así, constante. Llegué a perder por completo el concepto del tiempo ese segundo día. La lluvia y la luz grisácea y fría que entraba por los ventanales no ayudaba demasiado.
Me despertaba cada poco por culpa de Roier, que me movía en diferentes posturas, me agarraba, me mordía y hacía todas esas mierdas que tanto le gustaban. Yo gruñía, disfrutaba y en general me dejaba llevar, limitándome a gozar del lobo y todo lo que pudiera ofrecerme. Solo era más o menos consciente en los momentos en los que sentía hambre, sed o la necesidad de ir al baño a vaciarme, en varios sentidos. A veces notaba que el lobo se movía, me agarraba de alguna parte para asegurarse de que no escapara y bebía más agua.
En un momento me desperté y estaba tumbado mirando hacia los pies de la cama, de horcajadas sobre un Roier dormido que me rodeaba con los brazos. Tenía la boca abierta, mostrando sus dientes grandes y sus colmillos anchos mientras roncaba. Tenía el pelo grasiento y alborotado; pero yo tampoco debía estar mucho mejor. Me rasqué la cabeza, comprobando que, en efecto, tenía el cabello también sucio de tanto sudor y tiempo acumulado en la cama. Todo estaba a oscuras y seguía lloviendo, solo la luz amarillenta de las farolas de la calle se colaba por entre los ventanales repletos de gotas y regueros de agua.
Me levanté con cuidado y saqué el pene del lobo de dentro, porque muchas veces él ni se molestaba en quitarla de allí, solo se endurecía y movía la cadera. Fui hasta la mesilla y rebusqué entre los muchos envoltorios vacíos alguna barrita energética o yogur líquido, agarré la última botella de Red Bull a medio beber y me lo llevé al baño. A veces ya aprovechaba que estaba allí sentado para comer en los cinco minutos que tardaba en descargar y limpiarme.
Me eché agua en el rostro y miré mi reflejo. Estaba hecho un desastre, con el pelo negro grasiento y totalmente desordenado, los ojos morados un poco enrojecidos y la sombra del inicio de una barba. Tenía marcas en el cuello ancho, pequeños cardenales y círculos amarillentos, seguramente de cuando el puto Roier me agarraba. Además de muecas de dientes y colmillos en la parte baja y los hombros. Chisqué la lengua con disgusto y puse una mueca seria antes de apagar la luz y salir hacia la habitación. El lobo seguía donde antes, desnudo y ocupando casi toda la cama. Era como un puto cerdo apestoso y con la pija grande que, por desgracia, me ponía más excitado de lo que me hubiera puesto nadie en la vida. Quizá yo era más sensible a las feromonas que el resto de humanos, o quizá Roier tuviera algo que me gustaba muchísimo, algo que no conseguía entender.
Fui hacia el salón y tome un cigarrillo y el zippo de encima de la barra de madera de la cocina, abriendo un poco la puerta de incendios. Seguía desnudo y afuera hacía frío, así que solo la moví lo suficiente para apoyar un brazo en la pared y fumar una calada que me supo a gloria antes de echar el humo al exterior lluvioso. Y ahí estaba yo, fumándome un pucho en mitad del Celo y con un lobo en la cama. Solté un bufido, negué con la cabeza y puse una fina sonrisa en los labios. Mi vida no podía ir peor.
Oí una mezcla de gruñido y grito grave y profundo a mis espaldas, giré el rostro y vi la sombra de Roier levantándose y mirando a todas partes de la habitación. Tomé una última calada y tiré la colilla al exterior antes de cerrar la puerta.
—Estoy acá, pelotudo —le dije de camino a la habitación.
Cuando el lobo me oyó, se quedó muy quieto, de rodillas en la cama y con una expresión muy enfadada de dientes apretados. Esperó a que me acercara lo suficiente y me agarró de la muñeca con demasiada fuerza, tirando de mí para acercarme y después llevarme con todo su peso a la cama y volver a metérmela mientras me mordía el cuello con tanta intensidad que me hizo sangre.
—¡Me haces daño, idiota! —exclamé, pegándole una piña que solo sirvió para que me cogiera más fuerte.
Después de correrse hasta cinco veces, se quedó jadeante, sudado y muy quieto, rodeándome con los brazos y frotándome con el rostro mientras duraba la inflamación. Aquel día fue especialmente intenso, o al menos me lo pareció. El lobo parecía haber recuperado energías y solo se detenía a descansar quince o veinte minutos o a beber entre cogida y cogida. Me lo hizo a cuatro patas, encima, debajo, de rodillas mientras me sostenía en brazos… muchas posturas y el mismo ritmo enloquecido. Fue muchísimo sexo, es verdad, pero en ningún momento lo pasé mal. Había posturas o momentos que me gustaban más y otros menos, había momento en los que mordía el acolchado y otros en los que le gritaba, normalmente insultos o quejas porque me apretaba demasiado fuerte o porque, una vez más, le había dado por morderme y hacerme sangre.
Cuando me desperté tras haber quedado dormido, tenía medio cuerpo de Roier encima, con una de sus piernas rodeándome, al igual que un brazo mientras respiraba por la boca entreabierta muy cerca de mi rostro. Me quedé mirando el techo iluminado y sentí hambre y un leve retortijón. Conseguí escabullirme hacia el baño y volver a descargar mientras me frotaba el rostro y suspiraba. No era una sensación nada agradable. Cuando salí me volví a reunir con el lobo en la cama y busqué algo que comer, pero no había ya nada más. Fruncí el ceño y miré el techo mientras me pasaba la mano de Roier por encima y él se desvelaba un poco, apretándose más a mí. Cerré los ojos y volví a quedarme dormido para desvelarme en cuanto sentí al lobo haciéndose un hueco entre mis piernas para metérmela otra vez. Solté un murmullo que quería decir «ya, ya…», le rodeé la cadera y levanté los brazos para abrazarle el cuello. Roier empezó a jadear como siempre y se corrió tres veces hasta detenerse y dejarse caer sobre mí. Le acaricié la espalda y él gruño por lo bajo, un ruido ronroneante antes de quedarce dormido.
Me desperté y sentí un profundo rugido en las tripas y la boca seca. Por la ventana entraba una claridad grisácea y los cristales seguían mojados. Tenía la impresión de llevar una eternidad en aquella cama. Sin duda, llevábamos allí mucho tiempo, no sabía cuánto exactamente, pero bastante. Ya no me quedaban bebidas ni comida, y los bidones de agua estaban todos vacíos. Si no había calculado mal, ya debíamos estar al final del Celo, pero el lobo seguía allí, roncando en mi cama y apretándome contra él. Cerré los ojos y tome aire, poniéndome un brazo sobre el rostro para tapar la claridad que entraba y poder dormir un poco más. En mitad de aquel estado adormilado, noté un movimiento a mi lado, un roce en mi rostro que empujaba el brazo con el que me cubría. Lo aparté y miré unos ojos cafés y ambarinos. Roier se frotó un poco más contra mí, pasando su rostro sudado y sucio sobre el mío, antes de darme la vuelta y ponerse encima.
El ritmo era diferente, aunque intenso y sin pausa, era más pausado que el de los otros días. Me mordió entre el cuello y el hombro y me agarró de las muñecas, jadeando y llenándome la piel de babas. Gemí un poco por lo bajo y llegué a correrme cuando él lo hizo por segunda vez, alcanzando una tercera a los pocos minutos. Entonces llegaron las contracciones y la inflamación. Ya ni la notaba, demasiado acostumbrado a aquella sensación de plenitud en el recto. El lobo me soltó entonces el cuello y las muñecas, recuperando el aire cerca de mi oído. Entonces un rugido de tripas cruzó la habitación, pero no fue el mío. Ladeé el rostro y miré por el borde de los ojos hacia el lobo, con labios entreabiertos y devolviéndome la mirada en silencio.
—¿Tenés hambre, Roier? —le pregunté con la voz algo ronca. Él asintió lentamente—. Yo también —reconocí—. ¿Querés pedir algo?
Su única respuesta fue un leve gruñido, así que supuse que sí quería. Esperé un minuto más o menos a que la inflamación terminara y entonces me gire para levantarme, ir por el teléfono olvidado sobre la repisa de la ventana e ignorar las notificaciones de llamadas y mensajes que había.
—¿Te gusta la comida rápida? —pregunté, aunque ya estaba pulsando el botón de llamada y llevándome el celular a la oreja.
—Carne —le oí decir desde la cama—. Mucha.
—Hola, soy Spreen —respondí al hombre con marcado acento que me respondió—. Quiero un pedido de tres… —miré al lobo y calculé cuánto podría llegar a comer un hombre hambriento de su tamaño—. Seis hamburguesas dobles, un cubo de pollo frito, aros de cebolla y naguets. Todo grande. Y no me cages con las salsas porque saben que voy allá y les rompo la puerta del local hasta que me den lo que quiero —y colgué—. En veinte minutos están acá —murmuré antes de ver la hora.
Eran las ocho de la noche, estaba anocheciendo y habían pasado cinco putos días. Al parecer, Roier era un lobo con una libido muy grande; algo que yo no había previsto. Tuve que llamar a mi jefe, Wong Xing, y darle una especie de disculpa por exceder el tiempo de descanso que le había pedido.
—Sí, mi madre sigue enferma… sí, pulmonía. Un horror. Sí, mañana sin falta —murmuraba sin demasiada emoción mientras fumaba al lado de la puerta abierta. Eché una rápida mirada a la espalda para ver como el lobo salía de la cama y entraba en el baño—. Sí, señor Xing. Claro… Mañana nos vemos —y colgué.
Le di otra calada al cigarrillo y giré el rostro para que el humo se fuera por la puerta entreabierta. No estaba seguro de si era costumbre que los lobos se quedaran después del Celo, porque la información que nos habían dado en la charla sobre ese tema era bastante limitada. Había sido útil, es cierto, pero se había saltado muchos temas que empezaban a ser preocupantes. Tiré la colilla del cigarrillo y cerré la puerta, dirigiéndome de vuelta a la habitación. El olor… el olor era algo, sin duda. A mí no me resultaba desagradable, porque había formado parte de él, pero incluso así podía percibir la densidad e intensidad que tenía. El epicentro era la cama, pero se había apoderado de toda la casa tras cinco días sin ventilar. Lo único que se me ocurrió fue quitar el edredón, dejarlo a un lado y pensar en llevarlo a una lavandería automática junto con la sábanas, las almohadas y… todo lo que Roier hubiera rozado.
Como habían pasado quince minutos y el lobo no había salido del baño, me puse un pantalón de chandal por encima y una camiseta corta vieja.
Recogí los envases, botellas y bidones que había por todo alrededor y los llevé a la cocina para meterlos en bolsas de basura. Antes de que hubiera terminado ya estaban golpeando la puerta. Me acerqué, tome el bate y eché un vistazo por la mirilla. Era el repartidor, quien puso una expresión muy asqueada cuando abrí la puerta y le llegó el olor. Se cubrió la nariz y me ofreció las bolsas con la comida, le di cincuenta dólares y le cerré la puerta en la cara sin decir nada. El olor de la comida caliente reavivó mi hambre y el estómago me rugió.
—¡Roier! —grité desde el salón—. ¡La comida!
Llevé las bolsas a la mesa baja frente al sofá y fui a lavarme las manos al fregadero. Busqué dos cervezas en la nevera y cuando volví saqué todo y lo puse sobre la mesa, revisando que estuvieran todas las salsas que, por derecho, me merecía con el pedido. Se oyó la puerta del baño y el lobo salió, desnudo, todavía un poco mojado y a paso rápido, para sentarse en el sofá, agarrar una de esas hamburguesas y darle un mordisco tan grande que se comió la mitad de un solo bocado; llevándose un poco del papel que la envolvía. Me quedé mirándole con una expresión asqueada mientras apenas masticaba y tragaba, repitiendo el proceso y agarrando una segunda hamburguesa.
—Mierda… —murmuré, alargando la mano para ir a por una antes de que se las comiera todas, que, a ese ritmo, sería en apenas un minuto.
Pronto descubriría que Roier sería capaz de comerse una vaca entera y aún tener sitio para el postre. Pero eso sería más adelante, porque en ese momento, todavía comía poco delante de mí.
Chapter 8: EL CELO: UNA AVENTURA DEMASIADO LARGA
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El lobo se terminó cinco hamburguesas dobles, el cubo familiar de alitas de pollo y las tres cuartas partes de lo nuguets tamaño gigante, dejando el resto para mí, que básicamente fue una hamburguesa y los aros de cebolla grandes. Al terminar, soltó un resoplido y se recostó contra el sofá, con la barriga abultada y los ojos entrecerrados. Tome el control de la tele a un lado y se lo tiré para que pusiera algo si quería. Él la encendió y pasó canal tras canal hasta dejar un programa de manualidades y carpintería. Alcé las cejas, pero no dije nada mientras me acababa los pocos nuguets que había dejado, mojándolos en salsa picante.
Al terminar, fui a la nevera por otras dos cervezas y le ofrecí una a Roier, que se bebió más de la mitad de un solo trago y eructó al final. Yo no era la princesa más refinada y educada de palacio, pero ver a un hombre ocupando casi todo el sofá, desnudo, con marcas de arañazos rojizas y marcadas sobre la espalda, los hombros y el pecho, las piernas abiertas y las bolas colgando mientras bebía cerveza, era bastante impactante. Dejé los pies sobre la mesa, estiré los brazos por el respaldo y negué con la cabeza murmurando un «mierda…».
Tras media hora de descanso y un programa entero sobre cómo armar una pajarera en el jardín de tu elitista casa de clase media-alta, el lobo empezó a mirarme y a gruñir por lo bajo. No era su ruido de enfado, ni tampoco el ronroneo de placer; era un sonido diferente que no supe identificar, así que giré el rostro con expresión seria y le pregunté:
—¿Qué mierda querés?
Roier volvió a gruñir y tiró de mi camiseta un par de veces, quizá pidiéndome que me acercara. Solté un suspiro y dejé la cerveza en la mesa, creía que sabía lo que quería. Me incliné sobre él y le acaricié la barriga con el reverso de los dedos. El lobo cerró los ojos y recostó la cabeza mientras aquel sonido ronroneante brotaba de su garganta. Pero, al contrario de lo que solía suceder, no se durmió, sino que la pija se le puso cada vez más dura y mojada antes de girarse y recostarme con él en el sofá. Me acarició el rostro con el suyo y me bajó los pantalones del chandal. Resoplé, porque acababa de cenar y no quería moverme demasiado, pero sí que me apetecía un sexo suave.
—Lento, no quiero vomitar —dije, rodeándole la cadera con las piernas y el cuello con los brazos.
El olor del lobo, su calor y su proximidad siempre conseguían ponerme a tono muy rápido y en cualquier ocasión, aunque terminara de pasarme cinco días atrapado en la cama y con el culo chorreando semen. Había algo en él, en el puto Roier, que me hacía pasarle cosas que no le hubiera pasado a otro, como dejarle metérmela después de cenar y jadearme en la cara con su aliento a cerveza y hamburguesa. Pero lo hizo lento, como le había pedido, con un pausado vaivén de cadera que consiguió sacar un par de buenos gemidos de entre mis labios. Cuando se corrió la primera vez lo sentí y lo apreté contra mí, la segunda vez me rodeó con los brazos y me mordió el cuello, aumentando el ritmo hasta que me corrí y solté un gruñido liberador, entonces terminó él. Llegaron los espasmos y la ya de sobra conocida inflamación. Se dejó caer lentamente sobre mí, con cuidado, y yo le acaricie la espalda mientras miraba el techo de loft. Él me frotó el rostro a los pocos minutos y dijo:
—Spreen huele mucho a Roier.
—Si, bueno, pase cinco días debajo de vos —respondí—. Y sudas como un puto cerdo, así que… seh.
El lobo gruñó de esa otra forma y volvió a frotar su mejilla contra la mía, lenta y suavemente, hasta que se le desinfló la verga y pudo sacarla. Pero no lo hizo, porque se había quedado adormilado encima de mí. Puse los ojos en blanco y le di un par de palmadas en el brazo.
—Roier, despierta —le dije—, te dormiste.
Él abrió los ojos y me miró un momento, gruñó y se separó, saliendo de dentro de mí. Entonces me tomo de la muñeca y tiró para levantarme. Sin decir nada me llevó hacia la habitación y me tomo en brazos antes de tirarnos sobre la cama. Con otro gruñido de enfado tuvo que incorporarse para ir en busca del edredón a un lado y echarlo sobre nosotros para podernos tapar. Yo miré todo aquello con el ceño fruncido y una sensación de que algo no estaba yendo como debería. No tenía claro las reglas del Celo, pero estaba por jurar que los lobos no se quedaban tanto tiempo después. Creía firmemente que, al terminar, simplemente cogería sus cosas y se iría para no volver nunca; no que se recostara contra mí para rodearme y quedarse dormido. En ese momento decidí que, al día siguiente, si Roier no se iba, le echaría yo. ¿Cómo iba a echar a un lobo de un metro noventa y cinco y ciento y pico kilos de mi casa? Ese era un problema que resolvería mañana.
Cuando me desperté, lo primero que sentí antes de abrir los ojos fue un olor fuerte y extrañamente familiar, después una piel caliente bajo mi mano y mi rostro. Se me escapó un gemido de entre los labios y me acerqué más a aquella figura tan grande, echándome sobre él, todavía demasiado adormilado y confuso para saber lo que hacía. Levanté la cabeza y froté su barbilla contra la mía, estaba áspera, pero era agradable. Busqué sus labios entreabiertos y los besé un par de veces, frotándome contra su cuerpo. Él abrió sus ojos cafés, rodeados de pestañas largas y densas. Me miró fijamente y volví a besarlo, un poco más profundo, metiendo la lengua y rozando sus colmillos gruesos. El lobo produjo un gruñido mientras se le escapaba todo el aire de los pulmones. Tardó apenas un par de segundos en ponerse duro y empezar a mojarse, y yo tardé incluso menos en ponerme a horcajadas y montarme sobre él.
Quizá buscarlo a primera hora y querer que me la metiera de nuevo, no fuera la mejor forma de decirle a Roier que se fuera de mi casa de una puta vez; pero no fue algo que pensara de forma racional, fue algo casi instintivo: me había despertado al lado de un hombre grande, fuerte y que apestaba a macho de la manada… y yo no era más que un humano, así que era difícil resistirse a las feromonas que flotaba en cada milímetro del aire cargado. Le dejé que me agarrara con fuerza de la cadera y comenzara su alocado movimiento, llevándome a un lugar llamado Paraíso mientras yo apretaba sus pectorales con marcas de arañazos que le había hecho durante el Celo, a las que sumé algunas más en esa ocasión mientras me enfadaba y le gritaba insultos. Pasaba algo curioso cuando me cogía, porque me molestaba mucho que fuera tan desconsiderado, violento y salvaje, pero a la vez me encantaba y no quería que parara. No podría explicar lo retorcido y jodido que era sentir aquello. Quizá había que ser una persona tan mentalmente inestable como yo para entenderlo.
Cuando se corrió por primera vez noté el chorro caliente y denso dentro de mí y gruñí con profundo placer, apretándole más el pecho firme y duro. Roier soltó otro gruñido de enfado y me agarró para atraerme a él, me sujetó el cuerpo con un brazo mientras con el otro me agarraba del pelo para exponerme el cuello, que no dudó en morder.
—¡Mierda, hijo de puta! —le grité, porque dolía. Levanté una mano y le rodeé el pelo castaño con fuerza, pero eso solo consiguió que me mordiera más fuerte y me penetrara más rápido.
Llegó al segundo orgasmo en apenas un minuto, y al tercero y último poco después. Bastante seguidos para estar fuera del Celo, la verdad. Cuando se detuvo, ambos nos quedamos jadeando y muy quietos. El lobo tuvo un par de contracciones en la cadera a las que siguió la inflamación de su miembro. Me soltó al fin el cuello, babeado y un poco ensangrentado debido a las heridas que me había hecho con sus malditos colmillos. Entonces me lo lamió con una lengua áspera y muy extraña que me produjo un escalofrío por todo el cuerpo.
—¿Qué carajo haces? —me quejé, apartándole el rostro de mi cuello.
Roier se quedó mirándome fijamente, con esa cara de imbécil que tenía a veces. Puse una expresión seria de ceño fruncido, preguntándome cómo era posible que sus feromonas consiguieran excitarme tanto, cuando todo lo demás en mí me decía lo contrario. No era la clase de hombre que a mí me gustaba, ni de lejos, y sin embargo ahí estaba, consintiéndolo todas esas mierdas que me hacía. Levanté una mano y le froté aquel cabello castaño. Roier entrecerró los ojos, empezó a ronronear por lo bajo y en menos de un minuto se quedó dormido, incluso antes de que desapareciera la inflamación.
Solté un suspiro y me levanté para ir al baño, sentarme en el inodoro y después darme una buena ducha para limpiarme. Juraría que tenía tanto sudor seco encima que cuando salí estaba más ligero. Saqué la maquinilla de afeitar y me di un buena afeitada después de semana y pico sin tocarla. Al terminar casi parecía una versión rejuvenecida de mí mismo, una versión con heridas y marcas de haber cogido con un lobo. Todavía no tenía claro cómo eso me hacía sentir.
Salí tan desnudo como había entrado, echando un rápido vistazo a Roier recostado y todavía roncando en la cama. Debajo del edredón había un movimiento de vez en cuando, debido a las contracciones musculares que tenía en la pierna al dormir. Fui hacia mi armario y me puse un calzoncillo limpio, mis jeans rotos y una camiseta de cuello abierto y con botones; después me dirigí a la cocina, encendí un cigarro, abrí un poco la puerta de emergencia y puse la máquina de café a funcionar. Tuve que darle un buen golpe para que arrancara, porque la había comprado en una tienda de segunda mano y a veces necesitaba un empujón para despertar. Puse la taza con el logo de un comedor social debajo y esperé a que se llenara lo suficiente mientras soltaba volutas de humo alrededor del rostro como una chimenea.
Con el café recién hecho y el cigarro en los labios, me fui hacia la puerta y apoyé el hombro en el marco, mirando hacia el paisaje descampado con edificios industriales y decadentes. La ciudad estaba a lo lejos, más allá del río, y una fina lluvia seguía cayendo del cielo gris oscuro. Eran unas vistas de mierda, pero a mí me gustaban. Había crecido en un barrio muy parecido a aquel y sabía que se me haría raro vivir en cualquier otra parte. Bebí un sorbo de café y fumé otra calada.
A lo lejos empezó a oírse un movimiento, los ronquidos cesaron y fueron sustituidos por el bostezo más alto y ruidoso que había escuchado en mi vida. Giré la cabeza y vi a Roier, sentado en el borde de la cama y agitando la cabeza para despertarse. Entonces se levantó y se fue desnudo al baño, rascándose la barriga de camino. Fruncí el ceño y volví a mirar el paisaje. Para ser un Hombre Lobo, esa supuesta raza superior y evolucionada, se comportaba igual que un hombre humano no demasiado elegante y educado. Seguí fumando tranquilamente y bebiendo el café, oyendo cómo salía del baño tras una larga y ruidosa meada y se empezaba a vestir con gruñidos de queja. Después caminó hacia mí, con pesados pasos sobre la madera vieja del suelo, y se detuvo cuando estuvo pegado a mi espalda. No me giré, solo me llevé la taza a los labios y seguí mirando el paisaje.
—Roier se va —dijo el lobo cerca de mi oído.
Asentí con la cabeza, contento de que al fin hubiera decidido largarse de una puta vez y no tuviera que echarlo a patadas.
—Pásala bien —le deseé en un murmullo bajo.
El lobo inclinó la cabeza y me frotó el pelo con la mejilla antes de pasar toda la cara y, sin decir nada más, alejarse en dirección a la puerta. Cuando la cerró y estuve al fin solo, solté un suspiro de liberación y me masajeé el puente de la nariz. Se había alargado más de lo que me había imaginado, pero al fin había terminado. Me había pasado El Celo con un lobo y había sido… toda una experiencia, eso sin duda. Si me había gustado o no era algo complicado de decidir. El sexo había estado muy bien, sin duda, incluso cuando parecía demasiado, me había gustado; pero todo lo demás había sido una puta mierda. Pasar hambre, estar atrapado en la cama y tener que levantarse cuando el lobo estuviera dormido para ir al baño a vaciarte los litros (y no creía que aquello fuera una exageración), litros de semen que te había metido dentro tras correrse como treinta veces dentro de ti. Ya no me sorprendía que las mujeres tuvieran tanto riesgo de quedarse preñadas en El Celo, porque sus óvulos debían estar nadando en esperma al final de los cuatro días.
En resumen: había sido la «aventura» que me habían prometido. Sin duda. ¿Volvería a repetirla? Jamás.
Tiré la colilla del cigarrillo al exterior y solté una última bocanada de aire antes de cerrar la puerta. Aquella noche tendría que volver a mi vida normal, al asqueroso trabajo y las horas de aburrimiento, pero antes debía hacer algunas cosas; como abrir las ventanas para airear una casa que apestaba, literalmente, apestaba a lobo. Cambiar el acolchado, las sábanas, las almohadas y meterlo todo en bolsas para, en algún momento que tuviera ganas y energías, llevarlas a lavar. Puse todo nuevo y limpio y salí de casa por primera vez en seis días para tomar el aire y comer algo. Tuve que llamar a Sylvee, la cual me había enviado infinidad de mensajes y llamadas perdidas y a la que tuve que soportar gritándome al oído:
—¿¡Por qué no me respondiste durante El Celo, Spreen!?
—Me lo pasé con un lobo —respondí sin más.
—¡Serás hijo de puta! ¡Pedazo de zorra!
La tarde se me hizo muy corta y, antes de que me diera cuenta, ya estaba en la tienda del señor Xing. Me recibió con su misma cara de enfado y sus mismos gritos con fuerte acento chino.
—¡Llegal talde, tú llegal siemple talde! —no era por ser racista, pero el señor Xing parecía una parodia de los dueños chinos que siempre estaban molestos con todo y gritaban una mezcla de horrible inglés y mandarín.
—Sí, sí… —asentí yo mientras él farfullaba cosas que, estaba seguro, eran insultos en su idioma.
Me había contratado hacía año y medio para cubrir el turno de noche porque él y su mujer tenían varios negocios y no daban abasto. Sus tres hijos estaban todos en la universidad y habían dejado de ayudarles con el negocio familiar, así que se habían visto obligados a contratar a hombres como yo que aceptaban sueldos de mierda y horarios estúpidos.
Durante las primeras semanas el señor Xing se había quedado conmigo para asegurarse de que hacía mi trabajo, y después me había seguido vigilando atentamente por las cámaras que había repartidas por toda la tienda. Wang Xing era un hombre profundamente desconfiado, y no podía culparlo, ya que mi imagen de chico malo y rebelde no proyectaba la mayor confianza del mundo; además de que ya le había robado un par de veces aprovechando los puntos muertos de las cámaras. Nunca dinero, porque eso lo tenía muy, muy vigilado, pero sí comida, cartones de leche, chicles… un poco de todo.
Aquella noche de vuelta me entretuve mirando la vieja tele que había a un lado del mostrador, escuchando la radio y jugando a tirar gomas elásticas al cubo de la basura. La tienda era un veinticuatro horas en una zona de las afueras y solo recibía visitas de adolescentes fumados, alcohólicos, algún padre primerizo que necesitaba algo a las tantas de la madrugada o trabajadores nocturnos como yo que querían comprar antes de volver a casa. A veces llegaba gente con mala pinta, pandilleros que se paseaban de un lugar a otro y que yo ignoraba por completo. Solo me ponía serio cuando se acercaban al mostrador y se ponían atrevidos, soltando idioteces y tratando robar el dinero de la caja. Ya había tenido un par de buenas disputas y peleas allí mismo, porque si querían robar donuts y Doritos, que lo hicieran, pero a mí que no vengan a romperme los huevos.
Al terminar mi turno, recibí la visita de la señora Xing, una diminuta mujer de enormes gafas y moños muy apretados que siempre contaba el dinero antes de dejarme marchar. Salí de camino a mi casa, con el cielo lluvioso y de un negro intenso, ya que todavía faltaba un poco para el amanecer.
Al llegar a mi barrio me topé con algunos grupos de hombres y metí las manos en los bolsillos de mi chaqueta militar, asegurándome de tener mi navaja a mano, y puse cara de pocos amigos. Nos ignoramos mutuamente y seguí adelante. Cuando alcancé el portón, saqué las llaves y noté unos pasos a mi espalda, volví a agarrar la navaja y giré el rostro a prisa para encontrarme con unos ojos cafés y ambarinos. Fruncí tanto el ceño que entrecerré los ojos y arrugué la nariz. Roier estaba allí, con solo una camiseta blanca muy ajustada y un pantalón de chándal negro de marca Nike.
—¿Qué mierda haces acá? —le pregunté.
El lobo no dijo nada, solo dio otro paso hasta quedar a mi lado en la puerta y apoyar el hombro en el cristal pintarrajeado y rayado. Tenía la parte superior de la camisa mojada, al igual que el pelo y los brazos, como si se hubiera pasado un buen rato esperando a la intemperie. Temblaba un poco, quizá debido al frío, pero su expresión era seria.
—Roier buscar Spreen. No estaba en casa.
—Tengo que trabajar —respondí, como si fuera algo evidente.
—¿Dónde?
Ladeé el rostro, todavía con el ceño fruncido.
—¿Qué haces acá, Roier? —le pregunté de nuevo—. El Celo terminó.
—Roier vuelve —dijo, acercándose a mí lentamente para rozar su barbilla contra mi pelo y mover su cadera.
Entreabrí los labios, pero con cada respiración podía percibir más y más de su olor a sudor y lluvia, despertando en mi un hambre sexual que creía que ya había saciado de sobra. Al parecer, me equivocaba. Chisqué la lengua y miré al interior del portón. Había una violenta guerra dentro de mí; una parte me decía que subiera el lobo a casa y que me lo cogiera de nuevo, otra me decía que leo mande a la mierda y me asegurara de que no volvía jamás por allí. Miré las llaves y abrí el portón.
—Pasa —murmuré con enfado.
El lobo cruzó el portón y me siguió por las viejas escaleras de cerca, siempre a la espalda y en silencio.
—¿Por qué carajo estás tan mojado? —le pregunté.
—Roier buscar Spreen bajo la lluvia.
Volví a chiscar la lengua y negué con la cabeza. Definitivamente, era un tarado. No solo me estaba cogiendo a un lobo, sino que además era el más tonto de la manada… Increíble.
—Anda a darte una ducha caliente —le dije al llegar a casa, dejando las llaves sobre el taburete verde—. ¿Comiste algo al menos?
—Roier hambre.
Me mordí la lengua y tome aire. Una vez más, no sabía por qué estaba haciendo aquello por él, si eran las feromonas que me estaban atontando o si había algo más. Le señalé la habitación para que se fuera hacia allí, me quité la chaqueta, agarre un cigarro y el zippo. Me lo puse en los labios, pero no lo encendí hasta haber cerrado todas las ventanas que había dejado abiertas para airear la casa; algo estúpido ahora que el lobo había vuelto con su peste.
Fui a la cocina y miré el congelador, solté el humo del tabaco y decidí sacar todas las cajas de burritos de carne que tenía, tres en total, con dos unidades cada una. Abrí el envase de la primera y la tiré dentro del microondas a diez minutos, después fui hacia la puerta de incendios y seguí fumando. Al acabar el primero, me encendí un segundo y me froté la frente. Algo no iba nada bien, porque el lobo había vuelto. Y eso no era lo que tenía que pasar. Lo que tenía que pasar era que se fuera y no volvería a verlo en mi puta vida.
Si en ese momento hubiera sabido lo que estaba pasando en realidad por la mente de Roier, probablemente le hubiera echado de casa a patadas y me hubiera mudado de piso al día siguiente; pero no lo hice, ni lo haría jamás.
Chapter 9: EL OLOR A MACHO: DESCUBRIMIENTO
Chapter Text
El lobo salió de la ducha quince minutos después, desnudo y todavía mojado. Lo detuve en seco con un grito cuando alcanzó la mitad del salón.
—¿Qué mierda haces? ¿Por qué no te secaste? —pregunté, mirando el rastro de agua y pisadas que había dejado a su paso —. Pero… ¿sos boludo? ¡Volve al puto baño!
Me levanté del asiento y le acompañé con expresión enfadada al baño. Roier gruñó un poco de esa forma grave y enfadada cuando tiré de su brazo; así que yo solo me enfadé más. Debió ver la pura ira manando de mis ojos morados, porque levantó cabeza con orgullo y volvió hacia el baño como si me estuviera haciendo un favor enorme. Tome una de las toallas y se la pasé por el pelo de una forma nada agradable, pero quizá así aprendería a secarse antes de salir. Siguió gruñendo, cada vez un poco más enfadado, y yo me estaba poniendo estúpidamente excitado por ningún motivo aparente, hasta que le dije con tono serio y frustrado:
—Seguí así y te lanzo de cabeza por la puta puerta de incendios… —eso lo relajó un poco.
Cuando lo sequé como a un niño pequeño, salí del baño y busqué ropa grande que pudiera servirle para que no se volviera a poner la suya mojada. Se la tiré al pecho amplio y musculoso y le solté un rápido:
—No te voy a vestir también —antes de girarme de vuelta a la cocina.
Me metí la mano en los pantalones para recolocarme la pija dura y algo mojada y que no siguiera haciéndome daño contra el jean. Resoplé y saqué los dos burritos de carne calientes del microondas, con tan mala suerte que me quemé los dedos y solté un «¡la puta madre!» que debió oírse por todo el edificio. Tuve que respirar y tranquilizarme. No podía enfadarme porque el lobo hubiera vuelto, porque yo era quien le había dejado entrar; ni podía molestarme que fuera tan subnormal que me hubiera mojado la mitad el salón; ni tampoco podía frustrarme el hecho de que me excitara con solo mirarlo desnudo y estar cerca porque, básicamente, esa era la razón de que estuviera en mi casa en primer lugar. Así que alcé las manos y asentí un par de veces para mí mismo. Le daría de comer, me lo cogería y después buscaría respuestas de por qué seguía volviendo cuando el Celo había terminado y, lo más importante, una forma de evitar que sus feromonas me afectaran y seguir adelante.
Roier llegó corriendo cuando me escucho gritar, con la camiseta a medio poner y gruñendo con los dientes apretados. Miró a todas partes, como si estuviera esperando ver a alguien más allí al que atacar. Me quedé mirándolo y no pude más que cerrar los ojos y negar con la cabeza.
—Sentate —le ordené, agarrando el plato, esta vez con un trapo, para dejar los dos burritos calientes de carne sobre la barra de madera de la cocina—. Queman —le advertí.
El lobo tardó un momento en comprender que mi grito no había sido debido a enemigos inesperados, sino a un accidente. Terminó de ponerse la camiseta, una XL de una tienda de segunda mano que, aun así, le quedaba algo apretada y justa. Se sentó y olfateó los burritos humeantes, se oyó un rugido de tripas y tono uno para llevárselo a la boca y gritar al darse cuenta de que estaba caliente. Mi frustración solo aumentaba y aumentaba…
—Te dije que quemaba… —le recordé, pero acepté la realidad y fui por una cerveza fría a la nevera para dársela y que pudiera refrescarse la boca—. Comida. Quema. Soplar… —le expliqué con señales.
Roier me miró un momento con sus ojos cafés y ambarinos, tomo uno de los burritos y sopló como le había enseñado. Asentí y le hice una señal afirmativa antes de girarme, poner expresión de desprecio y meter la segunda tanda de burritos en el micro. Después tome una cerveza para mí y la abrí con un ruidoso «click», bebí la poca espuma que brotó y me froté los labios manchados. Me senté frente al lobo y lo vi comer mientras yo bebía. Lo hacía lentamente esta vez, aunque se notaba que estaba hambriento y quería meterse más de lo que debería en la boca.
—¿No comiste desde ayer o qué? —le pregunté.
—Poco —respondió con la boca llena de carne especiada.
—¿Y a dónde mierda fuiste, entonces?
—Junto a manada. Mucho trabajo tras Celo.
Solté un murmullo y bebí otro trago de la lata. Cuando sonó el «ding» del micro me levanté, llevé la segunda caja a la mesa y metí la tercera. Dejé la lata a un lado y tome uno de los burritos. Eran grandes y bastante gruesos, repletos de carne, especias y salsa; llenaban bastante y se suponía que cada envase era para dos personas, pero a mí me sobraba con uno, dejando los otros cinco para el lobo subnormal que me acompañaba. Cuando se terminó los dos que tenía delante, miró el que me quedaba a mí. Sin decir nada, se lo acerqué y él lo comió.
—Hay dos más —le dije—. Tranquilo.
Sonó el tercer «ding» y fui a buscarle sus últimos burritos, dejándoselos en frente. Volvió a quemarse al querer masticarlos demasiado deprisa y bebió unos buenos tragos de cerveza fría, eructó y siguió comiendo. Dejé casi un cuarto de mi burrito sin comer y se lo tiré al plato, porque se me había quitado el hambre. Agarre un cigarro y me dirigí a la puerta para fumármelo con la espalda pegada a la pared, mirando como el lobo se terminaba sus burritos y lo que quedaba del mío. Se bebió su lata de cerveza, la mía y, como se quedó con sed, le dije:
—Hay más en la nevera. Si queres agua, bebe del grifo.
Se levantó, fue a la nevera y bebió otra lata de cerveza casi de una sentada antes de eructar y resoplar. Con la barriga más abultada de lo normal, se quedó de pie, mirándome como si estuviera a la espera de algo. Señalé el sofá con la cabeza y allí fue, casi dejándose caer y produciendo un crujido del mueble. Me terminé el cigarrillo y fui a reunirme con él, agarrando el control remoto y arrojándoselo antes de sentarme. Roier lo atrapo en el aire, incluso con su expresión adormilada y su estómago lleno, parecía tener muy buenos reflejos. Encendió la tele y puso otro programa de reparación de coches. Tras treinta minutos de aquella bazofia, oí un gruñido y giré el rostro para mirar al lobo. Su barriga ya no estaba tan abultada y ahora movía un poco la cadera, haciendo más evidente el enorme bulto que tenía en el pijama que le había dejado. En la punta, allí donde debía estar la cabeza, ya había una mancha más oscura.
Bajé los pies de la mesa y me recosté, pasando un brazo por su cadera antes de tirar del pantalón de pijama y liberarle la verga. Olía muy fuerte, pero a mí eso no me asustaba. La rodeé con la mano, disfrutando secretamente de lo gruesa que era y lo caliente que estaba. Eso puso un poco nervioso al lobo, que gruñó y se removió, como si no acabara de gustarle que se la tocara. Lo ignoré por completo y me acerqué la cabeza más gorda y húmeda para darle una lamida. El olor me lo esperaba, lo que ya no me esperaba tanto era aquel sabor denso, viscoso, intenso y salado. Se me escapó un murmullo de sorpresa cuando hilos de aquel líquido preseminal se quedaron colgando desde mis labios hasta la punta del pene. Casi podías sorberlos, y fue lo que hice, llenándome un poco la boca de aquel sabor tan sórdido e intenso. Después fui a lo grande y me la metí en la boca.
Al igual que coger con un lobo, hacerle una mamada era toda una experiencia, sin duda. Nunca dejaba de mojarse, así que casi podías pasarte el tiempo tragando saliva y líquido preseminal, empapándote por completo los labios mientras se deslizaba y goteaba por el tronco carnoso hasta el vello púbico y los huevos. Personalmente, lo encontré bastante excitante; lo que quiere decir que no dejé de gemir mientras le hacía un buen repaso a la pija de Roier, de arriba abajo y de lado a lado. El lobo también pareció disfrutarlo bastante porque dejó atrás sus gruñidos de queja y nervios para jadear y mover la cadera como si intentara cogerme la boca. Hasta ahí, todo fue genial. Me desabroché el pantalón y estuve a punto de correrme, hasta que, de pronto, el puto Roier se corrió sin avisar y me llenó la boca de un semen muy denso, amargo, caliente y abundante. Aparté la boca y lo escupí al suelo.
—¡Mierda, Roier! —le grité con enfado, girando el rostro para dedicarle una mirada enfadada.
Sin embargo, él me miró con una expresión cercana a la desesperación, tratando de empujarme la cabeza para que siguiera chupándosela. Eso me molestó bastante, le di un manotazo y me aparté.
—Más, más… —gimió, moviendo la cadera como si no pudiera evitarlo y agarrándome de la muñeca.
Apreté los dientes y lo miré con verdadero odio, pero, como un idiota, me puse a horcajadas sobre él. Roier me agarró del pelo y me rodeó con el brazo para asegurarse de que no pudiera moverme mientras me cogía con fuerza y ansia. Se corrió una segunda vez entre gruñidos, después me corrí yo, manchándole el pecho y el abdomen, lo que, al parecer, lo puso muy excitado porque llegó una tercera vez y, sorprendentemente, una cuarta. Sudado y sin energías, me soltó el pelo y dejó de morderme el cuello para recostar la cabeza y jadear sin parar mientras sufría las pequeñas contracciones y la inflamación. Yo no estaba mucho mejor que él, sinceramente, con la frente apoyada en la parte baja de su cuello y los brazos estirados sobre sus hombros. Todo apestaba a sexo y a sudor de lobo y aquello era como un terrible narcótico que, cuando no te ponía excitado, te dejaba al borde de la inconsciencia.
El primero en moverse fue él, rodeándome con los brazos antes de frotar el rostro contra mi pelo y así llenarlo de su sudor. Conseguido su objetivo, recostó la cabeza en el respaldo y empezó a quedarse dormido cuando la verga se le desinfló.
—No, no —me negué, moviendo la mano para darle una suave bofetada —. En la cama.
Roier gruñó con enfado, pero se levantó del sofá, llevándome con él sin demasiado esfuerzo y sin sacármela de dentro si quiera. Me recostó primero y tiró del edredón limpio para abrir la cama, profiriendo otro gruñido de queja.
—¿Por qué ya no huele a Roier? —quiso saber, algo que, por el tono de su voz, pareció ofenderlo bastante.
—Cambié las sábanas —murmuré sin muchas ganas.
—Ya no huelen a Roier —insistió, mirándome fijamente. Respondí a aquella mirada con expresión seria.
—Roier se pasó cinco días corriéndose y durmiendo en las otras sábanas y daban puto asco —le recordé—. No me rompas los huevos y cerra la puta boca.
—¡Tienen que oler a Roier! —exclamó, algo que no me gustó en absoluto.
— La concha de tu puta madre —le dije, apartándome de él de un tirón para ir hacia la parte de la habitación donde tenía las bolsas que iba a llevar a la lavandería. Tiré del viejo y apestoso edredón repleto de manchas hasta sacarlo entero y se lo tiré—. ¡Toma tu puta peste a Roier!
El lobo gruñó de una forma peligrosa y me enseñó todos los dientes, incluidos sus grandes colmillos.
—¡¿Cómo?! —le grité, saltando sobre la cama, de pie, para ir hacia él y mirarlo, por primera vez en mi vida, por encima de la cabeza—. ¡Volve a hacerme eso y te vas de una puta patada a la calle! ¿Me escuchaste?
Gruñó un poco más, pero su voz fue perdiendo fuerza hasta que fue más bien un gruñidito en su garganta. Levantó mucho la cabeza, pero como así no consiguió estar por encima de mí, se subió también a la cama. Compartimos una mirada intensa, tensa y silenciosa, hasta que él se inclinó y frotó la mejilla contra la mía, pero con cuidado, como si tuviera miedo de que le hiciera daño. Al ver que yo no hacía nada para evitarlo, lo repitió, más largo, hasta que se sintió confiado para rodearme la nuca con una mano y la muñeca con la otra.
—Volve a gruñirme así, y me voy a enojar —le advertí con tono seco—. No vas a venir a mi casa y encima amenazarme, ¿me escuchar? ¿Roier entiende?
El lobo me miró a los ojos y, tras un breve silencio, respondió:
—Roier entiende.
Asentí lentamente.
—Bien.
—Pero cama tiene que oler a Roier —insistió una última vez con tono serio.
—Ya… —murmuré, agachándome a recoger el edredón viejo y apestoso—. Quítate la camiseta antes de dormir —le ordené, porque seguía manchada de mi semen y era desagradable.
El lobo se la quitó, junto con los pantalones, quedando desnudo antes de cambiar el edredón limpio por el viejo y sumergirse debajo. Yo también me desnudé y me uní a él, rodeándolo con el brazo y una pierna. Roier parecía seguir un poco tenso y nervioso después de la discusión, por lo que le acaricié la barriga hasta que empezó a ronronear y a cerrar los ojos. Me atrajo más contra él y se quedó dormido, moviendo la pierna derecha en leves espasmos como un puto perro y roncando como un jodido oso.
Todavía estaba molesto con él, por supuesto, pero el hecho de que fuera un lobo con tan pocas luces y una evidente carencia de inteligencia, me hacía más… comprensivo, hasta cierto punto. Después estaban las feromonas, lo grande y fuerte que era y lo muy excitado que me ponía siempre, lo que jugaba bastante a su favor. Volví a despertarme una segunda tarde completamente duro, con esa extraña sensación de placer y necesidad, sintiendo el calor de su cuerpo y el olor acumulado tras siete horas de sueño. La claridad blanquecina entraba por los ventanales opacos de suciedad y sacaban reflejos a su pelo castaño cada vez más largo. Dormía de lado, rodeándome, respirando por entre sus labios. Me revolví para girarme y tocar su pecho, me acerqué para besarlo y subí una pierna para rodearle la cadera. El lobo entreabrió los ojos y gruñó por lo bajo, moviéndose para ponerse sobre mí.
Roier tenía muchas, muchísimas cosas malas, pero, mierda, siempre estaba preparado para un buen sexo. Nunca se quedaba a medias ni nunca parecía costarle, daba igual el momento o la hora del día. Si yo lo provocaba, cumplía como todo un campeón. Se corría sus tres veces mínimo entre gruñidos, mordiscos, jadeos y arañazos y después descansaba como un héroe de guerra, sudado y con el corazón bombeando con fuerza en su pecho. Con una fina sonrisa de placer, le acaricié el pelo hasta que volvió a dormirse y lo aparté suavemente para ir al baño y después a la cocina, me preparé un café, saqué un cigarro y lo fumé con un especial placer después de haberme despertado con sexo del bueno.
Antes de que terminara la taza de café, oí el ruidoso bostezo seguido de los pesados pasos hacia el baño. El lobo salió rascándose la cabeza, se puso su ropa y vino hacia mí con expresión todavía adormilada. Yo estaba sentado en una de las sillas altas frente a la barra de la cocina, mirando el celular distraídamente y bebiendo pequeños sorbos. Como el día anterior, se pegó a mi espalda, me acarició con la cara y me dijo:
—Roier se va.
—Pásala bien —respondí sin mirarlo.
Entonces se fue. Tome la cajita de cigarros, mi zippo y me encendí un cigarrillo sin apartar la mirada del celular de camino a la puerta de emergencia. Había encontrado un foro de internet muy interesante, uno llamado «Foro de los Amantes de los Hombres Lobo». Estaba catalogado como «+18», así que al principio creí que serían un par de estupideces salidos y desesperados que compartían sus fantasías sexuales entre ellos. Sin embargo, mirándolo un poco por encima, había encontrado algunos temas muy, muy interesantes. Aparte de que se consideraban a sí mismos «loberos», lo cual era jodidamente humillante; parecía haber algunos de ellos que conocían bien a los Hombres Lobo y sabían de lo que hablaban. Entre el tema principal y predominante que más seguidores tenia, «EL CELO», había otros subforos como: «Socialización y Lenguaje de los Hombres Lobo», «Prácticas de Cortejo y Desarrollo de Vínculos», «La Manada: significado e importancia» y «Compra y Venta de Feromonas».
El tema que me preocupaba en aquel momento era saber por qué Roier seguía visitando mi casa, lo que, al parecer, según I<3wolfss, no era en absoluto extraño. En un hilo llamado «Mi lobo sigue viniendo a mi casa tras El Celo ¡¡¡ayuda!!!», explicaba que, en ciertas ocasiones, los lobos podían volver a la vivienda del lobero porque les había gustado el sexo o porque los encontraban muy atractivos físicamente. Los Hombres Lobo eran una raza muy sexual y solían tener entre tres o cuatro «amantes» para complacerles. Le decía a la mujer que, si le ignoraba y no le abría la puerta en varias ocasiones, se acabaría yendo para no volver. Al final era como yo había pensado que sería, echándoles a patadas de tu puta casa.
Dejé el celular a un lado y me preparé para el trabajo, sustituyendo a un señor Xing que estaba de muy mal humor; más de lo normal. Llevaba algunas semanas así, rompiéndome las pelotas porque no sé qué poronga le pasaba a uno de sus hijos; algo sobre sus notas en la universidad. La verdad era que no me importaba una mierda y no le escuchaba demasiado cuando hablaba, solo asentía y le decía que sí a todo porque era el que pagaba los cheques al final del mes. Así que me quedé solo en la tienda y volví a sacar el celular mientras me recostaba en la vieja silla y cruzaba los pies sobre el mostrador. Por el mero hecho de pasar el rato, seguí ojeando el foro, leyendo muy por encima los hilos que se quejaban de las persistentes visitas de los lobos a sus casas.
Las respuestas solían ser siempre las mismas: no abrirles la puerta, no dejarles pasar e incluso cambiar las sábanas y airear la casa hasta que el «olor» se fuera. Eso llamó mi atención, porque era cierto que Roier se había enfadado al quitar la puta colcha apestosa y las sábanas. LoberoMike23 tenía una explicación muy desarrollada sobre ese tema en el subforo «Socialización y Lenguaje de los Hombres Lobo».
«¡Hola, loberos! Me he tomado la libertad de explicar un tema que quizá les interese a muchos y que suele llamar mucho la atención sobre nuestros queridos lobos: El Olor a Macho. Se denomina “Olor a Macho” al intenso aroma que desprenden nuestros lobos, diferente entre ellos y que les sirve para identificarse. Es muy importante en la comunidad de Hombres Lobo, porque el olfato cumple una función esencial a la hora de establecer relaciones, vínculos o territorialidad. Cada Hombre Lobo tiene un aroma diferente y, aunque nosotros como humanos no podamos apreciarlo en toda su complejidad, nuestros queridos lobos sí pueden. ¡Y es que poseen una memoria olfativa increíble! Pueden recordar todos los olores de su manada y, por supuesto, de las demás manadas y de los humanos que les visitamos. Cuando los Hombres Lobo dejan su Olor a Macho en un lugar o una persona, (impregnación) no es en absoluto casual. Lo están reclamando como suyo y de su propiedad y lanzan una advertencia a los demás machos de que, si andan por ahí, ¡se van a llevar una buena mordida! Como muchas otras cosas en su comportamiento, esta es una necesidad primaria y muy ligada a su forma de interactuar con el mundo y de relacionarse. Al igual que, por ejemplo, los humanos podemos considerar nuestra ciudad al lugar en el que residimos junto a otros miles de personas, y nuestras casas como el lugar donde residimos solo nosotros y nuestros seres queridos. A nuestros queridos lobos les pasa algo similar. Diferencian muy claramente las posesiones de la Manada y las posesiones de cada Macho. ¡Pero ese ya es un tema para otro hilo! La cuestión es que cuando impregnan un lugar o persona con su Olor a Macho, lo consideran suyo y se creen con derecho a tenerlo cuando quieran o a visitarlo todo lo que deseen. Por lo que es normal que después de algo que desprende tantas feromonas y sudor como El Celo, pueda llegar a confundirles. Ese profundo olor que han dejado en su cama o en ustedes podría hacerles pensar que son de su propiedad, por eso es importante lavar todo muy bien y airear la casa para que, cuando vuelvan, no perciban su Olor a Macho y comprendan que no es su lugar. A no ser, claro, que quieran ser sus Omegas; en ese caso, acumular todo el Olor a Macho posible es siempre una buena señal.»
Así que al llegar a casa quitaría todas las putas sábanas y las quemaría con gasolina en el descampado. O eso fue lo primero que pensé, hasta que vi un comentario que decía: «Chico/as, antes de lavar la ropa o las mantas, por favor, hacernos una visita a Compra y Venta de Feromonas». Y, solo por curiosidad y aburrimiento, fui a aquel subforo.
Lo que encontré allí iba a cambiar por completo mi idea sobre Roier.
Chapter 10: EL OLOR A MACHO: UN POSIBLE NEGOCIO
Notes:
(See the end of the chapter for notes.)
Chapter Text
La gente era una puta asquerosa y me daba ganas de vomitar, pero como me alegraba. El subforo «Compra y Venta de Feromonas» era un nido de depravados y autoproclamados «coleccionistas de aromas». Según parecía, pagaban mucho dinero por sábanas, mantas, edredones, camisetas, pantalones… más dinero cuanto más Olor a Macho tuvieran y más íntimo y sórdido fuera. Había usuarios que pagaban una almohada o cojín «muy oloroso» por cien dólares. ¡Cien putos dólares por una almohada sucia sobre la que hubiera dormido un lobo! Pero eso no era lo mejor, llegaban a pagar incluso más por ropa interior, pantalones y camisetas… Ofrecían hasta mil dólares por los pantalones muy usados y bien sucios de un Alfa. Porque, según comprendí después de pasarme una hora incrédulo en aquel subforo, era que las diferentes categorías en la Manada también influían en el Olor a Macho, haciéndolo más potente y penetrante cuanto más alto fuera el rango. Otro factor que entraba en juego era el propio lobo, ya que algunos tenían más feromonas por ser especialmente sexuales, lo que no tenía nada que ver con lo otro.
El caso es que, aunque fuera un estúpido Macho Común de la Manada, como muy probablemente fuera Roier, pagaban un mínimo de cien dólares que podía varias dependiendo de la cantidad de feromonas del lobo y la intensidad de la «impregnación». Bueno, yo tenía dos almohadas por las que se había pasado la pija, así que contaba con que uno de esos «coleccionistas de aromas» quisieran olfatearlas hasta que el plumón se les metiera por la nariz. Si conseguía vender un par de cosas, quizá podría ganar entre unos seiscientos y ochocientos dólares. Con lo que tenía en casa manchado con El Celo y lo que pudiera conseguir mientras duraran las visitas de Roier… Quizá me sacara una buena tajada de aquella mierda de situación.
Así que el plan inicial de quemarlo todo y echarle de mi casa a patadas cambió por completo. Ese lobo se iba a quedar y me iba a sudar cada puto milímetro de ropa que hubiera en mi casa. Con esa idea en mente, entré en el subforo «Socialización y Lenguaje de los Hombres Lobo» y después en «Prácticas de Cortejo y Desarrollo de Vínculos». Había muchísimos temas allí, muchísima información un tanto caótica que no terminaba de entender muy bien. A veces usaban jerga del propio foro, diminutivos y expresiones que sonaban estúpidas: «omeguizar», «impregnación», «esnifadores», «marcar», «mormonar»… y cosas así. Hasta que no encontré un glosario de términos en la página principal del Foro, fue como leer un puto telegrama sin sentido.
De la mucha gente retorcida que había en ese Foro Amante de los Hombres Lobo, estaban los que querían sólo cogérselos, «loberos», que eran como el ochenta y cinco por ciento. Interesados en estrategias para atraer a los Hombres Lobo y conseguir un exitoso Celo. Después estaba el otro quince por ciento que estaba todavía más jodido de la cabeza. Entre ellos estaban los «Coleccionistas de Aromas» a los que llamaban despectivamente «esnifadores»; y los que querían ser «Omegas». Eso era difícil de creer, pero había gente, personas trastornadas, cuyo objetivo en la vida era «ligarse a un lobo» y conseguir una especie de relación seria a la que llamaban «Vínculo Completo». No quería ni tomármelos en serio, pero, por desgracia, allí estaban todos los hilos que me interesaban sobre cómo mantener a Roier el mayor tiempo a mi lado. Leí la explicación bastante desarrollada de la usuaria Omega4Life, tan útil como perturbadora sobre cómo «Mantener a tu lobo enamorado». Sentí un escalofrío de arriba abajo y tuve que salir a fumar fuera de la tienda. Con un cigarro en la boca, de cuclillas al lado de la puerta y con una cerveza abierta en el suelo, comencé a leer aquel texto bíblico.
Todo empezaba con una gran declaración: «Cada Macho, al igual que su olor, es diferente». Al igual que los humanos, tenían sus gustos, susideas y sus necesidades, aunque compartieran un núcleo común que eran sus instintos básicos y sus costumbres. Dicho esto, Omega4Life describía una serie de «actos» o «señales» que poder dar a tu lobo para decirle en un lenguaje que él entendiera que querías que siguiera visitándote y «haciéndote el amor…». Según esa usuaria, mantener la vivienda y a uno mismo con su Olor a Macho era esencial, llegaba a recomendar ducharse lo menos posible y, de tener que hacerlo, mantener siempre algo impregnado de tu Macho para poder llevar su olor encima de alguna forma. Otra táctica que solía funcionar era «forzarles» a dormir a tu lado con comida, chantajes sexuales y caricias. No lo decía así de claro, pero básicamente era a lo que se refería: que los mantuvieras cebados, bien cogidos y mimados. Lo que yo ya hacía, así que genial.
No necesitaba saber nada más. Roier iba a ser el lobo más puto feliz del mundo e iba a volver a mi casa para sudar bien esas camisetas y pantalones que me harían ganar dinero de forma tan fácil. Así que antes de salir de la tienda, compré tres envases de lasaña de carne para cuatro personas y me lo llevé conmigo de vuelta a casa. Al llegar al portón saqué las llaves y sentí una presencia a mi espalda, giré el rostro y me encontré con los ojos cafés de mi ahora queridísimo lobo.
—¡Roier! —le saludé con una media sonrisa—. ¿Tenés hambre, capo? Traje mucha carne para vos.
El lobo también sonrió un poco, alzando la comisura de los labios, y se acercó más a mi espalda, como si mi felicidad le hubiera animado a ponerse todo lo pesado que quisiera. Me agarró de la muñeca y me siguió por las escaleras. Hice una nota mental para buscar lo que significaba esa mierda de agarrar tanto, porque no me gustaba en absoluto. Llegamos a casa y dejé las llaves sobre el taburete verde.
—¿Por qué no te das una ducha mientras cocino? —le pregunté, entonces cambié de idea—. ¡No, no te duches! Mejor ponte mi ropa, ¿qué te parece? —y le froté la barriga porque eso les gustaba mucho y les hacía sentirse queridos y seguros según SarahxLobos91.
Roier ronroneó un poco y asintió. Fui a la cocina a dejar los envases de lasaña y después le acompañé a la habitación para buscar algo en el armario que, primero, no me importara perder, y segundo, que le pudiera caber al lobo. Al día siguiente debería pasarme por la tienda de segunda mano y comprar todas las tallas XL que tuvieran. Aquella noche, tendría que conformarse con la camiseta gris un poco desvaída y unos pantalones verdes y horribles que usaba en invierno para dormir. Roier no tardó en desnudarse después de comprobar que la cama seguía oliendo «mucho a él», y yo lo miré con una buena erección en los pantalones cuando empezó a quitarse la camisa y a bajarse la cintura de su chándal negro. El lobo levantó la cabeza y me miró al instante, como si hubiera sentido una vibración en el aire cuando me puse excitado, entonces él se endureció y dejó lo de vestirse a un lado para venir a buscarme, agarrarme entre los brazos como si mi metro ochenta y cuatro y mis setenta y ocho kilos no fueran nada para él y llevarme a la cama. Me quitó los jeans a tirones y las zapatillas con un gruñido de frustración, después se puso de rodillas en la cama y se volcó sobre mí para metérmela entera casi de una sentada.
Sudó bastante, se corrió tres veces y consiguió que yo manchara una de mis camisetas favoritas con varios chorros de semen; tras aquello, se dejó caer, sufrió las contracciones y, finalmente, la inflamación. Cuando recuperó un poco el aliento, me manchó el rostro y el pelo con su sudor denso y fuerte y, por primera vez, me mordió un poco la mejilla. Me sorprendió y fruncí el ceño, haciendo otra nota mental sobre buscar por qué carajo estaba haciendo eso. Ahora que sabía que había gente demente en internet que entendía las cosas que me estaban pasando con Roier, no podía dejar de preguntarme si algo tan tonto como aquel mordisco infantil podría significar algo terrible en el idioma de los lobos. Mientras pensaba en ello, le acariciaba el pelo castaño, estirándolo entre los dedos y sorprendido de lo mucho que le había crecido desde hacía una semana.
—¿Cada cuánto te cortas el pelo? —le pregunté, interrumpiendo el ronroneo de placer en su garganta.
—Manada se corta el pelo y barba cada diez días —respondió tras levantar la cabeza para mirarme—. Esta semana Celo. Todos mucho pelo.
Solté un murmullo afirmativo y le rasqué su descuidada barba. No le quedaba mal aquel estilo de leñador barbudo y salvaje, pero me gustaba más cuando tenía el pelo corto, le daba un aspecto más duro e intimidante. El lobo recostó la cabeza sobre mi mano, porque le estaba gustando que le rascara, así que seguí un poco más hasta que se le desinfló el pene y pudimos movernos.
—Vestite, voy a hacer la comida —le dije mientras me separaba, me quitaba la camiseta manchada de semen y me ponía un pantalón ligero sin ropa interior.
Recién sudado olía más fuerte, y todas esas feromonas de excitación se iban a pegar a la ropa que le había dejado, como diminutas pepitas de oro que un tarado de alguna parte del país esnifaría mientras se tocaba la polla. Al oír hablar de comida, el estómago de Roier rugió, más aún cuando pudo percibir el olor de la primera lasaña familiar que saqué del micro mientras fumaba un cigarrillo.
—Tengo tres, ¿las caliento todas? —le pregunté, sacándome el cigarro de los labios y echando el humo a un lado—. ¿Te pongo cerveza?
El lobo miraba el envase de la lasaña humeante que olía a deliciosa carne especiada, cogió la cuchara que le había dejado a un lado, con toda la mano, como si fuera un niño pequeño y sacó un buen pedazo.
—Quema —le advertí.
Él se detuvo, me miró y sopló un par de veces, recibiendo un asentimiento de aprobación de mi parte. Fui por una cerveza para él y otra para mí y puse a calentar la segunda lasaña. Yo me había comido un sándwich y un paquete de nachos en el trabajo y no tenía demasiada hambre, así que me dediqué a mirarlo comerse toda la lasaña para cuatro personas en menos de lo que tardó la segunda en hacerse al micro. Con la segunda bajó un poco el ritmo, pero con ayuda de otras dos cervezas se la terminó sin problema. La tercera ya le costó. Al parecer, el límite de Roier eran cinco kilos de carne picada y salsa. Hacia el final se llevaba la cuchara a los labios y masticaba lentamente con la mirada perdida. Yo me había sentado frente a él y comía del mismo envase, pero más tranquilamente y no como un puto energúmeno a paladas. Entre los dos, nos la conseguimos terminar. Roier dejó al fin la cuchara, eructó y respiró más profundamente. No hizo falta que le dijera nada, solo se levantó con la barriga llena y abultada bajo la camiseta gris y se fue a echar al sofá.
—Espera, Roier —le detuve, levantándome para ir por el trapo y limpiarle la cara manchada de salsa y grasa — Comes como un puto cerdo —murmuré, terminando de frotarle el trapo antes de darle una palmada en ese culo grande y firme—. Vamos, anda a recostate.
El lobo soltó un gruñido de queja por el golpe juguetón, pero fue apenas un ruido bajo en su garganta, y se fue al sofá mientras yo fumaba otro cigarro al lado de la puerta de emergencias. Puso uno de sus programas de bricolaje y se quedó como muerto, con las piernas estiradas y una mano metida en la entrepierna mientras se rascaba las bolas de una forma nada discreta. Sí, y había personas que matarían por tener a un Roier en su vida… Increíble. Tiré la colilla por la puerta, pensando en aquello y negando con la cabeza. Pero, al sentarme a su lado, seguí el consejo de OMeGaFrAn y le acaricié la cara interna del enorme bíceps usando la punta de los dedos y en movimientos circulares, algo que los lobos entendían como un gesto de interés en ellos y cariño. Sin duda, funcionó, porque Roier ronroneó y sus párpados descendieron hasta casi cerrar los ojos.
—Vamos a la cama —le dije cuando el programa terminó.
El lobo solo murmuró un poco sin abrir los labios y tomo una buena bocanada de aire antes de levantarse y seguirme dócilmente a la habitación. Moví el apestoso edredón que tanto le gustaba y se dejó caer de lado, haciendo crujir un poco la cama bajo su peso. Todos esos loquitos que querían ser omegas coincidían en que, si el lobo se quedaba a dormir, era porque se sentía seguro y cómodo a tu alrededor; y cuanto más se quedaran, más intenso sería el Olor a Macho y más identificarían la cama, la casa y al humano con ellos mismos. Era el principio de un vínculo o no sé qué mierda. El caso era que ayudaba a que siguiera viniendo y dejando su sudor de oro en mis cosas, así que tenía que quedarse. Había innumerables hilos y consejos sobre ese tema, ya que era tan importante y esencial, aunque, aparentemente, complejo de conseguir. Algunos decían que era mejor darle de comer al lobo en exceso y llevarlos a tumbarse en la cama y así sería más probable que se quedaran dormidos, otros creían que el sexo funcionaba mejor, otros decían que las mantas y el calor jugaban un rol fundamental… boludeces. Yo me quité el pantalón, me tumbé al lado de Roier, lo rodeé con un brazo y una pierna y le acaricié la barriga. En menos de un minuto el boludo ya estaba roncando y teniendo espasmos musculares. Tener a un lobo idiota a veces jugaba a mi favor.
Me desperté casi en la misma postura, pero con un sentimiento muy diferente. Como cada vez, lo primero que sentí fue aquel olor pesado y cálido, acumulado bajo el edredón y macerado tras ocho horas de sueño. Su cuerpo estaba caliente, era jodidamente grande y me hacía sentir jodidamente bien. Me acerqué más, me puse encima y empecé a frotar la cadera en ese estado entre la inconsciencia y el despertar. Acaricié sus bíceps hasta los hombros anchos y abultados y después busqué sus labios para besarlos. El lobo gruñó, entreabrió los ojos y me rodeó con los brazos. Le bajé la cintura elástica del chándal y liberé su pija dura y mojada para metérmela dentro sin dudarlo. Apreté los dientes al sentirla, entre el leve dolor y el intenso placer, antes de que Roier empezara a taladrarme como hacía siempre: moviendo la cadera sin descanso, gruñendo y apretándome contra él para inmovilizarme. No solía ser hasta que se corría por segunda vez que aumentaba incluso más el ritmo y cambiaba de postura para poder morderme la parte baja del cuello o el hombro.
—¡La concha de tu madre! —le grité, tirándole del pelo y arañándole la espalda al sentir cómo me clavaba con fuerza aquellos colmillos anchos.
Empezaba a creer que eso le ponía excitado, porque, cuanto más violento era el sexo, más rápido me cogía y menos tardaba en correrse, llegando a alcanzar la cuarta eyaculación con facilidad. Entonces, se echaba sobre mí y descansaba mientras yo tomaba aire y sonreía. A veces lo odiaba, pero al terminar de coger no podía quererlo más. Quizá fueran las feromonas, quizá fuera que Roier me estaba dando el mejor sexo de mi vida; o una mezcla de las dos. Cuando recuperó un poco el aliento, me frotó su cara sudada contra la mía y me lamió las pequeñas heridas que me había hecho en el cuello. Tenía una lengua más grande de lo normal y bastante áspera que me producía un leve escalofrío cada vez que rozaba mi piel húmeda. Traté de apartarlo con un gruñido de queja y él me ignoró, terminando de lamerme el cuello todo lo que quería hasta que el pene se le desinfló y volvió a quedarse medio dormido sobre mí.
Pasó una buena media hora antes de que se despertara de nuevo, se levantara con un ruidoso bostezo de boca muy abierta y saliera de la cama para caminar hacia el baño con el pantalón todavía bajado y la raja del culo al aire. Poco después, se oyó el chorro cayendo sobre el agua del váter de una forma muy ruidosa y Roier regresó rascándose el culo y con expresión adormilada. Miré todo aquello y volví a pensar en esas personas que querían un lobo en sus vidas y que se esforzaban tantísimo para conseguirlo. Por mí, podían quedárselos a todos.
Roier se quitó la ropa que le había dejado, se puso la suya entre pesados gruñidos de queja y, al terminar, se acercó a la cama para acariciarme la mejilla con la suya y decirme:
—Roier se va.
—Pásala bien —respondí yo.
No me levanté de la cama hasta que oí la puerta, fui al baño, tiré de la cisterna de la que él no se había molestado en tirar, me duché y salí para ponerme algo de ropa limpia. Después salí de casa para ir a tomarme un café fuera, airearme y comprar bolsas de plástico para envasar. Según había leído en el Foro, a los esnifadores les gustaba la presentación del producto tanto como el producto en sí; y no querían que nada del Olor a Macho se perdiera por el camino. Así que cuando volví a casa metí la camiseta y el pantalón que le había prestado al lobo en diferentes bolsas y las cerré. Ambas prendas apestaban bastante a Roier después de una noche y dos rondas de sexo. Si esos pervertidos querían Olor a Macho, iban a tener todo el que querían.
Me apresuré para ir al trabajo bajo una lluvia fina de primavera, recibiendo las mismas quejas del señor Xing y los mimos insultos en chino. Asentí a todo y, cuando me quedé solo, fui a por una lata de Red Bull y salí afuera a fumar mientras miraba el celular. Ahora que ya tenía algo que vender, solo tenía que venderlo. Lo primero fue crearme un usuario en el Foro y elegí algo simple y directo: ChicoOloroso, porque VendoRopaConOlorAMacho ya estaba usado. Después me presenté en la sección de Bienvenida porque era un requisito esencial para poder participar en el resto del Foro. Puse una frase discreta y sencilla: «Hola, tengo un lobo y quiero vender su puta ropa. Besos». Entonces pude ir al subforo de «Compra y Venta de Feromonas» y abrir un hilo llamado
«Venta: camiseta y pantalones».
«Hola, esnifadores. Vendo una camiseta y un pantalón de lobo joven, grande, sano y fuerte. La uso toda la noche y durante dos rondas de sexo, así que apestan bastante. 200 la camiseta, 400 el pantalón».
Puesto eso dejé el celular y me dediqué a revisarlo cada hora y algo para ver si había alguien interesado. La mayoría de los vendedores de feromonas eran esporádicos, loberos que quería sacarse un dinero después de un encuentro casual con un lobo o vender las mantas tras El Celo; pero pocos tenían ropa que realmente hubieran llevado los lobos. Aun así, mi oferta pareció desproporcionada a muchos de los esnifadores, que preguntaban cosas como: «¿Qué rango tiene en la Manada?» «¿La llevabas tú mientras estabas con él o la llevaba él?» «¿Cuánto tiempo exactamente la ha llevado?» «¿Entiendes de intensidades de olor o simplemente a ti te parece que huele mucho?» «¿Tienes fotos del lobo con la ropa puesta?». Me tocó un poco los huevos que una puta panda de pervertidos que iban a hundir la cara en unos pantalones usados se pusieran tan exquisitos y exigentes. Pero me controlé, los negocios a veces eran así, y yo sabía negociar.
«Hola, esnifadores. Este es un pedazo de lobo que los sorprenderán, suda como loco y coge como una bestia. Ha llevado esta ropa toda una noche, sin calzoncillo y durante el sexo (dos veces). Puedo bajar a 150 la camiseta y 340 el pantalón, pero solo porque es la primera vez. Después entenderan que merece cada puto dólar. Ah, y les doy una advertencia. El Olor a Macho de este lobo es jodidamente adictivo, así que esnifarlo con cuidado».
Yo no había olido a otros machos, ni quería hacerlo, pero si olían más fuerte que Roier debían dar miedo. Dejé el celular y atendí a un par de clientes que entraron borrachos y gritando, les dirigí una mirada seca y les dije que si querían montar escándalo que se fueran a su puta casa. Se callaron enseguida y seguí a lo mío. Cuando llegó la señora Xing y contó el dinero de la caja, tome mi chaqueta militar y salí a la calle mojada. Di un pequeño rodeo de diez minutos para poder comprar tres cubos familiares de pollo frito en una tienda de comida rápida del barrio. Mientras esperaba en aquel ambiente que olía a aceite hervido y especias, volví a ojear el Foro. Había un mensaje nuevo que decía:
«Hola, ChicoOloroso. Si dices que es un Olor a Macho tan fuerte, te compro la camiseta, pero por 120. Si de verdad es tan bueno, te pagaré 400 por el pantalón».
—Trato hecho —sonreí.
Notes:
No sería nuestro oso si no fuera avaricioso xD
Chapter 11: EL OLOR A MACHO: UN GRAN NEGOCIO
Chapter Text
Salí de la tienda con los tres cubos de pollo frito que casi no me cabían entre las manos. Llegué al portón de casa y tuve que dejar uno en el suelo para sacar las llaves. Una figura apenas iluminada por las farolas de la calle salió de un Jeep negro y cruzó la carretera a paso rápido para reunirse conmigo.
—Ey, Roier, hoy compre pollo fri… —pero me detuve y miré el rostro del lobo, con el labio roto y un pequeño moretón cerca del ojo.
Llevaba una camiseta de asas negra y muy ajustada, mostrando sus bíceps que, esa madrugada, tenían algunos cortes y arañazos. Algunos un poco profundos y con costras de sangre seca alrededor. Alargué mi mano libre y lo agarré de la muñeca para verlo mejor antes de dedicarle una mirada fija por el borde superior de los ojos.
—¿Qué mierda te paso? —pregunté. El lobo levantó la cabeza con orgullo.
—Trabajo complicado hoy, pero Roier ganar. Roier siempre gana.
Mantuve la mirada en silencio y chisqué la lengua. Los lobos siempre andaban metidos en mierdas y a mí no debería importarme, pero por un momento, un brevísimo instante, sentí hasta preocupación y miedo de que le hubiera pasado algo a ese estúpido lobo.
—Hoy compre pollo —repetí, girándome para abrir el portón pintarrajeado y rayado.
Roier me siguió por las escaleras, muy de cerca y todavía con la cabeza alta y orgullosa. Cuando entramos en casa dejé las llaves sobre el taburete y llevé los cubos de pollo frito a la mesa de la cocina.
—No, vamos a limpiarte eso —dije cuando el lobo quiso sentarse ya para cenar.
—No. Roier bien. Solo hambre.
—Roier va a cerrar la puta boca y se va a limpiar las heridas a no ser que quiera que Spreen se enoje —respondí con tono seco y una mirada enfadada—. Así que vamos.
El lobo soltó uno de esos gruñidos de advertencia, pero me chupo un huevo que se enfadara, porque yo me enfadaría más que él. Tras una silenciosa guerra de intensas miradas y gruñidos, el lobo terminó levantándose muy indignado y yendo a pasos largos y pesados hacia la habitación.
—Sentate acá —ordené señalando la cama.
Fui al baño a por el botiquín y volví para ver a un Roier de cabeza alta y expresión enfadada, al que, evidentemente, ignoré por completo. Me quité la chaqueta militar, me senté a su lado y abrí la caja para sacar líquido desinfectante y una gasa con la que limpiarles los múltiples cortes. A veces emitía un gruñido cuando le escocía, tratando de apartarse de mí, pero le dedicaba otra mirada seca y continuaba. Me cambié de lado y revisé una herida más profunda cerca del hombro. Yo sabía algo de heridas de arma blanca, y de cómo curarlas, así que la desinfecté bien, le puse pomada para que cicatrizara antes y la rodeé con una gasa, apretándola lo suficiente, pero no demasiado.
—¿Tenes más heridas? —quise saber.
Roier bajó la cabeza y la apartó, evitando mi mirada antes de levantarse la camiseta de asas y mostrar un buen moretón en el costado. Lo miré con atención, debía dolerle, porque era grande, seguramente de una patada o un buen golpe. Le quité la camiseta y busqué en el botiquín una crema que había comprado algún tiempo, cuando yo también participaba en peleas callejeras y me salían muchos moratones. Quedaba poca, pero se la conseguí extender lo suficiente para cubrir el cardenal.
—No tengo más. Compraré mañana y te volveré a echar —le dije, aprovechando los restos de pomada antinflamatoria que tenía en el dedo para pasárselo por el moratón de la cara.
—Roier ganó —me aseguró, manteniendo aquella fachada de pecho hancho y orgulloso.
—Claro que ganó —respondí mientras recogía todo y lo volvía a meter en el botiquín—. En esta casa no entran perdedores —le aseguré.
El lobo me miró con atención mientras iba hacia el baño y lo siguió haciendo cuando volví con las manos lavadas y me detuve frente a él.
—¿Queres comer ahora y coger después o quieres coger ahora? —le pregunté antes de quitarme la camiseta.
Le había estado tocando y su olor a sudor era muy fuerte después de la noche tan movida que había tenido, así que yo llevaba un buen rato con la pija muy dura mientras lo curaba. Y como yo me había excitado, Roier también lo había hecho, con ese gran bulto duro bajo su pantalón de chándal negro; mientras lo curaba, había tratado de ocultarlo de mí, pero el lobo era un pésimo actor y se le notaba excitado e impaciente bajo toda aquella fachada de macho fuerte e independiente. Así que Roier no lo dudó.
—Coger ahora.
—Bien —asentí, quitándome las zapatillas sin agacharme y desabrochándome el pantalón.
Cuando estuve desnudo me puse de rodillas entre sus piernas y acaricié con cuidado la barriga musculada del lobo, frotando el rostro contra su pecho, grande y firme que apestaba tanto a Roier. El lobo soltó un gruñido y agachó la cabeza para frotarse de igual forma contra mi pelo. Disfruté un poco de aquello y después le lamí; estaba salado, pero solo sabía a sudor fuerte. Eso no era algo que hubiera leído en el Foro, solo era algo que tenía ganas de hacer. Fui descendiendo por su barriga musculada, dándole lametones y besos a su piel salada, siguiendo el reguero de pelo castaño y más denso que iba directo a su entrepierna. Roier empezó a mover la cadera, muy emocionado con aquello, y se recostó, apoyándose en los codos para no perderme de vista. Apoyé los brazos en sus grandes muslos y empecé a gemir de placer mientras frotaba la cara contra ese bulto grueso, alargado y carnoso bajo la tela del chándal. Aquello sí apestaba a Roier. Entonces bajé la cintura elástica de sus pantalones, mirándole fijamente a sus ojos cafés y a sus labios jadeantes, para descubrir una verga que estaba completamente húmeda. Había empapado por completo la entrepierna del lobo, había dejado un rastro viscoso en el pantalón y en el vello denso y rizado de su pubis. El olor fue todavía más intenso, primitivo y sórdido después de un día en que Roier había sudado tanto. Llegué a resoplar y cerrar un momento los ojos, porque me había atrapado un poco por sorpresa y había sido como una sórdida y alucinante bofetada de Olor a Macho del bueno. Los esnifadores no tenía ni puta idea de lo que se estaban perdiendo, porque aquello era una jodida locura...
Con un profundo gruñido de placer le lamí el vello del pubis manchado, saboreando aquel líquido viscoso que te llenaba las papilas gustativas de un sabor fuerte y denso. Después fui por el plato fuerte y me metí la cabeza gorda en la boca, gimiendo y tragando todo lo que había allí para limpiársela. Algo inútil, por supuesto, ya que el lobo no dejaba de mojarse todo el rato; pero aun así lo hice, solo por placer persona. Me detuve porque estaba incómodo con la ropa que él aún tenía puesta, así que tuve que levantarme para poder quitarle las zapatillas sucias y mojadas y el pantalón de chándal, una interrupción que no agradó nada al lobo. Soltó uno de sus gruñidos de enfado y movió la cadera.
—Te estoy quitando la puta ropa, calmate —le dije, acompañando mis palabras de una mirada seria mientras tiraba como más fuerza para acabar antes.
Me volví a poner de rodillas y acaricié sus enormes muslos. Su verga se contraía, alzando y cayéndose con necesidad sobre la parte baja del ombligo de Roier, manchando el pelo que había allí del líquido viscoso y traslúcido que no paraba de gotear de la punta. Sin embargo, lo que hice primero fue lamerle sus enormes bolas. Esa fue la primera vez que lo hice, pero solo fue la primera de muchas, muchísimas veces que se lo haría en el futuro. La forma más sencilla de decirlo es que me enamoré de aquellos huevos, de lo grandes que eran, del fino pelo castaño y rizado que tenían y de los suaves, increíblemente suaves que eran. Puede que, como uno de los lugares que concentraban más feromonas, mi mente estuviera totalmente confundida y nublada por la excitación, pero mierda… hundir la cara en esos huevos me ponía como una puta perra. Los lamí un buen rato, empapándome el rostro con mi propia saliva y gimiendo como había pocas veces que había gemido, compitiendo con los gruñidos de un Roier que no paraba de mover las piernas y jadear. Cuando llegué a su pene, tuve casi que sorber y beber tanto líquido que había producido. Me empapó por completo la boca ya mojada, goteando por todas partes, fuerte, denso y con un intenso sabor.
La primera eyaculación de Roier me atrapo por sorpresa, pero la aguanté un momento y después la escupí al suelo para seguir. El lobo me agarró del pelo con firmeza y me cogio la boca como un puto energúmeno enloquecido, produciéndome arcadas que me enfadaron bastante, llenándome los ojos de lágrimas que me emborronaban la mirada mientras tenía una estúpida y enloquecedora mezcla de placer y odio. Por suerte, no duro mucho y el lobo tardó apenas otro minuto en volver a correrse. No me lo tragué porque aquel semen era puto asqueroso, solo me llenó muchísimo la boca y se deslizó hasta gotear entre mis labios como la saliva y el líquido preseminal.
Entonces pude levantar la cabeza, frotarme la boca, jadear con fuerza y limpiarme los ojos antes de volver a escupir al suelo.
—¡Mierda, Roier! —rugí—. ¡Me estabas haciendo daño, pedazo de pelotudo!
Pero eso no lo detuvo. Gruñó como él gruñía cuando se enfadaba porque había interrumpido el sexo, se abalanzó para tomarme en brazos y me tiró sobre la cama, se puso de pie y tiró de mi culo para que me pusiera a cuatro patas antes de metérmela de golpe y apretarme con fuerza la cadera.
—¡Hijo de puta, lobo de mierda! —exclamé, pero empecé a jadear y apreté los dientes.
Roier no detuvo aquel ritmo enloquecido hasta correrse otras dos veces dentro de mí. A mí me goteaba semen de lobo, baba y líquido preseminal del mentón. El olor era una locura, el sexo era una locura, creo que me corrí dos veces, no estuve seguro. Fue un sexo increíble. Al terminar, perdí el aire cuando Roier se dejó caer sobre mí en la cama, me rodeó con sus brazos y jadeó en mi oreja. Nos quedamos así durante toda la inflamación, hasta que al fin pudimos movernos. Me costó un poco, la verdad, me sentía como en una nube y me faltaban las fuerzas. Tropecé un poco de camino al baño y tuve que agarrarme al marco de la puerta y respirar profundamente.
—Mierda… —se me escapó entre los labios mojados.
Mi reflejo… daba miedo. Parecía salido de una película porno de un boy-bang, con la cara sucia, los ojos enrojecidos e hinchados y el pelo completamente alborotado. Me lavé la cara y volví a respirar, hinchándome los pulmones. El lobo entró entonces en el baño con sus pasos pesados y se puso frente al váter para echar una ruidosa y larga meada. Me miró y me dijo:
—Roier hambre.
Asentí sin apartar la mirada de mi reflejo.
—Hay pollo frito en la cocina —respondí, pasándome una toalla por el rostro y tirándola a un lado antes de girarme de vuelta a la habitación.
Busqué un pantalón de pijama corto en el armario y me lo puse antes de buscar otro para el lobo y tirárselo cuando volvió del baño. Tome mi paquete de cigarrillos y me puse un cigarro en la boca, pero no lo encendí hasta poner un plato para Roier y los cubos delante. Apoyé la cadera en la encimera y fumé una calada, mirando como el lobo se sentaba en la silla alta y metía una mano en el primer cubo de pollo para casi devorarlo de una sentada, tirando el hueso sobre el plato. Eché la ceniza en el fregadero, que siseó un poco al mojarse, y me llevé una mano a los labios porque sentía un pelo en alguna parte. Era castaño y rizado y me lo limpié contra el pantalón antes de fumar otra calada y cruzarme de brazos.
—¿Qué rango tenés en la Manada, Roier? —le pregunté cuando terminó con el primer cubo de pollo frito y fue a por el segundo.
—Roier Primer Sub-Alfa de la Manada —respondió con gesto orgulloso y la boca llena de grasa y restos de pollo.
—¿Vos? —exclamé, y el cigarrillo casi se me calló de los labios—. ¿Sub- Alfa?
—Primer Sub-Alfa —me corrigió con cierto enfado, una mirada fija de sus ojos cafés y la boca llena de pollo.
Eso quería decir que Roier solo estaba por debajo del Alfa en su escala social y que, si algo le pasaba a ese lobo, sería el nuevo Alfa… Esa Manada debía ser bastante patética y ridícula, fue lo primero que pensé, lo segundo que pensé fue que había vendido esa camiseta por muy poco dinero. Los Sub-Alfas y Alfas eran los más raros, los más «poderosos» y en lo más alto de la Manada. Su Olor a Macho tenía una media de seiscientos dólares la prenda, y ni siquiera una que hubiera llevado ellos encima.
—Mierda… —murmuré, llevándome una mano al rostro para frotarme el puente de la nariz—. Qué cagada…
—Roier muy importante en Manada —insistió él, quizá malinterpretando mi reacción—. Solo Alfa por encima. Roier poderoso y respetado. Muy buen macho para Spreen.
—Sí, sí… —traté de calmarlo —. Sos un capo. —Como eso no pareció ser suficiente, me acerqué, rodeé la barra de la cocina y le acaricié la cara interna del brazo vendado antes de decirle al oído—. Muy buen macho para Spreen.
Eso lo calmó, asintió y siguió comiendo como el cerdo que era. Fumé una de las últimas caladas y solté el aire por la puerta de emergencia entreabierta, mirando el desolado y deprimente paisaje, cada vez menos oscuro a medida que la luz pálida y mortecina del amanecer se colaba entre las nubes del horizonte. Me estaba cogiendo a un Sub-Alfa en mi casa cada día, a seiscientos dólares la prenda sudada y manchada, eran unos… cuatro mil doscientos dólares en tan solo una semana. El puto Roier me iba a hacer de oro. Sonreí y fumé la última calada antes de tirar la colilla anaranjada al exterior y expulsar una columna de humo de entre los labios. Cerré la puerta y me giré, cruzándome de brazos y con la espalda apoyada en la pared. El lobo me miraba de vez en cuando sin dejar de llevarse alita tras alita a la boca, masticaba ruidosamente y sonriendo con los labios porque me veía feliz.
—Pollo muy bueno —me dijo—. A Roier le gusta mucho.
—Me alegro —asentí—. Compraré más, entonces.
Cuando se terminó los tres cubos enteros, bebió su segunda cerveza de medio litro y eructó bastante alto. Se levantó con su panza más redondeada de lo habitual y tuvo intención de irse al sofá, pero se detuvo, alargó la mano y tomo el trapo para limpiarse las manos grasientas y manchadas. Me miró en el proceso y le hice un gesto de aprobación con el pulgar; solo entonces se tiró en el sillón, puso uno de sus programas de reparaciones y se rascó la barriga distraídamente. Fui a la cocina para tirar la montaña de huesos de pollo que el lobo había dejado y las dos latas de cerveza a la basura. Pasé un paño para quitar la suciedad y fui a sentarme junto a él, acariciándole la cara interna del bíceps. Roier soltó un ronroneo, pero movió el brazo para rodearme los hombros y atraerme a él. No dije nada y me quedé allí apoyado, en esa postura tan estúpida e incómoda para mí, mientras el lobo me pasaba sus labios y cara grasientos de pollo frito por el pelo. Cuatro mil doscientos… Cuatro mil doscientos… Ese se convirtió en mi nuevo mantra.
Tras el programa de reparaciones y la mitad de uno sobre bricolaje, Roier empezó a dormirse y le agité la pierna para que se despertara. No necesité decirle nada, solo ponerme de pie y tomarle de la mano para ayudarlo a levantarse y que me siguiera a la habitación. Le abrí la cama y se tiró encima, haciéndola crujir una vez más, después me quité el pantalón y me metí a su lado. Fue Roier el que se puso de lado y me abrazó por la espalda, metiendo un brazo debajo de mi cabeza y pegándose mucho.
—¿Dónde trabaja Spreen? —me preguntó entonces.
—En una tienda.
—¿Dónde? —insistió.
Cuatro mil doscientos… Cuatro mil doscientos…
—En Velvet’s Bulevar, hace esquina con la calle veintisiete —le expliqué—. Se llama The Wong Xing’s Shop, pero todos la llaman «The Wondering Shop».
—Dentro de territorio. Bien —respondió él.
—Debe ser un territorio muy grande —murmuré.
Pude notar como el pecho de Roier se inflaba contra mi espalda y el leve movimiento de su cabeza hacia arriba en uno de sus ridículos gestos de orgullo.
—Manada poderosa. Territorio grande.
Solté un murmullo de fingida admiración y cerré los ojos, para que el lobo se durmiera deprisa le acaricié el brazo que tenía colocado bajo mi cabeza, llegando a darle incluso pequeños besos sobre la piel suave. Roier ronroneó un poco y tras un par de minutos empezó a roncar y a tener contracciones musculares en la pierna. Cuando me desperté, yo estaba cara al techo y el lobo me rodeaba con su brazo y su pierna, respirando profundamente cerca de mi oreja. Alargué una mano y le acaricié el muslo antes de volver la cabeza y besarle los labios. El lobo no tardó en despertarse también y, con él, su excitación al sentir, u oler, o lo que fuera que hacía que notara que yo estaba excitado. Se puso encima de mí, se bajó los pantalones, me abrió las piernas y empezó a cogerme exactamente como a mí me gustaba mientras jadeaba, gruñía y se corría numerosas veces. Durante la inflamación, se frotó el sudor contra mi cara y se volvió a quedar dormido como un oso encima de mí. Esperé un par de minutos a recuperar la calma y las energías, me froté la cara con la mano y le aparté para poder escapar de debajo. Roier soltó un gruñido de queja, pero enseguida volvió a roncar.
Fui al baño, me senté en el váter, solté lo que tenía que soltar y me lavé la cara. Había mucho que hacer aquella tarde. Salí del baño y me puse un pantalón y una camiseta limpia, me preparé el café, encendí un cigarro y miré el celular. Lo primero que hice, por supuesto, fue actualizar la información de mi hilo de venta de ropa. «Ah, por cierto, el lobo es Sub- Alfa de su Manada. Se me había olvidado decirlo. Estas dos prendas son las primeras y tienen mejor precio, pero las siguientes estarán en la media del precio. Espero que las disfruten». Que se vayan a la mierda los hijos de puta, a ver si tenían los huevos de ignorarme ahora y ponerse exquisitos. Después comprobé que el comprador me hubiera hecho el ingreso por PayPal y leí la dirección que me había dado por mensaje privado a la cuenta de usuario.
«Esta misma tarde te lo envío», respondí.
Oí a Roier levantándose, bostezar, ir al baño y vestirse entre gruñidos. Básicamente lo que hacía cada tarde, y como cada tarde se acercó a mí, me acarició la cabeza con el rostro y me dijo:
—Roier se va.
—Pásala bien.
Cuando se largó, me terminé el café y el cigarrillo, me puse la chaqueta militar, metí su nuevo pantalón usado en otra bolsa de envasar y me llevé la de la camiseta sucia que ya tenía guardada en el armario. Sentí un poco de rabia por haberla casi regalado por más de la mitad de su precio, pero había sido error mío por no haber preguntado antes al lobo su rango. Tampoco es que me hubiera imaginado jamás que fuera un puto Sub-Alfa. Fui a una oficina de correos, hice el envío; pasé por la farmacia y compré más pomada antinflamatoria y vendaje; fui a la tienda de segunda mano, compré la ropa de talla grande que tenían; la fui a lavar a una lavandería, abrí otro hilo anunciando los pantalones de chándal usados y volví a casa antes de salir corriendo a trabajar.
Después tuve que soportar los gritos del señor Xing y a un par de borrachos de media noche, revisé el foro por si había nuevos compradores y me enfadé. Al parecer, esos pelotudos no se creían que fuera un Sub-Alfa de verdad. «Estoy harto de los loberos que vienen aquí a decir tonterías y a fanfarronear de que se han rozado con un Sub- Alfa. En vez de ChicoOloroso deberías llamarte ChicoMentiroso». A lo que respondí: «Y yo estoy harto de los esnifadores que vienen acá a criticar y a pedirme explicaciones. A mí me coge un Sub-Alfa cada día (varias veces) y después duermo encima de él. Vos podes conformarte con olerle los pantalones por 600 dolares». Entonces dejé el celular a un lado, porque me conocía, y cómo se pusiera tonto, descubriría donde vivía ese hijo de puta de SibaritaLobuno y le quemaría el puto coche.
Me fui a reponer las barritas de chocolate y las golosinas, farfullando por lo bajo insultos y amenazas y retroalimentando mi propio enfado. Ya tenía más de una docena de respuestas que darle a ese maldito cuando, de pronto, la puerta se abrió con un «pii-poo» y un olor muy familiar llegó a mí. Levanté la cabeza al instante y vi a Roier, con una camiseta blanca ajustada y un pantalón jeans con cinturón de hebilla plateada. Se había cortado el pelo, dejándolo degradado por los lados y largo por encima, al igual que se había afeitado por completo su barba. El hijo de puta estaba terriblemente sexy. Había pasado de lobo indigente a lobo mafioso que te cogía hasta el amanecer y al que te daba mucho miedo enfadar. Echó una rápida mirada al local con sus ojos cafés y ambar hasta que me encontró detrás del estante. Olfateó un poco el aire y debió oler lo excitado que me había puesto al verlo, porque soltó un gruñido y se acercó con la entrepierna de los pantalones ya bastante abultada.
—A la trastienda —ordené con tono serio.
En ese momento no me preocupó el hecho de que el lobo me hubiera seguido hasta allí, ni el hecho de que ahora visitara mi casa y mi trabajo; en aquel momento solo quería desabrocharle el pantalón y que me cogiera sobre el escritorio del despacho del señor Xing.
Si hubiera prestado más atención a las señales, quizá a esas alturas ya hubiera sospechado lo que estaba ocurriendo en realidad. Si hubiera leído más el foro y me hubiera preocupado por entender mejor a los lobos, a esas alturas ya sabría que lo que hacía Roier conmigo no era muy corriente y que iba a traerme muchos problemas. Porque todas las señales estaban ahí y el lobo no era nada sutil en sus intenciones. Él me estaba “Cuidando”.
A veces me pregunto qué hubiera pasado si lo hubiera sabido y hubiera podido huir antes de que fuera demasiado tarde, quizá mi vida fuera ahora muy diferente.
Chapter 12: EL OLOR A MACHO: FEROMONAS DE COGEDOR
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—¡Sí, mierda! —grité—. ¡No pares! ¡Oh, mierda… mas fuerte…!
Roier movía la cadera sin parar, clavándome su verga gorda y empapada hasta el fondo, inundando mi ano y produciendo un sonido chapoteante tras cada impacto. Yo tenía los pantalones por los tobillos, las manos contra el escritorio y una sonrisa malvada en los labios. El lobo se corrió con un fuerte gruñido y quitó las manos con las que agarraba la cadera para tirarme del pelo y rodearme el cuello con su enorme bíceps como si tuviera intención de ahogarme entre sus músculos. Se corrió una segunda vez, me mordió el cuello donde pudo y se inclinó, llevándome con él y pegándome la cara contra el escritorio hasta correrse una tercera vez y llenarme de aquel semen denso y caliente. Tras las contracciones y la inflamación, nos quedamos así. No era la postura más cómoda del mundo, pero mi sueño de garchar en el despacho del maldito de mi jefe, Wang Xing, se había hecho realidad. No solo eso, sino que además había sido con un puto lobo, a los cuales el racista propietario chino despreciaba con toda su alma. Ah… las dulces ironías de la vida…
—Carajo… —jadeé mientras Roier me lamía las heridas que me había hecho en el cuello al morderme. Se le desinfló la verga y pudimos incorporarnos. Me estiré un poco, me levanté los pantalones y los abroché mirando al lobo atarse de nuevo el cinturón—. Estás muy guapo con el pelo corto, Roier —murmuré.
El lobo levantó su mirada de densas pestañas y sonrió un poco.
—Manada cortó el pelo esta noche. Mañana abrir de nuevo Luna Llena —respondió.
Solté un murmullo de comprensión y asentí antes de caminar hacia la puerta.
—Querés estar guapos para los humanos, ¿eh?
—Lobos solteros gustar mucho Luna Llena —respondió, siguiéndome de cerca por el pasillo rodeado de cajas de vuelta a la tienda.
—Me imagino…
Al oír aquello tuve una punzada de preocupación en el fondo de la mente. No porque Roier fuera al club y se cogiera a otro humano, después de todo, los lobos solían tener muchos loberos a los que visitaban para satisfacerse. No, lo que me preocupaba era que me sustituyera con otro y dejara de venir a mi casa a sudar las camisetas y pantalones. Además ahora, que había comprado tanta puta ropa XL para él.
—¿Y por qué mierda viniste a la tienda? —quise saber, tomando la dirección de la pared de refrigeradores y deteniéndome frente a la sección de comida precocinada.
—Tienda no huele a otros machos. Bien —me dijo, pegado a mi espalda.
—Bien —murmuré tras un breve silencio y una mirada por el borde de los ojos—. ¿Qué queres cenar? —le pregunté entonces, señalándole las docenas de marcas y platos que había allí—. ¿Comes pescado?
—A Roier le gusta solo la carne.
—¿Solo carne? —Miré la selección. Había muchas cosas con carne, pero la mayoría tenían también verdura y las demás ya se las había llevado.
—Y huevos —añadió—. Y leche.
—Hay huevos y leche —respondí, caminando hacia el final del pasillo para ir a la sección de lácteos—. ¿Alguna marca en especial?
—A Roier le gustan todas. Le gusta tomar mucha al despertarse.
—Muy bien, pues nos llevamos un par de litros —decidí, inclinándome para agarrar un par de botellas de la marca más económica. Con ellas entre las manos, salí en dirección a donde estaban los huevos y tome dos docenas—. Hay queso y pavo en casa, te haré una tortilla enorme.
El lobo gruñó de una forma afirmativa, como si la idea le gustara, y me siguió hacia la mesa donde estaba la caja. Pasé todo por el lector junto con un paquete de cigarrillos, metí la mano en el bolsillo y pagué con unos billetes arrugados y las pocas monedas que encontré.
—¿Trajiste el Jeep? —le pregunté. Cuando asintió con la cabeza, le entregué la bolsa con todo y le dije—: Anda a esperarme allá media hora, terminará mi turno y vendrá la señora Xing. Si ve a un lobo acá dentro le dará un ataque a su oscuro y seco corazón.
—Este territorio de Manada —respondió él con su pecho hinchado y su cabeza levantada—. Roier puede estar donde quiera cuanto quiera.
—Roier va a esperar en el puto coche o Spreen se va a enojar —repetí, pero de una forma más clara y contundente, ahorrándome explicaciones que no necesitaba.
El lobo gruñó con enfado, pero le duró poco cuando puse mi cara seria y mi mirada cortante; entonces se llevó la bolsa y siguió gruñendo por lo bajo de camino al coche. Me dejé caer en la silla de oficina carcomida que tenían al lado del mostrador, sintiendo cierta incomodidad al notar el culo mojado y viscoso del sexo. Solté una queja por lo bajo y levanté las piernas para cruzar los tobillos sobre la mesa antes de sacar el celular. Ya siempre tenía una pestaña con el foro abierto, salí del subforo de Compra y Venta para entrar en el de los trastornados omegas. Me sonaba haber visto varios hilos sobre el tema y… sí, había innumerables de ellos de mujeres y hombres que andaban a lloriquear porque sus lobos se cogían a todo lo que se moviera. Me decidí por «¡Mi lobo está visitando a otras mujeres! ¿¿Qué hago??», solo porque era de los primeros y con más respuestas. Allí, una usuaria llamada ΩXtelaΩ, respondió: «Los Hombres Lobo son una raza con mucha libido, incluso fuera del Celo, y hasta que no encuentran a su Omega o desarrollan una relación más fuerte como el VC (Vínculo Completo) o el marcaje; suelen frecuentar la compañía de varias parejas sexuales. Siempre depende del lobo, por supuesto, pero, por desgracia para nosotros/as, eso suele ser lo más común. No desesperes. Si le sigues cuidando y alimentando, seguirá yendo también a tu casa y tendrás la oportunidad de convencerle para que te elija».
Me pasé la lengua por los dientes y guardé el celular antes de cruzarme de brazos. Roier tenía que seguir viniendo a casa sí o sí; al menos, durante una semana más. Porque ponerle dos pares de ropa durante la misma noche iba a ser un poco estúpido. No olerían tan fuerte y puede que los putos esnifadores se quejaran… Le daba muchas vueltas a aquello cuando llegó la señora Xing. Bajé los pies de la mesa al instante y me levanté al ver su apretado moño por encima de la caja registradora. Ella se detuvo, arrugó su pequeña nariz y puso cara de asco, oliendo el leve aroma que había dejado Roier en el aire. La saludé como si yo no oliera nada y ella me ignoró por completo para ir a revisar el dinero y decirme algo similar a «Na, Nah» con un gesto de la mano para que me fuera. Fui al pasillo, tome mi chaqueta y salí a la calle. En la acera de enfrente vi el Jeep de Roier bajo una farola.
El lobo estaba dentro, mirando al frente y, juraría, todavía gruñendo con enfado.
Subí y lo miré con tranquilidad. El coche apestaba tanto a él como el edredón de casa, un olor a sudor denso, caliente y fuerte que te entraba por las fosas nasales y te aturdía. El lobo no dijo nada, solo se descruzó de brazos y encendió el motor para salir en dirección a casa. Cuando llegamos al portón, todavía estaba un poco enfadado, siguiéndome muy cerca y con la bolsa en la mano. Entramos en casa, menos apestosa que el coche, aunque cada día se le iba acercando más y más; dejé las llaves en el taburete verde, me quité la chaqueta y la llevé a la habitación. Saqué solo mi paquete casi vacío y arrugado y el zippo.
—¿Paso algo, Roier? —le pregunté con el cigarro en los labios.
Me había seguido a la habitación, bolsa incluida, y me miraba por el borde de los ojos con expresión seria. Gruñó de nuevo, un sonido grave de perro enfadado que provenía de lo profundo de su garganta. Me acerqué a él, alcé una mano y le empujé suavemente el rostro hacia un lado, lo que solo sirvió para que gruñera más fuerte.
—¿Qué te dije de hacer eso? —le pregunté de nuevo, haciendo bailar de arriba abajo el cigarro entre mis labios—. Si tenes algún puto problema, me lo decís.
—Roier macho de Manada —respondió con su voz grave y un poco entre dientes.
—Sí. Roier macho de Manada, pero en mi trabajo y en mi casa mando yo —le aclaré, quitándome el cigarrillo entre el dedo índice y pulgar antes de presionar su abultado y duro pecho—. Yo no te digo lo que tenes que hacer en tu trabajo ni por qué venis con cortes de navaja y moretones, ¿verdad? — Roier dejó de gruñir y apretar los dientes, levantó la cabeza para mirarme por el borde inferior de los ojos con orgullo y bufó por la nariz—. Ahora quítate la camiseta y sentate —ordené con tono serio.
No esperé a que obedeciera, fui al baño y agarre el botiquín para hacerle las curas. El lobo estaba sin camisa y sentado, con la mirada al frente y callado. Me puse a su lado y revisé las heridas, bastante curadas y limpias. Le quité la venda sucia del corte más profundo, le eché pomada antiséptica y volví a vendarlo antes de abrir la nueva pomada y pasársela por el gran moretón del costado y el del rostro, ya más amarillento que morado. Al terminar recogí todo, lo llevé de vuelta y regresé a la habitación para sacar una camiseta y un pantalón corto de la bolsa de la lavandería.
—Ponte esto —le dije, tirando la ropa a su lado y agarrando la bolsa de la tienda—. Voy a hacer la tortilla.
Me encendí el cigarrillo de camino a la cocina, solté una buena bocanada de humo y ladeé el rostro, haciendo un esfuerzo por controlarme. Si el hijo de puta tenía tres o cuatro amantes más, no entendía por qué venía a romperme los huevos con sus boludeces. Seguro que esos loberos solo tenían que preocuparse de tener listo el culo y abrir bien las piernas. Seguí farfullando para mí mismo, haciendo malabares entre la sartén, los huevos, la puerta de la nevera y el cigarro. Me detuve a frotarme la frente, calculando cuanto podría Roier comer; al final eché la docena entera y la batí con fuerza antes de volcarla a la sartén caliente. El lobo llegó mientras el huevo revuelto siseaba y se sellaba en contacto con la plancha ardiendo, se sentó en su silla al otro lado de la barra y me miró fijamente. Cuando empezó a oler bien, se oyeron sus tripas rugiendo. Dejé la tortilla haciéndose, fui a la nevera y saqué una cerveza de medio litro que puse delante del lobo y otra para mí, que me abrí de camino a la puerta de emergencia antes de arrojar la colilla del cigarrillo.
A la vuelta, añadí las lonchas de queso y pavo, moví la enorme tortilla para doblarla a la mitad y que se hiciera como si fuera un sándwich. Un par de minutos después estaba listo. Saqué la sartén del fuego, tome un plato lo suficiente grande de la alacena, volqué la tortilla y se la serví al lobo junto con un tenedor.
—Quema —le advertí mientras me sentaba y le daba un par de tragos a la cerveza.
Las tripas de Roier volvieron a rugir, cortó un trozo de tortilla con el tenedor y lo sopló antes de tragárselo. Lo masticó con la boca abierta, aspirando aire porque, como le había dicho, quemaba, pero soltó un gruñido de placer y fue a por más. Se la terminó bastante deprisa, y eso que era del tamaño de la mitad de una pizza familiar. Temí que no fuera suficiente, pero bebió su cerveza, eructó y se quedó con ojos adormilados; señal de que estaba lleno. Tome otro cigarrillo y lo encendí de camino a la puerta, apoyándome de espaldas a la pared y mirando cómo el lobo se limpiaba los labios con el trapo, se levantaba e iba al sofá para ver la tele mientras se rascaba los huevos. Quizá añadiría eso al siguiente anuncio de venta:
«Pantalones sudados, con buena rascada de huevos y restos de meada». Sonaba tan asqueroso que seguro que los esnifadores se peleaban por conseguirlos.
Me terminé el cigarro y fui a su lado para sentarme, apoyar el brazo en el respaldo a un lado de su cabeza y acariciarle el pelo corto. El lobo ronroneó y me miró por el borde de los ojos. Entonces se inclinó, dejándose caer un poco sobre mí para apoyar la cabeza en mi hombro, seguir mirando la tele y ronronear por lo bajo. Cuando terminó el programa de bricolaje, le desperté suavemente y tiré de él para levantarle y llevarle a la cama. Ya estaba a punto de amanecer y por los cristales empañados de suciedad entraba una luz pálida y mortecina. Así que después de abrirle el edredón, cerré las cortinas de tela gruesa que me había hecho yo mismo con sábanas viejas y la habitación quedó más oscurecida que el resto del loft. Cuando me tumbé al lado de Roier, hizo un ruido que no reconocí y me miró con sus ojos cafés y ambar. No se me ocurrió nada más que pegarme a él, rodearle con el brazo y la pierna y acariciarle la barriga; eso pareció funcionar porque enseguida se quedó dormido con una suave sonrisa en los labios.
Me desperté siete horas después como siempre me despertaba últimamente: terriblemente excitado. Busqué al lobo y el lobo cumplió con su deber como macho de la Manada, dejándome jadeante y bastante satisfecho tras correrse tres veces. Durante la inflamación, me frotó el rostro con el suyo para pegarme su sudor y se quedó jadeando cerca de mi oreja. Cuando pudimos movernos, le empujé un poco para ir al baño y volví mojado de la ducha.
—¿Queres la leche caliente o de la nevera? —le pregunté mientras me dirigía al armario.
—Caliente, ahora hace frío fuera.
Asentí, me puse un pantalón de chándal azul marino con una raya lateral blanca y una camiseta de algún festival de música que ni siquiera conocía. Con cigarrillo en boca, llené un vaso de seiscientos mililitros hasta arriba de leche y lo metí en el microondas dos minutos. Se suponía que era para té helado o alguna boludes así, pero yo lo usaba para hacerme cubatas con hielo y, ahora, para la leche de Roier.
Puse la máquina de café a funcionar, le di el golpe y llené una taza normal para mí. El lobo bostezó a lo lejos, se fue al baño, meo durante casi un minuto entero y salió para cambiarse de ropa antes de caminar pesadamente hacia la cocina. Ya le había dejado el vaso en la mesa mientras fumaba y bebía café al lado de la puerta, él se lo bebió de un solo trago y sin respirar, manchándose la cara de blanco. Se relamió como un niño pequeño, uso el trapo para limpiarse y se acercó a mí para acariciarme el rostro.
—Roier se va.
—Pásala bien.
Asintió y se fue hasta desparecer por la puerta. Dejé el cigarrillo a medio fumar sobre el borde de la mesa y fui a guardar la ropa usada en bolsas de envasado antes de ponerlas junto a las demás. Agarre el celular en mi chaqueta militar y fui directo al foro. Tenía una notificación de mensaje privado y lo abrí, era el esnifador que me había comprado la camiseta diciéndome que la había recibido y que en breves le haría «una reseña». No quise ni saber qué mierda era eso. Fui al foro de Compra y Venta y vi que mis dos hilos estaban repletos de nuevos mensajes. Fruncí el ceño y los leí por encima. Entonces comprendí lo de la «reseña». Al esnifador que me había comprado la camisa se le había puesto tan dura al olerla que había comentado: «10/10 MARAVILLOSO. ¡Un Olor a Macho excepcional! Muy fuerte y potente, cargado de feromonas sexuales e increíblemente intenso. Sin duda, un SubAlfa de la Manada muy fogoso y excitado», y después un link a un blog donde aquel puto enfermo había colgado un texto de casi diez párrafos sobre la camiseta, con fotos y todo tipo de descripciones sobre su Olor a Macho, poniendo mi nombre de usuario del foro al principio para que todos supieran dónde la había conseguido.
Los demás comentarios en el hilo eran esnifadores muy interesados de pronto en pagarme el precio que pidiera y en hacer «peticiones especiales», sobre si podía conseguir que se pusiera un tipo de ropa especial, calzoncillos, jockstrap o interesados en una prenda que hubiera usado durante el sexo y que estuviera manchada de «sus fluidos». Mi cara de asco mientras leía era perpetua. Fumé una última calada y tiré la colilla a la calle. No quise responder a nadie, solo vendí al mejor postor los dos pantalones que ya tenía y colgué un nuevo anuncio con la camiseta y el pantalón de aquella noche, añadiendo una descripción más específica sobre que había dormido con ellos puesto, que había cogido con ellos puesto y que había meado con ellos puesto y sin ropa interior. Antes de salir de casa ya tenía comprador para ambas prendas. En total aquella tarde gané mil ochocientos dólares… más de lo que cobraba trabajando en The Wondering Shop durante dos meses. Daba miedo.
Hice los nuevos envíos, sacándome de encima todas las bolsas envasadas con ropa sucia y me pasé por algunos sitios para celebrar mi nueva y jugosa cuenta bancaria. Me compré un par de cosas a las que le tenía ganas, ropa deportiva de marca que me quedaba como un puto guante, una sudadera muy copada con capucha, otra sin mangas tamaño XL y unas zapatillas de trescientos dólares. Después pasé por una tienda de comida para llevar y pedí cinco costillares de churrasco. Sabía que la Manada iba a reabrir el club Luna Llena esta noche y que probablemente Roier se fuera con un lobero y no viniera a casa, pero lo compré por si acaso; de todas formas, las costillas aguantaban bien y podría comérmelas yo solo a los pocos días. La mujer que me cobró trató de bromear conmigo, pero enseguida la detuvo mi cara seria de pocos amigos. Me lo llevé todo a casa antes de salir corriendo hacia el trabajo al que, como siempre, llegué tarde.
Estaba de buen humor y ni siquiera los insultos en mandarín del señor Xing pudieron conmigo. Agarre un Red Bull, salí a la calle húmeda y fresca de primavera y me fumé un cigarro mientras enviaba mensajes privados a los esnifadores diciéndoles que ya les había enviado la ropa, cerré todos los hilos para que no siguieran escribiendo pelotudeces y, solo por aburrimiento, me puse a leer algunos de los nuevos hilos de los omegas. Me interesaban mucho los que ponían cosas como «Mi lobo me ha dejado T.T», «Creo que mi lobo no me quiere» o «Mi lobo no me trata bien».
Leer las miserias de esa gente me hacía sentir muy feliz conmigo mismo y me reía bastante cuando se consolaban unos a otros y se daban ánimos para seguir adelante. Yo había pasado por una adicción y sabía lo que era, y sabía reconocer cuando alguien la tenía, y esa gente era puto adicta a los lobos. Necesitaban a uno cerca y no solo a un nivel físico, sino emocional y psicológico; pero los lobos eran una raza muy jodida y egoísta. Algunos de aquellos omegas se creían que iban a poder cambiar a su lobo, a hacerlo más «manso» o incluso romántico. Querían que los invitaran a cenar y vivir una historia de cuento de hadas; no que llegaran a su casa cuando les saliera del culo, les garchaban, les vaciaran la nevera y se fuera a echar al sofá para rascarse los huevos. Cómo me reía cuando leía esas cosas, porque Roier hacía lo mismo y, visto desde fuera, tenía su gracia.
Después entré en un hilo fijado que se llamaba «Marcada por mi Lobo» y donde los omegas compartían fotos, FOTOS, de ellos y los arañazos o cardenales que les habían dejado los lobos al coger. Sentía una mezcla de sorpresa, risa y aversión, pero no podía dejar de seguir mirando a esas personas sonrientes que posaban con sus putas heriditas y marcas como si fueran medallas o trofeos de los que sentirse muy orgullosos. Yo tenía de eso, y mucho peor, por todo el cuello y los hombros y no me sacaba una puta foto para enseñarlo porque sabía que era ridículo y humillante. Pero, con la tontería, me pasé una hora y algo leyendo esas boludeces, mirando las fotos y riéndome a carcajadas cuando veía comentarios como: «Me ha mordido un poquito esta noche…» o «¡Hoy me ha apretado el cuello más fuerte!»
Solo lo dejé porque la puerta de la tienda se abrió y un olor que reconocí al instante inundó la entrada. Levanté la cabeza como si estuviera activada por un resorte y vi a Roier, con una camiseta negra y su chándal apretado, caminando hacia mí. Tras la sorpresa inicial, fruncí el ceño y miré sus ojos cafés y ambarinos en las alturas.
—¿Paso algo? —le pregunté, creyendo que habría una buena razón por la que el lobo hubiera tenido que venir a la tienda de nuevo.
—Roier quiere llaves de casa —respondió. Tardé un momento en responder:
—¿Cómo dices?
—Roier quiere llaves de casa. Ha traído cosas y quiere dejarlas allí.
—¿Qué cosas? —pregunté, bajando los pies de la mesa e inclinándome hacia delante con la cabeza un poco ladeada. No me estaba gustando nada lo que estaba oyendo.
—Ropa, mejor tele… cosas de Roier —concluyó, alargando su mano para que le diera las llaves.
Tomé una buena bocanada de aire y me recosté. Cosas de Roier… Chisqué la lengua y moví la silla de lado a lado mientras miraba fijamente al lobo. Al final me levanté y, con una mueca exasperada, fui a por las llaves en mi chaqueta. Quería tener al lobo y a su Olor a Macho muy cerca y muy felices, porque gracias a ellos me había comprado ropa cara por primera vez en mi vida. La incomodidad de tener que ceder parte de mi intimidad y mi espacio personal era solo el precio a pagar para seguir vendiendo sus feromonas a los depravados esnifadores. Volví junto a él y dejé colgando las llaves sobre la mano, pero no las solté al momento.
—Como me hagas un desastre, te juro que quemo tu puto Jeep. Así que más te vale que me regreses las llaves. ¿Roier entiende?
El lobo asintió y dejé caer las llaves en su palma de la mano. Sonó solo un «click» del metal al chocar, pero en realidad fue un mazazo en la mesa de un tribunal. Una nueva Ley había sido fijada y un nuevo orden había sido establecido. Yo no lo sabía, como muchas otras cosas que pasaban entre nosotros; pero Roier se estaba mudando a mi casa y, una vez que un lobo conseguía una Guarida, no la abandonaba jamás.
Chapter 13: LA GUARIDA: COMPAÑEROS DE PISO
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Estuve algo ansioso y preocupado durante el resto de la noche, saliendo a fumar varias veces y dando cortos paseos de un lugar a otro como un maniático. Busqué en el foro algún hilo que dijera algo como: «Mi lobo me pidio las llaves de casa porque quiere llevar algunas cosas. ¿¿Qué mierda significa eso??», pero no encontré nada. Estuve a punto de abrir uno yo mismo, pero no quería manchar mi buen nombre como vendedor de pantalones usados y que me confundieran con un lobero cualquiera; eso sería malo para el negocio. Así que tuve que aguantarme y esperar a que llegara la señora Xing, contara el dinero de la caja y pudiera marcharme a paso rápido y fumando como una chimenea.
Antes de llegar al final de la calle, sonó una bocina y giré el rostro, encontrándome con el Jeep negro de Roier en la otra acera. Me dirigí hacia allí con cara seria y tiré el cigarrillo a medio fumar antes de subir. El Olor a Macho me llenó las fosas nasales y, por desgracia, me excitó bastante. Tuve que luchar contra mí mismo para mantener el carácter y no dejarme llevar. Pero el lobo me miró con sus ojos cafés en la penumbra, percibiendo al instante mi excitación y respondiendo igual de rápido con su pija dura bajo el pantalón. Gruñó por lo bajo, un ronroneo más profundo y rápido del que emitía cuando le acariciaba. Se inclinó hacia mí y me frotó el rostro mientras seguía gruñendo de esa forma. Al estar más cerca, más fuerte era la peste a Roier y más excitado me ponía. Apreté los dientes con verdadero enfado en una mezcla de ira y excitación. Con un «La concha de tu puta madre» dicho entre dientes, le metí la mano dentro del pantalón para empaparme la mano y le besé con fuerza en los labios.
Después de un sexo violento, repleto de arañazos, insultos, gruñidos, jadeos, mordiscos y moretones en el cuello y la cadera, al fin me sentí saciado y profundamente relajado tras una noche de nervios y tensión. Roier me lamía las pequeñas heridas de sus colmillos, encima de mí y aplastándome un poco contra el asiento trasero. Cuando terminó, me frotó su cara sudada y ronroneó por lo bajo. Yo quería enfadarme, pero solo podía mirar el techo del todoterreno y respirar lentamente mientras sentía la inflamación dentro de mí. Al terminar, todavía nos quedamos un buen minuto así hasta que me froté el rostro y le empujé para que saliera de encima.
—Quítate, carajo… —murmuré, tratando de recuperar mi enfado inicial. Me senté en el asiento y me pasé las manos por el pelo. Tenía el culo empapado, los pantalones por las rodillas y a un lobo apestoso que no dejaba de frotarse lentamente contra mí y abrazarme. Volví a apartarle con un murmullo de queja y le dije—: Vámonos a casa.
Salir y respirar el aire puro de la noche me ayudó a enfriar las ideas, eso y que me acababan de coger muy lindo en ese Jeep y me sentía como flotando en una jodida nube. Abrí la puerta del copiloto, salté un poco para subir al asiento y cerré la puerta de un golpe seco antes de pulsar la palanca para bajar la ventanilla al máximo. Me busqué un cigarro y el zippo y lo encendí, echando el humo por la ventanilla antes de sacar el brazo por fuera para no ahumar el coche.
—¿No se suponía que esta noche abría el Luna Llena y la Manada iba a estar allá? —le pregunté al lobo mientras arrancaba el coche.
—La Manada está allí —respondió sin apartar la vista de la carretera—. Muchos humanos. A los humanos les gusta el club.
Lo que les gustaba a los humanos que iban allí era comerle la verga a un lobo y que se los cogieran muy duro en el callejón; pero ese no era el tema que quería discutir en aquel momento.
—¿Y por qué no estás con la Manada?
—Roier tenía que llevar cosas a guarida y ver a Spreen.
—¿Guarida? —pregunté en voz más alta
—Guarida de Roier —asintió él con calma.
Entreabrí los labios, pero miré al frente y fumé una buena calada antes de sacar la mano y golpear los dedos de forma nerviosa contra la chapa negra de la puerta. Me sonaba vagamente haber leído algo en el Foro sobre las Guaridas de los lobos, pero había tantas tonterias allí que era imposible acordarse de todo. Así que esperaría a llegar a casa y decidiría cómo de grave era la situación.
Cuando aparcó, salí disparado del Jeep hacia el portón, extendiendo mi mano en alto para que me diera las llaves, que el lobo me entregó con tranquilidad. Abrí la puerta pintarrajeada y subí a paso rápido por las escaleras, haciendo retumbar las tablas de madera vieja y la asquerosa moqueta. Roier me seguía muy de cerca, como siempre hacía, antes de pegarse a mi espalda mientras abría las dos cerraduras de la puerta del loft. Lo primero que sentí al entrar fue que el Olor a Macho era más intenso de lo normal, más pesado y denso en el aire. Dejé las llaves en el taburete y di un par de pasos hacia el centro. Mi casa… ¡estaba llena de mierdas!
Antes de llegar al apartado de la habitación había una alfombra en el suelo de felpa negro y gris, había otra entre las columnas de hierro rojo y ahora las paredes de ladrillo entre los ventanales tenían plantas en macetas; ficus, unas especies de pequeñas palmeras e incluso macetitas en las repisas de las ventanas. En la esquina del salón, había una enorme televisión de plasma, con equipo de música incluido, que ocupaba demasiado espacio sobre, por supuesto, otra puta alfombra.
—Pero… ¿qué carajo… es esto? —jadeé.
—A Roier le gusta la tele. Buena tele —respondió a mis espaldas, como si creyera que hablaba en concreto de la televisión y no de todas las boludeces que había traído a mi casa sin ningún tipo de sentido ni razón.
Me quedé un momento más allí plantado, hasta que di un par de pasos hacia la habitación. Por supuesto, allí solo había más de sus mierdas. En la cama ahora había bastantes más almohadas, una manta vieja, sucia y grande, otra jodida alfombra de camino al baño, tres maletas abiertas y repletas de ropa enrollada y desordenada y un ventilador de aspas en la esquina. Tomé varias bocanadas de aire, me llevé una mano un poco temblorosa a los labios y los froté de forma pensativa y controlada. Esto. No. Era. Bueno.
—No hay sitio en armario para Roier —me dijo el lobo a mis espaldas —. Spreen hacer sitio.
Me pasé la lengua por los dientes y contuve mi primera reacción, que fue gritarle y echarle a patadas de mi piso antes de tirar todas sus putas mierdas por la puerta de emergencia.
—Hay costillas en el horno —murmuré en voz baja y controlada—. Anda a comer.
Las tripas del lobo rugieron al oír hablar de comida y se alejó al instante en dirección a la cocina, dejándome al fin solo y tranquilo. Saqué el celular y me senté en la cama, sobre aquella nueva manta que apestaba, literalmente, APESTABA a Roier.
Apoyé los codos en las piernas y me incliné hacia delante, moviendo a prisa la mirada por la pantalla. Fui al subforo de «Prácticas de Cortejo y Desarrollo de Vínculos», donde normalmente se movían los omegas en busca de información y consejos cuando no estaban llorando y quejándose en su subforo particular. Allí los hilos eran más serios, si se podía llamar serio a algo de lo que había en aquel foro; los usuarios solían poner links a páginas, noticias e incluso estudios sobre los lobos. No tardé demasiado en encontrar un hilo donde ponía: «GUARIDA: un Hombre Lobo como compañero de piso», seguí el enlace a un reportaje de una revista de divulgación y empecé a leer deprisa.
Los lobos jóvenes y solteros vivían en lo que llamaban «Comunas de Manada», un espacio amplio con varias habitaciones individuales donde iban a dormir y se relacionaban. Básicamente, una residencia universitaria para lobos. Después, cuando encontraban un lugar cómodo y a un humano con el que hubieran desarrollado un vínculo, podían irse a vivir a su casa, convirtiendo ese lugar en su Guarida. El nombre lo decía todo. Los lobos se mudaban, trayendo con ellos objetos de valor, su ropa y todo aquello que estuviera muy impregnado con su Olor a Macho. Entonces se volvían muy territoriales y no permitían que nadie ajeno a ellos y su humano entrara en la casa. Había que olvidarse de invitar a amigos y familia, ya que el lobo se pondría muy violento y podría llegar a herirlos seriamente. Yo no tenía ninguna de esas dos cosas, así que bien. Además de eso, los lobos no participaban en los gastos, ni alquiler, ni agua, ni comida; siendo responsabilidad del humano ocuparse de todos ellos. Había excepciones según el tipo de vínculo que compartieran, pero, por lo general, el único intercambio solía ser plenamente sexual.
Aparté la mirada del celular y la clavé en Roier, a lo lejos, sentado en su silla frente a la barra de la cocina, devorando como un cerdo el segundo costillar y llenándose la cara de grasa mientras se chupaba los dedos. El muy hijo de puta se había mudado a mi casa… Sin preguntarme nada. Solo había tomado sus cosas y las había traído acá para que yo le mantuviera la barriga llena y la pija vacía. Me enfadé, me enfadé muchísimo. Y estuve a punto de tomar una de esas maletas llenas de ropa, abrir la ventana y tirarla a la calle; sin embargo, tomé un par de respiraciones y apreté los dientes. No era mi intención que Roier se creyera el dueño de mi puta casa, PERO, tenerlo allí, sudando e impregnando todo a su paso, era como vivir en una mina de oro. Aunque tuviera otros loberos chupandole la pija por ahí, solo había una Guarida, mi Guarida.
Los pros y contras de aquel intercambio eran mucho más complejos, y yo no era un hombre al que le gustara compartir piso ni soportar las mierdas de nadie; pero si lo enfocaba como un trabajo a tiempo completo, había que reconocer que era muy, muy rentable. En solo una noche, con un pantalón y una camiseta, podía ganar entre mil y mil trescientos dólares, incluso más si estaban sucios con meada o semen de lobo. Diez mil a la semana. Cuarenta mil al mes… Incluso con los gastos en comida y ropa, era un negocio increíblemente rentable. Sentí un escalofrío y metí la mano en la chaqueta, me saqué un cigarro y el zippo y fui hacia el otro lado del piso para abrir la puerta de emergencias. Roier me vio pasar con una mirada fija mientras masticaba y roía los huesos de costilla.
—¿Te gusta? —le pregunté, echando una voluta de humo al exterior. Hacía un viento húmedo y pronto volvería a llover. El lobo asintió con la cabeza y yo asentí varias veces en respuesta—. La próxima vez, cámbiate de ropa antes, no quiero que te manches esa —continué—. Te dejaré algo que ponerte cada día para que estés cómodo. Vos no usas calzoncillos, ¿verdad?
—A Roier le gusta estar cómodo —respondió con la boca llena.
—A mí también —coincidí—, pero empezará a hacer calor y quizá te compre un par de bóxers, quizá slips, y te los pones para dormir.
El lobo soltó un gruñido, como si la idea no le gustara.
—Roier prefiere dormir desnudo contra Spreen. Más olor a Roier y más fácil para coger.
Dejé caer la cabeza contra la pared, mirándolo casi por el borde inferior de los ojos mientras fumaba una calada y la soltaba lentamente, perdiéndole un momento de vista tras el humo gris.
—Harás lo que yo te diga y punto —concluí.
Evidentemente, el lobo gruñó y yo me puse serio, levantando la cabeza con el cigarro en los labios.
—¿Roier quiere que Spreen le deje de hacer mamadas? —pregunté, lo que cortó en seco aquel sonido ronco de garganta—. Eso me parecía… — murmuré, dándome la vuelta hacia la puerta.
Puede que el lobo se hubiera mudado a mi casa sin permiso, trayéndose sus estúpidas alfombras, sus plantas y su televisión de plasma; pero el que mandaba allí seguía siendo yo, y eso no iba a cambiar pasara lo que pasara.
Terminé el cigarrillo y tiré la colilla hacia la lluvia fina que había comenzado a caer en mitad de la oscuridad. Cerré la puerta y fui a la habitación para quitarme la chaqueta militar y ponerme cómodo. Saqué la ropa de segunda mano del lobo y la lancé sobre la cama para que se la pusiera antes de dormir. Después fui hacia el salón y me recosté en el sofá donde el lobo ya se estaba rascando la barriga y mirando uno de sus programas de bricolaje. La televisión era estúpidamente grande y se oía estúpidamente bien.
—¿Dónde poronga dejaste mi televisión vieja? —le pregunté.
—Roier tirar a la basura —respondió con una mirada por el borde de los ojos y un tono ligeramente más suave, consciente de que quizá aquello me enfadaba. Y tenía razón.
—Dejemos algo claro, Roier. Como vuelvas a tocar mis cosas, vos y yo vamos a terminar muy, muy mal —le aseguré.
Creí que se iba a poner a gruñir otra vez, pero el lobo apartó la mirada y agachó un poco la cabeza. Era casi gracioso ver a un hombre con un atractivo tan grande e intimidante hacer algo así, como si aceptara la realidad y se sometiera silenciosamente. Eso me gustó, la verdad. El lobo al fin estaba aprendiendo respeto. Como premio, me acerqué un poco y le acaricié el pelo mientras murmuraba: «Buen lobo…» y sonreía con malicia. Estuvo ronroneando hasta que empezó a quedarse dormido, momento en el que le llevé a la cama, le obligué a cambiarse de ropa y le puse la crema antinflamatoria en el moretón del costado, cada vez más amarillento.
—Está curándose bastante rápido —le dije, repasando también el corte de su brazo, el cual ya no necesitaba vendaje alguno.
Después le dejé meterse en cama mientras yo me desnudaba y cerraba las cortinas para que no entrara la luz del amanecer. Cuando estuve dentro, el lobo se pegó a mí y gruñó de una forma que empezaba a identificar como: préstame atención y acaríciame como a un cerdo. Cosa que hice hasta que empezó a roncar y a mover la pierna bajo el edredón. Yo miraba el techo blanco y agrietado, pensando en empezar a tomarme mucho más en serio todo aquello sobre el comportamiento de los lobos y sus costumbres, porque no quería llevarme más sorpresas desagradables.
Al despertarme, como cada día, lo primero que hice fue pegarme a Roier, a su cuerpo caliente, apestoso y jodidamente grande. Me froté, le toqué el costado, la cadera y apreté un poco ese culo redondo y regordete bajo el pantalón deportivo de los noventa que me había valido solo tres dólares en la tienda de segunda mano. El lobo no tardó en despertarse, gruñir y ponerse muy duro. Le seguí besando entre bajos gemidos de placer y él trató de hacer algo parecido, pero sacó su lengua grande y un poco áspera y me lamió la boca. Tenía que haberme resultado muy desagradable, pero yo estaba de feromonas hasta el culo y cualquier cosa que me hubiera hecho Roier solo me hubiera puesto más y más excitado aún. Se puso encima de mí, frotando la cadera como si ya me estuviera cogiendo mientras nos lamíamos el uno al otro como un par de subnormales. Después al fin se bajó la cintura del pantalón y me la metió, comenzando a apretarme el pelo, morderme, jadearme en la cara y todas esas cosas que solía hacer mientras yo le insultaba por hacerme daño y disfrutaba como nunca. Tras tres buenas corridas de campeonato, se detuvo y sufrió las contracciones de cadera antes de la inflamación.
En aquel estado entre la profunda calma y la satisfacción, se me pasó por la cabeza el hecho de que, ahora que mi casa era su Guarida, tenía casi asegurado el sexo salvaje de primera hora del día. Una idea que me hizo increíblemente feliz. Si había algo bueno de estar con un lobo, era coger con él; sin ningún tipo de duda. El sexo era inigualable y estaba seguro de que, la próxima vez que me cogiera a un humano, echaría muchísimo de menos aquellas arremetidas animales, gruñidos, mordiscos y la forma en la que me agarraba o me apretaba el cuello.
Pero eso no era algo que debiera preocuparme en el futuro inmediato, así que me estiré un poco cuando terminó la inflamación, aparté a Roier de encima de mí y le dejé allí adormilado mientras iba al baño. Había otro cepillo de dientes al lado del mío y un nuevo champú sin olor había sustituido al de marca china que yo robaba de la tienda del señor Xing. Lo ignoré por completo. Tenía el pecho y los abdominales repletos de chorros de mi semen y nada me podía importar menos en aquel momento. Al salir con el pelo mojado y revuelto, decidí que era momento de hacerse un corte. Mi primera reacción fue agarrar unas tijeras y cortármelo yo mismo, como llevaba haciendo toda mi vida; pero la dejé de nuevo en su sitio y decidí ir a una de esas peluquerías de lujo. Estaba manteniendo a un lobo y le había prestado mi casa para que fuera su Guarida. Me merecía un corte de pelo de cien dólares.
Con ropa limpia y un cigarro en los labios, salí hacia el salón, dando un pequeño tras pie en la nueva alfombra de felpa y soltando un «mierda», por lo bajo. Negué con la cabeza y seguí adelante. Preparé café y puse el vaso de leche de Roier a calentar antes de irme hacia la puerta de emergencia. Ya era de tarde y el cielo estaba completamente nublado mientras una lluvia violenta caía en oleadas de viento sobre el descampado y la carretera.
El lobo bostezó desde la habitación, se levantó y fue al baño. Cuando ya me había terminado el cigarrillo, el café y había limpiado la mesa y tirado las docenas de huesos mordisqueados que había dejado la noche anterior, Roier llegó con pesados pasos y con una sudadera sin mangas y con capucha en la mano. Me la mostró y yo lo miré un momento antes de decirle:
—Un regalo de Spreen para Roier.
Él alzó las cejas gruesas en una muestra de sorpresa y se puso la sudadera sobre la camiseta blanca y ajustada. Le quedaba de puta madre y estaba muy guapo. Sin decir nada, se bebió su más de medio litro de leche caliente y se acercó mucho a mí para despedirse con una caricia de su rostro sobre el mío y un:
—Roier se va.
—Pásala bien.
Lo primero que hice aquella tarde fue envasar la ropa que había dejado tirada en el suelo. La camiseta olía fuerte, pero el pantalón deportivo olía mucho más porque estaban mojados en la entrepierna de líquido preseminal y gotas de meada. Al parecer, los lobos no se sacudían el pene al terminar. Era asqueroso, pero eso solo significaba más dinero para mí. Puse una venta de 400 por la camiseta y 850 por los pantalones. En menos de una hora había vendido ambos y ganado mil doscientos cincuenta dólares.
Salí de casa para hacer el envío urgente, pararme a tomar otro café y un sándwich en una refinada cafetería que ahora no me importaba pagar, y finalmente pasé por la Barber Shop más estúpidamente elitista que encontré. Un hombre con pelo engominado, barba perfecta y sonrisa falsa estuvo a punto de enfadarme muchísimo al no querer atenderme como al resto de idiotas trajeados que había allí. Por suerte para él, intervino otro hombre igual de acicalado y me llevó a un asiento. Salí de allí con un peinado perfecto y a la moda y el rostro bien afeitado. Pasé por la tienda de comida para llevar y compré un pavo asado entero. La chica creyó que me había entendido mal, hasta que repetí con tono serio:
—Dije que lo quiero entero.
Me fui con aquellos nueve kilos de carne bajo el brazo y volví a casa para dejarlo en el horno antes de prepararme para ir al trabajo. Aquella sería ahora mi vida: vender ropa usada, cogerme a un lobo y gastar cientos de dólares en comida. Si te parabas a pensarlo, no era tan malo. Cuando Roier dejara al fin mi casa para irse con otro humano, yo tendría un más que confiable colchón de dinero en el banco. Así que era muy buen trato, después de todo. Incluso se me pasó por la cabeza renunciar cuando tuve que soportar otra de las muchas quejas del señor Xing sobre que «Falta matelial. Ladlones siemple. ¡Tú no hacel nada!». Pero no lo hice, asentí con la cabeza hasta que se fue y después fui a «Lobal un Led Bull» para bebérmelo mientras fumaba sentado al lado de la puerta automática.
—No roben —les advertí a dos adolescentes fumados que iban a entrar en la tienda, pero mi tono no fue demasiado entusiasta y no separé la mirada del celular mientras leía un graciosísimo hilo titulado «Mi lobo no se limpia después del sexo. ¿El suyo sí?». Estos omegas eran lo mejor.
No me había terminado el cigarrillo cuando sentí una presencia frente a mí, una alargada sombra que cubría la luz de la farola en la acera y un olor que, por desgracia, ya casi era el mío propio. Me lamí los labios lentamente y fruncí levemente el ceño.
—¿No tenés trabajo de Manada, Roier? —le pregunté.
El lobo no respondió. Me miró fijamente con los ojos cafés bajo la capucha de la sudadera y gruñó de una forma profunda y grave, haciendo reverberar su pecho. No necesité una traducción para eso, solo ver lo dura que tenía la pija bajo el pantalón.
—Spreen está muy guapo… —le oí murmurar por lo bajo antes de volver a gruñir de aquella forma excitada.
Fumé otra calada del cigarrillo. Por supuesto que estaba muy guapo. El nuevo corte de pelo me quedaba genial y yo siempre había sido un hombre muy atractivo; lo suficiente para vestir como un indigente, comportarme como un idiota y aun así tener una cola de hombres detrás deseando comerme la verga y hacerme regalos. Guardé el celular y me levanté del suelo, haciendo una señal con la cabeza hacia el interior del local. Roier se pegó mucho a mí y me agarró de la muñeca con firmeza, pero me siguió como un corderito al despacho del señor Xing. Nos detuvimos como la otra vez al llegar al escritorio.
Yo quise girarme hacia el lobo, pero él no me dejó, apretándose contra mí y mordiéndome el cuello mientras me bajaba el pantalón con una violenta necesidad.
—¡Ah, mierda! —le grité cuando noté que me clavaba demasiado fuerte los dientes—. ¡Tú puta madre! —añadí cuando me metió toda la verga de golpe y empezó a penetrarme como un animal sin dejar de morderme.
Ah, sí, aquello era marcar a un humano. Se me había olvidado decirlo. Había diferentes formas de hacerlo, pero, como aprendería más tarde, los mordiscos eran las más importantes. En el estúpido idioma de los lobos, significaba que les gustaba un humano. Y, por todas las marcas de mordiscos que tenía en el cuello y los hombros, yo a Roier le gustaba mucho. Muchísimo.
Chapter 14: LA GUARIDA: ROIER ARREGLAR
Chapter Text
Tras un sexo brutal y bastante sucio, me quedé exhausto y aturdido. Roier frotaba su rostro sudado contra mi pelo y me apretaba mientras producía un leve ronroneo. Recosté la cabeza sobre él y cerré un momento los ojos. El despacho apestaba a lobo y a sexo. Esperaba que el señor Xing se pasara el día enfadado y preguntándose qué era ese olor tan fuerte que llagaba del final del pasillo. Eso me hizo sonreír un poco. Tras la inflamación nos movimos lentamente y me subí los pantalones, notando cierta incomodidad al sentir mi trasero empapado y viscoso. Después me giré, apoyé la cadera en la mesa y, con un suspiro, me crucé de brazos.
—¿Necesitas algo más, Roier? —le pregunté al lobo mientras se terminaba de atar el cinturón grueso y negro con hebilla plateada.
—Roier hambre —respondió sin alzar la mirada.
—Hay un pavo entero en casa, en el horno. Te daré las llaves —me separé de la mesa y fui hacia la puerta, pero entonces oí un sonido metálico.
—Roier tiene llaves —le oí decir.
Me quedé con los labios entreabiertos, mirando las llaves nuevas y brillantes que colgaban de un llavero con un pequeño peluche de oso negro.
—¿Por qué mierda tenés una copia de mis llaves? —quise saber.
—Roier tiene que entrar en su Guarida. Necesita llaves —dijo, como si fuera evidente. Volvió a guardárselas en el pantalón y se acercó a mí para rozarme la cara contra la suya en una caricia—. Roier vuelve por Spreen cuando termine.
Antes de que abriera la puerta y se fuera, lo detuve agarrándolo de su brazo.
—¿La Manada no trabaja esta noche?
—Manada no necesita a Roier más esta noche.
Solté un murmullo de entendimiento y chisqué la lengua antes de decir:
—Hay ropa de tu talla en la bolsa al lado del armario, cuando estés en casa, panetela para estar cómodo.
Roier asintió como un lobo obediente y se fue por el pasillo en dirección a la puerta mecánica, se puso la capucha de la sudadera que le había regalado y se sumergió bajo la luz amarillenta y la lluvia de la calle.
De vuelta al mostrador, encontré un par de billetes y algunas monedas de los adolescentes colocados que habían entrado antes que el lobo y yo. Habían tenido la tienda solo para ellos, sin vigilancia, y habían pagado lo que se habían llevado, así que debían ir muy, muy fumados. Metí el dinero en la caja, fui por un cigarro y lo encendí de camino a la puerta antes de sacar el celular. Cada vez tenía más preguntas y más preocupaciones con respecto a Roier. Quería mantenerlo a mi lado, pero no que influyera o estorbara en mi vida, lo que, al parecer, estaba empezando a hacer sin consideración alguna.
Así que me puse a leer cómo no había hecho en mi puta vida, sumergido por completo en la sección de «Socialización y Lenguaje de los Hombres Lobo». Era una especie de cajón de sastre con teorías disparatadas y suposiciones junto con reportajes, enlaces a secciones de libros sobre el tema e incluso estudios universitarios de antropólogos y científicos. Había mucha mierda que no me interesaba, por supuesto, como temas biológicos y anatómicos. No necesitaba que un experto me dijera que los lobos tenían un escroto más grande y que sus testículos producían el doble de esperma y estaban más calientes que el de los humanos, porque eso ya lo sabía yo después de lamerle los huevos a Roier.
Lo que me interesaba más era la parte social, de lenguaje y comportamiento. A mitad de la noche di con un enlace muy interesante, una estudiante de antropología de las islas británicas había tenido una «experiencia inmersiva» con un lobo; lo que quería decir que se había hecho lobera, se lo había cogido durante mes y medio y había hecho un trabajo serio sobre los tipos de gruñidos y gemidos que emitía en diferentes ocasiones. Había incluso archivos de audio que podías escuchar con esos ruidos.
Había más de treinta y solo reconocí cuatro de ellos: el Ronroneo, que significaba felicidad, placer, comodidad y gusto; el Gruñido sexual: excitación, necesidad y deseo; el Gruñido de Advertencia: enfado, molestia e incomodidad; y el Gruñido Bajo: llamar la atención, normalmente para recibir caricias o cuidados. El resto no los reconocí, sonaban muy parecidos o no recordaba un momento exacto en el que Roier los hubiera producido. De todas formas, guardé el enlace por si en un futuro quería revisarlos y buscar alguno en concreto.
Después de aquello, fui al subforo de los Omegas y busqué entre los hilos más comentados y visitados, porque aquella panda de locos y enajenados tenían conocimientos muy prácticos sobre temas que a mí me podrían interesar. Uno de ellos, por ejemplo, era «¿Cómo saber si le gustas a tu lobo?». MamáOmega83 había reunido una lista bastante extensa de señales junto con un glosario de palabras y terminología que se habían inventado los propios omegas. Allí había cosas como «Murmonar», que era cuando el lobo te frotaba su cara y producía un gruñido de placer, lo que quería decir que estaba muy satisfecho y feliz.
«Mordiscadas», que era cuando te daba pequeños mordisquitos, pero no como cuando te marcaba, sino algo suave y juguetón. Eso Roier me lo había hecho, y resultaba que eran muestras de interés, afecto y cariño. Según MamáOmega83, eso solo solía producirse pasado el Vínculo Terciario.
Cuando busqué qué carajo era el «Vínculo Terciario» fue cuando descubrí el rebuscado, absurdo y complejo mundo de las relaciones entre lobos y humanos más allá del sexo. Entonces dejé el celular a un lado, me froté los ojos cansados y me estiré en la silla. Quedaban solo cuarenta minutos para el final de mi turno y yo ya estaba cansado y tenía la cabeza como un bombo con todas esas mierdas de lobos. Quería saber por qué Roier se estaba tomando tantas confianzas conmigo y si me iba a dar problemas, no quería convertirme en un degenerado experto en Hombres Lobo. Cuando llegó la señora Xing, arrugó su pequeña nariz, dijo algo en chino y me hizo una señal para que me apartara.
—Dúchate. Muy mal hueles —me dijo, las primeras palabras que me dedicaba en… quizá meses.
—Pues espera a entrar en el despacho… —murmuré por lo bajo.
Esperé con las manos en los bolsillos de mi nuevo pantalón de marca a que terminara de contar el dinero. Entonces pude dejar la puta tienda, subirme la capucha de la sudadera para cubrirme de la lluvia y cruzar la calle hacia el Jeep negro que me esperaba al otro lado. Roier ya estaba allí, con la misma ropa y su rostro calmado, fuerte, rudo y atractivo. Cuando me senté y cerré la puerta, nos miramos en silencio, pero fueron apenas segundos, porque enseguida me lancé contra él para comerle la boca, tocarle la pija mojada y chupársela allí mismo. Quizá llegara el día en el que no me excitara como un mono cada vez que lo veía y olía esa peste a sudor denso y fuerte, puede que, con el tiempo, acabase desarrollando una resistencia a las feromonas de lobo; pero aquel no era ese día. En ese momento solo podía pensar en comerme a Roier de arriba abajo y cabalgarlo como a un potro salvaje hasta domarlo. Por lo menos, el lobo siempre estaba a la altura y respondía a mi excitación con más excitación y a mi violencia con más violencia; lo cual hacía del sexo algo muy divertido.
Al terminar me dejé caer sobre él, jadeando y con mis brazos rodeando su cabeza apoyada contra el respaldo. Cerré los ojos y respiré bocanadas de aquel aire denso y de su aliento en mi rostro, el cual frotó lenta y suavemente con el suyo mientras gruñía por lo bajo. Estaba mormonando, así que Roier se sentía feliz y satisfecho. No me sorprendía. Había sido un sexo en el asiento del piloto de su Jeep y se había llegado a correr cuatro veces.
Cuando terminó la inflamación, me levanté, con el culo empapado y manchado, me subí los pantalones y me dejé caer en el asiento del copiloto. Bajé la ventanilla, aunque estuviera lloviendo, y encendí un cigarrillo antes de apoyar los pies en el salpicadero.
—¿Te comiste todo el pavo? —le pregunté, echando el humo gris hacia el exterior.
El lobo se terminó de abrochar el pantalón, encendió el motor y empezó a conducir.
—No. Muy grande. Roier muy lleno. Terminarlo ahora con Spreen.
—¿Te gustó? —Me saqué un pelo rizado de la lengua y fumé otra calada.
—Mucho. Muy jugoso.
Asentí y recosté la cabeza en el asiento. Me había gastado trescientos veinte dólares en ese pavo relleno y horneado de nueve kilos, más valía que estuviera bueno. El lobo aparcó el coche en la acera de enfrente al portón de casa y salimos con nuestras capuchas puestas y nuestras caras serías. Quien nos viera debía pensar que le íbamos a hacer una visita de cortesía a algún deudor desafortunado, no podía decir que no me gustara dar esa imagen con Roier. Tenía su encanto. Abrí la puerta del portón y la de casa, dejando las llaves sobre el taburete verde antes de que el lobo hiciera lo mismo con las suyas. Algo extraño que produjo una rápida mueca de sorpresa e incomodidad en mi rostro, pero a la que no di importancia. Me quité la chaqueta militar y fui a llevarla a la habitación cuando, de pronto, lo vi.
—¡Roier! —grité girando el rostro, aunque el lobo estuviera literalmente pegado a mi espalda—. ¿Qué es esta mierda? —pregunté en el mismo tono alto mientras señalaba las tablas, tornillos, cajas de herramientas y demás cosas que, de pronto, había en una esquina de la habitación.
—Roier está armando armario más grande para ropa —respondió.
Me llevé una mano al rostro y me presioné las sienes entre el dedo central y el pulgar. Cuando levanté la cabeza solté la respiración y tiré mi chaqueta sobre la cama antes de ir al baño. Una buena ducha caliente después, salí de allí con un pantalón ligero de pijama y una camiseta de un concesionario de coches que debía llevar cerrado más de veinte años. Me reuní con el lobo en la cocina y tome una cerveza para sentarme frente a él y la bandeja casi vacía de pavo. Roier se había comido mucho, pero no dejaban de ser nueve kilos y ahora incluso se paraba a respirar entre bocado y bocado; algo que no solía hacer. Con un tenedor fui comiendo pequeños trozos y masticándolos lentamente mientras miraba al lobo.
—Así que… ¿te gusta el bricolaje? —le pregunté con tono serio. El lobo asintió.
—Pues algunas ventanas no funcionan bien, están algo oxidadas y no se abren del todo. Las luces del techo no funcionan y hay que cambiarlas, o quizá haya un problema con el cableado. La caldera de agua a veces no funciona y el grifo de la cocina no tiene presión —le dije—. Quizá deberías echarle un vistazo a eso antes de armar un puto armario de dos metros en la habitación.
—Roier lo arregla —prometió.
Creí que gruñiría o se negaría, pero su determinación a hacerlo y su postura orgullosa me sorprendió bastante, algo que no dejé traslucir en el rostro. Solo seguí comiendo y murmuré un seco «muy bien». Cuando el lobo se quedó lleno y eructó, se limpió las manos y fue hacia el sofá para tirarse a ver la tele. Agarre un cigarro y me lo llevé a la puerta de emergencia para fumarlo mientras pensaba en que quizá todos esos programas de mierda que veía Roier sirvieran para algo.
No vendría nada mal una mano en aquella casa vieja y repleta de problemas que yo no podía resolver y que no estaba dispuesto a pagar a nadie para que resolviera. De todas formas, no me quería hacer ilusiones porque quizá el lobo se creyera que golpear con un martillo y dar patadas era «Roier lo arregla». Cuando terminé de fumar, tiré la colilla afuera y fui a reunirme con él en el sofá antes de ir a dormir a la cama. Puse otra mueca de desprecio al ver las tablas de madera y herramientas allí tiradas, pero me esforcé mucho en ignorarlas, le puse la crema antinflamatoria al lobo en el costado y nos echamos a dormir.
Al despertar lo busqué como cada día, rozándome y besándolo hasta que se desveló. Le dejé descansar mientras iba al baño, me duchaba y preparaba el café y el vaso de leche. Roier se levantó veinte minutos después, rascándose los huevos de camino al baño para mear y volver a vestirse con su ropa. Vino a la cocina con un pantalón de chándal y la sudadera negra sin mangas que le había regalado, se bebió toda la leche, eructó y se acercó para acariciarme con el rostro y decirme:
—Roier se va.
—Pásala bien —respondí sin apartar la mirada del celular. Ya había puesto el anuncio de venta de la ropa y ya tenía a dos personas interesadas que terminaron participando en una especie de subasta por los pantalones sucios que alcanzó los novecientos treinta dólares.
Fumé una calada y negué con la cabeza. Qué asco me daban. Envíe los mensajes a los compradores pidiéndoles la dirección y diciéndoles que les haría el envío en cuanto recibiera el pago por PayPal. Al parecer, ChicoOloroso se estaba haciendo un pequeño nombre en el mundillo de los esnifadores. El Olor a Macho de Roier estaba causando furor; no solo porque fuera un SubAlfa, sino porque además tenía «una intensidad muy alta de feromonas». Según esos expertos que olían ropa sudada, se debía a que el macho posiblemente se excitara mucho durante el coito. Era casi halagador. Envasé la ropa en las bolsas, me vestí y me las llevé conmigo de viaje a la cafetería para desayunar y llevarlas a oficina de correos. Era domingo, pero allí trabajaban todos los días de la semana, como yo. Después pasé por la tienda de comida para llevar y pedí tres filetes de ternera de siete kilos en total.
—Ahórrate las patatas y el acompañamiento —le dije a la mujer. Ya empezaban a entender que no bromeaba cuando pedía tantísima comida.
—¿Tienes una familia muy grande? —preguntó ella con una sonrisa.
—Tengo un lobo muy grande —respondí, cerrándole la boca en seco y congelándole la sonrisa en los labios.
Todo el mundo conocía a los lobos, y todo el mundo sabían que eran máquinas de coger, increíblemente fuertes y muy atractivos; pero reconocer que estabas con uno, o que te gustaba visitarlos o que eras un lobero; seguía siendo una especie de tabú. No decías que te cogias a un lobo como no decías que ibas a fiestas de intercambio de parejas o a mazmorras de sadomasoquismo. Por eso la mujer se sintió tan cohibida y me hizo sonreír de una forma malvada.
Volví con la bolsa a casa y la dejé en el horno antes de cambiarme para el trabajo y salir a paso rápido fumando bajo la lluvia. El señor Xing se quejó de mi mal olor y repitió lo que me dijo su mujer; que me duchara. El problema no era que me duchara o no, el problema era que el olor a Roier estaba en todas partes ahora y no podía sacármelo de encima mientras el lobo viviera en mi casa y se frotara contra mí sin parar. De todas formas, le dije que sí, que me ducharía, y cuando se fue, tome un Red Bull y salí a fumar afuera mientras ojeaba el Foro.
En aquella ocasión entré en un hilo llamado «Sumisa y Lobera» que tenía muchísimas visitas y comentarios con fotos. Allí descubrí lo que tantas veces me había preguntado, el por qué Roier me agarraba del cuello, de la nuca y de las muñecas. Resultaba que los lobos tenían una necesidad instintiva de someter a sus «compañeros», necesitaban sentirse superiores a ellos para poder cogerlos y usaban su tamaño y su fuerza para conseguirlo. En su retorcido mundo de rangos sociales tan estrictos, donde siempre había un abajo y un arriba muy definido, los Machos se sentían por encima de los humanos, y si no conseguían «someterlos» no los veían como parejas sexuales aceptables y deseables. Por eso se ponían siempre a la espalda de sus compañeros, desde donde podrían «atacarles en cualquier momento»; se les echaban encima, bajo su peso y su cuerpo para impedir que se movieran; les agarraban de las muñecas, el cuello o la nuca, ya fuera durante el sexo o de normal; porque era una forma de reafirmar su autoridad y recordarles quién mandaba. Eso a veces dejaba marcas y moretones, según la fuerza que los lobos emplearan para someterte. Era lo que significaba «estar marcado», aunque eso ya lo sabía del hilo «Marcada por mi lobo»; la diferencia con «Sumisa y lobera» era que los omegas lo veían como un símbolo de interés de sus novios lobos, y que los loberos lo veían como algo sórdido y erótico. Había imágenes de muñecas y cuellos amoratados, repletos de cardenales y marcas junto a comentarios del tipo:
«Miren lo mucho que ha tenido que someterme mi lobo» o «Esta noche casi consigo que me ahogue con sus enormes manos». Y es que, si oponías resistencia, los lobos lucharían hasta reafirmar su poder sobre ti, apretando más fuerte cada vez.
Solté tal carcajada que una clienta, despeinada y con un abrigo sobre el pijama, se asustó. De ahí todas las marcas de mi cuello y mis muñecas. Resultaba que al machito de Roier no le gustaba que me peleara con él mientras cogíamos, por eso me agarraba, gruñía, me ponía a cuatro patas, me pegaba la cara a la almohada y me cogía más fuerte. Debía pasarlo muy mal… porque yo no era de los que se dejaban domar fácilmente. Él lo conseguía, por supuesto, pero su trabajo le costaba al lobo. Ahora que lo sabía, lo disfrutaría incluso más sabiendo que le jodía tanto.
Pasé la noche entretenido entre el Foro, la radio, un descanso para comer algo y un cliente tan borracho que iba dando tumbos de un lugar a otro, agarrándose a las estanterías y a los cristales de los refrigeradores en busca de más cerveza. Esos siempre eran divertidos, hasta que vomitaban, tiraban algo al suelo o se meaban encima; entonces me enfadaba. Por suerte, este solo vivió una aventura épica que no recordaría al día siguiente para conseguir un pack de seis latas. Le di mal el cambio y me quedé con diez dólares de propina, deseándole una buena noche. Cuando llegó la señora Xing volvió a arrugar la nariz y a decirme: «Dúchate. Asqueroso».
Sinceramente, apestaba, pero no era para tanto. Más apestaba el gran Jeep negro que me esperaba al otro lado de la acera con un Roier de expresión seria y bastaste intimidante. Cogimos en la parte de atrás y pusimos a prueba los amortiguadores del todo terreno cuando yo me resistí un poco para joder al lobo y éste se puso como loco para someterme, llegando a aplastarme por completo entre su cuerpo y los asientos mientras movía la cadera tan fuerte que yo perdía el aire tras cada embestida. Fue increíble. Yo manché la camiseta al correrme y Roier llegó cuatro veces, las últimas dos bastante seguidas cuando consiguió que me quedara quieto. No se movió durante la inflamación, pasando su rostro completamente empapado en sudor por mi mejilla y mi pelo. Llegó a mordisquearme la oreja suavemente en lo que quizá fuera una mordiscada, muestra de afecto y cariño; o quizá simplemente se aburría.
—Hoy compré filetes de ternera a la brasa —le dije cuando ya estábamos delante, con mi cigarro en la boca y la ventanilla abierta.
—Roier comió los filetes ya —respondió—. Muy buenos.
—¿Todos? —pregunté con cierta sorpresa. Eran bastante gordos. El lobo asintió sin apartar la mirada de la carretera.
—¿Queres que pida algo para cenar, entonces?
—No. Roier muy lleno. Spreen traer mucha comida para su Macho. Bien.
Me quedé un momento en silencio y me pasé la lengua por los labios, sintiendo el sabor salado de su sudor. Fumé otra calada y eché el humo por la ventanilla.
—Bien —murmuré.
Cuando llegamos a casa, dejé las llaves en el taburete verde y el lobo me imitó antes de darle a un botón de la pared que yo ya jamás usaba. Entonces, las luces del techo se encendieron, cubriendo la casa de una luz que me resultó exageradamente fuerte tras pasarme años encendiendo tan solo la lámpara de pie.
—Roier arregló luces y grifo. Mañana armar armario y arreglar ventanas si poco trabajo en Manada —dijo a mis espaldas.
Solté un murmullo afirmativo y me quité la chaqueta militar, reservándome el gesto de sorpresa para cuando no pudiera verme. Nos cambiamos de ropa y fuimos directamente al sofá, donde le acaricié el pelo y el brazo hasta que su ronroneo se convirtió en ronquidos, entonces le arrastré a la cama y nos dormimos.
Al despertarme, sentí aquel olor denso y caliente, el cuerpo grande y fuerte bajo mi brazo y mi pierna, froté la cara contra ese pecho ancho y firme y solté un jadeo de placer. Lamí un poco el cuello de Roier y después le besé los labios mientras notaba como su pene se ponía dura bajo mi culo, frotándola entre mis nalgas y empapándome de líquido viscoso y cálido. Quizá algún día me despertaría como una persona normal y no tendría esa necesidad tan ardiente de lobo, pero las feromonas acumuladas me lo ponían muy difícil.
Lo que yo no sabía por entonces era que las feromonas de Roier no eran tan potentes en realidad, eran afrodisiacas y te excitaban. A un nivel biológico hacían a los lobos mucho más deseables; pero no te ponían tan excitado como a mí me ponía el puto Roier. La verdadera razón por la que me excitaba tanto en realidad era porque él, como hombre, me atraía muchísimo. Era su cara de boludo mafioso y su gran cuerpo fuerte, era el calor de su piel y el intenso sudor que la cubría, era la forma en la que gruñía y ese lado animal y salvaje que deseaba domarme. Era Roier y solo Roier el que me volvía loco. Sus feromonas solo estaban ahí, flotando en el aire, siendo la excusa perfecta para decirme a mí mismo que no necesitaba darle vueltas al hecho de que ese lobo me gustara muchisimo.
Incluso cuando me di cuenta de que estaba enamorado de él, seguí culpando a las feromonas. Pero todavía es pronto para hablar de eso. Por el momento, solo lo necesitaba muy cerca de mí.
Chapter 15: LA GUARIDA: UN PUTO JARDÍN
Chapter Text
—Roier se va.
—Pásala bien.
Cuando dejó la casa, me terminé el café, tiré la colilla del cigarrillo por la puerta de emergencia y la cerré para que no entrara la lluvia. Envasé la ropa que se había puesto el lobo, para la cual ya tenía compradores, y me la llevé a la oficina de correos después de desayunar en la cafetería que ahora frecuentaba. Empecé a notar que la gente que pasaba por mi lado o la que se acercaba lo suficiente, arrugaba la nariz, fruncía el ceño o me dedicaba miradas extrañas.
El Olor a Macho de Roier producía muchos tipos de reacciones, algunas de asco, pero también muchas otras de deseo. La gente me olía y se sentía perturbada, confundida, porque quizá nunca hubieran estado cerca de un lobo y se preguntaban por qué aquella peste a sudor les excitaba y les atraía tanto cuando debería repugnarles. La respuesta era en realidad muy sencilla: mi lobo era un puto SubAlfa muy bien cogido y muy bien cuidado, por eso olía de aquella manera. O al menos eso era lo que decían los esnifadores que no dejaban de hacer reseñas y comentarios en mis hilos.
Según ellos, la calidad de vida del lobo, como muchas otras cosas, influía en su Olor a Macho, en su intensidad y potencia. No sé, a mí solo me importaba que me pagaran a seiscientos dólares la camiseta y a casi mil el pantalón; dependiendo de lo usado que estuviera y de las manchas que tuviera. Roier siempre lo mojaba cada mañana, yo me aseguraba de eso, y después se iba a echar una buena meada, así que los esnifadores tenían mucho que «apreciar» ahí.
Hechas las compras de cada tarde; incluyendo un repaso por la tienda de segunda mano para arrasar con las tallas grandes de ropa que hubiera allí; volví a casa con tres pollos enteros a la brasa y una bolsa de tela repleta de ropa. Metí la comida en el horno y me preparé para ir a trabajar, con tiempo de sobra para pasar por un negocio de muebles a tomar una revista de publicidad y pararme en una tienda de ropa interior de marca.
Compré tres calzoncillos blancos que me iban a pagar a ochocientos dólares cada uno cuando Roier se los pusiera y los manchara. Sinceramente, aunque la ropa con Olor a Macho fuera un producto escaso y muy apreciado por un amplio grupo de pervertidos, ¿qué clase de persona podía permitirse gastarse casi mil dólares en un calzoncillo usado?, ¿eran todos millonarios o qué? Después pasé de largo por el escaparate de otra tienda de marca, pero volví atrás y miré una chaqueta de cuero que tenía un maniquí. Era negra, con un corte de motero y de chico malo. No lo dudé, entré y pedí la talla XL. Pagué doscientos treinta dólares por ella. ¿Qué clase de persona podía gastarse tanto en una chaqueta?, pues la clase de persona que vendía ropa interior usada.
Cuando aparecí por la tienda con la bolsa, el señor Xing la miró y puso cara de asco. «¿Tú lobal?», preguntó. «No polisía aquí. No, no, no. Mal pala negosio». Tuve que decirle que no la robé, enseñarle el ticket de compra y llevarla al pasillo, donde dejé mi chaqueta militar y esperé a que el señor Xing dejara de farfullar sus mierdas en chino. Al irse tome un Red Bull de la estantería, probando un sabor nuevo que habían traído, y salí a fumar afuera, de cuclillas contra la pared de la tienda y resguardado de la lluvia.
Ya casi por costumbre miré el Foro y entré en la sección de los omegas. Una de mis usuarias favoritas SarahOmegaxAlfa había abierto otro hilo llorando porque otro lobo la había dejado. Esa mujer estaba fatal y contaba toda su vida a los cientos de desconocidos que entraban a aquel Foro, muchos, como yo, solo para reírse de ella. Era también la favorita de los trolls y usuarios crueles que se creaban cuentas solo para joder a los loberos, esnifadores y omegas. Me podía imaginar la clase de personas que serían: quizá hombres amargados porque los lobos eran mitos sexuales que se hinchaban a coger, quizá gente aburrida que podía permitirse perder el tiempo con esas cosas. Fueran quienes fueran, se divertían con SarahOmegaxAlfa; pero es que era demasiado fácil. La mujer, que debía tener entre veinticinco o treinta años por las fotos que subía, no dejaba de quejarse, llorar, hacer preguntas estúpidas y poner descripciones demasiado explícitas de lo que hacía o no con sus lobos. Su hilo «Me lo he tragado todo y se fue sin decirme nada» fue un rotundo éxito.
Me estuve riendo un buen rato con las respuestas y preguntas que animaban a la joven a dar más datos de qué había pasado, qué le había dicho y qué le había hecho, fingiendo falsa preocupación e interés. Entre ellos también había personas que le daban consejos de verdad. «Tienes que darte tiempo, Sarah. No puedes ir de Macho en Macho porque ellos lo saben. Debes airear bien la casa y purificar (quitar todo el rastro de Olor a Macho) antes de tratar de conseguir otro. Si no, pueden olerlo y no te considerarán una compañera válida, solo una lobera más.»
Había una gran guerra entre los omegas y los loberos, y entre los omegas y los esnifadores… bueno, realmente a los omegas no les gustaba nadie, a veces ni siquiera otros omegas. Cada uno tenía su propia idea y razón por la que querer conquistar a un lobo. Algunos lo hacían por deseo, convencidos de que un hombre humano jamás podría satisfacerles, otros lo hacían porque les llenaba la idea de poder participar en un grupo tan «especial» y restrictivo como era la Manada; ser parte de un grupo, como si se unieran a una banda callejera repleta de hombres grandes y fuertes. Otros simplemente buscaban una vida fácil con un Macho que les mantuviera, porque llegado el momento el lobo traía el dinero a casa o algo así. Era parte de uno de esos Vínculos que todavía no me había parado a leer. En definitiva, todos lo hacían por algo. Ninguno de esos omegas decía: «Lo hago por amor a mi lobo». Qué ironía…
Dejé el celular y entré en la tienda, sintiendo un escalofrío y un ligero entumecimiento en las piernas después de haberme pasado casi una hora allí sentado. Encendí la radio, repuse algunas baldas, miré la revista de muebles que había agarrando, revisé los pedidos, atendí a un par de clientes y después me llevé un par de botellas de leche para Roier y café molido para mí antes de que llegara la señora Xing.
Salí de la tienda con la bolsa de ropa en una mano y la leche en la otra, cruzando la carretera para subir al Jeep negro que ya me estaba esperando. Sentí el fuerte olor nada más abrir la puerta, se me escapó un gruñido de placer y miré al lobo en su asiento. Roier se recostó un poco, moviendo la cadera ya abultada y apretada, antes de empezar a producir un gruñido bajo que le reverberaba en el pecho. Dejé las bolsas en la parte de atrás que, por alguna razón, estaba repleta de macetas con plantas, y me quité la chaqueta antes de lanzarme sobre mi lobo para saciar un hambre voraz.
—¿Robaste un invernadero? —le pregunté casi al final de la inflamación, mientras acariciaba su pelo y apoyaba mi mejilla contra la suya.
Roier dejó de ronronear en mi oído para responder:
—No. Roier compró plantas. A Roier le gustan mucho las plantas.
Murmuré algo leve y corto, con la mente y el cuerpo demasiado relajados y entumecidos para mantener una conversación sobre aquel tema.
Tras la inflamación me moví, quitándome de encima del lobo y profiriendo un gruñido al caer un poco sobre el asiento del copiloto. Me subí el pantalón, sintiendo aquella sensación húmeda y viscosa entre las nalgas, antes de buscar mi chaqueta para bajar la ventanilla y encenderme un cigarro.
—Mira la bolsa —le ordené cuando terminó de subirse el pantalón.
Eché el humo por la ventana, hacia la lluvia y el viento fresco, y miré como el lobo buscaba la bolsa de la tienda de marca en la parte de atrás, agitando algunas de las hojas de las plantas. Roier se giró y alargó su brazo musculoso para mirar la bolsa de la tienda. Sacó la chaqueta y la estiró para verla mejor.
—¿Para Roier? —preguntó.
—Para Roier —asentí—. Hace frío y llueve, es mejor que te la pongas de vez en cuando y dejes de ir en manga corta por ahí —le dije, con un tono de voz desinteresado para no darle importancia al hecho de que me había acordado de él al verla y se la había comprado.
El lobo se la probó enseguida, tirando de la apertura de la cremallera para ajustársela. Le quedaba… carajo, cómo le quedaba. Ya no estaba seguro de si era un regalo para él o para mí. Asentí varias veces con el cigarrillo en los labios y solté el humo a un lado. Sin decir nada, arrancó el coche y condujo hacia casa. Aquella madrugada tuvimos que hacer varios viajes para subir todas las malditas plantas. Solté varios insultos y putiee varias veces en la madre que había parido a Roier cuando encontré rastros de tierra húmeda que habían dejado las macetas.
Al terminar de subirlo todo le mandé con tono seco que se fuera a cambiar antes de seguir moviendo las mierdas de plantas y fui por la escoba. El lobo volvió con una camiseta verde de un supermercado y un pantalón corto, azul desgastado, bastante apretado y que le hacía un enorme bulto en la entrepierna, pero nada comparable a la forma que le daba a su culo cuando se agachaba a por las plantas para moverlas de sitio. Era grande, redondo y duro, sobresaliendo antes de alcanzar unas piernas gruesas y musculosas. A veces mi enfado se interrumpía con leves gruñiditos de admiración y deseo al verlo. Putas feromonas… Roier también me miraba, quizá confuso por sentir mi excitación en el aire, pero ver una expresión de enfado en mi rostro.
Dejó las plantas cerca de los ventanales y las paredes de toda la casa, sumándolas a la colección que ya se había traído la primera vez. Incluso puso un pequeño bonsái a un lado de la barra de la cocina, allí donde se unía con la pared y había una grieta entre los ladrillos. Ahora mi casa parecía sacada de un anuncio de «jardines en casa» o un reportaje titulado «Cómo llenar tu vivienda de plantas sin ningún tipo de sentido».
—¿Y vas a regar todas esas macetas todos los días? —le pregunté, sacando los dos pollos a la brasa del horno que había puesto a calentar previamente. Sabrían algo más secos, pero estaba casi seguro de que Roier no se había molestado en calentar ni los filetes ni las costillas antes de comerlas.
—Hay plantas que Roier tiene que regar todos los días, pero muchas otras no. Solo una vez o dos a la semana —respondió él antes de que un último gruñido de tripas le resonara en la barriga.
—¿Y es normal que vengas tan hambriento a la cena? —pregunté entonces, sacando dos cervezas de la nevera antes de sentarme—. ¿Es algo de los lobos?
—No. Ahora Roier solo come lo que Spreen le da.
Fruncí el ceño y bebí un trago de cerveza. Que un lobo solo comiera lo que el humano le preparaba, no era una mierda de la Guarida, era una señal de uno de esos Vínculos que a los omegas les gustaban tanto. En ese momento no me preocupé demasiado, pero me aseguraría de revisarlo en el Foro por si acaso.
—Si solo comes lo que yo te doy, quizá quieras llevarte algo al trabajo para que no llegues tan hambriento —le sugerí, dejando la cerveza a un lado para agarrar el tenedor en su lugar y probar el pollo que el lobo estaba devorando a pasos agigantados.
Roier asintió y siguió masticando.
—Puedo comprarte carne y metértela en un tupper o algo así —le sugerí mientras me llevaba otro pedazo a la boca.
—Compañeras de Manada hacen eso —me dijo.
Puse una breve mueca de disgusto, pero seguí con la mirada puesta en el pollo.
—Ya, bueno. Lo que sea —murmuré—. Mañana te haré una tortilla al despertar y te la llevas.
Roier soltó un gruñido de placer y sonrió un poco. Tras terminarse el primer pollo casi entero, comenzó el segundo y empezó a descender la lentitud con la que comía en el tercero, señal de que comenzaba a estar saciado. Yo me levanté, fui con mi cerveza a la puerta de emergencia y me encendí un cigarrillo mirando el descampado lluvioso y repleto de charcos oscuros donde se reflejaban las luces de la ciudad a lo lejos. Me reuní con Roier en el sofá al terminar y le acaricié la cara interna del brazo y un poco el hombro, ya que quedó al alcance de mi mano cuando el lobo dejó caer la cabeza, ladeándose en el asiento para apoyarse contra mí.
Le llevé a la cama antes de que se durmiera, me desnudé, eché las cortinas y me tumbé a su lado con un resoplido de cansancio. Al día siguiente, después del sexo, fui al baño y me di una ducha rápida para ir a cocinarle la puta tortilla a Roier. Se quedó en la cama hasta que la casa empezó a oler a comida, entonces se levantó con un bostezo, echó su meada matutina y se vistió para venir a reunirse conmigo en la cocina.
Llevaba la chaqueta que le había comprado, una cadena de plata al cuello y un jean ajustado; con su cara ruda y fuerte, su expresión de ojos levemente caídos y su pelo peinado hacia atrás, tenía pinta de mafioso peligroso y sanguinario. Eso me puso muy excitado. Miró la tortilla con sus ojos cafés y ambar y se bebió el vaso de leche sin respirar. Había usado la otra docena de huevos que me quedaban y tuve que casi doblar la tortilla dos veces para tratar de encajarla en el tupper que tenía. Le entregué el envase caliente y él volvió a sonreír un poco, mostrando sus colmillos más anchos. Se acercó, me acarició el rostro con el suyo y gruñó por lo bajo, mormoneando. No quise darle importancia, aunque fue agradable que el lobo fuera tan agradecido después de que me levantara para cocinarle su puta comida.
—Roier se va.
—Pásala bien.
Tras su marcha, envasé la ropa, fumé un cigarro tomando el café que no me había dado tiempo a tomar hasta entonces y puse el anuncio en el Foro. Contacté con los esnifadores interesados en la ropa interior de marca manchada y les envié un mensaje privado diciéndoles que, probablemente, tuviera en breves un «buen producto». A veces me daba asco a mí mismo cuando hablaba de esas cosas, pero así eran los negocios. En menos de una hora ya tenía compradores, como solía suceder. Daba un poco de miedo, pero creía que los esnifadores ya conocían la hora en la que yo ponía las ventas y me estaban esperando. Fuera como fuese, gané mil cien dólares aquel día. Salí de casa, desayuné, hice los envíos y compré un paquete de cinco o seis tuppers de diferentes formas, pero de tamaño extra grande.
Después fui a la tienda de comida para llevar y arrasé con la carne asada y dos conejos enteros que me llevé para el día siguiente y que les hice envasar ya en uno de los tuppers que había comprado. Pagué casi doscientos dólares y la encargada de la tienda, o la dueña o algo así, vino a hablar conmigo con una gran sonrisa.
—Si quiere, podemos prepararle pedidos especiales de antemano. Grandes cantidades, por supuesto, para que se pueda llevar cada día —me ofreció.
Sin duda, aquella mujer conocía a los lobos, conocía lo mucho que comían y el mucho dinero que yo le podría hacer ganar. Me lo pensé un momento, mirándola con expresión indiferente mientras me pasaba la lengua por los labios. No me gustaba adquirir compromisos como aquel, sin embargo, era bastante útil que ya me tuvieran preparada la comida en las cantidades adecuadas; así que asentí y le señalé con la cabeza a un lado para discutir sobre el precio. Al final, conseguí una pequeña rebaja del diez por ciento por un compromiso de un mes. El diez por cinto parecía poco, pero si te gastabas de cien a doscientos dólares al día en comida, al final del mes eran unos quinientos dólares de media que me ahorraba. Terminados los negocios, salí con mi comida y mis tuppers y volví a casa para dejarlo todo antes de salir al trabajo.
El señor Xing me dio una especie de «ultimátum».
—¡Labalte o yo despedil! —me gritó, mirándome a través de esas gafas de culo de botella que tenía—. ¡Tú apestal tienda! ¡Malo pala negosio!
Lo que apestaba la tienda no era yo, era el sexo que tenía con Roier en el despacho; pero bueno, terminé asintiendo una y otra vez y diciendo «Sí, señor Xing», varias veces hasta que empezó a insultarme en chino. Cuando al fin se largó, dejé la chaqueta militar a un lado, saqué mi paquete de tabaco casi vacío y fui a agarrar otro de la balda; pero detuve mi mano en alto y, en vez de tomar la marca habitual, la moví hacia la sección de tabaco de liar. Contemplé aquellos paquetes apretados y precintados, tragué saliva y fruncí el ceño. El tabaco de liar me gustaba más y olía menos, pero había tenido que dejar de fumarlo porque me recordaba demasiado a los porros que tantos problemas me habían dado. Ya llevaba un par de años limpio, pero… Negué con la cabeza y fui a por el paquete. Salí con mi Red Bull y cigarro entre los labios al frescor húmedo de la noche y me senté a mirar el Foro. Lo que casi había empezado a formar parte de mi rutina.
Tenía algunos mensajes privados de los esnifadores muy interesados en los calzoncillos de marca. Uno en particular me ofreció mil doscientos si le entregaba unos especialmente olorosos, que mi lobo llevara durante al menos dos días seguidos. Vendido. Otro me preguntaba si vendía «retales». Tuve que buscar qué carajo era eso. Al parecer, algunos esnifadores menos pudientes, tenían que conformarse con pedazos de ropa con Olor a Macho, del tamaño de un pañuelo. Encontré un hilo explicándolo en el subforo de Compra y Venta, titulado «¿Es mejor comprar ropa o retales?».
Aquello era todo un nuevo mundo. Siempre parecía haber un nicho dentro de un nicho en aquel Foro. Como si fuera un universo con diferentes galaxias, y en cada galaxia hubiera diferentes planetas. Los «retaleros», eran esnifadores que preferían comprar pequeñas porciones concretas de la ropa y no la prenda entera. Evidentemente, esas porciones aumentaban en preció dependiendo de qué zona fueran. Las más caras eran los sobacos, el cuello, la parte central de la espalda, la entrepierna y el culo; allí donde se concentraban con mayor intensidad las feromonas y el Olor a Macho.
Los retaleros eran los que compraban solo para oler y masturbarse; los esnifadores compraban para hacer lo mismo, pero, al poseer la prenda entera, se la podían poner y eso les excitaba… Solté el humo del tabaco y fruncí mucho el ceño. La idea de que algún pervertido llevara la ropa de Roier me causó mucha incomodidad. Pensaba que solo la olfateaban, no que les gustara «ponérsela e ir oliendo a lobo sucio». Chasqueé la lengua y tiré con fuerza la colilla a un lado, haciendo que la punta anaranjada expulsara pequeñas volutas encendidas al chocar contra el suelo antes de ahogarse contra la acera mojada. No debería importarme lo que hicieran con la ropa, pero, en cierto sentido, me importaba. Respondí al mensaje del retalero y le dije que sí, que pondría «retales» a la venta muy pronto. Prefería que esos cerdos se lo pasaran por la cara a que se lo pusieran.
Me quedé un poco incomodo durante el resto de la noche, reponiendo algunas baldas con golpes secos y expresión seria. Estaba molesto, pero no podía entender por qué me molestaba tanto aquel tema. El dinero era el dinero, y solo estaba vendiendo el Olor a Macho de un lobo que, prácticamente, lo estaba dejando por toda mi casa sin consideración ninguna. Al terminar de revisar las entregas de licor y cerveza que llegaron a mitad de la noche, tuve que soportar al tipo de los envíos que siempre intentaba ligarme de una forma ridícula. Fumaba conmigo al descargar las cajas, me hablaba de su novia, de futbol y trataba de invitarme a una cerveza mientras me miraba el culo y fingía rascarse la nariz.
—Vaya, hueles a fiera esta noche, eh —me dijo, porque la peste de Roier le estaba poniendo mucho más cachondo de lo habitual. Se le notaba en su respiración acelerada y la forma en la que se lamía los labios como si quisiera saborear la peste—. ¿Has corrido una maratón antes de venir aquí?
—Me estoy cogiendo a un lobo —respondí sin más.
Eso le cerró la puta boca y tras un par de tartamudeos y sonrisas nerviosas, al fin se fue. Entonces me senté en la silla y ojeé de nuevo la revista de muebles, marcando algunos que parecían bastante cómodos para el precio que tenían. Ahora que tenía dinero, podía tirar esa mierda de… Y entonces sonó el «dii-doo» de la puerta y, en apenas segundos, lo olí. Levanté la mirada a prisa, por encima de la caja registradora y el mostrados de chicles. Era Roier, pero no venía solo. En seguida bajé los pies de la mesa y me puse de pie, mirándoles fijamente y con cara seria. Al lado de mi lobo, había otro lobo que reconocí al instante; se trataba de ese rubiazo que tanto le gustaba a Sylvee, el alto de ojos azules y mandíbula afilada. Le pasaba un brazo por la espalda a Roier para ayudarle a andar, porque el lobo cojeaba. Ambos estaban heridos, un poco ensangrentados y, por como miraban atrás, quizá alguien les seguía.
Ese fue mi primer contacto con la Manada, o, al menos, con los asuntos de la Manada. Con el tiempo descubriría muchas cosas sobre ellos, sobre los chicos y sus compañeros. La gran hermandad que eran, los fuertes lazos que les unían y lo mucho que se querían. En la Manada se cuidaban los unos a los otros y nunca dejaban a nadie atrás; y que esa noche Roier hubiera confiado lo suficiente en mí para venir herido y traer a uno de sus hermanos, en un momento de debilidad como aquel, significaba mucho, muchísimo. Pero lo único que dije fue:
—Mierda… Van a hacer que me despidan…
Chapter 16: LA GUARIDA: REFUGIO
Notes:
(See the end of the chapter for notes.)
Chapter Text
Salí de detrás de la mesa del mostrador y fui hacia ellos con expresión seria. Roier me miraba con sus ojos cafés de largas pestañas, tenía un corte a la altura de la ceja y restos de sangre en las comisuras de los labios. Su chaqueta de cuero nueva estaba rasgada, rota en una manga, sucia de barro y hecha mierda. Sus jeans no estaban mucho mejor, con la diferencia de que una herida en su muslo, una que el lobo se apretaba con la mano, había dejado un gran círculo rojo, casi negro, sobre la tela azul oscuro.
El otro lobo, el rubio, agachaba la cabeza y me miraba casi por el borde superior de los ojos, con cuidado y los dientes apretados. No estaba tan herido como Roier, pero no estaba bien. Apenas le presté atención, centrándome en mi lobo, que era el único de los dos que me importaba. Le hice una señal hacia el pasillo para que fueran al despacho, me di la vuelta y tome las llaves de la tienda para cerrar la puerta mecánica y bloquearla, echando una mirada rápida al exterior. No estaba el Jeep negro y no parecía que hubiera nadie buscándolos. No todavía, al menos. Me di la vuelta, agarre la navaja de mi chaqueta para guardarla en el bolsillo del chándal y seguí el rastro de gotitas de sangre que habían ido dejando hasta llegar al despacho, al que entré antes de cerrar la puerta de un golpe seco.
—¿Qué mierda hacen acá? —pregunté con tono seco mientras me cruzaba de brazos.
El rubio había dejado a Roier apoyado en la mesa y se había quedado de pie, observando el lugar y gruñendo por lo bajo. Se había asustado cuando me vio cerrar la puerta, poniendo la espalda tensa y apretando los puños; Roier, por el contrario, estaba bastante relajado, cubriéndose la herida y con la frente perlada de sudor.
—Emboscaron a Axozer y a Roier en trabajo —respondió él.
Eso no respondía a mí pregunta, pero el otro puto lobo no dejaba de gruñir por lo bajo y me estaba poniendo nervioso, así que le dirigí una mirada seca y le solté un educado:
— Cerrá el orto —después miré de nuevo a Roier—. ¿Los siguieron hasta acá?
—Roier no está seguro —reconoció—. Puede.
Tome una bocanada de aire y me llevé la mano al rostro para frotarme los ojos con el dedo índice y pulgar. Que el puto lobo se hubiera mudado a mi casa, que apestara todo lo que le rodeaba, que se comportara como un cerdo que solo sabía comer y coger… tenía un pase porque a cambio estaba ganando mucho dinero a su costa; pero que me metiera en sus mierdas criminales ya no me hacía tanta gracia. Aun así, aquel no era momento para ponerse a discutir. Yo había estado en su situación en el pasado, herido, huyendo y desesperado por encontrar ayuda y refugio. Sabía que lo menos que necesitabas en ese momento era que te empezaran a gritar.
Así que me di la vuelta y salí sin decir nada, cerrándola tras de mí para ir en busca de algo para desinfectar las heridas y vendarlas. Cuando regresé con las manos llenas y un par de sándwiches de pollo, los lobos estaban discutiendo en voz baja. Se callaron al momento en el que entré, pero estaba claro que el rubio no estaba nada feliz de estar allí y que Roier le estaba sometiendo con gruñidos y su mayor rango en la Manada.
—Bájate el pantalón —le dije, yendo al escritorio para dejar todo encima. Le tiré un paquete con el sándwich de pollo al rubio, Axozer, y añadí—: vos quédate callado.
Agarro el sándwich antes de que chocara contra él, al vuelo, y me dedicó un bajo gruñido que Roier cortó en seco con una mirada que daba miedo y un gruñido más denso y profundo de advertencia. Entonces se fue con la cabeza gacha a la pared entre las fotos de los horribles hijos del señor Xing. Roier se desabrochó el cinturón y se bajó los pantalones, sufriendo una punzada de dolor y profiriendo un gemidito un poco lastimero.
Moví la lamparilla del escritorio y la acerqué a la herida del muslo para verla mejor. Era un corte limpio de arma blanca, puede que de un cuchillo, solo la punta; quizá Roier lo hubiera parado a tiempo antes de que se adentrara lo suficiente para perforarle todo el músculo hasta el hueso. Aun así, todavía sangraba, un poco más tras cada latido.
Chaqueé la lengua y le dediqué una mirada seria al lobo por el borde superior de los ojos antes de abrir un paquete de gasas y el bote de antiséptico. Mojé una buena cantidad, sin importarme demasiado ensuciar el suelo, y le empecé a limpiar la herida. Roier gruñó y apretó sus grandes manos contra el borde de la mesa, llegando a producir algún que otro crujido en la madera. Dolía, claro que dolía, pero no me puse a consolarle y decirle cosas bonitas, porque era un puto lobo adulto y con los huevos llenos de pelo. Si podía extorsionar a gente, robar y dedicarse a toda clase de actividades delictivas; podía soportar un poco de desinfectante líquido. Tras limpiarle bien la zona, dejé la gasa manchada de sangre sobre la mesa y abrí el paquete de tiritas de fijación para unirle los bordes de la herida y ayudar a que se cerrara antes de vendarla bien.
—¿Tenes más? —le pregunté.
Roier respiraba profundamente entre los labios, me miró a los ojos y trató de quitarse la chaqueta, pero como no fue capaz, lo ayudé. En los brazos tenía más cortes, algunos sobre los que ya se le habían curado de la otra vez. Sin decir nada, continué mi trabajo de enfermera y terminé con medio paquete de gasas y su herida de la ceja gruesa y negra, apelmazada con sangre seca. La limpié un poco y le puse otra tirita de fijación.
—¿Algo más? —quise saber.
El lobo negó. Le limpié el sudor de la frente y le di una breve e inconsciente caricia en el pelo, como diciendo «buen chico». Alcancé el otro sándwich sobre la mesa y se lo di. Roier soltó un gruñido bajo que no reconocí, quizá uno que significara: «gracias por cuidarme, Spreen. Sé que soy un lobo boludo y que no debería haber venido a la tienda esta noche». Después tiré el resto del paquete de vendas y tiritas a Axozer el rubio para que se curara él mismo lo que tuviera que curarse y salí por la puerta para que pudieran seguir discutiendo entre ellos ahora que Roier estaba vendado.
Giré en el estrecho pasillo rodeado de cajas para ir al cuarto donde el señor Xing guardaba la escoba y la fregona. Limpié el suelo con manchas de sangre y lo dejé bien limpio, pensando en los muchos problemas que podría traerme el hecho de que los lobos estuvieran allí. La tienda apestaba, el despacho apestaba, y en el momento en el que el señor Xing mirara las cámaras de seguridad y me viera ayudándoles, me iba a poner de patas en la calle.
Solté un resoplido y me rasqué la frente. Ahora que vendía ropa sucia de lobo, no necesitaba trabajar, pero eso no era un seguro para toda la vida. Roier se iría en cualquier momento, quizá en un par de semanas o puede que un par de meses. Por mucho que hubiera ganado, seguiría necesitando un trabajo al final del año. Y yo no era el mejor haciendo entrevistas ni cayéndole bien a la gente, así que entre eso y mi oscuro y complicado pasado, no había muchas oportunidades laborales para…
Unos golpes fuertes sobre el cristal me sacaron de mis pensamientos. Giré el rostro y miré a los siete hombres que había tras las puertas mecánicas. Sin duda, eran mafiosos, pero no eran lobos. No eran ni altos ni fuertes, solo una panda de matones callejeros con ropa negra, un montón de heridas de una pelea reciente y armas que escondían de una forma nada discreta bajo sus chaquetas. Alcé la cabeza y el jefe, o al menos el que mandaba, me hizo una señal para que abriera la puerta. Dejé el palo de la escoba apoyado en una de las estanterías de baldas y me llevé una mano al bolsillo, donde tenía mi navaja. El corazón me latía rápido, pero mi rostro era una máscara de indiferencia.
—Está cerrado —les dije con tono tranquilo pero lo suficiente alto—. Si necesitás algo hay una gasolinera a un kilómetro, por la autopista.
—Abre la puerta —ordenó el hombre, sacando la mano de debajo de su chaqueta para enseñarme que llevaba una pistola.
Los cristales eran gruesos, no eran anti-balas, pero sí anti-robos. Aunque empezaran a disparar, tendría la posibilidad de llegar a encontrar refugio antes de que una bala me alcanzara. Por eso no me asusté demasiado. Ya me habían apuntado con un arma antes, ya me habían disparado con un arma antes.
—No sé qué quieran, pero solo hay noventa dólares en la caja —le dije —. Este no es un negocio que merezca la pena robar.
—Abre la puta puerta, chico, o te meto un tiro en esa cara bonita que tienes —me amenazó.
Lo más sencillo era fingir que iba a por las llaves y pulsar el botón del pánico que tenían instalado bajo el mostrador. Eso mandaría una alarma a la policía y se presentarían en menos de cinco minutos. El problema era que yo tenía a dos lobos heridos en el despacho a los que harían preguntas que, seguramente, no quisieran responder.
—Mira, solo soy un trabajador. No quiero problemas —le dije—. Pero no voy a abrir la puerta a siete hombres armados.
El jefe, con la nariz rota y el bigote ensangrentado, levantó su arma y pegó el cañón al cristal, a la altura de mi rostro. Ladeó la cabeza y me mostro sus dientes amarillentos en una mueca de enfado.
—Sé que escondes a esos putos perros, así que abre la jodida puerta o te vuelo los sesos, ¿me has entendido, pequeño hijo de puta?
—Acá solo estoy yo —negué.
—Muy bien. Dale saludos a Satán de mi parte —entonces se apartó y apuntó con la pistola al cristal.
Me tiré al suelo y gateé como una jodida rata hacia el pasillo de los snacks. Cuando se oyeron los disparos, me encogí sobre mí mismo y me cubrí la cabeza solo por instinto. El cristal, como me había imaginado, se quebró con el impacto, pero no se rompió. Mi reacción fue seguir arrastrándome hasta que me sentí lo suficiente confiado para incorporarme y correr agachado, dando la vuelta al local hasta el borde del pasillo.
Dieron un par de patadas al cristal para que cediera, cogí unas fuertes bocanadas de aire y salí corriendo como un hijo de puta por el pasillo, agachando la cabeza como si así pudiera evitar que las balas me atravesaran. Llegué a la puerta del despacho y la abrí antes de cerrarla a mis espaldas. Miré a los dos lobos, que estaban de pie y muy nerviosos, con sus espaldas envaradas, gruñendo sin parar y con los puños apretados. Me llevé el dedo a los labios y siseé. «¡Shhhh…!».
Quizá mi rostro asustado, mi respiración acelerada y mis ojos muy abiertos y dilatados no les diera la mejor sensación del mundo, pero es que una panda de mafiosos estaba reventando el cristal de la tienda y estábamos atrapados en el despacho sin salida alguna. La única conexión con el exterior era un ventanuco en lo alto de la pared, pero el genio del señor Xing le había puesto rejas. Los ruidos llegaban del exterior, quizá hubieran conseguido entrar.
Me aparté de la puerta y me puse a un lado, saqué la navaja y la apreté con mucha fuerza en mi puño. Sentía un intenso latido en los oídos, pero la adrenalina me hacía muy consciente de todo lo que pasaba a mi alrededor. Los lobos se estaban preparando para el ataque, heridos y nerviosos, gruñían y se encorvaban ligeramente.
—Shhhh… ¡carajo! —les grité, haciéndoles una señal para que salieran de delante de la puerta y se pusieran al otro lado.
Quizá había una posibilidad de herir a algunos de los mafiosos al entrar. Quizá podía conseguir quitarle una pistola y cargarme a unos pocos más. Quizá simplemente entrarían y nos pegarían un tiro a cada uno en la cabeza. Había muchas posibilidades, pero yo tenía mi navaja y eso me hacía sentir mucho mejor. Apreté los dientes con pura rabia y, si no hubiera tenido el cuerpo lleno de adrenalina, seguramente me hubiera dolido. Los lobos se movieron al lado de la puerta. Se oyeron pasos por el pasillo, pasos pesados que retumbaron. Miré a Roier, que me miraba de vuelta con sus ojos cafés y ambar y mostrando sus colmillos.
Le hice una señal para que esperara y un gesto con mi navaja de que iba a apuñalar al primero que pasara. Él lo entendió rápido y asintió. Yo asentí. Más pasos. Estaban cerca. Un último y profundo latido y…
Alguien llamó a la puerta. Me quedé helado y volví a mirar a Roier.
—¡Chicos! ¿estáis ahí? —preguntó una voz grave desde el exterior.
Fruncí el ceño, pero los lobos parecieron reconocerlo y su relajación se hizo patente en sus cuerpos, en sus respiraciones y sus rostros. Axozer el rubio soltó el aire y se dejó caer contra la pared mientras cerraba los ojos. Roier fue el que se movió y abrió la puerta.
—Sí. Aquí estamos —le dijo al hombre—. ¿Carola recibió llamada de Roier?
—Sí, hemos venido corriendo —respondió la voz de un lobo que no pude ver, pero sí que pude oler. Era un Olor a Macho intenso y duro, menos cálido que el de Roier, más… agrio, de alguna forma. No me gustó nada—. ¿Estáis bien?
—Solo heridos —respondió Roier—. Axozer y Roier fueron emboscados en trabajo.
Axozer el rubio se movió para ponerse a la vista del hombre tras la puerta y cabeceó a forma de saludo, agachando un poco la cabeza con sumisión.
—Resolveremos el problema —le aseguró la voz grave, antes de que un brazo fuerte de mano grande y con un anillo le agarrara a Roier del hombro para darle un apretón—. Lo habéis hecho muy bien —les felicitó—. Vayámonos antes de que venga la policía y os curaremos.
Axozer se fue hacia la puerta y pasó de largo, pero Roier me miró y me agarró de la muñeca, tirando de mi hacia él. Yo seguía algo confuso y sobrexcitado por todo aquello. Miré al lobo grande, fuerte, con traje, cabello rubio y barba. Tenía los ojos de un color gris y una expresión suave que cambió un poco al verme allí. Puso una leve expresión de sorpresa, frunció levemente el ceño y olfateó discretamente el aire, como si quisiera comprobar algo. Entonces dijo:
—Así que tú eres Spreen.
Asentí un par de veces, demasiado tenso aún para responder con palabras. Mi rostro era totalmente serio e indiferente, pero mi corazón aún latía rápido. El lobo bajó la mirada a mi navaja y después volvió a mis ojos.
—Ya no necesitas eso, Spreen. La Manada se ha encargado de todo.
Apreté el arma un momento, pero con el dedo gordo moví la base de la hoja afilada y la escondí en el mango con un suave «click». Me la guardé en el bolsillo, pero no la solté. El lobo miró a Roier y le hizo una señal para que le siguiera afuera. Él asintió y tiró de mí para que le ayudara a salir, apoyándose un poco en mí al caminar y cruzando juntos el estrecho pasillo por el casi no cabíamos; seguidos del otro lobo que, por el hecho de que Roier le diera la espalda, debía de ser rango superior a él. Así que ese rubio trajeado que olía tan mal era el Alfa de la Manada. Y, en la tienda de cristales rotos y cuerpos de mafiosos humanos inconscientes, estaban otros seis lobos. Todos grandes, todos fuertes, todos con ojos brillantes y un olor intenso. Saludaron a Roier con respeto y se apartaron para dejarnos pasar hacia la puerta.
—Roier tiene que quedarse con Manada —me dijo entonces—. Spreen debe volver a casa.
No lo dudé. Asentí con la cabeza, le dejé allí de pie y volví a por mi chaqueta militar tirada en el suelo. Los lobos me miraban con atención, pero ninguno me gruñó ni se interpuso en mi camino. Saqué mi paquete de tabaco, me puse un cigarro en los labios y lo encendí antes de salir de vuelta a la puerta.
—Hoy hay carne asada para cenar —le dije a Roier cuando volví a pasar por su lado, sin quitarme el cigarro de los labios, por lo que mis palabras sonaron un poco vagas.
Tomé el camino a casa, haciendo crujir los cristales y trozos de plástico de las puertas reventadas a cada paso. No miré atrás, seguí fumando y caminando a paso firme hasta doblar la esquina. Allí fue cuando empecé a andar más rápido hasta que, simplemente, me eché a correr, con el cigarrillo en la mano y el pecho bombeándome sangre por todo el cuerpo. Miraba de un lado a otro, como si los mafiosos me hubieran seguido o me fueran a asaltar tras cada esquina o callejón. Llegué al portón y saqué las llaves de forma tan nerviosa que se me cayeron al suelo.
—¡Mierda! —grité, agachándome rápidamente a agarrarlas. Abrí el portón y subí las escaleras corriendo.
Cuando llegué a casa estaba sudado y sin aliento. Descansé un poco con la espalda apoyada en la puerta, tragué saliva para mojar la garganta seca y cerré los ojos mientras respiraba profundas bocanadas del aire apestoso y denso del apartamento. Apestoso y denso, pero que me hizo sentir mucho más seguro y me ayudó a calmarme rápidamente. Me quité la chaqueta, tiré las llaves sobre el taburete y me saqué otro cigarrillo. No encendí las luces. Abrí el zippo y tapé la llama con la mano antes de cerrarlo y fumar una calada.
Miré por la ventana de la habitación, discretamente mientras el humo se escapaba de mis labios. La calle estaba silenciosa, vacía, con solo las pocas farolas que todavía funcionaban arrojando su luz sucia y amarillenta sobre la acera. Fumé otra calada y fui a la cocina. Me saqué una cerveza de la nevera y me senté frente a la barra, apoyé los cojos y me pasé las manos por el pelo, todavía con el cigarrillo entre los dedos. Sorbí aire por la nariz y apreté los labios para que me dejaran de temblar. La casa estaba a oscuras y solo las sombras de las plantas se perfilaban contra los cristales sucios. Fumé otra calada nerviosa más y mi rostro quedó suavemente iluminado por un brillo anaranjado.
Cuando Roier había entrado en mi vida, había sido un incordio, un incordio muy rentable; pero solo contaba con tener que llenarle la barriga y vaciarle la pija, un trabajo que no me molestaba en absoluto. Lo que me molestaba era que ese hijo de puta apestoso me metiera en problemas que no eran míos. Si él y su Manada querían robar y ser unos malditos mafiosos, que lo fueran. A mí me daba igual. Siempre y cuando yo no estuviera en medio.
Me levanté y fui junto a la puerta de emergencias, la abrí un poco, solo lo suficiente para que saliera el humo y poder espiar la callejuela. Me quedé allí, con la mirada perdida en el descampado a oscuras y la ciudad al fondo, fumando y bebiendo cerveza. En algún momento, quizá una hora después, aunque no estaba seguro, oí la puerta y giré rápidamente el rostro.
—¿Spreen?
Oí el ruido de unas llaves y me relajé. Las luces del techo se encendieron, arrojando aquella desagradable y potente luz sobre la casa. Roier dio pesados y tambaleantes pasos hacia la habitación, casi arrastrando la pierna herida. Gruñó un poco cuando no me vio allí, un ruido más agudo y corto. Se dio la vuelta con una expresión de miedo y angustia y pasó la mirada por el resto del apartamento, encontrándome apoyado contra la pared al lado de la puerta de emergencias. Yo tenía una mueca muy seria de ojos entrecerrados y fumaba el que, creía, sería el quinto cigarrillo de la noche. Roier no se movió, quedándose allí parado con su chaqueta rota y su pantalón manchado de sangre. Solté el humo lentamente entre los labios y señalé la cocina.
—La comida está en el horno —le dije.
El lobo asintió y fue cojeando, más lentamente, hacia allí.
—Y Roier… —añadí—. A mí no me gustan los problemas. No me gustan nada…
El lobo se detuvo, me miró fijamente con sus ojos cafés y asintió lentamente. Entonces fue hacia el horno, sacó la enorme bandeja de carne asada y se sentó a comerla con las manos, mirándome de vez en cuando; quizá para tratar de descubrir si estaba enfadado, quizá para asegurarse de que seguía ahí parado y fumando.
En ese momento me prometí que no iba a meterme en asuntos de la Manada, que no quería saber nada de la Manada y que no quería entender a la Manada. Que se jodieran todos. Yo solo estaba allí para cogerme al lobo, llenarle la pansa y vender su ropa con Olor a Macho. Eso fue lo que me prometí aquella noche. Es gracioso recordarlo, porque apenas unos meses después ahí estaba yo, luchando y dándolo todo por la Manada y por Roier. Qué vueltas da la vida…
Notes:
No es mi culpa que termine tan haipeante, cada 4 o 5 caps termina asi xD al menos que quieran que publique menos capítulos por dia 👀
Chapter 17: LA GUARIDA: UN LUGAR DE DESCANSO
Chapter Text
Roier se terminó su bandeja de carne asada, bebió lo poco que quedaba de su cerveza y soltó un eructo antes de chuparse los dedos, limpiarse los labios con el trapo y levantarse. Se dejó caer en el sofá y me echó otra mirada por encima del respaldo. Gruñó un poco, un sonido bajo qué sí reconocí. Era el gruñidito de cuando quería atención y caricias, porque yo estaba muy distante con él y eso no le gustaba. Bueno, a mí tampoco me gustaba que me trajera a una banda criminal al trabajo, así que le ignoré, tiré la colilla por la puerta, solté el humo y la cerré antes de ir a recoger la bandeja vacía y grasienta que había dejado. Cuando tuve todo recogido, me lavé las manos y fui a sentarme al sofá. Roier volvió a soltar un gruñidito, pero apartó rápido la vista hacia la televisión cuando vio mi cara seria. Levanté un mano y tiré de la rotura en su chaqueta negra.
—Es mejor que te quites esto —le dije—. Mejor quítatelo todo y lo tiramos.
El lobo miró la rotura y puso una expresión apenada, bajando sus espesas cejas.
—A Roier le gusta mucho la chaqueta que Spreen le compro —dijo en voz baja—. No importa que esté rota.
—Está hecha mierda, Roier —respondí—. Hay que tirarla —y tras un breve silencio, añadí—: ya te compraré otra.
El lobo soltó un gruñido diferente a los anteriores, más lineal y rápido, y se quitó la chaqueta con cuidado. Lo ayudé, porque seguía herido y no quería que se hiciera daño. Puse la chaqueta destrozada sobre la mesa y después le quité la camiseta negra que apestaba a lobo. El Olor a Roier era intenso después de haber sudado tanto aquella noche y me atrapo un poco por sorpresa. Cerré los ojos y sentí cómo la verga se me ponía dura bajo el chándal. Por supuesto, el lobo lo percibió y me miró, empezando a respirar más fuerte y a endurecerse también bajo su jeans.
Todavía seguía molesto, pero no tanto como para castigarlo a él —y a mí mismo—, sin sexo. Así que tome una buena bocanada de aquel aire apestoso, denso e intenso, fui a dejar la camiseta junto a la chaqueta sobre la mesa de la cocina, y volví de espaldas a Roier para poner mis manos en sus grandes hombros y, lentamente, descender acariciándole sus pectorales. El lobo no separó la mirada de mí, recostando la cabeza en el respaldo y jadeando. Bajé el rostro y besé sus labios. Se me escapó un gemido de garganta cuando noté la humedad y calidez de su boca, con aquellos colmillos gruesos que sobresalían sobre el resto de dientes. El lobo empezó a gruñir con excitación; levantando uno de sus brazos para agarrarme el pelo y hacerme que le besará más y, probablemente, más fuerte. Entonces comenzó a mover la cadera de arriba abajo, cada vez más deprisa, como si ya estuviera cogiéndome.
—No te muevas… —le susurré en los labios, acariciando su pecho caliente de arriba abajo—. Como se reabran las heridas me enojare, Roier.
El lobo gruñó en desacuerdo, tirando más fuerte de mi pelo porque él era el Macho y todas esas tonterías. Quizá Roier se creyera muy hombre y muy lobo, pero se deshacía como caramelo derretido cuando le besaba y le acariciaba el pecho y la barriga. Sacó la lengua y comenzó a lamerme, tratando de imitar mis besos. Aquello tan asqueroso, por raro que pueda parecer, había empezado a gustarme. Tanto, que presioné más las manos sobre su cuerpo, como si no fuera capaz de tocarle lo suficiente.
Le acaricié la abdomen, el pecho duro, los brazos; hasta que no pude más, tragué saliva y fui a ponerme frente a él. Me quité la camiseta de camino y la tiré a un lado, me arrodillé entre sus piernas y le desabroché el cinturón de hebilla plateada. No me detuve hasta tomar su pija gorda, caliente y completamente empapada. El olor al liberar aquello me dejó sin aire. Apreté los dientes, cerré los ojos y gemí antes de volver a abrirlos. El puto Roier y sus putas feromonas de lobo conseguían que hasta su apestosa pija me pusiera tan excitado que dolía. Me metí la cabeza ligeramente más grande que el tronco en la boca, pero solo para limpiársela un poco y sorber aquellos hilos de líquido viscoso y traslúcido que se le habían pegado al pelo entre su pubis y su ombligo. Entonces fui subiendo, siguiendo el reguero de vello con besos y breves lametones hasta alcanzar su pecho.
Ahí me detuve para frotarme la cara como un idiota, porque apestaba a Roier y me encantaba. Con más besos fui hacia uno de sus pezones salidos y redondos y lo lamí. Eso atrapo por sorpresa al lobo, que gruñó de una forma más alta, abriendo más los labios y echando la cabeza para atrás. Era curioso, pero tardé todo ese tiempo en encontrar una de las mayores debilidades de Roier: sus pezones. Nunca supe si se trataba de un punto erógeno común en los lobos, pero a Roier le volvía completamente loco. Se retorcía, bufaba, gruñía y me apretaba contra él o me agarraba con mucha fuerza el pelo mientras su verga no paraba de mojarse y manchar todo a su paso. Cuando terminé allí, el lobo solo quería metérmela y correrse; pero me tocaba a mí disfrutar de una de mis mayores debilidades: los huevos de Roier.
Tras aquello, ambos estábamos totalmente enloquecidos. El lobo me mordió tan fuerte que me hizo gritar mientras me taladraba el culo, chapoteando con tanto líquido viscoso. Yo le insultaba y a veces incluso le daba puñetazos, le arañaba o le tiraba del pelo; pero Roier no se detuvo hasta que se corrió no cuatro, sino cinco veces.
Quiero hacer un breve apunte aquí y decir que, fuera del Celo, que un lobo se corriera cinco veces era como increíble. Cuatro, era posible a veces, pero cinco significaba que el Macho estaba tan excitado con el humano que había llegado a niveles similares a la época de apareamiento. Así que sí, soy un amante increíble
Después llegó la contracción y la inflamación, dejándonos sumergidos en un intenso silencio solo interrumpido por nuestros jadeos. Roier estaba empapado en sudor, elevando su pecho a cada respiración, apestando todo el sofá y toda la casa con sus feromonas y su intenso Olor a Macho. Recostaba la cabeza sobre el respaldo, con el rostro cara al techo y los ojos entrecerrados mientras me apretaba contra él entre los brazos. Yo no estaba mucho mejor, con la frente apoyada sobre el mismo respaldo, a lado de la suya, mientras jugaba distraídamente con los mechones húmedos de su pelo.
Incluso cuando la inflamación terminó cinco minutos después, todavía seguíamos en la misma postura. Fue el lobo el primero en moverse, levantando la cabeza para frotar el rostro contra mi sien y mi pelo mientras ronroneaba por lo bajo. Después se puso a lamer las buenas marcas que me había hecho en el hombro con lo putos dientes y sus grandes colmillos, la mayoría de ellas ensangrentadas. Moví un poco el hombro, porque me hacía daño, pero no se detuvo, así que solté un:
—Mierda, Roier, duele… —eso le detuvo al fin.
Alcé la cabeza y tome una buena bocanada. Levanté la cadera, notando lo sumamente empapado y viscoso que estaba todo y me moví a un lado con quejido al notar las piernas entumecidas de la postura. Solté el aire y, con un gran esfuerzo de mi parte, conseguí ponerme de pie.
Miré a Roier, con las piernas abiertas, el jean por los tobillos, el torso manchado de mi semen y sudor, sus ojos adormecidos y su verga ya flácida a un lado; descansando como un héroe de guerra después del gran trabajo que había hecho. Por desgracia, algunas de las heridas se le habían reabierto con tanto moverse y los vendajes se habían ensangrentado de nuevo. Chasqueé la lengua y puse una mueca de consternación. Solo tenía ganas de echarme en cama y dormir, pero no podía dejar al lobo así. Tuve que ir al baño a por dos toallas, una húmeda y otra seca, además del botiquín.
Me senté a su lado y le hice de nuevo las curas mientras se quedaba dormido. Le sequé el sudor con la toalla seca y el pecho manchado con la toalla húmeda. Cuando terminé, llevé todo al baño y me detuve antes de tirar la toalla seca al cubo de la ropa sucia. Era vieja y estaba hecha una mierda, pero olía bastante al sudor de Roier. Sería ideal para vender a retazos. Así que la metí en una bolsa de envasado, al igual que su camiseta negra y desgarrada que apestaba y sus pantalones manchados de sangre que le había quitado mientras dormía en el sofá. Los cortaría y haría retazos con toda aquella ropa sudada y muy usada y los vendería a puto precio de oro.
Pero al día siguiente, en ese momento estaba cansado y agotado, mental y físicamente. Desperté a Roier con una caricia mejilla contra mejilla como las que él me daba y le froté un poco el pecho.
—Despierta, capo. Vamos a la cama —murmuré.
El lobo gruñó por lo bajo y respondió a mi caricia, mormoneando. Le ayudé a levantarse y pasé un brazo por debajo del suyo, rodeándole para que se apoyara sobre mí y caminara mejor. Le abrí la colcha y se echó, esperando a que me uniera a él para rodearme por la espalda y volver a quedarse dormido. Cerré los ojos y me dejé llevar por el calor de su cuerpo y el cosquilleo en mi nuca tras cada ronquido.
Cuando me desperté, la claridad entraba por los ventanales con demasiada fuerza, porque me había olvidado de mover las cortinas. Solté un quejido y me giré para cubrirme bajo el edredón y pegar la cara al pecho de Roier. Evidentemente, eso produjo una reacción en mí tras un par de minutos y acabé despertando al lobo mientras le lamía los pezones de nuevo. Esta vez me aseguré de que no se moviera tanto, cabalgándole yo mismo. Eso no gustó demasiado al lobo, que no se sentía nada a gusto con el hecho de no llevar la iniciativa y el ritmo del sexo; así que me agarró del cuello con su enorme mano y me lo apretó mientras gruñía para reafirmar su autoridad sobre mí.
Solo se corrió las tres veces de siempre en esa ocasión, quedando fatigado, con los labios entreabiertos, los ojos adormilados y los brazos extendidos a lo largo de la cama. Roier siempre cumplía, pero eso no quería decir que la pelea del día anterior, la huida, las heridas y todo el sexo, no hubieran hecho mella en su cuerpo y su resistencia física. Mi lobo era todo un guerrero, pero incluso los gladiadores tenían que descansar de vez en cuando.
Con esa tonta idea en mente me fui al baño y le dejé descansando con las cortinas echadas para que no le molestara el sol. Me vacíe en el váter, me duché y salí fresco para ponerme algo cómodo e ir hacia la cocina. Me encendí un cigarro y preparé el café, dando un buen golpe a la máquina para que funcionara. Ahora que tenía dinero no sabía qué carajos hacía todavía con aquella mierda rota que me quemaba el café. Abrí la nevera para sacar la leche y llené hasta el borde el vaso de Roier antes de meterlo en el micro. Un buen trozo de ceniza del cigarrillo que no me había sacado de los labios todavía, cayó sobre mi pantalón suelto de pijama y solté un
«mierda», mientras me lo limpiaba. Yo no era lo que se decía una
«mujercita del hogar»; no iba a cantar mientras batía huevos y hacían tortitas con sirope de caramelo para mi cariñito… porque si llegaba ese día, abriría la puerta de emergencia y me tiraría de cabeza para reventarme los sesos contra el asfalto.
Agarré mi café y me fui a la puerta para terminar mi cigarrillo y beber tranquilamente el líquido oscuro y amargo, mirando el descampado al lado del edificio. El cielo estaba nublado, pero ya no como antes, e incluso la luz del sol se colaba en columnas y bañaba la ciudad. Aquello duraría poco, porque en aquel asqueroso lugar llovía demasiado, menos en verano, que hacía un puto calor insoportable.
Me terminé mi café y mi cigarro y me puse a ver el celular. Tenía muchas llamadas perdidas y mensajes del señor Xing, pero los ignoré y fui directo al Foro. Escribí un par de anuncios de venta, todos de retales. Tenía una camiseta negra muy usada de la que podía sacar cuatro, un pantalón del que podía sacar otros dos y una toalla sudada. El precio era menor que por la prenda completa, pero, aun así, alcanzaría unos mil dólares con todo gracias a que tenía mucho Olor a Macho de SubAlfa. Chasqué la lengua con rabia; podía haber sacado más de mil seiscientos si lo hubiera vendido entero, pero la idea de que algún puto enfermo se lo pondría, me seguía repeliendo demasiado.
Mientras mandaba un mensaje al comprador del retal de la entrepierna del pantalón, el que más valía de todos, oí un bostezo a lo lejos, seguido del crujir de la cama y un gruñido de queja. Dejé el celular en la mesa y me levanté para ir a ayudar a Roier a llegar al baño. Me quedé esperando a que terminara de mear, con una mano sujetándose la verga y la otra en las horribles baldosas de la pared, antes de ayudarle a volver a la cama y revisar las heridas. Las vendas estaban un poco manchadas, pero nada fuera de lo normal tras la noche.
—Te las voy a cambiar —decidí, porque era temprano y tenía tiempo de sobra para ir a mis recados de la tarde—. Ah, y te pones un calzoncillo — recordé.
Roier solo gruñó un poco en respuesta. Esperó a que fuera yo quien le pusiera el bóxer, una expresión de incomodad cruzó su rostro y movió la cadera, como si no le gustara, antes de rascarse el pubis. Por supuesto, estaba exagerando. Era un calzoncillo de marca, de algodón suave y elástico, la tela se adaptaba a la perfección a su cuerpo grande, remarcando todo lo que había que remarcar… el maldito estaba bastante sexy, no voy a mentir.
Volví con el botiquín del baño, le limpié los cortes, le eché pomada antiséptica en las heridas, antinflamatoria en los moratones y cambié el vendaje. Tras media hora ya estaba todo listo, dejé el botiquín y empecé a vestirme.
—Hoy no vas a trabajar, ¿verdad? —le pregunté.
—No. Alfa ordenó a Roier descansar y recuperarse en Guarida.
—Bien. Te traeré el vaso de leche e ire a hacer las compras — murmuré, poniéndome mi chaqueta militar por encima de una camiseta vieja.
Le llevé su leche y se incorporó para beberla toda antes de eructar y volver a tumbarse con las manos tras la nuca, marcando sus enormes bíceps y mostrando sus peludas axilas. Alcé una ceja y negué con la cabeza. A veces Roier era… demasiado. Me incliné para rozarle la mejilla contra la suya y él ronroneó, devolviéndome la lenta caricia con una suave sonrisa en los labios.
—Spreen se va —le dije.
—Pásala bien —respondió él.
Eso me hizo sonreír un poco y asentí, tomando la bolsa de la basura donde había escondido la ropa envasada. Me la pasé sobre el hombro y la apoyé en la espalda, sosteniendo las dos tiras de plástico amarillento con los dedos índice y central. Salí por la puerta y fui primero a desayunar a la cafetería que frecuentaba ahora; tenía bastante hambre, así que pedí dos sándwiches de huevo y un bagel vegetal.
Después fui a la oficina de correos, donde ya empezaban a reconocerme, les pedí unas tijeras y me puse a recortar la ropa allí mismo, sobre una de las mesas libres. Eso llamó la atención de algunas personas que pasaban por allí, pero, evidentemente, nadie se atrevió a acercarse al hombre que apestaba a sudor y recortaba la entrepierna de un pantalón para meterlo en una bolsa hermética y enviarlo. Había vendido todos los retales enseguida debido a que, al tener menor precio, estaban al alcance de muchos esnifadores deseosos de probar las feromonas del famoso Macho SubAlfa. Después de sacarse aquello de encima, tiré los restos de la ropa cortada a la basura de la calle y fui a por la comida. La mujer que atendía me sonrió mucho, seguramente por petición de la encargada, e incluso dejó de atender a los clientes para entregarme mi bolsa especial.
—Dos patas de cordero al horno y un costillar de ternera —me dijo. Doscientos ochenta dólares con descuento del diez por ciento. Más de la quinta parte de lo que había ganado aquel día vendiendo los retales.
Volví a chasquear la lengua al pensar en aquello. Las ganancias no serían tan buenas si no vendía la ropa entera, y mantener a Roier era caro; algo de lo que, por cierto, no hablaban los putos omegas en el Foro. ¿Cuánto se suponía que se gastaban ellos en comida?, ¿o es que sus lobos no comían tanto?
Todavía con una mueca de disgusto, saqué el celular al recibir una llamada. El señor Xing, justo lo que necesitaba en aquel momento. Nada más responder un simple: «¿Sí?», el hombre empezó a chillar que por qué no le había llamado de vuelta, que dónde había estado escondido, que «pol qué huil, tú lata asquelosa»; hasta que, como me esperaba, terminó despidiéndome.
—Cāo nǐ, yī duī gǒu shǐ —le dije, unas palabras que había buscado en el traductor y que había repetido hasta la saciedad, soñando con el día en que pudiera decírselo. Al parecer, mi pronunciación fue perfecta, y después de oír que se vaya a la mierda y que era un pedazo de basura, el señor Xing se quedó en completo silencio. Disfruté de ese delicioso momento, hasta que, con una amplia sonrisa en los labios, le colgué.
Ahora no me quedaba otra que, por mucho que me molestara, vender la ropa entera de Roier sí o sí. Necesitaba un buen colchón hasta que consiguiera otro trabajo estable, y a alguien como yo, esas oportunidades no le sobraban. Así que volví a casa con una expresión seria, metí la comida en el horno y me saqué un cigarro y el zippo antes de dejar la chaqueta militar en la habitación. Roier estaba dormido y roncando, casi en la misma postura en la que le había dejado. Hice poco ruido para no despertarle y fui hacia la cocina para sacarme una cerveza y fumar al lado de la puerta de emergencias. El lobo no se despertó hasta casi el anochecer, cuando gruñó a lo lejos y dijo:
—¿Spreen?
—¿Qué carajo queres? —le grité desde la cocina.
—Roier hambre —me dijo.
Me levanté del sofá para ir a buscarle y le encontré sentado al borde de la cama, rascándose los huevos por encima del calzoncillo. Le ayudé a levantarse y a caminar hacia la cocina, donde se dejó caer en su taburete y esperó a que le calentara las piernas de cordero. Cuando empezó a oler a grasa derretida y carne churruscada, las tripas del lobo rugieron. Saqué los dos enormes pedazos de carne humeante y se los puse delante, sin molestarme en quitarlos de la bandeja.
Comí un poco con él, pero no demasiado, dejando casi todo para un Roier que terminó con la barriga llena y la boca repleta de grasa. Tuve que ayudarle a ir al sofá, donde eructó, estiró los brazos por el respaldo y abrió las piernas como si los huevos no le cupieran entre ellas. Me recosté a su lado, apoyando los pies sobre la mesa baja mientras escuchaba de fondo uno de sus programas de bricolaje y miraba el celular. Normalmente a esa hora estaría leyendo el Foro, pero en esa ocasión tenía abierta una página de ofertas de trabajo.
No pasó mucho tiempo hasta que oí el gruñido alargado del lobo, ese que pedía atención y cariños. Tome una bocanada de aire y alargué una mano para acariciarle la barriga abultada. Roier ronroneó un poco y siguió mirando la tele como un cerdo cebado y malcriado. Se acabó volviendo a dormir y pude parar para levantarme, prepararme otro café y fumarme otro cigarro mientras pasaba de anuncio en anuncio. Los trabajos eran una mierda y el sueldo un chiste, por supuesto, pero era la clase de empleos donde no pedían referencias y no les importaba que la policía tuviera una ficha bastante grande con tu nombre en ella. Me fui a la habitación para llamar a unos cuantos, contándoles por encima mi experiencia laboral y fallando siempre en preguntas como: «¿Dónde te ves de aquí a diez años?» Muerto, así me veía.
—Casado y con hijos —respondí.
Volví al salón con cara de asco y tome otro cigarrillo del paquete. Roier se había despertado en algún momento y me miraba con sus ojos cafés y ambarinos.
—¿Spreen va a dejar la tienda? —preguntó.
Le eche una breve mirada en silencio mientras abría la puerta de emergencias y apoyaba la espalda en la pared, dudando en si contárselo o no. Me encendí el cigarro y eché una buena bocanada de aire a la noche.
—El hijo de puta de Xing me despidió después de que destrozaran su tienda a balazos —respondí con tono seco y sinmirarlo.
Roier gruñó un poco, pero no dijo nada. Después me dijo que tenía que ir al baño y lo llevé, pero me negué a quedarme allí mirándolo cagar, así que volví al salón y le dije que me diera un grito cuando hubiera terminado; cosa que hizo. Aguanté la respiración durante todo el proceso y cerré la puerta de un golpe seco.
—Roier podría armar el armario estos días cuando se mueva mejor — le oí decir, señalando con la cabeza las tablas y herramientas que aún llenaban una esquina de la habitación. Solté un murmullo desinteresado y fui a llevarle de vuelta al sofá para que siguiera viendo la tele.
Allí tirado, se empezó a recostar sobre mí y a gruñir para que le hiciera caso. Le acaricié y ronroneó un poco, pero debía equivocarme al interpretar el gruñido, porque no era eso lo que el lobo quería en esa ocasión. Bajo el calzoncillo se le marcaba un bulto gordo y carnosos que en seguida empezó a mojar el algodón blanco. Al igual que le pasaba a él conmigo, de pronto yo también me puse bastante excitado al verlo así; tiré el celular sobre la mesa y me incliné para buscar sus labios, su cuerpo y, finalmente, su pija. Roier se corrió tres veces en el sofá, encima de mí, gruñendo, apretándome la cabeza contra el asiento y mordiéndome con fuerza. Yo apretaba los dientes y le insultaba entre jadeos, disfrutando de cada embate, de mis labios empapados de líquido viscoso y de la peste que nos rodeaba. Era simplemente algo salvaje, sucio, primitivo y animal.
Durante la inflamación, el lobo se limpió el sudor en mi pelo y mormoneó un poco; pero después tuve que ayudarle a sentarse y cambiarle los vendajes manchados, hacerle las curas de las heridas y secarle con una toalla que iba a ir directa al Foro de venta.
Pronto aprendería que Roier en casa solo sabía dormir, comer y coger. Eso era todo lo que hacía. Bueno, a veces arreglaba algo o armaba un puto mueble y me llenaba el salón de serrín; pero en general, era como un puto cerdo. Y yo tenía que ser el que cuidara de aquel lobo grande e inútil, porque, como descubriría más adelante, eso era lo que hacían los compañeros de la Manada. En resumidas cuentas: los lobos eran los Machos que salían a defender el territorio y conseguir el dinero, y los humanos eran sus mujercitas que cocinaban, cuidaban su Guarida y parían a sus crías como putas conejas. Quizá piensen que no resulta un trato muy atractivo, o puede que les encante la idea, no sé… ya he visto de todo. El caso es que, para mí, no lo era. Yo lo odiaba. Yo no sabía ni cuidar de mí mismo, ¿cómo mierda iba a cuidar de Roier? Pero con el tiempo descubriría que, formar parte de la Manada, que tener a un lobo de tu lado, traía también muchísimos beneficios; porque la Manada nunca olvida.
Ni lo bueno, ni lo malo.
Chapter 18: LA GUARIDA: O, MEJOR DICHO, LA MADRIGUERA
Chapter Text
Roier debía ser en ese momento el lobo más feliz del mundo. Tenía a un humano que le llenaba de comida hasta reventar, lo cuidaba y le daba todo el sexo que quería. Él solo se dedicaba a mirar la tele, rascarse los huevos, gruñir si quería algo y a echarse largas siestas. Yo tenía muchas razones para quejarme, porque era su niñera, su chef, su mucama y su putita personal; sin embargo, en apenas tres días me saqué cinco mil dólares vendiendo sus calzoncillos usados. Los esnifadores se volvían LOCOS con ellos. Debía tratarse del súmmum de la perversión, porque participaban en subastas encarnizadas que yo contemplaba con un cigarrillo en los labios y una sonrisa diabólica en el rostro. El primero que había puesto a la venta, después de que Roier lo llevara un día entero con todo el sexo, las meadas y su Olor a Macho bien acumulado, llegó a alcanzar un precio de mil setecientos dólares. Estallé en tal carcajada que el lobo se asustó a mi lado en el sofá.
—Compraré cerveza de la buena y una gran cena para mi lobo esta noche —le dije, dirigiéndome a él para acariciarle el rostro contra el mío—. ¿Qué te parece? —susurré.
Roier ronroneó y me devolvió la caricia con una sonrisa de felicidad en los labios. Fui por mí chaqueta militar, metí el paquete de cigarros y me llevé la bolsa envasada con el calzoncillo. Después de enviarlo me paré a tomar un café y un sándwich en una esquina solitaria de la cafetería. Había gente en la mesa de al lado, pero se habían ido deprisa al olerme. Mi peste a Roier ya era absoluta. Estaba en todas partes: en mi ropa, en mi pelo, en mi piel y en toda mi casa. No había forma de escapar de ella, pero, de todo lo malo, aquel era el menor de mis problemas. Sinceramente, a mí me daba completamente igual. Era un olor que, inconscientemente, había identificado ya como algo bueno. Olía al hogar y a la satisfacción, a mi lobo grande y mafioso, al calor que emitía y a aquella sensación tan agradable de protección cuando me cubría con su cuerpo. Así que «Olor a Macho de Roier. Bien». Eran las feromonas las que me hacían sentir así, por supuesto, porque yo no necesitaba todo eso. Nunca lo había tenido y nunca lo había buscado.
Allí sentado, en la tranquilidad de mi mesa mientras masticaba el delicioso sándwich vegetal y miraba el Foro, respondiendo algunos de los mensajes privados de esnifadores que hacían peticiones y ofrecían sumas estúpidas, recibí una llamada. Era un número oculto y no respondí, pero volvió a llamar otra vez cuando estaba en la lavandería, y otra más cuando estaba recogiendo la comida.
—¿Quién mierda sos y qué carajo queres? —le pregunté con enfado cuando me llamó una sexta vez.
—¿Spreen? —me preguntó una voz grave que me resultó vagamente familiar—. Soy Carola, el Alfa de la Manada.
—Ahm… —solté tras un breve silencio—. ¿Qué carajo querés?
—¿Está Roier por ahí? Querría hablar con él.
—No, no está acá. Salí a comprar —le dije con un tono desinteresado—. Llama en una hora —y colgué.
Carola el Alfa podía venir y chuparme la pija si quería. Yo no era de la Manada y no le debía ningún trato especial. A no ser que se pusiera unos calzoncillos de marca y se corriera en ellos, entonces sí le trataría como a un rey. El Olor a Macho de Alfa era el más caro de todos y su ropa interior manchada quizá pudiera llegar a alcanzar los dos mil dólares la unidad. Aunque, siendo sinceros, el Olor a Macho de Roier era muchísimo mejor.
Mi lobo era mejor.
Ese repentino pensamiento me hizo fruncir el ceño y ladear el rostro. Las putas feromonas debían estar pudriéndome el cerebro. Volví a casa y tiré las llaves sobre el taburete verde, junto a las de Roier. Él me recibió con una mirada y un gruñido, levantando la cabeza para que yo me acercara y le diera una caricia en el pelo. Puse la bolsa en la encimera y saqué la bandeja envuelta en papel de aluminio.
Descubrí un pequeño cerdo dorado y caliente que olía a grasa derretida. Roier se levantó al momento y camino con cuidadosos pasos hacia la mesa para sentarse en su taburete y clavar su mirada en el cerdito que un lobo voraz se iba a comer entero. Le di un tenedor y le abrí una cerveza de un litro antes de ponérsela en la mesa. Roier empezó a devorar aquel pequeño cerdo a grandes bocados, masticando con la boca abierta mientras yo guardaba el resto de la comida en el horno. Ahora el lobo comía tres veces al día; a la hora y poco de levantarse, a medianoche y antes de la madrugada. Así que el precio de la tienda había subido y, si mi única fuente de ingresos hubiera sido lo que ganaba en la tienda, hubiera sido imposible para mí mantener aquel ritmo de gastos.
—Te llamo Carola, quería hablar con vos —le dije, sacando un cigarro que dejé en los labios mientras buscaba el zippo en mis pantalones ajustados.
—Roier le llama —respondió, con comida en la boca y alargando una mano para que le entregara el celular.
Me encendí el cigarrillo y solté el humo hacia el techo, dedicándole al lobo una mirada seria por el borde inferior de los ojos.
—Roier pide por favor a Spreen —añadió, como le había enseñado.
Cabeceé con aprobación y saqué el celular para entregárselo antes de caminar hacia la habitación, dándole algo de intimidad para que tratara sus asuntos de la Manada.
—Pon a Roier con Carola —dijo, desde lo lejos—. Aquí Roier. Sí, bien, en Guarida con Spreen. Roier ya casi puede caminar.
Me acerqué a los ventanales, aparté las cortinas y abrí un poco la ventana, todo lo que pude mover aquella mierda de cristalera oxidada, dando fuertes tirones hacia arriba mientras soltaba insultos por lo bajo con el cigarrillo en los labios y los ojos entrecerrados para que el humo no me cegara. A veces la casa necesitaba airearse un poco, porque con el lobo todo el día allí metido, aquello era como la puta madriguera de un oso durante la hibernación. Saqué la cabeza por la rendija, inclinando el cuerpo y apoyando los codos en la sucia y ennegrecida repisa exterior. El cielo estaba cubierto por nubes grises y densas y una fina neblina llegaba desde el río, trayendo con ella un frescor húmedo.
Fumé un poco más y después apagué el cigarro y lo tiré hacia la acera antes de volver al interior. Tome la bolsa de la lavandería y empecé a sacar la ropa limpia, la mía y la de Roier. Había tenido que comprar un detergente especial sin aroma porque el lobo odiaba todo tipo de perfumes y fragancias; ponía cara de asco y apartaba la cabeza. Era algo común en los lobos, al parecer, no solo una de las muchas tonterias de Roier. En el subforo de los omegas había leído repetidas veces lo importante que era no echarse colonias, desodorantes o nada que estuviera perfumado, así como tampoco lavar la ropa con ellos para no intervenir en la impregnación ni en el Olor a Macho de los lobos. Así que lo que hacía era lavar la ropa y dejarla más o menos doblada entre el resto de las prendas de Roier, para que volviera a oler a él antes de que se las pusiera.
Cuando terminé con eso, cambié las sábanas y las fundas de las almohadas con unas nuevas que había comprado, blancas y suaves, y que había dejado impregnándose previamente. Lo enrollé todo y lo guardé en una bolsa de basura, porque tenía grandes planes para ellas. Eran casi lo más apestoso de la casa después de Roier, así que iban a alcanzar un precio desorbitado en el subforo de esnifadores. Cuando terminé, volví a la cocina, donde el lobo ya llevaba comida más de la mitad del cerdo y masticaba ya lentamente, empezando a estar lleno de carne. Recogí el celular a un lado de la mesa y me senté frente a él, dándole un trago a su cerveza de un litro casi vacía.
—Roier tiene que ir esta noche junto a Manada —me dijo, a lo que simplemente asentí mientras entraba en el Foro y pensaba en si vender la sábana entera o por retales. Las fundas de las almohadas las vendería enteras, porque sabía que había esnifadores a los que les encantaba dormir sobre ellas—. Roy vendrá a buscar a Roier —volví a asentir y decidí vender la sábana por retales. La cortaría en al menos cuarenta o cincuenta trozos, a… doscientos dólares la unidad, y los iría vendiendo a los pocos—. Roier llevarse comida.
—Te pondré el pavo relleno en un tupper —murmuré sin levantar la mirada del celular.
El lobo cabeceó y se terminó el cerdo, quedando con la barriga hinchada y una expresión soñolienta en el rostro. Fue hacia el sofá y se tiró allí, encendiendo la tele antes de empezar a roncar. Acabé de poner el anuncio de venta de los retales y las fundas y me encendí un cigarro mientras iba a la puerta de emergencia. En el subforo de los omegas seguían hablando de sus tonterías de siempre, lloriqueando y compartiendo perlas de sabiduría como «la lencería roja funciona mejor que la negra, ¡comprobado!». Después tenían apartados como «Cocinando para tu lobo», que nunca me había preocupado si quiera en mirar, pero que últimamente sí visitaba por simple curiosidad de saber qué carajo le daban los demás a sus lobos. La mayoría eran recetas de cocina de revistas o páginas web, de todo tipo de carnes, pescados y productos ovolácteos. Al parecer, los lobos no comían pasta, pero sí arroz, pan y ciertos vegetales, así que era bueno mezclárselos para que estuvieran más sanos y tuvieran más energía.
Solté el humo a un lado con un murmullo de interés mientras apoyaba la cabeza en la pared de ladrillo, pensando en darle la lista a los de la tienda de comida para llevar. Después me indigné cuando empecé a leer que la cantidad de comida de la que hablaban lo omegas era, en general, prácticamente menos de la mitad de lo que Roier comía en una sola ingesta. «¡Se queda muy lleno con esta receta!», decían los muy subnormales hablando de apenas kilo y medio de carne. Me jodió tanto que, por primera vez en mi vida, escribí algo en ese subforo de dementes y enfermos.
«¿En serio eso les parece mucho? Son unos hijos de puta afortunados si se gastan tan poco en comida. Mi puto lobo se come una pata de cordero para el desayuno, tres conejos enteros en la comida y un maldito pavo de nueve kilos en la cena. ¡No me rompan los huevos y dejen de llorar!». Lo escribí con cara de asco y soltando humo entre los labios mientras me terminaba el cigarro. Los omegas a veces solo sabían quejarse de que sus lobos se iban de sus casas y no les hablaban, pero quería verlos cuidando de Roier y pagando trescientos dólares al día en carne. Guardé el celular y tiré el cigarro por la puerta antes de arrimarla sin llegar a cerrarla.
Fui al sofá y tome el control remoto del lobo sin llegar a despertarlo, quité ese puto programa de mecánicos que estaba viendo y puse música por el equipo de sonido, llenando la casa de un ritmo bajo pero bailable. Todavía farfullando por lo bajo, abrí un poco las ventanas, agarré la escoba y empecé a barrer el suelo, quitando las putas alfombras y limpiando entre las macetas de las plantas. Las macetas dejaban tierra por el suelo como si la cagaran y el polvo era ya otro habitante más de aquella casa. De todas formas, a medida que escuchaba la música electrónica suave, dejé de estar menos enfadado, moviendo la cabeza al ritmo, después los hombros y finalmente el cuerpo mientras barría distraídamente. No me di cuenta de que Roier se había despertado hasta que le noté muy cerca de la espalda, rodeándome con los brazos y siguiendo el ritmo de mi cuerpo con la cadera y una entrepierna muy abultada y cada vez más mojada.
A los lobos les encantaba bailar, y el maldito de Roier bailaba mejor que ninguno. Sabía seguir mi ritmo a la perfección, ningún paso de baile complejo, solo un ligero bamboleo, un movimiento de hombros, cabeza y cadera. Se pegaba a mí, pero no me interrumpía, apoyando su frente contra la mía y mirándome fijamente. Era sexy, sensual y había pocas cosas que me atraían tanto como un hombre que sabía bailar como si no le costara nada. Quizá sus feromonas fueran fuertes y me confundieran, pero yo sabía que aquello me puso muy excitado por varios motivos.
Le fui guiando hacia la habitación, siguiendo el ritmo y haciendo que me persiguiera un poco mientras gruñía por lo bajo y jadeaba lentamente. Con la música de fondo y la suave luz blanquecina entrando por la ventana, tuvimos uno de los mejores sexo de la semana. Roier no se volvió loco y empezó a taladrarme el culo como solía pasarle, sino que siguió el ritmo, como si continuáramos bailando. Sosteniéndome entre los brazos, con una mano en mi espalda y la otra en mi culo, de rodillas en la cama mientras yo me sentaba encima con solo la camiseta vieja puesta. Le miraba con unos ojos entrecerrados y le rodeaba el cuello con los brazos. Le tiraba un poco del pelo y besaba intermitentemente sus labios. Él jadeaba en mi rostro y gruñía con un profundo ronquido en el pecho, que aumentaba un poco más cada vez que se corría dentro de mí. Estaba empapado y podía sentir el líquido viscoso y caliente deslizándose por mis muslos, produciendo un sonido ligeramente pegajoso cada vez que me la metía hasta el fondo y reculaba con la cadera.
Roier me mordió con fuerza y me arañó la espalda antes de alcanzar su cuarto y último orgasmo. Yo estaba demasiado extasiado como para quejarme, solo pude fruncir ligeramente el ceño y apretar los ojos. Con cuidado, el lobo se derrumbó hacia delante, llevándome con él y dejando caer su peso sobre mí. Sufrió las contracciones y se produjo la inflamación. Yo miraba el techo y le seguía acariciando la nuca y la enorme espalda musculosa con la punta de los dedos. Roier sintió un escalofrío y se removió un poco, ronroneando como un león cerca de mi oreja.
Nos pasamos así un buen rato, incluso después de la inflamación, hasta que el lobo se volcó a un lado, llevándome con él para ser yo el que le rodeara con el brazo y la pierna mientras recostaba la cara sobre su pecho. Le acaricié la barriga y cerré los ojos, sin darme cuenta del momento en el que me quedé dormido.
Nos despertamos una o dos horas después, supuse, por la claridad más apagada que entraba por la ventana junto con el frío del atardecer. Me quejé, rodeándome la cabeza con el edredón y buscando el calor de Roier a mi lado. Él me apretó y gruñó por lo bajo; hasta que el celular empezó a vibrar en los pantalones de mi chándal tirado en el suelo. No tuve ninguna intención de levantarme, pero el lobo sí lo hizo, yendo a responder la llamada.
—Aquí Roier… —le oí decir con voz adormilada—. Sí, bajo ahora.
Colgó y, con un gruñido de queja, fue por su ropa para vestirse. Abrí los ojos un poco para mirar cómo se sentaba en la cama y hacía temblar el colchón. Tenía marcas de arañados en la espalda y un vendaje en el brazo. Tome una bocanada de aire y chasqueé la lengua, levantándome para ir a la cocina y meterle el puto pavo en el tupper. No cabía entero, por supuesto, así que usé un cubo de plástico que se suponía que era para sopas o cremas y que tenía una capacidad de quince litros; partí el pavo con todo el cariño del mundo, con un enorme cuchillo y a golpes limpios hasta que pude meter todos los pedazos y cerré la tapa hermética. Roier vino a la cocina y me acarició el pelo con el rostro.
—Roier se va —me dijo.
—Pásala bien —respondí, entregándole ese cubo enorme lleno de carne de pavo relleno.
El lobo se lo puso bajo el brazo y salió cojeando ligeramente hacia la puerta. Me lavé las manos para quitarme la grasa y los trozos de carne que me había quedado pegados y fui por un cigarro y el zippo. Lo encendí y solté una primera bocanada de humo que me supo a gloria antes de dirigirme a uno de los ventanales del salón que daban a la calle. Me quedé entre las plantas, fumando y apartando un par de hojas para echar un vistazo a la carretera, donde había un todoterreno Land Cruiser gris metalizado con las luces de freno encendidas.
Un hombre enorme estaba apoyado en la puerta, con los brazos cruzados y expresión seria. Tenía una chaqueta negra, un jersey de cuello alto y una cadena de plata por encima; así que era más que evidente que se trataba de un puto lobo. Roier apareció con la chaqueta de motero que le había vuelto a comprar y el cubo bajo el brazo, cojeando ligeramente. El otro lobo inclinó la cabeza a forma de saludo y se separó para entrar en el coche. Fumé otra calada y me quedé espiando hasta que se fueron. Después chiqueé la lengua y fui a cerrar el resto de ventanas porque hacía un frío de mierda y yo solo llevaba mi camiseta vieja y manchada. Me di una ducha caliente, me puse ropa limpia y tome la bolsa de basura donde tenía las sábanas y las fundas de almohada para llevarlas a la mesa de la cocina y empezar a cortarlas en pedazo cuadrados que fui embolsando herméticamente uno a uno. Cuando gasté todas las bolsas, todavía me quedaba un buen trozo de manta. Conté veinticuatro retales y los guardé antes de entrar en el foro para revisar los pedidos. Tenía varios mensajes privados, pero más de los normales y, lo peor, era que no se trataban de esnifadores.
Los putos omegas se habían interesado muchísimo por el comentario que había dejado en el hilo de «Cocinando para mi lobo». Tenía un montón de respuestas del tipo: «¿En serio come tanto? Vaya, eso suena a un lobo muy hambriento o a un lobo muy enamorado… ¿Sólo come lo que tú le das?», «¡Wowwww! ¿Qué tipo de V (vínculo) tenéis? ¿VM?». «No, tiene que ser mínimo VCj. Si come tanto es porque no come FdG (Fuera de la Guarida)», «Espera, ChicoOloroso, ¿tú no eres el que vende Olor a Macho de SubAlfa?». Me llevé las manos al rostro y me froté los ojos. La culpa era mía por haber dicho nada en primer lugar. Borré mi comentario y eliminé todos los mensajes privados que no fueran de esnifadores. No tenía tiempo ni ganas de aguantas las tonterías de los omegas. Puse cinco retales a la venta a doscientos dólares cada uno, bastante caros para ser un cuadro de tela, pero les aseguré que eran «de lo mejor que van a encontrar. Llevan impregnándose desde El Celo. El Olor a Macho les va a dejar locos». Lo dejé allí y en menos de una hora ya había ganado mil dólares con los cinco retales. Salí de casa a celebrarlo con una buena cena y un par de copas en algún sitio caro.
Fumaba en la mesa alta de la terraza de un club con mala música. Había mucha gente a mí alrededor, bien vestida, con camisas apretadas y vestidos cortos, bebiendo cócteles, charlando y ligando; después estaba yo, solo en mi sofá de mimbre con cojines blancos, con las piernas sobre la mesa de diseño, mi chaqueta vieja del ejército, mi cigarro en los labios y una copa en la mano. Desentonar en un lugar, siempre había sido mi fuerte. Yo siempre era el chico que estaba solo y al que todos miraban preguntándose qué hacía allí.
Miraba el celular y soltaba el humo hacia arriba. Esos hijos de puta de los omegas habían conseguido preocuparme un poco con sus tonterías sobre Vínculos, así que al fin me había decidido a leer ese hilo enorme y repleto de información sobre el tema. Por suerte, tenía una copa en la mano y a una camarera muy atenta que estaba deseando volver a enseñarme el escote mientras se inclinaba a rellenarme la bebida. Los Vínculos que podían desarrollar los lobos con los humanos eran… demasiados, ya empezando por ahí.
Estaban divididos y clasificados en orden ascendente de importancia, empezando por el Vínculo Primario, que básicamente era sexo; el Vínculo Secundario era sexo y una leve impregnación, pero casi no había diferencias con el Primario; en el Vínculo Terciario era cuando las cosas cambiaban un poco. Era el inicio de lo que podría desembocar en un tipo de vínculo sentimental (el que buscaban los omegas) o un vínculo de necesidad y comodidad (el que buscaba yo).
Las opciones entonces se ramificaban en docenas de posibilidades que no eran limitantes, así que un lobo podía ir saltando de una a otra a placer. Ni siquiera tenían que seguir un orden lineal (A-B-C…), sino que podía retroceder (A-B-A), quedarse estancado durante años o incluso saltarse etapas (A-B-D-E). Ni siquiera los expertos se ponían de acuerdo de qué era exactamente lo que motivaba a un lobo a desarrollar un vínculo emocional con un humano además de la necesidad biológica de reproducirse; aunque el pensamiento más común era que, aunque los lobos siguieran patrones de comportamiento en común, cada individuo tenía sus propias preferencias y formas de alcanzar un vínculo emocional. Diferentes razones y motivos por los que, al igual que los humanos, enamorarse de otra persona…
Sabido eso, habían reunido cuatro grandes grupos que incluían varias posibilidades. El Vínculo Simple (VS) que era una amistad con sexo, lo que los loberos consideraban ser el «amante» de un lobo. Visitaban tu casa, te cogían y se iban. El grupo se subdividía en VS-A, VS-B, VS-C…, dependiendo de la intensidad de las visitas, la impregnación y ciertas señales como muestras de cariño lobunas o mordiscos. Superada esta fase estaba el Vínculo Mixto (VM), aquí es cuando aparecía el concepto de Guarida. El lobo entendía al humano como un amante de confianza y se sentía seguro a su lado, así que exigía «cuidados» a cambio de su protección. Mantenerle alimentado, satisfecho y cómodo. Este grupo también se subdividía en VM-Aa, VM-Ab, VM-Ba, VM-Bb, VM-Ca…, según el tipo de relación y las señales que hubiera dado el lobo. Las cosas se complicaban mucho en este punto, siendo el grupo más amplio y lleno de posibilidades.
Yo fumé otra calada y resoplé echando el humo. Llevaba una hora y media leyendo aquella mierda y todavía no me había quedado claro qué carajo le estaba pasando por la cabeza a Roier; pero, por las señales que describían, probablemente estuviéramos en un punto como VM-Bc. Guarida, alta impregnación, sexo abundante, exigencias de cuidado, numerosas marcas y mordiscos… pero en plan amigos. Guardé el celular y miré las vistas de la terraza, mucho más tranquilo ahora.
Es curioso lo que pasa cuando te convences a vos mismo de algo. Te lo crees porque queres creértelo. Yo quería creer que Roier entendía que éramos amigos y que aquello no iba a durar. Si hubiera leído un poco más, donde ponía Vínculo Complejo (VCj), me hubiera encontrado con muchas cosas que el lobo hacía, punto por punto. Pero, por supuesto, ni lo miré, porque a partir de ese Vínculo era cuando había una relación emocional y romántica entre el lobo y el humano. Y yo estaba seguro de que Roier no podía ser tan tonto como para enamorarse de mí, porque no tenía razones para hacerlo.
Como con otras cosas, me equivocaba.
Chapter 19: LA GUARIDA: EL HOGAR DE UN LOBO FELIZ
Chapter Text
Volví a casa borracho y un poco mareado. Abrí la puerta tras varios intentos y entré por todo lo alto y con un cigarro en los labios.
—¡Roier! —exclamé—. ¡Spreen quiere que te lo garches bien duro! —alcé las manos en alto y esperé a que el lobo llegara meneando su rabo para llevarme a la cama, pero eso no pasó.
Fruncí el ceño y tiré las llaves sobre el taburete, sin acertar en absoluto, así que chocaron contra la pared de ladrillos y se precipitaron al suelo con un sonido metálico. Me quité la chaqueta militar y fui hacia la habitación. Estaba vacío. Fui tambaleándome a la cocina y miré el horno. La pata de cordero aún estaba allí, así que no había vuelto a cenar. Fumé otra calada y fui hasta la mesa para tratar de sentarme. Ya era bastante tarde y pensaba que el lobo habría vuelto. Después se me ocurrió que quizá hubiera ido a ver a otro de sus amantes loberos. Eso me jodió bastante. Justo aquella noche que había llegado borracho y excitado a casa.
—Puto lobo de mierda… —murmuraba de camino a la habitación. Me desnudé, más o menos como pude, y me dejé caer sobre la cama.
La peste a Roier en el edredón no mejoró en absoluto mi estado. Con un sonido de rabia me di la vuelta y me lo hice solo, pero fue como poner una tirita a una herida que necesitaba un buen vendaje; un vendaje con la pija gorda y húmeda que me mordiera el hombro y gruñera como un animal. Esa clase de vendaje. Al terminar solté un suspiro y fui a limpiarme al baño, regresando a la cama para acostarme y esperar a que todo dejara de dar vueltas a mi alrededor.
En algún momento de la mañana sentí un movimiento a mis espaldas y entreabrí un poco los ojos. Oí un gruñido y noté el cuerpo grande y caliente del lobo contra mi espalda, rodeándome entre sus brazos y acariciándome el pelo con la mejilla antes de ponerse a roncar como un oso y sufrir espasmos en la pierna. Me volví a dormir y me desperté en la penumbra de la habitación, un poco más oscura que el resto de la casa gracias a las cortinas.
Afuera llovía de nuevo y el viento agitaba las gotas que chocaban contra los ventanales. Me di la vuelta y apoyé el rostro en el hombro de Roier, frotando su pecho desnudo. Tardé muy poco en ponerme duro y en despertarlo. El lobo se desveló deprisa, se puso encima de mí, encerrándome bajo su cuerpo, y me cogió sin pausa hasta correrse tres veces mientras gruñía, me agarraba de las muñecas y me mordía. Me quedé jadeando y con los ojos cerrados debajo del lobo sudado y caliente, disfrutando del pedazo de vendaje que me acababan de poner. Si quería irse a ver a sus loberos, que lo hiciera, pero conmigo iba a cumplir como un soldado sí o sí. Eso podía tenerlo bien claro.
Roier se volvió a quedar dormido antes incluso de que se le desinflara la verga, así que tuve que apartarle con cierto esfuerzo para salir de debajo y levantarme. Solté aire y me pasé la lengua seca por lo labios. Notaba una ligera resaca y el cuerpo molido. Me levanté y fui al baño antes de darme una buena ducha y salir fresco y limpio hacia la cocina.
Por alguna razón, había un enorme fajo de billetes sobre la mesa. Lo agarré y eché un rápido vistazo, alzando las cejas al comprobar que la mayoría eran billetes de cien y doscientos; así que debía haber más de diez mil o quince mil dólares ahí. Los dejé de nuevo sobre la mesa, llené la taza de café, tome un cigarro y miré la hora en el celular. Ya era de tarde. Chasqueé la lengua, apuré el café y el cigarrillo y fui a vestirme.
Tenía que enviar los retales, comprar la comida y pasarme a por más bolsas de envasado. Hacer todo eso con resaca no fue lo más divertido del mundo, pero me paré en la cafetería a tomarme otro café, un sándwich y un bollo de leche y me sentí algo mejor. Para cuando volví a casa, solo estaba cansado. El lobo seguía en la cama, desnudo, roncando y abierto de piernas. No hice demasiado ruido para no despertarle, pero cuando olió la comida, se levantó, bostezó, echó una larga meada y vino hacia la cocina rascándose la barriga.
—Roier hambre —murmuró en voz baja y adormilada.
Dejé el celular y le puse la fuente de arroz con carne guisada para cuatro personas delante. El lobo gruñó con evidente placer y tomo la cuchara con toda la mano para llevarse una buena palada a la boca. Masticaba y me miraba con sus ojos cafés de largas pestañas. Era algo que hacía a menudo y que según él era porque «a Roier le gusta mirar a Spreen». A esas alturas estaba tan acostumbrado que ya ni me molestaba, a veces lo ignoraba, otras veces me quedaba en silencio respondiendo a su mirada mientras fumaba, comía o bebía.
—No me dijiste que no vendrías a cenar —le recordé entonces con tono serio, echando la ceniza al fregadero y cruzándome de brazos.
—Reunión importante de la Manada —respondió—. Salir muy tarde.
—Ah, bueno —murmuré, soltando el humo hacia el techo—. La próxima me avisas, así no tiro dinero en una pierna de cordero que no te vas a comer.
—Roier se la llevará a los lobatos de la Manada —dijo antes de hinchar su pecho con orgullo y levantar la cabeza—. Estaban celosos de pavo de Roier y comieron las sobras. Dicen que Spreen está cebando a su Macho —y entonces se rio un poco. Fue la primera vez que oí al lobo soltar esa risa suave de labios cerrados tan extraña, como una especie de tos apagada.
A mí, sin embargo, no me hizo ni puta gracia. No estaba gastando tanto dinero para alimentar a quienes poronga fueran los lobatos esos. Fumé otra calada y miré los ventanales cubiertos de lluvia y azotados por el viento.
—La próxima vez que no me avises, tiraré la puta comida por la ventana —le advertí tranquilamente—. Podrás comerla del suelo de la calle si queres.
El lobo agachó entonces la cabeza y siguió comiendo, mirándome de vez en cuando por el borde superior de los ojos. Me acerqué a la nevera, saqué una botella de cerveza de un litro y se la abrí, dejándosela al lado de la fuente de carne. Solté el humo del cigarrillo hacia un lado y señalé el fajo de billetes con un gesto de la cabeza.
—¿Y el dinero? —quise saber.
—Es dinero de Roier —respondió él, levantando lentamente la cabeza e hinchando de nuevo el pecho con orgullo, pero siendo cuidadoso, porque sabía que yo estaba molesto con él—. Roier SubAlfa. Importante en la Manada. Gana mucho dinero.
Asentí y apoyé los brazos en la mesa, inclinándome un poco sobre ella, lo suficiente lejos para no molestar al lobo con el humor del cigarrillo. Si Roier ganaba quince mil al mes, no sabía por qué mierda no se pagaba su puta comida y su puto piso. Con eso podía vivir en un palacio y tener a un cocinero que le preparara carne de lujo todos los días, no necesitaba venir a mi casa, llenarla de plantas y decir «Roier hambre». Chasqueé la lengua y miré los cristales mojados mientras negaba con la cabeza. No entendía a los lobos y empezaba a pensar que nunca lo haría.
El arroz jugoso y la carne tierna debían estar bastante buenos, porque incluso cuando se le notó que estaba lleno, el lobo dio unos últimos bocados para terminárselo todo. Eructó, de esa forma tan elegante, y tomó un par de respiraciones antes de limpiarse la boca y salir casi rodando al sofá.
Puse los ojos en blanco y fui a la habitación a por su manta vieja y apestosa, la llevé al salón y se la eché por encima, ya que seguía desnudo y hacía un poco de frío. Roier ronroneó y se recostó bajo la manta, con los ojos entrecerrados mientras miraba uno de sus programas de bricolaje. Se quedó así, en aquel coma alimenticio que sufría cuando estaba empachado de comida, como si su cuerpo necesitara todas las energías para procesar tal cantidad de arroz y carne. Me senté a su lado, con las piernas encima de la mesa baja y los tobillos cruzados. Miré el celular y repasé las ofertas de trabajo y, después, el Foro. No quería sobresaturar el mercado con productos, pero a veces sentía el impulso de ponerlo todo a la venta y ganar cuanto fuera posible lo más pronto que pudiera.
Era como si tuviera miedo de que el negocio de venta de Olor de Macho fuera una burbuja que pudiera explotar en cualquier momento, dejándome con un montón de cachos de sábana apestosa sin ningún valor y a un lobo que comía más que una familia de diez personas. Pero me contuve, lo seguiría vendiendo a los pocos, haciendo que los esnifadores siguieran luchando en subastas absurdas que no hacían más que inflar el precio y beneficiarme.
Volví a borrar todos los mensajes privados de omegas que había recibido, muy poco interesado en lo que tuvieran que decirme o preguntarme. Enfadándome una vez más conmigo mismo por haber escrito aquella estúpida queja. Si me hubiera callado y… y entonces el celular empezó a vibrar y salió un número privado en la pantalla. Justo lo que necesitaba para mejorar mi humor.
—¿Qué? —respondí.
—Buenas noches, Spreen. Soy Carola, el Alfa. ¿Está Roier por ahí?
Miré al lobo a mi lado, cerrando intermitentemente los ojos mientras la cabeza se le caía a un lado.
—Sí, pero acaba de comer y está descansando —respondí—. ¿Por qué carajo tenes mi número, Carola? —le pregunté.
—La Manada tiene sus métodos de conseguir las cosas, Spreen — respondió con cierta prepotencia en la voz—. Cuando Roier esté despierto, dile que me llame —y colgó.
Alcé las cejas y me pasé la punta de la lengua por los labios. Calmándome para no llamar de vuelta y cagarme en su puta madre y toda su familia. Tome una bocanada de aire y bajé el celular del oído. Bloqueé las llamadas entrantes de ese número privado y me sentí mucho mejor. Si quería llamar a Roier, que le comprara un celular.
Dejé el teléfono sobre la mesa y me metí debajo de la apestosa manta con el lobo. Él notó el movimiento y gruñó para llamar mi atención, cuando lo miré, se inclinó para quedar apoyado contra mí, dejando caer la cabeza en mi hombro. Le rodeé con los brazos y le acaricié el pelo con una mano y la cara interna del brazo con la otra. Roier empezó entonces a ronronear por lo bajo y se quedó dormido. En algún momento yo también recosté la cabeza contra el respaldo y cerré los ojos.
Me desperté al sentir un picor en el rostro y un gruñido cercano. Entreabrí los ojos y vi a Roier, mirándome muy de cerca. Se acercó lo suficiente para rozarme otra vez y gruñó de esa forma más densa y cargada, una que supe reconocer al instante. Tome aire y lo besé, llevando la mano a su pija dura y mojada debajo de la manta sucia. El lobo jadeó y trató de pegarse más y echarme contra el sofá para ponerse encima; pero primero agaché la cabeza y le lamí el pezón redondo y firme, dándole pequeños mordiscos que pusieron a Roier tan excitado que empezó a gotear líquido preseminal sobre la mano con la que le masturbaba mientras. Me froté la cara contra su pecho grande de camino al otro pezón, aspirando aquel olor a Roier que tan loco me volvía. El lobo empezó a cambiar sus gruñidos por gemidos de necesidad, llegando al límite de lo que podía soportar sin metérmela y coger. No quise hacerle sufrir más, ni a él ni a mí mismo, y levanté el rostro para besarlo y llevarlo conmigo. Él me buscó rápidamente, haciéndose un hueco entre mis piernas, bajándome desesperada el pantalón de chándal antes de hundírmela hasta el fondo. Apreté los dientes y arqueé la espalda.
—¡Mierda! ¡Hijo de puta! —grité, el primero de muchos insultos que le dedicaría junto con tirones de pelo y arañazos.
Roier se corrió cuatro veces como un campeón y yo me manché la camiseta mientras el lobo me apretaba el cuello, gruñía y me cogía con fuerza para someterme. Fue brutal y me puso como perra verlo así de violento y peligroso. Después, durante la inflamación postcoital, me lamió las marcas que me había hecho al morderme, una más en la amplia colección que me cubría la parte baja del cuello y los hombros. «Marcada por mi lobo» adquiría un nuevo significado en mi caso, quizá «Completa y Absurdamente Marcada por mi lobo», se ajustase mejor a la realidad.
Le rodeé con los brazos cuando pude y acaricié su espalda sudada con la punta de los dedos, ya ni me molestaba en quejarme de su lengua áspera y su asquerosa necesidad de lamerme la sangre y las heridas.
—Te llamo Carola —murmuré con la vista perdida en el techo. Roier levantó la cabeza y me miró.
—¿Dónde está celular de Spreen? —preguntó. Le señalé con un movimiento de cabeza hacia la mesa y él alargó el brazo para agarrarlo y marca un número antes de llevárselo al oído. Lo gracioso de todo aquello era que aún la tenía metida e inflamada dentro de mí cuando habló con el Alfa—. Aquí Roier. Busca a Carola —un breve silencio en el que continué acariciándole la espalda, en lo alto de mi nube narcótica y calmante en la que siempre me subía después de coger con el lobo. Se oyó un murmullo a través de celular—. Aquí Roier. Sí —otro murmullo de voz grave. Miró hacia la ventana y vio que ya casi había anochecido y que las gotas de lluvia que empapaban los cristales estaban teñidas con la luz de las farolas amarillentas—. Roier ira entonces con Spreen —miré al lobo, no lo suficiente drogado como para ignorar eso. El lobo respondió a mi mirada, pero su rostro siguió en calma mientras el murmullo de la voz continuaba
—. Bien —y colgó. Dejó el celular de nuevo en la mesa y me acarició la mejilla contra la suya diciendo—: Spreen y Roier irán al club Luna Nueva esta noche. Hay que vigilar a los lobatos.
—¿Qué te dije de meterme en mierdas de la Manada? —le pregunté con tono seco.
Roier gruñó un poco con incomodidad.
—No es asunto de Manada. Son lobatos —respondió—. Nada serio.
—¿Y qué se supone que voy yo a hacer allá? —quise saber.
—Nada. Spreen solo tiene que acompañar a Roier mientras les vigila.
Chasqueé la lengua, pero no pregunté nada más. Por una parte, no quería participar en nada que tuviera que ver con los lobos desde esa gran visita estelar a la Wondering Shop que casi me había matado y me había dejado sin trabajo; por otro lado, salir de casa para otra cosa que no fuera hacer recados, me tentó bastante.
Tras la inflamación, Roier dejó de frotarme el rostro contra el suyo y se quitó de encima para que pudiera incorporarme. Me subí el pantalón, ignorando lo empapado y viscoso que tenía el culo y lo manchada que tenía la camiseta, y fui por un cigarro a la mesa de la cocina. Lo encendí con mi zippo plateado y me dirigí a la puerta de emergencia para echar el humo fuera.
—¿Ese club es como el Luna Llena? —le pregunté al lobo mientras se estiraba de pie, alargando sus musculados brazos en el aire mientras arqueaba la espalda, completamente desnudo y visiblemente satisfecho tras haber comido, dormido y cogido. Sus tres cosas favoritas.
—No. No igual al Luna Llena —respondió, girando el tronco para hacer crujir la espalda ancha y fuerte—. El Luna Nueva es para lobatos de la Manada. Son demasiado salvajes aún para los humanos.
Alcé las cejas y eché el humo a un lado. Que Roier dijera que un lobo era salvaje, debía de significar mucho.
—Pero Spreen no tiene que preocuparse —me aseguró, girándose con aquel gesto orgulloso de cabeza alta y pecho hinchado—. Su Macho lo protege.
—Spreen no necesita que nadie lo proteja —le aseguré con tono serio—. Llevaré la navaja.
—No. Spreen no puede herir a los lobatos. La Manada se enfadaría —me advirtió con expresión severa, esa que el hacía parecer un mafioso muy peligroso—. Roier se enfadaría —añadió en voz más baja y profunda.
Dejé caer la cabeza sobre la pared de ladrillos, doblando una pierna para apoyar también el pie. Me llevé el cigarro a los labios, prendiendo la punta anaranjada con más fuerza al aspirar el humo. Lo solté lentamente, dejando que acariciara mi rostro de camino al viento húmedo de la noche.
—Muy bien… —respondí tras aquel breve silencio.
Roier asintió y se fue cojeando levemente hacia el baño, moviendo aquel culo redondo y perfecto de levantador de pesas, un poco peludo y asquerosamente sexy. Algún día tendría que comérselo y hundir bien la cara en él, como hacía con sus huevos; seguro que eso le encantaba.
Fumé otra calada y ladeé el rostro hacia la puerta, haciendo rodar un poco la cabeza sobre la pared de ladrillos. Me estaba empezando a preocupar seriamente que las putas feromonas me estuvieran envenenando la mente, haciéndome obsesionarme un poco con Roier, su compañía y su cuerpo. Chasqueé la lengua con disgusto y me terminé tranquilamente el cigarro antes de prepararme un café. Llené de paso el tupper tamaño extra grande con los cinco kilos de carne de ternera poco hecha que había comprado para la segunda comida del día y salí en dirección al baño. Roier ya estaba vistiéndose después de haber dejado una vela encendida encima del retrete como yo le había pedido. Eso apenas mitigaba la peste que había en el baño, pero algo ayudaba. Ladeé el rostro con expresión de asco e hice el esfuerzo de apurar la ducha y salir lo antes posible. Lo cierto era que el lobo cagaba poco para todo lo que comía.
Salí duchado y con la toalla alrededor de la cintura, cerrando la puerta del baño de un golpe seco. Fui al armario y tome mi sudadera negra de marca y unos jeans ajustado. Me sequé bien la cabeza e hice un intento por peinarme frente al reflejo del cristal oscuro y mojado. Para cambiar un poco, elegí la chaqueta negra que me había comprado, un pequeño auto- regalo que me hice cuando había ido por la de Roier, y me puse mi gorra de béisbol como solo un maldito prepotente como yo se la pondría; mal. El lobo estaba sentado, esperándome y mirándome fijamente. Se había puesto su collar de cadenas plateadas, su camiseta blanca, sus jeans apretados y su chaqueta de motero. Me miró de arriba abajo y gruñó un poco.
—Spreen está muy guapo… —me dijo.
—Ya lo sé —respondí, haciéndole una señal para que nos fuéramos.
Salimos por la puerta y cerré con llave, entregándole el enorme tupper a su dueño para que lo cargara él. Nos cruzamos con uno de los vecinos, que se apartó de nuestro camino sin dudarlo. No me sorprendía. Roier y yo teníamos pinta de poder romperte una pierna por solo mirarnos mal. El lobo tenía su expresión seria e intimidante y yo iba con la seguridad de alguien que sabía que tenía a un lobo guardaespaldas de un metro noventaicinco y ciento y pico kilos de músculo. Y… mierda, esa sensación de poder me encantaba.
Salimos por el portón y nos sumergimos bajo la lluvia, apurando un poco el paso para subirnos al Jeep negro aparcado en la acera de enfrente lo más rápido posible. A Roier aún le costaba un poco caminar, seguía cojeando ligeramente, pero estaba bien para conducir. La herida de la pierna se le había curado bastante rápido y ya no necesitaba vendaje, solo una gasa adhesiva para que la cicatriz se curara y no rozara contra el pantalón.
El lobo agitó la cabeza mojada y arrancó el coche mientras yo buscaba en la pantalla digital una buena lista de música electrónica suave. Solté un resoplido cuando el coche se llenó de un sonido increíblemente bueno y profundo. Moví la cabeza y me recosté en el asiento, bailando un poco al ritmo en mitad de la suave y cálida penumbra, mirando distraídamente el cristal empapado que reflejaba las luces de las farolas y la carretera mientras nos dirigíamos a la ciudad.
Giré el rostro cuando noté que Roier me observaba. Sus ojos cafés me miraban por el borde, todo lo que podían cuando no tenían que estar atendiendo a la carretera. También se movía un poco al ritmo de la música y a veces gruñía. Fruncí el ceño, sin saber qué carajos le pasaba ahora.
No fue hasta algún tiempo después que descubrí que a Roier le volvía loco verme bailar.
Aroyitt, la compañera de Carola, me dijo una vez que Roier se había enamorado de mí a primera vista exactamente por eso. Desde la primera vez que me había visto en el sofá de Shadoune en el Luna Llena, sentado y bailando como yo bailaba, agitando suavemente la cabeza y los hombros, siguiendo el ritmo con el pie. A Roier le encantaban los humanos duros y peligrosos, esos a los que era difícil domar, los hombres tan guapos que bailaban como si supieran que te podían romper el corazón con solo chiscar los dedos.
No se equivocó conmigo en ninguna de esas cosas.
Chapter 20: EL VÍNCULO: MI LOBO
Chapter Text
Roier condujo hasta una parte en las afueras de la ciudad, pero al otro lado del río. Allí había una zona industrial bastante vieja con varios almacenes abandonados. En uno de ellos fue donde nos detuvimos. El lobo apagó el coche y se inclinó para rodearme y gruñir mientras me mordisqueaba un poco la mejilla y la mandíbula. Fruncí el ceño, pero no le detuve hasta que después empezó a meter las manos por debajo de mi sudadera y a morderme más fuerte en dirección a mi cuello.
—¿No se supone que viniste acá a laburar? —le pregunté, porque Roier parecía haberse excitado después de aquel viaje, cuando hacía apenas una hora que se había corrido cuatro veces.
Gruñó con enfado, pero se apartó y puso una expresión muy seria antes de salir del coche hacia la lluvia. Ya de pie, se recolocó la verga dura bajo el jean y volvió a gruñir con enfado. Me puse la capucha sobre la gorra de béisbol y le acompañé hacia aquella nave que parecía abandonada; pero frente a la que había aparcada un par de buenos todoterrenos y coches grandes. ¿Qué carajo le pasaba a los lobos con los putos todoterrenos? Roier abrió una puerta metálica y oxidada y me hizo una señal con la cabeza para que me adentrara primero en la oscuridad. Metí las manos en los bolsillos de la chaqueta y crucé al interior. La peste que había allí era difícil de describir con palabras. Era… densa, sin duda. Muy fuerte y entre salada y agria. Perdí la respiración a la primera bocanada y me detuve para cerrar los ojos. También había como una vibración, un jaleo de fondo junto con un ritmo, pero eso era menos sorprendente que lo primero.
—¿A qué mierda huele acá? —le pregunté al lobo tras de mí mientras cerraba la puerta, hundiéndonos en la oscuridad.
—Lobatos —respondió él, acercándose para guiarme con una mano alrededor de mi nuca.
Eso no me gustó, pero no se veía gran cosa, así que tenía que fiarme de que el lobo no me estuviera llevando a una trampa y la Manada me estuviera esperando para… comerme vivo o algo así. De todas formas, tenía mi navaja en el bolsillo y estaba preparado para apuñalar a un par de ellos antes de que me hicieran daño; le había dicho a Roier que no la utilizaría, pero había mentido. En un punto nos detuvimos, el lobo se movió a mi espalda y desbloqueó otra puerta, arrastrándola con un chirrido metálico hacia un lado.
La luz, la música, el denso calor, los gritos y todavía más de aquella increíble peste, todo llegó de pronto a mí; dejándome ciego, sordo y sin respiración. Tosí y me llevé una mano a los ojos para tratar de bloquear parte de aquellas luces parpadeantes, láseres, focos… un poco de todo. Roier me animó a entrar con un leve apretón y tuve que sumergirme en aquel nuevo mundo que aturdía los sentidos. Lo primero que se me ocurrió fue llevarme la mano al bolsillo interior y sacarme un cigarro. Probablemente el humo del tabaco fuera más puro y menos nocivo que el aire que respiraba allí. Entre todo ese espectáculo, había personas, lobos; pero no como los que conocía y había visto; sino lobos jóvenes. Lo que llamaban «lobatos».
Bien, llegado este punto aclararé lo que es un lobato, cosa que descubrí con una mezcla de horror y sorpresa esa noche: un lobato es un adolescente Hombre Lobo. En la Manada, consideraban que dejabas de ser un cachorro cuando llegabas a la pubertad, te salía pelo en los huevos y el cuerpo empezaba sus cambios hacia la edad adulta. Hay una fiesta especial y todo, como una especie de bar mitzvah lobuno donde la Manada te aceptaba como parte de la comunidad; pero esa es otra historia. El tiempo que pasabas desde ese momento hasta alcanzar la mayoría de edad y convertirte en un «lobo con control», eras considerado un lobato. Pues bueno, solo había que imaginarse como las hormonas afectaban a una puta raza que ya tenía un libido por las nubes, era violenta y con tendencia a la sobrexcitación. Esos lobatos vivían en un constante estado de Celo. Así que eran jodidos mocosos apestosos y pajeros con muy mal genio y muy peligrosos. Su instinto de grupo les hacía unirse entre ellos en un sistema de rangos, como si se hubiera inventado su propia micro-Manada dentro de la Manada con su propio Alfa. No respetaban la autoridad de ningún Macho adulto que no fuera el Alfa y el SubAlfa, lo que los convertía en algo difícil de controlar. Y, por supuesto, se iban a comer vivo a un simple humano como yo… o eso creyeron al conocerme; pero yo era El Humano, y pronto descubrirían que mi paciencia era muy limitada y que no había que romperme los huevos. Roier siempre decía: «Spreen enfadado. Mal. Spreen furioso. Muy, muy mal…».
Pero en aquel momento ni ellos ni yo sabíamos que me iba a convertir en el Terror de los Lobatos. Roier me había llevado allí por alguna razón que yo no entendía y me acompañaba muy pegado a mi espalda mientras atravesábamos la gran nave reconvertida en un antro de lobatos. El club Luna Nueva. Allí había mesas repletas de alcohol, música alta, luces, peleas, baile y suficiente sitio para que hicieran todas las cosas de adolescente retrasados que uno se pudiera imaginar. Lo único que no había eran humanos. Solo abrían las puertas al público una o dos veces al mes, cuando la Manada podía estar allí y controlar por completo a los lobatos; ya que ponerles cerca de mujeres y hombres capaces de excitarse y sexualmente activos, requería una estricta vigilancia y un especial cuidado.
—Spreen no debe alejarse de Roier —me dijo el lobo al oído antes de que nos aproximáramos a un grupo reunido alrededor de una mesa, sentados en bidones oxidados, gritando por encima de la música, riéndose, fumando y discutiendo.
No eran los únicos que había allí, pero eran los más mayores, al menos parecían tener más de dieciséis. Se quedaron callados cuando percibieron nuestra presencia, clavando sus ojos lobunos en nosotros a la espera de que nos acercáramos. Ya medían todos al menos uno ochenta y muchos, tenía una fina barba que evidentemente se estaban intentando dejar crecer, aunque todavía les faltaban un par de años para que fuera una barba espesa de adulto. Al igual que el vello de sus cuerpos musculosos, pero más atléticos que grandes, que les encantaba mostrar con pantalones cortos, chaquetas abiertas sin nada debajo y cadenas al cuello. Roier me detuvo a un paso de la mesa y levantó la cabeza con superioridad, mirándoles por la parte inferior de los ojos como si ellos no fueran más que un pedazo de mierda en su camino.
—Roier… —dijo uno de los lobatos mientras se levantaba y se cruzaba de brazos, Tenía un gorro de pescador en la cabeza, un cigarrillo en los labios y una pinta de pelotudo increíble. No llevaba camiseta ni ropa interior, y con los pantalones por debajo de la cintura se le veía el inicio de su pelo púbico negro—. ¿Carola te envio a vigilarnos? —se pasó el pulgar por la nariz como un pandillero, ladeó la cabeza y movió los hombros en un leve encogimiento—. Yo ya lo tengo todo controlado, así que puedes irte.
—Roier se queda —respondió el lobo en tono alto para que se le oyera bien por encima de la música—. Así que es mejor que Sapnap no enfade a Macho, ¿de acuerdo?
—¿Y el humano? —quiso saber Sapnap, el falso Alfa de esa micro- Manada de pajeros, mirándome con la cabeza levantada, soltando humo hacia el techo y tratando de mostrarse intimidante y peligroso—. ¿Nos lo trajiste para divertirnos?
Roier soltó un gruñido de advertencia y se pegó más a mi espalda. Aquel gesto al que yo no di importancia, era parte del lenguaje corporal de los lobos. Roier estaba mandando una advertencia al grupo de que, si me atacaban, el lobo me protegería usando toda la violencia que fuera necesaria. Pero eso solo incluía ataques físicos, no insultos; ya que yo no era el compañero de Roier y no tenían por qué respetarme. No aún, al menos.
—Oh… Así que tú eres su puta —dijo el mocoso con un evidente tono de superioridad y desprecio, sacando algunas risas del resto de lobatos—:¿Eres esa que le ceba como a un cerdo y le ordeña bien la verga?
Me llevé el cigarro a los labios y fumé una tranquila calada, echando el humo hacia él y el grupo que me miraba muy atentamente.
—Sí, ese soy yo —respondí.
Sapnap, el pequeño Alfa, se rio y trató de dejar el mismo silencio que yo había dejado al fumar una calada, echando el humor hacia mí en respuesta, como si quisiera devolverme la provocación.
—Roier nos habla mucho de ti. Al parecer eres toda una zorrita, le comes bien los huevos y se la chupas hasta dejársela bien limpia, eh… —y se rio, provocando más risas en sus compañeros.
Giré el rostro hacia el lobo a mí espalda, mirándole por el borde de los ojos. Roier agachó un poco la cabeza y apartó la mirada, como si temiera lo que pudiera encontrar en mi rostro al descubrir que había estado diciendo cosas sobre mí o sobre cómo cogíamos. Eso no me ofendía en absoluto, solo tenía curiosidad por saber si era cierto o era algo que Sapnap, el pequeño Alfa, había dicho solo para provocarme.
—Sí, eso hago —respondí de nuevo, con la misma calma que la primera vez—. ¿Por qué?, ¿tenes envidia?
Eso le quitó un poco la sonrisa de los labios. Me miró por el borde superior de los ojos, con la cabeza ladeada y una especie de intento de parecer peligroso. Era un joven alto y fuerte, pero yo me había pasado la vida en las calles y estaba harto de ver a chicos como él.
—A mí me comen el pene todos los días —me aseguró—. Varias veces, y varios a la vez, porque es demasiado grande para uno solo…
Levanté la cabeza antes de asentir con comprensión y quitarme el cigarro de los labios para decir:
—¿Y quiénes te la chupan tanto?, ¿tus amigos? —pregunté, señalando a los demás lobatos de la mesa—. Porque no veo a nadie más por acá.
Eso les enfadó bastaste. Se levantaron de sus sitios, empezaron a gruñir, a mirarme y enseñarme los dientes. Roier gruñó más alto para recordarles que estaba allí y se creó un momento muy tenso en el que yo no participé, fumando tranquilamente y respondiendo tan solo a la mirada de Sapnap.
—Tienes los huevos muy grandes para venir aquí e insultar a la Manada —me dijo él.
—Ustedes no son la Manada, solo son una banda de pelotudos pajeros que se chupan la pija unos a otros —respondí, porque ellos eran muchos, pero yo tenía a Roier.
Entonces uno de los que estaban más cerca en la mesa, con acné y un ridículo gorro de lana mal puesto, hizo un movimiento brusco en mi dirección. Roier gruñó más fuerte a mis espaldas, pero antes de que se pudiera mover, yo ya tenía una pierna levantada y le estaba dando una patada en la cara el lobato. Soltó un grito de dolor y cayó al suelo, con las manos alrededor de la nariz cada vez más ensangrentada. Los lobatos no se esperaban eso y se quedaron un momento mirando a su compañero gimiendo de dolor y después a mí. No me saltaron todos encima a la vez porque el lobo gruñía de una forma muy peligrosa, mostrando los dientes y con una de sus expresiones más intimidantes.
—Eres muy valiente con Roier cerca, eh… —dijo Sapnap, visiblemente enfadado, pero mostrando más control que el resto de lobatos.
—No necesito a Roier para defenderme de un par de pajeros —le dije, fumando una última calada antes de arrojar la colilla hacia la mesa donde estaban ellos. La punta anaranjada se deshizo en docenas de puntos luminosos y revotó un par de veces antes de extinguirse—. Vamos por un trago —le dije al lobo, volviéndome hacia un lado para alejarme de ellos, pero sin darles demasiado la espalda.
Roier soltó un último gruñido y me siguió de cerca, agarrándome de la muñeca de camino.
—¿De qué mierda trata todo esto? —le pregunté cuando alcanzamos la mesa con todo tipo de botellas de licor y refrescos.
—Lobatos rebeldes, llenos de energía. Necesitan supervisión —me explicó, echando miradas de vez en cuando a nuestras espaldas y a los lados —. Carola venir normalmente, pero está ocupado con asuntos de Manada, así que Roier vino por él.
Asentí y mezclé ginebra con zumo de piña en un vaso de plástico. Me giré y apoyé la cadera en la mesa, bebiendo mientras miraba al grupo de mayores. Había muchos más lobatos por allí, pero eran más pequeños y se dedicaban a bailar, a pelearse o a perseguirse por alguna estúpida razón.
—Spreen y Roier subir arriba. Mejores vistas de todo —dijo el lobo, tirando de mi para que fuera delante.
Había un piso superior, sostenido por andamios y pasillos colgantes que atravesaban la parte alta de la nave. Todo estaba algo oxidado y no parecía muy fiable, pero no dudé en agarrar el vaso de alcohol con la boca y ascender las escaleras hacia arriba, seguido de un lobo muy atento. Cuando llegamos a lo alto, retrocedí con la cabeza para beber sin tocar el vaso y después apoyé los brazos en la barandilla metálica, recostándome un poco hacia delante.
Roier se puso justo detrás, muy pegado a mí, para encerrarme entre su cuerpo. Gruñó un poco y me acarició la nuca con el rostro. Saqué otro cigarro y lo encendí, sin molestarme por el hecho de que el lobo estuviera metiendo una mano por debajo de mi sudadera para tocarme el cuerpo. Él podía tocarme todo lo que quisiera. Fumé un par de caladas, soltando el humo hacia delante y mirando a la nave, a las luces parpadeantes, los láseres y el movimiento.
—¿No haces nada con eso? —le pregunté a Roier, señalando con la cabeza el grupo de lobatos que se estaban peleando a puñetazo limpio a un lado.
—Lobatos tienen que demostrar fuerza —me explicó al oído—. Pelean para hacerse más fuertes. Es bueno para ellos.
Solté un murmullo que no se oyó con el ruido de la música y volví a llevarme el cigarrillo a los labios. Otro grupo de jóvenes lobos estaba bailando, muy pegados, frotándose constantemente. Llamaba la atención porque normalmente no veías a una panda de adolescentes sin camiseta o con poca ropa bailando así entre ellos; a excepción claro, de que fueras a algún local gay.
—¿Y eso también es normal? —pregunté.
—Sí. Importante bailar. Une Manada. A los Machos nos gusta mucho — ronroneó un poco, pero no lo oí, lo supe más bien por una vibración en el pecho del lobo contra mi espalda—. A Roier le encanta bailar… —añadió, empezando a mover la cadera contra mi culo al ritmo de la música.
El lobo apartó las manos para quitarse la chaqueta y dejarla sobre la barandilla, queriendo hacer lo mismo con la mía. No se lo impedí, pero no estaba seguro a dónde quería llegar con todo aquello. Me dio la vuelta y volvió a aprisionarme entre la barandilla y su cuerpo, acercándose mucho para seguir moviéndose con aquel ritmo mientras me miraba a los ojos y pegaba su frente a la mía. No creí que sus feromonas pudieran atravesar aquel aire denso y cargado, así que todo lo excitado que me estaba poniendo debía deberse solo a lo bien que bailaba y lo fijamente que me miraba.
Fue el momento de fumar mi última calada, echar el humo a un lado y tirar el cigarrillo para bailar con el enorme lobo. Mi lobo. Nos movimos al mismo ritmo, frotándonos, pero sin agarrarnos; como mucho una mano en la cadera, un par de dedos juguetones por dentro de la cintura del pantalón o un roce en el brazo. Nuestros rostros estaban muy juntos. Yo lo besaba a veces, algo breve y provocador. Roier gruñía y jadeaba. Los dos estábamos muy duros y mojados, pero eso no nos detuvo todavía. El lobo me quitó la sudadera y él hizo lo mismo con su camisa, pero se dejó la cadena plateada, reflejando suavemente las luces del club sobre su pecho sudado. Al rozarnos podía sentir su cuerpo, su calor y su sudor; como Roier podía sentir el mío. Seguimos bailando aquel ritmo profundo e hipnótico, no supe durante cuánto tiempo, pero cada segundo fue maravilloso.
Lentamente, el lobo me dio la vuelta, pegó su torso a mi espalda y me fue bajando los pantalones; sin embargo, no fue algo forzado y repentino, sino parte del baile y el movimiento. Agarré la barandilla metálica y oxidada con las manos y la apreté cuando Roier se bajó la bragueta y me la metió. Y entonces, seguimos bailando. Yo no estaba borracho ni drogado, pero me sentía extasiado. Quizá fueran las luces, la música y el fuerte olor que habían nublado mi mente, o quizá fuera que mi lobo me estaba volviendo completamente loco con todo aquello. Podía sentirle muy pegado, dentro de mí, su cuerpo húmedo y caliente, el movimiento de su cadera, el roce de su barbilla, sus labios en mi cuello y sus mordiscos.
Levanté las manos y le tiré del pelo para atraerle más a mí, porque no me parecía suficiente. Quería sentirlo más, por todas partes, todo el tiempo.
Una vez me había preguntado si merecía la pena soportar todas las mierdas de los lobos, humillarse y mendigar por solo sexo, como hacían los loberos; la respuesta era «sí». Si todos los lobos eran como Roier, sí. Pero yo empezaba a pensar que ninguno de ellos era como Roier. Porque Roier era El Lobo. Mi Lobo.
En ese momento no me paré a reflexionar en lo que pensaba. No me detuve en seco cuando esa idea egoísta y posesiva asaltó mi mente. Solo seguí disfrutando el momento, jadeando en la penumbra, sudando, con los ojos entrecerrados, el culo empapado y lleno de un Roier que me rodeaba con los brazos, gruñía y me mordía, moviendo esa cadera como si siguiera bailando.
En el algún momento se detuvo, me apretó con más fuerza y se cayó un poco sobre mí mientras sufría la contracción y la inflamación. No estaba seguro de cuántas veces se había corrido, pero habían sido bastantes. Tuve que hacer fuerza con las manos en la barandilla para que no nos cayéramos. Me quedé mirando el piso de abajo, donde había lobatos que seguían bailando, peleándose, bebiendo y fumando como si no hubiera pasado el tiempo desde que habíamos entrado en el club. Tragué saliva y noté la garganta seca. Me limpié el sudor que me empapaba el rostro y que me picaba un poco en los ojos.
Roier tenía la cabeza apoyada en mi hombro y la frotaba contra mí, lamiéndome a veces el cuello y frotándome el torso empapado con las manos. El tiempo perdía su significado en aquel lugar. Podían haber pasado solo minutos o incluso una hora hasta que nos movimos. Todavía algo extasiado, me subí los pantalones, me abroché el botón y fui directo por un cigarro. Aspiré esa primera calada con un gemido de placer y apoyé los codos y parte de la espalda en la barandilla, mirando al techo y soltando el humo en una buena columna. Sonreí y me pasé una mano por el pelo sudado y pegado a la frente.
Me sentía más vivo que nunca.
Roier se puso a mi lado y cruzó los brazos sobre la barandilla, todavía sin camiseta y con el pelo también empapado en sudor. Miró al piso de abajo, echando un vistazo para comprobar que todo fuera correcto. Después tomo una buena bocanada de aire y acercó el rostro para decirme al oído:
—Roier hambre.
Fumé otra calada y giré el rostro hacia él, acariciándole suavemente el bíceps con tan solo el reverso de los dedos.
—El tupper está en el coche —le recordé—. Vamos afuera.
Sin molestarnos en ponernos la parte de arriba ni la chaqueta, bajamos al piso inferior y fuimos directos a la salida. Cuando cruzamos la puerta metálica corrediza y chirriante y el lobo la cerró, sentí los oídos taponados y el aire más limpio, seguí fumando, iluminando mi rostro de un brillo anaranjado cuando la punta del cigarrillo se encendió. Saqué el zippo para alumbrar el camino hacia la segunda puerta y salir a la noche lluviosa. El aire puro me llenó los pulmones y fue como respirar por primera vez en mi vida.
Tome unas buenas bocanadas, bajo la lluvia torrencial, mojándome sin que me importara lo más mínimo. Agité la cabeza y sonreí. Al darme la vuelta vi a Roier, su torso al descubierto y sus preciosos ojos cafés. Él también sonrió un poco y agitó la cabeza, arrojando las gotas de lluvia y sudor por todas partes. Se acercó y me acarició el rostro, ronroneando mientras me rodeaba entre sus brazos.
Y ahí estaba yo, bajo la lluvia de tormenta, pegado a un lobo enorme, sudado, mojado y apestoso. Esa fue la primera vez que sentí una punzada cálida en el pecho y un cosquilleo en la parte alta del abdomen. Todavía estaba extasiado y demasiado satisfecho como para darme cuenta de que, eso que sentía, era amor.
A veces me pregunto cuál fue el momento en el que me enamoré de Roier, cuándo y cómo sucedió exactamente; pero nunca consigo descubrirlo. No fue exactamente por algo, no fue un momento concreto en el que me dijera: mierda, ¡voy a amar a Roier porque tengo motivos para hacerlo! No. Fue algo que simplemente pasó. Gruñido a gruñido. Mordisco a mordisco. Mirada a mirada. Ese estúpido lobo consiguió conquistarme por completo.
Y, cuando quise darme cuenta, ya era demasiado tarde.
Chapter 21: EL VÍNCULO: TENER UN MACHO
Chapter Text
Todavía estábamos sin camiseta y mojados cuando subimos al coche. Roier volvió a agitar la cabeza, sin importarle mojar la ventanilla, el volante, el parabrisas, el respaldo y a mí.
—Carajo, Roier —me quejé mientras me cubría el rostro. Pero el lobo sonrió, encendió el motor y puso la calefacción, que empezó a emitir un ruido grave y bajo.
Me puse la sudadera y dejé la chaqueta nueva en el cueco de mis pies antes de girarme a por el tupper enorme que había en la parte de atrás. Se lo di a Roier y su estómago produjo un rugido de queja al verlo. Al mirar la hora en la pantalla, me di cuenta de que nos habíamos pasado bailando y cogiendo en el club casi dos horas y media. A mí me habían parecido poco más de veinte minutos. Resoplé y levanté las piernas para apoyarlas sobre el salpicadero mientras Roier abría la tapa del envase de plástico y empezaba a comerse la comida con las manos, llevándose grandes trozos de carne con salsa a la boca antes de masticarla a prisa y mirarme por el borde de los ojos. La imagen era… era Roier, sin más.
Recosté la cabeza en el asiento y me crucé de brazos, inclinando el rostro para seguir mirándole. Había algo en el lobo… algo tosco, estúpido y grosero; era un cerdo, se comportaba como un cerdo y yo sabía que debía odiarlo. Toda mi vida había despreciado a esa clase de personas, a los infantiles e imbéciles. Pero Roier tenía algo diferente, algo que me gustaba. Incluso cuando te miraba con sus ojos cafés y la boca llena de grasa mientras se llevaba pedazo a pedazo de carne a los labios como un puto animal; me hacía sentir cierta felicidad saber que estaba disfrutando de su comida. Chasqueé la lengua y negué con la cabeza. Seguro que eran las feromonas las que me hacían pensar y sentir aquello.
El lobo tardó casi cuarenta minutos en terminarse los cinco kilos de carne del tupper, dejando tan solo un envase vacío y manchado de grasa. Su barriga al aire estaba más abultada de lo normal, eructó y soltó aire por los labios manchados antes de recostar la cabeza y entrecerrar los ojos. El coche estaba caldeado y apestaba a la comida y al Olor a Macho del lobo, que empezó a aquedarse adormilado escuchando el repiqueteo de la lluvia contra el techo y los cristales. Cuando le oí roncar, le quité el tupper de las piernas, lo cerré y lo tiré a la parte de atrás. Busqué mi celular en la chaqueta y repasé los mensajes del Foro. Los esnifadores me hacían todo tipo de peticiones y pedidos que, por una cuantiosa suma, quizá estuviera dispuesto a darles. Muchos de ellos eran de prendas de ropa concretas, manchadas de algo en concreto y con mucho Olor a Macho. El precio era alto y me tentaba bastante la idea, pero eran demasiado complejos. Roier odiaba correrse fuera de mi culo o mi boca, no iba a poder convencerle, por ejemplo, para que manchara de semen sus zapatillas; ni siquiera por dos mil dólares. Seguiría con los retales una semana más y después ya vería lo que haría.
Entre los mensajes de los esnifadores había muchos otros de omegas rompiéndome las bolas con sus tonterías. Todavía no habían olvidado mi comentario tonto y, creía, ese error me perseguiría durante toda mi brillante carrera como vendedor de Olor a Macho; sin embargo, en esta ocasión, uno de esos mensajes llamó mi atención. Se llamaba «¡Cuidado!» y venía de Omega4Life, uno de los omegas que más sabían sobre lobos de todo el Foro y el cual me había ayudado mucho con sus hilos explicativos y sus consejos a otros omegas. Apreté las comisuras de los labios, moviendo el dedo por encima de la papelera para borrarlo, pero, aparté el pulgar y borré todos los demás menos ese.
Dejé el celular entre las manos y miré el parabrisas empapado de lluvia, con regueros que lo cruzaban como venas de agua, reflejando la luz de los faros delanteros que alumbraban la entrada al almacén. Giré el rostro hacia el profundo ronquido que se oía, mirando a un Roier dormido, sin camiseta, con los brazos cruzados sobre el pecho, por encima de su barriga. Tome la chaqueta de cuero que le había comprado y se la puse como una manta antes de ir por la mía y ponérmela. Me pasé la capucha por encima de la vieja gorra de béisbol y salí al exterior, cerrando la puerta con cuidado tras de mí. Saqué un cigarro y lo encendí bajo la lluvia, cubriéndolo con la visera para no mojarlo. Solté el aire hacia delante y miré la oscuridad. «¡Cuidado!», se llamaba el mensaje. Dramático e innecesario, como siempre eran los putos omegas.
Negué con la cabeza y fumé otra calada bajo la lluvia. Antes de que me hubiera terminado el cigarro, oí un golpeteo a mis espaldas y me giré, topándome con una Roier de expresión adormilada e inclinado hacia el asiento del copiloto. Bajó la ventanilla y me dijo:
—Spreen se va a mojar afuera.
Tiré la colilla a un lado y solté el humo mientras abría la puerta del Jeep. Yo ya estaba empapado y mojado, pero no era algo que me importara demasiado. Aun así, el lobo alargó un brazo a la parte de atrás y, de algún lado, sacó una toalla que me entregó para que me secara. La agarré con el ceño fruncido y una mirada interrogante.
—Spreen secarse o tomar frío y enfermar —me explicó él.
—Spreen nunca se pone enfermo —le aseguré, pero acepté la toalla apestosa y me sequé un poco. Roier se estaba poniendo la camiseta y la chaqueta, ajustándola a su cuello y subiendo la cremallera hasta casi el final—. ¿Siempre te echas siestas después de comer? —le pregunté — ¿Incluso trabajando?
—No. Roier duerme solo porque Spreen está cerca. —Lo miré por el borde de los ojos, pero no dije nada. El lobo echó entonces un vistazo a la hora en la pantalla digital y gruñó por lo bajo—. Roier debe vigilar un poco más a los lobatos, después poder regresar a Guarida.
Asentí y él volvió a gruñir con una queja baja antes de salir del coche. Tiré la toalla sucia y mojada a la parte de atrás junto al tupper y seguí al lobo de vuelta al interior. Los lobatos continuaban haciendo lo que habían estado haciendo desde el comienzo de la noche, como si nunca se les acabaran las energías. Dimos un par de vueltas, bebimos bastantes vasos de jugo y refrescos porque estábamos sedientos después de sudar tanto, subimos de nuevo al andamio y Roier me rodeó con los brazos por la espalda, me quitó la gorra para ponérsela él y acarició el rostro contra el pelo mientras ronroneaba. Tuvimos que quedarnos una hora y poco más antes de volver con los lobatos mayores y darles una última advertencia para que se portaran bien. Seguían enfadados conmigo y me dedicaron miradas de desprecio, pero después empezaron a olfatear discretamente el aire y miraron a Roier con expresiones no demasiado divertidas. Ponían los ojos en blanco y giraban el rostro como si estuviera indignados. Sapnap, el pequeño Alfa, el que más. El lobo, por otro lado, hinchaba su pecho con orgullo y sonreía con superioridad a los lobatos.
—¿De qué iba todo eso? —le pregunté cuando estábamos saliendo de vuelta a la noche lluviosa.
—Lobatos olieron comida en Roier y a Roier en Spreen —respondió, sin perder esa sonrisa ni esa pose de orgullo y superioridad—. Tienen envidia de Macho de Manada porque lo cuidan mucho.
Solté un murmullo desinteresado y seguí adelante, apurando un poco el paso bajo la lluvia para llegar lo antes posible al Jeep. El lobo puso de nuevo la calefacción y arrancó el coche mientras yo buscaba alguna música suave que poner por los altavoces. Volvimos tranquilamente y llegamos a casa antes del amanecer, yendo directos a la cama para desnudarnos y acostarnos.
Cuando me levanté, la luz pálida entraba por la ventana y tuve que cubrirme la cara, girándome para apretarme contra el enorme pecho cálido de Roier. En menos de unos minutos ya estaba frotándome y dándole suaves besos húmedos en la piel. Tras el buen sexo mañanero, fui al baño, dejando a un lobo satisfecho y roncando como un oso en la cama. Me di una ducha rápida, me puse algo cómodo, le dejé el vaso de leche preparado en la mesa; cerca del fajo de billetes que aún tenía allí para que lo viera y recordara llevárselo; y salí de casa con cinco bolsas de retales y una expresión seria. Seguía lloviendo un poco, pero nada que mi capucha y mi chaqueta no pudieran aguantar. Fui a la oficina de correos y después a tomarme un buen desayuno de media tarde. Una pareja a mí lado se sintió incómoda por el olor que desprendía, aunque cuando miré a la mujer, me di cuenta que ella sabía perfectamente a qué apestaba: a lobo.
Mandé mensajes privados a los compradores de los retales de que ya les había enviado el pedido, puse otros cinco retales a la venta para el día siguiente y borré los mensajes de los omegas, dejando, una vez más, el que ponía «¡Cuidado!». Estuve muy tentado a leerlo, pero no lo hice porque recibí una llamada de un número oculto. Puse los ojos en blanco y no me molesté en tragar el trozo de sándwich vegetal que estaba comiendo antes de responder:
—¿Qué carajo queres?
—Buenas tardes, Spreen —me respondió la voz profunda de Carola, el Alfa de la Manada.
—Si queres hablar con Roier, dile que se compre un puto teléfono, pero no vuelvas a llamarme —le dije, y estuve a punto de colgar, dejándole con la palabra en la boca.
—En realidad, quiero hablar contigo —me dijo antes de que apartara el celular de la oreja—. Roier me ha dicho que te han despedido de tu antiguo empleo después del pequeño incidente.
Alcé una ceja, porque eso sonaba al principio de una disculpa o de una jugosa oferta compensatoria. Así que murmuré algo afirmativo, sin darle una respuesta fija.
—Pareces un chico con bastante actitud, y a la Manada le vendría bien alguien así para vigilar la entrada del Luna Llena.
—No —respondí—. No voy a trabajar para la Manada.
Carola se quedó en silencio y, de nuevo, estuve a punto de colgarle antes de que dijera:
—Spreen, ambos sabemos que encontrar un trabajo nuevo te resultará difícil. No hay muchas empresas que quiera contratar a alguien con tus antecedentes criminales, por no hablar de que, ahora, hueles mucho a Roier. La Manada te debe un gran favor por habernos ayudado en un momento de necesidad y está dispuesta a darte un buen trabajo, uno tranquilo. Mil la noche. Cuatro mil al mes. Limpios. —Ambos nos quedamos en silencio mientras sus palabras flotaban en la línea telefónica. Estuve a nada, a solo un pelo, de mandarle a la mierda y colgar. No quería tener nada que ver con la Manada, no quería trabajar para ellos y no quería deberles nada; pero, me estaban ofreciendo un suelto increíble por solo cuatro noches al mes… con eso podría cubrir los gastos en comida y quedarme para mí todo lo que ganara vendiendo ropa a los esnifadores. Carola añadió entonces, como si supiera a la perfección lo que rondaba la cabeza—: Mantener a un Macho como Roier es muy caro. Déjanos ayudarte.
Me pasé la lengua por los dientes y miré mi café medio vacío. Yo había aprendido, con el tiempo, a no dejar pasar las buenas oportunidades, las cosas fáciles y los pequeños regalos.
—De acuerdo. Iré esta noche, si no me gusta, no volveré —y colgué, esta vez de verdad.
Me terminé el desayuno, me puse un cigarro en los labios y lo encendí incluso antes de salir de la cafetería. De camino a la tienda de comida para llevar, fui pensando en lo mucho que me jodía haber cedido al Alfa. Yo era un hombre orgulloso y no aceptaba limosnas ni caridad de nadie, quizá él lo supiera y hubiera escondido eso bajo la apariencia de un trabajo tan sencillo y estúpido como vigilar la entrada del club; pero eso no cambiaba el hecho de que fuera «caridad». Llegué a casa con la enorme bolsa de comida y fui hacia la cocina para dejarla sobre la mesa.
Roier ya estaba en el sofá, desnudo y rascándose los huevos con una mano mientras pasaba canales buscando alguno de sus programas de bricolaje, coches o jardinería. Giró el rostro para verme y gruñó para que me acercara. Tuve que dejar las bolsas sobre la barra, al lado del vaso de leche vacío y el fajo de billetes antes de acercarme a él e inclinarme, dejando mi rostro cerca del suyo. Roier se levantó un poco para frotarme la mejilla contra la suya como le gustaba y ronronear.
—Carola me acaba de llamar para ofrecerme trabajo en el Luna Llena — le dije con tono serio.
El lobo se calló y me miró con aquellos ojos cafés y ambarinos de largas pestañas.
— La Manada no olvida. Alfa quiere dar las gracias a Spreen por ayudarnos —respondió.
—Yo no necesito la ayuda ni los favores de nadie —le dejé bien claro.
Roier percibió mi enfado y sus gruesas cejas castañas se encogieron un poco en una mueca de preocupación. Se acercó de nuevo para frotarme suavemente la mejilla, como si con eso resolviera algo.
—Club Luna Llena es importante para Manada. Alfa dio un trabajo importante a Spreen, porque su Macho SubAlfa, muy importante —insistió.
Negué con la cabeza y me fui del vuelta a cocina, dejando a un Roier preocupado y atento tras de mí.
—¿Queres comer? —le pregunté, sacando un cigarro de la chaqueta para ponérmelo en los labios. El lobo se levantó del sofá y fue a sentarse a la mesa, pero lo detuve, señalé la habitación y le ordené—: ponte los calzoncillos y una camiseta. Hace frío para andar desnudo por la puta casa.
Roier asintió y se marchó hacia la habitación con una cojera ya apenas perceptible. Volvió con un bóxer blanco de marca y una de sus camisetas negras y ajustadas. Ya le había dejado su enorme bol de carne picada y arroz con guisantes, todo mezclado para que no pudiera separarlo, y una botella de cerveza de un litro al lado. Me fui hacia la puerta de emergencia y fumé con la espalda apoyada en la pared, mirando al lobo devorar aquel bol. Solo se detenía para beber algunos tragos de cerveza y mirarme, como si necesitara asegurarse de que seguía allí con él. Al terminar, tenía la barriga llena y fue a tumbarse de nuevo al sofá. Me reuní con él y nos cubrí a ambos con la vieja y apestosa manta.
Roier no se cortó un pelo y se recostó sobre mí, como una pesada losa contra mi cuerpo, apoyando la cabeza en mi cuello y obligándome a girarme un poco para adaptarme a su postura. Debería haberle empujado de una patada y habérmelo quitado de encima, pero el maldito estaba caliente y olía mucho a… a Roier. Así que le dejé quedarse así, llegando a rodearle con un brazo y a acariciarle la barriga. El ronco ronroneo se fue volviendo más pesado hasta convertirse en una lenta y profunda respiración mientras su pierna sufría contracciones musculares. Afuera llovía y hacia un ligero viento, pero bajo aquella manta reinaba el calor y la calma, arrastrándome a un estado entre el sueño y la conciencia. A veces cerraba los ojos y, cuando los abría, el programa había cambiado en cuestión de segundos. En una de esas ocasiones parpadeé varias veces para despejarme y me froté el rostro. Miré la hora en el celular y me di cuenta de que apenas faltaba una hora para el anochecer.
Solté una queja por lo bajo y me giré hacia Roier, despertándole con besos suaves, pequeños mordiscos y unas caricias en el pecho. El lobo entreabrió los ojos y gruñó, levantando la cabeza para dejarme sus labios al alcance y que pudiera besarlo mejor. Bajé la mano de su pecho a su barriga, hasta meterla debajo de su bóxer ya un poco manchado. Roier gruñó más, pero no tanto como cuando me agaché a hacerle una mamada y a lamerle los huevos, entonces sí que gruñó. Con el lobo encima, sudado y jadeante después de haberse corrido cuatro veces, respiré con fuerza y solté el aire con un suspiro de felicidad. El maldito siempre sabía dejarme bien servido e inmerso en esa dulce y agradable sensación de relajación y plenitud. Cuando se produjo la desinflamación y pudimos movernos, fui directo al baño a vaciarme, ducharme y ponerme algo para ir al trabajo. Roier ya me esperaba vestido y con una de sus cadenas plateadas al cuello, sentado en el borde de la cama y con las llaves del Jeep entre las manos.
—¿Vos también venís? —le pregunté.
—Roier tiene trabajo, pero puede llevar a Spreen antes —respondió. Y, tras mirarme vestirme en silencio, me preguntó—: ¿Spreen va a llevar esos pantalones tan ajustados?
—Sí —respondí, yendo a buscar mi chaqueta.
Roier gruñó, pero no fue con deseo, sino con enfado o molestia. Me detuve en seco y me giré para mirarlo. El lobo agachó la cabeza, pero siguió mirándome por el borde superior de los ojos. Volvió a gruñir de esa forma grave.
—¿Algún puto problema, Roier? —quise saber, llevándome un cigarro a los labios.
—Muchos hombres van al Luna Llena… —respondió en voz baja—. Roier no estará cerca y Spreen está muy guapo… —y volvió a gruñir.
Levanté una ceja, un poco más alto a cada palabra que oía salir de sus labios. Lo que me faltaba, que Roier se pusiera celoso ahora.
—Voy a dejar algo bien claro, Roier —le dije con tono serio, levantando el zippo para prenderme el cigarrillo antes de cerrarlo con un sonoro «clack». Solté el humo sin dejar de mirar al lobo a los ojos y le advertí—: No vas a decirme lo que tengo que usar, y mucho menos lo que tengo que hacer. Si eso no te gusta, ya sabes dónde está la puta puerta.
Roier gruñó más, pero terminó apartando el rostro con una mueca seria y orgullosa.
—Spreen ya tiene Macho. No necesita llevar pantalones ajustados al club —le oí farfullar a lo lejos.
—¿Que decís? —le pregunté, fingiendo que no le había escuchado bien.
El lobo se limitó a volver a gruñir y a levantarse con su mueca orgullosa y seria para dirigirse hacia la puerta. Fumé otra calada tranquila, siguiéndole atentamente con la mirada. Los lobos eran una raza celosa y posesiva, ese no era ningún secreto, y a muchos loberos y omegas eso les ponía excitados. A mí no. Así que Roier debía tener mucho cuidado con ese tema si no quería enfadarme.
—Anda por la comida —le dije, señalándole con la cabeza hacia la cocina—. Está en un tupper de tapa roja.
El lobo levantó un poco más la cabeza, como un mafioso enfadado y peligroso, con su enorme tamaño, su chaqueta de cuero y su cadena de plata al cuello. Volvió con el envase grande donde le había guardado tres tiras de costillas de cerdo y esperó a que saliera por la puerta para seguirme de cerca. Cuando llegamos al coche, agitó la cabeza para secarse la poca lluvia que le había mojado el pelo, encendió el motor y puso la calefacción. Busqué algo de música en la pantalla y apoyé los pies en el salpicadero, moviendo la cabeza al ritmo. El enfado de Roier no podría importarme menos. Si no le gustaba cómo era yo, que se fuera con sus plantas y sus mantas apestosas a la casa de otro de sus loberos. Que le dieran ellos de comer y aguantara sus tonterías.
Cuando llegamos al Luna Llena, el lobo aparcó casi en frente y, antes de que me bajara, me agarró de la muñeca. Giré el rostro al momento, primero hacia su mano y después hacia su expresión muy seria de ojos cafés y brillantes rodeados de largas pestañas.
—Spreen ya tiene Macho. Roier —declaró con una voz grave.
—Soltame la puta muñeca —fue mi respuesta. El lobo gruñó y yo incliné la cabeza, una última advertencia—. Soltame… la muñeca —repetí más lentamente.
Roier me soltó la muñeca y apretó los dientes. Sin decir nada, me bajé del coche y cerré la puerta de un ruidoso portazo, atrayendo la atención de los que estaban fumando en la entrada del local. Aún era un poco temprano, pero los loberos no perdían la oportunidad de ser los primeros en llegar a los sillones de la Manada. Entré en el local, cruzando aquel pasillo con posters de películas de miedo como si volviera a un pasado que ahora me parecía extrañamente remoto. La sala de baile estaba más vacía de lo habitual, pero la música era tan alta como siempre. Fui hacia la barra y esperé a llamar la atención de una de las camareras para decirle que avisara al gerente o a quién mierda estuviera al cargo, de que yo había llegado. Sin embargo, no esperé mucho hasta que una figura delgada pero musculosa, con cadena plateada al cuello, cabello negro bajo un gorrito, ojos marrón claro y enorme sonrisa repleta de pecas, se parara a mi lado.
—Hola, Spreen. Soy Quackity, Primer Beta de la Manada —me dijo. Nunca me había visto, ni yo a él, pero al parecer estaba muy seguro de quién era yo, porque había llegado directo e ignorado a la docena de humanos que había a mi alrededor—. Nos alegra mucho que hayas aceptado ayudarnos. Solo tienes que ir a la puerta y pedir la entrada, cobrar a los que no la tengan, ponerles el sello y mantener alejado a los menores de edad.
Solté un murmullo afirmativo y mantuve mi expresión indiferente mientras agarraba el sello de su mano grande y algo callosa.
—¿Me vas a dar una tarjeta o algo para que sepan que trabajo acá y no piensen que los estoy timando? —pregunté en voz alta, para que se me oyera con la música.
Eso pareció hacer gracia a Quackity, el Primer Beta pecoso.
—Solo tienen que olerte, Spreen. Sabrán que estás con un Macho de la Manada —me aseguró.
La razón por la que Quackity, el que hoy en día es uno de mis lobos favoritos de la Manada, hubiera sabido que yo estaba allí, era porque apestaba a Roier. Si los humanos podían percibir a la perfección el Olor a Macho que yo desprendía, para los lobos era como una bengala en la oscuridad. A Quackity le habían hablado de mí, sabía mi nombre y que, si olían a Roier pero no era Roier, debía ser yo: su omega. Ya que yo era el único con el que el lobo compartía su Olor a Macho.
Ah, sí, es algo muy gracioso. Cuando Roier decía que era «mi Macho», lo decía en serio. No se trataba de una expresión extraña debido a su forma rara de hablar, sino a que, para él y la Manada, nosotros éramos pareja de hecho. Algo así como novios, pero más serio. Mucho más serio.
Chapter 22: EL VÍNCULO: ES UNA PUTA MIERDA
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Mi trabajo como portero fue muy sencillo. Me paré al lado de la puerta, apoyé la espalda en la pared, me encendí un cigarro y detuve al primer grupo de mujeres que quiso entrar sin más. Llevaban vestidos muy cortos y muy escotados bajo sus abrigos mojados de la fina lluvia, iban maquilladas y se habían puesto unos tacones bastante altos porque, como todos sabían, los lobos eran muy altos. Aun así, no eran loberas, solo un grupo de amigas con ganas de probar algo nuevo y peligroso.
—Entradas —les pedí con tono seco mientras echaba el humo a un lado.
—Nunca he pagado una entrada al Luna Llena —dijo una de ellas, mirándome de arriba abajo con cierto desprecio, sospechando de que yo trabajara allí realmente.
—Vos nunca estuviste en el Luna Llena —le aseguré—. Cien dólares cada una.
—¿Cien putos dólares? —gritó otra—. ¿Estás loco? ¡Deberían pagarnos a nosotras por entrar!
—Fuera —respondí, señalando las escaleras que subían a la acera—. Si no les gusta, váyanse a un club de humanos a que les inviten una copa.
Hubo un silencioso debate entre ellas, algunas miradas cruzadas, susurros que no querían que yo oyera. Finalmente, metieron la mano en sus abrigos y sacaron el dinero. Sorpresa, sorpresa, sabían cuánto costaba la entrada y habían venido preparadas. Eso, o eran mujeres que llevaban cien dólares en el bolso como si nada. Fuera como fuera, pagaron, así que yo les puse el sello de tinta con la forma de una cabeza de lobo aullando a cada una en la muñeca y al fin pasaron adentro. Todas llevaban perfume y desodorante, así que no iban a conseguir a ningún lobo. Sí, aquella noche descubrí lo mucho que había aprendido sobre lobos y sus gustos después de pasar tanto tiempo en el Foro, leyendo las boludeces de los omegas y los loberos. Podía distinguir perfectamente a los clientes habituales de los que venían simplemente a probar: por su actitud, por las marcas en su cuerpo, por su olor o su maquillaje. Y, curiosamente, ellos pudieron reconocerme a mí.
—Vaya, has cazado a uno bueno, eh —me dijo una mujer de estética gótica, lobera, con gargantilla y septum en la nariz. Cuando le había pedido la entrada, me había mirado con odio y desprecio por interponerme en su camino, hasta que olió el aire y lo comprendió—. ¿Beta?
Conté los asquerosos billetes que me había dado, alisándolos antes de metérmelos en el bolsillo de la chaqueta. Le puse el sello de tinta y respondí:
—SubAlfa.
Ella abrió mucho sus ojos rodeados de delineador y se le escapó una mezcla de risa y mueca asqueada.
—Hijo de puta con suerte… —le oí decir por lo bajo antes de pasar al interior.
Después estaban los que intentaban ligar conmigo para ahorrarse la entrada, como hubiera hecho Sylvee, mostrando los pechos o con una sonrisa juguetona en los labios; siempre tratando de acercarse más de lo que deberían. Yo les decía lo mismo a todos:
— O pagas la entrada o te vas. Intenta tocarme y te doy una patada en la boca.
Pasadas las tres y media o cuatro de la madrugada, las cosas se tranquilizaron mucho. La gente solo salía, cansada de bailar, borracha y decepcionada. A veces alguna o alguno olía a semen de lobo y sabías al momento que un Macho de la Manada se los había llevado al baño o al callejón, pero la mayoría olían solo muy suavemente; esos que siempre salían frustrados, enfadados o quejándose. Era divertido verlos. Sobre las cinco, a una hora de cerrar el local, llegó Roier. Le vi aparecer por lo alto de las escaleras, con su expresión seria de mafioso y sus ojos cafés muy atentos. Bajó los escalones mojados a paso rápido, haciendo retumbar el suelo a pesar de su leve cojera. Se acercó a mí sin decir nada y empezó a olfatearme, pegando su rostro a mi cuello, a mi cara e incluso a mis manos.
—¿Qué mierda haces? —quise saber, tirando de las manos para que dejara de olérmelas como un puto lunático.
—Spreen no huele a otros Machos. Bien —fue lo que respondió.
Apoyé la espalda en la pared y me crucé de brazos, no demasiado divertido con aquello.
—¿Qué te dije sobre eso, Roier? —le recordé con tono serio.
El lobo levantó la cabeza para mirarme un poco por el borde inferior de los ojos. Dio un lento paso hacia delante para pegarse a mí y encerrarme entre su cuerpo y la pared. Sentí su fuerte peste, caliente y tan familiar. La respiré sin darme cuenta y, de pronto, sentí que la había echado de menos; tan solo habían pasado seis horas y, aun así, había extrañado muchísimo la compañía del lobo. Mi teoría de que en algún momento adquiría resistencia a las feromonas se estaba cayendo por completo, porque, al parecer, cada vez solo me afectaban más y más.
—Roier único Macho —me advirtió con su voz grave. Sonó muy intimidante junto con aquel rostro rudo y duro, y más de un humano se habría cagado vivo, pero no funcionó conmigo.
Entreabrí los labios para mandarle a la mierda o algo parecido, sin embargo, un profundo rugido de tripas interrumpió el momento. El lobo trató de mantener la cabeza alta y su actitud dominante mientras el gorgoteo se alargaba, delatándole por completo. Cuando al fin cesó, Roier tomó una buena respiración y dijo con un tono que trató de que sonara fuerte y orgulloso:
—Roier hambre.
Me quedé cruzado de brazos y mirando sus ojos cafés con la mayor de las indiferencias.
—¿No te comiste las costillas? —le pregunté, porque aquel rugido de tripas había sonado a un lobo muy hambriento.
Roier apartó entonces el rostro hacia el lado.
—Roier estaba nervioso y no pudo comer.
Alcé una ceja y mantuvimos aquel silencio en el que el lobo trataba de parecer muy fuerte y decidido, pero no dejaba de echarme rápidas miradas por el borde de los ojos para comprobar si yo seguía enfadado o si iba a ceder a su estúpida actitud. Entonces sus tripas volvieron a rugir y apretó los dientes. Puse los ojos en blanco y aparté la espalda de la pared.
—Toma, el dinero de esta noche —le dije, sacando de mi bolsillo un montón de billetes. Me había parado a contarlos todos en un momento de aburrimiento y había descubierto que había más de diez mil dólares; de los que, por supuesto, había sacado mi sueldo de mil—. Y el sello —añadí. Roier lo agarro todo y se lo metió dentro de la chaqueta de motero que le había regalado—. Vámonos a casa —ordené después, caminando hacia las escaleras y dando un intencionado roce en el hombro a Roier.
El lobo me siguió sin dudarlo, muy cerca, hasta alcanzar el Jeep. El intenso olor a Macho que había allí me volvió a dejar algo tocado. Tuve que cerrar un momento los ojos y ladear el rostro para recuperar la compostura. Me puse bastante excitado y Roier pudo olerlo al instante, poniéndose duro bajo su jeans y soltando leves gruñidos de excitación; pero con cuidado, porque todavía no sabía cómo de enfadado estaba yo con él. No lo suficiente para llegar a casa y no llevarlo directo a la cama, arrancándole la ropa entre la furia y la necesidad. Fue sexo bastante violento, repleto de gritos, insultos, gruñidos y una lucha encarnizada de Roier por domarme. Me dejó sin energías y flotando en una maravillosa nube de satisfacción. Tras la inflamación, aparté al lobo sudado y enorme de encima de mí, fui a buscar un cigarro y después hacia la cocina para calentar la carne en el horno. Roier apareció poco después, con sus pesados pasos y su cuerpo tan desnudo como el mío, se pegó y me rodeó con los brazos antes de frotarse el rostro contra mi nuca y ronronear. Yo fumaba y lo ignoraba, mirando el cristal del horno mientras la cocina empezaba a tener un delicioso aroma a comida.
Le dije que se sentara y saqué la bandeja de carne con cuidado, soltando un buen «¡Mierda!» al quemarme un poco. Chaqueé la lengua y me llevé el dedo a la boca, sacando la comida con rabia antes de dejarla frente al lobo de un golpe seco que retumbó por la mesa vieja y sucia. Fui por dos cervezas de un litro y me senté frente a él para empezar a cenar. Sentía un ligero enfado; con Roier por creer que tenía derecho a ponerse posesivo conmigo, y conmigo mismo por ceder con tanta facilidad ante el lobo. Culpaba a las feromonas, por supuesto. Si no fuera por ellas estaba seguro de que el lobo ya hubiera aprendido perfectamente quién era yo: Spreen, el Hombre de Hielo.
Cuando Roier terminó de cenar, llevándose los últimos trozos a los labios y masticándolos lentamente, se limpió y salió hacia el sofá antes de tirarse como el cerdo cebado que era. Se puso la manta como pudo y gruñó para llamar mi atención y que me uniera a él mientras miraba alguno de sus programas de bricolaje. Lo hice, pero no le acaricié como a él le gustaba, así que no se quedó dormido hasta que llegamos a la cama y me rodeó con los brazos, pegándome mucho contra su cuerpo. Tras despertarme, tener mi buen sexo de primera hora y tomar mi café en la cocina; dejé al lobo durmiendo en cama mientras me iba a hacer los recados del día. Envié los retales que había vendido, puse nuevos a la venta, desayuné, me pasé por la tienda de comida para llevar y al llegar a casa me encontré con que Roier estaba armando el puto armario. Por fin.
Dejé la bolsa de la comida en la mesa y le llamé con un grito. Él llegó de prisa, con uno de los pantalones de chándal de segunda mano y una camiseta vieja, se quitó el cinturón de herramientas colgado de la cintura y lo dejó a un lado de la barra antes de sentarse a devorar el primero de los tres pollos que le había comprado.
—Llévate el puto dinero —le dije, señalando el fajo de billetes que aún seguía allí, cerca del bonsái—. No me gusta tener eso encima de la mesa y menos en este edificio repleto de drogadictos y pandilleros.
Roier miró el fajo un momento y después a mí.
—Dinero para Spreen —respondió con la boca llena—. Roier trae dinero a la Guarida.
Me saqué el cigarro de los labios y eché el humo hacia arriba sin apartar la mirada del lobo. Eso era preocupante… Los Machos no llevaban dinero a la Guarida a no ser que estuvieran pensando en quedarse mucho tiempo allí.
Mucho tiempo junto al humano que los cuidaba. Fruncí el ceño y eché la ceniza sobre el fregadero antes de cruzarme de brazos y tomar otra calada. Podría mirar lo que eso podría significar exactamente, pero sabía que era algo grande. Los omegas siempre estaban deseando que sus lobos compartieran sus ganancias con ellos porque era una especie de prueba de amor. De que los lobos contaban ahora con ellos para mantenerles contentos o alguna idiotez así. Apreté los dientes y bajé la mirada al suelo de madera sucia de la cocina. Hacía tiempo que ya no visitaba esa parte del Foro porque había cosas allí que quizá me diera miedo descubrir. Como, por ejemplo, que Roier se estuviera tomando todo aquello demasiado en serio.
El lobo terminó de desayunar y se fue a tumbar al sofá, rascándose los huevos bajo el pantalón de chándal mientras pasaba los canales sin mucho interés. Miré el fajo de billetes a un lado de la barra de la cocina y pensé que, con tanto dinero, la vida podía ser muy fácil. Ya no necesitaría vender el Olor a Macho de Roier a los putos esnifadores ni preocuparme jamás de llegar a final de mes, porque tenía a un lobo mafioso que me iba a dar todo el dinero que necesitaba. Negué con la cabeza y fui hacia la puerta de emergencia para fumar las últimas caladas y expulsarlas al aire húmedo de la tarde, después tiré la colilla y fui a por mi chaqueta para salir de casa. No me despedí, simplemente me fui.
Paseé durante un rato antes de meterme en un bar a beber cerveza tras cerveza, sentado en la barra y mirando mi reflejo en los espejos tras las botellas de alcohol. Fumaba y pensaba en agarrar mi dinero e irme para no volver. Ya lo había hecho antes y podría volver a hacerlo. Desaparecer. Ser un desconocido en algún lugar nuevo. Volver a encontrar un trabajo de mierda y un apartamento en ruinas donde vivir. Volver a estar solo y tranquilo. Sin tener que preocuparme de nadie más que de mí mismo. Tras la décima cerveza, salí tambaleándome del local, dejando una pequeña propina a la camarera que se había esforzado tanto en llamar mi atención. Regresé a casa, ese lugar que quizá dejaría pronto. Tardé un minuto en meter las llaves en la cerradura y en entrar en aquel apartamento que apestaba a lobo. Roier me recibió con un gruñidito a forma de saludo. Seguía en la habitación, terminando de armar lo que, al parecer, era una puta cajonera rodeada de estanterías y no un armario. Me senté en el borde de la cama sin decir nada y miré al lobo con su martillo en la mano, su camisa un poco sudada en el centro de su enorme espalda, su cinturón de herramientas medio caído; colocando las últimas baldas de madera. Había limpiado los cristales de la ventana y arreglado el tirador, porque la tenía abierta del todo para dejar salir el polvo y la luz grisácea del atardecer entraba a raudales sobre él. El viento húmeda y fresco arrastraba su Olor a Macho. Yo respiraba lentamente, disfrutando de aquel olor a sudor que ahora ya no podría olvidar jamás.
Roier se detuvo y se giró para mirarme con sus ojos cafes y ambarinos. Lo miré en respuesta, fijamente, por el borde superior de los ojos y con una expresión muy seria en el rostro. Dejó su martillo sobre una de las baldas y gruñó con excitación mientras la tela final y azul oscuro de su chándal viejo se elevaba rápidamente. Era rudo, era grande, era sucio y yo debería despreciarlo. Pero cuando se acercó y se quedó frente a mí, le bajé los pantalones y le chupé esa pija gorda y mojada como si no hubiera un puto mañana. Estaba fuerte y densa, como siempre, llenándome la boca de aquel… Sabor a Macho. Podría sonar desagradable, pero yo gemía y seguía adelante, apretando ese culo enorme y firme con las manos para atraerle más a mí y que me la metiera hasta el fondo. Roier gruñía con fuerza y me agarraba del pelo. Se corrió sin avisar, como siempre hacía, agarrándome desprevenido y soltando a chorros aquel semen tan denso y amargo directo a mi garganta.
—¡Mierda! —le grité, escupiendo al suelo, pero ya era tarde y había tenido que tragar—. ¡¿Qué te dije de hacer eso?! —le pegué un rápido golpe en el costado.
El lobo solo gruñó con enfado y se quitó el cinto de herramientas, dejándolo caer al suelo con un estruendo pesado. Se echó sobre mí, hundiéndome bajo su cuerpo musculoso y pesado para someterme. Cuando lo consiguió, volvió a correrse y me puso a cuatro patas para seguir una tercera y una cuarta vez mientras me mordía el hombro y me tiraba del pelo. Cuando terminó, yo estaba en algún punto entre el cielo y la luna. Borracho. Jadeante. Con un enorme lobo encima y dentro de mí. Sintiéndome absurda y estúpidamente feliz. Roier recuperó el aliento y me frotó su rostro sudado contra la cara, dándome suaves mordiscos aquí y allá mientras ronroneaba.
—Roier armó el armario —me dijo después de la inflamación, pero sin quitarse de encima—. Ahora Spreen puede poner ropa de su Macho en ella.
Solté un murmullo y seguí con la vista perdida en el salón a lo lejos. Tras un par de minutos, el lobo se levantó, sacándola de mí para ir a echar una larga meada al baño. Salió de allí con calma y se vistió antes de acercarse a mi cuerpo inerte en la cama y frotar el rostro contra el mío.
—Roier se va.
—Pásala bien… —dije en voz baja.
El lobo hizo una última parada en la cocina para agarrar el cubo de plástico con su arroz con ternera y salir por la puerta. El silencio se apoderó de la casa. Yo seguí mirando el salón, con la boca empapada en líquido viscoso y saliva, un fuerte regusto a semen en la garganta, las nalgas mojadas mientras pequeñas gotas densas todavía se deslizaban entre mis piernas porque tenía los pantalones por las rodillas. No estaba pensando en nada en concreto, solo me había quedado en blanco hasta que, en algún momento en mitad de la penumbra, me giré y miré al techo. Entonces me hice una pregunta: «¿Qué mierda estás haciendo con tu puta vida, Spreen?» Era una buena pregunta. Me la había hecho hacía un par de años cuando me di cuenta de que tenía un problema con las drogas. Me había despertado en la cama de otro desconocido, en un lugar al que no sabía cómo había llegado después de una noche que no recordaba; y mirando al techo me había hecho esa pregunta. Bien, la respuesta fue la misma: «No tengo ni puta idea». No sabía por qué seguía haciéndome eso a mí mismo como no sabía por qué seguía cuidando de un puto lobo. Por alguna razón, simplemente, no podía dejarlo.
Me levanté de la cama después de mucho tiempo allí tirado. Fui al baño y me di una larga ducha caliente que no se interrumpió en ningún momento, así que Roier debía haber arreglado ya el calentador de agua. Salí a ponerme algo cómodo y a hacerme un café mientras fumaba un cigarro.
Le di un fuerte golpe a la máquina para que empezara a funcionar y, de pronto, me enfadé. La agarre entre las manos, la llevé hacia la puerta de emergencias y la tiré directa a la calle para ver cómo estallaba al chocar contra el suelo. Fumé una buena calada y la solté con la cabeza gacha, apoyando una mano en el marco y la otra en la vieja puerta metálica. Después la cerré, me senté en uno de los taburetes frente a la barra y busqué en el celular máquinas de café, de las caras, de las que compraban las estrellas de la tele. Encontré una cafetera automática de aluminio con ocho tipos de preparación y tanque para el café en grano. Tres mil dólares. La pedí al momento, solté el humo del cigarro entre los labios y alargué la mano hacia el fajo de billetes de Roier. Ese maldito me debía mucho dinero y me iba a pagar aquel capricho sí o sí.
Ya no estaba seguro de si continuaba con aquello para seguir vendiendo ropa con Olor a Macho, o si lo hacía porque ahora era adicto a las feromonas de lobo. Quizá ese era el problema, que me había «enganchado» a Roier, como me había enganchado a las drogas. Ambos me hacían sentir calmado, ambos me hacían sentir lleno y, por un instante, hasta me hacían sentir feliz; pero al final del día, ambos eran malos para mí. Fumé otro cigarrillo, mirando hacia las plantas que ahora llenaban mi casa y a los cristales limpios y traslúcidos tras años sumergidos en capa de grasa y suciedad. La luz de la calle entraba con total claridad ahora, iluminando la penumbra con el brillo amarillento de las farolas. Miré la pantalla rota del celular y deslicé el dedo para desbloquearla, pasando las pestañas hasta encontrar la del Foro. Entré en el SubForo de omegas y leí el hilo que nunca me había interesado leer entero, uno titulado «¿Cómo saber si le gustas a tu lobo?». MamáOmega83 había reunido una lista bastante extensa de señales junto con un glosario de palabras y terminología que se habían inventado los propios omegas, terminología que, por desgracia, ahora entendía sin necesidad del glosario.
- Si tu lobo te impregna a menudo y se preocupa de mantener su Olor de Macho en ti, significa que le importas mucho, que eres «suyo» y desea protegerte de los demás Machos.
- Si tu lobo se frota contra tu rostro o tu pelo y ronronea (mormonear), significa que te tiene mucho cariño. Es un gesto comparable a los besos y los abrazos entre humanos o a decir «te quiero».
- Si tu lobo te muerde es porque desea dejar una marca en ti (marcar), es un símbolo de posesión y dominación, pero también de deseo y excitación. Cuanto más fuerte lo haga, más intenso lo siente.
- Si tu lobo eyacula tres o más veces FdC (fuera del Celo), es una señal de que le excitas muchísimo. Junto a los mordiscos, es uno de los indicadores más obvios de lo mucho que le atraes.
- Si tu lobo camina muy cerca de ti, se pega a tu espalda y nunca se aleja demasiado, significa que quiere protegerte de los enemigos «cubriéndote la espalda» para que no puedan atacarte por sorpresa.
- Si tu lobo te agarra del cuello, la nuca o las muñecas, significa que desea dominarte o remarcar su autoridad sobre ti. Esto es muy importante para que ellos se sientan seguros y sepan que tienen el poder.
- Si tu lobo se pone celoso y posesivo FdC (fuera del Celo), es señal de que tiene mucho interés en que llegues a formar parte de su vida de una «forma especial». Aunque los lobos sean muy promiscuos, esta actitud indica que puede que solo estén interesados en mantener relaciones contigo y exigen absoluta fidelidad a cambio.
- Si tu lobo duerme mucho en tu presencia (o solo en tu presencia), significa que está muy cómodo a tu lado y que se siente lo suficiente seguro para descansar y recuperar energías.
- Si tu lobo te mira mientras come, significa que quiere que te des cuenta de lo mucho que disfruta la comida que le has dado o que has hecho con tanto cariño para él. La comida, al igual que el sexo, es fundamental para tener a tu Macho satisfecho, sano y feliz.
Dejé de leer y apagué la pantalla del celular antes de dejarlo sobre la mesa. Me terminé el cigarro y lo tiré por la puerta de emergencia. Cuando Roier regresó antes del amanecer, entró por la puerta y dejó las llaves en el taburete. Vino directamente a la cocina y se acercó para frotarme la cara a forma de saludo. Tenía una herida en el labio y la camiseta gris manchada de sangre bajo la chaqueta de cuero negro. Solo hizo falta una mirada seria para que me dijera:
—No es sangre de Roier.
—Ponla en el cesto especial para la ropa con sangre —le ordené.
Volvió sin la camiseta y con unos pantalones cortos de pijama sin ropa interior, así que el bulto de su entrepierna no dejaba mucho a la imaginación. Se sentó en la mesa y empezó a comer lo que ya le había calentado, mirándome mientras lo hacía y parando solo para dar largos tragos a su cerveza. Miré su cuerpo con atención, fumando lentamente calada tras calada del cigarro, buscando alguna marca, algún arañazo, algún chupetón que yo le hubiera hecho. No pude encontrar ninguno.
Por supuesto, yo por aquel entonces estaba seguro de que Roier tendría otros hombres en su vida. Algunos loberos que iría a visitar de vez en cuando; pero realmente no había nadie más. Roier me fue siempre fiel, desde ese primer abrazo que me dio en el callejón hasta el día en que murió.
Chapter 23: EL VÍNCULO: CUANDO UN LOBO TE QUIERE
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Roier siempre me venía a buscar al club con una expresión seria en el rostro y una mirada atenta mientras bajaba las escaleras. Se detenía cerca de mí, olfateaba discretamente el aire y se inclinaba para acariciarme el rostro contra el suyo; aprovechando para volver a olfatearme y asegurarse de que no había «otro Macho más que Roier». Él sabía lo mucho que me molestaba que lo hiciera, así que se aseguraba de olisquearme de la forma más sutil que podía; pero era Roier, y mi lobo no era conocido por ser especialmente discreto ni sutil, aunque lo intentara. Aquella noche, como todas durante el mes, le entregué el dinero y el sello para que lo guardara, pero le detuve cuando se fue a dar la vuelta para irnos hacia el coche.
—Quackity quiere hablar contigo —le dije, señalando la entrada del local.
Roier gruñó con cierta molestia. Estaba hambriento y, por las marcas en sus nudillos, había sido una noche movida. Me indicó con la cabeza que entrara y me siguió de cerca por el pasillo de posters hasta la puerta de entrada. Ya estaba casi a punto de cerrar y el club estaba más vacío, como solía pasar cuando la noche se alargaba. Quedaba gente bailando, algunos en la barra, pero casi nadie subiendo y bajando de las escaleras hacia el piso superior. Los lobos ya habían cogido y visto a todos los humanos que querían ver, dando la noche por concluida y reuniéndose en el sillón más grande y alejado. Yo creía que aquella era toda la Manada, pero resultaba que solo eran los Machos solteros. Roier me lo había explicado una vez en casa cuando le había preguntado por qué ya no iba al Luna Llena.
—Roier ya no necesita el Luna Llena. Tiene a Spreen —me había respondido con la cabeza alta y cierto enfado, como si le hubiera ofendido que le hubiera preguntado aquello.
Yo había soltado un murmullo y había seguido fumando al lado de la puerta de emergencia, acallando esa voz dentro de mí que me decía: «eso es peligroso, Spreen, y lo sabes. ¿A qué mierda juegas?». Después me había reunido con el lobo en el sofá nuevo, mullido, cómodo y que él había pagado, y le había dado besos en el cuello hasta que se empezó a poner excitado como un perro.
—Quackity —saludó Roier al hombre pecoso, sentado en el centro del sofá y rodeado del resto de Machos, ya que era el Primer Beta y, a falta del SubAlfa y el Alfa, poseía el mayor rango en la Manada.
—Roier —le saludó este con una sonrisa—, Spreen —añadió, dedicándome un asentimiento—. ¿Qué tal la noche?
—No tan emocionante como la tuya, supongo —respondí sin demasiadas ganas.
Eso le hizo gracia y se rio como él se reía, con una ruidosa carcajada y echando la cabeza atrás.
—Espero que no, o Roier se va a enfadar mucho —me advirtió antes de guiñarme un ojo—. ¿Te importaría dejarnos un momento? —me preguntó, ahora más en serio, dándome a entender que se trataba de algún asunto de la Manada y no de una visita informal.
Le indiqué a un Roier muy pegado a mi espalda que le estaría esperando en la puerta trasera que daba al callejón y me alejé sin más.
—Espera, Spreen, ¿tienes un cigarro por ahí? —me preguntó Conter, un Macho Común de pelo castaño oscuro —. Se me acabaron.
Me detuve para meter la mano en el bolsillo de la chaqueta negra y sacar el paquete, le ofrecí dos.
—El que te debía —le recordé.
Se levantó un poco de entre Rubius y Ollie y se acercó para agarrar los dos cigarros y darme las gracias con un asentimiento. Después al fin pude irme. Casualmente, semana a semana y por diversas razones, había ido conociendo a los Machos del Luna Llena. No había sido mi intención, sino que, como parecía pasarme últimamente, simplemente había ido ocurriendo. Salí afuera y apoyé la espalda en la pared de ladrillos, encendí el cigarrillo y solté el aire al cielo despejado de la noche. Más allá de los tejados que bordeaban el callejón, se podía ver una luna creciente de primavera. La contemplé mientras fumaba, sin pensar en nada en concreto. La vida ahora era sencilla, sin problemas, sin preocupaciones; todo era tan fácil como ir a comprar la comida, hacer los pocos envíos a los esnifadores, volver a casa para cuidar del cerdo de mi lobo y, lo mejor de todo, hincharme a coger. Roier se iba al trabajo y yo iba a la tienda de caramelos. Sí, ahora tenía otro «trabajo» además de portero del Club. Carola, el Alfa, me había llamado después de mi segunda semana allí y me había ofrecido aquel extraño puesto de tendero en una tienda de caramelos que, por alguna razón, abría solo por la noche.
Nunca entraban clientes, pero llamaban mucho, pidiendo una clase de caramelos u otra y los kilos que querían. Yo no era idiota y había sido camello, así que sabía perfectamente lo que la Manada estaba vendiendo allí; por otro lado, nunca se decía nada concreto, no se hablaba de precios ni de dinero. Llamaban, anotaba el pedido en una libreta y daba respuestas cortas a las mismas preguntas tontas de siempre. Así que, si venía la policía, yo podía decir que «no sabía nada» y que no estaba metido en asuntos turbios de la Manada. Era un trabajo limpio, aburrido y fácil por el que me pagaban otros cuatro mil al mes. A veces incluso venía Roier por la tienda, comía conmigo y teníamos sexo en la trastienda.
Así que el dinero ya nunca era un problema. Entre los ocho mil que yo ganaba y lo que traía Roier a casa, vivíamos como reyes y nunca faltaba de nada. Aun así, seguía vendiendo ropa y algunas tonterías por el Foro, pero solo porque yo era un jodido usurero de mierda y esos esnifadores me tentaban demasiado con dinero fácil y rápido. Había un público muy interesado en ropa sudada y manchada de sangre que pagaba muchísimo dinero por ella. Les ponía muy calientes saber que un lobo había hecho «cosas malas» mientras la llevaba puesta; y si había algo que no faltaba en la Guarida, era ropa de Roier manchada de sangre. Nunca le preguntaba nada sobre el trabajo, pero seguía volviendo de vez en cuando con heridas, el labio partido, algún moretón o los nudillos encarnecidos de dar puñetazos. Entonces se sentaba en la cama o en el sofá y me dejaba curarlo y vendarle lo que fuera necesario sin quejarse mucho.
La puerta trasera del club se abrió, interrumpiendo mis pensamientos. Roier salió tranquilamente, con su rostro duro y sus ojos levemente caídos. Llevaba su cadena al cuello, símbolo de la Manada, y el pelo recortado del día anterior. Tiré la colilla del cigarrillo a un lado y nos dirigimos a su Jeep sin decir nada. Cogimos en la parte de atrás, como solíamos hacer y volvimos a la parte de adelante. Me terminé de abrochar el pantalón y puse algo de música suave mientras él movía el volante, sin molestarse en ponerse su camiseta bajo la chaqueta de cuero. Yo se la había manchado de corrida y estaba hecha una bola en el suelo del asiento de atrás junto a un tupper vacío.
—Mañana es noche de bolos —me dijo Roier—. La Manada ira a jugar.
Me limité a soltar un murmullo y a bajar la ventanilla mientras me encendía otro cigarro. Saqué la mano para no ahumar el coche y expulsé el humo hacia un lado.
—Spreen por fin puede venir con Roier —añadió, echándome una rápida mirada por el borde de los ojos.
—No me gustan los bolos —respondí.
—Spreen tiene que venir —insistió—. Es importante.
Miré a Roier, tratando de descubrir en los rápidos vistazos que me daba por qué era «importante» que fuera a jugar con él a los putos bolos. Ya habían hecho reuniones de esas y no había tenido que ir.
—¿Por qué ahora? —quise saber.
—La Manada ya está preparada. A los chicos les gusta Spreen — respondió—. Carola cree que ya es hora y dio permiso a Roier.
Fruncí el ceño y fumé otra calada. No me gustaba como sonaba todo aquello, porque sonaba a «Presentarse a la Manada». Ese era un paso muy grande, uno del que no había vuelta atrás.
—No voy a ir —le aseguré.
Roier gruñó de esa forma breve y ronca, como una advertencia de que no quería discutir, pero que lo haría si fuera necesario. Le hice un corte de manga levantando la mano y acercándosela bien a la cara para que pudiera verlo. El lobo gruñó más fuerte y arrugó la nariz.
—Spreen tiene que venir con Roier —me dijo—. Roier es su Macho.
—A Spreen no le sale de los huevos ir y no va a ir —repetí.
Roier tenía una forma curiosa de demostrarme que estaba enfadado. No se enfadaba directamente y me gritaba, porque sabía que a eso no podía ganarme, así que me guardaba como un rencor frío que iba recordándome en pequeñas dosis a lo largo del día y la noche. No me miraba mientras comía, me ignoraba en el sofá y al llegar a la cama me daba la espalda, produciendo aquel gruñido ronco de vez en cuando. Después del sexo mañanero no me frotó el rostro ni ronroneó, solo se quedó parado, recuperando el aliento mientras la inflamación le impedía moverse. El maldito sabía muy bien cómo ponerme de los nervios. Pero aguanté el tipo, hasta que no pude más.
—¿Queres que me enfade de verdad, Roier? —le terminé preguntando a media tarde, cuando había vuelto de la compra, de desayunar y de hacer los envíos. Roier se había sentado en la mesa y solo se había comido la mitad de la bandeja de seis filetes de ternera a la brasa. El lobo nunca bromeaba con la comida, así que debía estar muy molesto con que no fuera a la puta bolera con él—. Cómete la puta bandeja… —ordené con tono seco.
Roier gruñó y apartó la mirada. Aquello iba en serio. Bien. Agarre el resto de la bandeja, la llevé a la puerta de emergencia y la tiré a la puta calle. Después fui a por mi chaqueta y salí de casa dando un fuerte portazo, dejando al lobo gruñendo solo. Me fui directo a un bar, me bebí un par de copas, me fumé media paquete y después volví a casa un poco borracho y menos enfadado, creyendo que Roier ya se habría ido. Pero me equivocaba. El lobo ya estaba vestido, se había puesto camisa y pantalones jeans elegantes. Llevaba la cadena plateada, símbolo de la manada, y se le veía sobre el pecho tras la abertura de la camisa negra. Estaba sentado en la cama, dando vueltas a las llaves con un dedo. Me miró por el borde superior de los ojos y esperó en silencio. Respondí a su mirada un poco vidriosa y húmeda y esperé a que se levantara.
—Roier se va a ir a la bolera —me dijo en voz baja—. Solo…
Ya era tarde y el lobo ya debería estar de camino, pero me había esperado para darme aquella última oportunidad de acompañarlo. Apreté los dientes y… no sé si fue el alcohol o sus ojos húmedos, pero solté un resoplido y me fui hacia el armario para ponerme algo «elegante». Salí de la habitación con una camisa blanca y unos pantalones negros ajustados. Roier me siguió de cerca sin decir nada y bajamos a la calle. Volví a resoplar en el coche, frotándome los ojos entre el dedo índice y pulgar. No debería ir a la puta bolera, no quería ir porque se suponía que yo no tenía por qué participar en esas mierdas de la Manada. Pero el hijo de puta de Roier me había estado esperando y… mierda. Bajé la ventanilla y fumé otro cigarrillo, sintiéndome algo nervioso y algo enfadado. Que el lobo no parara de echarme rápidas miradas por el borde de los ojos no mejoraba la situación.
—¡Deja de mirarme, carajo! —le terminé gritando.
Roier gruñó por lo bajo y al fin dedicó toda su atención a conducir hacia la estúpida bolera de las afueras. Había bastantes coches en el aparcamiento, muchos de ellos, todoterrenos, como si fuera una puta convención de amantes de los 4x4. Me puse más nervioso al bajar del coche y estaba seguro de que Roier pudo olerlo porque mantuvo una distancia prudencial.
—Esta es la primera y última vez que vengo —le advertí sin si quiera mirarlo, caminando por el aparcamiento—. Sabes que odio estas cosas.
—Es importante para Roier… La Manada… —pero se detuvo cuando le dediqué una mirada cortante y seca.
Yo cuidaba muy bien de mi lobo. Le daba comida, le daba atenciones, cuidados, mimos y todo el sexo que quería. Ahí se acababa todo. Esa era nuestra relación. No tenía por qué ir a jugar a los bolos, ni a los picnics, ni a pescar, ni a las barbacoas, ni a ninguna de las tonterías que la Manada organizaba. Cuando alcanzamos las puertas acristaladas vi el interior, bastante lleno de hombres muy altos y muy fuertes, lobos de la Manada y… sus humanos. Sus compañeros. Sus omegas. Puse cara de asco y abrí la puerta de un tirón, golpeándola contra el tope y produciendo un golpe seco.
El interior olía muy fuerte, incluso más que el Luna Llena, porque allí no estaban solo los solteros. No paraba de repetirme a mí mismo que yo no debería estar allí, que aquel no era mi lugar, mientras nos dirigíamos directamente hacia la figura de camisa azul y pantalones de pinza que había al fondo. Ignoré a todos los demás, aunque algunos me saludaran amablemente junto a Roier, como Quackity el pecoso, Axozer el rubiazo, Conter o Rubius. No nos detuvimos hasta quedar frente a Carola, el Alfa, y su compañera, Aroyitt. Era una mujer de mediana edad, con el pelo rubio, expresión afable y sonrisa fácil. Tenía pinta de madre y de esposa modelo, como si acabara de salir de un puto anuncio de amas de casa de los años sesenta. Sonrió mucho al vernos, puso su delicada mano sobre el pecho de su lobo para llamar su atención y entonces sus ojos del azul el cielo de verano se quedaron clavados en mí.
—¡Roier! —saludó primero al lobo, dedicándole una rápida mirada antes de volver a mí—. Y tú debes ser Spreen, ¿verdad? Yo soy Aroyitt, la compañera de Carola.
Mantuve mi expresión muy seria que decía sin palabras «no quiero estar aquí y estoy odiando cada puto segundo de esto». Asentí a la mujer sacada de un anuncio de friegasuelos y con vestido de flores y después me dirigí al Alfa, porque era el que pagaba mis cheques. Él no sonreía tanto como su mujer, solo se dedicaba a mirarme atentamente con una ceja arqueada.
—Carola —le saludé sin más antes de irme directo hacia la barra del bar.
Roier se quedó detrás, con su expresión seria y un poco apenada. Si se creía que me iba a llevar allí e iba a jugar el papel de «compañero», estaba muy equivocado. Lo único que iba a aprender aquella noche era a no volver a invitarme a esas tonterías de la Manada. Me senté en un taburete del bar, hice una señal a la camarera y le pedí una cerveza, la primera de muchas que bebería aquella noche. Roier vino a mi lado un par de minutos después, apoyó su brazo en la barra y se inclinó un poco para mirarme de lado.
—Muchos… quieren conocer a Spreen —me dijo con tono controlado—. Roier les ha hablado mucho de él…
—Pues que se jodan —respondí yo sin apartar la mirada del frente antes de dar otro trago a mi cerveza.
Roier pareció dudar en si decirme algo más, pero agachó la cabeza y se alejó un poco abatido junto a su Manada. Me llevé una mano a los labios y me los froté un poco. Era su culpa. Si no me hubiera llevado, no tendría por qué verme así; hubiera venido tranquilamente a la bolera, pasárselo bien con los demás y volver a casa para cenar conmigo. Tomé otras dos cervezas casi seguidas. Escuché que algunas voces me llamaban a lo lejos, pero los ignoré por completo, fingiendo que no los oía con el estruendo de los bolos, las voces altas y las risas. Llegó un punto que me sentí estúpido y asqueado de estar allí, así que pedí otra cerveza y me la llevé afuera para fumar sentado en el bordillo de cemento del aparcamiento. Echaba el humo hacia arriba y bebía un trago. Ya estaba un poco borracho, pero la extraña ansiedad que me atenazaba las entrañas no se había ido; por mucho que bebiera para tratar de diluirla lentamente y hacerla desaparecer.
—Spreen… —me llamó una voz a mis espaldas, una que no pude ignorar, porque allí no había risas ni voces. Tan solo silencio y soledad.
—¿Qué? —le pregunté al lobo a mis espaldas antes de echar el humo del cigarro.
—La Manada está jugando por parejas a los bolos. Parece divertido — me dijo—. Quizá Spreen quiera jugar con Roier.
Cerré los ojos y sentí una punzada de dolor en el pecho, pero respondí:
—No. No quiero.
Hubo un silencio. No podía ver al lobo, pero sabía que seguía a mis espaldas, a un par de pasos de distancia.
—Los compañeros de los demás Machos…
—¡Me importa una mierda! —le grité, girando el rostro a un lado. Entonces oí un leve gemidito, uno bajo, lastimero, muy triste. Oírlo fue como sentir un puñal en mi pecho. Apreté los dientes con fuerza y miré al frente, a los coches iluminados por los focos. Unos pasos pesados y un poco arrastrados se alejaron de mí, terminando con una puerta al cerrarse. Me llevé las manos al rostro y respiré un par de bocanadas fuertes, porque la ansiedad en mi pecho no había hecho más que crecer y crecer. Apreté los ojos y solté un rugido, golpeando el suelo con el pie varias veces antes de agarrar la botella vacía de cerveza y reventarla contra el suelo. Era culpa de Roier. Si no me hubiera traído todo hubiera ido bien. Todo hubiera ido como siempre y no tendría que estar dando pena como un puto idiota ni lloriqueando. Fumé otro cigarro, y otro después de ese. Hasta que me volví a sentir estúpido allí fuera y fui hacia el coche. Me apoyé en la puerta y me crucé de brazos. Quedé en un estado adormilado e inconsciente, hasta que una figura apareció a mi lado. Levanté la mirada y me encontré con Roier.
Estaba serio y no dijo nada. Fue hacia el coche y se sentó en el asiento del piloto. Yo lo seguí al interior y cerré la puerta de un portazo.
—Espero que te lo pasaras bien —le dije sin mirarlo.
Roier no gruñó, no respondió, no hizo nada. Encendió el motor y salió del aparcamiento. Miré la cristalera de la bolera. Aún había mucha gente dentro, todavía estaban jugando, riéndose y tomando copas todos juntos; pero nosotros ya nos íbamos. Me crucé de brazos y tome aire, notando aquel ambiente cargado que apestaba a lobo. Ninguno de los dos dijo nada de camino a casa, y, cuando entramos en el apartamento, cada uno se fue por su lado; yo al baño y Roier a la cama. Cuando me reuní con él, recién duchado y desnudo, el lobo estaba de espaldas a mi lado, con los ojos entrecerrados y respirando lentamente. Apreté los dientes y me dieron ganas de gritarle. Aquello no debería estar pasando, porque, simplemente, él tendría que haber disfrutado de su puta Manada y haberme dejado tranquilo en casa. Pero no. «Roier lleva a Spreen». Pues bien, eso era lo que pasaba cuando me llevaba a sitios a los que no quería ir.
Di vueltas a aquello, girándome a un lado para darle también la espalda al lobo, como él hacía conmigo. Cerré los ojos, pero todavía sentía esa horrible presión y angustia en el estómago. Tuve que levantarme a fumar una vez más, yendo a la puerta de emergencias y abriéndola lo suficiente para que pasara el humor, porque yo estaba desnudo y hacía frío. Miré al interior para ver a Roier, tumbado en su lado, muy en el borde de la cama, como si quisiera separarse todo lo posible de mí. Que lo hiciera. Me daba igual.
Pero no me daba igual. Yo… era un chico tonto por entonces. Demasiado asustado de ser parte de algo, parte de alguien. Hacía muchas tonterías, como la de aquella noche. Roier me había invitado a conocer a la Manada, algo muy importante en su comunidad. Quería decirles a todos que yo era su humano y que me quería, que deseaba que formara parte de la gran familia que era la Manada; y yo lo había humillado, huyendo como un idiota e ignorándolo por completo delante de sus hermanos y el Alfa. Hay muchas cosas de las que me arrepiento en mi vida, muchos errores que he cometido, pero hacerle daño a Roier aquella noche fue uno de los peores. Roier me quería muchísimo y yo no era más que un hombre estúpido y con suerte de tenerlo.
Ahora me arrepiento de no haber ido a más cosas de la Manada con él. De no haber disfrutado de aquella noche en la bolera y de mi lobo, de no haber jugado con él a los bolos y haber estado a su lado. De no haber saboreado hasta el último segundo de sus sonrisas, sus caricias y sus ronroneos de felicidad. Pero es fácil decir esto cuando el tiempo ha pasado y te das cuenta de las cosas que has perdido por ser demasiado orgulloso, infantil y estúpido. Yo entonces creía que tenía razón y que Roier aprendería qué tipo de relación teníamos. Y Roier aprendió algo. Aprendió que quizá yo no lo quisiera tanto como él creía, que, quizá, se había equivocado por completo conmigo.
Esa noche fue la noche en la que Roier dudó por primera vez de si yo era el compañero que necesitaba a su lado.
Chapter 24: EL VÍNCULO: ALGO QUE DA MIEDO
Chapter Text
Roier cambió desde entonces. Aquella mañana, cuando sin casi darme cuenta, busqué su calor y su cuerpo entre las mantas; me dio la vuelta, no me mordió ni gruñó y apenas se corrió dos veces antes de esperar a que terminara la inflamación para apartarse e irse al baño. Yo me quedé en la cama, mirando cómo se iba para volver y tumbarse de lado en la cama, de espaldas a mí. Me enfadé, por supuesto. Me levanté y fui a la cocina para prepararme un café en mi máquina nueva, me fumé un cigarro y dejé el vaso de leche en la barra de la cocina. Roier apareció vestido, se lo bebió poco a poco y fue hacia el sofá sin decir nada, sin si quiera mirarme. Cuando volví de hacer las compras, seguía allí, mirando la tele y sentado. Dejé el plato de arroz con carne sobre la mesa y se levantó para solo comer la mitad, con la cabeza gacha y dando cortos sorbos a la cerveza. Fruncí el ceño y apreté los dientes, pero me mantuve en silencio. Cuando se vistió, volvió para simplemente decirme.
—Roier se va —sin caricia, sin acercarse más de lo necesario para que le viera.
—Pásala bien —murmuré.
Él asintió y se fue. Aquella noche no vino a verme a la tienda de caramelos, no vino a buscarme si quiera. Cuando llegué a casa ya estaba allí, en el sofá, tras haber dejado otra vez la mitad de las chuletas que le había comprado. Las tiré con enfado a la basura, de forma muy ruidosa para que lo oyera bien; antes de dirigirme directamente a la cama. Tras media hora o un poco más, vino para desvestirse y tumbarse dándome la espalda. Aquello se repitió varios días, hasta que mi enfado se fue diluyendo, dejando tras de sí preocupación y una leve angustia; como la espuma que las olas del mar dejaban tras cubrir la arena de la playa. Miraba a Roier y me preguntaba qué mierda le estaba pasando, por qué ya nunca ronroneaba ni se acercaba más de un paso, por qué ya solo quería coger por la mañana y solo porque yo le buscaba; corriéndose apenas dos veces antes de quedarse jadeando y sin ganas. Sin mordiscos, sin gruñidos, sin tratar de someterme, sin nada. Yo era demasiado orgulloso para preguntarle, demasiado orgulloso para demostrarle que me importaba aquel puto juego al que estaba jugando.
En teoría, eso era lo que yo quería. Un lobo que no me hiciera gastar demasiado en comida, que no me molestara con sus tonterías y que impregnara la ropa que yo le daba. Sí, eso era lo que yo quería.
El problema fue cuando me di cuenta de que ese Roier no me gustaba. Ese Roier que no me miraba y no me gruñía para que le prestara atención, que no me abrazaba y me acariciaba… Quería enfadarme, pero no podía sentir nada más que una angustia que me comía por dentro a cada minuto que pasaba. Quizá fuera normal, después de todo, a veces los lobos daban un paso atrás en los Vínculos con sus humanos. No era siempre lineal, a veces tomaba giros, desvíos y rutas alternativas antes de volver al mismo punto o avanzar. Pero, yo sabía que había sido esa noche en la bolera. No había sido un cambio en un momento tonto, ni un giro progresivo hacia un lado; había sido una frenada en seco y había dado marcha atrás de una manera arrolladora. Roier ya no me quería como antes. Y si ya no me quería, no tenía sentido quedarme.
Una noche que volvió a dejarse el tupper que le había preparado sobre la mesa, volví a casa antes que él del trabajo. Tome un par de mis cosas, las metí en una bolsa y las dejé al lado de la puerta. Me fumaría un último cigarro, me tomaría un café, me prepararía algo para el viaje y me iría para no volver. Ya lo había hecho antes, y, además, con mucho menos dinero del que había ahorrado. Así que las cosas irían bien. Estaba seguro. Me senté en la silla de la barra y miré la casa en penumbra, quizá echando un último vistazo a la que había sido mi casa durante los últimos años, ahora infestada de plantas, con una televisión enorme, un sofá nuevo y cómodo, muchos electrodomésticos de última tecnología y un fuerte olor a lobo. Empecé a respirar más fuerte cuando pensé que no volvería. Cuando pensé que jamás vería a Roier de nuevo. Ese pedazo de mierda… me había jodido la cabeza con sus feromonas. Eran como una droga. Cuando lo tenía, no me importaba, pero cuando me faltaba, sentía una necesidad agónica de tenerlo cerca. Pensar en alejarme me producía una profunda angustia; pero era lo mejor, porque la única forma de dejar una adicción, era hacerlo en seco. Cuando los temblores y el sudor frío pasaran, me sentiría mucho mejor.
Miré el celular con ese pensamiento en mente. No quería ver nada en especial, solo distraerme mientras me terminaba el cigarro y el café. Por casualidad, vi la pestaña del Foro y fui directo a borrarme la cuenta. Sin embargo, vi el mensaje, ese que llevaba mes y medio en mi lista de mensajes privados: ese que decía «¡Cuidado!» y que todavía no había borrado. Entonces lo abrí.
«Hola, ChicoOloroso. Sé que probablemente no te importe lo que tenga que decirte, pero creo que es importante que los sepas. Lo que estás haciendo con ese lobo es algo MUY serio. Su Olor a Macho es muy importante para ellos, algo muy personal. Dárselo a otros humanos que ellos no han impregnado, es como traicionarlos, ya que te lo ha dado solo a ti como símbolo de que estás bajo su protección y que los demás Machos deben tener cuidado si quieren hacerte daño. Si es cierto lo que pones en tus anuncios de venta y lo que dicen los esnifadores sobre la ropa que les vendes, está claro que ese lobo anda mucho a tu alrededor, que le cuidas muy bien y que tienen muchas relaciones sexuales. No es mi intención meterme en tu vida y decirte lo que tienes que hacer, pero sé que no participas en el foro de los omegas y que, probablemente, no estés interesado en ser uno de nosotros. Así que te daré una advertencia: probablemente ese SubAlfa esté desarrollando un Vínculo muy profundo contigo, un Vínculo que puede que no te interese. Si no lo cortas de inmediato, llegará un momento en el que le rompas el corazón. Los lobos son una raza compleja y, aunque parezcan hombres grandes que solo quieren coger y comer, tienen un concepto muy profundo del amor, la fidelidad y el cariño. Si ese Macho te importa lo más mínimo, deja la Guarida y vete del territorio de la Manada. Quizá todavía pueda olvidarte y seguir adelante, porque, sino, le habrás destrozado la vida. Los lobos solo se enamoran una vez. Solo tienen un «compañero», y si este muere o los abandona, se quedarán solos para siempre. Así que, por favor, si tú no le quieres de esa manera, no le robes a ese SubAlfa la posibilidad de encontrar a un omega que le ame de verdad».
Releí el mensaje varias veces y, después, lo borré. Parpadeé, sintiendo los ojos húmedos, y dejé el celular sobre la mesa. Fui a fumar otra calada, pero el cigarro se había consumido por completo mientras leía, dejando solo una columna de ceniza que se precipitó sobre la mesa cuando quise llevármelo a los labios. Saqué otro del paquete y encendí el zippo con una mano temblorosa, iluminando mi alrededor con la luz cálida y anaranjada. Solté el humo y me froté el rostro, arrastrando la humedad de mis ojos antes de que se precipitara por mi rostro en forma de lágrimas. Yo no quería pasarme la vida cuidando de un jodido lobo. No quería su amor. No quería su protección. No quería a su Manada. Y, sobre todo, no quería ser su puto omega. Así que estaba haciendo lo correcto al irme. Roier encontraría a ese hombre especial que cocinara recetas deliciosas cada día y que no fuera a una puta tienda a comprarle la comida, uno que quizá le abrazara día y noche, que le dijera que le quería y que estuviera encantado de formar parte de su Manada y su vida. Roier era un lobo grande, fuerte y guapo; no tendría problemas para encontrarlo.
Me dejé el cigarrillo en los labios, me levanté de la silla y metí el celular en el bolsillo. Me dirigí hacia la puerta, me puse la mochila en la que había metido mis pocas cosas y abrí la puerta para marcharme y no volver nunca. Sin embargo, no me encontré con el pasillo de moqueta sucia y paredes agrietadas, sino con un lobo grande y unos ojos cafés y ambarinos. Tenía las llaves en la mano e iba a abrir las cerraduras, pero se detuvo en seco y me miró. Miró la bolsa a mi hombro, la chaqueta militar, mi rostro y mis intenciones. Tardó un par de segundos y entonces se apartó, dejándome el sitio necesario para que me fuera. Giró el rostro lentamente a un lado, ocultando su expresión y sus ojos de mí, pero su pecho subía y bajaba en profundas bocanadas bajo su chaqueta negra de motero y su camiseta blanca. Apreté los dientes y tragué saliva. Los ojos me lloraron, pero quizá fuera el humo del cigarro en mis labios que me irritaba las pupilas. El corazón me retumbaba en el pecho y cerré con fuerza la mano alrededor del asa de mi mochila. Me iría. A él no le importaba y a mí tampoco.
Salí apresuradamente por la puerta y, entonces, me detuve a un par de pasos. Había visto algo por el borde de los ojos, una mirada rápida del lobo, una expresión de miedo y angustia. O, al menos, eso había creído ver. Tome un par de bocanadas y giré el rostro. Roier seguía allí, a un lado de la puerta, mirándome fijamente. Me volví hacia él y vi sus ojos húmedos, quizá tanto como los míos, en mitad de una expresión seria de cabeza alta y orgullosa. Y, por alguna razón que no fui capaz de entender, hice una pregunta que jamás creí que haría a nadie.
—¿Vos me queres?
Roier tardó un par de segundos en responder:
—Spreen es el que no quiere a Roier.
Yo fui el que se quedó en silencio entonces. Miré sus ojos cafés, cada vez más húmedos y brillantes. Negué con la cabeza y cerré un momento los ojos, porque sentí que iba a llorar y eso no iba a pasar.
—Eso no es cierto —murmuré.
Miré a un lado, a la moqueta sucia y la pared agrietada del pasillo. Respiré profundamente y tomé una decisión, de esas que te cambian la vida y marcan un nuevo rumbo a tu futuro: me bajé la mochila del hombro y volví hacia la casa. Tiré el fardo a un lado de la puerta junto con las llaves y me froté el rostro de espaldas a Roier. El lobo me siguió al interior y cerró la puerta lentamente, con cuidado, porque no sabía lo que aquello significaba ni lo que yo estaba pensando. Para ser justos, yo tampoco lo sabía. Me saqué otro cigarro del bolsillo y lo encendí con una mano un poco temblorosa. Solté el humo y volví a pasarme la mano por los ojos.
—Vamos a la cocina —ordené.
No miré al lobo, pero oí sus pasos detras de mí hasta llegar a la barra. Saqué la comida del horno y la puse en la mesa, como cualquier otro día, acompañándolo de dos cervezas que saqué de la nueva nevera de puerta doble y acero inoxidable. Me quité la chaqueta y la tiré a un lado antes de sentarme. El lobo se dejó caer sobre el taburete, sin apartar la mirada de mí y todavía con sus ojos vidriosos. Fue el primero de los dos en decir:
—Spreen iba a dejar a Roier.
Mantuve mi mirada en la mesa, hasta que conseguí reunir el valor para mirar sus ojos.
—Sí —reconocí—. Me iba a ir. Llevamos días sin hablarnos, teníamos sexo por despecho y ni siquiera nos tocamos. ¿Qué mierda esperabas que hiciera?
—Spreen humilló mucho a Roier en la bolera. La Manada creyó que Spreen no quería a su Macho —bajó la mirada y sus ojos se volvieron más brillantes. Había algo muy extraño y perturbador en ver a un hombre tan grande y con expresión tan ruda llorando. Algo visceral y profundamente triste—: Y Roier… también cree que Spreen no lo quiere.
—¡Deja de decir eso! —exclamé con enfado, golpeando la mesa con el puño y haciendo temblar la bandeja de comida y las botellas—. ¡Te doy de comer, te cuido, me preocupo por vos, te mimo como a un puto cerdo y cogemos todos los días, varias veces!
Me quedé jadeando, porque había dicho todo aquello de corrido y en voz alta, quedándome sin aire al final. Hubo un silencio denso que se formó entre nosotros. El lobo tenía la cabeza un poco gacha y me miraba por el borde superior de los ojos con cuidado. Me llevé la mano al rostro y terminé pasándomela por el pelo desordenado. Qué difícil era decir las cosas cuando te daba miedo parecer débil. Cuando te daba miedo darle el poder a alguien para hacerte tanto daño.
—Escucha, Roier… —dije con un tono más calmado—. No sé si son las feromonas o qué, pero me… me… —tomé un par de respiraciones con la mirada fija en la mesa vieja—. Me gusta estar a tu lado, ¿si? —le dije, tratando con todas mis fuerzas de no hacer un mundo de ello—. Me hace sentir bien.
Esperé con el corazón en un puño a respuesta del lobo. En ese momento me juré a mí mismo que, como me humillara, lo tiraría de cabeza por la puta puerta de emergencia y me haría un collar con sus dientes.
—A Roier también le gusta mucho estar con Spreen —le oí decir—. Spreen me hace feliz.
—Bien —asentí, conforme con la respuesta. Tragué saliva y di una calada nerviosa al cigarrillo que, de nuevo, se había estado consumiendo sin más entre mis dedos—. Bien —repetí tras echar el aire—. Come, se va a enfriar la carne.
El lobo miró la bandeja y fue a por el tenedor, pero comió lentamente, como si no tuviera hambre.
—¿Ya comiste? —pregunté. Roier negó con la cabeza.
—Roier no comió mucho estos días. No tenía hambre. Roier estaba… muy triste.
Solté el aire por la nariz y asentí varias veces, pasando la mirada de sus ojos al fondo del salón. Fumé otra calada y eché el humo a un lado. No me gustaba fumar frente al lobo cuando comía, pero en aquel momento había otras preocupaciones y prioridades.
—Come tranquilo —le dije sin mirarlo —. No me iré a ninguna parte.
Roier asintió y se metió algunos trozos más de carne en la boca, masticando mientras me miraba con cuidado. Aquellos veinte minutos que tardó en terminar la fuente entera de comida, me dieron tiempo a pensar, a reflexionar y a preguntarme a mí mismo qué quería y por qué lo quería. Bebí más de la mitad de la cerveza a cortos tragos, llevándome la boquilla a la boca y mirando al cristal del ventanal oscuro a lo lejos. Podía ver mi reflejo borroso y la ancha espalda de Roier. Había visto mi reflejo antes, cuando estaba fumando solo en mitad de la penumbra y sentía un vacío en el pecho y una mano fría que me apretaba las entrañas. Toda adicción era mala, pero la cocaína no te quería ni te abrazaba por las noches mientras ronroneaba.
El lobo terminó la bandeja, bebió lo que le quedaba de cerveza y eructó con la barriga llena tras un par de días hambriento y triste. Me miró más fijamente y esperó a que fuera yo el que hablara primero. Me encendí otro cigarro antes de dejé el zippo a un lado. Sabía lo que quería decir, el problema era que no quería decirlo.
—Te dije que no quería ir a la bolera —lo intenté—. Te dije que no era buena idea. —Roier bajó la mirada y sus gruesas cejas descendieron sobre sus ojos cafés. Parecía triste, porque seguía creyendo que yo no le quería—. Siento… —comencé, pero me detuve. Me pasé la lengua por los labios y fumé otra calada apresurada antes de saltar el aire a un lado—. Siento haberte hecho daño. No quería humillarte delante de la Manada. Lo prometo —le aseguré con firmeza—. Yo solo… no quería estar allí.
—¿Spreen no quería estar con Roier? —me preguntó.
—No. No es eso. No quería estar con la Manada y sus… omegas. ¿Lo entiendes?
Roier frunció levemente el ceño.
—¿Qué es un omega?
—Mierda… —murmuré, llevándome el cigarrillo de nuevo a los labios—. Hey, Roier, me gusta estar con vos, pero no creo que me guste estar con la Manada —le expliqué.
El lobo levantó la cabeza y frunció más el ceño.
—La Manada es muy importante. Roier es un Macho importante de la Manada. SubAlfa.
—Lo sé, no… —no era capaz de explicarle aquello, pero quizá no era el momento de hacerlo—. ¿Queres ir a tumbarte al sofá?, debes estar cansado.
El lobo tardó un par de segundos en asentir, como si todavía dudara de mí. Aquello le había afectado mucho y le había hecho sospechar de mí, de mi amor y de mi interés en él. No podía culparlo después de todo, yo no sabía ni lo que quería. No sabía a lo que estaba jugando. Fumé una última calada, fui a tirar el cigarrillo por la puerta de emergencia y le acompañé al nuevo y mullido sofá gris que habíamos comprado. Roier se sentó en su lado, con las piernas estiradas pero los brazos cruzados, mirando la televisión apagada como si viera algo en ella. Me senté de rodillas a su lado, de cara a él, con un brazo por encima del respaldo y una expresión seria en el rostro. Lentamente moví la mano hasta alcanzar su pelo castaño. Le acaricié la nuca y después fui subiendo por su cabeza. Roier entrecerró los ojos y ronroneó por lo bajo, pero se detuvo y volvió a abrirlos, dedicándome una mirada nerviosa. Para mi sorpresa, apartó un poco la cabeza y dijo:
—Spreen no debería hacer esto a Roier si no quiere ser su compañero.
Levanté la mano para apartarla, pero la dejé a apenas unos centímetros de su cabeza. Me quedé en silencio y entonces le acaricié el cuello con el reverso de los dedos, muy suave y lentamente. Roier movió la cabeza hacia un lado, pero cerró los ojos y terminó ronroneando y frotando el rostro contra mi mano para que le acariciara más. Levanté al cabeza y lo miré por el borde inferior de los ojos. Ahí estábamos; un tipo duro acariciando como un perrito a otro tipo duro. Debíamos dar puta risa. Yo me hubiera reído de mí mismo hacía algún tiempo, pero ya no. Pensar en perder a ese pedazo de hijo de puta me había hecho pasarlo muy mal. Sentía la falta de sus caricias, de su atención y su interés como si fueran agua en el desierto, y yo ahora era un hombre sediento y estúpido con un enorme lobo al que cuidar.
Tras acariciarlo en el sofá, me lo llevé a la habitación en silencio. No hacía falta decir nada, porque los lobos tenían una forma especial de comunicarse sin palabras. Lo ayudé a desnudarse y después lo hice yo, acercándome para poder abrazarlo piel contra piel. Hundí el rostro en su cuello, y lo froté suavemente, disfrutando de aquel cálido abrazo y de su Olor a Macho, tan familiar y adictivo. Era sudor seco y feromonas, pero a mí me olía a un lobo grande y fuerte que, por alguna razón que no comprendía, me quería. Levanté el rostro y lo rocé contra el suyo, mejilla contra mejilla. Roier se dejaba acariciar, a veces incluso ronroneaba un poco, pero mantenía una actitud precavida y vigilante. No quería volver a caer, volver a sentirse traicionado y herido por mí. Y ese era un sentimiento que yo podía entender. No le estaba obligando a perdonarme, solo le estaba pidiendo que me diera la oportunidad de conseguir que me perdonara.
Roier movió un poco la mano y me acarició el costado en respuesta; algo breve y sutil al principio, hasta que se hizo más intenso y, finalmente, me rodeó con los brazos. Nos frotamos el rostro mutuamente, de pie frente a la cama y desnudos. Había una evidente excitación, cada vez mayor y más acuciante, pero también algo más; quizá cariño, quizá una necesidad de hacerle sentir querido, quizá ambos estábamos demasiado exhaustos emocionalmente como para ponernos a coger como locos. Fuera lo que fuera, nos tiramos en la cama y continuamos un buen rato abrazados y rozándonos, piel con piel y rostro con rostro. Le mordí las mejillas suavemente, lo que a Roier le encantaba hacer. Él quiso apartar la cara, sorprendido, pero en un gesto juguetón, no algo seco y rudo. Entonces sonrió un poco y ronroneó mientras me acariciaba. Su piel era cálida, su mejilla, espesa, su cuerpo, enorme, su olor, intenso. Sus ojos eran grandes y cafés, rodeados de largas pestañas. Me miraban fijamente y me hacían sentir un temblor en el estómago. Había algo muy especial en aquel lobo grande y estúpido. Y tenía algo que no tenía nadie más en el mundo: a mí.
La Manada siempre había creído que el humano que eligiera Roier como compañero, sería un hombre sincero, dulce, agradable, cariñoso, alegre… porque el lobo lo había pasado muy mal y estaban seguros de que esa era la clase de persona que necesitaba a su lado. Alguien como Aroyitt, la compañera del Alfa. Cuando me conocieron a mí, no pensaron que Roier me fuera a querer tanto, ni que yo fuera la persona que quisiera presentar a la Manada. Pero lo que ellos no sabían era que Roier no necesitaba a un hombre dulce y suave; Roier necesitaba a un hombre sin miedo a luchar por él y defenderlo con uñas y dientes si fuera necesario. Un hombre con una mirada peligrosa, actitud seria y una navaja en el bolsillo. Que no le pasara mierdas a nadie y que supiera tomar el toro por los cuernos y darle media vuelta mientras fumaba un cigarro con una expresión indiferente en el rostro. Roier era un Macho grande y fuerte, pero tener a alguien así a su lado le hacía sentir muy seguro. Y eso era lo que realmente necesitaba él.
Sin embargo, la Manada tenía otros planes. Y yo tendría que abrirme paso a codazos entre ellos para conseguir su respeto y ganarme mi sitio al lado de mi lobo. Ahora sé por qué lo hicieron, pero por entonces no conocía el pasado de Roier, ni por qué creían que yo no era lo que él necesitaba. No los juzgo, yo también dudé cuando supe la verdad.
Chapter 25: LA MANADA: UNA GRAN FAMILIA VENGATIVA
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Me desperté pegado al lobo. Piel con piel y no en una esquina de la cama, dándole la espalda y creyendo que había un continente de distancia entre nosotros que nos separaba; aunque hubiera sido tan sencillo como alargar la mano y tocarle. Por los cristales limpios entraba ahora demasiada luz, arrojando la claridad penetrante y dolorosa de la tarde sobre nosotros. Gruñí y me apreté contra mi lobo, hundiendo la cabeza bajo el edredón y pegando la cara al hueco de su cuello. Roier se removió un poco, dejando de roncar y rodeándome con los brazos. Aquella primera noche tras casi huir de la casa, habíamos acabado cogiendo y, desde entonces, el sexo había vuelto a ser tan abundante y maravilloso como había sido siempre. Así que, como cada mañana, desperté a mi lobo con besos, roces y poniéndolo muy excitado; yo me aseguraba bien de eso. Simplemente, me despertaba con muchas ganas de Roier, de su cuerpo y de su pija. Puede que fueran todas esas feromonas acumuladas durante la noche porque, incluso enfadados, no había podido resistirme a buscarlo cada mañana con pequeños besos y caricias; aunque el sexo había sido una absoluta mierda y después me sentía más frustrado y enfadado que antes, empezando el día con muy, muy mal genio. Pero ahora el lobo había vuelto a ser la bestia sexual y maravillosa que siempre había sido; ya no me ponía de espaldas y me cogía sin más hasta correrse dos míseras veces, sino que se convertía en el maldito efusivo y salvaje que tanto me gustaba y tan loco me volvía. Aquella mañana me lo hizo de cara, gruñendo, moviendo la cadera sin parar, mordiéndome, agarrándome el cuello y llegando sin problemas a la cuarta eyaculación mientras yo le tiraba del pelo, le apretaba su enorme pecho y le gritaba: «¡Sí, dios! ¡Vamos, puta fiera!».
Terminé sumergido en aquella nube de placer y calma, recuperando el aliento y con un enorme lobo encima, sudado y jadeante. Roier me acarició el rostro y ronroneó un poco durante la inflamación mientras yo le rodeaba con los brazos y le acariciaba la espalda. El lobo todavía no me había perdonado, no del todo, al menos. Parecía tener cuidado y estar muy atento a cualquier señal de peligro. Había dado un paso atrás después de hacerlo decepcionado y humillado delante de la Manada y, aunque no fuera tan desolador y frío como antes, seguía teniendo sus momentos de duda. Ya no era tan abierto con sus caricias y muestras de afecto, ya no gruñía para pedir mi atención y mimos, ya no hacía ninguna referencia a la Manada, a su trabajo o a que él era «mi Macho». Pequeños detalles de los que yo me daba cuenta y que me molestaban, pero por los que no podía culparlo.
Se levantó él primero, bostezó ruidosamente, se fue rascándose una nalga hacia el baño para echar una buena meada y volver a la cama para retozar un poco más y que le siguiera acariciando el pecho y la barriga. Cuando volvió a quedarse dormido, a roncar y a tener contracciones en la pierna, me levanté para ir al baño y darme una ducha rápida. La casa estaba repleta de luz, lo que solía pasar en los pocos días en los que el sol se veía en el cielo. Abrí los ventanales un poco, porque hacía un leve calor acumulado y era agobiante con tanta puta planta por allí. Con el sol, Roier las regaba más a menudo y al evaporarse el agua era como si viviéramos en el puto amazonas. Terminé abriendo la puerta de emergencia, puse la cafetera a funcionar, fui por la leche a la nevera, repleta de cerveza y la comida más básica para mí, y le preparé el vaso a Roier sin calentárselo. Entonces puse las noticias de la tarde en la tele, me encendí un cigarro y bebí mi café tranquilamente mientras esperaba a que el lobo se despertara para acompañarme a la compra.
Ya había pasado semana y media desde esa mierda de noche en la bolera que había afectado a mi vida de una forma tan drástica. Carola me había enviado un mensaje corto al celular para decirme que ya no me «necesitaba» en el club Luna Llena ni en la tienda de caramelos; me había enviado la liquidación y no me había vuelto a hablar. Cuando había preguntado a Roier, vi una mueca triste y consternada en su rostro, había agachado un poco la cabeza y me había dicho:
—La Manada está muy enfadada con Spreen por haber humillado a Roier.
No es que me importara gustarle o no a la Manada, pero era consciente de que tenerla en tu contra no era nada bueno. Solo esperaba que no metieran mierda entre Roier y yo, porque entonces sí que les daría una buena razón para enfadarse conmigo. De todas formas, a falta de trabajo, me había puesto a buscar de nuevo entre las páginas de ofertas de empleo, más llenas ahora de ofertas temporales para cubrir vacaciones.
Un hombre con una voz muy ronca y con muy mal genio me había llamado para hacerme un par de preguntas rápidas y ofrecerme un empleo en una gasolinera de mierda de la autopista a cambio de un sueldo que daba pena. Acepté, por supuesto, porque cuando eras un hombre como yo te agarrabas a cualquier oportunidad para sobrevivir. Roier no había traído el dinero del mes y yo ya no tenía un trabajo fácil y con un sueldo absurdo, las reformas de la casa y los nuevos muebles y electrodomésticos no habían salido gratis y temía que, incluso con los ahorros, no pudiera mantener el ritmo de comidas de Roier más que uno o dos meses más. Si fuera necesario, podía volver a vender su Olor a Macho en el Foro, pero no era algo que quisiera hacer ahora que sabía que podía hacerle daño al lobo.
Roier se despertó cuando ya me había terminado mi cigarro y el café, caminó desnudo hacia la cocina, bebió su vaso de leche fría y se fue a vestir. Me reuní con él en la habitación, buscando ropa cómoda y veraniega en el armario nuevo.
—Roier comprará cortinas y las instalará —me dijo él, dando un par de pequeños golpes con el nudillo sobre el cristal de la ventana.
Asentí de acuerdo y salimos de casa para ir a la cafetería donde siempre desayunaba y después a la tienda de comida para llevar. Ahora el lobo me acompañaba por ninguna razón aparente; se había despertado un día y había dicho «Roier quiere ir con Spreen» y Spreen le había respondido «Como quieras». Ahora que ya no hacía los envíos, no tenía nada que esconder al lobo. Si quería verme desayunar y esperar en la cola de la tienda, que lo hiciera. Estaba bastante seguro de que se aburriría pronto, pero el Macho seguía viniendo conmigo día tras día, asustando a los humanos y llamando mucho la atención con su enorme tamaño, su fuerte olor y su imagen peligrosa y atractiva. A veces se quedaban mirando demasiado fijamente o murmurando y yo les soltaba comentarios como: «¿Qué mierda estás viendo?» o «¿Tenes algún puto problema?». A lo que ellos bajaban la cabeza o apartaban rápidamente la mirada para no enfadar a los dos hombres con pinta de poder darte una paliza en mitad de la calle o la cafetería. Era cierto que ver a un lobo de día era algo extraño, pero la mayoría de reacciones que despertaba Roier eran de rechazo, comentarios racistas y asustados, porque la gente miraba con deseo a los lobos por la noche, pero en cualquier otro momento, solo los odiaban.
Al volver a casa, Roier comia su primera comida del día, descansaba un poco en el sofá y nos íbamos a trabajar. El lobo me llevaba a la gasolinera y se iba de vuelta a la ciudad para hacer sus cosas de la Manada. El trabajo nocturno allí era una mierda, por supuesto.
La gasolinera era vieja, los surtidores se atascaban muy a menudo, los pocos clientes siempre se quejaban del precio y esperaban a que tú les rellenaras el depósito con una puta sonrisa en los labios. Cuando quería fumar, tenía que apartarme bastante y hacerlo casi al borde de la autopista, inmerso en la oscuridad de la carretera y sentado en los quitamiedos mientras expulsaba bocanada tras bocanada de humo y me bebía mi asqueroso café de máquina. La gasolinera tenía una pequeña tienda con la mayoría de productos a punto de caducar y un reservado para uno de los baños más asquerosos que había visto en mi puta vida; y yo había estado en muchos baños asquerosos, así que era mucho decir. Las noches se hacían largas, frustrantes y aburridas, pero al menos a veces venía Roier a verme. Volvía antes de cumplir sus «asuntos», se quedaba conmigo y cogiamos en el Jeep. El lobo detestaba el olor a gasolina y carburante, siempre se quejaba con un gruñido grave, pero yo no podía hacer nada para evitarlo. Al menos, le rellenaba el depósito del coche gratis siempre que quería.
Una de esas noches incluso había venido con Quackity el pecoso. Estaban de camino a algún sitio y necesitaban gasolina, Roier bajó del todoterreno, esperó a que me acercara y me acarició el rostro contra el suyo con un leve ronroneo. Le abracé cuanto pude y le besé un poco en los labios, entre los pelos de barba crecida porque faltaba poco para que le dieran su corte de pelo. A los lobos les crecía el pelo y la barba mucho más rápido que a los humanos, algo que había aprendido por pura observación. A mí me parecía que Roier estaba más guapo cuando tenía una pinta más agresiva, pero esa imagen más despreocupada y salvaje tampoco le quedaba mal.
—¿Ya comiste, capo? —le pregunté en voz baja, acariciándole un poco el abdomen.
Roier asintió y ronroneó, así que le acaricié la nariz con la mía y froté mi entrepierna contra la suya, creyendo que quizá pudiera darme un buen viaje en la parte de atrás del Jeep antes de irse. El lobo gruñó por lo bajo, algo grave y excitado mientras me mostraba los dientes de anchos colmillos, pero, aunque enseguida se le puso dura bajo el pantalón, se detuvo e hizo una señal a la espalda para indicarme que había alguien allí. Ladeé el rostro para mirar por encima del hombro de Roier a la figura que aguardaba en el asiento del copiloto. Él nos estaba mirando por el borde de los ojos, pero enseguida miró al frente cuando se encontró con mis ojos. Quackity siempre había sido muy sonriente y divertido conmigo en el club, aunque, al parecer, estaba de acuerdo con la Manada sobre su decisión de odiarme.
Miré a Roier a los ojos y vi su expresión levemente apenada. No le gustaba que sus hermanos me ignoraran, pero, al igual que yo con el olor a gasolina, él no podía hacer nada para evitar aquello. Le rocé con la nariz, un leve golpe para llamar su atención y le di un último beso antes de separarme.
—¿Lleno? —pregunté de camino al surtidor.
El lobo asintió y me siguió, acariciándome la espalda con la mano como si tratara de consolarme por algo. Al terminar, soltó un gruñido apenado por lo bajo y subió al coche. Parecía dolerle mucho más a él que a mí que la Manada ya no me aceptara. Aquella no fue la única vez que trajo a alguno de sus hermanos, quizá intentando que vieran algo, o que se dieran cuenta de que yo no era malo con Roier; que lo de la bolera solo había sido una mala noche. Fuera como fuera, no funcionó. Al final del mes organizaron una barbacoa de fin de semana a la que no me invitaron. Roier llegó a buscarme al trabajo con cara triste y la cabeza gacha.
—¿Qué mierda paso? —quise saber al momento. No soportaba ver a mi lobo triste, porque yo me esforzaba mucho para hacerlo feliz.
—La Manada quiere hacer una barbacoa —me explicó con la mirada baja y fija en el volante—. Alfa no… deja a Roier ir con Spreen.
Solté un murmullo de comprensión y bajé más la ventanilla para poder fumar un cigarro.
—¿Tenes que llevar algo? —le pregunté con el cigarrillo en los labios mientras lo encendía—. ¿Bebida o alguna de esas tonterías?
—No. Los compañeros de la Manada siempre llevan todo… — murmuró, más apenado todavía.
Eché el aire a un lado y me pasé la lengua por los dientes antes de dedicarle una mirada por el borde de los ojos. En mis largas y aburridas noches en la gasolinera, no había podido evitar volver a ojear el Foro; solo por curiosidad. Había entrado en aquel subforo que se llamaba «La Manada» y había leído muchos reportajes y estudios sobre la organización social y la familia que representaba para los lobos. Los humanos solo pasaban a formar parte de ella como «compañeros», llamados vulgarmente «omegas». Que te dieran la oportunidad de presentarte y te invitaran con ellos era, como ya sabía, un evento muy importante que marcaba un antes y un después. Uno que había que ganarse con tiempo y esfuerzo. No valía simplemente con tener sexo y cuidar de tu Macho, sino que el Alfa y la comunidad debía comprobar que eras digno de participar en su núcleo social. Entonces había entendido esos trabajos que me habían dado en la puerta del club y en la tienda de caramelos, esas visitas a los lobatos y al Luna Nueva con Roier. No eran favores, eran pruebas escondidas y mis primeros contactos con la Manada como grupo. Por supuesto, yo la había cagado por completo y ahora no había vuelta atrás. Yo lo sabía y Roier lo sabía; por eso se ponía tan triste, temiendo que su compañero nunca fuera aceptado por sus hermanos de nuevo. Porque la Manada nunca olvida: ni lo bueno ni lo malo.
—Bien —murmuré, echando una bocanada de humo a un lado. Alargué la mano hacia la pantalla digital y puse algo de música suave con un buen bajo—. ¿Vamos a casa? —pregunté.
El lobo arrancó y se sumergió en la oscuridad de la autopista en dirección a la ciudad. Seguí fumando, con un brazo fuera, apoyado en la puerta, tomando breves caladas antes de echar el aire. Miraba al frente, a la noche iluminada por las luces largas del Jeep. Podían pasar meses, puede que años, hasta que la Manada volviera a darme la oportunidad de formar parte del grupo y presentarme al resto de compañeros. Eso sí decidían volver a hacerlo, puede que el idiota de Carola ni siquiera me diera la oportunidad otra vez; condenándome al ostracismo y a la soledad. Yo tendría a un Macho, pero no sería considerado como su compañero, solo como el humano que le daba de comer y le vaciaba las bolas. A mí no podía importarme menos lo que ellos pensaran de mí, siempre que Roier se quedara a mi lado, se podían meter a su Manada por el puto culo si querían.
—¿Tenes todo? —le pregunté a Roier cuando llegó el día de la barbacoa y nos habíamos levantando un poco antes para que se vistiera de forma elegante. Le había comprado una buena camisa blanca que le quedaba como un guante, marcando lo justo y con los primeros botones abiertos para mostrar la cadena de plata. —. ¿Queres llevarte algo de beber para el viaje?
El lobo asintió y fui hacia la nevera para sacar una botella de un litro de agua fresca, pero cuando se la entregué, me miró de nuevo con esa expresión de cejas bajas y ojos tristes. Yo luchaba para no enfadarme y soltar algo cortante que le hiciera espabilar. Me ponía de los nervios que a Roier le afectara tanto aquello, lo suficiente para no haberse corrido más de tres veces aquella mañana y haberse quedado gruñendo apenado durante toda la inflamación mientras me acariciaba con el rostro.
—Estaré acá cuando vuelvas —le recordé—. No me voy a morir.
Pero Roier volvió a gemir y se acercó para frotar su mejilla contra la mía.
—Spreen debería ir con su Macho —murmuró en voz baja—. Los demás compañeros lo hacen…
Aquella era la primera vez que volvía a referirse a sí mismo como «mi Macho» tras una larga temporada de dudas y sospechas. Poco a poco, Roier había vuelto a ser el de siempre conmigo.
—No pasa nada, Roier —respondí—. Es solo una estúpida barbacoa.
—Es la Manada —dijo él, como si eso tuviera que significar tanto para mí como para él.
Chasqueé la lengua y tome aire. No sabía qué más hacer, porque no había nada que yo pudiera decirle para cambiar o mejorar la situación.
—Vas a llegar tarde —le recordé, animándolo a ir hacia la puerta—. Te esperaré en la gasolinera.
El lobo soltó un último gruñido de tristeza y se despidió con otra caricia en la mejilla antes de salir por la puerta como si se dirigiera a un funeral. Me vestí y salí veinte minutos después de él para ir a desayunar y hacer los recados. Me eché una pequeña siesta y tomé un autobús hasta la salida de la ciudad, recorriendo el último tramo de autopista a pie, pegado al borde y con cuidado de mantenerme lejos de los coches que atravesaban la carretera demasiado rápido en mitad de la noche. Roier vino a verme en mitad de la noche, mucho más temprano de lo que debería e incluso más apenado de lo que se había ido. Dejó el Jeep a un lado, en un pequeño reservado antes de entrar en la gasolinera, fui directo hacia mí y me abrazó para gemir tristemente. Lo abracé de vuelta y puse los ojos en blanco cuando estuve seguro de que no podía verme.
—¿No te lo pasaste bien? —le pregunté.
Él solo gruñó en respuesta, apretándome más fuerte y acariciándome la mejilla. Olía a sudor cálido y a piel bañada por el sol; fue muy agradable y terminé hundiendo el rostro en su cuello y aspirando con profundo placer. Me lo llevé conmigo a la parte de atrás de la caseta donde estaba la tienda, discreta y oscura. Le besé los labios y le acaricié por dentro de la camiseta, sintiendo sus músculos, su piel cálida y el fino vello que la cubría. Roier no tardó ni un instante en ponerse excitado y frotar su entrepierna abultada contra mí; pero lentamente, consciente de que aquel era uno de esos momentos en los que me gustaba alargar los entrantes antes del plato principal. Dejó atrás sus gruñiditos de pena y empezó a gruñir como un lobo hambriento y muy mojado. Me mordió, me agarró del cuello y me apretó contra la pared repleta de pintadas y grafitis. Me agaché para chupársela y después me dio la vuelta para metérmela de pie, con las manos apoyadas en la pared mientras me jadeaba en la oreja. Tras correrse cuatro veces, se detuvo y se dejó caer sobre mí, haciéndome perder el aliento al quedarme encerrado entre su peso y el muro. Se limpió el sudor en mi nuca para impregnarme y después ronroneó por lo bajo.
—Mañana es mi día de descanso —le recordé mientras me subía los pantalones, ignorando esa acostumbrada humedad viscosa que tenía en el culo y me resbalaba por las piernas—. Podemos salir a tomar algo y bailar. ¿Qué decís?
Roier se abrochó el cinto de hebilla plateada y asintió varias veces, incapaz de rechazar una invitación para bailar. Después me lo llevé conmigo a la tienda y nos entretuvimos viendo el pequeño televisor que había bajo el mostrador. Solo vinieron un par de clientes, los cuales no se atrevieron a quejarse tanto al ver allí al lobo. Cuando al fin terminó mi turno, llegó la mujer que trabajaba de día y me fui con Roier a casa. Tras la cena, nos fuimos directos a la cama, demasiado cansados después de madrugar. Por desgracia, al día siguiente el lobo tuvo que ir a un «trabajo especial» y nos quedamos sin salir, volviendo a las tantas de la madrugada con el labio roto, nuevos moratones y la ropa manchada de sangre. No le hice preguntas, solo le ordené que se diera una ducha y después le curé las heridas y le puse la cena en la mesa mientras me fumaba un cigarro al lado de la puerta de emergencias. Roier comía bocado tras bocado, mirándome mientras masticaba. Por alguna razón, me hizo gracia verle con solo una camiseta gris puesta, sin ropa interior ni parte de abajo; comiendo como el cerdo que era, con la boca empapada en grasa y los vendajes. Sonreí y eché una bocanada de humo a un lado. Roier me vio y también sonrió como un tonto por el simple hecho de verme feliz.
Aquella noche no fuimos a bailar, pero le di un buen viaje a mi lobo. Le acaricié como le gustaba, en la barriga abultada y el pelo mientras descansaba la comida y después me lo llevé a la habitación para que se sentara en mi cara. Roier jamás me daba la espalda durante el sexo y mucho menos se ponía a cuatro patas, porque eso era sometimiento e iba en contra de todo lo que él era como Macho; así que la única forma que había conseguido de comerle el culo era obligándole a ponerse encima mientras le agarraba esas enormes piernas entre los brazos y le lamía de arriba abajo. Había sido muy divertido la primera vez, porque el lobo estaba nervioso y no demasiado convencido con aquello, pero yo estaba decidido a probar ese culo peludo de levantador de pesas que tenía. Me volví completamente loco, pasando de su ano a sus pelotas y de ahí a su pija gorda. Roier siempre se corría cuatro veces cuando le hacía aquello, las primeras en mi boca y el resto en mi culo. Yo sabía hacer a mi Macho muy, muy feliz.
Al día siguiente lo desperté con más sexo y me fui al baño para darme una ducha, limpiándome bien la cara con muchos restos de saliva, semen y Olor a Culo de Macho que no me había quitado la noche anterior, quedándome dormido durante la inflamación. Dejé a un Roier adormilado y sonriente retozando en la cama, con las piernas y los brazos extendidos mientras una fina manta blanca le cubría hasta el abdomen. Lo único que hice fue abrir un poco la ventana de la habitación para que se aireara, ponerme unos pantalones de chándal y salir a preparar mi café y el vaso de leche del lobo. Aquel día Roier no iría a trabajar, pero yo sí, así que, tras nuestra salida diaria a desayunar y hacer las compras, volvimos a casa para que el lobo comiera su primera bandeja del día antes de llevarme al trabajo. No se bajó del Jeep, solo se inclinó lo suficiente para que yo pudiera acariciarle la mejilla y ronroneó.
—Roier vendrá a ver a Spreen —me prometió, lo que quería decir que aparecería en algún momento en mitad de mi turno y se quedaría allí conmigo.
Asentí y vi como salía de vuelta a la autopista antes de dirigirme a la tienda.
—¿Quién era ese hombre tan guapo con el que estabas antes? —me preguntó la chica de la tarde, todavía con su placa identificadora con su nombre en el pecho. A veces hacía esos intentos de intimar conmigo, a los que yo siempre respondía de forma seca y fría—. ¿Alguien especial…?
—Sí —murmuré, ignorándola por completo para ir al pequeño armario a un lado donde guardaban la ropa de trabajo.
—Es un hombre muy grande…
—Es un lobo —la interrumpí sin mirarla, dejando a la muy tarada con los ojos y los labios abiertos. No preguntó nada más y se fue.
Me puse el chaleco azul marino con el nombre de la gasolinera, viejo, sucio y que me quedaba grande. En la placa tenía un nombre que no era el mío, sino el del hombre al que le cubría las vacaciones; un tipo llamado «Kenni». Vaya nombre de subnormal. Me quedé sentado en la tienda hasta que vi un coche grande que aparcó al lado de los surtidores y salí a atenderlo. Era un Land Rovert todoterreno color gris de aspecto militar, y dentro había dos hombres con cadenas plateadas al cuello.
Eran lobos de la Manada.
Chapter 26: LA MANADA: NI DENTRO NI FUERA
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Me acerqué con mi expresión indiferente de siempre, me quedé a un paso de la ventanilla bajada y miré fijamente a los ojos marrones del hombre con el pelo muy corto y barba muy espesa que conducía. Podía percibir su Olor a Macho desde esa distancia, denso y algo salado. No le conocía, no era de los Machos solteros ni de los que se habían pasado con Roier por allí mientras me hacía una visita en mitad del trabajo. A quien sí reconocí fue al otro lobo que le acompañaba.
—Axozer —le saludé con una breve mirada.
El lobo rubio y de ojos azules asintió a forma de respuesta, pero fue algo breve antes de apartar la mirada. Era tan solo un Macho Común de la Manada y, probablemente, el otro Macho tuviera más rango que él; así que era al que debía prestarle atención.
—¿Venís a llenar el depósito o a romperme los huevos? —quise saber.
—Controla esa boca tuya, chico —respondió el lobo con un tono serio después de gruñir con enfado—. No eres quién para hablarnos así.
Ladeé el rostro y mantuve la mirada del lobo, demostrándole que no estaba nada impresionado ni afectado por sus palabras. Tras un par de largos segundos, puso una mueca de disgusto y miró al frente.
—Llena el depósito —ordenó—. Tenemos prisa.
Me pasé la lengua por los dientes y estuve a punto de mandarlos a la mierda, pero me controlé. Era la Manada y Roier se enfadaría si supiera que les habían dejado tirados. Si habían venido a mi gasolinera, no podía ser algo casual. Debían estar o muy necesitados de gasolina o… y entonces oí los golpes y los leves gritos en el maletero del coche. Me quedé con la manguera del surtidor en la mano, mirando la chapa gris del Land Rovert, después giré el rostro y vi la mirada del lobo por el retrovisor al lado de la ventanilla. Me estaba observando atentamente y con una expresión muy seria. Sin perder la calma abrí la placa del depósito y activé la manguera, ignorando por completo los golpes y los gruñidos del interior. Al parecer, necesitaban repostar después de un «trabajito» y no habían podido hacerlo en otro sitio, uno donde aquellos golpes y gruñidos hubieran llamado la atención, por ejemplo. Al terminar, saqué la manguera y fui a dejarla en el surtidor. El lobo sacó algunos billetes por la ventanilla y me los ofreció con la misma expresión seria y enfadada que había mantenido durante todo el proceso.
—Ya se pueden ir —le dije, haciendo una señal con la cabeza hacia la autopista y sin aceptar el dinero que me ofrecía.
El lobo volvió a gruñir, pero metió la mano dentro del coche.
—Esto no cambiará nada —me aseguró antes de cerrar la ventanilla.
Miré como se alejaban y chasqueé la lengua. Si creían que no les había cobrado para «caerles bien», estaban muy equivocados conmigo. Lo había hecho porque a Roier le hubiera gustado así y porque, realmente, estaba cubriendo unas vacaciones de pocos meses y no me importaba que el gerente de la gasolinera descubriera que estaba regalando carburante. Me iba a mandar a la calle de todas formas tan pronto como llegara Kenni. Aun así, preferí no decir nada a Roier sobre la visita de la Manada, para no darle esperanzas ni confundirlo. Era mejor que siguiera convencido de que ellos jamás volverían a aceptarme y que no se hiciera ilusión alguna de que aquel incidente aislado fuera a representar algún cambio en la situación. Confiaba en que los Machos tampoco le dijeran nada, y, por suerte, no lo hicieron. Roier no hizo ninguna referencia ni me habló sobre el tema.
Ya casi me había olvidado de la visita cuando, a la semana siguiente, un Toyota todoterreno de color negro metalizado aparcó frente a los surtidores. Lo miré desde el interior de la tienda, fruncí el ceño y chasqueé la lengua, rezando para que solo se tratara de un cliente humano con un coche innecesariamente grande para compensar su pija pequeña. Cuando me acerqué y reconocí al conductor y vi a los tres hombres que le acompañaban, grandes, fuertes y con cadenas plateadas al cuello, mi expresión se volvió incluso más aborrecida y cortante.
—Hola, bienvenido a Old Gas, ¿quiere que le llene el depósito? —dije con un tono carente de vida y emoción, a juego con la expresión de mi rostro.
Quackity el Beta pecoso me miró desde el interior, con la ventanilla bajada y una mueca más preocupada que seria.
—Hola, Spreen —murmuró, visiblemente incómodo y apartando de vez en cuando la vista de mis ojos—. Hay un control de la policía en la entrada a la ciudad y llevamos algunas cosas en el maletero —me explicó tras un breve silencio—. Alguien les ha soplando. No tenemos…
—¿Los mando Roier? —le interrumpí.
El pecoso me miró a los ojos y negó con la cabeza.
—Roier no sabe nada.
—Entonces largo —respondí, haciendo una breve señal hacia la autopista antes de darme la vuelta.
—Spreen —me llamó el lobo, estirando su brazo largo en el aire—. Haznos este favor y la Manada…
—La Manada puede venir acá y chuparme la pija —le interrumpí de nuevo, volviéndome para dedicarle una mirada muy seria y, esperaba, lo suficiente intimidante—. ¿Quedo claro?
Los otros lobos del coche gruñeron con enfado, pero los ignoré por completo. Quackity tampoco se tomó bien aquello, pero era el de mayor rango y el que tenía la responsabilidad de mantener al resto a salvo, así que murmuró algo y trató de acallarles sin mucho éxito antes de mirarme.
—Escucha, Spreen, solo necesitamos un favor —insistió—. Sabes que la Manada está enfadada contigo y que nunca hubiera venido aquí a verte si no estuviera desesperado.
Solté un murmullo como si estuviera impresionado y quise volver a insultarlos antes de irme por todo lo alto, pero una sirena sonó a lo lejos y me detuve. Quackity y yo nos miramos un instante antes de que el lobo quisiera dar un volantazo y salir a toda prisa de allí.
—Atrás —le dije—. Hay sitio y está oscuro.
Quackity lo entendió rápido, miró el retrovisor y dio marcha atrás a toda prisa para hacer un giro brusco y sacar el Toyota todoterreno de la gasolinera iluminada para esconderse donde les había dicho en el momento justo para que dos coches de patrulla pasaran por la autopista. Uno de ellos se detuvo y giró hacia la gasolinera. Miré el coche tranquilamente, con las manos en los bolsillos y una postura relajada. La policía se quedó donde, apenas minutos antes, habían estado los lobos. Un hombre joven y con barba corta bajó la ventanilla y me miró de arriba abajo, deteniéndose en mis brazos tatuados y mi gorra de béisbol vieja mal puesta. Yo tenía pinta de criminal, por supuesto, pero nada fuera de lo común en trabajos tan bien pagados como aquel en la gasolinera.
—Hola, bienvenido a Old Gas, ¿quiere que le llene el depósito? — pregunté sin molestarme en sonreír.
—Buenas noches… Kenni —me dijo tras leer la tarjeta del chaleco—. Estamos buscando a un grupo de criminales, lobos muy peligrosos y agresivos. ¿Has visto un Toyota Land Cruiser negro metalizado por aquí?
—No —respondí. No me creyó.
—¿Estás seguro, Kenni? —insistió—. Sabes que encubrir y ayudar a criminales también es un delito grave, ¿verdad?
—Sí, sí que lo sé.
Nos quedamos en silencio, intercambiando una mirada fija. Por suerte, el olor del gasoil era muy fuerte y no pudieron distinguir mi peste a Roier, porque, si no, mis mentiras no tendrían ningún sentido.
—Entonces no te importará que nos llevemos la cinta de seguridad — dijo el policía, mirando hacia una de las cámaras de vigilancia que apuntaban directo a las pistas de la gasolinera.
Me encogí de hombros y seguí su mirada hacia la cámara.
—Creo que tendrán que pedírselas a la empresa de vigilancia —les aconsejé—, porque van directas a una centralita.
El policía miró la cámara una vez más y después a mí. Asintió con la cabeza y cerró la ventanilla mientras hablaba discretamente con su compañero. Quizá estuvieran pidiendo el vídeo de seguridad para investigarlo, pero ese vídeo no existía. La única cámara que funcionaba era la que estaba dentro de la tienda por si había algún atraco a mano armada o algo así; el resto eran mera decoración o estaban rotas. Me di la vuelta y fui hacia la parte de atrás de la caseta de la tienda, donde esperaban los lobos con una profunda expresión seria. Estaba oscuro, pero podía distinguir sus figuras tensas y nerviosas en el interior. Cuando me acerqué a la ventanilla abierta le dije a Quackity:
—Se fueron por el norte, pero volverán.
Quackity asintió varias veces y apretó el volante.
—Hay un contenedor oxidado al otro lado —le señalé a una de las partes más alejadas, donde había una especie de basurero casi al borde del bosque—. Es bueno para tirar alguna cosa que les sobre. Es discreto, no se acerca mucha gente y no suelen venir hasta el domingo a recoger la basura.
El Beta lo entendió rápido, miró el contenedor por el retrovisor y después a mí.
—Le diré a la Manada que…
—No —le interrumpí—. No le vas a decir a la Manada una mierda. Esto va a quedar entre vos y yo. ¿Me escuchas?
Quackity tardó un momento en volver a asentir y arrancó el coche.
—Y llama a quien sea que esté con Roier y dile que no me venga a buscarme esta noche al trabajo. Es peligroso —le ordené antes de separarme para ir de vuelta a la tienda.
Apreté los dientes y negué con la cabeza. Me la estaba jugando otra vez por los putos lobos. Al parecer, ellos me odiaban, pero siempre venían a mi trabajo a romperme los huevos con sus «cosas de la Manada». Que fueran junto a cualquiera de los omegas que tenían para que les salvara el culo, esos que sí podían ir a las barbacoas y a los picnics con ellos; no a mí.
Entré en la tienda y me senté en la silla con un golpe seco, deslizándola un par de centímetros. No me preocupé por descubrir si los lobos se habían marchado o no, solo esperé un par de horas más a que acabara mi turno y me fui andando con un cigarro entre los labios hacia la primera parada de autobuses que había a las afueras. Llegué a casa cuando el cielo ya se estaba tiñendo de naranja y fucsia con el amanecer. Roier seguía despierto, con la ropa puesta y las llaves en la mano. Se levantó del sofá de un salto, fue directo hacia mí y me abrazó para acariciarme con la mejilla y ronronear como si hubiera temido no volver a verme.
—Estoy bien, Roier —tuve que decirle para que dejara de apretarme contra él. Le aparté suavemente y me dirigí a la cocina para prepararme un poco de café y beber algo caliente. La fuente de arroz y ternera que le había dejado para la cena aún seguí allí, intacta—. Roier, ¿qué mierda es esto? —le pregunté con tono serio—. ¿Por qué no cenaste?
—Roier estaba preocupado —respondió—. No tenía hambre.
—Ponete a comer —le ordené, sacándome un cigarro para dejarlo en los labios mientras buscaba una taza que poner debajo de la máquina.
El lobo se sentó frente a la barra, dejó las llaves a un lado y empezó a comer a cucharadas. Al principio lentamente, hasta que el hambre resurgió de entre esa neblina de preocupación que la había mantenido encerrada. Roier empezó entonces a masticar más fuerte y más rápido mientras me miraba. Fui con mi café recién hecho a la puerta de emergencia y la abrí para seguir fumando. Ya era casi de día y el sol estaba saliendo por detrás de la ciudad, llenando la casa de una luz clara y fría. Tenía bastante sueño y estaba cansado, pero esperé a que el lobo terminara de comer y lo acompañé a la habitación para desnudarme y cerrar las cortinas. Saqué un viejo biombo de papel de arroz que había encontrado en la basura frente a un restaurante chino y lo desplegué, creando un muro artificial y no demasiado eficiente entre la habitación y el salón. Lo hacía solo cuando se acercaba el verano y la luz que entraba por los ventanales era demasiado fuerte.
—Roier puede instalar una puerta corredera entre la habitación y el salón —dijo él, ya dentro de la cama y mirándome mientras me metía a su lado.
Solté un murmullo afirmativo y le rodeé con un brazo y una pierna antes de apoyar la cabeza en su hombro y cerrar los ojos. Nos despertamos bien entrada la tarde, cogimos en la cama y después me levanté para darme una ducha rápida y preparar el vaso de leche y mi café antes de ir a vestirme. Roier seguía tirado, con una mano detrás de la cabeza y mostrando su axila ancha y repleta de pelo mientras con la otra se rascaba los huevos debajo de la manta. Y ese era el lobo que tanto había llegado a querer… esas feromonas debían ser más adictivas que el crack y joderte la mente más que el LSD, sin duda. Tome aire y lo solté mientras me dirigía a su lado para acariciarle la mejilla y darle un beso en los labios. Roier ronroneó y levantó la cabeza para devolverme el cariño.
—Voy por la comida y a desayunar algo rápido antes del trabajo —le dije—. ¿Queres venir?
El lobo asintió, se apartó la manta y se levantó con bastantes energías para ir a buscar un pantalón y una camiseta al armario. Se puso su cadena de plata al cuello, las zapatillas sin calcetines y me indicó que ya estaba preparado con un cabeceo rápido. Cuando llegamos a la cafetería, nos sentamos en uno de los sitios de siempre, incomodando y espantando a los pocos humanos que había alrededor; ya fuera por el olor o porque no les gustaba estar demasiado cerca de un lobo. Yo sabía lo mucho que me juzgaban, pero no podía importarme menos, sinceramente.
Roier se pidió otro vaso de leche fresca y yo me tomé un café y un sándwich con la mirada perdida en la cristalera. El lobo y yo no es que mantuviéramos demasiadas conversaciones profundas e importantes, no teníamos ninguna necesidad de conocernos el uno al otro al detalle, ni ganas de compartir pensamientos ni preocupaciones; nosotros éramos así, compartiendo tan solo un silencio cómodo y tranquilo que podía alargarse durante horas.
En la cola de espera de la tienda de comida me sonó el celular, vi el número oculto y se lo pasé a Roier sin decirle nada. Ya había bloqueado más de veinte números ocultos de la Manada, pero ellos siempre parecían conseguir uno nuevo para seguir llamándome cuando les saliera de los huevos.
—Aquí Roier —respondió con su voz grave—. Sí. Roier irá con Fred y Rubius. —Levantó la cabeza y me echó una mirada sorprendida por el borde de los ojos—. Sí —entonces me entregó el celular y dijo sin emitir sonido alguno: «Quackity».
Puse cara de asco y chasqueé la lengua antes de responder:
—¿Qué queres, Quackity?
—Seré breve, Spreen —respondió con un tono serio—. La policía sigue vigilando la entrada Sur de la ciudad. No podemos ir a buscar el cargamento sin exponernos. Si nos lo pudieras guardar en un…
—No —le interrumpí.
Oí un gruñido por el otro lado de la línea, pero el lobo se contuvo y tomo una bocanada de aire.
—Spreen…
—No —repetí.
Un gruñido más grave y profundo después le oí decir con voz enfadada y baja:
—Te diré algo, Spreen. La Manada nunca te perdonará con esa puta actitud tuya. No tienes ni tantita idea de lo humillante que fue para Roier esa noche en la bolera y lo mal que lo pasó. Así que al menos podías dejar de ser un pendejo hijo de puta egoísta y hacer algo para compensarlo.
No respondí, solo colgué la llamada y guardé el celular. Respondí a la mirada de Roier, que había estado observándome con atención todo aquel tiempo en el que hablaba con Quackity el pecoso.
—La policía sigue vigilando, así que es mejor que vaya y vuelva solo al trabajo —le dije.
El lobo gruñó para mostrar molestia y preocupación, uno de esos nuevos ronquidos que empecé a reconocer con el tiempo y distinguir del resto. Se acercó más a mi espalda y me acarició el pelo antes de volver a gruñir. Levanté una mano sin dejar de mirar al frente y le acaricié un poco el pelo. Sabía que estaba preocupado, pero yo era un hombre mayorcito y podía cuidar de mí mismo. Cuando llegamos a casa esperé a que terminara de comer y me llevé un termo con café para el camino antes de acercarme al sofá, darle una caricia y un beso y despedirme.
—Spreen se va.
—Pásala bien —respondió él, provocando una suave sonrisa en mis labios como respuesta.
Me llevé una bolsa de viaje vacía y crucé la puerta. Fui con tiempo justo para tomar el último bus de la noche a las afueras y recorrí el borde de la autopista a oscuras. Cuando llegué a la gasolinera, ya llegaba diez minutos tarde y la chica de la tarde se quejó con comentarios por lo bajo y frases frías del tipo: «Yo también tengo pareja, no tengo por qué esperar por ti…». La ignoré por completo y me puse mi horrible chaleco azul marino con el nombre equivocado. Fue una noche tranquila, un par de clientes, algunos camioneros cansados comprando café y Red Bull, algunas patrullas de policía recorriendo la autopista de vez en cuando y un baño atascado que no me molesté ni en mirar.
A una hora de terminar mi turno, fui al contenedor oxidado, busqué por un lado y otro hasta encontrar los rectángulos plastificados de «caramelos». Por el tamaño debían tratarse de más o menos veinte kilos. Resoplé y fui de vuelta a la tienda para tomar una de las mochilas de viaje que había expuestas, la pagué y la llené de la droga junto a mi bolsa de viaje. Salí de la gasolinera con dos bolsas llenas de cocaína y pastillas, caminando tranquilamente por una autopista a oscuras mientras me fumaba un cigarro. Alcancé la parada de autobús y tome el primero que me llevara a la ciudad. No me preocupó el recorrido, solo alejarme lo más posible de las patrullas de policía que vigilaban el lugar como perros de presa.
Me detuve a varias manzanas de casa, pero no me importó, porque había una lavandería veinticuatro horas de camino con taquillas herméticas. Metí allí las bolsas y las bloqueé con monedas antes de girar la cerradura y llevarme las llaves. Roier estaba de los nervios cuando llegué a casa, lo atrape caminando de un lugar a otro del salón y mirando por la ventana sin parar. Al verme abrió mucho los ojos cafés y gruñó antes de abalanzarse sobre mí.
—¡Mierda, Roier! —le grité cuando me tiró al suelo y empezó a gemir y a acariciarme el rostro—. Estoy bien, bajate.
El lobo se tranquilizó un poco, pero me siguió muy de cerca, pegado a mi espalda, hasta la cocina. Tenía una nueva herida en el labio y no se había comido la cena que le había dejado. Le hice sentarse y comérsela mientras me preparaba algo caliente antes de ir a dormir. En el salón ahora había barras de metal apoyadas en la pared y extrañas puertas de papel de arroz apiladas a un lado.
—¿Qué carajo es eso? —le pregunté al lobo, encendiéndome un cigarro de camino a la puerta de emergencia.
—Roier armara la puerta de la habitación, como le dijo a Spreen — respondió con comida en la boca y sin dejar de mirarme.
Solté un murmullo y eché el aire por la abertura. Entraba una luz amarillenta del amanecer y creaba una línea luminosa sobre el suelo que se extendía hasta el sofá nuevo. No me acostumbraba a ver el apartamento tan iluminado después de que el lobo limpiara los cristales; aunque tampoco me acostumbraba a ese jardín de macetas y plantas que llenaba las repisas y las paredes. Muchas cosas habían cambiado en mi vida últimamente y de forma un poco repentina. Cuando Roier terminó la cena, fuimos directos a la cama y, al día siguiente, le di las llaves de las taquillas de la lavandería y una nota.
—Llévaselo a Quackity y dile que me olvide —le pedí al lobo.
Él miró las llaves y apretó el ceño de cejas espesas. Soltó un gruñido de molestia por no comprender lo que estaba pasando, pero no dijo nada, se guardó las llaves y me despedí de él con una caricia en su mejilla y un beso en los labios.
—Spreen se va.
—Pásala bien —respondió por lo bajo, inclinándose un poco sobre la barra de la cocina para apoyar los codos y mirarme alejarme atentamente.
Fue otra noche de mierda, aburrida y demasiado larga, pero al menos llegué a casa un poco antes de lo habitual y encontré a Roier viendo la televisión y rascándose los huevos en el sofá. Me miró y soltó uno de sus gruñidos de felicidad al verme. Antes de sentarnos a cenar, me entregó dos monedas y me dijo:
—Quackity pidió a Roier que le dijera a Spreen que es un cabrón. Roier se enfadó mucho con él —y levantó la cabeza con orgullo e hinchó el pecho.
—Hiciste bien —respondí, mirando las dos monedas que yo había metido en las taquillas.
Con aquello di por concluida mi «tregua» con la Manada y me prometí a mi mismo que no volvería a hacer nada por ellos. Me equivocaba, por supuesto. Aquello fue solo el comienzo de lo que yo llamaría: «Ni dentro ni fuera de la Manada». Ellos no me aceptaban como compañero de Roier, pero siempre contaban conmigo en momentos de necesidad. Y, como se suele decir, la Manda nunca olvida. Ni lo bueno, ni lo malo.
Chapter 27: LA MANADA: NI PAGA NI COBRA
Chapter Text
La siguiente ocasión en la que me encontré con un Macho de la Manada fue dos semanas después. Hacía un calor horrible y pasaba el tiempo entre las neveras de bebidas refrigeradas y el exterior. Sudando y con la piel pegajosa, bebiendo Red Bull y cerveza fría y fumando a cierta distancia de los depósitos y los surtidores.
Al menos era de noche y el sol no caía directo sobre mi cabeza, porque aquello debía ser como un jodido horno cuando el cemento de la autopista se calentaba. Incluso me había llevado una silla plegable de playa que, por alguna razón, vendían en la tienda de la gasolinera. Me tumbaba allí la mayoría del tiempo a la espera de un golpe de brisa que me devolviera a la vida, con un cubo de hielo a los pies repleto de bebidas frías. Había otra silla vacía al lado, la de Roier, quien muchas veces venía a hacerme una visita o a esperar a que mi turno terminara. Se sentaba allí conmigo, bebía cerveza helada y comía un helado de stracciatella tras otro; el único sabor que le gustaba.
Cuando aparecía un cliente, yo soltaba un insulto por lo bajo y me levantaba, sintiendo la tela de mi bañador corto empapada y mi camiseta de asas bajo el estúpido chaleco de la gasolinera pegada contra mi cuerpo. Roier había sufrido un profundo debate interno la primera vez que me había visto con mi ropa corta de verano: se había puesto excitado, pero a la vez se había enfadado. «Spreen ya tiene Macho» me recordó varias veces hasta que fui yo quien se enfadó con él y corté esa mierda en seco. Él también iba apenas sin ropa, siendo mucho más obsceno debido a su tamaño y su musculatura, y yo no le decía nada.
En aquella ocasión, llegó un coche en mitad de la noche, cuando yo estaba fumando y bebiendo solo. Se trataba de un Suzuki, todoterreno de corte militar y color verde muy oscuro. Me temí lo peor y al acercarme vi a los dos hombres grandes, fuertes y con el collar plateado alrededor de sus cuellos. Reconocí a uno de ellos, uno de los solteros de la Manada, pero al otro no lo conocía. Me acerqué con expresión de pocos amigos y me crucé de brazos. Con camiseta de asas se podían apreciar el brazo cubierto de tatuajes que tenía desde la mano hasta el hombro y los muchos que tenía en el otro, eso intimidaba a bastantes personas, que se creían que les iba a robar el coche en vez de atenderles y rellenarles el depósito; pero no provocó ningún efecto en los lobos, quienes se quedaron en silencio mientras yo esperaba a que me dieran alguna explicación convincente de por qué estaban allí.
—Spreen —me dijo el conductor, casi escupiendo mi nombre y mirándome de arriba abajo sin demasiado apego.
Era un Macho de pelo pardo, barba corta, de mediana edad y con una camiseta sin asas color beige. Quien le acompañaba era Conter, uno de los solteros del club que a veces salía a fumar conmigo. Nos llevábamos bien. Antes, claro, cuando la Manada todavía no me odiaba. Ambos hombres olían muy fuerte, pero, al igual que le pasaba a Roier, el calor hacía a los lobos muy olorosos debido a lo mucho que sudaban.
—¿A qué carajo vinieron? —les dije con un tono seco.
El conductor gruñó, mostrándome un poco los dientes. Si me hubieran aceptado como compañero de Roier, jamás hubieran podido hacerme eso, porque sería como una provocación y una ofensa al SubAlfa; pero yo para ellos no era más que un desagradable humano que apestaba a Roier, que vivía con él, que se lo cogía cada día y que le mantenía cuidado y saciado. Aun así, mantuve la mirada de ojos claros del lobo sin dudarlo, porque no necesitaba ser el humano de nadie para enseñarles respeto a esos subnormales de la Manada.
—Rellénanos el depósito, Spreen —intervino Conter tras el conductor, inclinando la cabeza para poder mirarme, poniendo una mano en el pecho de su compañero para calmarlo.
Eché una última mirada a aquel lobo que seguía gruñéndome un poco por lo bajo y fui a por la manguera del surtidor. Cuando abrí la rosca del depósito y la metí, levanté la mirada y vi un cargamento de más cajas de «caramelos», apiladas y precintadas como las que yo me había llevado. Al girar el rostro me encontré con la expresión enfadada del lobo que no conocía, observándome fijamente por el gran retrovisor lateral. Sonó una puerta abriéndose y Conter bajó del Toyota para dar la vuelta al coche y quedarse apoyado en la parte trasera, con sus brazos cruzados en el pecho y la cabeza levemente ladeada mientras me miraba. Lo ignoré hasta que el depósito quedó lleno y después saqué la manguera para volver a dejarla en el surtidor. Di por concluido el momento y fui hacia mi silla.
—¿Tienes un cigarro, Spreen? —me preguntó el lobo, sin moverse de su sitio. Estaba serio y mantenía la cabeza alta, como si estuviera todo el rato alerta.
Me detuve y tardé un par de segundos en girar el rostro para mirarle vagamente por el borde de los ojos. Conter no me caía mal y, sinceramente, no tuve ganas de ser desagradable con él.
—Te traeré un paquete de la tienda —murmuré.
Entré en la tienda, agarré la marca que fumaba Conter y salí de nuevo con la misma expresión molesta y de ojos un poco entornados con la que llevaba desde que habían llegado. El lobo me seguía esperando, esta vez al lado del surtidor. Me detuve a varios pasos de distancia y le tiré el paquete. Él la cazó al vuelo, demostrando una vez más los buenos reflejos que tenían los lobos. Sacó cien dólares de su pantalón corto de camuflaje militar y los mantuvo en alto, como si quisiera enseñármelos más que entregármelos, pero le hice una señal con la cabeza hacia la autopista para que se largaran de una puta vez y no volvieran nunca. El lobo guardó el billete y bajó un momento la mirada al suelo de cemento gris y pequeñas manchas de agua y aceite de motor. Entreabrió los labios y me miró, como si quisiera decirme algo, pero entonces los cerró y soltó aire por la nariz antes de poner una mueca de tristeza y darse la vuelta hacia el coche.
Salieron a buen ritmo hacia la carretera, abandonando la parte iluminada de la gasolinera para sumergirse en la oscuridad de la autopista.
Roier llegó una hora después, aparcó a un lado y vino a buscarme a mi silla con sus pantalones cortos por encima de las rodillas y su camiseta sin mangas. Apestaba a sudor caliente y fresco, pero era el de mi lobo y a mí me gustaba mucho más que el de los otros. Quizá las feromonas funcionaban como las marcas de tabaco, cuando empezabas con una, las demás ya no te gustaban tanto. Esa era las tonterías que pensaba en la soledad de mis noches en la silla, pero no en aquel momento; en aquel momento me llevé a mi lobo enorme, sudado y estúpido a la parte de atrás para coger como un par de adolescentes contra el muro de la caseta. Al terminar nos sentamos con una sonrisa en las sillas, más sudados y acalorados que antes, pero sintiéndonos mucho mejor. No le dije nada de la visita de la Manada, como no le había hablado de ninguna de las anteriores, solo le pregunté:
—¿Ya comiste? —El asintió y se tocó su barriga un poco abultada emitiendo un gruñido de placer—. Agarra un helado si queres. —Ronroneó un poco y sacó uno de los helados del cubo frío.
A los pocos días, otro todoterreno se detuvo en la gasolinera, un Toyota negro que ya conocía. Me acerqué al lobo del interior con la misma expresión indiferente y molesta que a todos los demás, incluso un poco más acentuada esta vez al tratarse de él.
—Creía haberte dicho que te fueras a la mierda —le recordé a Quackity.
Estaba al volante, sin camiseta y con solo su colgante plateado sobre su pecho. Su Olor a Macho llegaba con fuerza con cada leve brisa que removía el aire del interior de su coche, donde estaba muy concentrada. Quackity olía fuerte, pero un poco más salado y ligero que el resto, no sabía muy bien cómo describirlo. Me miró con sus ojos marrones y respondió:
—Necesito inflar las ruedas y llenar el depósito —respondió con tono tranquilo, pero poco amigable.
Chasqueé la lengua y me fui hacia el surtidor para agarrar la manguera. Quackity salió del coche, quedándose de brazos cruzados y con la espalda apoyada en la puerta del Jeep. Llevaba tan solo un pantalón de baloncesto rojo bastante suelto y sin ropa interior, porque, al parecer, a los lobos les encantaba demostrar lo grandes que tenían las pijas. Se quedó con la mirada al frente, hacia la gran caseta de la tienda iluminada y después hacia las dos sillas de playa que había a un lado, entre un cubo de hielo con cervezas, refrescos y helados.
—¿Si tanto desprecias a la Manada, por qué nos ayudas y no nos cobras? —preguntó.
No le respondí. Cuando terminé de llenarle el depósito, saqué la manguera, cerré la placa de protección y le señalé con la mano hacia un lado.
—El inflador está allá, así que move el puto coche.
Sin si quiera mirarle, fui a la zona de reparación, un poco separada de las calles de cemento entre los surtidores. Agarre el medidor de presión y el tubo de aire mientras Quackity movía el coche para dejarlo aparcado al lado. Volvió a salir y cerró la puerta de un golpe seco. Esta vez se sentó en la elevación que separaba las máquinas del suelo y observo atentamente cómo trabajaba, con los codos apoyados en las rodillas y las manos cruzadas sobre sus labios.
—Yo fui uno de los que te llamó en la bolera para que vinieras a jugar con el grupo y poder presentarte a otros lobos —me dijo entonces, un murmullo que rompió el siseo de la bomba de aire que llenaba las ruedas lentamente—. No hombre, sé que no eres alguien tímido pero pensé que la situación te estaba superando y que quizá te sentías fuera de lugar entre la Manada. A algunos compañeros les pasa al principio. Les intimidamos porque somos muchos Machos y muy escandalosos, o están nerviosos porque saben que es un gran momento y quieren caernos bien a todos. Puede resultar abrumador hasta que entiendes que somos una gran familia y que solo queremos darte la bienvenida —se detuvo, quizá esperando a que yo dijera algo, pero seguí hinchando las ruedas mientras miraba el medidor de presión—. Te llamé varias veces, Rubius te invitó a jugar una partida con nosotros y Conter bromeó contigo para decirte que nosotros también teníamos cerveza y que no tenías que beberla apartado y solo. Nos ignoraste a todos mientras seguías en la barra sentado y bebiendo como un pinche idiota. Hasta que te fuiste sin decir nada —Quackity soltó un bufido y negó lentamente con la cabeza, como si algo le hiciera gracia, algo triste y patético—. Tardamos bastante en entender que el problema no era que estuvieras nervioso o incómodo, sino que no querías estar allí con nosotros. Que Roier estaba sufriendo porque tú lo estabas humillando por completo delante de todos los demás, que la Manada te había invitado a ser parte del Clan, que estaba dispuesta a aceptarte y te estaba abriendo los brazos, y tú solo nos estabas escupiendo a la puta cara e insultándonos. A todos…
Al fin se quedó en silencio, mirándome con sus ojos marrones muy fijamente, como si estuviera esperando encontrar algún tipo de reacción en mí, quizá que me echara a llorar y le pidiera perdón de rodillas. Pero terminé de hincharle las ruedas, dejé los aparatos en su sitio y lo miré con expresión tranquila para decirle:
—El único lobo que me importa, es mi lobo. Así que podes ir a visitar a los humanos de los demás e ir a romperle los huevos con tus cosas sobre la Manada y a pedirles favores, porque a mí me chupa la pija todo lo que tengas que decirme. Ahora raja de acá y no vuelvas a hablarme en tu puta vida.
Quackity se enfadó, puso una mueca de rabia y llegó a enseñarme un poco los dientes mientras gruñía. Se puso de pie, igualando mi estatura, él creía, que era una postura que me intimidaría.
—Roier es de la Manada, una parte importante de ella —me dijo en tono bajo y furioso—. Estoy intentando meterte en esa cabeza de mierda que le hiciste a él y a nosotros y lo estúpido que fuiste. ¿Crees que te vamos a perdonar alguna vez si ni siquiera parecer arrepentido de lo mucho que nos has insultado? ¡Roier está dando la cara todos los días por ti, porque todavía quiere que formes parte del Clan, y por tu puta culpa su autoridad en la Manada se está viendo afectada! —terminó rugiendo, llenando la noche de verano con su voz grave y atronadora.
Entonces se hizo el silencio. Quackity jadeaba y seguía mirándome con los ojos abiertos y los dientes apretados, mostrándome una línea fina de dientes blanquecidos y colmillos anchos.
—¿Qué significa eso de que su autoridad se está viendo afectada? — quise saber con tono serio—. ¿Están insultando a Roier? —pregunté, esta vez con un marcado enfado contenido en la voz—. ¿Quién…?
Quackity levantó lentamente la cabeza, mirándome por el borde inferior de los ojos.
—¿Quién? —repetí, inclinando el rostro en una de mis mejores muecas intimidantes.
—¿Ahora vas a amenazar a la Manada, Spreen? —me preguntó—. Si lo que quieres es terminar de humillar a Roier hasta hundirlo en la miseria, vas por muy buen camino.
Golpeé la papelera de chapa metálica con un lado del puño en un movimiento rápido que un ruido violento. Miraba los ojos marrones de Quackity y apretaba los dientes con fuerza. Me estaba empezando a enfadar de verdad y ya no me quedaba mucha paciencia ni autocontrol después de oír que la Manada estaba jodiendo a Roier… por mi culpa. Eso era lo peor, lo que más me enfurecía. Ese horrible y extraño sentimiento de culpabilidad que me estaba comiendo por dentro como pequeños gusanos.
—Sé que eres un mamoncito de mierda y un pinche idiota demasiado orgulloso —me dijo Quackity, mucho más tranquilo ahora de lo que yo estaba—. Pero sé que cuidas mucho de Roier, entiendo lo que ve él en ti, y los chicos también lo ven —elevó la cabeza para mirarme más de frente y adoptar una postura más relajada—. No queremos que nos beses el culo y llores pidiendo perdón, Spreen, porque ya es tarde para eso y de todas formas no serviría de nada. Pero te voy a dar un buen consejo: piensa bien en lo que quieres, piensa en lo que quiere Roier, y después decide qué es más importante para ti. Roier es parte de la Manada, es un lobo, y no puedes estar con un lobo sin estar con su Manada. Tenlo bien claro.
Se metió la mano en el pantalón y sacó un par de billetes doblados que me enseñó, pero que no trató de entregarme. Tardó poco en volver a guardarlos y en irse al coche para subir al asiento del piloto. Encendió el motor y giró el rostro para echarme una última mirada y decir:
—Roier es como un hermano para mí, Spreen, por eso trato de ayudarte a entender lo mucho que la estás cagando con todo esto. Solo trata de no insultarnos y deja de tratarnos como una mierda, deja ese rollo de «la Manada me da igual» porque es muy insultante para nosotros; vuelve a ser el Spreen que eras antes y, quizá algún día, te demos otra oportunidad — arrancó el motor y miró un momento al frente antes de ladear el rostro y darme un último consejo, uno que yo recordaría siempre—: La Manada no es tu enemiga, Spreen. Si la quieres y la cuidas, dará todo por ti, pero si la odias, ella te odiará más.
No dije nada, por supuesto, y el lobo solo esperó un par de segundos antes de conducir hacia la oscuridad de la noche, dejando tras de sí una tormenta en mi cabeza y un vacío en mi pecho. Volví a golpear la papeleta, una, dos, tres… tantas veces como fue necesario para descargar la profunda rabia que sentía. Entonces apoyé las manos y tome aire, cerrando los ojos húmedos para contener las lágrimas. Despreciaba a la Manada con todo mi puto corazón, pero a la vez me sentía culpable por haber decepcionado a Roier y por haber perdido la oportunidad de, simplemente, formar parte de la comunidad y estar tranquilo. Me había cegado el orgullo. Ah… mi gran orgullo, ese que se había negado en rotundo a ser un «compañero» y a ser considerado «el omega» de un lobo. Pero, ¿qué era yo en ese momento sino el puto compañero de Roier? Ni siquiera yo estaba tan ciego para no ver aquello; ya no había vuelta atrás. Ahora tendría que asumir las consecuencias de mis malas decisiones y mis errores, como siempre había tenido que hacer en mi vida.
Cuando llegó Roier me encontró en mi silla de playa, con una cerveza en una mano y un cigarro en la otra, contemplando la oscuridad de la carretera con una expresión seria y los ojos húmedos. No me di cuenta de que había llegado, demasiado inmerso en mi pensamientos para oír sus pesados pasos sobre el cemento. De ser así, no hubiera dejado que me viera de aquella forma. El lobo se quedó frente a mí y me miró fijamente con sus ojos cafés, gruñó de una forma reverberante y profunda antes de preguntar:
—¿Hicieron daño a Spreen?
—No, nadie puede hacer daño a Spreen —le aseguré, sentándome mejor antes de limpiarme los ojos rápidamente—. ¿Ya comiste, capo?
Pero el lobo no se dio por satisfecho. Se inclinó para olfatearme y así tratar de percibir el olor de cualquiera que me hubiera pegado o se hubiera acercado lo suficiente, después me rodeó con los brazos y volvió a gruñir mientras me abrazaba.
—Roier lastimara mucho a quien hiciera daño a Spreen —me aseguró.
—Más te vale —murmuré, dejando la cerveza en el suelo para abrazarlo de vuelta mientras me acariciaba la mejilla contra la suya. Apestaba a Roier y estaba cálido y, de pronto, me sentí mucho mejor por el simple hecho de tenerlo cerca—. ¿Mi Macho comió ya? —le pregunté de nuevo.
Noté cómo Roier asentía, rozándome su barbilla contra la mía. Acaricié su espalda en dirección a su culo grande y firme, en pompa debido a la postura inclinada sobre mí. Lo apreté con un gruñido de placer. Mi lobo llevaba un bañador corto y suelto y una camiseta blanca de asas y era el hombre más apestoso y jodidamente sexy del mundo.
—¿Vas así a trabajar? —le pregunté en un murmullo bastante grave, girando el rostro lo suficiente para poder decírselo al oído—. Roier ya tiene hombre… no debería ir provocando.
Al lobo le gustó mucho aquello, gruñó de forma muy excitada y tardó apenas un par de segundos en ponerse duro como una piedra y empezar a manchar el bañador. Me mordisqueó el cuello, cada vez un poco más fuerte debido a la necesidad. Se puso de rodillas entre mis piernas para abrazarme mejor y pegarme a su cuerpo enorme y apestoso, movió la cadera arriba y abajo como si ya me hubiera empezado a coger y jadeó en mi oreja:
—Roier no quiere a nadie más. Roier no podría tenerlo. Spreen siempre se asegura de tener a su Macho bien cansado y satisfecho.
Se me escapo una breve risa y bajé la mano para meterla debajo del bañador, estaba todo empapado y gruñó con placer cuando le rodeé la verga y sintió la fricción al seguir moviendo la cadera.
—Eso es verdad… —reconocí.
Terminamos teniendo sexo en la parte de atrás de la gasolinera, jadeando y goteando sudor como si acabáramos de correr una maratón. El lobo me frotó la cara mojada en el pelo, como si con mi sudor no fuera suficiente, y ronroneó y jadeó durante toda la inflamación. Yo decía que Roier apestaba, pero yo no me quedaba atrás. A esas alturas ya no había diferencia entre su Olor a Macho y el mío propio. Aunque usara la manguera de agua fresca de la gasolinera para refrescarnos después de coger, eso solo nos convertía en dos hombres apestosos y mojados, pero era muy divertido ver a Roier debajo del chorro de agua, agitando la cabeza y mojando todo a su alrededor. Me miró con su pelo empapado y pegado a la frente, con su pequeña sonrisa, y se acercó para abrazarme y frotarse para mojarnos a ambos con el chorro de la manguera como sabía que yo odiaba. A veces Roier se comportaba como un puto adolescente y hacía tonterias como aquella que yo no soportaba. Siempre me enfadaba, pero no mucho, porque en el fondo estaba disfrutando en secreto de lo tonto que era mi lobo. Chasqueé la lengua, totalmente mojado y goteando agua por todas partes. Le quité la manguera de un tirón firme y le agarré del mentón para que dejara de frotar el rostro contra mí. Le miré a los ojos cafés de pestañas largas y lo atraje un poco para darle un beso en los labios tibios y suaves.
—Sos un tarado —murmuré antes de apartarme para recoger la manguera y enrollarla.
Roier volvió a agitar la cabeza, echando el agua por todas partes como un perro. Me miró por el borde de los ojos y volvió a sonreír, y yo sonreí un poco también. Esa fue la primera vez que fui consciente de que estaba enamorado de él, pero no fue ningún descubrimiento sorprendente; yo sabía que era un sentimiento que se había estado fraguando dentro de mí durante mucho tiempo. En aquel momento solo «me di cuenta» y lo pensé abiertamente. Las feromonas habían ganado al fin, me habían podrido el cerebro y me habían convencido de que aquel lobo grande y estúpido que ni siquiera sabía hablar correctamente, era el hombre junto al que quería pasarme el resto de mi vida. Lo único que pude hacer llegado ese punto fue tomar una buena bocanada de aire, asumir que estaba completamente jodido, llevarme a Roier a las sillas plegables de playa y sacarle un helado de stracciatella del cubo con hielo derretido. Me encendí un cigarro y dejé el zippo sobre el reposabrazos blanco de plástico, solté el humo hacia arriba y giré el rostro para ver discretamente al lobo masticando aquel sándwich frío repleto de nata con virutas de chocolate.
Yo nunca había estado enamorado antes, ni nunca creí que pudiera llegar a estarlo, pero había una seguridad dentro de mí que me decía que haría cualquier cosa por aquel enorme tonto apestoso. Y si eso no era amor, no sabía lo que era. Tomé otra calada y solté el humo lentamente mientras éste me acariciaba el rostro en volutas que se iban difuminando en el aire de la cálida noche hasta desaparecer.
Al día siguiente, Quackity volvió en un coche junto con otros Machos de la Manada. Me detuve a un paso y medio de distancia y cruzamos miradas en silencio. Mi rostro era indiferente y tranquilo y el suyo serio y atento desde el asiento del copiloto. Chasqueé la lengua y le pregunté:
—¿Qué necesitas, Quackity?
—Llenar el depósito de Shadoune —respondió en el mismo tono relajado que yo había usado, señalando al conductor, uno de los solteros que conocía del club y que me dedicó un cabeceo serio a forma de saludo— y… quizá algo de beber. Llevamos una noche movida.
Asentí, tome aire y fui hacia el surtidor para llenarles el depósito del todoterreno antes de volver de la tienda con dos cajas de cervezas fría en pack de cuatro. Oí algún gruñido, pero solo de sorpresa y placer al ver las bebidas. Shadoune levantó un billete doblado a cambio, pero no hizo señal de entregármelo, solo me lo enseñó por si yo quería aceptarlo; como no lo hice, lo guardó enseguida.
Sucede algo curioso con el dinero, y es que los lobos no pagan ni cobran a nadie de la Manada. Dan por hecho que sus hermanos lobos y los compañeros de estos, simplemente les darían lo que querían si se lo pedían, porque todos formaban parte del Clan. Así que ese billete en alto que siempre me enseñaba Quackity, había sido una señal de que él no quería pagarme, pero que lo haría si fuera necesario.
Es increíble lo sutil que puede ser la Manada algunas veces.
Chapter 28: LA MANADA: LOS PUTOS LOBATOS
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Me desperté y parpadeé un par de veces para aclarar la mirada. La habitación estaba sumergida en una penumbra grisácea y llena del murmullo de los ventiladores al moverse, arrojando chorros de aire sobre la cama. Lo peor de trabajar de noche en verano, era tener que dormir de día, cuando el calor era abrasador y sofocante y la luz se colaba por todas partes como una infestación de termitas. Froté el pecho sudado de Roier que roncaba desnudo debajo de mí. Ya me había despertado antes y habíamos garchado, pero me había vuelto a quedar dormido encima de él durante la inflamación, arrullados por el aire que llegaba en oleadas hacia nosotros y nos refrescaba la piel sudada y caliente.
Me incorporé un poco, me froté el rostro y solté una bocanada de aire mientras me movía en dirección al baño, tratando de no despertar al lobo. Tras una ducha rápida y fresca, fui a vestirme y abrí la puerta corrediza de papel de arroz que ahora separaba la habitación del resto de la casa, interrumpiendo la mayoría del sol que entraba a raudales por las cristaleras del salón. Me tropecé con la puta alfombra, un clásico de cada mañana, y solté mi también diario: «Puta alfombra de mierda» antes de seguir adelante hacia la cocina.
Lo primero que hice fue ponerme un cigarro en los labios, después eché hielo por el servidor de la puerta de la nevera para llenar dos vasos; el de té helado para la leche de Roier y uno normal para mi café solo. Puse la máquina de café a funcionar y encendí el cigarro, soltando una rápida bocanada de humo antes de aspirar una calada. Cuando mi café estuvo listo, me lo llevé conmigo hacia la puerta de emergencias, esquivando las planchas de madera y herramientas que el lobo había dejado por allí. Al parecer, Roier había descubierto que la barra de la cocina era un poco inestable y que la madera estaba hecha mierda, así que había decidido que necesitábamos una nueva barra en la cocina. Había comprado madera de pino, la había barnizado y la estaba armando en sus ratos libres, dejando la cocina hecha mierda y repleta de virutas y serrín. Yo me concentraba en ignorarlo y quejarme lo menos posible del puto desastre que estaba creando de forma tan innecesaria.
Abrí la puerta, un poco más de lo normal, creando una agradable corriente de aire entre ella y las ventanas abiertas; estaba un poco caliente, pero seguía siendo una brisa agradable que removía las hojas de las plantas y ayudaba a aligerar el ambiente cargado del salón. Apoyé la espalda desnuda contra la pared de ladrillo y eché el humo hacia un lado antes de beber un trago de mi café con hielo. Entonces solté un suspiro de lo que, creía, era felicidad. Yo ahora era un hombre que vivía en la Guarida de un lobo al que le gustaba comer, coger, dormir, arreglar cosas y armar muebles. Tenía electrodomésticos caros de primera mano, un sofá mullido sin roturas y que no había sacado de la basura, una enorme televisión de plasma con equipo de música, plantas que llenaban las paredes y repisas de un profundo verdor, cristales limpios, y, por alguna razón, las putas alfombras de felpa que tanto odiaba y que solo servían para acumular mierda y hacerme tropezar. Nunca creí que todo eso me hiciera feliz, pero, de alguna forma, lo hacía.
A veces por las mañanas de aquel verano caluroso, me paraba al lado de la puerta y me descubría a mí mismo pensando en ello mientras bebía el café. Yo había crecido en una caravana llena de botellas de vodka vacías y polvo, vistiendo ropa de la caridad y comiendo sobras del restaurante en el que trabajaba mi madre. Un niño triste y solo que jugaba entre la hierba para no oír los gritos, un niño que jamás hubiera pensado que, en algún momento de su vida, tendría todo aquello. Que habría un estúpido lobo en alguna parte que le querrí… La puerta de la habitación se deslizó entonces, distrayéndome de mis oscuros recuerdos. Mi príncipe azul salió desnudo, con una expresión adormilada mientras se rascaba el pecho y bostezaba. Vino hasta la cocina y bebió entero su vaso de leche con hielo, soltando un eructo y un gruñido de placer al terminar. Me quedé mirándole con el cigarro en los labios y expresión seria. Roier se acercó a mí con su bigote de leche y me frotó la cara, ronroneando, para darme los buenos días.
—Roier, límpiate antes, boludo —le ordené, apartándole para pasarle la mano por la boca.
El lobo soltó un gruñido de queja por apartarle de mí, pero soportó que le limpiara y después me frotó la mejilla de nuevo antes de irse a tirar al sofá. Se abrió de piernas como si los huevos no le cupieran entre ellas y encendió la tele. A veces, aquellas mañanas de verano también me preguntaba cómo era posible que quisiera tanto a un cerdo como Roier; feromonas, suponía.
Cuando terminé mi cigarrillo, tiré la colilla por la puerta y fui a vestirme para hacer las compras y desayunar. Roier se quedó en el salón porque lo pasaba muy mal yendo por la calle bajo el sol en verano, así que le llevé uno de los ventiladores para que le diera aire mientras estaba tumbado rascándose los huevos. Me despedí de él con una caricia en su pelo castaño y me incliné para darle un beso rápido.
—Spreen se va —le dije.
Roier giró el rostro para echar un rápido vistazo a mi ropa. Me había puesto una camiseta de asas, mis nuevas gafas de sol de cien dólares y un bañador corto azul oscuro con cordón blanco; el lobo gruñó y agachó la cabeza, consciente de que si me decía algo me enfadaría.
—Pásala bien… —respondió él con cierto tono bajo y grave.
Odiaba dejarme solo cuando, según él, «Spreen va muy sexy», pero, aunque intentara seguirme, no iba a permitírselo. Llevar a Roier en medio de una tarde calurosa era como cargar con un niño grande y apestoso que no paraba de resoplar y gruñir para quejarse. Así que salí por la puerta con las llaves en la mano y bajé hacia la calle. El asfalto ardía bajo mis chancletas, el sol te azotaba en los hombros y la cabeza con un látigo de fuego y el aire era casi difícil de respirar. En un par de minutos ya estaba sudando y deseando volver a casa, pero seguí mi camino hasta alcanzar la cafetería con aire acondicionado. Me tomé otro café con hielo y un sándwich, ignorando o respondiendo directamente a las miradas de desaprobación y sorpresa de algunos clientes. Ahora no solo apestaba a lobo, sino que con la camiseta de asas se me veía lo «marcado» que estaba, las heridas de dientes y los numerosos moretones.
Para aquellos que no conocían a los lobos, debía parecerles que yo me dedicaba a la asfixia autoerótica o alguna mierda así. Resultó especialmente divertido cuando volví a esa peluquería de ricos donde ahora me atendían con una sonrisa porque sabían que tenía dinero. Trataban de no hacer ninguna referencia a las marcas ni a mi olor corporal, pero las miraban y arrugaban la nariz, y yo sabía que algunos de aquellos hombres repeinados y bien vestidos que iban por la vida como estilitas de éxito, no eran más que jodidos loberos. Toda esa dignidad y prepotencia se les caía por los suelos cuando les veía aspirar el Olor a Macho discretamente y ponerse cachondos. Finalmente, fui por la comida, cargando dos pesadas bolsas hasta casa. Llegué justo a tiempo para tirarle a Roier el celular, que vibraba con una llamada de un número oculto. El lobo lo agarro en el aire y respondió:
—Aquí Roier —giró el rostro para mirarme y gruñó de una forma que nada tenía que ver con lo que le estuvieran diciendo por teléfono. Al lobo le gustaba mucho cuando llegaba con el pelo cortado y peinado, con la piel empapada en sudor y calentada por el sol, con pequeñas gotas deslizándose por mis brazos y mi cuello—. Sí… claro—. Se levantó del sofá casi de un salto y vino hacia mí para pegarse a mi espalda sudada y frotarse sus labios contra mi nuca. Soltó un jadeo, otro gruñido de excitación y empezó a mover su cadera, apretándome bien su verga dura contra mi culo para que la notara—. Sí, Roier… con Spreen —respondió. Levanté la cabeza y dejé de desenvolver el papel de aluminio de la comida, me giré y miré directamente al lobo, demasiado excitado para pensar con claridad—. Sí, Roier… sí —murmuró, empezando ahora a rozar su erección contra la mía debajo del bañador. Me rodeó con su brazo libre y me lamió el cuello—. Roier llama a Carola más tarde —concluyó, tirando el celular a un lado para dedicarme un buen gruñido de excitación y morderme el hombro mientras me bajaba el pantalón y me subía a la repisa de la cocina.
Después de correrse cuatro veces, morderme como un puto animal y cogerme sin parar sobre la encimera; se quedó con una sonrisa en el rostro, sudando como un cerdo y ronroneando durante toda la inflamación. Tras recuperar el aliento, lo llevé al baño y nos dimos una buena ducha fresca. Salimos limpios y con solo un pantalón corto a la cocina, Roier se sentó en el sofá, frente a su bandeja de comida en la mesa baja, ya que ya no teníamos barra de madera en la que comer, y empezó a meterse cucharada tras cucharada de arroz con pollo y guisantes en la boca mientras llamaba al Alfa por teléfono.
—Aquí Roier… sí —sonrió con la comida todavía en la boca y me miró a su lado—. Sí, Roier mucho mejor ahora. —Perdió la sonrisa y bajó las cejas en una expresión preocupada—. Esta noche es la noche libre de Spreen. Iba a llevar a Roier a bailar —se oyó un murmullo bajo por el celular y el lobo alzó las gruesas cejas con sorpresa y alzó la cabeza—. Entonces… Roier llevará a Spreen —un silencio y otro murmullo bajo. El lobo sonrió—. Bien —asintió y colgó. Me quedé mirándole mientras le daba otro sorbo al café con hielo y esperaba a que se terminara la bandeja. Lo que ocurrió quince minutos después, dejando al lobo lleno y con la barriga abultada.
—¿A dónde se supone que me vas a llevar? —quise saber mientras me levantaba para ir a por un cigarro y fumarlo al lado de la puerta.
—Al Luna Nueva —respondió tumbado en el sofá mientras el ventilador le echaba aire en oleadas, removiendo su Olor a Macho por todo el salón—. Hoy la Manada abre el club a los humanos y hay que vigilar a los Lobatos.
Puse una mueca de fastidio y eché el humo a un lado.
—¿Y tenemos que ir nosotros? —pregunté con un evidente fastidio—. ¿No pueden ir los demás a vigilar a los putos lobatos?
—Irán más Machos de la Manada —afirmó Roier, ladeando el rostro para mirarme, al contrario que yo, parecía feliz de ir al Luna Llena y perdernos nuestra noche libre de copas y baile—. Y Spreen puede venir con Roier —anunció.
—Ah… —comprendí, llevándome el cigarro de nuevo a los labios y entrecerrando los ojos.
Aquello no era como la bolera o sus putos picnics, por supuesto, pero era algo. Parte de la Manada estaría allí vigilando a los lobatos para que no se pasaran o no se pudieran demasiado tontos con los humanos. Carola el Alfa había permitido a Roier llevarme, así que para el lobo era una gran señal de que, quizá, la Manada pudiera empezar a perdonarme. Puede que todas esas visitas de los Machos a la gasolinera para pedirme gasolina gratis, hincharles las ruedas y beber cerveza fría, habían servido para algo.
Al parecer, aquella autopista secundaria era ahora una de las que más les gustaba frecuentar para traficar con «caramelos» y pasar contrabando. Se detenían a repostar casi todos los días. Yo nunca decía nada, les daba lo que pedían y me mordía la lengua para no mandarlos a la mierda. Ellos siempre me enseñaban el dinero para pagarme, pero era un gesto rápido y lo guardaban sin decir nada cuando yo lo ignoraba. En el fondo, seguía sin importarme una mierda la Manada, pero para Roier era importante, muy importante, así que yo había decidido seguir el consejo de Quackity; mantenerme en un punto neutral donde no fuera su amigo ni su enemigo, solo el compañero de Roier, el SubAlfa.
Me reuní con el lobo en el sofá, acariciándole el pelo con una mano distraídamente mientras mirábamos un documental marino que había puesto. Era aburrido, pero había algo fascinante en mirar esos colores tan vibrantes en 4K y escuchar los sonidos por el equipo de música, era hipnótico y relajante, llevándote a un estado adormilado y maravilloso en el que no pensabas en nada. Roier se echó una pequeña siesta y se levantó a media tarde para ponerse su cinturón de herramientas y seguir armando la barra de madera en la cocina. Yo me quedé en el sofá, con los brazos extendidos por el respaldo, los tobillos cruzados sobre la mesa y mirando la tele mientras bebía una cerveza fría y fumaba.
Cuando se hizo de noche, el lobo se metió su segunda comida del día, se echó otra siesta a mi lado mientras le acariciaba la barriga y se levantó a media noche para prepararse. Roier se puso unos pantalones cortos y una camiseta sin mangas, de esas como sacos y abierta hasta el costado, así que mostraba bastante piel. Yo no quede atrás y me puse otro bañador negro hasta el muslo y una camiseta corta con botones en el cuello que no dudé en desabotonar hasta el fondo. Me fui al baño y me peiné un poco. Cuando salí, oí a Roier gruñendo desde su sitio al borde de la cama, mirándome fijamente con sus ojos cafés y las llaves del Jeep entre las manos.
—¿Qué carajo te pasa? —le pregunté mientras buscaba el paquete de cigarrillos.
—Spreen muy guapo… —gruñó, produciendo de nuevo aquel sonido excitado y grave de garganta.
Se levantó de su sitio y me siguió de cerca, pegándose a mi espalda y gruñendo en mi nuca como solía hacer siempre que tenía esa estúpida necesidad de marcar territorio. Ya ni me esforzaba en apartarlo, porque sabía que era algo que simplemente iba a hacer durante toda la puta noche, así que me limitaba a ignorarlo. Salimos de casa y nos subimos al Jeep aparcado a un lado de la acera, Roier puso el aire acondicionado y yo busqué algo de música movida para ir calentando la noche.
Cuando llegamos a la nave aparentemente abandonada de la parte industrial de las afueras, me sorprendió ver la cantidad de coches que había por allí aparcados. El Luna Nueva no era como el Luna Llena, se trataba de un club clandestino y, a todas luces, completamente ilegal. No había letrero que lo anunciara, ni portero que vigilara la entrada, ni nada que indicara que allí dentro había lobos y una fiesta repleta de alcohol y música demasiado alta. Así que, los humanos que hubieran ido allí tenían que saber de antemano lo que pasaba y a dónde iban.
—Espero que esté bien ventilado —murmuré mientras Roier aparcaba a un lado, cerca de una sección reservada y repleta de todoterrenos y coches grandes—. Porque los lobatos tienen que dar puto asco en verano.
El lobo soltó un bufido y una de sus extrañas risas bajas.
—Sí. Lobatos muy apestosos en verano —reconoció Roier—. Muy excitados también. La Manada tiene que abrir el Luna Nueva varias veces al mes o lobatos perder la cabeza.
Salimos del coche y fuimos hacia la entrada, yo delante y Roier muy pegado a mi espalda. En esa ocasión, la puerta metálica y corredera estaba completamente abierta, así que nos sumergimos directamente en el ruido, las luces y el intenso olor. El Luna Nueva ya no era el lugar cerrado de la primera vez, con lobatos peleando, bailando, bebiendo y gritando, sino que ahora era como una enorme discoteca. Estaba llena de luces violáceas y rosadas, con láseres intermitentes y focos; había un Dj en un palco en lo alto, pinchando temas muy movidos y mezclas con muy buenos bajos que te retumbaban en el pecho; habían montado una barra de copas con camareros y todo tipo de bebidas alcohólicas y, al otro lado, un reservado con sofás y mesas.
El lugar estaba abarrotado de humanos que bailaban al ritmo de la música electrónica, levantando en alto palitos fluorescentes y saltando. De vez en cuando caía una lluvia de agua fina de unos aspersores del techo, refrescando el lugar mientras, en lo alto de la nave, unos enormes ventiladores movían el aire, creando una corriente artificial para que reciclar el ambiente. Eso ayudaba mucho con el calor acumulado, pero apenas conseguía sofocar el olor. La peste a sudor y a lobato era intensa y fuerte, tanto que me hizo perder el aliento y cerrar los ojos con expresión de asco.
—Mierda… —jadeé, frotándome la nariz—. ¡Qué puta peste! ¿Cómo carajo respirar la gente?
—Spreen tiene Macho, por eso le huele peor —me dijo Roier al oído, por encima de la música—. Vamos con Manada —me señaló la parte de los sillones, mejor iluminada y sin tantos humanos.
Casi me dejé guiar por el lobo, dedicándome a abrirme paso entre las personas que se cruzaban en nuestro camino, empujándolas si era necesario y dedicándoles miradas secas si se ponían tontos. Había loberos, por supuesto, pero también muchos hombres y mujeres que quizá solo hubiera ido allí a gozar de una de las fiestas más ruidosas, grandes y repletas de alcohol y droga de la ciudad. Al acercarnos a los sofás, distinguí a un par de lobos de la Manada, todos solteros del Luna Llena y algunos de los lobatos más mayores; entre ellos, el pequeño y falso Alfa, Sapnap. Fue el único de todos ellos que me miró a los ojos y no se esforzó en fingir que yo no existía, pero solo porque en su rostro había una expresión asqueada y una sonrisa cruel. Conter y Rubius, sentados a un lado, también me dirigieron una rápida mirada, pero fue apenas un gesto a escondidas antes de sumarse a esa decisión colectiva de ignorarme.
—Tú no deberías estar aquí, pedazo de mierda —me saludó Sapnap, sacándose el cigarrillo de los labios y soltando el humo en mi dirección—. Esta es la parte de la Manada, vuelve con los demás humanos.
Roier le gruñó por lo bajo, muy pegado a mi espalda y con los puños cerrados, pero no pudo hacer nada por defenderme, como tampoco lo hicieron los demás lobos, que se limitaron a saludar a Roier y a seguir bebiendo. Yo seguía siendo un paria, después de todo.
—Tene cuidado, Sapnap —le advertí, lo suficiente alto para que me oyera con la música—. No estoy de buen humor esta noche y quizá te acabe dando una puta patada en la boca.
Mi comentario provocó algunas reacciones en los lobos, que gruñeron por lo bajo a forma de advertencia. Los lobatos eran una panda de mocosos pajeros y tontos, pero seguían siendo de la Manada y no iban a permitir que alguien «de fuera» les amenazara.
—Spreen… —me dijo Roier al oído, acompañando sus palabras de un breve gruñido de nerviosismo. Una vez más, la estaba cagando cuando se suponía que me habían dado una oportunidad.
—He dicho que te largues, ¿no me has oído?, ¿o es que quieres humillar un poco más a Roier antes de irte? —me preguntó Sapnap, crecido tras el apoyo de su Manada, alzando la cabeza con orgullo y cruzándose de brazos.
Apreté los dientes y busqué mi paquete de cigarrillos, me puse el cigarro en los labios y lo encendí con el zippo, miré a un lado y eché el humo. Por fuera parecía en calma, pero por dentro estaba bullendo como una puta caldera a punto de explotar. No se ponían tan creídos y me gruñían tanto cuando venían a la gasolinera a pedirme «favores» y se iban con el depósito lleno, cerveza fría y tabaco gratis. Pero apreté los dientes y me callé. Miré a Roier y le hice una señal de que iba a la barra a pedir algo de beber. El lobo asintió con una expresión de pena en el rostro. Él no podía hacer nada por mí, solo tratar de conseguir acercarme a la Manada; el resto estaba en mi mano y debía ser yo el que decidiera agachar la cabeza y tragar y tragar hasta que esa panda de lobos hijos de puta me perdonaran. Así que preferí alejarme antes de que mi paciencia llegara al límite e hiciera o dijera algo de lo que más tarde me arrepentiría. Fui hasta la barra, pedí un vodka frío con lima y me fumé mi cigarrillo mientras me tragaba mi enfado como si fuera bilis amarga por mi garganta. Roier llegó diez minutos después, se pegó a mi espalda y gruñó con cierta tristeza cerca de mi oreja.
—No quería enfadar a la Manada —me obligué a decir antes de beber un buen trago de vodka. No era una disculpa, tan solo un hecho.
—Roier no puede defender a Spreen… —me dijo antes de volver a gruñir. Estaba triste por el rechazo de sus hermanos, porque quizá se hubiera creído que aquella «nueva oportunidad» iba a cambiar algo. Quizá el lobo se creyó que los Machos solteros y los lobatos me iba a recibir con los brazos abiertos o algo así—. Spreen tiene que…
—¡Ya lo sé, Roier! —le interrumpí con enfado.
Roier levantó la cabeza y se apartó un poco, lo que solo empeoró mi humor. No estaba molesto con él, solo conmigo mismo y con la puta Manada; Roier solo era la persona que estaba más cerca. Me terminé mi vodka con lima de un par de tragos y agité la cabeza, porque estaba amargo y frío. Giré el cuerpo para ponerme de cara al lobo, con expresión seria y vigilante. Me acerqué y le rocé la mejilla contra la mía, rodeándole el costado con las manos y frotándole suavemente para que me perdonara. Roier tardó un poco en acariciarme de vuelta y ronronear por lo bajo.
—¿Queres bailar? —le pregunté al oído, empezando a moverme suavemente al ritmo de la música. Roier me siguió enseguida, bailando como solo él sabía bailar, sumergiéndonos lentamente entre la gente hacia la pista de baile.
Por aquel entonces yo no entendía del todo la seriedad del asunto; lo ofendida que se había sentido la Manada por mi rechazo y lo mucho que tendría que hacer para que me perdonaran y volvieran a aceptarme como compañero de Roier. Yo creía que, si hacía un par de favores, si me «portaba bien», terminarían olvidándolo, pero me equivocaba. Conseguir el favor de la Manada, entrar a formar parte de ella y hacerte un hueco en la comunidad junto a tu lobo, es complejo; requiere tiempo, esfuerzo, pequeñas pruebas para demostrar tu compromiso, hacerte valer a ojos de los Machos y, sobretodo, del Alfa.
Recuperar su respeto después de haberles insultado… eso no es complejo, es jodido, jodido de verdad. Cuando decepcionas a la Manada, cada paso que das hacia ellos es insignificante, todo se vuelve el doble de complicado, frustrante y duro. No importa lo mucho que les des, porque quizá después de meses de esfuerzo y dedicación, lo único que hayas conseguido es que te miren a los ojos mientras te hablan; cuando, quizá, una nueva compañera haya sido aceptada sin hacer ni la décima parte de lo que vos has hecho por ellos.
Sí… Estuve a punto de mandarlos a la mierda a todos en varias ocasiones, la frustración pudo conmigo, hasta que comprendí que yo jamás volvería a ser parte de la Manada. Entonces, simplemente, lo acepté.
Chapter 29: LA MANADA: TIENE ALGUNOS LÍMITES
Chapter Text
Bailar con Roier era una de las cosas que más me gustaban en la vida. El lobo se movía con una magia que me volvía loco; se pegaba y nos rozábamos, pero no intentaba rodearte con los brazos y agarrarse, no era invasivo y molesto, no trataba de acelerar los cosas, solo se pegaba y dejaba que tu propio movimiento y el suyo se mezclaran con la música. Frente contra frente, muy cerca, un roce de cadera, una simple mano en el costado, un beso húmedo en los labios, notar su cuerpo grande y musculoso, su entrepierna dura siguiendo el ritmo, el sudor deslizándose por su cuello y sus brazos, su mirada fija e intensa, su jadeo lento y pesado, su olor tan intenso y cálido… Mierda, me ponía tan excitado que dolía. Cuando nos dirigimos al coche yo ya estaba flotando en una nube de excitación y con demasiadas ganas de arrancarle la ropa a mordiscos y montarlo hasta el amanecer. Apenas tuve paciencia para alcanzar el exterior y ya le estaba metiendo mano debajo del pantalón, hundiendo mi mano en su pelo, devorando sus labios y gruñendo con necesidad. Roier no estaba mucho mejor que yo, totalmente enloquecido y tan empapado que se había manchado por completo la entrepierna. Me metió en el Jeep con un rugido grave y cierta violencia, mostrándome los dientes antes de abalanzarse sobre mí y demostrar su superioridad y todas esas tonterias que le convertían en un lobo tan divertido. Me hubiera gustado habérsela chupado un poco antes, pero Roier fue directo a clavármela hasta el fondo, morderme con fuerza el hombro y usar todo su cuerpo y sus brazos para someterme por completo bajo su peso.
Cuando volvimos media hora después al interior del Luna Nueva, yo estaba todavía un poco extasiado, con el culo empapado después de unas buenas cinco corridas de lobo. Me fumaba un cigarro de camino a la Manada y nada me podía importar menos que sus miradas esquivas y sus expresiones serias. Quackity el pecoso estaba ahora allí, junto con Axozer, Karchez y Sapnap el lobato; que, al parecer, se creía demasiado bueno ya para participar en las fiestas del Luna Nueva con el resto de adolescentes. Una vez más, la Manada me ignoró y solo saludó y miró a Roier, a excepción de Sapnap, a quien no se le ocurrió otra cosa que hacer un comentario sobre el hecho de que acabábamos de coger. Entonces se creó un momento muy tenso en el que Quackity y Axozer miraron a Sapnap con sorpresa mientras el resto de la Manada agachaba la cabeza y se quedaba en silencio. Los Machos no participaron en aquello, pero tampoco impidieron a Sapnap proseguir, lo que provocó que Roier se abalanzara contra él para pegarle un puñetazo que casi lo deja tonto. Necesitó que Quackity y Axozer le detuvieran para no acabar mandando a Sapnap directo al hospital.
Esto quizá necesite una explicación más profunda, ya que forma parte de las costumbres y normas de la Manada: La razón por la que Roier se puso tan furioso con el lobato, fue porque Sapnap me estaba considerando un mero lobero chupa pijas con el que Roier se había quitado las ganas. Los lobos pueden oler el sexo, incluso en aquel ambiente cargado, ellos siempre saben cuando otro Macho acaba de coger y al humano que se ha cogido solo por cómo huelen; y para la Manada, siendo una raza tan sexual, esto es totalmente normal. Todavía más si ese Macho tiene un omega con el que poder tener sexo cuanto y donde quisiera sin dar explicaciones a nadie. No es algo vergonzoso para ellos, simplemente lo ignoran educadamente, a no ser que el lobo en cuestión quisiera hacer referencia a ello.
El problema es que este, llamémoslo «respeto y privacidad», solo se cumple cuando el lobo tiene una pareja, un compañero; en cualquier otro caso es normal que los Machos solteros bromeen entre ellos sobre los humanos que se cogen, compartiendo experiencias de lo que les hacen, dónde se lo hacen y si el humano lo había hecho mejor o peor que otros. Así que cuando Sapnap había hecho aquel comentario sobre si Roier y yo acabábamos de coger, había sido muy grosero e insultante conmigo, dando a entender que yo no era el compañero de Roier ni parte de la Manada, sino un humano cualquiera que se hubiera cogido aquella noche. Y, aunque yo fuera considerado un paria y la Manada me odiara, seguía siendo el hombre que compartía Guarida con Roier y que le mantenía bien alimentado y cuidado; así que al menos me merecía un pequeño respeto en ese sentido y había un límite que no se podía cruzar a la hora de insultarme.
Por eso Roier se puso como una completa fiera… y yo no pude sonreír más mientras me llevaba el cigarro a los labios y veía a Quackity y Axozer tratando de calmarlo. Les costó un poco hacerle entrar en razón, tuvieron que emplear algo de fuerza y recordarle que Sapnap era «solo un lobato».
Roier al fin se detuvo, pero no paró de gruñir y mostrarle los dientes al adolescente.
—¡Roier es el Macho de Spreen! —rugió, dejándoselo bien claro a Sapnap, pero también a la Manada que había allí.
—Sí, Roier. Lo sabemos —respondió Quackity, con la cabeza gacha y las palmas en alto para pedir al SubAlfa que se calmara—. Nadie duda de eso. — Entonces el lobo pecoso me echó una rápida mirada e hizo un muy sutil movimiento con la cabeza para pedirme que le ayudara con Roier.
Fumé otra calmada calada y solté lentamente el aire. Entonces me acerqué a mi lobo y le acaricié el abdomen para llamar su atención y calmarlo, cuando Roier me miró, su gruñido profundo y grave se convirtió en uno más suave, como de queja. Asentí, dándole la razón. Sapnap era idiota y se merecía aquel golpe en la cara. El lobo inclinó el rostro y me acarició un poco para que todos lo vieran.
—Vamos por un trago —le sugerí, metiendo la mano por debajo de la camiseta sin mangas para poder frotar su barriga de una forma directa.
Roier volvió a gruñir, me agarró de la muñeca y se pegó mucho a mi espalda para acompañarme hacia la barra. Se pasó el resto de la noche con expresión seria y gruñendo de vez en cuando, como si de pronto recordara el incidente y empezará a enfadarse de nuevo. Fue divertido verlo así, hasta que estuvimos en la cama y siguió haciéndolo cada tres minutos sin parar.
—Roier, para de una puta vez —le dije con enfado tras más de media hora sin poder dormir, escuchando sus gruñidos graves en mi nuca mientras me apretaba contra él—. Le diste dos piñas a Sapnap y la Manada sabe que no tienen que rompernos los huevos con ese tema. Como vuelvan a insultarnos así, quemo el puto Luna Nueva de arriba abajo y los lobatos se quedan sin club.
El lobo se quedó entonces callado. Me di la vuelta entre sus brazos y apoyé la cabeza en su hombro para frotarle el pecho hasta que se durmiera; pero tras cinco minutos de silencio, soltó otro gruñido bajo.
—¡Roier! —le grité, incorporándome—. ¡¿Queres dormir en el maldito sofá?!
Ahí terminó todo. A la mañana siguiente, tras el sexo matutino y el vaso de leche con hielo, el lobo se encontraba más calmado. Volví de las compras diarias con tres costillares de cerdo y una maceta enorme con una pequeña palmera que le regalé a Roier. El lobo alzó sus espesas cejas y sonrió, ronroneando muchísimo mientras me frotaba toda la cara contra la suya sin parar. Cuando me llevó a la gasolinera y se despidió para ir a trabajar, ya estaba contento y había olvidado el incidente de la noche anterior; pero yo no lo había olvidado.
Si había alguien verdaderamente rencoroso y enfadado en la pareja, ese era yo, solo que a mí no se me notaba hasta que era demasiado tarde y de pronto tenías el coche rayado, las ruedas pinchadas, las ventanillas rotas y el interior lleno de basura. Que fue exactamente lo que le pasó a la mierda de Volkswagen rojo de Sapnap, pero eso fue más adelante, por el momento lo dejé pasar y seguí adelante.
—Hola, bienvenido a Old Gas, ¿quiere que le llene el depósito? — pregunté con cara indiferente al primer grupo de lobos de la noche que se pasó por allí. Digo el primero porque hacía una semana y media que, al parecer, a la Manada le gustaba venir a recargar gasolina gratis a mi trabajo. En esa ocasión al menos se trataba de Rubius en su precioso Hyundai Tucson azul grisáceo, acompañado de Serpias y Karchez, otros dos Machos Comunes. Todos tenían su collar de cadenas plateadas al cuello e iban con ropa muy veraniega para aguantar el bochorno de la noche.
—Spreen —me saludó Rubius, haciendo un breve contacto visual antes de bajar del coche—. ¿Puedes llenar el depósito? Hoy tenemos un viaje largo que hacer.
No dije nada, solo me puse a ello mientras los otros dos lobos también se bajaban del coche.
—Nos vendría bien algo de beber —dijo Serpias, pasándose la mano por su pelo. Llevaba una camiseta sin asas y en vez de mirarme a mí, miraba por encima de mi cabeza hacia la caseta donde estaba la tienda—. Quizá un par de cervezas de esas frías.
—Trae también algunas bolsas de snacks. Las de cecina no estaban mal — me dijo Karchez sin mirarme, estirando los brazos antes de ponerse las manos tras la cabeza, mostrando sus anchas axilas de pelo abundante y oscuro—. Empiezo a tener hambre.
Lo miré por el borde superior de los ojos, con una expresión muy seria que decía que tenían que tener mucho cuidado con sus palabras. Una cosa era que vinieran allí, otra muy diferente era que se creyeran que podían tratarme como a su puta criada, porque eso no iba a pasar.
—Spreen vivé en la Guarida de Roier —tuvo que recordarles Rubius, acompañando sus palabras de un tono de advertencia. No podía defenderme, por supuesto, pero al ser el de mayor rango allí sí podía marcar un límite de cómo sus hermanos podían tratarme.
Los dos lobos agacharon un poco la cabeza y se cruzaron de brazos, mirando a cualquier parte menos a mí. Terminé de llenar el depósito del coche y dejé la manguera en su sitio antes de dirigirme a la tienda. Volví con sus putas cervezas frías y un par de bolsas de snacks que tuve una enorme tentación de tirarles a la puta cara; pero no lo hice, porque yo ahora era «bueno» con la Manada. Dado por finalizado mi trabajo allí, quise volver a mi silla de playa a seguir fumando mi cigarro y leyendo revistas de mierda, pero Rubius me siguió a un par de pasos de distancia y me mostró un billete de cinco dólares; probablemente el primero que había encontrado en su bolsillo. No se esforzó ni en parecer interesado en dármelo, solo me lo enseñó y volvió a guárdalo. Después hizo una señal hacia mi paquete de cigarrillos y se la lancé, la agarro al vuelo y sacó un cigarrillo que se dejó en los labios mientras se lo encendía con una cerilla, iluminando sus fuertes rasgos de un fulgor anaranjado. Agitó la cerilla para apagarla y soltó una bocanada de humo con la mirada perdida hacia un lado.
—¿Cómo lo llevas, Spreen? —me preguntó.
Me llevé mi cigarrillo a los labios y fumé una calada mientras lo miraba fijamente, recostado en mi silla de playa, con una camiseta rota sin mangas que había agarrado prestada de Roier, mi bañador amarillo de piscina y mi chaleco de la gasolinera de nombre equivocado.
—De lujo —murmuré—. Soy la viva imagen del éxito —y fumé otra calada.
A Rubius se le escapó una sonrisa que escondió girando un momento el rostro a un lado. Con su metro noventa, sus ojos color verdes, su media melena rubia y su barba corta con reflejos dorados, Rubius era uno de los lobos más guapos que había visto en mi vida. Era solo un Macho Común y su olor no era muy fuerte, incluso en pleno verano, pero el lobo se hinchaba a coger en el Luna Llena y tenía como a cuatro loberas y a tres loberos que le mantenían muy bien cuidado durante el resto de la semana.
Él y yo habíamos hecho muy buenas migas mientras trabajé allí y, lo gracioso, era que nos habíamos conocido porque una vez había intentado ligar conmigo, saliendo a fumar del club las primeras veces que yo había trabajado como portero. Me había confundido con un lobero esperando en la entrada del local y habíamos intercambiado una larga y fija mirada en la distancia mientras ambos fumábamos. No supo que yo era Spreen, el compañero de Roier, hasta que se había acercado lo suficiente para olerle en mí. Entonces se le había borrado su sonrisa prepotente y victoriosa de golpe y se había preocupado de pedirme perdón y decirme que no se había dado cuenta desde tan lejos, que el aire iba en dirección contraria y todo tipo de explicaciones para que no se lo contara a Roier. Yo no le había dicho nada a mi lobo, porque ya tenía suficiente con que estuviera molesto por cómo me vestía y no quería darle razones para creer que estaba en lo cierto. Así que Rubius había vuelto para agradecérmelo, presentarse formalmente y charlar de vez en cuando durante las noches.
—Lo de ayer fue bastante jodido —me dijo, refiriéndose al incidente con Sapnap—. Ese lobato cruzó la línea… —seguía mirando hacia los árboles a oscuras, fumando y hablando distraídamente como si fuera mera casualidad que yo le estuviera escuchando—. La Manada está enfadada, pero sabe que Roier es tu Macho. —Me llevé el cigarro a los labios y solté un murmullo desinteresado. No entendía exactamente por qué Rubius se estaba tomando la molestia de aclararme aquello, pero allí estaba, siendo «bueno» conmigo mientras el resto de la Manada me trataba como a la mierda—. Spreen… —murmuró tras un breve silencio. Negó con la cabeza y miró al suelo de cemento gris—. ¿Qué cojones te pasó en la bolera? —me preguntó entonces con un tono bastante serio y el ceño fruncido.
Chaqueé la lengua y fumé otra calada, girando el rostro hacia un lado antes de soltar el humo.
—Una mala noche —respondí.
Rubius negó con la cabeza y volvió a mirar el bosque.
—Me esperaba algo mejor que eso, Spreen —reconoció. Parecía decepcionado, y quizá me hubiera hecho aquella pregunta con la esperanza de que yo tuviera una explicación convincente y comprensible de por qué les había ignorado y había insultado a la Manada de aquella forma. Pero yo no la tenía—. Los chicos te llamamos varias veces. Yo te llamé varias veces —fumó una calada y soltó el humo—. Todavía me cuesta mirarte a la cara después de aquello.
Tome aire y me recosté hacia delante, apoyando los codos en las rodillas. Yo creía que los lobos se estaban tomando aquello demasiado a pecho, que no era para tanto y que no necesitaban darle tantas vueltas al hecho de que les hubiera ignorado durante una estúpida noche de bolos. Pero claro, yo lo estaba viendo desde una perspectiva humana; para ellos, lo que yo había hecho tenía muchos niveles de complejidad y profundidad. Yo había ofendido a la Manada, que era una cosa, pero también había ofendido y traicionado a los Machos que habían «confiado en mí», o que habían empezado a quererme antes incluso de ser parte de la comunidad; así que las relaciones individuales que tenías con cada lobo eran algo diferente al conjunto de la Manada. A veces se mezclaban, pero no eran lo mismo. Lo sé, es muy complejo de entender, y a mí también me costó mucho entenderlo, creanme.
—Me caes bien, Rubius —le dije—. Sé que no deberías estar acá charlando conmigo y que cuando vuelvas con Karchez y Serpias tendrás que inventarte una buena excusa —señalé con la cabeza a los dos lobos que esperaban al lado del coche, bebiendo la cerveza fría, comiendo y mirándonos fijamente—. Pero no necesito que vengas a decirme lo que hice mal, porque eso ya lo sé.
El lobo cabeceó, fumó una última calada y tiró el cigarrillo a un lado, creando un rastro de chispas anaranjadas cuando cayó al suelo. Se dio la vuelta y echó el humo, pero antes de que se alejara le dije:
—Siento haberte ofendido, Rubius. No fue nada personal, solo el enfado del momento. Vuelve siempre que quieras y te invitaré a una cerveza y un cigarrillo.
El lobo se detuvo y se pasó la mano por su bonita media melena, echándose el pelo hacia un lado antes de girar la cabeza para dedicarme una mirada fija. Estaba serio y no dijo nada, solo asintió de nuevo y se fue. Me quedé mirando como los tres Machos se metían en el Hyundai Tucson y se iban hacia la autopista, haciendo un giro para salir en dirección norte. Tras ellos llegaron un par de clientes humanos, otro todoterreno de lobos que no reconocí, pero que no dudaron en decirme que les llenara el depósito antes de ofrecerme el dinero para pagarme, cuando no lo acepté gruñeron con cierto descontento, pero no insistieron y se fueron sin más. El último coche de la noche antes de que llegara Roier fue el Skoda Kodiaq gris oscuro de Axozer el rubio. No me miró a la cara en ningún momento, solo me pidió que le llenara el depósito y me preguntó:
—¿Tienes algo de beber?
—Cerveza, Red Bull, refrescos y agua fría —respondí mientras apretaba la manivela de la manguera para verter el carburante dentro del coche.
—Agua estará bien —dijo.
Al terminar fui a por una botella fría de un litro y se la entregué. Axozer se la pasó por el cuello y ronroneó un momento antes de agitar la cabeza. Era el único lobo de ojos azules que conocía y el primero que había visto fuera del Luna Llena; a excepción de Roier, claro. Los dos se llevaban bastante bien y solían trabajar juntos, pero Axozer y yo no habíamos entablado demasiadas conversaciones. Incluso cuando trabajaba de portero en el club, al que el lobo rubio asistía religiosamente cada viernes del mes, no habíamos intercambiado más que breves saludos y frases cortas; por eso me sorprendía tanto que fuera de los que más a menudo visitaran la gasolinera, solo o acompañado.
—¿Te pide Roier que vengas? —le pregunté con curiosidad, después de darle algunas vueltas a la idea.
—No —respondió, destapando la botella para dar un par de buenos tragos. La volvió a cerrar y la dejó en el asiento del copiloto antes de añadir —: Me gusta la gasolina gratis.
Por alguna razón aquella sinceridad tan desgarradora me hizo gracia y sonreí un poco, asintiendo varias veces con la cabeza. El lobo agarro el mismo billete de un dólar que me enseñaba siempre, como si fuera una tarjeta de visita; hizo el gesto rápido por el mero hecho de hacerlo y lo volvió a guardar en la guantera.
—Nos vemos, Spreen —se despidió, arrancando el coche para desaparecer en la oscuridad de la autopista.
Media hora después llegó Roier en el Jeep negro, aparcó a un lado de la gasolinera y se bajó, pero yo ya estaba caminando hacia él y le hice una señal para que volviera a subirse, esta vez en la parte de atrás. El lobo gruñó con excitación y enseguida se puso duro bajo su pantalón corto de deporte. Todavía estaba sudado, algo entumecido y con la boca manchada cuando entré en la caseta de la tienda para dejar mi chaleco de la gasolinera. Contaba con cruzarme con la mujer que me sustituía en el turno de mañana, pero quien me estaba esperando tras pasar media hora en la parte de atrás del Jeep con Roier, fue el encargado de la gasolinera. Era un hombre bajo, calvo y lampiño que trató de explicarme de la forma más retorcida y extraña posible que me estaba despidiendo porque él era un racista de mierda y no quería lobos en su gasolinera.
—Sentimos mucho tener que prescindir de tus servicios de forma indefinida —concluyó con una fingida expresión de pena.
—Bien —respondí yo, dejando el chaleco sobre el mostrador antes de irme de allí con la misma expresión indiferente con la que había entrado. Me pagaban una mierda, pero les había robado miles de dólares en gasolina y productos de la tienda, así que estábamos en paz—. Me despidieron —anuncié a Roier cuando me subí al coche—. Decile a la Manada que se acabó la gasolina gratis.
El lobo gruñó con enfado, no supe si porque me hubieran echado o porque a partir de entonces tendría que volver a pagar para que le llenaran el depósito y le inflaran las ruedas. De todas formas, volvimos a casa, cenamos antes del amanecer y nos echamos a dormir bañados por el agradable aire de los ventiladores.
A la mañana siguiente después de coger, me di una ducha fresca y preparé el café con hielo y la leche de Roier; con un cigarro en los labios y el celular en la mano, comencé la búsqueda de otro empleo nocturno. En verano, con las vacaciones y el calor, las posibilidades eran más altas para hombres como yo, que aceptaban cualquier puesto de mierda en cualquier sitio. Roier no había vuelto a traer el dinero de su paga y esos quince mil dólares se habían ido esfumando rápidamente con los electrodomésticos y la comida, pronto alcanzaría un punto peligroso si yo dejaba de trabajar.
Roier salió de la habitación con solo un pantalón corto y suelto que le quedaba por debajo de la cintura, enseñando su pronunciada uve al final de su abdomen y el espacio en el que el pelo de debajo de su ombligo se mezclaba con el principio del pubis. Se me escapó un murmullo de placer que Roier no escuchó y lo miré de arriba abajo mientras se bebía su enorme vaso de leche fría. Solté el humo del cigarro y apoyé la cabeza sobre la pared de ladrillos. Mi lobo era un pedazo de hombre enorme, estúpido y apestoso con cara de mafioso y cuerpo de gladiador. Nunca había pensado que algo así pudiera hacerme feliz, pero, de alguna forma, lo hacía. Roier percibió mi excitación en el aire y me miró con una suave sonrisa en sus labios. Se acercó a mí y me acarició con la mejilla, ronroneando y gruñendo un poco al final, como si estuviera dispuesto a volver a coger si eso era lo que yo quería. Pero el celular comenzó a vibrar en mi mano y miré el número oculto antes de entregárselo a Roier.
—Aquí Roier —respondió sin dejar de mirarme y frotar la punta de la nariz contra la mía. El murmullo apagado por la línea del teléfono se largó un poco hasta que el lobo alzó las cejas con sorpresa y preguntó—: ¿Puede entonces ir Roier con Spreen? —Más murmullo y una expresión ensombrecida en su rostro que sustituyó la sorpresa inicial—. Sí… Roier lo entiende. Bien… —y colgó. Me devolvió el celular y murmuró—: La Manada va a organizar un picnic nocturno en el río para conocer a Daisy, la compañera de Ollie.
Asentí sin darle demasiada importancia. Sin embargo, Roier si se quedó entristecido y taciturno con la noticia, preocupado, una vez más, de cuánto podría tardar la Manada en perdonarme y darme otra oportunidad.
—Es solo un picnic —le dije—. Seguro que iré al siguiente —y me encogí de hombros antes de darle una caricia en la barriga y un beso en los labios.
No lo había dicho de verdad, por supuesto, tenía la esperanza de que así fuera, pero esa tal Daisy se iba a pasar meses en la Manada, yendo a todas las celebraciones con su lobo, hablando con todos los Machos y sus compañeros, disfrutando y riéndose… y yo seguiría siendo tan solo un rumor, un nombre dicho en voz baja, ese extraño «compañero de Roier», aunque Roier era un lobo que siempre iba triste y solo a las reuniones de la Manada.
Y llegué a creer firmemente que, por mucho que vinieran a verme, por mucho que hablaran conmigo, por mucho que empezaran a tratarme de nuevo con cierta normalidad, quizá solo estuvieran siento unos putos interesados y después no paraban de decir mierdas de mí a mis espaldas y las de Roier. Pero eso no era cierto. Yo le gustaba a la Manada, no a todos, por supuesto, pero sí a una gran mayoría de los solteros; los chicos siempre hablaban muy bien de mí y, a su manera, trataban de reabrir la puerta que me diera una segunda oportunidad de volver a presentarme a la comunidad.
El único que me odiaba realmente y que no estaba dispuesto a perdonarme, era Carola, el Alfa.
Chapter 30: LA MANADA: DE PICNIC
Chapter Text
Antes del final de la semana ya tenía un nuevo trabajo. Era en un furgón de comida en la ciudad, al lado del parque, haciendo sándwiches, hamburguesas y perritos calientes para los borrachos y trasnochadores que pasaban por allí. Estaba mal pagado, era aburrido y tenía que soportar a los idiotas que venían a hacerme bromas y a los indecisos que se pasaban diez minutos para decidir entre tres tipos de comida; pero lo peor de todo era que tenía un «uniforme» de camiseta naranja y un gorro, un puto gorro, de perrito caliente. Yo odiaba aquel empleo con toda mi alma, pero a Roier le gustaba; no solo por la comida, sino porque estaba dentro de la ciudad y podía venir a verme más a menudo tras sus «trabajitos».
La primera noche se trajo con él a Axozer, el lobo miró el gorro y alzó las cejas, pero evitó hacer ningún comentario al respecto. Les invité doce Hotdogs tamaño maxi y un par de cervezas frías. Roier me dio un par de caricias, compartimos un momento bastante íntimo, pero, por desgracia, nada sexual, y me dio un último abrazo antes de tener que despedirse.
—Spreen huele a comida… —ronroneó. Yo puse cara seria y le aparté de mal humor.
Después de que se corriera la voz sobre mi nuevo empleo allí, los Machos solteros no dejaron de aparecer como buitres alrededor de un cadáver, como putos tiburones al oler la sangre. El primero de ellos fue Quackity el pecoso. Llegó al segundo día, aparcó el Toyota todoterreno negro a un lado y salió con una camisa hawaiana abierta, la cadena plateada al cuello y unos pantalones cortos de baloncesto.
—Hola, Spreen —me saludó, quedándome a un par de pasos y mirando distraídamente la lista de comida que había pintada en el furgón—. Bonito gorro.
—Andate a la mierda, Quackity —respondí con una expresión seria de párpados caídos.
El lobo gruñó un poco por lo bajo, pero fue apenas una leve e insignificante advertencia antes de pedirme tres hamburguesas dobles y una cerveza fría. Esperó pacientemente a que friera la carne y lo montara todo, mirando cómo lo hacía y olfateando el delicioso aire que salía del furgón mientras su estómago empezaba a rugir con hambre.
Le entregué las tres hamburguesas enormes apiladas en una cestilla de plástico con una servilleta y su cerveza. Quackity me enseñó un billete cualquiera que había encontrado en su bolsillo y ni esperó a que lo rechazara antes de agarrar la cesta. Se puso en la mesa alta de bar que había a un lado y empezó a devorar la comida como si no hubiera probado bocado en días, dando grandes mordiscos a las hamburguesas y apenas masticando antes de tragar. Miraba a la comida o al furgón, pero nunca a mí, hasta que terminó todo y tiró la cesta a la basura portátil que había a un lado de la furgoneta; entonces se limpió las manos con la servilleta y se acercó a donde yo estaba fumando distraídamente, con la mirada perdida en la carretera.
—¿Qué pasó en la gasolinera? —me preguntó, quedándose a mi lado, pero a un par de pasos, mientras se cruzaba de brazos sobre el pecho—, ¿no era un contrato de varios meses?
—No, era un contrato para cubrir unas vacaciones —respondí sin mucho interés, echando el humo del cigarro hacia el cielo de la noche.
—Entonces, ¿el humano volvió a su puesto?
Fumé otra tranquila calada y la solté.
—¿No tenés que ir a hacer tus cosas de la Manada, Quackity? —pregunté, señalándole su Toyota todoterreno con un gesto de la cabeza.
El lobo pecoso asintió, comprendiendo que no necesitaba ni quería su interés ni sus preguntas. Que fuera a preocuparse por los compañeros de los demás Machos, esos que iban a los picnics y a la bolera con ellos.
—Ahora que das comida, te van a coger, Spreen —me advirtió en voz baja.
—Yo siempre estoy cogido —respondí sin mucha emoción—. Para eso tengo a Roier.
Quackity agachó la cabeza para esconder una fugaz sonrisa de mí y volvió a asentir antes de irse sin más. Le vi desaparecer dentro del Toyota y encender las luces antes de conducir por la carretera cercana al parque. No entendía muy bien a qué mierda jugaba Quackity, su actitud de «ahora somos amigos, y ahora no», ni por qué tenía tanta curiosidad por si me habían despedido de la gasolinera; pero una cosa sí era cierta, ahora que daba comida gratis, estaba jodido.
Pasada la mitad de la noche, apareció el segundo grupo de lobos: Rubius y Ed, agarrandome fumando en las escalerillas plegables de la puerta del furgón. Les vi salir del Skoda Kodia azul grisáceo y di una calada tranquila mientras se acercaban, charlando por lo bajo, casi discutiendo a murmullos, hasta detenerse a un par de pasos de mí y quedarse en completo silencio. Ambos iban con pantalones cortos y camisetas de asas que dejaban a la vista sus músculos y sus cuerpos esculturales. Rubius sacó un cigarro, se lo puso en los labios y miró a la lejanía del parque.
—Spreen —me saludó de forma distraída—. Nos gustaría comer algo — se encendió el cigarrillo con una de sus estúpidas cerillas y la agitó para apagarla.
Después de la noticia del picnic, empezó a molestarme seriamente aquella jodida actitud distante y soberbia que demostraban conmigo. Dentro de mis estándares, ya había hecho más que suficiente para que me perdonaran o, al menos, para que me miraran a los putos ojos al hablarme. Lo único que me hizo morderme la lengua era que Rubius estaba allí, así que solté el humo a un lado y le dije:
—La lista está delante del furgón.
Los lobos cabecearon y se movieron hacia allí para mirar las muchas opciones que ofrecía el lugar: hamburguesa, Hotdogs, sándwich o papas. Esperé un poco y arrojé la colilla del cigarrillo al suelo antes de subirme de nuevo al furgón. Rubius me pidió un hotdog y Ed, un lobo de pelo negro y rasgos afilados, me pidió una hamburguesa.
—¿Solo uno de cada? —pregunté, bajando la mirada para empezar a prepararlo todo y calentar la plancha de la cocina—. ¿Ahora tienen a humanos que les hacen la comida y no tienen hambre?
Ed gruñó un poco por lo bajo y giró el rostro a un lado, incapaz de decidirse si eso debería ofenderle o no; pero Rubius fumó otra calada del cigarrillo y soltó el humo antes de responder:
—¿Ahora te preocupas por nosotros?
Me detuve y levanté los ojos hacia Rubius, mirándole por el borde superior antes de que una fina sonrisa se extendiera por mis labios.
—Solo una de cada, entonces —concluí.
Él me respondió con otra fugaz mirada antes de pasarse la mano por la media melena rubia.
—Haz las que quieras, Spreen —murmuró— No hemos comido todavía.
Solté un murmullo desinteresado y añadí más carne a la plancha caliente, que empezó a producir un sonido siseante. Le di solo un par de vueltas y lo dejé poco hecho, al gusto de los lobos, mientras el furgón se iba llenando de un delicioso olor a carne. Rubius y Ed empezaron a removerse un poco, mirando al interior para alcanzar a ver la comida por encima del mostrador de cristal, sus estómagos comenzaron a rugir y, aun así, giraron el rostro para tratar de parecer indiferentes a todo. No tardé demasiado en entregarles tres hamburguesas dobles y seis perritos calientes tamaño maxi en sus respectivas cestas de plástico junto a dos cervezas frías de medio litro. Rubius me enseñó un billete doblado que no tenía intención de darme y después se pusieron a devorarlo todo como animales sobre la mesa alta y redonda. En menos de diez minutos ya solo quedaban migas y manchas de aceite allí donde había habido una montaña de comida. Ed eructó y estiró los brazos mientras Rubius se terminaba la cerveza, dejándola con un golpe seco sobre la mesa. Le hizo una señal a su compañero para que lo recogiera todo y lo tirara a la basura, porque él tenía mayor rango y a Ed no le quedaba más que obedecer, por mucho que gruñera al hacerlo.
—Estaba bastante bueno, Spreen —me dijo Rubius sin mirarme, sacándose un cigarrillo y la cajetilla de cerillas para encenderlo—. Volveré otra noche y… charlamos —añadió en voz baja, como si quisiera que Ed no lo oyera y tratando de que no sonara tan importante como realmente era.
Me limité a asentí, con los brazos cruzados sobre la barra de chapa metálica que había en la gran ventana del furgón, mirando cómo se alejaban hacia el Skoda azul grisáceo. Ed empezó a hablar por lo bajo, pero Rubius le cortó en seco con un movimiento de la mano antes de subir al coche.
Dos horas antes del amanecer, cuando la ciudad ya se estaba llenando de los primeros trabajadores y obreros del día, aquellos que iban con cara adormilada y enfadada de un lugar a otro, llegó el momento de servir cafés y algunos dulces hasta que cerré el furgón y di por concluida la noche de trabajo. Roier llegó mientras bajaba la trapa y pasaba el cerrojo, me esperó en el Jeep negro aparcado a un lado, nos dimos un pequeño revolcón, pero esperamos a llegar a casa para echar un buen sexo antes de dormir. El lobo se fue quejando todo el puto camino, gruñendo y moviendo la cadera para mostrarme que estaba muy duro y que quería sexo, como si yo no estuviera tan excitado y tuviera tantas ganas como él tras una noche de mierda en la furgoneta.
—Roier tiene control… —gruñía siempre, tan frustrado como molesto.
—Roier, o aparcas a un lado o cerras la puta boca… —le terminé advirtiendo—. Ya sabes lo que pasó la última vez.
La primera y única ocasión en la que se me había ocurrido intentar chupársela a Roier mientras conducía, el lobo se había vuelto loco y había perdido por completo la capacidad de coordinar; así que, tras casi tener un accidente con un camión y chocarnos contra el quita miedos de la autopista, le estuve gritando durante media hora y le dije que cogeríamos antes o después, nunca durante.
Al día siguiente, tras el buen sexo de primera hora, nos quedamos retozando en la cama bastante tiempo, desnudos, un poco sudados y disfrutando del frescor que los ventiladores arrojaban sobre nosotros. Cuando al fin se me dio por comprobar la hora en el celular, chasqueé la lengua y tuve que darme prisa en levantarme para preparar el vaso de leche fría de Roier y despertarlo para que no llegara tarde al maldito picnic. Entonces empezaron los lamentos, los gruñidos tristes y los abrazos para frotarme la cara, como si tratara de consolarme, aunque el único de los dos que necesitaba consuelo era él. Yo seguía en un punto en el que no tenía claro si me molestaba o no que la Manada no me quisiera con ellos; por una parte, me daba igual porque yo solo quería a mi Roier; por otro lado, me estaba esforzando por conseguir que me perdonaran porque era algo importante para mi lobo, y me frustraba mucho no estar consiguiendo ningún resultado. Así que sentí una leve punzada de rabia cuando vi a Roier salir solo por la puerta para ir a esa mierda de fiesta de la Manada que habían organizado para conocer a la puta de Deisy. No era culpa de ella y no la conocía, pero no podía evitar odiarla al pensar: ¿y vos qué hiciste por la maldita Manada para que te hagan un picnic?
Esa idea y la frustración me acompañaron durante todo el atardecer y parte de la noche, hablando conmigo mismo en monólogos donde reavivaba mi propia indignación. Cuando Roier volvió, yo todavía estaba inmerso en esa espiral de odio, tirado en el sofá, con una cerveza en una mano y un cigarrillo en la otra mientras miraba un estúpido programa de la tele y farfullaba en voz baja. El lobo había regresado a mitad de la noche, antes de lo que me esperaba, con una expresión muy triste de cejas bajas y los hombros caídos. Se acercó, se sentó a mi lado y me acarició el rostro con el suyo, gimiendo lastimeramente. Le rodeé con los brazos y apreté los dientes con fuerza.
—¿Qué pasó, capo? —le pregunté en un tono que traté de que sonara controlado y no tan furioso como me sentía en aquel momento—. ¿No había suficiente comida para todos?
Roier negó lentamente con la cabeza, rozando su barbilla contra la mía. Entonces volvió a gemir, contrayendo el abdomen hasta que se quedó sin aire.
—Daisy era muy tímida. No se separaba de Ollie y estaba muy nerviosa, pero después todos se presentaron junto con sus compañeros. Roier dijo que faltaba Spreen, pero no respetaron su sitio en la mesa —gimió un poco más, hundiendo su rostro en mi cuello—. Tras la comida, invitaron a Daisy a la próxima fiesta. Carola dijo a Roier que eso era lo que pasaba cuando los compañeros eran buenos y no insultaban a la Manada.
—Carola es un pelotudo y se puede meter su Manada bien por el culo —no pude resistirme a decir.
Roier levantó la cabeza en un movimiento rápido y me miró con sus ojos cafes y húmedos. Produjo un gruñido de advertencia, bajo y corto, y apretó las comisuras de los labios, sintiéndose visiblemente incómodo por lo que yo había dicho.
—Carola gran Alfa —me dijo—. Ayudó mucho a Roier, quiere mucho a Roier. Spreen no puede insultarlo, ni a Carola ni a Manada —y agachó la cabeza para poder mirarme por el borde superior de los ojos, bajo sus espesas pestañas, acentuando la seriedad de sus palabras—. Los compañeros no hacen eso.
—Me chupa un huevo lo que hacen los compañeros —le aseguré—. El maldito de Carola no te debería haberte dicho esa mier… —pero me detuve porque un gruñido más alto, profundo y grave interrumpió mis palabras hasta ahogarlas.
—Spreen compañero de Roier —me recordó, como si fuera algo de lo que me hubiera olvidado en algún momento—. Spreen debe respetar a su Macho, a Alfa y a Manada.
—¿Y soy yo quien no los respeta? —exclamé, clavando el dedo índice en su pecho —. ¡Son ellos los que no me respetan a mí! ¡Siempre vienen pidiéndome mierda y ni siquiera me miran a los ojos!
—¡Manada dio oportunidad a Spreen, pero Spreen nos insultó! —rugió en respuesta, levantándose un poco en el asiento para quedar todavía más por encima de mí, como si deseara someterme con su tamaño y su voz atronadora—. ¡Si Spreen hubiera estado con Roier como Deisy con Ollie, ahora sería parte de la Manada!
Me quedé en silencio, mirando aquellos ojos cafés de bordes ambar, oyendo los profundos gruñidos de enfado de Roier, que apretaba los dientes con tanta fuerza que debía estar haciéndose daño en la mandíbula.
—Entonces quizá deberías buscarte a una Daisy… —le sugerí con un tono frío y calmado.
Me levanté, ignorando por completo sus gruñidos y rugidos, su mirada fija y penetrante que me seguía muy atentamente mientras iba por mi chaqueta militar y salía hacia la puerta de casa. Yo no lo miré de vuelta, simplemente me fui dando un buen portazo que resonó por todo el pasillo de moqueta sucia y rota. Al llegar a la calle ya tenía un cigarrillo encendido en los labios. Tomé una dirección, cualquiera, y solté varias bocanadas de humo mientras avanzaba a paso rápido y furioso. No me detuve hasta que alcancé el primer antro oscuro en el que sirvieran alcohol que encontré en mi camino. Me senté en una de las banquetas frente a la barra sucia y pegajosa, pedí un chupito de whisky y después le dije al camarero que dejara la botella mientras me sacaba el paquete de cigarrillos. Tras encenderme el cigarro dejé el zippo plateado sobre la mesa, me bebí el chupito y lo rellené para volver a vaciarlo una segunda vez. Entonces fue cuando me quedé mirando la barra sucia, con el cigarrillo entre los dedos y una expresión de enfado en el rostro.
Roier y yo nunca habíamos hablado de lo que había pasado aquella noche en la bolera, de cómo nos habíamos sentido ni de los pensamientos que aún guardábamos dentro. Nos habíamos limitado a fingir que no había pasado, pero, al parecer, Roier guardaba mucho rencor todavía por lo que le había hecho. Fume otra calada y solté el aire contra la madera, cubriéndola de una capa grisácea que se difuminó pronto.
Yo era la clase de persona a la que le costaba reconocer sus errores, eso no era ningún secreto. Siempre me enfadaba cuando alguien me echaba algo en cara; y ese sentimiento se había multiplicado por cien cuando se había tratado de Roier, mi Roier. Me había hecho sentir horriblemente mal, estúpido, infantil y culpable al gritarme aquello. Al compararme con la puta de Daisy… eso era lo que más me había dolido de todo. Si él quería a un humano tímido y suave, ¡que volviera al Luna Llena y lo buscara! ¡Yo no le había obligado a venir a mi casa! ¡Yo no le había obligado a quererme ni le pedí formar parte de su puta vida ni de la puta Manada! ¡Roier ya sabía cómo era yo! Y aún así tomó todas esas decisiones por sí mismo y me metió en todas sus mierdas sin preguntarme nada primero…
Bebí otro chupito y dejé el vaso con un golpe seco sobre la barra antes de volver a llenarlo. Roier no tenía ni idea de lo mucho que estaba haciendo por él, de lo mucho que me esforzaba por él. Yo nunca había sido así de comprensivo y generoso por nadie, jamás, en toda mi puta vida. Yo era el cazador, el chico guapo y cruel que se aprovechaba de los imbéciles y los usaba como si fueran simples juguetes. Yo no me preocupaba por nadie más, solo por mí mismo… Bebí el cuarto chupito y me froté los ojos mientras negaba con la cabeza. ¿Qué tenía Roier que le hacía tan especial? Era solo un puto lobo grande y apestoso. Ni siquiera era el más guapo, o el que tuviera mejor cuerpo. No. Me había tenido que enamorar del lobo más subnormal, cerdo y empalagoso de la Manada… era… era como un puto chiste. Mi vida era un puto chiste en ese momento. A esa conclusión llegué.
—¿Una mala noche? —me preguntó una voz a mi lado.
—Lárgate antes de que me enoje y te dé una patada en la cara —le advertí sin si quiera molestarme en mirarle.
—Eh… relájate, chico, solo estaba preguntando —respondió, esta vez sin aquel asqueroso tono de ligón de bar.
—Dije que te largues —repetí, girando el rostro para echarle el humo del cigarro a la cara—. ¿No escuchaste la primera vez?
El tipo, un hombre que debía rondar los cuarenta y ya tenía algunas canas en las sienes, agitó la mano frente a su rostro de barba espesa para difuminar el humo, arrugando su nariz gruesa y dedicándome una mirada de enfado. Yo ya conocía de sobra a esa clase de hombres, los que iban por los jóvenes atractivos y con pinta de problemáticos porque sabían que, quizá, no tuvieran un lugar dónde pasar la noche. «Puedes dormir en mi casa si quieres, hay sitio de sobra en mi cama…», te decían. Y vos a veces aceptabas, porque eras un chico problemático que no quería dormir en la calle otra noche más.
—Ten cuidado, chico. No sabes con quién estás hablando —dijo él.
—Sí, sí que lo sé, con un pedazo de mierda —respondí—. Sos vos el que no sabe con quién está hablando —le aseguré, señalándole con los dos dedos con los que sostenía el filtro del cigarro—. Así que raja de acá y deja de romperme las pelotas.
De pronto, me dio un puñetazo. Fue más la sorpresa lo que me hizo girar el rostro que realmente la fuerza del impacto. Sentí el sabor de la sangre en la boca y escupí al suelo antes de volverme, apagué tranquilamente el cigarro en vaso del chupito mientras de fondo le oía decir algo como:
—Si no te han enseñado respeto en tu casa te lo enseño yo… —pero se calló cuando le agarré de la cabeza y se la empujé contra la barra, dándole un fuerte golpe que le hizo rebotar y caerse al suelo, confuso y dolorido.
Una vez allí, me levanté y empecé a darle todas las patadas que pude, liberando aquella frustración y enfado que me habían atenazado el corazón tras dejar a Roier en casa; hasta que un grupo de gente se reunió a nuestro alrededor y me apartaron del hombre, encogido en el suelo, cubriéndose la cabeza con los brazos y acorralado contra la barra del bar. Le escupí encima y me liberé de aquellos brazos que me atrapaban, empujando a uno de los hombres para abrirme camino hacia la mesa, recoger mi paquete de cigarros y mi zippo y decirle al camarero:
—Paga el idiota.
—No vuelvas a mi puto local —respondió él con una mueca de desprecio.
No tenía pensado hacerlo. Me saqué un cigarrillo tranquilamente y me lo puse en los labios ensangrentados, encendiéndolo de camino a la puerta mientras se hacía el silencio y todos me miraban fijamente y murmuraban entre ellos. «Pandillero», «drogadicto», «delincuente», «sinvergüenza», esas eran las palabras con las que me describían, las que siempre habían usado. Pero a mí nunca me habían importado, porque eran solo palabras de extraños que no me conocían.
Salí a la calle y solté una bocanada de humo antes de retomar el camino a casa, mucho más tranquilo, borracho e indiferente de lo que había llegado. El alcohol y la pelea me habían sentado muy bien; todavía me sentía frustrado y dolido, por supuesto, pero al menos ahora había dado algún tipo de salida a esas emociones y las había adormecido bajo un mar de whisky. A falta de las drogas, era todo lo que tenía.
Cuando llegué a casa, tardé todo un minuto en conseguir meter la llave correcta en la cerradura del portón, y otros varios intentos en las de casa, hasta que, de pronto, la puerta se abrió sin más. Alcé la mirada y me encontré con unos ojos cafés y ambarinos en lo alto. Un aroma fuerte y penetrante a sudor cálido llegó desde el interior de la casa, desde el lobo, que todavía no se había cambiado de ropa. Mi mente, como muchas otras veces, perdió el raciocinio bajo la influencia de aquellas feromonas y di un paso para besar a Roier y agarrarle de la entrepierna. El lobo se hizo a un lado, llevándome con él para poder cerrar la puerta.
—¿Hicieron daño a Spreen? —me preguntó con un gruñido y una mirada seria—. ¿Quién hizo daño a Spreen?
—Vos me hiciste daño —respondí, deteniendo mis besos para susurrar aquellas palabras borrachas y vagas—, pero tenes la pija más gorda del mundo, así que te perdono —sonreí.
Roier volvió a gruñir con enfado, pero le duró poco cuando conseguí desabotonarle los jeans y bajarle la cremallera, agarrando su miembro y comenzando a masturbarlo mientras lo besaba con más fuerza y necesidad. El lobo empezó a jadear y a mojarse, perdiéndose en la excitación y dejando todo lo demás a un lado para levantarme en volandas y rodearme con sus brazos. Yo le rodeé la cadera con las piernas y seguí besándole con lengua, hundiéndola en su boca húmeda y caliente, agarrando su pelo castaño con fuerza. Roier gruñó y me llevó en brazos hasta la cama, donde nos dejó caer a ambos, haciendo temblar el colchón y haciéndolo crujir bajo nuestro peso. Entonces se acabaron las dudas, las preocupaciones y los miedos: allí solo estábamos Roier y yo, deseosos de tener sexo duro del bueno. El lobo se puso más violento, más furioso, sometiéndome bajo su enorme peso, bajándome los pantalones de un tirón y solo lo suficiente para que mi culo quedara al aire. Me dio la vuelta, puso una de sus manos en mi cara y la apretó contra la apestosa sábana mientras con la otra guiaba la punta de su verga inundada en líquido viscoso hasta mi ano. Con un movimiento duro de cadera, me la metió de una sentada.
—¡Mierda! —grité, agarrándome a las mantas con fuerza—. ¡Me haces daño, pedazo de hijo de pu… Ah… Ah…! —me limité a exclamar cada vez que retrocedía para metérmela con fuerza, dejándome con la boca abierta y sin aliento.
Mis gritos y jadeos rivalizaban con los del lobo, que además gruñía de una forma grave y furiosa, continuando con aquel ritmo de cadera rápido y enfadado. Se corrió la primera vez, inundándome de aquella sensación más cálida y pesada, contrastando con la tibia viscosidad que me llenaba el culo y que goteaba entre mis piernas. Roier se echó sobre mí, casi ahogándome con su cuerpo pesado y musculoso, antes de morderme el hombro tan fuerte que sentí un dolor lacerante e intenso. Hubiera gritado bastante si me hubiera quedado aire en los pulmones. Pero no era capaz de recuperarlo, sentía que me ahogaba, que jadeaba y que tenía que poner todos mis esfuerzos en tan solo seguir respirando mientras me mordían, me apretaban y me cogian sin descanso.
Tras el segundo orgasmo, Roier me dio la vuelta, me agarró del pelo y me levantó sobre él para morderme más, esta vez en la parte baja del cuello. Le arañé la espalda y parpadeé con los ojos repletos en lágrimas. El dolor y el placer se mezclaban de una forma brutal, sumergiéndome en una profunda locura similar a la inconsciencia. Creo que tras el tercer orgasmo, cuando volvió a tumbarme para agarrarme del cuello y de la muñeca, me corrí mientras miraba la cara de Roier: una máscara de violencia, rabia y locura. Daba miedo, miedo de verdad. Era un lobo enorme, maloliente y con fuerza suficiente para matarme en aquel mismo momento si se le iba un poco de las manos… pero, por alguna razón, eso me excitó muchísimo. Ese Roier brutal y tan intimidante era lo que más excitado me ponía en el mundo. Cuando se corrió por cuarta vez, rugió cerca de mi rostro como un puto animal, llenándome la cara de algunas gotas de saliva y el culo de semen espeso y caliente de lobo. Entonces todo ceso; las envestidas de cadera, el ruido, la locura y el sexo. Roier sufrió una contracción, apretó una última vez la verga dentro de mí y perdió su expresión furiosa para desplomarse, jadeante y sudoroso.
Noté la inflamación, pero ya no era algo que me incomodara o me resultara extraño porque, como muchas otras cosas, ahora formaba parte de mi vida. Ya no me imaginaba cómo sería terminar de coger y no sentir aquello, ya no me imaginaba cómo sería volver a una casa que no apestara a lobo, ni cómo sería el sexo con otro que no fuera Roier. Levanté la mano y le acaricié la espalda sudada, recorriendo los altibajos de sus músculos con la punta de los dedos, produciendo un escalofrío que erizó la piel del lobo. Él gruñó un poco, un sonido bajo y ronco, y me frotó la mejilla contra la suya, manchándome de su sudor y su Olor a Macho mientras continuaba jadeando y ronroneando.
Solo tras los cinco minutos que duró la inflamación, levantó al fin la cabeza y dejó de lamerme las heridas de mordiscos que me había hecho. Me miró con sus ojos cafés, bordeados de aquellas pestañas espesas, y me dijo:
—Roier no quiere a ninguna Daisy. Solo a Spreen. —Tardé un par de segundos en asentir, todavía inmerso en un nube de calma y perfección, como si el sexo se hubiera llevado todos los problemas de mi interior, fluyendo fuera de mi cuerpo junto con el vaho de mis jadeos y el sudor de mi piel—. ¿Spreen… quiere a Roier? —me preguntó el lobo.
Asentí lentamente con la cabeza, un par de veces, antes de responder en un susurro ronco:
—No tenés ni idea de cuánto.
El lobo sonrió un poco y ronroneó antes de volver a acariciarme el rostro y apretarme entre sus brazos.
Yo no soy la clase de persona que te dice que te quiere. Soy un hombre algo frío y distante. Siempre lo fui, y eso fue algo de mí que ni siquiera Roier pudo cambiar; pero lo cierto era que yo amaba a ese estúpido lobo con toda mi alma. Más incluso de lo que siempre quise reconocer. La Manada podía echarme muchas cosas en cara, recordarme mis muchos errores, decirme que «yo no me portaba como debía» y excluirme de sus putas actividades, pero jamás, JAMÁS, decirme que yo no cuidaba de mi Roier y que no lo quería. Porque hasta el más estúpido y rencoroso de ellos lo sabía.
No había nada que yo no haría por él. Nada.
Chapter 31: LOS LOBATOS: DÁNDOME PROBLEMAS
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Cuando me desperté, me di media vuelta entre los brazos del lobo para ocultarme de la luz grisácea que entraba por la ventana y pegué el rostro contra su pecho musculoso. Solté un jadeo de placer y me froté un poco, aspirando con fuerza aquel adictivo y asqueroso Olor a Roier. Mis esperanzas de volverme inmune a la influencia de las feromonas ya hacía tiempo que se había muerto; así que, como un buen drogadicto, solo me limitaba a dejarme llevar por la necesidad y la autocomplacencia.
Empecé con un par de besos, que se convirtieron en lametones húmedos en dirección a uno de los pezones redondos y salidos del lobo. Oí un gruñido de excitación en alguna parte sobre mi cabeza y sentí la verga dura y húmeda de Roier contra mi abdomen. Empujé al lobo para dejarlo de cara al techo e ignoré sus intentos de acelerar el proceso, llegando a darle un manotazo para que dejara de empujarme la cabeza hacia su entrepierna. A veces el puto Roier era un impaciente, intercalando gruñidos de enfado con gemiditos de lamento porque su concepto de los preliminares era solo ponerce duro; pero a mí algunos días me gustaba disfrutar de su cuerpo, recorrerlo con las manos, frotarme la cara contra su abdomen o el vello púbico antes de llenarme la boca de jugo de lobo.
Cuando terminé con la boca completamente empapada y viscosa y el culo lleno de semen, esperé a que desapareciera la inflamación y dejé a un Roier muy complacido, dormido y roncando. Me fui al bañó, me di una ducha rápida y salí desnudo para ponerme solo un pantalón corto y una camiseta sin mangas que dejaba al aire mis brazos tatuados. Ahora tenía unos bonitos moretones nuevo alrededor del cuello y unos dolorosos mordiscos de heridas rojizas que era mejor no enseñar demasiado. No era que a mí me importara lo más mínimo, pero no quería aparecer por el trabajo con aquello y que mi nueva jefa creyera que me gustaban las cosas raras; ya era suficiente con mi peste a lobo y mi actitud cortante.
Puse una taza con hielo en la máquina de café y activé el botón antes de dirigirme a la nevera para llenar el enorme vaso de Roier con leche fresca. Busqué un cigarrillo en mi paquete arrugado y chasqueé la lengua al comprobar que era el último. Me lo fumé al lado de la puerta de emergencia, con la espalda apoyada en la pared de ladrillos y la mirada puesta en la puerta corrediza de papel de arroz que el lobo había instalado. La barra de la cocina seguía a medio armar, pero Roier había estado ocupado y no había tenido tiempo para terminarla. Al terminar, bebí el último trago de café frío y eché la colilla por la puerta antes de dirigirme de vuelta a la habitación.
—Voy a comprar —anuncié en dirección a mi chaqueta militar para agarrar la cartera con el dinero y el celular.
Roier soltó un gruñido bajo como toda respuesta, con los ojos entornados y adormilados mientras se rascaba la barriga. Un ventilador echaba aire sobre su cuerpo grande y desnudo, removiendo aquel olor a sudor tan penetrante y denso por todo el cuarto. Entonces me asaltó la misma pregunta que me asaltaba siempre cuando lo veía así: ¿Cómo era posible que hubiera terminado enamorado de aquel lobo enorme y apestoso? Chasqueé la lengua y negué con la cabeza. Solo era una más a la lista de grandes decisiones de mi vida, como dejar la escuela y empezar a drogarme.
Me acerqué a mi lobo y me despedí con una caricia de mejilla contra mejilla. Él ronroneó y sonrió antes de murmurar:
—Pásala bien.
Murmuré una vaga respuesta y fui hacia la puerta, agarrando las llaves antes de salir del apartamento y tomar una bocanada de aquel extraño aire limpio y liviano del exterior. Durante mi desayuno de café y sándwich, revisé mi cuenta bancaria y empecé a preocuparme un poco: lo que había conseguido acumular vendiendo el Olor a Macho estaban desapareciendo a una velocidad alarmante. Roier seguía sin traer el dinero y los gastos continuaban siendo muy altos, empezando por la comida que le compraba cada día. Cuando volví a casa con las bolsas, fue lo primero que le pregunté.
—¿Todavía no cobraste, Roier?
El lobo bajó el volumen de la televisión y giró la cabeza para mirarme caminando hacia la cocina.
—No, a Roier no le dieron su parte todavía. Roier se la hubiera dado a Spreen —respondió, terminando con aquella afirmación orgullosa y un poco enfadada, como si yo hubiera dudado de que el lobo se la fuera a quedar para él solo.
—¿Cuándo se las suelen dar? —insistí, sacando una bandeja repleta de carne con arroz y verdura picada que le llevé directamente a la mesa baja frente al sofá.
Roier se incorporó, sentándose al borde con tan solo un fino pantalón corto de verano puesto.
—Alfa reparte ganancias de vez en cuando, no siempre. No todos los meses —me explicó antes de encogerse de hombros—. Machos de Manada no necesitan pagar muchas cosas.
—Pues yo sí necesito pagar muchas cosas —le aclaré, volviendo de la cocina con un cucharón y una botella de un litro de cerveza—. Así que decile a Carola que espabile.
Roier me respondió con una gruñido de advertencia, uno corto y vago, porque no quería volver a discutir, solo quería recordarme que estaba pisando terreno peligroso. Lo ignoré, por supuesto, y me fui con un café y una cajetilla recién abierta al lado de la puerta de emergencias, sacando un cigarro directamente en los labios antes de encenderlo con el zippo plateado y echar el humo a un lado.
—¿Cómo carajo hacen los demás compañeros para mantener el ritmo de gastos? —le pregunté con tono serio—. ¿De qué trabajan?
Tuve que esperar a que el lobo terminara de al menos masticar la palada de arroz con carne que se había metido en la boca como un animal mientras me miraba.
—No, compañeros no suelen trabajar —tragó y la pronunciada nuez de su cuello ascendió y descendió antes de continuar diciendo—. No todos y no como Spreen. Algunos compañeros trabajan para la Manada, pocos. Mariane, Amber, Stephen… y Aroyitt, cuida de crías.
Lo dijo como si yo supiera quien carajos eran esas y lo que hacían, pero yo no conocía a nadie de la Manada que no fueran los solteros y Aroyitt, la omega del Alfa.
—¿Y qué hacen Mariane, Stephen y Amber? —quise saber, llevándome el cigarro a los labios antes de darle una buena calada.
Roier siguió comiendo y tratando de responderme al mismo tiempo, llevando a derramar algo de comida en el suelo al abrir la boca e intentar hablar. Entonces me miró con ojos asustados, porque sabía lo mucho que me molestaba que ensuciara el puto suelo por comer como un cerdo. Puse los ojos en blanco y negué con la cabeza.
—Termina primero la comida —ordené junto con un gesto de la mano, porque pedirle al lobo que hiciera dos cosas a la vez era demasiado complicado y su mente no daba para tanto.
Yo ya estaba sentado a su lado y mirando distraídamente la televisión cuando se metió la última cucharada de la bandeja familiar, bebió los últimos tragos de cerveza y eructó ruidosamente antes de echarse sobre el sofá con la barriga llena. Gruñó para que le prestara atención y le acariciara, suspirando con una sonrisa cuando lo hice y ronroneando hasta quedarse dormido. Cuando despertó una hora después, le repetí la misma pregunta.
—Mariane enseña a crías y lobatos. Stephen bueno con números, ayuda mucho a Alfa con dinero. Amber sabe curar heridas, es… emh… mujer que cura…
—¿Médico?
—No, cura menos que eso.
—Enfermera.
—Sí. Amber enfermera de Manada —sonrió y se acercó a mí para acariciarme el rostro.
—¿Todos los compañeros tienen estudios superiores? —pregunté con una cara seria y levemente asqueada que no pude, ni quise, reprimir—. ¿La Manada se va a la puta universidad a conseguir omegas o qué mierda?
Roier dejó de ronronear en mi mejilla y se separó un poco para mirarme con sus ojos cafés bordeados de espesas pestañas.
—No. Cada Macho elige a su compañero. Roier eligió a Spreen.
—Ya… —murmuré un poco exasperado con todo aquello. No me había gustado descubrir que había omegas con conocimientos reales y útiles que yo no tenía. Compararme con ellos me estaba haciendo sentir algo inseguro, y eso era algo que yo odiaba muchísimo: sentirme menos que alguien—. ¿Y por qué me elegiste a mí, Roier? —pregunté.
El lobo sonrió y me dio una rápida caricia de mejilla contra mejilla que hizo cosquillas un poco.
—Spreen muy guapo, valiente, directo, fuerte y baila muy bien… — respondió sin dudarlo demasiado—. Rebelde… pero a Roier gusta mucho eso… —y gruñó con excitación, inclinándose sobre mí para hundirme suavemente bajo su peso—. Spreen hace que Roier se moje mucho y se corra mucho...
Y, como si tuviera que demostrarlo, se sacó la verga del pantalón y empezó a frotarla contra mí, manchándome la camiseta sin mangas de líquido caliente y viscoso. Chaqueé la lengua y tome aire, pero yo también estaba excitado ahora y no quería irme con la calentura a trabajar; así que alargué la mano y besé al lobo hasta hundirle la lengua en la boca y hacerle gruñir más alto.
Tuve que salir a paso rápido del sofá cuando se terminó la inflamación, dándome una ducha rápida para limpiarme y cambiarme de ropa. Roier ya me estaba esperando sentado al borde de la cama, con el mismo pantalón corto y una camiseta de asas blanca que dejaba su pecho al aire y la cadena plateada de la Manada. Me miró fijamente mientras me vestía, hasta que le hice una señal para que se levantara y me acompañara a la puerta. Llegué cinco minutos tarde, pero le di un tranquilo beso a Roier como despedida y bajé del Jeep para cruzar la plaza donde estaba la furgoneta aparcada. Mi nueva jefa, cuyo nombre no recordaba ni me había molestado en reprenderme , me saludó con una sonrisa fina y se fue hacia la parte de las escaleras plegables para quitarse el ridículo sombrero de perrito caliente. No me dijo gran cosa, solo me deseó buena noche y se fue. Después de todo, yo solo era un empleado que tuvo que contratar por fuerza mayor y al que pagaba una mierda.
Subí al furgón y tiré el sombrero a un lado, en el suelo, cerca del taburete donde podía sentarme cuando no atendía a los clientes, y eso hice, hasta que una hora después recibí una inesperada visita que no vi, pero que sí pude oler. Levanté la cabeza hasta mirarles por el borde inferior de los ojos y tardé un buen par de segundos en preguntar:
—¿Y ustedes que poronga quieren?
Los lobatos se pusieron un poco arrogantes, levantando también la cabeza, con su gestos de pandilleros de los bajos fondos y su ropa de adolescentes acalorados que no tenían miedo de enseñar demasiado. Parecían una jodida Boy Band de cinco adolescentes guapos, con buen cuerpo y muy mal gusto para vestirse. Y, entre ellos, estaba la estrella principal, Sapnap, el puto lobato Alfa.
—Nos han dicho que había un mierdas que daba comida gratis por aquí — me respondió, acercándose para apoyar los brazos en la barra de bar metálica de la ventanilla—. ¿Crees que así vas a recuperar el respeto de la Manada? —resopló y negó con la cabeza—. Eso… apesta a desesperación, ¿no crees, Spreen? —y el resto de lobatos se rieron como si acabara de decir algo muy gracioso.
—Lo único que apesta acá son ustedes —respondí tranquilamente mientras me ponía de pie, apoyando las manos en la misma barra y enfrentándome fijamente a los ojos oscuros de Sapnap, solo él, porque era «el Alfa» de esa ridícula Manada de pajeros—. Solo te lo diré una vez, como me des problemas, te voy a joder la vida.
Sapnap mantuvo mi mirada y puso una asquerosa y malvada sonrisa en los labios rodeados de una fina barba oscura.
—No eres parte de la Manada —me recordó, como si con solo oír eso tuviera que echarme a llorar—. Y ahora no tienes a Roier para protegerte, así solo eres el humano en el que se vacía los huevos y que le da de comer… nada más —terminó por encogerse de hombros, agitando su camisa fina, que llevaba totalmente abierta para dejar al aire su cuerpo atlético y cada vez más musculoso.
—Ya te lo dije, no necesito a Roier para defenderme de un grupo de boluditos que se creen la gran cosa —le repetí, sin perder la calma ni el tono—. Ten mucho cuidado conmigo, Sapnap…
—Uh… —murmuró, fingiendo estar impresionado—, qué miedo… — dejó que el resto de lobatos se rieran de mí un poco más y después cabeceó antes de ordenarme—: Danos toda la comida que haya en el furgón, y puede que nos vayamos sin hacerte daño.
No me moví, por supuesto, tampoco aparté la mirada de sus ojos ni respondí al momento. De ser cualquier otro, le habría pegado tal bofetada que le habría dejado tiritando en el suelo; el problema era que se trataba de lobatos de la Manada, pegarles solo me iba a complicar todavía más las cosas. Así que le dije:
—Si tenes hambre, les prepararé un par de hamburguesas y un par de hotdogs, como al resto de lobos. Si lo que queres son problemas, Sapnap, espero que estés preparado para lo peor.
El falso Alfa se rio y solo tuvo que hacer una señal con la mano para que el grupo de lobatos empezaran a golpear los carteles de la furgoneta, a agitarla e, incluso, entrar por la puerta lateral para tirar de mí y empezar a rebuscar por todas partes. No hice nada. Bajé de allí y me alejé un par de pasos mientras encendía un cigarro y miraba como los lobatos se reían, gritaban y hacían un desastre. Sacaron la comida del refrigerador y la pusieron a freírse, arrojándose bollos de pan e incluso salsas unos a otros. El único que no participaba era Sapnap, que se había quedado con un brazo apoyado en la barra metálica, girado hacia mí y mirándome fijamente con una sonrisa prepotente en los labios. Se creía que había ganado. Estaba muy equivocado.
Tras quince minutos de ruido y jaleo, se llevaron todo el dinero de la caja registradora y toda la comida posible, alguna hecha y otra no, entre las manos o encima de una de las tablas del menú que habían arrancado del lateral de la furgoneta. Huyeron hacia el parque, aunque no creía que fueran tan idiotas como para quedarse allí a comerla. Cuando desaparecieron, lo primero que hice fue llamar a mi jefa y dejarle un mensaje de voz diciendo que una banda de borrachos había destrozado y robado el furgón; solo para cubrirme las espaldas y que no creyera que aquello había sido mi culpa. Cinco minutos después, me llamó muy nerviosa y me dijo que ya había avisado a la policía y que se dirigía hacia allí. A los diez minutos llegó un coche patrulla y, cinco minutos después, ella. No me preguntó si yo estaba bien, solo me preguntó cuánto dinero se habían llevado y entonces fue directa hacia el furgón destrozado para cubrirse la boca con las manos y negar con la cabeza. La policía me hizo un par de preguntas, mirándome de arriba abajo sin ningún tipo de vergüenza y sospechando que, seguramente, aquellos «vándalos» debían ser un grupo criminal con el que yo estaba asociado. Mi peste a lobo no mejoró demasiado su pobre opinión de mí.
—¿Los conocías? —me terminó preguntando uno de ellos, cruzándose de brazos sobre su abultada barriga—. A los atracadores. Eran… ¿viejos amigos?
—Sí. Trazamos un plan infalible para robar una furgoneta de comida para llevar —respondí con las manos en los bolsillos y una expresión calmada y aburrida—. Llevo una semana infiltrado y esta era la gran noche en la que poder cometer el atraco del siglo y llevarnos seis kilos de carne picada y ochenta dólares en efectivo. Me voy a retirar al Caribe y a vivir el resto de mi vida bebiendo coco a los pies de una playa tropical.
Mi respuesta les dejó con una expresión de desprecio que ya ni se esforzaron en ocultar. Por desgracia, insistieron en comprobar mis antecedentes y no dudaron en llevarme con ellos a comisaría para continuar el interrogatorio. No era la primera vez que me metían en un coche patrulla, solo la primera que no iba esposado. Abrieron las ventanillas y soltaron alguna que otra queja e insulto por lo bajo debido al Olor a Macho que yo despedía. Cuando llegamos a la comisaría, me hicieron ir un par de pasos por delante, pero vigilándome muy atentamente por si se me ocurría escapar. Podría haberlo hecho perfectamente, porque uno de ellos era un hombre de mediana edad con sobrepeso y el otro debía estar a punto de jubilarse; así que no hubieran podido perseguirme corriendo ni aunque su vida dependiera de ello. Pero, por supuesto, no hice algo tan estúpido. Por una vez, yo estaba allí voluntariamente y no había cometido ningún crimen. Cooperaría, respondería a sus mierdas de preguntas y después me iría directo a casa.
Los policías me guiaron por la comisaría, haciéndome sentarme en un pequeño banco de madera a un lado junto a lo que, a todas luces, era una puta a la que habían pillado infraganti en la calle. Me quedé mirando a los policías mientras hablaban con otro más joven, después uno de ellos se quedó escribiendo algo en su escritorio y el otro fue en busca de un detective. Se distinguían del resto porque normalmente iban en camisa blanca y corbata, no en uniforme, con la agarradera a los hombros para sostener la funda del arma reglamentaria. Para mi sorpresa, en esta ocasión se trataba de uno joven, bastante atractivo, de pelo moreno, cejas gruesas, rasgos fuertes y mirada intensa. Me observó desde la distancia y frunció levemente el ceño, haciendo una pregunta al policía a punto de jubilarse. Este le respondió, dirigiéndome una mirada nada discreta antes de entregarle una carpeta bastante gruesa: mi registro policial. El Detective lo leyó un poco por encima, pasando un par de páginas antes de cerrarlo y hacer una señal al policía que le acompañaba, que se acercó por mí y me dijo:
—Te llevaremos a la sala de interrogatorios, el detective quiere hacerte unas preguntas.
Me levanté del banco y le seguía hacia un pasillo al final de la sala llena de escritorios y agentes uniformados. Era de noche y no había mucho movimiento, la mayoría de ellos estaban sentados, charlando o tomando un café en la sala de descanso, a la espera de terminar su turno de trabajo o de recibir una llamada de emergencia y salir corriendo a «salvar el mundo» o alguna tonteria así. El policía octogenario se detuvo frente a una puerta metálica y la abrió para mí, haciendo una señal para que entrara. Las salas de interrogatorios de verdad no se parecían en nada a esas de las películas, con una mesa central larga, una luz colgando en el techo para dar dramatismo y un espejo por el que te espiaban desde una sala contigua. Aquella sala de interrogatorios era un pequeño cuarto con paredes de un verde oscuro y un escritorio viejo que habían reciclado de la oficina y lo habían puesto allí. Había dos sillas con ruedas y respaldo ajustable, ambas también recicladas. Me senté en la que estaba cara a la mesa y saqué mi paquete de cigarros, porque en el centro había un cenicero de arcilla con varias colillas aplastadas y una buena montaña de ceniza.
—Espera aquí al detective —ordenó el policía, todavía desde la puerta.
—Podrías traerme un café solo —le sugerí antes de encenderme el cigarro y soltar el humo a un lado—. Ya que soy la víctima de un robo y vine voluntariamente —le recordé, porque me daba la impresión de que se estaban olvidando de aquel pequeño detalle.
Al policía no le gustó aquello. Si yo era orgulloso y prepotente siendo un don nadie, solo había que imaginarse a alguien que tuviera una placa y el respaldo de la ley. Cerró la puerta sin decir nada y me dejó allí solo. Me recosté en la silla, que crujió bajo mi peso, y seguí fumando tranquilamente. Puede que no hubiera cristal espía, pero sí había cámaras de vídeo, así que me esforcé en mostrarme muy relajado y confiado hasta que al fin volvió a abrirse la puerta. El Detective entró con la carpeta en una mano y dos cafés de máquina en la otra. Me miró a los ojos sin decir nada y se acercó para dejar los vasos con dibujos de granos de café en tonos marrones, uno delante de mí y otro a su lado, antes de sentarse.
—Buenas noches, Spreen, yo soy el detective Lemon, como la fruta — se presentó con un tono formal mientras abría mi expediente—. Has sido testigo de un atraco y vandalismo a una furgoneta de comida para llevar.
Así que te hemos traído aquí para hacerte un par de preguntas al respecto.
Me incliné hacia delante y apoyé los brazos en la mesa, quitándome el cigarrillo de los labios para soltar el humo hacia el techo sin dejar de mirar al detective.
—Muy bien —murmuré—. Eran un grupo de borrachos que se pusieron tontos, me empezaron a amenazar y después me echaron del furgón para agarrar la comida, robar el dinero y escapar —resumí—. ¿Qué más necesitas saber, Lemon como la fruta?
El detective dejó de pasar páginas del informe y se detuvo para mirarme por el borde superior de sus ojos azules. Levantó la cabeza, cerró la carpeta y entrelazó las manos sobre la mesa.
—Podrías empezar por explicarme por qué apestas a Hombre Lobo y tienes marcas de moratones en el cuello y las muñecas —dijo con tono serio.
—Porque me cogí a un lobo —respondí tranquilamente—. ¿Eso es ilegal?
—No, no es ilegal, solo algo humillante y asqueroso.
—Oh… —comprendí, llevándome el cigarrillo a los labios y volviendo a recostarme. Al parecer, el Detective era también un puto racista, y, seguramente, también un homófobo—. ¿Un lobo te robo a tu chica, Lemon? ¿Se la llevó al Celo y cuando volvió ya no quería saber nada de vos ni de tu pija? —ladeé la cabeza y puse una fingida expresión de pena—. ¿Por eso te quitaste la alianza de boda?
El detective apretó las manos, tratando de ocultar la línea más pálida que había al final de su dedo anular, allí donde había tenido un anillo hasta hacía poco tiempo.
—Con tus antecedentes y tu peste a lobo, podría encontrar cualquier excusa tonta para dejarte en el calabozo con una bonita fianza, así que será mejor que vigiles tus palabras, Spreen.
Asentí un par de veces y eché la ceniza del cigarrillo sobre el cenicero antes de darle un sorbo al café amargo, caliente y asqueroso.
—Amenazarme y tratarme como un criminal es una gran forma de hacerme cooperar, ¿te enseñaron eso en la academia de detectives, Lemon como la fruta? —le pregunté.
—Te trato como un criminal porque eres un criminal —respondió, dando un par de toques con el dedo índice a mi carpeta policial.
—Era un criminal —le corregí, terminándome mi última calada del cigarrillo antes de apagarlo contra el cenicero—. Ahora estoy reformado, soy un hombre nuevo y deje mi vida delictiva atrás para formar parte de la clase baja trabajadora de esta ciudad.
—Lo dudo mucho, Spreen, nadie que venga aquí oliendo como tú hueles, se trae nada bueno entre manos —dijo mientras se cruzaba de brazos y se recostaba en la silla de oficina—. Los Hombres Lobo son una mafia a la que le encanta usar a hombres estúpidos como tú para hacer el trabajo sucio.
—Lemon, yo no tengo la culpa de que tu mujer te haya dejado por un lobo —me encogí de hombros—. Siento decírtelo, pero es verdad que el sexo es fantástico y que después ya no queres volver a coger con un humano que solo se corre una vez y que no huele a Macho. Así que limítate a hacer tu trabajo y deja tu vida personal y tus putos prejuicios a un lado, porque yo solo estaba trabajando en la furgoneta de comida cuando llegaron los borrachos a hacer su mierda.
El detective se quedó mirándome con expresión seria, hasta que puso una mueca entre el asco y el enfado y se levantó de su asiento, llevándose la carpeta repleta de papeles con él.
—Te quedarás aquí retenido hasta que registremos la furgoneta y comprobemos que no la usabas para traficar a escondidas con droga — anunció, yéndose hacia la puerta.
—Entonces tráeme otro café —respondí tranquilamente, agitando el vaso medio vacío.
Pero el detective solo me dedicó una última mirada de desprecio y cerró la puerta. De nuevo en la soledad, saqué un nuevo cigarro del paquete y la encendí. Solté el humo y le di vueltas al zippo entre los dedos. Yo parecía muy calmado y paciente, pero por dentro estaba hirviendo y bullendo de pura ira. El maldito Detective Despechado me iba a dejar allí tirado todo lo que le permitiera la ley, que serían de cinco a seis horas, hasta que no le quedara otra opción que acusarme de algún cargo estúpido o dejarme irme a casa. Pero esa no era la razón de mi enfado: la razón de mi enfado era que, muy probablemente, hubiera perdido mi trabajo por culpa de los putos lobatos. Oh… pero se arrepentirían… de eso podían estar seguros.
Normalmente, cuando los lobatos hacían alguna putada y se comportaban mal, la Manada se mostraba muy permisiva, demasiado, y se limitaba a decir cosas como: «Así son los lobatos…», o «son jóvenes con las hormonas revolucionadas. Es normal que hagan estas cosas». Quizá los Machos les dieran alguna paliza para que aprendieran respeto si se pasaban de la raya con ellos o sus compañeros, pero en el resto de situaciones, cuando las víctimas eran humanos, no había grandes repercusiones a sus actos; por mucho que robaran, chantajearan, amenazaran o se pelearan por las calles.
Como yo no era parte de la Manada, los lobatos se creyeron que podrían venir a joderme y salirse con la suya, porque yo solo era «un humano más» y ellos tenían el respaldo del Clan y el Alfa. Ahí es donde se equivocaron por completo, subestimándome, creyendo que a mí me daría miedo enfrentarme a ellos. Pronto aprenderían que el compañero de Roier era un hombre muy peligroso al que era mejor no provocar. Aquella noche, en esa pequeña sala de interrogatorio, nació el que sería conocido como «El Terror de los Lobatos».
Chapter 32: LOS LOBATOS: QUIEREN JUGAR
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Al amanecer, al fin me dejaron salir de la sala de interrogatorio tras cinco horas allí encerrado. Un policía abrió la puerta, me dedicó una mirada seca y una mueca de desprecio e hizo un gesto con la cabeza hacia un lado.
—Puedes irte, puto lobero —me dijo.
Apagué mi décimo cigarro de la noche y recogí el zippo de encima de la mesa antes de levantarme e ir a la salida. Me fui con la cabeza bien alta y una expresión muy tranquila en el rostro, atravesando el pasillo y la oficina a paso lento, con las manos en los bolsillos de mi pantalón corto. Alguno agentes me miraron, pero la mayoría estaban ocupados en el cambio de turno, tomando su primer café de la mañana o demasiado cansados para prestarme atención. Salí directo hacia la calle, bajé la escalinata de piedra y entrecerré los ojos al encontrarme con la cegadora luz del amanecer por entre los edificios altos. Seguí caminando hasta el final de la calle, deteniéndome frente a un Jeep negro de cristales ahumados que me estaba esperando aparcado en la esquina. Cuando abrí la puerta, lo primero que sentí fue el penetrante Olor a Macho, ese que tantísimo me gustaba y tanto me excitaba; después miré sus ojos cafés, bordeados por espesas pestañas; finalmente oí el profundo gruñido de un Roier nervioso, enfadado y preocupado desde el asiento del piloto.
—¡¿Quién ataco a Spreen?! —rugió con los dientes muy apretados, incluso antes de que pudiera cerrar la puerta de un golpe seco—. ¡¿Lobatos?! ¡Roier les dará una paliza!
Me quedé mirándolo en silencio mientras su voz alta se disipaba en mitad del ambiente cargado del Jeep. A mitad de la noche, había recibido una llamada de número oculto. Conter se había pasado a hacerme una visita para comer algo y se había encontrado con el cordón policial y la furgoneta destrozada, había salido a investigar y había llamado a Roier. El lobo estaba con Quackity y había usado su celular para gritarme:
«¡Spreen! ¡¿Dónde está Spreen?! ¿¡Está a salvo!? ¡Roier va ahora!». Había tenido que tranquilizarlo y explicarle que un grupo de borrachos había atacado el furgón, que yo estaba bien, pero que me habían llevado a la comisaría para hacerme un par de preguntas. El lobo se había limitado a gruñir con enfado y fuerza a cada palabra que yo decía. «¡Roier espera a Spreen a que salga!» Y eso había hecho.
—Fueron un par de borrachos —respondí con calma, alargando una mano para acariciarle el abdomen bajo su camiseta de asas negra.
—¡Quackity fue a investigar! ¡Dijo a Roier que allí olía a lobato! —insistió, apretando con fuerza los puños en el volante. Cuando se enfadaba y gritaba así, daba verdadero miedo y era muy intimidante, con su rostro atractivo y de mafioso que tan excitado me ponía—. ¿Lobatos hicieron daño a Spreen?
—Los lobatos solo se pasaron a comer un par de hamburguesas —le mentí. Eso era parte de mi plan, porque si era Roier quien les pegaba una paliza para que aprendieran, no iban a respetarme a mí, solo a su SubAlfa.
El lobo no me creyó, no del todo al menos, porque siguió gruñendo con enfado hasta que me incliné sobre él y le acaricié la mejilla. Le di un beso en los labios y descendí mi mano de su abdomen a su entrepierna. Después de toda una noche encerrado, lo que necesitaba era una buena ducha y un buen sexo, no aguantar los gruñidos y rugidos de Roier. El lobo tardó un par de segundos en dejar la ira atrás y en cambiar sus quejas por un gemido de excitación mientras su verga se ponía muy dura muy rápido bajo mi mano. Le levanté la camiseta y bajé la cabeza para frotar la cara contra su pecho, gemir con profundo placer y lamerle los pezones. Roier echó atrás la cabeza y gruñó, esta vez con placer, antes de empezar a mover la cadera y mojarse mucho.
Tras una mamada que me llenó la boca de baba y líquido salado, fuerte y viscoso; monté a Roier en su asiento, gimiendo y tirándole del pelo mientras me mordía, me agarraba de la cadera y me taladraba el culo como si no hubiera un jodido mañana. Eso era justo lo que necesitaba para terminar jadeando, con una amplia sonrisa e inmerso en una nube narcótica de calma y felicidad. Roier me acarició la mejilla, restregando el sudor de su rostro contra el mío, ronroneando al principio, hasta que terminó gimiendo para llamar mi atención.
—Roier muy preocupado —me dijo en voz baja, rodeándome entre sus brazos para pegarme más a él—. Spreen tiene que contar a su Macho lo que pasó, y su Macho lo protegerá.
—Fueron un par de borrachos, Roier —repetí, cansado ya de tener que decirlo—. Solo me echaron del furgón y robaron la comida y el dinero.
—Suena a lobato… —gruñó por lo bajo.
Tome una bocanada de aire y tuve que levantar el rostro para mirarle a los ojos.
—Para de una puta vez —le ordené—. Me estás empezando a enfadar…
Roier gruñó un poco, pero enseguida apartó la mirada hacia la ventanilla ahumada y me apretó más contra él. Cuando se terminó la inflamación, volví a mi asiento, me levanté los pantalones y me puse el cinturón antes de apoyar las piernas en el salpicadero. El lobo me llevó a casa con una expresión muy seria en el rostro; como solía pasarle, de vez en cuando gruñía con enfado como si recordara que estaba enfadado. Lo hizo solo hasta que llegamos a casa y nos metimos en cama desnudos. Entonces sabía que, como no parara, Spreen se iba a enfadar mucho con él y le iba a mandar de una patada al sofá.
A la tarde, el cielo comenzó a nublarse y me desperté con el aullido del viento y el ruido de las cristaleras al tambalearse. Subí el edredón hasta cubrirme la cabeza y me quedé un minuto sobre Roier, no tardé demasiado en empezar a rozarme y a gemir por lo bajo, lleno de la misma necesidad de cada mañana. Después de la inflamación, dejé a un Roier sudado, desnudo y adormilado que se había corrido tres veces como un campeón mientras me ahogaba bajo su enorme cuerpo y me mordía con fuerza. Fui al baño a ducharme y después me detuve frente al cristal, desempañándolo con la mano para mirar mi reflejo. Las «marcas» ya eran una constante en mi vida, para cuando se curaba una, ya tenía dos o tres nuevas; así que estaba repleto de ellas, desde la parte baja de mi cuello a los hombros, además de los muchos moretones que tenía en las muñecas y la cadera de cuando Roier me agarraba.
Chasqueé la lengua y me pasé una mano por el pelo en lo que para mí era «peinarse», después salí hacia la habitación repleta de peste a lobo y los ronquidos de Roier, me vestí con algo cómodo e hice poco ruido al deslizar la puerta de papel de arroz. Una vez en la cocina, preparé mi café, el vaso de leche de Roier y me fumé un cigarro tranquilamente al lado de la puerta de emergencias. El aire aullaba y entraba en la casa, algo más fresco de lo que me había imaginado que sería; así que antes de salir de casa fui a por mi chaqueta militar.
—Spreen espera Roier —oí decir al lobo, despertándose de pronto y haciendo lo que, a todas luces, fue un gran esfuerzo por levantarse e ir tambaleándose al baño para echar una larga meada.
—Date prisa, ya es algo tarde —respondí cuando volvió a la habitación. El lobo agitó la cabeza para despejarse y fue a las cajoneras que había montado para seleccionar la primera ropa que encontró: chándal negro y camiseta sin mangas.
—Ponete la chaqueta, esta refrescando —le ordené.
Roier obedeció, terminando de atarse sus zapatillas de deporte y bostezando de la forma más ruidosa que había oído nunca mientras se estiraba. Me siguió muy de cerca, casi pegado a mi espalda, durante todo el camino a la cafetería donde siempre me detenía a desayunar. Estaba un poco más llena de lo normal, por lo que las miradas y los murmullos a nuestro alrededor fueron más evidentes que cuando había poca gente.
—No me puedo creer que acepten a lobos aquí… —llego a decirnos un hombre que estaba a un lado de la barra donde fuimos a pagar—. Qué puta vergüenza…
Roier gruñó y le miró de una forma que casi les hizo cagarse en los pantalones. Eso me hizo sonreír, dejé el dinero en la barra y me giré para acariciar el brazo del lobo y darle un beso en los labios delante de aquel tarado y todos los que quisieran vernos. Roier ronroneó y me siguió a la salida.
—Spreen no esconde que Roier es su Macho. Bien —me dijo.
Eso me sorprendió y giré el rostro para tratar de mirarlo, aunque estaba muy pegado a mi espalda y apenas alcancé a ver parte de su boca por el borde de los ojos.
—¿Desde cuándo yo te escondo? —le pregunté.
—No, Spreen no. Eso gusta mucho a Roier.
Murmuré una afirmación y asentí, dando el tema por terminado. Nos fuimos a la tienda de comida para llevar, donde pudimos ahorrarnos una cola de diez personas porque la dueña apareció desde las cocinas para entregarnos personalmente el pedido. No miraba al lobo a mis espaldas, solo se concentraba en mirarme a mí y seguir sonriendo, porque le pagaba demasiado para que no lo hiciera.
—Oye, Roier, ¿dónde comen normalmente los lobatos? —le pregunté mientras fumaba al lado de la puerta de emergencias.
El lobo giró el rostro de ojos adormilados y respondió:
—Lobatos comen en Refugio, como Machos solteros si quieren. Alfa les da de comer a todos.
—¿El Refugio? —dije con un tono curioso, aunque sabía perfectamente a lo que se refería porque había leído sobre ello.
Roier asintió un par de veces, sacándose la mano de debajo del pantalón para apoyarla en el respaldo del sofá y estar más cómodo al mirarme. Había esperado a que terminara de comer para hacer mi pequeña investigación personal, ya que el lobo estaba lleno y muy tranquilo mirando uno de sus programas de bricolaje.
—Edificio grande. Casa de Alfa —explicó—. Allí viven los lobatos y los Machos solteros de la Manada, se enseña a las crías y se da comida, ropa y cosas. Aroyitt y algunos compañeros preparan todo.
Arqueé las cejas, pero fue tan solo un momento antes de llevarme el cigarro a los labios y fumar una calada. No sabía que el Refugio era la casa del Alfa, además de un Hotel con pensión completa para lobos. Eso complicaba un poco las cosas.
—¿Dónde está? —pregunté.
Entonces Roier puso una expresión triste de cejas bajas.
—Roier no puede llevar a Spreen… solo… Manada puede ir.
—No quiero que me lleves, solo que me digas dónde está —respondí.
—En el centro de territorio, más allá del puente y cerca de parque grande.
Me pasé la lengua por los labios y bajé la mirada al enorme sofá nuevo y cómodo. No podía seguir insistiendo en el tema sin llegar a levantar sospechas. Roier parecía tonto, pero no lo era, y yo no quería que sospechara de mí cuando el plan estuviera en marcha. Por lo que me había dicho, el Refugio no debía quedar a mucha distancia del parque principal de la ciudad, no muy lejos del pequeño parque donde estaba la furgoneta de comida. Fumé una última calada y tiré el cigarrillo por la puerta antes de cerrarla y sentir un escalofrío debido al viento fresco. Fui directo a meterme debajo de la manta apestosa y pegarme al lobo, que me recibió con un ronroneo profundo y un roce de mejilla contra mejilla. Le di un beso en los labios y le acaricié el abdomen hasta que, en apenas un par de minutos, se quedó dormido y roncando.
Se despertó una hora y media después, cuando ya casi estaba anocheciendo y recibí una llamada al celular. Me levanté del sofá y del cálido abrazo del lobo y la manta para ir a buscarlo y responder. Roier me miró, todavía adormilado, hasta que el hice una señal negativa. No era nadie de la Manada, solo mi nueva jefa, diciendo que debido al «accidente» ya no iba a necesitar mis servicios y que «me deseaba lo mejor».
—Muy bien —y colgué sin más. Nada nuevo ni inesperado. Ya había comenzado a buscar empleos durante el desayuno y confiaba en que, en poco tiempo, consiguiera un nuevo empleo tan malo como todos los anteriores—. Era mi jefa, me despidió —le conté a Roier mientras volvía a su lado.
El lobo gruñó con enfado, llegando a mostrarme los dientes.
—No fue culpa de Spreen… —dijo antes de volver a gruñir—. Roier hablará con Alfa y...
—No, Roier no va a hacer una mierda —le interrumpí, pasando un brazo por el respaldo para poder acariciarle el pelo —. Puedo encontrar otro trabajo por mí mismo, no necesito a Carola.
—Si Spreen pide ayuda a Manada, podría… —pero se detuvo en seco cuando vio mi rostro. Apartó la mirada al instante y la fijó en la pantalla de la enorme televisión.
Roier se había asustado, no me sorprendía, porque había estado a apenas un par de palabras de desatar una tormenta de la que no iba a salir nada bien parado. Trató de gruñir, de recuperar su poder y superioridad sobre mí, pero fue un sonido ronco y bajo. Roier ni siquiera se atrevió a responder mi mirada de ojos morados y fríos como el ártico durante los minutos que me quedé allí a su lado antes de decirle con tono seco y firme:
—Te haré el tupper para que te lleves al trabajo.
El lobo asintió, moviendo al fin los ojos hacia mí para gruñir pidiendo atención y cariño. Como no funcionó, se recostó un poco y uso el peso de su cuerpo musculoso para echarme de espaldas contra el sofá, gruñendo en mi oído mientras me bajaba los pantalones.
Roier no quería irse de allí sin reafirmar su autoridad como Macho, sometiéndome bajo él, mordiéndome, agarrándome del cuello y metiéndomela hasta el fondo. Le costó bastante, porque yo estaba molesto y le puse las cosas difíciles; así que resultó en un sexo bastante violento, duro y lleno de gruñidos y gritos. Sinceramente, era mi favorito. Roier se volvía un poco loco, siempre llegaba al cuarto orgasmo y me dejaba totalmente repleto de semen, con el culo empapado y sin aliento. Durante la inflamación, estaba tan exhausto y feliz que me olvidé por completo del enfado y el hecho de que el lobo casi me hubiera aconsejado que me fuera arrastrando a la Manada para mendigar su ayuda.
—Dios, Roier… —jadeé, abrazándolo y dándole un par de besos en la mejilla sudada.
Él ronroneó y me devolvió un par de mordiscos suaves aquí y allá, asegurándose de dejar bien de su Olor a Macho sobre mí. Cuando al fin pudimos movernos, solté un quejido y le aparté para levantarme, yendo directo al baño para vaciarme y darme una ducha rápida. El lobo ya me estaba esperando con las llaves del Jeep en la mano y una fina sonrisa en los labios. Me acompañó a la cocina para ver cómo preparaba el tupper y se lo puso bajo el brazo antes de acercarse a darme una última caricia, ronronear y decirme:
—Roier se va.
—Pásala bien.
Cuando salió por la puerta, saqué un cigarrillo de la cajetilla y lo encendí de camino a la ventana. Aparté las hojas de una planta y me quedé mirando la carretera poco alumbrada por la luz amarillenta de las farolas que todavía funcionaban. La figura grande e imponente de Roier apareció y fue directo a su Jeep. Vi como se alejaba y solté una voluta de humo contra el cristal, dándome la vuelta para ir a por mi chaqueta negra, una más discreta y no tan reconocible, junto mi gorra vieja de beisbol para cubrirme el rostro. Los lobatos querían jugar, así que íbamos a jugar.
Lo que hice aquella noche fue prepararme, eso siempre era lo primero. Busqué el famoso Refugio, que, como había pensado, no quedaba muy lejos de donde estaba todavía precintada la furgoneta de comida. Se trataba de un Hostal de puertas de cristal e interior de luz cálida y suave. No estaba señalizado, no tenía nombre y no aparecía en Google Maps; pero no tuve duda alguna de que aquel era el lugar correcto. Después de todo, ¿qué clase de Hostal tenía más de diez todoterrenos aparcados a la puerta? Solo uno: el Refugio.
Me quedé a cierta distancia, escondido entre los soportales que había en el edificio de enfrente, con la gorra de beisbol bien bajada, las manos en los bolsillos y las solapas de la chaqueta levantadas. Lo suficiente lejos para que ningún lobo de la Manada me sorprendiera espiando allí, fumando y vigilando a los que entraban y salían. Reconocí a un par de solteros, que desaparecieron con sus todoterrenos, después llegaban más lobos, enormes y ruidosos, entrando y saliendo a placer; pero eso no me interesaba, lo que había venido a buscar era a los putos lobatos. Llegaron a las dos horas de estar allí esperándoles, en dos coches diferentes: un Volkswagen rojo del que salió Sapnap con otros dos y un Honda Civic blanco, del que salieron otros cuatro lobatos. Sacaron algo de los maleteros, posiblemente algo que habían robado, mientras gritaban y se decían tobterias de adolescentes. Después entraron en el Hostal, coincidiendo con la salida de dos Machos que les ignoraron por completo.
Tiré la colilla del cigarrillo al suelo y bajé la cabeza para volver por donde había venido. Las cosas serían complicadas. No me esperaba que hubiera tanto movimiento en el Refugio y quizá tuviera que modificar el plan original, buscando un nuevo lugar donde atacarles; uno que no estuviera repleto de Machos de la Manada. Por suerte, los lobatos tenían un lugar al que iban frecuentemente y que les encantaba…
—Roier, ¿cuándo abren el Luna Nueva? —le pregunté al día siguiente mientras le acariciaba la espalda sudada.
El lobo dejó de ronronear y acariciarme la mejilla con su mejilla recién afeitada, levantó la cabeza y me miró.
—El Luna Nueva abre varias veces al mes en verano, cada semana y poco —respondió—. ¿Spreen tiene ganas de ir a bailar? —preguntó con una sonrisa. Si no tuviera la pija inflamada dentro de mí, estaba casi seguro de que solo la idea de bailar le habría excitado.
—Sí, sí tengo ganas de bailar —asentí.
—Spreen y Roier pueden ir al Luna Nueva a bailar siempre que quieran. No necesitan permiso del Alfa para eso.
—Bien. —Levanté la mano desde su espalda ancha y musculosa a su pelo corto, ese que tan bien le quedaba—. ¿Y los lobatos van todos los días al club? —pregunté entonces—. ¿O tiene que acompañarlos Carola?
—No. Lobatos van cada fin de semana. Beben, pelean, bailan… —se encogió de hombros—. Hacen cosas de lobatos —concluyó.
—Claro, cosas de lobatos… —murmuré.
Cuando Roier se fue a trabajar, salí de nuevo de casa, pero esta vez en dirección a la zona industrial donde estaba la nave de latón en el que se celebraban las fiestas del Luna Nueva. En la soledad de una noche fresca, oscura y de aire aullante, el lugar no daba muy buenas sensaciones. Algunas piezas metálicas y cadenas oxidadas que todavía colgaban de máquinas abandonadas, producían un ruido bastante perturbador al chocar, como la banda sonora de una película de terror. Pero si había un monstruo escondido en aquel lugar, era yo. Fumando bajo la capucha de mi chaqueta negra sobre la gorra de beisbol, con la linterna del celular en la otra mano y buscando alguna entrada por la que colarme al interior.
La puerta principal estaba cerrada, ya lo había comprobado, pero dando una vuelta a la nave, encontré un ventanal abierto, uno de los muchos que dejaban para que el lugar se aireara de peste a lobato. No quedaba muy alto y, casualmente, un tubo del desagüe del canalón estaba cerca. Le di un par de tirones y me colgué para comprobar si era firme o si podría romperse al subirlo, después escalé sin ningún problema y, alargando la mano, llegué hasta el borde de la ventana. Bien, el problema era que, entre esta y el puente elevado de la estructura que atravesaba la nave, había un vacío de dos o tres metros. Había que tener mucho cuidado y parecía una locura arriesgarse a saltar. Sonreí. Daba la casualidad de que yo estaba loco.
—Roier ganó —me recordó el lobo por segunda vez aquella noche mientras le vendaba el brazo.
Solté un murmullo desinteresado y continué echándole pomada desinfectante en los cortes y antinflamatoria en los moretones que le habían hecho en la espalda y en la mejilla. Terminé revisando su labio partido y chasqueé la lengua.
—No puedo ponerte esta pomada ahí —le dije, guardándolo todo de vuelta al botiquín—. Mañana compraré bálsamo o alguna mierda así.
Roier asintió, se levantó a la vez que yo y, cuando volví a la habitación, ya estaba desnudo, echado en la cama y duro. No era ninguna sorpresa, después de todo, siempre hacíamos lo mismo cuando llegaba herido y tenía que hacerle las curas. Así que me quité la camiseta corta y el pantalón de chándal y me puse de rodillas, rodeándole las enormes piernas con los brazos para atraerlo hacia mí de un tirón y hundir la cara en sus huevos. Agh… los pequeños grandes placeres de la vida.
—Me llamaron para una entrevista —le informé cuando volví de ducharme y con un cigarrillo ya en los labios—. Así que mañana iré con vos hasta el centro.
Roier dejó de masticar para sonreír y gruñir de una forma más aguda que subía y bajaba, mostrando su sorpresa y felicidad. Me estaba volviendo todo un experto en lenguaje lobuno, sinceramente.
—Es solo para sustituir unas vacaciones de mierda —le aclaré, encendiéndome el cigarro cuando llegué a la puerta de emergencia—, pero es un puesto de repartidor de pizza, así que quizá consiga bastante comida.
El lobo volvió a gruñir con felicidad, incluso más alto que antes. Puse los ojos en blanco y negué con la cabeza mientras la giraba hacia la puerta para expulsar el humo. Sin embargo, una sonrisa discreta se asomó en mis labios.
—¿Spreen sabe ir en moto? —me preguntó cuando, al día siguiente, detuvo el Jeep frente a una pizzería del centro con una estúpido nombre italiano y el logo de un hombre con bigote y sombrero de chef. A un lado, había tres o cuatro motos preparadas para los repartos—. Roier nunca ha visto a Spreen en moto.
—Sí, sí que sé —respondí, poniéndome la capucha antes de salir hacia la calle lluviosa—. Iré en autobús nocturno a casa, te espero allí.
El lobo se acercó para acariciarme la cara y, de forma inesperada, darme un suave beso en los labios. Arqueé las cejas y me quedé un momento parado porque Roier, al igual que los demás Machos, no daba besos. Les gustaban mucho, por supuesto, pero era algo más humano, ya que los lobos tenían sus propias formas de demostrar amor y cariño. Me bajé del coche todavía algo sorprendido y con el ceño fruncido, me despedí de Roier con un movimiento rápido de la mano bajo la suave lluvia y cerré la puerta del Jeep.
La pizzería era una mierda, pero olía bastante bien y estaba caliente debido a los hornos. La decoración se parecía a una triste imitación de un restaurante italiano, pero con manteles de cuadros blancos y rojos de plástico y sillas de madera vieja. Tras la barra de servicio, había un hombre que no debía superar la mayoría de edad y que estaba, a todas luces, algo fumado. Me habló con un tono lento y adormilado, hasta que le interrumpí en seco.
—Vengo a hacer una entrevista para repartidor.
—Ah… sí, ¿tú eres Spreen? —parpadeó varias veces como si quisiera centrar su mirada de pupilas dilatadas en mí. No podía juzgarle, yo había estado en su posición, igual de drogado o incluso más.
Asentí con la cabeza y el chico me hizo una señal para que le siguiera al interior de la «cocina», que básicamente era un espacio separado del establecimiento por una pared mal adornada con banderas italianas y cuadros en blanco y negro de famosos que nadie conocía. Tras una puerta en una esquina, estaba el dueño. Solo me hizo tres preguntas:
—¿Sabes conducir una moto?
—Sí.
—¿Sabes contar dinero?
—Sí.
—¿Crees que te voy a hacer un contrato para solo un mes?
—No.
—Empiezas mañana a las once —y me hizo una señal para que me fuera.
Asentí y cerré la puerta, porque no había llegado si quiera a entrar. Me dirigí a la salida y me sumergí en la noche lluviosa con las manos dentro de mi chaqueta negra; una alrededor de mi navaja y la otra alrededor de un spray de pintura verde fosforito.
Y la diversión solo había acabado de empezar.
Soy un artista del graffiti. No lo había dicho todavía, pero sí. Es algo que siempre se me dio bien y que pude desarrollar en mis años de adolescente problemático. Había hecho un par de murales bastante impresionantes en mi juventud, pero de la obra que más orgulloso me sentiría siempre fue la que hice aquella noche en el Luna Nueva. Por todo… el Luna Nueva.
Chapter 33: LOS LOBATOS: SON PARTE DE LA MANADA
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El trabajo de repartidor era tan malditamente aburrido como todos los demás, pero al menos no tenía que llevar un estúpido gorro de perrito caliente, solo el casco de la moto. En mi primera noche me senté en el callejón de la parte trasera del local, donde había un par de cajas apiladas, un cubo de basura y una luz blanquecina que a veces parpadeaba. Me quedé allí fumando, sentado y mirando el celular, hasta que una hora después tuve que hacer mi primera entrega. El chico me dio dos pizzas calientes y un papel con una dirección, cómo llegara yo a descubrir dónde estaba esa calle, era solo asunto mío.
Volví cuarenta minutos después con un par de billetes arrugados en el bolsillo del chubasquero, se los tiré al joven sobre la mesa y él me dio a cambio cinco pizzas tamaño familiar junto con otra dirección, una que, casualmente, sí reconocí. Subí a la moto que acababa de dejar mal aparcada en la entrada y metí las pizzas en la bolsa para protegerlas de la lluvia suave que todavía caía. En menos de diez minutos estuve a las puertas del Luna Llena y bajé los escalones mojados para entrar por la puerta, atravesar el pasillo de pósteres de películas de terror y llegar a una pista de baile completamente vacía. Resultaba extraño ver el local así, con las luces encendidas e iluminándolo todo; casi parecía un sitio diferente, a excepción del olor. Seguía apestando muchísimo a lobo.
—Spreen —me llamó una voz desde la parte superior.
Giré el rostro y vi a Quackity en la barandilla. Me hizo una señal para que subiera y después se alejó al interior. Me quité el casco y, con una expresión seria, fui hacia allí. En la sección de la Manada, más suavemente iluminada que el resto del local, había un pequeño grupo de los solteros sentados en uno de los sillones más grandes al fondo. Quackity el pecoso, Serpias y Conter.
—Conter —le saludé con un cabeceo al acercarme, porque era de los que me caían bien y de los pocos que parecían más dolidos que enfadados por lo que les había hecho en la bolera.
—Spreen —respondió, dedicándome una breve mirada y un asentimiento.
Dejé las cinco pizzas familiares en la mesa frente a ellos, al lado de un par de billetes de veinte que todos fingimos ignorar que estaban allí. Ellos no me lo ofrecieron y yo no los agarre. Fin de la historia.
—¿Roier se pasa las noches hablándoles a todos de cada nuevo trabajo que consigo? —les pregunté tranquilamente, metiendo la mano en el bolsillo para sacar el paquete de cigarrillos y el zippo.
—No, le preguntamos nosotros —respondió Quackity, acercándose a la mesa para abrir la primera caja caliente, con una enorme pizza de carne en el interior.
Se oyeron algunos rugidos de estómago cuando el delicioso olor alcanzó el fino olfato de los lobos, que se precipitaron como un trío de lobos hambrientos para agarrar una ración cada uno y devorarla en apenas segundos antes de ir a por la siguiente. Serpias gruñó con placer y jadeó un poco cuando quiso comer demasiado y se encontró con lo caliente que estaba todavía la pizza.
—Me gustaban más las hamburguesas —me dijo Quackity con la boca llena y una mirada por el borde superior de los ojos—. ¿Qué pasó, te despidieron?
Me encendí el cigarro y eché el humo a un lado.
—Ya sabes lo que pasó —respondí.
—Roier sigue buscando a esos «borrachos» que te robaron. ¿Lo sabías? Va por ahí partiendo dientes y rompiendo cosas mientras pregunta si alguien sabe algo.
Me llevé el cigarrillo a los labios y fumé una calada mientras entrecerraba los ojos para que el humo no me picara. Quackity fue por la segunda caja de pizza y la puso sobre la primera, ya completamente vacía en apenas un minuto. Dobló una nueva porción y se comió la mitad de solo un bocado.
—Pero cuando fuimos a investigar la furgoneta, todavía olía a lobato — añadió.
—Vinieron a pedirme un par de hamburguesas antes de que llegaran los borrachos hijos de puta —respondí sin perder la calma.
—¿A pedirte? —preguntó Conter, mirando a Quackity en vez de a mí—. ¿Los lobatos…? —y frunció el ceño. Evidentemente, ninguno de los tres me creía. La verdadera pregunta era: ¿por qué estaba yo mintiendo? Y Quackity parecía haber alcanzado una deducción razonable.
—Los lobatos, son lobatos, Spreen —me dijo, encogiéndose un poco de hombros mientras masticaba—. Hacen pendejadas y se comportan como pinche idiotas. A todos nos paso a esa edad. Pero causar problemas al humano de un SubAlfa, es algo serio… La Manada no se enfadaría contigo por quejarte de eso.
Dejó que sus palabras flotaran en el aire hasta disiparse entre la peste a lobo, el humo de mi cigarrillo y el aroma de la pizza caliente que ya casi se habían terminado. Así que Quackity creía que yo había mentido por miedo… qué equivocado estaba.
—No, claro que no se enfadaría —afirmé—, pero ese no fue el caso.
Mantuve la mirada de ojos marrones de Quackity, que parecía intentar discernir la verdad en los míos mientras masticaba su comida, pero terminé haciendo una señal de despedida y diciendo:
—Tengo que volver a mi trabajo de mierda.
—Cuando te despidan de la pizzería, busca empleo en un local turco, Spreen —dijo Conter a mis espaldas—. Me gusta mucho el kebab.
Levanté una mano y le mostré el dedo medio bien extendido. Oí unas risas bajas y los dejé allí, con sus tres pizzas restantes y el dinero que no me habían enseñado directamente y que no se habían esforzado por darme. Un pequeño pero significativo avance, pensé de camino a la salida, arrojando el cigarrillo a medio fumar a un chaco de la carretera antes de ponerme el casco. Cuando volví a la pizzería, me esperaba otro reparto en la mesa. Resoplé y volví a salir por donde había entrado. Era increíble la cantidad de personas con insomnio, trabajadores nocturnos y estudiantes que pedían una pizza en mitad de la noche porque tenían hambre y no querían cocinar nada. Al salir del trabajo, fui hacia el Jeep negro que me esperaba al otro lado de la carretera, abrí la puerta y miré los ojos cafés de Roier en la penumbra.
—Atrás —ordené antes de cerrar con un portazo.
El lobo salió al instante y, cuando nos reunimos en el asiento trasero, ya estaba tan excitado como yo y con los pantalones bajados; apestándolo todo con el olor más fuerte de su entrepierna. Coger con Roier tenía algo muy especial, no solo el hecho de que era un puto lobo y su cuerpo estaba casi diseñado para el sexo; no, me refería a que siempre me dejaba muy calmado y complacido. No importaba lo asquerosa que hubiera sido la noche, lo enfadado que estuviera o lo frustrado que me sintiera, porque después de estar con Roier yo me sentía como si flotara en una jodida nube con un intenso Olor a Macho. Sabía que los expertos tenían más que analizado el semen de los lobos para determinar cómo de fértil era o por qué era más denso y abundante, pero yo estaba por jurar que a Roier le salía Valium, Xanax y relajante muscular de la pija cada vez que se corría dentro de mí. Porque era una puta maravilla…
Después de aquello, nos quedamos tumbados en la parte trasera del Jeep los cinco minutos que duró la inflamación, sudados, jadeando y con los ojos cerrados. Roier ronroneaba de vez en cuando mientras le acariciaba el bíceps, amenazando con quedarse dormido allí mismo, tirado sobre mí y con la cabeza metida en el hueco de mi cuello. Era una idea tentadora, pero tuve que despertarle para que se quitara de encima y volver a casa. El lobo parpadeó, agitó la cabeza y se separó de mí, metiéndose el pene flácida de vuelta al pantalón.
—Roier hambre —dijo con cara adormilada.
—Tenes la cena en casa —le recordé, subiéndome los pantalones e ignorando la abundante viscosidad que me empapaba el culo y goteaba por entre mis muslos.
Saqué un cigarrillo y el zippo y salí al exterior, bajo la lluvia fresca. Me detuve un momento y levanté la cabeza para que me refrescara el rostro y suspiré. Roier era mejor que cualquier droga que hubiera probado nunca. Cuando subí de nuevo al Jeep, me incliné para darle un beso y acariciarle la mejilla contra la mía. El lobo ronroneó con placer y sonrió, comenzando el camino a casa. Allí devoró todo el enorme bol de arroz con verdura picada y carne de pollo, se tumbó en la cama mientras le hacía las curas y le cambiaba las vendas y se quedó dormido. Solo tuve que desnudarme, meterme a su lado y taparnos con la manta para tardar apenas segundos en caer rendido al sueño.
El viernes de noche siempre era un día especial. El Luna Llena abría y solo los lobos con compañero trabajaban, pero poco, así que Roier pudo volver temprano a casa y terminar la puta barra de la cocina de una maldita vez. Yo, por el contrario, tuve una noche bastante ajetreada, llena de clientes borrachos o trasnochadores de fin de semana. Entre ellos, un idiota con mucha autoestima que me miró de arriba abajo y trató de invitarme a tomar un «café caliente» a su casa. Le pedí el dinero con cara seria y, como no quiso dármelo, le tiré la pizza y me fui.
Fue una noche de mierda, así que cuando Roier vino a buscarme, le metí la mano en la bragueta y la lengua hasta la garganta.
—Te llamo Carola un par de veces —le dije cuando me quité de encima de él tras la inflamación.
El lobo terminó de subirse los pantalones y alargó la mano para pedirme el celular. Todavía estaba algo sudado y extaciado, pero no más que yo. Marcó un número y se puso el teléfono en el hombro para empezar a conducir mientras hablaba.
—Aquí Roier, sí —respondió tras un breve silencio. Entonces frunció el ceño y preguntó con tono enfadado seguido de un gruñido—: ¿otra Manada? —Abrí la ventanilla y saqué el cigarrillo que acababa de encenderme, fingiendo que no notaba las mirada que el lobo había empezado a dedicarme por el borde de los ojos—. No. Trabajando en pizzería. No — gruñó un poco—. Claro. —Se quitó el celular y, sin avisar, dio un giro algo brusco para cambiar de dirección—. Alguien ataco el Luna Nueva — me explicó entonces—. Pintaron cosas.
—¿Y eso? —pregunté con un tono de fingida sorpresa.
—Alfa no lo sabe. Dice que no fue de otra Manada, que solo huele a lobatos —respondió—. Preguntó por… Spreen —añadió en un tono más bajo.
—¿Cree que fuí yo? —arqueé una ceja y miré fijamente al lobo—. ¿Por qué?
—Roier defiende a Spreen —fue su única respuesta.
Seguí fumando mi cigarro tranquilamente, sin importarme demasiado a dónde nos dirigíamos, que resulto ser la nave del Luna Nueva. Allí había varios coches aparcados, entre ellos, el Volkswagen rojo, el Honda Civic blanco y un Range Rover de un gris oscuro y metalizado. Al parecer, a Carola el Alfa le gustaba el lujo, pero no le pagaba a Roier el puto dinero. Resoplé y cerré la puerta del Jeep de un golpe seco, siguiendo a Roier en dirección a la entrada de la nave. Me pasé una mano por el pelo húmedo y dejé que el lobo me guiará en la oscuridad hacia el enorme portón de metal. Cuando Roier tiró de él y lo arrastró para abrirlo, produjo un chirrido metálico y desagradable, y entonces llegó aquella oleada de luz y olor que saturó mis sentidos.
Al menos no había una música atronadora, solo una conversación baja y algunos gruñidos que cesaron en el momento en el que aparecimos. Parpadeé un par de veces para acostumbrar los ojos a la luz y entré en la nave, bajo la atenta mirada de los dos lobos que había allí. Fingí estar tan sorprendido como Roier, mirando de un lado a otro, hacia las numerosas pintadas, dibujos y palabras que había por todas partes, hechas con un spray de un verde fosforito que brillaba en la oscuridad.
—Roier, gracias por venir —dijo Carola, el Alfa, dirigiendo una mirada a Roier y después endureciendo la expresión para mirarme a mí—. Spreen —se limitó a decir, en un tono diferente, como si mi presencia no fuera bienvenida y el lobo tan solo estuviera haciendo un gran favor a Roier al no ignorarme.
—Carola —respondió el lobo junto con un cabeceo.
—Carola… —murmuré yo, dejando claro que aquel desprecio e indiferencia era un sentimiento mutuo. El Alfa no me caía bien, no me gustaba y no iba a fingir lo contrario por mucho que Roier gruñera lastimeramente por lo bajo y me diera un suave golpe en la espalda; tratando de que me portara bien delante de Carola.
—Qué huevos tienes al venir aquí… —me dijo Sapnap a un lado, con los brazos cruzados sobre su pecho desnudo y lleno de un fino vello moreno—. ¡Mira lo que has hecho al local!
No le miré al instante, sino que esperé unos segundos y, tras compartir una intensa y silenciosa mirada con el Alfa, volví el rostro hacia él mientras sacaba mi cajetilla de tabaco.
—Hola, Sapnap —le saludé tranquilamente—, parece que enojaste a alguien a quien no debías enojar… —e hice una señal hacia las numerosas pintadas.
La mayoría eran dibujos bastante buenos y caricaturas del pequeño Alfa junto con algunos de los lobatos. Salían chupándosela unos a otros, en situaciones ridículas o masturbándose como monos. También aparecían bocadillos de diálogo donde decían las mierdas, infantiles y pelotudos que eran.
—La has cagado, Spreen… no te imaginas cuanto —me aseguró él con una sonrisa cruel—. El Luna Nueva es una propiedad de la Manada. Vas a pagarlo caro.
Me encendí el cigarro con mucha calma y solté el humo en su dirección.
—¿Por qué crees que fui yo? —pregunté.
—¡Claro que has sido tú, puto humano de…! —pero se detuvo cuando Roier se pegó más a mi espalda y le amenazó con un buen gruñido de advertencia.
—Tengo mejores cosas que hacer que venir acá a pintar, Sapnap — respondí antes de llevarme el cigarrillo de nuevo a los labios—. Yo trabajo… no sé si lo sabes.
Elegía las palabras con cuidado, porque Carola estaba allí, mirándome atentamente. No era ningún secreto que él estaba de parte del lobato y creía que había sido yo, pero no tenía pruebas para acusarme directamente. Cuando Sapnap empezó a gruñir también, levantó una mano y ambos lobos se callaron al momento.
—Quiero hablar a solas con Spreen —dijo, echando una mirada a Roier. No le estaba pidiendo permiso, de nuevo, aquello solo era un gesto de respeto y educación hacia su SubAlfa.
Roier dudó, soltó un leve gruñido de angustia y, finalmente, tuvo que ceder ante la autoridad del Alfa. Se separó de mi espalda y se alejó junto a un Sapnap que sonreía como si ya hubiera triunfado. No se fueron muy lejos, solo hasta una de las estructuras metálicas que sostenían el puente elevado, dejándonos suficiente espacio para tener intimidad. Entonces Carola se cruzó de brazos, tensando bastante las mangas cortas de su colorida camisa caribeña con sus enormes bíceps. Era tan alto y tan grande como Roier, con la piel clara y el enorme pecho cubierto de un pelo rubio y denso. Como todos los lobos, Carola era un hombre muy atractivo, con un rostro de rasgos fuertes y muy masculinos; sin embargo, al ser el Alfa, despedía un Olor a Macho muy fuerte y penetrante que, personalmente, encontraba bastante repugnante y desagradable.
Carola no dijo nada, solo se quedó mirándome fijamente con sus ojos grises mientras yo seguía fumando tranquilamente y enfrentándome a él sin vacilar ni un momento. Esa mierda de lobo grande y peligroso no funcionaba conmigo, porque yo tenía a mi propio lobo grande y peligroso, y, si creía que iba a intimidarme con su estatus en la Manada, ya debería saber que eso no significaba nada para mí.
—No me gustas, Spreen —declaró tras casi un minuto en silencio.
—Qué pena… —murmuré sin cambiar mi expresión seria e indiferente.
—Pero Roier te ha elegido como su compañero y, por desgracia, no puedo hacer nada por cambiar eso —continuó, ignorando por completo mi comentario—. Lo que no voy a hacer, Spreen, es aguantar tus insolencias, tu actitud infantil y tu insistencia en humillar a la Manada… —terminó apretando un poco los dientes y pronunciando esas últimas palabras en voz más grave y profunda, entre el enfado y el gruñido.
Me llevé el cigarro a la boca y le di una calada, prendiendo la punta anaranjada por un momento antes de que el humo saliera de entre mis labios, acariciándome el rostro.
—Así que además de dejarme fuera de la Manada y mandarle mensajes pasivo agresivos a Roier para que sufra más por eso, ¿ahora queres culparme de esta mierda, Carola? —le pregunté.
—Yo no te he dejado fuera de la Manada —me aclaró—, eso lo hiciste tú mismo, ¿recuerdas? Cuando nos insultaste y nos escupiste a la cara después de haber organizado una noche en la bolera especial para ti. Tú ignoraste a la Manada cuando te dimos la oportunidad de formar parte de ella, así que ahora la Manada te ignora a ti —dejó otro breve silencio para controlar el todo de voz, ya que había empezado a sonar demasiado gutural y enfadado, entonces continuó—: Lo que le digo a Roier en las reuniones, es tan solo la verdad. Aun tengo la esperanza de que abra los ojos y se busque a un compañero que realmente lo quiera y lo respete como él se merece. Y te culpo de esto —finalizó, moviendo la cabeza hacia un lado para señalar los muchos graffitis que ahora llenaban la nave—, porque eres la clase de humano soberbio, resentido e infantil que se vengaría de los lobatos de una forma tan patética y estúpida en vez de hacer lo más sensato y lo correcto, que sería haber venido a hablar conmigo.
Apreté los dientes y ladeé el rostro, pero preferí fumar otra buena calada a responder lo primero que se me pasó por la mente, porque eso solo hubiera complicado las cosas. Me tomé un momento y solté el humo a un lado, mirando a un Roier muy atento y nervioso en la distancia.
—La cagué en la bolera —reconocí antes que nada. Aquel no era ningún secreto, por mucho que me jodiera reconocerlo—. Tuve un mal día y, sinceramente, no quería estar allí con ustedes. Pero no es a vos a quien tengo que darle una explicación de por qué hice lo que hice, porque vos no sos nadie para mí, Carola… —continué, tratando de controlar mi tono de enfado mientras le señalaba con los dos dedos entre los que sostenía el cigarro—. Me importa una mierda lo que penses. Me importa una mierda lo enfadado que estés o lo mucho que me odies. Me importa una mierda si nunca me aceptan en la Manada y no me invitan a sus putas fiestas. Pero voy a dejarte algo muy claro: yo cuido muy bien de mi lobo y lo quiero más que a nada —me detuve un momento, al darme cuenta de que era la primera vez que lo decía en alto. Tomé una buena respiración y continué—: así que como intentes separarnos, o como Roier vuelva a casa gimoteando y lloriqueando otra vez porque le dijiste alguna idiotez sobre los otros compañeros que le hiciera sentirse como una mierda, vas a comprobar lo infantil, resentido, patético y estúpido que realmente puedo llegar a ser...
—Ten cuidado, Spreen… —me advirtió él en voz baja y peligrosa—. Yo soy el Alfa de la Manada. Puede que eso no signifique nada para ti, porque ya ha quedado claro lo poco que te importamos; pero creo que, si quisieras tanto a Roier como dices, sabrías respetar lo que es importante para él. Como yo respeto su decisión de elegir a un compañero tan despreciable como tú, por mucho que eso me duela.
Entonces se produjo un tenso silencio entre nosotros, uno en el que el Alfa se quedó mirándome fijamente, alzando un poco la cabeza para poder hacerlo por el borde inferior de los ojos y parecer más superior y peligroso. Me llevé el cigarro a los labios sin apartar la mirada de él, inmerso en un debate interno bastante acalorado; por una parte, quería ser ese hombre egoísta, infantil y resentido que él decía que yo era, mandando al Alfa a la mierda y saliendo de allí, dejándole con la palabra en la boca; por otro lado, estaba recordando las veces que Roier me había pedido que «fuera bueno» con la Manada y Carola, porque para él era importante. El puto Alfa tenía razón en eso, y yo no quería hacer sufrir a Roier. Fumé una última calada con una expresión muy seria y tiré el cigarrillo al suelo para pisarlo.
—De acuerdo, Carola —le dije mientras metía las manos en los bolsillos de mi chaqueta militar.
Él bajó la cabeza y me miró más de frente, dejando de tratar de intimidarme, aunque en ningún momento lo había conseguido.
—¿Podrías contarme lo que ha pasado? —preguntó en un tono más calmado, así que le respondí con el mismo.
—Los lobatos vinieron a mi anterior trabajo, me amenazaron, destrozaron la furgoneta y huyeron con el dinero y la comida. Después llegó la policía y me llevaron a comisaria para dejarme encerrado toda la noche en la sala del interrogatorio. Mi jefa me despidió. Esto que hice aquí es solo el principio, porque me voy a asegurar de que Sapnap y los lobatos aprendan que conmigo no se juega.
Carola me escuchó en silencio y terminó asintiendo.
—¿Qué le dijiste a la policía?
—Que habían sido unos borrachos.
El Alfa volvió a asentir. Si aquello le había parecido bien, no dio muestras de ello.
—Los lobatos pueden ser complicados a veces —me dijo—, pero forman parte de la Manada, al contrario que tú, Spreen, y amenazarlos a ellos es como amenazar a todos los demás. Y yo cuido mucho de los míos, así que la próxima vez piénsatelo dos veces antes de atacarnos o dañar una de nuestras propiedades, porque, aunque estés con mi SubAlfa, no seré tan comprensivo contigo. ¿Lo entiendes?
No, no lo entendía. Yo no había empezado aquello, pero era al único al que estaban sermoneando con tonterías mientras el idiota de Sapnap sonreía a los lejos y se regodeaba en la victoria. Nadie me había venido a pedir perdón todavía, y nadie lo haría, porque yo solo era un humano más y ellos eran La Manada. Pero una cosa estaba clara, si no sabían controlar a los lobatos, era su puto problema. A mí no me iban a joder.
—Claro… —murmuré, acompañando mis palabras de un leve cabeceo.
—Si los lobatos te causan problemas, díselo a Roier, si no quieres preocuparle, puedes contactar conmigo y yo lo solucionaré. Pero somos nosotros los únicos que pueden castigar a nuestros chicos, porque todo queda en la Manada.
—Todo queda en la Manada —repetí, una expresión con mucho significado y que, desde entonces, recordaría para siempre.
—Espera en la salida, me gustaría tratar un tema privado con los míos — me dijo entonces, descruzando al fin los brazos. Sin duda, Carola tenía un don especial para hacerte sentir excluido y marginado de aquel club tan especial del que era el jefe.
Me giré en dirección a Roier y le indiqué que iba a irme afuera, encontrándome con su expresión preocupada y algo nerviosa. El lenguaje corporal del Alfa no era malo, no estaba enfadado, pero tampoco estaba contento y él lo sabía. Temía que fuera mi culpa y, si hubiera estado lo suficiente cerca, seguro que le hubiera oído gemir un poco por lo bajo de forma lastimera.
Al salir de la oscuridad en la que siempre estaba sumergida la entrada a la nave, descubrí que ya había amanecido tras las nubes grises que inundaban el cielo de verano. Cerré la puerta metálica de un golpe seco y puse cara de asco en dirección al Jeep negro. Saqué mi paquete de cigarros y me puse otro en los labios. No lo había terminado de fumar y de farfullar quejas e insultos que deseaba haberle escupido al Alfa, cuando oí el crujido de la puerta del club y volví el rostro para ver a Roier. Tenía una expresión más relajada y caminó tranquilamente hacia el coche, reuniéndose conmigo en el interior antes de mirarme con una sonrisa en los labios.
—Spreen no enfadó a Alfa. Bien —me felicitó.
Solté un murmullo desinteresado y miré la hora en la pantalla del coche.
—Vámonos a casa, ya es muy tarde y no cenaste todavía.
El estómago de Roier rugió entonces, como si mis palabras le hubieran recordado lo hambriento que estaba. Arrancó el motor y se dio prisa por volver lo más rápido posible entre el agitado tráfico de primera hora, bajo la claridad grisácea de la mañana. Al llegar a casa le puse la cena sobre la nueva barra de bar que había instalado en la cocina y lo miré comer, cruzado de brazos y con la cadera apoyada en la encimera. Seguía dándole vueltas a la misma idea: no importaba lo mucho que me «visitaran» lo Machos solteros, ni lo poco que hicieran por darme el dinero, porque estaba claro que eso no significaba nada en absoluto. Carola había dejado bien claro que yo no formaba parte de la Manada y no parecía que tuviera pensado dejarme formar parte de ella jamás. Y yo empecé a darme cuenta de que, probablemente, eso fuera cierto.
Tengo que decir que, aunque Carola y yo no nos lleváramos bien, siempre fue un gran Alfa. Como él me dijo aquella vez, cuidaba muchísimo de los suyos, era un hombre muy comprometido y se preocupaba de que nunca les faltara de nada, de que todos en la Manada estuvieran sanos, cómodos y a salvo; desde los más viejos hasta las crías. No había nada que no pudieras consultarle o favor que no pudieras pedirle. Así que todos lo querían mucho y lo respetaban. Todos menos yo, por supuesto.
Nuestra relación siempre fue muy fría. Nos ignorábamos mutuamente y, si nos veíamos forzados a interactuar, éramos breves, directos y concisos. Aroyitt, su compañera, siempre creyó que estábamos siendo unos estúpidos, porque ambos éramos muy parecidos, como dos caras de la misma moneda. Ella estaba segura de que, si nos hubiéramos sentado a hablar un día, habríamos terminado siendo grandes amigos. Por supuesto, ambos éramos demasiado tercos para hacer eso; yo nunca le perdoné que me complicara tanto la vida y él no me perdonó que les hubiera dado la espalda esa noche en la bolera.
La primera vez que hablamos de algo que no fuera la Manada, trabajo o de Roier, fue en el funeral de Aroyitt, cuando le llevé una buena copa de coñac y nos sentamos juntos a charlar, solo porque a ella le hubiera hecho mucha ilusión habernos visto hacerlo. Aroyitt había tenido razón, Carola y yo hubiéramos sido grandes amigos si no hubiéramos estado tan obsesionados por odiarnos mutuamente.
Chapter 34: LOS LOBATOS: ENFADADOS
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Tras aquel encuentro en el Luna Nueva, Roier empezó a tener nuevas esperanzas en que el Alfa me hubiera perdonado y me permitiera asistir junto a él a la siguiente celebración de la Manada. Sin embargo, a mí me quedó bastante claro que eso no iba a pasar jamás. Aquella misma noche me quedé dormido entre los brazos del lobo, pensando en lo frustrado y estúpido que me sentía, pero al despertarme, después de coger y darme una buena ducha, salí a la calle con la mente más despejada y un saco de la colada especial para la ropa con sangre. Durante el desayuno y en el tiempo que esperé en la lavandería, me dio tiempo a reflexionar en silencio. Al volver a casa y comer junto a Roier, ya había aceptado lo inevitable: yo sería siempre un paria.
Cuando lo asimilé, la frustración desapareció por completo, dejando una extraña calma interior dentro de mí. Porque, si lo pensabas bien, era liberador no tener que preocuparme más de tratar de ser bueno con los demás lobos, ni de lo que estos pudieran pensar de mí, ni analizar pequeños detalles con la esperanza de conseguir resultados con todo lo que hacía por ellos. Simplemente sería yo, Spreen, haciendo lo que quería por quien quería; como había hecho siempre. Lo único que me preocupaba ya era lo mal que podría llevarlo Roier y lo mucho que le costaría aceptar que su compañero no iba a estar nunca a su lado en las mierdas de barbacoas y picnics que organizaban.
—Hola, tengo una entrega para: «Soy un lobo pelotudo y tengo la pija chiquita» —dije bien alto cuando entré aquel sábado por la noche en uno de los casinos ilegales de la Manada. La gente que había por allí me miró con sorpresa y se quedó en silencio, pero me dio igual. Giré el rostro cuando oí unos pesados pasos sobre la moqueta roja y vi a Axozer, el rubio de ojos azules—. ¿Sos vos el lobo pelotudo que tiene la pija chiquita? —le pregunté, mostrándole las dos cajas de pizza familiar apiladas en mi mano.
Axozer gruñó un poco por lo bajo, algo grave similar al sonido que hacían cuando se enfadaban, pero más corto y sin demasiada importancia.
—Vete a la mierda, Spreen —me saludó con una breve mirada a los ojos.
Como estaba en el casino, se había abotonado al menos la mitad de su camisa negra, dejando parte de su pecho al aire para mostrar la cadena plateada que le rodeaba el cuello. Se acercó para agarrar las cajas de mi mano y se giró hacia el público para hacerles una señal de que siguieran jugando y dejaran de mirarnos, después abrió la caja de encima y miró la pizza.
—¿Es una de carne y la otra barbacoa? —me preguntó sin mirarme—. Cuando llamé, el tipo no paraba de tartamudear y no supo explicarme las clases de pizza que tenían.
Metí la mano en el grueso chubasquero rojo con líneas reflectantes y el logo de la pizzería, sacando uno de los folletos que siempre había allí para que, en teoría, se los dejara a todos los clientes que visitaba.
—Siempre está drogado, así que es mejor que hables lento y le digas exactamente lo que queres —le aconsejé.
Axozer soltó un murmullo de entendimiento y agarro el folleto de mi mano para ponerlo sobre la caja caliente. Se despidió con un «nos vemos, Spreen», y se dio la vuelta sin si quiera llegar a enseñarme dinero alguno. No le di importancia, después de todo, ya no tenía sentido dársela.
—Hola, tengo una entrega para: «Soy un lobo retrasado y no se me pone dura» —dije en mi siguiente entrega, nada más cruzar la puerta de la misma tienda de caramelos nocturna en la que yo había trabajado—. ¿Sos vos el lobo retrasado a la que no se le pone dura? —le pregunté a un Macho de la Manada que no conocía.
Él me miró desde el escritorio en la esquina, rodeado de expositores y cubos con caramelos que habían caducado hacía años. Era muy atractivo y alto, pero nada fuera de lo normal para un lobo. Tenía el pelo castaño oscuro y los ojos de un suave amarillo. La tienda apestaba a su Olor a Macho, pero no era muy fuerte ni muy intenso, simplemente se había acumulado después de pasar allí sentado varias horas; lo que quería decir que no debía tener un rango muy alto en la Manada.
—Deja aquí las pizzas —dijo con una voz grave y aterciopelada bastante sexy.
Fui hasta el escritorio y dejé las tres pizzas familiares sobre la mesa de madera negra, pero antes de que me acercara, el lobo cerró la libreta de notas para que no pudiera leer nada de lo que estaba allí escrito. Yo había trabajado en ese local, sabía todo sobre los «caramelos» que llamaban pidiendo y las cantidades que él anotaba en esa misma libreta; sin embargo, el Macho la había escondido para remarcar el hecho de que la Manada ya no confiaba en mí. Solté un bufido, puse una sonrisa sarcástica en los labios y miré al lobo, dejando claro que no se me había escapado aquel detalle.
—Buen provecho —me despedí.
—No son para mí —respondió, levantando la cabeza en un gesto de orgullo—. Yo tengo compañera.
—Felicidades… —murmuré sin detenerme de camino a la puerta.
—Daisy —añadió entonces.
Me detuve con una mano en la puerta acristalada, mirando la carretera y el resto de negocios cerrados al otro lado, apenas iluminados por las luces amarillentas de las farolas bajo la suave lluvia. Tras unos segundos giré el rostro y miré de nuevo al lobo por encima del hombro sin llegar a volverme del todo hacia él.
—Así que vos sos Ollie —murmuré.
Él asintió levemente, volviendo a abrir la libreta y fingiendo que me ignoraba.
—No vuelvas a llamar a la pizzería —ordené con un tono tranquilo pero bastante seco, saliendo por la puerta de cristal en dirección a mi moto mal aparcada sobre la acera.
Me puse el casco bajo la suave lluvia que todavía caía sobre la ciudad y apreté el acelerador con rabia, saliendo disparado por la carretera. No me había sentado nada bien aquello y me puso de muy mal humor durante el resto de la noche, porque no podía dejar de pensar que Ollie me había hecho ir hasta allí solo para reírse de mí. No iba a comerse las putas pizzas porque él solo comía lo que la puta de Daisy le preparaba, esa nueva compañera que no había hecho una puta mierda por la Manada pero que sí podía ir a los putos picnics. Aunque yo hubiera asumido que siempre sería un paria, eso no quería decir que no hubiera cosas que me dolían y cosas que no iba a pasar por alto. Si Ollie me volvía a llamar, le tiraría la putas pizzas a la cara. Cuando al terminar mi turno fui hasta el Jeep, Roier ya me estaba esperando en la parte de atrás. Empezó a gruñir entre el nerviosismo y la excitación nada más ver mi cara seria de enfado, sabiendo que aquel sería otro polvo salvaje y violento que le dejaría bien sudado, agotado y con las bolas bien vacías.
—¿Tenés que morderme tan fuerte, Roier? —le pregunté, ya en la parte delantera mientras él conducía de vuelta a casa. Notaba el cuello agarrotado y sabía que al día siguiente tendría un par de nuevos moratones, pero lo peor eran esos mordiscos que me picaban y a los que después tendría que echar antiséptico.
—Roier muerde a Spreen porque lo excita mucho —respondió él, levantando la cabeza en un gesto orgulloso—. Roier puede morder a su compañero todo lo que quiera.
Solté un bufido y negué con la cabeza. Sabía que el lobo no lo hacía de forma consciente, que se dejaba llevar por la emoción del momento y me clavaba los dientes con demasiada fuerza, pero eso no lo hacía menos doloroso e incómodo tras el sexo. Sin embargo, yo todavía estaba en aquella nube de placer y relajación y no tuve ganas de enfadarme, llegando a casa tranquilamente para poner la bandeja de costillas de cerdo encima de la mesa de la cocina. Me saqué un cigarro y me fui a la puerta de emergencia, mirando como el lobo devoraba la carne y roía los huesos.
—Hoy conocí a Ollie —le conté—. Pidió un par de pizzas.
Roier frunció el ceño, porque ya me había estado mirando mientras comía.
—Ollie tiene compañera —respondió.
—Lo sé —murmuré, fumando una calada y echando el humo en dirección a la apertura de la puerta—. La puta de Daisy.
Roier gruñó por lo bajo y se sintió visiblemente incómodo por mis palabras. Siguió comiendo, pero con la cabeza baja y la mirada puesta en la bandeja de costillas.
—Daisy compañera de Manada… Spreen no debería hablar así de ella.
No dije nada en un par de segundos, recorriendo los dientes con la lengua antes de decidir que, una vez más, estaba demasiado relajado y tranquilo para discutir. Apoyé la espalda en la pared de ladrillos y miré hacia el apartamento repleto de plantas, con ventanales limpios, alfombras, las puertas correderas que ahora separaban la habitación del resto y los muebles que no se caían a pedazos. Solo la luz de pie al lado de una de las columnas rojas de hierro era la misma de siempre, arrojando una claridad suave, amarillenta y cálida; como a mí me gustaba.
—Roier —le dije entonces—, la razón por la que esa noche en la bolera me porté tan mal con vos es porque no estaba seguro de lo que quería. Las cosas iban muy rápido y yo no estaba preparado. Sabía que lo de conocer a la Manada era un gran paso, uno importante, no me imaginaba cuanto —reconocí, arqueando una ceja mientras acentuaba esas últimas palabras. Chasqueé la lengua y continué—: pero sabía que no era un juego. Cuando me obligaste a ir, me enfadé, me puse muy nervioso y… me asusté. — Fumé una calada del cigarrillo antes de girar el rostro hacia la abertura de la puerta—. Siento haberte hecho daño… —concluí en un tono muy bajo, casi con la esperanza de que no me hubiera oído decir aquello.
No había mirado a Roier en ningún momento mientras hablaba, pero él sí me había estado mirando fijamente, y hasta había dejado de comer para prestarme toda su atención; lo que, viniendo de un lobo, era todo un halago. Tras quizá quince o veinte segundos así, terminé de fumar y arrojé la colilla al exterior, solté el humo y cerré la puerta antes de enfrentarme al lobo.
—Termina la puta cena —le ordené con tono serio, saliendo hacia la habitación para darme una ducha caliente.
Le había dicho a Carola que no era a él a quien debía darle explicaciones de por qué había hecho lo que había hecho, y era cierto, él único que se merecía una disculpa de mi parte era Roier. Mi lobo. Nadie más. Así que aquel me había parecido un momento tan bueno como cualquier otro para bajarme los pantalones, tragarme el orgullo y pedirle perdón. Siendo la persona que yo era, la clase de hombre al que le cuesta un mundo reconocer sus errores, aquella confesión me puso muy nervioso. Me pasé el tiempo en la ducha farfullando y buscando una forma de solucionarlo, quizá salir de allí con paso firme, la cabeza bien alta y decirle al lobo que también era su culpa por no haberme dicho nada antes y no haberme dejado el espacio suficiente. Pero cuando salí del baño, me encontré a Roier esperándome en la cama, desnudo, con la barriga llena y la sábana fina por los pies. Me miró con sus ojos cafes y bordes ambar, emitió un gruñido bajo para que el diera cariño y dio un par de toques al espacio vacío a su lado. Me quedé allí, de pie, con la cabeza bien alta y mirando al lobo por el borde inferior de los ojos; pero fue solo un par de segundos antes de que cerrara la puerta y bordeara la cama a paso lento para reunirme a su lado. Roier me abrazó, rodeándome con sus brazos y apretándome contra su cuerpo caliente en contraste con mi piel húmeda y fresca.
—¿Spreen sigue dudando todavía? —me preguntó en voz baja.
Apreté los dientes, porque esa era la clase de preguntas que no quería responder. Así que corté toda esa mierda en seco y lo antes posible.
—Escucha, Roier. Vos y yo ahora estamos juntos y sos mi lobo y como empieces a dudar de lo que siento por vos, me voy a enfadar más de lo que nunca me has visto. ¿Te quedo claro?
Roier se quedó un momento parado, quizá debido a la sorpresa, y entonces emitió su gruñido de atención y, con un suspiro, me di la vuelta entre sus brazos para acariciarle el abdomen y la parte baja de su pecho. Él ronroneó, me apretó más fuerte contra él y frotó su rostro contra el mío, terminando por darme un par de mordiscos suaves aquí y allá.
—Roier quiere mucho a Spreen —murmuró.
—Más te vale —respondí en el mismo tono bajo, dándole un beso en los labios.
Al día siguiente, nos despertarnos, cogimos, salimos de casa a hacer los recados y tuvimos una discusión a gritos con la dueña de la cafetería a la que iba siempre porque, al parecer, «no respetábamos las normas de higiene». Era solo una mala excusa para echarnos de allí porque no querían a lobos en su bonito local. Puede que los demás clientes se hubieran quejado, puede que ella fuera una puta racista; fuera lo que fuera, rompí una silla contra el cristal del mostrador, llenando la cafetería de un estruendo y los dulces que tenían allí expuestos, de pequeños cristales.
—Ahora tienes una buena excusa para echarnos, pedazo de basura —le dije.
—¡Voy a llamar a la policía!
—¡Me chupa un huevo! —grite y me llevé de allí a un Roier que no paraba de gruñir muy alto y muy fuerte, apretando los dientes y asustando a todos los clientes que allí había.
Eso era lo único que podía hacer porque, según me contó después «Carola prohíbe a Manada hacer daño a humanos o cosas de día. Llama mucho la atención. Así que solo de noche». No me importó demasiado, la verdad, y le acaricié el abdomen mientras esperábamos a que nos entregaran las bolsas de comida para llevar, consolándole por no haberme podido ayudar en mi cruzada por destruir la cafetería. Cuando llegamos a casa y tuvo la barriga llena, se sintió mucho mejor, ronroneando entre mis brazos hasta quedarse dormido; tras una hora le desperté con una buena mamada y, para cuando salimos juntos de casa, volvía a ser un lobo muy feliz.
—Hola, tengo una entrega para «soy una mierda de lobo apestoso y me la chupo a mí mismo porque nadie quiere hacerlo» —dije cuando Quackity bajó la ventanilla del precioso Toyota negro todoterreno, aparcado en una esquina discreta del centro económico de la ciudad—. ¿Sos vos el lobo apestoso que se la tiene que chupar a sí mismo porque nadie más lo hace? — le pregunté, mostrándole las cuatro pizzas familiares que llevaba entre las manos.
Quackity el Beta pecoso me dedicó una expresión muy seria junto con un gruñido bajo de enfado, pero solo fue una divertida advertencia.
—Tengo a tantos humanos haciendo cola para chuparme la verga que perdí la cuenta, Spreen —respondió antes de apartar la mirada hacia las cajas y extender las manos para agarrarlas—, pero eso ya lo sabes…
Solté un murmullo desinteresado y saqué el paquete de cigarros.
—Pues no es este el callejón donde sueles estar rompiendo corazones — le dije, llevándome el cigarro a los labios con una fina sonrisa. Puse una mano para cubrir la llama del zippo de la fina lluvia y después solté una bocada de humo— No me digas que ahora sos todo un espía.
Quackity abrió la primera caja, con la cabeza gacha para tratar de ocultar la media sonrisa de sus labios.
—Sube al coche y termínate tranquilamente el cigarrillo —me dijo en un tono que bailaba entre la amistosa oferta y una orden—. A no ser que te quieras quedar bajo la lluvia como el puto vagabundo que eres.
No esperó a mi respuesta antes de llevarse casi una porción entera de la pizza barbacoa a la boca y masticarla con la vista al frente. Di la vuelta al Toyota y subí al asiento del copiloto, quitándome el casco y abriendo la ventanilla para no llenar el coche de olor a humo; además de dejar escapar parte del Olor a Macho que había allí acumulado. Quackity no olía mal, pero no era Roier.
El lobo había aparcado en un sitio discreto, aunque con buenas vistas a la entrada de uno de los grandes edificios acristalados. Por supuesto, no pregunté lo que estaba haciendo allí. No me interesaba.
—Escuche lo que pasó en el Luna Nueva —dijo Quackity, rompiendo un silencio que había durado un par de minutos mientras se terminaba la primera pizza, dejaba la caja en el salpicadero y se abría la siguiente—. Algún pendejo fue tan idiota como para atacar un local de la Manada y a los lobatos. ¿Te imaginas quién podría ser tan pendejo, Spreen?
—No tengo que ni idea —murmuré mientras me llevaba el cigarro a los labios y miraba al frente, al cristal perlado de gotas y regueros de lluvia y las luces de la calle—, pero suena muy divertido.
—Ese imbécil que debería haber dicho la verdad y no tratar de vengarse por su cuenta y buscarse más problemas de los que ya tiene, pintó un montón de mierdas y no pudieron abrir el local este fin de semana — continuó, hablando a la vez que masticaba pedazo tras pedazo de pizza de carne—. Los lobatos están que se suben por las paredes.
— Aay…qué pena me dan.
—Carola está enfadado, Spreen —añadió, como una especie de advertencia mientras me miraba por el borde de los ojos—. Los lobatos son un montón de pendejos y lo que te hicieron merece un castigo serio, pero son…
— Parte de la Manada —le interrumpí, respondiendo a su mirada y ladeando el rostro—. Y yo no lo soy.
Quackity mantuvo mi mirada un momento y asintió, volviendo la vista al frente para seguir devorando su pizza familiar.
—Ya hablé con Carola —murmuré, girando el rostro hacia la ventanilla antes de llevarme el cigarro a los labios y echar una voluta de humo hacia la lluvia—. No necesito que me digas algo que ya sé, Quackity, ya me quedo claro que voy a ser un paria el resto de mi vida.
—Si sigues cometiendo estos errores, será complicado, Spreen — respondió él en voz baja—. Lo estabas haciendo muy bien hasta ahora.
—¿Te gusta Daisy? —le pregunté entonces.
Quackity me miró por el borde de los ojos, sabiendo que aquel era un tema peligroso. Yo sabía que el lobo no quería hacerme daño pero, después de todo, era yo quien había preguntado, así que respondió:
—Es muy tímida, pero suele pasarle a los compañeros recién llegados. No hablé mucho con ella todavía. Quizá en la… —se detuvo un momento—, en la fiesta de cumpleaños de Aroyitt, hablemos más y pueda hacerme una idea.
Me llevé el cigarrillo a los labios para darle otra calada que eché hacia la ventanilla. No miraba a Quackity, era solo una voz grave en mis oídos, rivalizando con la lluvia contra el cristal y el sonido de los pocos coches que pasaban a aquella hora por la carretera.
—Conocí a Ollie ayer —dije en voz baja tras un breve silencio—. En la tienda de caramelos. No sabía quién era hasta que me dijo que estaba con Daisy. ¿Crees que se quería reír de mí?
—No —negó en rotundo—, Ollie no es así. No es esa clase de persona.
Asentí un par de veces, apoyé el brazo en la ventanilla y doblé el codo para llevarme el cigarrillo a los labios, soltando el humo lentamente.
—¿Por qué fuiste a la tienda de caramelos, Spreen? —me preguntó Quackity tras empezar su tercera caja de tamaño familiar de pepperoni.
—Fui a entregarle las tres pizzas que pidió.
—¿Ollie? —dejó de comer y me miró con una expresión entre la sorpresa y la extrañeza, casi la misma que había puesto Roier al oírlo.
—Me dijo que no eran para él —añadí, girando el rostro hacia el lobo —, porque tenía compañera.
—No había nadie más en… —y se detuvo, dándose cuenta de que estaba hablando de los asuntos de la Manada con alguien con quien, se suponía, no debería hablar de eso. Bajó la mirada a su pizza y siguió comiendo con su expresión preocupada y seria—. ¿Cuántas pidió? —me preguntó tras un breve silencio.
Fumé una última calada y tiré la colilla hacia la calle mojada y repleta de charcos.
—Las mismas que vos —respondí antes de abrir la puerta del coche.
—Oye, Spreen —me llamó antes de que me alejara. Me puse el casco de la moto y me giré hacia el lobo—. Si Ollie vuelve a pedirte comida… avísame, por favor.
—¿Por qué?, ¿crees que hay algún problema? —le pregunté. Por supuesto, él no dijo nada a aquello, solo se quedó mirándome con sus ojos marrones y su expresión seria—. Todo queda en la Manada —sonreí, dejando a Quackity atrás.
Aquella madrugada, tras no parar de hacer repartos durante toda la noche, salí de la pizzería y fui hacia el Jeep negro. No había nadie en el asiento del conductor, así que fui directo a la parte de atrás, encontrándome a un Roier que me gruñó nada más verme, con los pantalones por los tobillos, la pija dura y la camiseta levantada.
—Así me gusta —sonreí con profundo placer y entré en el coche de un salto, directo a comerme a mi lobo feroz.
Después de correrse cuatro veces, Roier quedó recostado en el asiento, jadeando, con los ojos entrecerrados y la verga inflamada dentro de mí. Yo no estaba mucho mejor, montado sobre él, con los brazos alrededor de su cabeza y la cara hundida en su cuello. Nos tomamos aquellos preciosos minutos de descanso en los que el lobo recuperó suficientes energías para abrazarme y restregarme su sudor por la cara mientras ronroneaba.
Cuando llegamos a casa, fue directo a la cocina, se sentó en el taburete de la barra y esperó a que dejara la bandeja con un pavo de seis kilos delante de él. Gruñó con profundo placer y abrió los ojos cafés y ambar antes de empezar a devorar la carne a grandes bocados sin dejar de mirarme. Yo me senté frente a él y fui comiendo con un tenedor poco a poco.
—Roier, ¿qué pasaría si un compañero no da suficiente comida a su lobo? —le pregunté, solo por pura curiosidad.
—Roier se porta bien. Buen Macho —fue su respuesta, frunciendo el ceño antes de atraer la bandeja hacia él como si quisiera defenderla de mí—. Roier merece toda la comida que le da Spreen.
Eso me hizo sonreír un poco.
—No te voy a quitar la comida, Roier —le aseguré para tranquilizarlo—. Solo era una pregunta.
El lobo gruñó un poco, más agudo y corto; un ruido que significaba sorpresa y entendimiento.
—Si Spreen no diera comida a Roier, su Macho pasaría mucha hambre — respondió mientras masticaba—. Roier ya no come nada que no le dé su compañero.
—¿Y qué haría la Manada si viera que pasas hambre?
—Manada ayuda, siempre ayuda —asintió—. Pero Roier no aceptaría — y puso un gesto orgulloso de cabeza alta y expresión seria, no tan eficaz cuando tenía la boca llena de grasa y restos de carne—. Sería como traicionar a Spreen y dejarlo mal delante de Manada. Roier nunca haría eso.
—¿Comerías a escondidas, entonces?
Roier agachó la cabeza.
—Solo si… mucha, mucha hambre —reconoció.
Asentí, me metí un último trozo de pavo en la boca y lo bajé con un trago de la cerveza de Roier. Después me levanté y saqué mi paquete de cigarros del bolsillo para ir a fumar a la puerta de emergencia. Me había llamado la atención que tanto Roier como Quackity se hubieran sorprendido tanto de que Ollie hubiera pedido pizza. Si realmente estaba comiendo a escondidas debía ser porque la puta de Daisy no le daba suficiente en su Guarida. Mala compañera… Sonreí.
No es tan divertido cuidar de un lobo cuando tenes que gastarte cientos de dólares en comida, ¿verdad? Pues a eso súmale que tu casa ahora es una Guarida, que no puedes invitar a nadie ni verte con nadie, que siempre vas apestando a Olor a Macho allí a donde vayas, que tus padres y familia te van a juzgar por cogerte a un lobo y que vas a entrar en esa «Manada». La gente no sabe lo que es la Manada, así que se creen que es parecido a volverte amish o mormón. Que sus hijos o hermanos van a unirse a algún tipo de secta extraña y llena de lobos donde se van a pasar el día drogados y en orgías. Ojalá eso hubiera sido cierto… pero no, la Manada no hacía cosas tan divertidas; solo putos picnics, barbacoas, comidas y fiestas como una enorme y aburrida familia.
El problema, es que muchos no saben esto. Empiezan a tontear con un lobo y piensan que el sexo es una maravilla y que no les importa aguantar un par de tonterías como darles de comer o que visiten tu casa cuando quieran. Entonces es solo algo divertido. Tienes a un pedazo de hombre enorme, guapo, musculoso, cogedor y salvaje que viene a tu casa a hacerte muy feliz de vez en cuando; pero, ¿y si la cosa se pone seria? Oh, sí… querer a un lobo significa sacrificar muchas cosas. Más de las que, quizá, estabas dispuesto en un principio. A no ser que seas un Omega del Foro y estés obsesionado con conseguirlo, la mayoría de personas racionales empiezan a tener dudas y miedo, a preguntarse si «merece la pena», si «no te arrepentirás más tarde», si «eso de ser un compañero es para vos», de si estás dispuesto a perder toda tu vida para meterte de lleno en un nuevo mundo de lobos y ostracismo social más allá de la Manada.
Para ser un compañero, lo tenes que dar todo por tu lobo. Tenes que dejarlo todo por tu lobo. Tenes que enfrentarte a mucha humillación y rechazo social; y quizá, a mitad de camino, te des cuenta de que ya no es tan divertido como pensabas que sería, que el sexo está bien, que te divertiste mucho, pero que vos no queres perder a tu familia y amigos, tu trabajo y ser solo la mujercita de un apestoso y enorme lobo.
Daisy no quería serlo.
Chapter 35: LOS LOBATOS: VENGÁNDOSE
Chapter Text
—Hola, tengo una entrega para: «soy un lobo con los huevos chiquitos y que solo se corre una vez» —dije bien alto cuando respondieron al megafonillo de la puerta.
—¿Eres Spreen, el pizzero? —preguntó alguien con la voz ronca.
—Sí, soy yo. Spreen, el pizzero… —murmuré no con demasiada alegría.
Se oyó un corto y las puertas de rejas de la nave industrial se abrieron para que pudiera pasar con mis ocho pizzas tamaño familiar apiladas entre las manos, evitando los charcos de barro que había a la entrada. De una de las puertas metálicas iluminadas por una sola bombilla, salió un hombre bastante intimidante y con una cicatriz en la cara, pero era tan solo un humano. Me hizo una señal al interior y mantuvo la puerta abierta para que cruzara, después me guio por un pasillo estrecho que no me hizo ninguna gracia, hasta que empecé a notar un olor a lobo y alcanzamos una de las salas con vistas al interior de la nave.
— Hola, tengo una entrega para: «soy un lobo con los huevos chiquitos y que solo se corre una vez» —repetí, bastante relajado al ver allí a algunos solteros de la Manada. Por una momento, había temido que aquello hubiera sido una trampa.
—Ha llegado tu pizza, Serpias —anunció Rubius, sentado en el sofá.
—¿Sos vos el lobo con los huevos chiquitos y que solo se corre una vez? — le pregunté a Serpias, que me respondió con un profundo gruñido de enfado mientras el resto se reían.
—Ten cuidado, Spreen —me advirtió—, no deberías insultarnos así… otra vez.
Solté un murmullo desinteresado junto con una expresión indiferente, me acerqué a la mesa baja donde tenían apoyados un par de carpetas y folios y dejé allí la montaña de pizzas. Allí también había dinero, aunque no el suficiente para pagar las noventa dólares que valía el pedido. Lo ignoré, como hacía siempre, y me di la vuelta para irme, pero Rubius me dijo:
—Espera, Spreen —agarro dos cajas de pizza del montón y se levantó para ir conmigo hacia la puerta—. Voy a ir a fumar un momento.
Algunos de los lobos gruñeron y se quejaron de que se llevara comida, incluso cuando ya estaban comiéndose las porciones de pizza como si no hubiera un mañana.
—Dos para cada uno, estas son las mías —declaró Rubius—. Si las dejo aquí, las vais a comer sin mí —y, pasándose la mano por su media melena rubia, me hizo una señal hacia la puerta.
—¿Cómo va todo, Spreen? —me preguntó a mitad el pasillo, mirando al frente o al lado donde no estaba yo como si algo en aquella pared grisácea hubiera llamado su atención.
—De lujo, viviendo mi sueño de repartir pizzas toda la noche por una puta miseria de sueldo —murmuré en respuesta, sacando ya un cigarrillo para dejarlo en los labios—. ¿Y vos como estas, Rubius?
El lobo se encogió de hombros y siguió mirando al frente hasta que llegamos a la salida, entonces se detuvo bajo el techo que cubría la entrada y se sentó contra la pared de ladrillo, colocando las cajas de pizza al lado para abrir la primera y llevarse una porción a la boca. Me encendí el cigarro con el zippo y me quedé allí, de pie, con una mano en el bolsillo y mirando el patio embarrado, repleto de charcos e iluminado por las pocas farolas que alumbraban el muro de rejas que bordeaba de la propiedad.
—Dos de mis humanos han vuelto a dejar sus casas de un día para otro — me dijo tras un largo minuto que se pasó comiendo la mitad de su primera pizza. Giré el rostro hacia Rubius y lo miré con la cabeza gacha, agarrando otro pedazo para llevarse a la boca—. Y cuando volví a ver a Selene, ya no olía a mí por ningún lado ni me dio de comer. ¿Eran más de esos… loberos de los que me hablaste?
Me sorprendió aquella repentina conversación, una que solíamos tener en el pasado, a las puertas del Luna Llena cuando venía a verme y fumaba conmigo. Una noche me había dicho que no entendía por qué los humanos «desaparecían», o se mudaban de piso y cuando volvía a verlos ya no estaban allí o, algo que le molestaba mucho, no tenían su Olor a Macho por ninguna parte. Entonces yo me había encogido de hombros y le había dicho: «son solo loberos. Hacen esas cosas». Él no me había entendido, por supuesto, porque para la Manada no existía el concepto de que un humano solo los pudiera querer para tener sexo durante un corto período de tiempo. Ahí empecé a darme cuenta de las pequeñas y grandes diferencias que había en cómo los lobos nos percibían a los humanos y como los humanos percibían a los lobos.
—Seguramente —murmuré en respuesta—. Quedan solo dos meses para el Celo, deben haber empezado ya a «purificarse».
—No sé si quiero saber lo que significa eso.
—Significa que vas a perder a más de tus humanos porque quieren pasar el Celo con otro lobo.
Rubius frunció el ceño y agachó más la cabeza, como si no pudiera ni comprender por qué harían tal cosa. Eran sus humanos, después de todo.
Creo que aclararé una cosa aquí: los Machos de la Manada no piensan como los humanos, tienen sus propios conceptos, sus propios instintos y sus propias ideas. Son hombres grandes, atractivos, musculosos e increíblemente egocéntricos, eso simplemente forma parte de su naturaleza. Viven como en una especie de… burbuja, en mundo paralelo donde lo que ellos hacen es lo normal y los «extraños» son los demás. Por poner un ejemplo, ellos no creían que estuviera quebrantando la ley con sus actividades delictivas, porque las hacían dentro de su territorio, y en su territorio ellos marcaban las leyes, eran los jueces, jurados y verdugos y ningún humano podía decirles lo contrario. Así que defendían sus intereses y a la Manada de la forma que mejor se les daba, con violencia, amenazas y crimen organizado.
Pues bien, pasa algo parecido con sus relaciones con humanos; ellos creen que los hombres y mujeres que los visitan en sus clubs, como en el Luna Llena, son personas deseosas de conquistarlos para conseguir un «buen Macho de la Manada», como si eso fuera lo mejor que te pudiera pasar en la puta vida. Los lobos creen que, si les haces mucho caso, les das caricias, les haces mamadas y les dejas cogerte, es solo porque estás interesado en ellos y en llamar su atención para, con suerte, convertirte algún día en su compañero. Como los hombres egocéntricos y egoístas que son, se aprovechan mucho de eso; se hinchan al coger, se dejan querer, mimar, alimentar… básicamente, dan por hecho que lo único que querés vos es demostrarles lo felices que podrías llegar a hacerles. Tienen lo que Mariane, la compañera de Don, definió una vez como «Mentalidad de Macho». Ellos están convencidos de que son lo mejor, de que forman parte de una gran Manada y de que son lobos grandes y fuertes a los que todos desean.
Después de tantos años a su lado, todavía no estoy seguro de que los lobos realmente sean conscientes de su atractivo físico y de por qué atraen a los humanos de esa manera. Nunca vi que le dieran importancia al hecho de ser tan guapos, tener cuerpos tan increíbles y pijas enormes. No, es algo mucho más complicado que eso. Los lobos piensan que es su naturaleza, su fuerza y su estatus en la Manada lo que atrae a los humanos hacia ellos. Cuanto más rango tienen, más meticulosos y perfeccionista se vuelven con los humanos que eligen, tienen más exigencias en El Cortejo y es más complicado «conquistarlos». Esa es la teoría general, por supuesto, después cada lobo es diferente y hay todo tipo de casos; como el de Roier, que, aún siendo SubAlfa, se enamoró como un tonto y no me «complicó mucho las cosas» por miedo a que yo lo rechazara; pero los Machos no suelen desarrollar emociones tan fuertes ni tan rápido a no ser que se sientan muy atraídos, así que podemos considerarlo un caso especial porque yo soy un hombre increíble. Normalmente, El Cortejo lleva tiempo y se desarrolla de una forma lenta. Pero ese es otro tema.
El caso es que esta mentalidad de «intenta ser mi compañero», choca muchísimo con la realidad de los humanos, que solo ven a los lobos como mitos sexuales y pasatiempos divertidos con los que experimentar; pero nunca como posibles parejas. A no ser que fueras un Omega, por supuesto, pero ellos eran solo el cinco por ciento del total de humanos que les visitaban, siendo, en su gran mayoría, loberos o personas ocasionales que quería «probar algo diferente». Así que los lobos no eran capaces de entender por qué sus humanos desaparecían de un día para otro, o perdían su Olor a Macho o, de pronto, no les abrían la puerta o ya no les daban de comer. No eran capaces de comprender que solo los quisieran para coger y que, si los llevaban a su casa, era solo por un corto periodo de tiempo hasta que decidieran deshacerse de ellos o cambiar de lobo. Saber eso era algo que les confundía mucho y les ponía muy nerviosos, porque contrastaba con todo lo que ellos creían de sí mismos o del mundo que les rodeaba, así que yo siempre tenía cuidado con lo que les decía al respecto y a quién; nunca les mentía, pero solo hablaba de ello cuando preguntaban, como Rubius aquella noche.
—No te sientas mal, no es culpa tuya —le dije antes de fumar una calada de mi cigarro y echar el humo hacia la lluvia.
—Selene me gustaba —murmuró por lo bajo, mirando a la caja de pizza y comiendo más lentamente porque estaba triste—. Me daba buena comida, era divertida y sabía hacer… muchas cosas con la lengua.
—Es mejor que te dejara ahora, créeme —le dije, porque sabía que esa chica era una de las favoritas del lobo y, por lo que me había contado, estaba a las puertas de alcanzar un Vínculo Terciario con ella.
Selene ya había pasado El Celo de abril con Rubius, así que si él la hubiera elegido una segunda vez, hubiera sido un problema para ella, ya que significaría que el lobo estaba empezando a tomarse en serio su relación, y eso era algo que la lobera no quería. Por increíblemente guapo que fuera Rubius, era un riesgo muy grande tontear con la idea de mantener a un lobo a tu lado; porque de pronto aparecían en tu trabajo, te pedían las llaves de tu casa y te la llenaban de putas plantas, mantas y alfombras que apestaban a su Olor a Macho. Entonces, boom, tu casa era su Guarida y vos su putita, cocinera, niñera y sirvienta, todo en uno.
Negué con la cabeza y eché el humo hacia la cobertura del techo.
—¿Por qué me dan de comer, me dejan follarles y me invitan a su casa si después se van a ir? —dijo, tirando el trozo de pizza de vuelta a la caja. Gruñó con enfado y giró el rostro para que yo supiera que no estaba furioso conmigo.
Saqué el paquete de cigarros del bolsillo y me acerqué para ofrecerle uno. El lobo no me miró a los ojos, pero aceptó el cigarrillo y se lo puso en los labios. Buscó en el bolsillo de su pantalón corto y sacó una caja de cerillas para encenderse el cigarro, entonces soltó el humo mientras negaba con la cabeza y se pasaba la mano por la melena.
—Rubius —le dije mientras me ponía de cuclillas frente a él, En esta ocasión, esperé a que me mirara a los ojos para continuar—: es mejor que te dejen ahora, cuando todavía es pronto, a que se arrepientan y se vayan cuando vos quieras presentarles a la Manada; porque entonces te harán mucho más daño.
El lobo se quedó mirándome fijamente con sus bonitos ojos de color verde, fumó una calada de su cigarrillo y me preguntó:
—¿Eso es lo que te pasó a ti en la bolera, Spreen? ¿Te arrepentiste de estar con Roier?
Tras otro breve silencio, terminé el cigarrillo y lo tiré a un lado, echando el humo en la misma dirección.
—Sí —reconocí en voz baja y una expresión seria—. Yo también tuve mis dudas, pensé en marcharme y no volver, pero Roier… es un lobo muy especial y ahora ya no puedo dejarlo.
Rubius levantó la cabeza, como si aquella confesión le hubiera atrapado por sorpresa. Entonces nos quedamos en silencio y se creó un extraño momento de intimidad compartida, de entendimiento, allí, bajó el techo cubierto de la nave, con la luz mortecina de la única bombilla sobre la puerta.
—¿Por eso lo humillaste tanto esa noche en la bolera? —preguntó él—. ¿Por eso… insultaste a toda la Manada y nos diste la espalda?
—No. Eso no lo hice a propósito. —tome una bocanada de aire y la solté mientras me ponía en pie—. Como podrás apreciar por mis increíbles trabajos, mis problemas con las drogas y mi pasado criminal, no siempre tomo las mejores decisiones en la vida.
Rubius ladeó la cabeza en silencio, se llevó el cigarrillo a los labios y fumó otra calada, todavía sin apartar la mirada de mis ojos. Esperé unos segundos, pero terminé despidiéndome con un leve cabeceó y un simple: «Nos vemos, Rubius», antes de salir a la lluvia y el patio embarrado, colocándome el casco de camino a la moto. No había sido mi intención compartir una confesión con el lobo aquella noche, pero simplemente había pasado. Digamos que había sido uno de esos momentos en los que te sientes cómodo y no te importa que la otra persona pueda conocerte un poco más; después de todo, Rubius era de mis lobos favoritos.
Conduje rápidamente hacia la pizzería, no porque tuviera prisa por seguir trabajando, sino porque tenía una peligrosa tendencia a apretar el acelerador cuando iba en moto. Era un chico malo al que le gustaba la velocidad. Al girar la esquina de la calle, apreté el freno tan deprisa que derrapé sobre la carretera mojada, llegando a estar a punto de caerme de lado al suelo. Cuando recuperé el equilibrio me quedé muy quieto, en mitad de la calle, bajo la fina lluvia, con una presión en el pecho y expresión muy seria. Frente al local de la pizzería había dos coches de la policía con las luces de señalización puestas, así que no habían ido a por un par de pizzas, sino que estaban allí por trabajo. Miré a mis espaldas y estuve a punto de darme la vuelta e escapar muy lejos de allí, sin embargo, yo sabía que eso no evitaría que, si había habido algún problema, el dueño no dijera mi nombre en algún momento; entonces yo sería el sospechoso número uno y tendría a un grupo de agentes a las puertas de mi casa, en la que vivía un enorme lobo…
Chasqueé la lengua y apreté los manillares de la moto. No me quedaba otra que volver. No es que fuera mejor, porque, aunque no hubiera hecho nada, sería la segunda vez en un mes que yo estaba en medio de algún asunto turbio. Apreté los dientes y liberé un grito de frustración. Aquellas mierdas siempre me pasaban a mí.
Conduje hacia la puerta del local y dejé la moto con el resto, bajo la atenta mirada de uno de los agentes que estaban en la puerta, sacando un par de fotos con su celular para añadirlas al informe policial. Le ignoré en un primer momento, echando una mirada al interior de la pizzería a través de las cristaleras con el menú impreso en letras coloridas. Pude distinguir a más agentes y al joven con cara pálida y expresión de miedo que trabajaba allí; todos en mitad de un local totalmente destrozado y pintarrajeado con spray de colores. Los putos lobatos… Apreté más los dientes y traté de controlar la pura rabia que estaba sintiendo en aquel momento.
—Perdona, ¿trabajas aquí? —me preguntó el policía que estaba en la puerta, echándome una mirada de arriba abajo.
Tardé un par de segundos en girar el rostro hacia él, y un par más en responder:
—Sí, trabajo acá.
—Ah… —murmuró el agente, volviendo a echar un vistazo con el ceño fruncido. Seguramente preguntándose si yo estaba tan drogado como el dependiente—. ¿Y dónde estabas?
—Entregando un pedido. Soy el repartidor —y señalé la moto con un gesto del pulgar por encima del hombro.
El policía miró a mis espaldas, como si necesitara comprobarlo, y terminó asintiendo, provocando que algunas gotas de lluvia se precipitaran desde la visera de su sombrero.
—El local ha sufrido un atraco cuando no estabas —me explicó entonces—. Un grupo de adolescentes se precipitó al interior y causaron destrozos, pintaron las paredes y robaron el dinero y la comida antes de huir.
Miré de nuevo al interior de la pizzería, entre las letras serigrafiadas.
—No serás tú Spreen, ¿verdad?
Me volví a quedar en silencio. Lo peor de todo aquello era que, los muy idiotas de los lobatos, habían escrito en las paredes cosas como: «Spreen la chupa hasta el fondo y se lo traga». «Spreen es una zorra con el culo lleno de semen» o «Spreen es un hijo de puta y un come mierdas».
—Sí, soy yo… —murmuré en voz baja porque, aunque mintiera, sabía que el joven drogado les habría contado ya quién era yo y, si me llevaban de nuevo a comisaría, no tardarían ni un minuto en identificarme en la base de datos.
—Nos gustaría hacerte unas preguntas.
Cerré un momento los ojos y tomé una bocanada de aire antes de asentir. Control. Eso era lo más importante en aquel momento. No enfadarse y montar un espectáculo delante de la policía, porque yo sabía que eso solo complicaría las cosas. En aquel momento estaba de mierda hasta el cuello y tenía que planear con cuidado las palabras que dijera y la imagen que proyectaba. Mi nombre estaba en las paredes y todos allí sabían que aquel ataque era algo personal hacia mí.
—Acompáñame, por favor —me pidió el agente, extendiendo la mano hacia el interior del local.
Se quedó vigilándome hasta que obedecí, moviéndome a pasos lentos y entrando por la puerta de la pizzería. Olía a comida, pero también había una peste detrás de aquello, algo extraño que, si ya habías olido antes, sabías reconocer perfectamente: lobato. Si yo podía olfatearlo en el ambiente, era porque se trataba de un local cerrado y el ataque no podía haberse producido hacía mucho. Nada más entrar, el resto de agentes se giraron hacía mí, cinco en total, más el joven drogado, quien enseguida me señaló con el dedo.
—Él es Spreen —les dijo—. Yo no sé nada, solo trabajo aquí.
Le miré a los ojos claros, pero mantuve la calma. No era más que una pequeña rata tratando de evitarse problemas porque estaba fumado hasta las cejas y quería distraer la atención de los agentes de policía de ese hecho.
—Yo soy Spreen —confirmé, quitándome el casco de la moto y quedándome a pocos pasos de ellos, con la chaqueta roja con líneas reflectantes goteando agua sobre el suelo de baldosas blancas.
—Te estábamos esperando —me dijo uno de ellos, acercándose un paso mientras se subía la visera de la gorra de policía y miraba las notas de su pequeña libreta—. Nos gustaría hacerte unas preguntas, aunque mejor lo hacemos en comisaría. Así podrás hacer una denuncia… si quieres.
Tardé otra par de segundos en responder, mordiéndome la punta de la lengua con tanta fuerza que me hice daño. Quería gritar con tanta fuerza que me reventaran las cuerdas vocales.
—Por supuesto —murmuré con un breve asentimiento—. Haré una llamada antes. Mi madre. Para que no se preocupe.
Los agentes se echaron una rápida mirada, sospechando de mí, pero yo no era el agresor en esa situación, sino el agredido; así que no les quedó otra que aceptar. Eso sí, con dos policías siguiéndome de cerca hacia la salida mientras sacaba un cigarrillo y el celular. Primero me encendí el cigarro y después busqué en el registro del celular el número que Roier siempre marcaba. Solo tardó un par de tonos en responder.
—Spreen…
—Hola, mamá —le dije a Carola antes de encenderme el cigarrillo con el zippo y soltar el humo—. Paso algo en la pizzería, al parecer vinieron un grupo de pelotudos y destrozaron el local. Pintaron mi nombre por todos lados y ahora la policía está acá y me van a hacer un par de preguntas en la comisaría.
Solo se oyó un grave gruñido en respuesta, uno contenido en la garganta, pero bastante enfadado.
—Me ocuparé de todo.
—Sí, y vos tendrás que cuidar de mi Roier, no sé cuándo volveré a casa.
—Hablaré con Roier para que se mantenga al margen —prometió el Alfa.
—Muy bien —asentí antes de colgar. Fumé otra calada y miré a los dos policías que me observaban atentamente, preparados por si echaba a correr o algo así—. Ya está, podemos irnos.
Los dos hombres se dirigieron a un coche patrulla y yo los seguí con cara seria. Fumando un poco más antes de tener que arrojar el cigarro hacia la carretera mojada y subirme a la parte de atrás. Estaba tan jodido que no sabía ni por dónde empezar. Yo apestaba a lobo, era la segunda vez aquel mes que era víctima de un crimen, pero en esta situación estaba claro que yo era el objetivo y no solo un trabajador desafortunado. Así que la deducción más obvia era que estaba metido en algo muy turbio.
No les faltaba razón. Al parecer, estaba en medio de la puta guerra con los lobatos. Una que yo no había empezado y de la que estaba saliendo muy perjudicado: ya me habían hecho perder dos empleos y me habían dado problemas que no quería con la policía. Y, como yo no tenía el apoyo de la Manada, los lobatos se creían intocables, por encima de mí y con derecho a joderme la vida si querían.
Yo les demostraría que eso no era cierto.
Chapter 36: LOS LOBATOS: NUNCA APRENDEN
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—Ojalá pudiera decirte que me sorprende verte otra vez aquí, pero no sería verdad —me dijo el detective Lemon, como la fruta, cerrando la puerta metálica de la sala de interrogatorios para acercarse con mi capeta policial en la mano. La dejó caer sobre la mesa con un golpe seco y movió la silla de oficina para sentarse—. Para ser un hombre reformado, parece que siempre estás metido en problemas… ¿no crees?
Yo fumaba tranquilamente, mirando al detective casi sin pestañear y con una expresión de indiferencia absoluta en el rostro.
—Yo no me meto en problemas —respondí antes de encogerme de hombros—, pero tengo mala suerte en la vida.
—Ya… —murmuró él, abriendo el informe para pasar un par de páginas de forma distraída—. Y dime… ¿por qué este es el segundo negocio en el que trabajas y que atacan y destrozan, Spreen? ¿Viejos enemigos con viejos rencores?
—Puede ser, Lemon como la fruta —reconocí, recostándome en la silla y haciendo crujir el respaldo bajo mi peso. Empecé a mover un poco las piernas para girar sobre el eje de un lado a otro mientras echaba la ceniza del cigarrillo sobre el cenicero—. Hay gente que no sabe aceptar que su novio es un hijo de puta, y me culpan a mí por eso…
El detective dejó de pasar páginas del informe para dedicarme una mirada seria por el borde superior de los ojos.
—¿Así que crees que ha sido un crimen por celos?
—No me sorprendería —eché el humo por el borde de los labios hacia un lado.
—¿Y esperas que te crea con esa peste a lobo que tienes?
—Hay gente que no sabe aceptar que su lobo es un lobo y me culpan a mí por eso —respondí con la misma indiferencia—. Hay muchas posibilidades…
El detective cerró el informe y entrelazó las manos encima de él, mirándome fijamente con su atractivo rostro y sus bonitos ojos azules.
—No te creo, Spreen —declaró.
—¿No crees que puedo tener a varios hombres haciendo cola para coger y a un par de lobos visitándome noche tras noche? —pregunté con una media sonrisa—. ¿O es que sos demasiado machito y cerrado como para no reconocer que soy un tipo atractivo? —le pregunté mientras arqueaba una ceja.
Aquello no le gustó al detective, que acentuó su expresión seria.
—Lo que creo, Spreen, es que estás metido en algún asunto turbio con los Hombres Lobo y que no eres más que un pelele que se cree muy importante.
—No respondiste a mi pregunta, Lemon como la fruta.
—Soy yo quien hace las preguntas aquí.
Solté un murmullo, como si estuviera impresionado, y seguí fumando y mirándolo tranquilamente. Sabía que no podían detenerme porque no había hecho nada malo, pero eso no quería decir que, si enfadaba al idiota del detective, no me fuera a dejar allí tirado toda la noche como la primera vez. El hombre esperó unos segundos, tratando de parecer intimidante y serio, antes de sacar una carpeta de debajo de la primera, la abrió y la puso frente a mí.
—¿Con cuál de estos Hombres Lobo estás manteniendo relaciones sexuales?
Arqueé las cejas, esta vez, sorprendido de verdad. En la hoja había impresas imágenes de archivo de algunos de la Manada, robados de cámaras de seguridad u otros dispositivos de vigilancia. Estaban Quackity, Shadoune, Rubius, Axozer, Karchez, Ollie y cinco más que no pude reconocer, aparte de, por supuesto, Roier. Me quedé un par de segundos mirando la imagen en la que salía, en ángulo picado donde se le veía entrando con su cara de muy mala genio en algún sitio. Quise sonreír al ver a mi lobo enojado y peligroso, pero me contuve. Me incliné hacia delante y pasé una página para ver si había más fotos. Me encontré con varias imágenes de Carola, pero el detective puso rápidamente la mano, con un golpe seco y ruidoso, para que no pudiera seguir pasando páginas. Levanté la mirada por el borde de los ojos y me encontré con su expresión enfadada.
—No te he dicho que pases las páginas, solo que me digas cuál de estos lobos te estás cogiendo —me recordó con un tono duro. Al parecer, el detective Lemon como la fruta, tenía muy poca paciencia conmigo, quizá porque su prometida le había abandonado por un lobo. Aquello era tan solo una conjetura mía, pero cada vez me parecía más real.
—¿Y saber eso te va a ayudar a encontrar a la persona que destrozó la pizzería? —pregunté.
—Será más fácil investigar quién ha sido, si me dices cuál de estos lobos tiene un amante tan celoso como para hacerte eso —respondió, apartando la mano de la hoja del informe para que pudiera ver de nuevo las fotos.
—Ah… claro… —murmuré—. ¿Sabes cuál es el problema, Lemon como la fruta? No suelo mirarles mucho a la cara porque normalmente estoy de espaldas y a cuatro patas —moví la carpeta hacia él, arrastrándola por la mesa—. Así que no puedo ayudarte en esto.
—¿Y piensas que me voy a creer eso, Spreen?
—Bueno, a los lobos les gusta garchar así. Pregúntale a tu prometida, si no me crees. Ella te lo puede confirmar — y sonreí.
El puñetazo llegó tan rápido que no lo vi venir, solo giré el rostro con violencia y casi me caigo de la silla. Cerré los ojos con fuerza y sentí el sabor metálico de la sangre en la boca. Tomé un par de respiraciones y escupí al suelo antes de volver a mi sitio y mirar al detective, con las manos sobre la mesa, de pie y mirándome con un odio intenso y frío.
—Así que tenía razón —murmuré, antes de pasarme una mano por los labios para limpiarlos.
—Te voy a decir algo, Spreen. Ten mucho cuidado conmigo, porque como descubra que estás ayudando a los putos lobos, me encargaré personalmente de que te pases el resto de tu miserable vida en la cárcel. Allí sí que te van a poner a cuatro patas…
—Mmh… —asentí. Agarre mi paquete de cigarros de la mesa y saqué uno para ponerlo entre los labios ensangrentados—. Pues si me vas a pegar y amenazar, Lemon como la fruta —dije mientras acercaba la llama del zippo a la punta del cigarrillo, que bailaba un poco a cada palabra—, quiero un abogado.
El detective dio un fuerte puñetazo a la mesa, haciéndola retumbar y crujir un poco. Sin decir nada, recogió las carpetas y se fue de la sala, dando un fuerte portazo al salir. Me quedé allí, pasándome la lengua por los labios antes de volver a escupir al suelo. Como sabía que iba a pasar, me dejaron allí tirado todo lo que pudieron, hasta que no les quedó otra que venir a buscarme y dejarme marchar. Apreté un poco los ojos al llegar a la oficina de comisaría, porque ya había amanecido y la claridad era casi cegadora en contraste con la penumbra de la sala de interrogatorios. Un agente con cara de muy pocos amigos me acompañó a la salida y, en un último momento, me empujó, haciéndome casi tropezar escaleras abajo. Me giré para mirarlo y él sonrió con condescendencia. Una vez más, tuve que tragarme la rabia y el enfado y seguir adelante, dando largos y pesados pasos sobre la acera mojada. Giré la esquina y miré de un lado a otro, esperando encontrar un Jeep negro esperando en alguna parte, pero como no lo encontré, seguí adelante. Entonces oí un bocinazo, pero no le hice caso hasta que se repitió y noté un movimiento por el borde de los ojos; entonces me detuve y giré el rostro.
En un Fiat Panda blanco que debía tener al menos doce años de antigüedad, había una mujer rubia de sonrisa amplia y bonitos ojos azules. Tenía el pelo recogido en una coleta y ropa deportiva. Parecía una madre cualquiera a punto de ir a su clase de spinning después dejar a los niños en el colegio.
—Spreen —me llamó, abriendo la ventanilla de mi lado e inclinándose para que la viera mejor—. Soy yo, Aroyitt, no sé si te acuerdas de mí —y sonrió más.
Tardé un par de segundos en reaccionar, más por la sorpresa que por otro motivo. Bajé de la acera y me incliné sobre la ventanilla abierta con una expresión seria.
—Sí, sí me acuerdo de vos —le dije—. ¿Y Roier?
—Oh, Roier… —se detuvo, perdió un poco la sonrisa y miró a un lado y a otro para asegurarse de que no me había seguido nadie y que podía hablar libremente—. ¿Por qué no subes? Me enviaron a buscarte — guiñó un ojo.
Me levanté y puse una expresión frustrada cuando ella no pudo verme. No era un buen momento para reencontrarme con la compañera de Carola, yo no estaba de humor tras aquella mierda de noche y no quería jugar a ser un chico bueno y agradable. Chasqueé la lengua, tome una bocanada de aire y me aparté lo suficiente para abrir la puerta del Fiat y meterme dentro. Lo primero que hice después de ponerme el cinto fue sacar un cigarrillo, el último que me quedaba.
—Uy, si no te importa, preferiría que no… —pero se detuvo al ver mi expresión seria.
Aroyitt forzó otra sonrisa, asintió con evidente incomodidad y se centró en arrancar el coche y sacarnos de allí. Yo me encendí el cigarrillo y saqué la mano por la ventanilla abierta, echando el humo en la misma dirección, ignorando las miradas nerviosas que la mujer me dedicaba por el borde de los ojos. El coche tenía un desagradable Olor a Macho, el de Carola, pero no porque él se hubiera subido antes, sino porque Aroyitt apestaba a su lobo; me imaginaba que tanto como yo debía apestar a Roier. Ella seguía mirándome de vez en cuando, tamborileando su dedo índice sobre el volante en cada semáforo en rojo, pensando en alguna conversación tonta con la que cortar la tensión que había allí. Para tratarse de la compañera del Alfa, un lobo tan seco y serio como Carola, Aroyitt parecía ridículamente inocente y suave.
—Carola me pidió que viniera yo porque creyó que sería peligroso que Roier lo hiciera —me empezó a explicar tras dos silenciosos y tensos minutos. Trataba de buscar contacto visual, de seguir sonriéndome y mantener su tono alegre y tranquilo mientras yo fumaba con la mirada al frente—. Se puso muy nervioso cuando escuchó que te había vuelto a llevar a comisaría. Se… se preocupa muchísimo por ti. Roier, digo —y soltó una risa nerviosa antes de detener el coche en un semáforo y mirarme por el borde de sus bonitos ojos azules—. ¿Te… te han hecho daño? Tienes una herida en el labio…
Fumé otra calada y eché el humo.
—Sí, me golpearon —murmuré sin muchas ganas.
—Oh, ¿estás bien? ¿Quieres que paremos en una farmacia y compremos un…?
—No, lo que quiero es irme a mi puta casa —la interrumpí, girando al fin el rostro hacia ella.
Aroyitt perdió al fin la sonrisa y asintió en silencio. Dejó de intentar mirarme y ver cómo estaba, solo puso la vista al frente y condujo con ambas manos en el volante y expresión seria.
Aquello solo me enfadó más. Me llevé una mano al rostro y me froté los ojos cansados. A la vida le encantaba romperme los huevos, y siempre me daba las cosas en el peor momento, cuando yo no las quería. Aroyitt me había venido a buscar y yo me estaba comportando como el idiota que todos decían que era. Sabía que aquello solo me estaba perjudicando, que esa era una buena oportunidad para… conectar o alguna tonteria de esas, con la compañera del Alfa. Aroyitt era de la Manada, una parte a la que yo no tenía acceso, y si hubiera estado de mejor humor, hubiera intentado corregir mi comportamiento de la primera vez que me había visto; por desgracia, yo no tenía muchas ganas de tener una charla e irme a tomar un té con pastas con mi súper nueva amiga del alma: Aroyitt, la mujer de Carola.
—Escucha, Aroyitt —murmuré en voz baja, tirando la colilla del cigarro por la ventanilla—. Tuve una noche de mierda. Estoy cansado, hambriento y bastante enfadado, así que no es el mejor momento para charlar, ¿de acuerdo?
Ella me miró un par de segundos y asintió con la cabeza, agitando su apretada coleta rubia.
—Claro, Spreen… No quería molestarte, perdona.
—No pasa nada —respondí, apoyando el codo en la ventanilla y mirando el paisaje de la ciudad bajo la luz mortecina de primera hora de la mañana.
No volvimos a hablar en todo el trayecto hasta las afueras de la ciudad, donde Aroyitt detuvo el coche cuando llegó al principio de mi calle, de la que, supuse, ya le habrían hablado en algún momento. Murmuré un simple «gracias por traerme», me quité el cinto y bajé del coche para cruzar la carretera repleta de charcos en dirección a la otra acera. No miré atrás, no quise ver la cara de Aroyitt. Aquella era solo una más de las muchas mierdas que me pasaban. Cuando tenía la ocasión de abrirme paso hacia la Manada, simplemente aparecía en el momento menos propicio, cuando yo estaba enfadado, o frustrado o sin humor para tonterías. Una gota más en ese vaso ya desbordado en el que ponía «Oportunidades Perdidas». Negué con la cabeza y apreté los dientes. Tuve que recordar que, aunque hubiera sido el hombre más agradable y dulce del mundo con Aroyitt, eso no me hubiera abierto las puertas a la Manada, porque esas puertas estaban cerradas a cal y canto para mí.
Saqué las llaves y abrí el portón pintarrajeado y repleto de rayones, subí las escaleras viejas de moqueta sucia y rota hasta el cuarto piso. Antes de que pudiera empezar a abrir las cerraduras, la puerta se abrió de pronto. Levanté la mirada y me encontré con un Roier de expresión muy preocupada y ojos cafés muy abiertos. Sin decir nada, se echó sobre mí, abrazándome con fuerza y gimiendo mientras me frotaba su rostro contra el mío. Me estaba apretando demasiado y haciéndome daño, pero notar lo grande que era el lobo entre mis brazos, lo cálido que estaba y, sobre todo, lo mucho que olía a Roier; me hizo sentir muchísimo mejor.
—Roier, para —le ordené cuando aquello se alargó demasiado, tratando de separarle de mí—. Me haces daño, carajo.
El lobo se detuvo y me miró al rostro, pero siguió gimiendo de esa forma lastimera.
—Roier estaba muy preocupado por Spreen. Alfa no dejó a Roier moverse de su Guarida.
—Ya lo sé… —murmuré, tirando de él hacia el interior de la casa y cerrando la puerta a nuestras espaldas—. Pero estoy bien.
El lobo levantó la mano y me agarro del mentón para mirar mejor la herida de mi labio y el moratón que se me había empezado a formar a un lado. Entonces empezó a gruñir, llegando a mostrar sus dientes.
—Lobatos… ¿pegaron a Spreen? —quiso saber con voz grave y peligrosa.
—No, esto fue la policía —reconocí, quitándome mi chaqueta roja de la pizzería antes de dejar las llaves sobre el taburete verde—. Los lobatos solo me cagaron otro trabajo.
Roier gruñó más alto, con los puños cerrados y una expresión que empezaba a dar verdadero miedo, como si estuviera a nada de cometer un asesinato múltiple con sus propias manos.
—Carola no dejó a Roier pegar a lobatos —me dijo con un tono tan profundo que me costó entenderlo con tanto puto gruñido—. Pero Roier tiene derecho a pegarles…
No me molesté en responder, solo tomé la mano del lobo y le llevé directo a la habitación. Roier sufrió un momento de duda cuando le empujé hacia la cama y cayó sobre ella, haciendo crujir los muelles bajo su enorme peso. Él estaba muy enfadado con los lobatos y preocupado por mí, pero yo me estaba quitando la camiseta y desnudándome rápidamente. Roier dejó de gruñir y se paró a verme de arriba abajo, empezando a tener un bulto cada vez más grande bajo su pantalón corto de verano. Cuando me puse de rodillas entre sus piernas, gruñó de una forma muy diferente, moviendo la cadera para resaltar lo duro y mojado que ya estaba.
Yo no necesitaba saber que Roier estaba muy enfadado, no necesitaba sus explicaciones ni su profunda preocupación, lo que yo necesitaba era meterme su pija de lobo hasta la garganta, lamerle las bolas peludos y que me garche como solo él sabía hacerlo. Eso era lo que me iba a hacer sentir muchísimo mejor, después, que me contara lo que quisiera. Por suerte para mí, Roier nunca decepcionaba cuando se trataba de sexo: se corrió una vez en mi boca, otra mientras me agarraba del cuello y gruñía como un animal, otra cuando me puso a cuatro patas y la última mientras me mordía con fuerza y me ahogaba bajo su enorme cuerpo musculoso y sudado. Cuando terminó, yo ya estaba en el puto cielo. Solo me concentré en seguir respirando y tratar de no ahogarme mientras sentía aquella inflamación ya tan familiar y agradable dentro de mí. El lobo descansó un par de minutos y después empezó a frotar la cara contra mi pelo y mi rostro, a lamerme las nuevas heridas que me había hecho y a ronronear. Entonces se oyó un profundo e intenso rugido de tripas. Abrí un poco los ojos y oí en mi oído:
—Roier hambre.
Volví a cerrar los ojos y no me moví hasta que, un minuto después, terminó la inflamación y el lobo pudo moverse, quitándose de encima de mí. Solté un gemido y me estiré un poco. Tenía la boca empapadas de saliva y apestoso líquido preseminal de lobo, el culo completamente mojado y viscoso y el abdomen manchado de mi propia corrida. Agité la cabeza y sonreí, inmerso en aquella nube de calma y placer en la flotaba siempre que Roier me cogía. Fui al baño, me di una ducha muy rápida con agua fresca y salí con tan solo la toalla alrededor de la cintura en dirección a la cocina. Roier me estaba esperando ya allí, sentado en su taburete, con la camiseta de asas que no se había quitado empapada en sudor y sin nada bajo la cintura, porque no se había molestado en ponérselo después de levantarse de la cama.
Saqué una bandeja de chuletones con un acompañamiento de arroz y se volvió a oír ese gruñido profundo de tripas. Arqueé una ceja, porque sonaba a lobo muy hambriento, a lo que Roier respondió:
—Roier muy furioso y preocupado por Spreen, no pudo comer…
Puse los ojos en blanco y le dejé la bandeja en frente, sobre la barra de madera de la cocina. El lobo empezó a devorarlo deprisa, sin respirar, dando grandes bocados que apenas masticaba antes de tragar. Fui hacia la nevera y saqué dos cervezas, una para él y otra para mí, antes de buscar ingredientes para hacerme un sándwich y comer algo. Apenas me había sentado frente a Roier y dado un mordisco al emparedado cuando el lobo se levantó de un salto y me dijo con la boca llena:
—Celular.
Me quedé mirándolo mientras salía a pasos largos y pesados en dirección a mi chaqueta roja tirada en el suelo de la entrada. Era cierto que, si prestabas atención, podías oír un murmullo bajo a lo lejos.
—Aquí Roier —le oí responder—. Sí, Spreen en Guarida con su Macho. — Volvió con los mismos pasos retumbando sobre el suelo de madera y se sentó frente a mí, entregándome el celular—. Alfa.
Chasqueé la lengua y dejé el sándwich en el plato, limpiándome las manos contra la toalla que llevaba a la cintura antes de responder con un tono serio y seco:
—Carola…
—Sé que no estás de humor para charlar, Spreen, por lo que me han contado —empezó, lo que me hizo poner los ojos en blanco y cara de asco. Aroyitt no había tardado ni media hora en hablarle de nuestro idílico trayecto en coche—, pero quería decirte que los lobatos no volverán a molestarte y que siento que hayas perdido otro empleo por su culpa.
—Ya… —respondí sin muchas ganas. Podía meterse sus explicaciones y sus disculpas por el puto culo si quería—. ¿Sabías que el detective tiene una carpeta llena de fotos de la Manada, Carola? —le pregunté—. Aparecen casi todos, unos doce o así, y vos tenes una hoja solo para ti, deben saber que sos el que manda. Al parecer, un Macho le quitó a su prometida, o se la cogió o yo que sé, el caso es que ahora los odia y parece decidido a joderlos. Solo para que lo sepas —y colgué, sin esperar a que me hiciera preguntas al respecto ni a que me dijera más tonterías que no me interesaban.
Dejé el celular a un lado y miré a Roier, que seguía comiendo, pero más lentamente, mientras me miraba.
—Cómete también la puta verdura —le ordené, señalando la bandeja con un movimiento de cabeza—. No la dejes a un lado.
Roier se levantó, fue por una cuchara al cajón de los cubiertos y volvió para enseñármela. Asentí y le felicité con un «buen chico», antes de que empezara a comer paladas de verdura y arroz en salsa de carne. Al terminar, lleve al lobo de barriga llena directamente a la habitación, lo tiré allí y me quité la toalla de la cintura antes de cerrar las cortinas y la puerta de papel de arroz para unirme a él en la cama.
Me desperté con un mensaje nuevo y dos llamadas perdidas. Bueno, realmente me desperté con buen y sucio sexo lobuno, seguido de una ducha fresca y muy agradable; pero al ir a la cocina a preparar mi café y el vaso de leche de Roier, miré las notificaciones. El mensaje era del dueño de la pizzería, diciéndome que no volviera por allí. Directo y corto, como cuando me había contratado. Las dos llamadas perdidas eran de un número oculto, así que cuando Roier al fin se levantó para caminar desnudo, bostezando y rascándose el pubis hacia la cocina; se los enseñé y le dije:
—La Manada.
Primero bebió su vaso de leche fría sin respirar, manchándose la cara de líquido blanco como un niño pequeño. Eructó y entonces agarro el celular para marcar un número.
—Aquí Roier. Sí —me miró, al otro lado de cocina, con la cadera apoyada en la encimera y los brazos cruzados mientras me bebía mi café con hielo—. Sí, Spreen está con su Macho. —Roier frunció el ceño y alzó el pecho y la cabeza con orgullo—. Spreen no hizo nada malo. —Entonces debió escuchar algo y se relajó, asintiendo antes de responder—: De acuerdo. Bien —y colgó.
—¿De qué se supone que tengo la culpa? —pregunté con un tono serio.
—No. Spreen no tiene culpa, pero Alfa quiere hablar con él en su despacho.
Bebí un trago del café sin cambiar mi expresión seria de mirada fija.
—¿Por qué?
—Roier no lo sabe.
Esperé un par de segundos, pensando en que aquello no sonaba nada bien, y entonces le hice una señal al lobo hacia un lado, indicándole que se fuera a vestir. Ya no llovía, pero el cielo seguía nublado y había un viento fresco, así que no me importaba que Roier me acompañara a hacer los recados como, al parecer, tanto le gustaba hacer ahora. Buscamos una nueva cafetería y nos detuvimos a desayunar, recibiendo las mismas miradas de curiosidad y los mismos comentarios bajos de reproche. Por lo general yo los ignoraba, a no ser que se trataran de ataques demasiado directos o dichos en voz suficiente alta para no pasarlos por alto. Aquella tarde, además, estaba concentrado mirando de nuevo las ofertas de empleo nocturno. Se acercaba el mes de más calor Agosto, y era cuando normalmente la gente se tomaba las vacaciones, así que había bastantes puestos precarios que poder solicitar.
Antes de volver, nos pasamos por la tienda de comida y recogimos el pedido del día, algo que a Roier siempre le ponía bastante contento. Nada más llegar a casa le puse una pata de cordero sobre la barra de madera y se puso a devorarla con gruñidos de placer mientras me miraba. Abrí mi paquete nuevo de cigarros y me fumé uno al lado de la puerta de emergencia, revisando la cuenta bancaria en el celular. Las cosas no estaban yendo bien. Ya estaba gastando el dinero que había ahorrado como vendedor de ropa usada de lobo. A ese ritmo de gastos en comida, el alquiler y algunos otros, me quedaría a cero en, como mucho, dos meses. Solté el humo a un lado y guardé el celular en el bolsillo. Si las cosas seguían así, me vería obligado a volver al Foro y retomar mis aventuras como ChicoOloroso; lo sentía por Roier, pero era eso o pasar hambre.
Después de una buena siesta en el sofá, el lobo se despertó con un gruñido y giró el rostro hacia mí, sentado a su lado y acariciándole distraídamente el pelo castaño mientras miraba la televisión. Todavía adormilado, me acarició la mejilla con su rostro y gruñó por lo bajo de una forma inconfundible: «Roier excitado». Así que lo besé, no tardando demasiado en sentir aquella necesidad ardiente dentro de mí. Al terminar, tan sudados y agotados como siempre, esperamos a que bajara la inflamación y nos dimos otra ducha rápida, esta vez juntos, antes de ir a vestirnos y salir por la puerta.
—No quiero enojarme, pero si Carola me culpa de algo, no me voy a quedar callado —le dije a Roier cuando subimos al Jeep.
—Roier defiende a Spreen —respondió con un asentimiento.
—Más te vale —murmuré mientras ponía algo de música movida en la pantalla del coche.
—Pero Spreen tiene que ser bueno con Alfa. Es importante —añadió, dedicándome una mirada por el borde de los ojos.
—Yo soy bueno con los que son buenos conmigo, Roier —murmuré—. Nunca al revés.
Esa es una gran verdad sobre mí. Aunque cometa errores, mis métodos no sean los más correctos o pueda parecer un idiota orgulloso muchas veces, yo siempre valore mucho a aquellos que se esforzaban un poco por entenderme, a aquellos que me demostraban que no querían hacerme cambiar y que podían llegar a quererme tal y como era. Al resto, simplemente los ignoro.
Chapter 37: LOS LOBATOS: CRUZANDO EL LÍMITE
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No sabía a dónde nos dirigíamos, pero ya había anochecido y bajé la ventanilla, disfrutando del ritmo de la música, del aire templado de la noche de verano y de la agradable calma. Roier atravesó el túnel subterráneo que llevaba al centro y todo se llenó de una luz amarillenta. Saqué la mano y la moví de arriba abajo, jugando con el viento como si fuera una serpiente. Cuando salimos a la superficie, giramos hacia una calle del centro que yo conocía, porque me había pasado una noche espiando a los lobatos allí. Fruncí el ceño cuando Roier aparcó frente al Hostal de la Manada, también conocido como el Refugio. Había muchos todoterrenos allí, como era de esperar, pero también algunos coches deportivos de lobatos. Roier bajó del coche y me esperó en la acera, sin embargo, en vez de dirigirse hacia la entrada del Hostal, giró hacia un edificio de oficinas que había más adelante. No era gran cosa y parecía abandonado, pero detrás de la puerta acristalada había un lobo haciendo guardia, uno que no conocía.
—Roier —le saludó, abriéndonos la puerta e inclinando la cabeza con respeto a su SubAlfa—. Carola los está esperando en el despacho.
El lobo cabeceo, devolviendo el saludo, y con un gesto de la mano me dijo que fuera delante para así pegarse mucho a mi espalda y «protegerme», como si creyera que me fueran a atacar. Pasamos a un gran hall de suelo de moqueta gris y con macetas de plantas de plástico. Había pocas luces encendidas y todo tenía un aspecto bastante antiguo y deprimente, incluso el ascensor parecía que se iba a caer a cachos mientras ascendía al piso más alto. Allí, al final de otro pasillo igual de deprimente, había otro lobo de la Manada, uno que sí reconocí.
—Conter —le saludé con un cabeceo—. ¿Esta noche te toco el trabajo aburrido?
—Roier —dijo él, evitando mirarme y saludando primero al SubAlfa, porque así era la etiqueta de los lobos. De haber sido yo su «compañero» oficial en la Manada, podría haberse saltado ese paso y haber podido responderme directamente.
Roier empezó a gruñir por lo bajo debido a la falta de respeto que el Macho Común me había dedicado, pero fue solo una advertencia, porque no podía enfadarse con Conter por seguir las normas de la Manada; después de todo, él tenía razón. Yo, por otro lado, no le di importancia. Sabía que le caía bien al lobo y que aquel insulto velado se debía solo a que la puerta estaba abierta y, por como olía allí, Carola no debía estar lejos.
—Spreen —me saludó Conter después, bajando la mirada desde su metro noventa y pocos para echarme un vistazo rápido a los ojos—. El Alfa los está esperando dentro.
Dio un paso a un lado, moviendo su cuerpo musculoso, cubierto apenas con una camiseta corta y unos ridículos pantalones grises que, sinceramente, no dejaban nada a la imaginación. Roier volvió a gruñir por lo bajo y Conter agachó la cabeza, teniendo que soportar el enfado de su SubAlfa una vez más antes de que cruzáramos el umbral de la habitación. Cuando lo habían llamado «despacho», no me había imaginado que fuera realmente un despacho. No me esperaba las paredes cubiertas con estanterías y vitrinas, libros, archivos e incluso fotos de la Manada; ni el escritorio de oficina con sillón a juego, ni el portátil de último modelo, el teléfono y la lamparilla que arrojaba una luz calmada y suave sobre ellas. Incluso llegué a arquear las cejas del asombro, pero fue solo un instante antes de volver a mi expresión seria e indiferente de siempre.
—Roier —le saludó Carola, sentado al otro lado de la mesa y dejando los papeles que leía para prestarle toda su atención al lobo. El Alfa parecía fuera de lugar, resultaba cómico verlo en un entorno tan profesional y serio, con una camiseta que apenas contenía su enorme cuerpo. Era como si hubieran sentado en un escritorio de oficina a un puto luchador de WWE. Al igual que Conter, el Alfa me ignoró por completo hasta que Roier cabeceó junto con un «Carola», a forma de saludo, entonces al fin me miró y cambió el tono de su voz a uno más seco para decir—: Spreen…
—Carola… —murmuré antes de meterme las manos en los bolsillos de mi pantalón corto, solo para que pudiera ver lo mucho que me chupaba un huevo su actitud fría y distante.
—¿Estás de humor para charlar hoy? —me preguntó, lanzándome otra vez esa ácida referencia.
—Nunca estoy de humor para charlar con vos —respondí.
Oí a Roier gruñendo por lo bajo, pegado a mi espalda, así que casi pude sentir la vibración de su pecho. No le gustaba que no tratara a Carola con respeto, pero no iba a poner un puta sonrisa cuando el lobo me escupía a la cara; ya podía ser el Alfa, el Presidente de Estados Unidos o el jodido Jesucristo. A mí nadie me hablaba así.
—Creo que nunca estás de humor para nada que tenga que ver con la Manada, Spreen —apuntilló, pero fue rápido para que no me diera tiempo a responderle y añadió un—: Sentaos, quiero hablar con vosotros.
Apreté los dientes e hice un gran esfuerzo para no mandarle a la mierda. Roier me empujó suavemente hacia los asientos y gimió por lo bajo para pedirme que me portara bien. Chasqueé la lengua y solté aire de una forma sonora, haciendo bien evidente mis pocas ganas de estar allí. Carola me observó en todo el proceso con su cara seria, pero, por suerte para él, no dijo nada que pudiera hacer hervir la olla a presión que yo era en ese momento.
—Ayer me hablaste de que un detective te había mostrado unas fotos de la Manada —empezó en el momento en que estuvimos sentados, recostándose en su sillón para cruzar sus enormes brazos sobre el abultado pecho—. Ignorando el hecho de que te llamé para disculparme en nombre de los lobatos y que, aun por encima, tú fueras muy maleducado y condescendiente, algo que ya considero normal en ti, no pude seguir preguntándote al respecto porque me colgaste antes. Así que os he invitado a venir con la esperanza de que, en persona, al menos podamos mantener una conversación de personas adultas y sin interrupciones.
Roier gimió por lo bajo, me miró y después agachó la cabeza, como si se sintiera derrotado. Él creía que, con esta actitud, nunca iba a conseguir que Carola me perdonara; lo que él no sabía era que el Alfa jamás iba a perdonarme de todas formas.
—¿Ibas a hablar antes de que te colgara? —le pregunté con el mismo tono tranquilo e indiferente—. No me di cuenta…
Carola acentuó su expresión seria, añadiendo incluso un leve y grave gruñido. Roier solo agachó más la cabeza y cerró los ojos.
—¿Recuerdas lo que hablamos en el Luna Nueva? —me preguntó en un tono más bajo, moviendo los ojos hacia Roier para referirse a él de una forma discreta—. ¿O es que has cambiado de idea, Spreen?
Controle mi cara de asco y enfado y me mojé los labios como si pudiera saborear la frustración y el despecho en ellos. Así que, antes de decir algo que no debería, busqué mi paquete de cigarrillos en los pantalones.
—No fumes aquí. Al contrario que Aroyitt, a mí no me vas a obligar a aguantar el humo de tu tabaco.
Dejé la cajetilla con un golpe seco en la mesa y me enfrenté a los ojos grises de Carola.
—Roier, ¿podes dejarnos un momento? —le pregunté sin girar el rostro—. Quiero hablar con el Alfa a solas…
Mi lobo levantó la cabeza y me miró, después a Carola y, tras unos segundos, este asintió, dándole permiso para irse. Roier se levantó entonces y se inclinó sobre mí para darme una caricia en el pelo y gemir una última vez antes de dirigirse a la salida y dejarnos a solas. La tensión en ese despacho podía cortarse con un cuchillo.
—¿A qué mierda estás jugando, Carola? —le pregunté con un tono de rabia contenida—. ¿Me trajiste acá para humillarme delante de Roier y hacerlo sufrir? ¿Es eso lo que queres?
—Yo no le estoy humillando —respondió—. El único que lo está humillando aquí eres tú con esa ridícula actitud tuya.
—Oh… —me hice el sorprendido y arqueé muchos las cejas—. Por eso no paraste de soltar boludeces pasivo-agresivas sobre mi viaje en coche con Aroyitt y le explicaste al detalle la conversación que tuvimos por teléfono… porque no queres humillarme delante de Roier…
—Solo he dicho la verdad, Spreen. Roier tiene derecho a saber la clase de humano con el que está y el poco respeto que tiene a la Manada y a su Alfa.
Me quedé en silencio un par de segundos y, entonces, se me escapó un bufido y sonreí antes de negar con la cabeza. Aquello era como volver al pasado, a esa época en la que tutores y psicólogos que no me conocían realmente fingían querer ayudarme, pero lo único que hacían era recordarme todo lo que hacía mal, porque yo no era más que un pequeño delincuente, un ególatra soberbio y un drogadicto. Ellos nunca eran los malos, nunca me trataban mal, solo yo tenía la culpa. Así que hice con Carola lo mismo que había hecho con ellos, asentir con la cabeza, ignorarlos por completo y seguir adelante.
—Muy bien —murmuré, recostándome en la silla.
Otro silencio se extendió entre nosotros, pero a mí ya no me importaba nada de lo que el Alfa pudiera decirme. ¿Quería insultarme delante de mi lobo? Que lo hiciera. ¿Quería pensar que así me estaba dando una lección y que yo aprendería a ser «mejor persona»? Que lo creyera. Yo le había avisado de la ficha policial y del detective Lemon para hacerle un puto favor, aunque él siguiera pensando que yo era «esa clase de humano» y excluyéndome de la Manada; pero no debería preocuparse más, esa sería la última vez que me preocupaba por contarle algo.
—¿Vas a contarme lo de ese informe con fotos que viste en la comisaría? —me preguntó Carola tras un breve silencio.
—Era un informe con fotos de la Manada, como ya te dije —respondí en un tono clamado, simple y carente de vida—. Estaban algunos solteros y otros que no reconocí. Tú tenías tu propia página. No sé nada más.
—¿Dónde lo viste?, ¿te lo enseñaron por alguna razón en especial?
—Me lo enseñaron porque apesto a Roier y el detective está convencido de que trabajo para ustedes o algo así. Me enseñó las fotos y me preguntó a cuál reconocía o a cuántos me estaba cogiendo y qué podía contarles sobre ellos.
Carola frunció el ceño de cejas espesas y descruzó los brazos para inclinarse hacia delante.
—¿Le has contado algo, Spreen? —me preguntó.
Esa pregunta era… tan ofensiva que tardé un par de segundos en conseguir reunir la fuerza para responderla. Miré a los ojos grises del Alfa, quien, por un momento, pareció arrepentido de haberme dicho aquello; pero ya era tarde.
—No… —murmuré—. No le conté nada.
Carola asintió y bajó la mirada a la mesa.
—Dijiste que creías que ese detective tenía un motivo para perseguirnos, que trata de vengarse porque alguno de mis Machos ha tenido relaciones con su prometida —continuó tras un breve parón de un par de segundos—. ¿Por qué crees eso?
—El detective tiene una marca de un anillo en el dedo anular. Se lo debió quitar hace relativamente poco, así que supuse que su prometida le había abandonado. Como también le tenía mucho odio a los lobos por como me trataba sabiendo que estoy con alguno, me pareció divertido pensar que su novia le dejara por un Macho de la Manada. Cuando le hice una broma sobre eso, me dio una piña y se enfadó mucho, así que creo que acerté o que me acerque mucho a la verdad.
—Nosotros no tenemos la culpa de que las humanas vengan a buscar a Machos solteros de la Manada —respondió el Alfa, abriendo un momento las manos con las palmas en alto para remarcar sus palabras—. Si están comprometidas o casadas, es solo cosa de ellas.
Asentí un par de veces, dándole toda la razón, por supuesto.
—¿Quién estaba en las fotos que viste? —siguió preguntando.
—Quackity, Shadoune, Rubius, Axozer, Karchez, Ollie, Roier y cinco más que no pude reconocer.
—¿Dónde estaban?, ¿eran fotos sacadas en algún lugar concreto?
—No, eran de cámaras de seguridad y vigilancia. Estaban en blanco y negro y no tenían mucha definición. Rubius tenía el pelo un poco más corto y Shadoune llevaba una especie de peinado a lo mohicano, me costó un poco reconocerlo.
El Alfa soltó un gruñido de entendimiento, como si hubiera descubierto algo con aquello.
—¿Alguno más estaba diferente de como los conoces ahora?
—No, solo ellos dos.
Carola asintió y tono una hoja en blanco y un bolígrafo para escribir algo con letra apresurada. Me quedé allí, con cara seria hasta que terminó y me preguntó:
—¿Qué le dijiste sobre el incidente de la pizzería?
—Que podría ser el ex celoso de alguno de mis numerosos amantes lobos.
—¿Y te creyó? —el lobo arqueó levemente una ceja—. ¿Con lo mucho que hueles a Roier?
—No, no me creyó, pero ellos no son capaces de diferenciar el olor de un solo Macho, para ellos solo apesto a lobo. Así que suena convincente que uno de los ex amantes de esos Machos que me estoy cogiendo quisieran vengarse de mí por robárselos.
Carola soltó otro gruñido de entendimiento.
—A veces me olvido de lo poco que saben los humanos de nosotros — reconoció en voz baja, volviendo a agachar la cabeza para escribir otra nota rápida—. Bien —concluyó, dejando el bolígrafo a un lado y mirándome a los ojos—. Sal y pídele a Roier que entre un momento, necesito hablar una cosa de la Manada con él.
Asentí y me levanté, agarre mi paquete de cigarros todavía sobre la mesa y me di la vuelta hacia la puerta, pero antes de que pudiera salir, me dijo:
—Por cierto, si quieres disculparte con Aroyitt por lo de anoche, puedes decírmelo a mí y yo hablaré con ella.
Apreté el manillar con fuerza y tomé una discreta bocanada de aire.
—Aroyitt ya sabe por qué estaba de mal humor anoche. Ya se lo dije — respondí, abriendo la puerta para salir al exterior. Allí estaban esperando Roier y Conter, uno mucho más impaciente y nervioso que el otro.
Mi lobo me miró con sus ojos cafés y preocupados. No le dije nada, solo le hice una señal al interior.
—Quiere hablar con vos.
Roier gruñó por lo bajo con tristeza y me miró hasta el último momento en el que cruzó el umbral. Me quedé allí, en aquel horrible pasillo que ahora me parecía incluso más viejo y decadente que antes.
—Spreen —me dijo una voz a mi lado. Miré a Conter, con su perilla y su pelo de un castaño revuelto—, tengo que seguir las reglas de la Manada, no…
—Lo sé —le interrumpí—. No te preocupes.
Él no me miraba a los ojos, así que había buscado un punto intermedio a un lado sobre mi cabeza, como si estuviera observando la pared a mis espaldas de forma distraída. Le ofrecí un cigarrillo de la cajetilla y al fin bajó la mirada, lo aceptó con un asentimiento y un brevísimo vistazo a mis ojos. Me despedí con un simple «nos vemos, Conter», busqué el zippo en mi bolsillo y me encendí el cigarro de camino a las escaleras, porque no tenía ganas de tomar otra vez el ascensor del terror. Eran siete pisos, pero no me importó demasiado, bajando escalón a escalón, fumando y sintiéndome vacío. Carola no me había decepcionado, simplemente me había demostrado que no se merecía ni si quiera mi odio. Él tenía un poder contra el que yo no podía luchar y que no le importaba usar en mi contra a la menor ocasión.
Al llegar al último piso, ya casi me había terminado mi cigarrillo. Saludé al lobo que estaba allí guardando la puerta, quien solo me gruñó en respuesta, sin mirarme, como si yo fuera un extraño no deseado allí. Salí por la puerta y fumé la última calada antes de echar la colilla a un lado sobre la acera todavía un poco mojada. Me metí las manos en los bolsillos de mi pantalón y miré al cielo cada vez menos nublado, disfrutando del aire templado y el olor que arrastraba.
—Spreen —oí a mis espaldas junto con el ruido de la puerta acristalada al abrirse. No necesité girarme para saber de quién se trataba—. Spreen bueno con Alfa. Bien —me felicitó Roier, pegándose a mi espalda para frotarse el rostro contra mi pelo y ronronear por lo bajo—. Roier tiene trabajo, pedirá a Axozer que lleve a Spreen a…
—No —le interrumpí—. Puedo volver yo solo, la noche esta linda.
El lobo gruñó para demostrar que la idea no le gustaba. La Guarida quedaba algo lejos de allí, quizá a una hora a pie, y no eran las calles más seguras para dar un paseo nocturno; sin embargo, me giré, le di un beso al lobo y le acaricié suavemente el brazo.
—Spreen se va —fue lo único que le dije antes de tomar una dirección.
—Pásala bien —le oí decir a mis espaldas, algo que me hizo sonreír un momento.
Pasé por delante del Motel de la Manada, pero no giré el rostro para ver el interior ni nada que pudiera haber allí. Seguí el camino hacia el final de la calle y después giré en una dirección. De camino a casa me detuve en un bar moderno del centro, con luces de neón, música movida, cócteles de diseño y camareros guapos. Me senté en la barra y pedí un cubata antes de sacarme un cigarrillo. Con mi camiseta de segunda mano y mi bañador negro, parecía un vagabundo en comparación con los demás clientes, bien vestidos y con dinero. Eso no me importó, como no me había importado nunca, porque aún con aquella ropa, al final siempre venía alguien a molestarme y tratar de ligarme invitándome unas copas.
—Vaya, eres el primer hombre de ojos violeta que conozco —me dijo una mujer de mediana edad que, casualmente, se había puesto a pedir una copa a mi lado.
—Felicidades —respondí sin apartar la mirada del frente.
—¿Eres modelo o algo así?
—No, solo soy gay.
Y eso solía terminar con los cutres intentos de las mujeres, pero no de sus amigos homosexuales que habían visto la oportunidad de oro.
—Eh, tienes unos tatuajes muy bonitos… —no le di tiempo ni a terminar, me levanté de mi asiento y me fui de allí dejándole con una expresión de sorpresa y la palabra en los labios.
Yo solo quería una copa y un momento para mí mismo, para reflexionar sobre la vida de mierda que tenía y los muchos errores que había cometido; no había ido allí a ligar y hacerme el tonto para que me pagaran copas. Ese momento de mi vida ya había pasado hacía mucho. Así que cuando volví a casa, fui directo por una cerveza en la nevera, sin molestarme en encender la lámpara de pie y alumbrar la oscuridad del salón. Sumergido en la penumbra, abrí la puerta de emergencias y me senté en el borde, con las piernas colgando y la luna llena en lo alto del cielo, entre las finas nubes grises. Me encendí otro cigarro y solté el humo al exterior. De pronto, sentí una vibración en el pantalón y saqué el celular para mirar un número oculto. Estuve muy tentado a colgar, pero podía tratarse de Roier, así que respondí:
—¿Sí?
—Hola, Spreen. Soy Quackity —respondió el Beta pecoso—. Acabo de enterarme del ataque de los lobatos a la pizzería.
—Ah… —murmuré con un asentimiento—. Pediste cinco pizzas familiares y tuviste que pagarlas, ¿no?
Quackity se rio un poco al otro lado de la línea.
—No, me lo ha dicho Aroyitt en el Refugio. También me dijo que en comisaría te habían dado un buen golpe… —y gruñó por lo bajo, como si aquello le molestara un poco.
Fumé otra calada con la mirada perdida en el horizonte, hacia la ciudad de altos edificios bañada por la luz de la luna y sembrada de pequeñas luces artificiales.
—¿Te conto Aroyitt también nuestro viaje en coche? —le pregunté —, porque al parecer es una mujer a la que le gusta contar muchas cosas…
Quackity no respondió al momento, quizá tratando de decidir por qué mi tono de voz sonaba algo ácido y amargo.
—Sí, me dijo que estabas cansado y enfadado, pero que era normal después de la noche que habías tenido. Se quedó algo preocupada y me pidió que te preguntara qué tal te encuentras.
No pude reprimir una mueca de asco. No me gustaban las personas hipócritas que te apuñalaban por la espalda y después te venían con una sonrisa a preguntarte «qué tal te encuentras». Podía meterse su preocupación por su acomodado culo de ama de casa y darle vueltas, porque después de andarle a llorar al Alfa sobre lo que había pasado en el coche, sus palabras no significaban nada para mí.
—Dile que estoy maravillosamente —respondí—. Mejor que nunca…
—Spreen… —el Beta soltó un suspiro de cansancio, casi pude imaginármelo frotándose los ojos en aquel breve silencio que dejó antes de decir—: Aroyitt es una mujer muy dulce y buena. Lo que le conto a Carola no ha sido por hacerte daño o quejarse de ti. Créeme. Ella sabe cómo es su Macho y que el Alfa iba a malinterpretar la…
—Claro —le interrumpí. Me encogí de hombros aunque no pudiera verme, pero es que quedaba a juego con el tono indiferente y sarcástico de mi voz—. No pasa nada…
—Spreen —repitió, ahora ya más enfadado—. Deja de ser así. Te lo dije, la Manada no es tu enemiga. Ninguno de nosotros quiere hacerte…
—No, Quackity —le interrumpí de nuevo, dejando atrás esa fría calma que me había acompañado hasta entonces—. Al parecer la Manada sí es mi enemiga. Tu puto Alfa no deja de romperme las bolas y humillarme delante de Roier por cualquier excusa de mierda, aunque yo le haya tratado de advertir de que la policía les tiene puesto el ojo encima. Pero claro, yo soy solo un idiota soberbio y maleducado y un compañero de mierda para Roier, porque no voy junto a la Manada a sonreírles, a chuparle las medias y a darles las gracias por permitirme estar en su presencia mientras me escupen a la cara y ni siquiera me miran a los ojos. ¿Te crees que no me doy cuenta de eso, Quackity? Los lobatos me están jodiendo la vida y no veo que a nadie le importe que me echen del trabajo, solo escucho «los lobatos son así, Spreen…». ¡Pues yo necesito esos trabajos de mierda, Quackity! ¿Te crees que la puta comida de Roier sale gratis? ¿Eh? —a esas alturas ya estaba gritando y gesticulando en la soledad de la casa, sentado en la repisa de la puerta y haciendo un espectáculo para cualquier vecino que quisiera oírme—.Trato de ser bueno con ustedes, pero sé que jamás me van a volver a dar la oportunidad de entrar en la Manada. ¡Así que a partir de ahora pueden ir a pedirle favores y comida gratis a los malditos compañeros de los demás lobos a los que sí tratan con respeto! ¡Como a la puta de Daisy! ¡YA PUEDEN OLVIDARSE DE MÍ! —rugí, alcanzando ese grado de enfado que, quizá, había estado acumulando dentro de mí desde mi reunión con Carola. Quackity no tenía la culpa, solo era la persona que había conseguido colmar un vaso ya demasiado lleno de frustración.
Antes de que respondiera, levanté el celular y lo tiré con fuerza hacia el vacío, viendo cómo reventaba al chocar contra el cemento del suelo y se deshacía en varios trozos. Tome varias bocanadas de aire, recuperando el aliento, y entonces me cubrí el rostro. Sentí un repentina punzada de miedo y de angustia, porque estaba tirando por la borda todos aquellos meses de pequeños avances con los chicos, esos pequeños e insignificantes pasos que me estaban acercando, no a la Manada, sino a ellos. Por desgracia, yo ya estaba cansado de esforzarme, tragar y agachar la cabeza.
Había llegado a mi límite.
Ahora, cuando el tiempo ya paso y miro atrás recordando esos momentos, me doy cuenta de muchas cosas que pasaba por alto o que yo no era capaz de comprender. Para ser justo conmigo mismo, diré que es más fácil cuando entiendes totalmente a los lobos, los conoces y aprendes lo que significa la Manada. Es un organismo muy complejo, no solo una pirámide de lobos con rangos y un estatus que van por ahí como zombis descerebrados haciendo todo lo que el Alfa ordenaba. No. La Manada está viva y formada por un montón de personas que, aunque sean parte de un conjunto, son capaces de pensar y sentir por sí mismas.
Cuando eres un compañero y conoces a otros lobos de la Manada, te tratan con respeto, son educados y se muestran receptivos; pero eso no quiere decir que les caigas especialmente bien o que te encuentren interesante ni divertido. Solo es que ahora eres parte de su comunidad y eso es algo muy importante para ellos. Van a defenderte a vos y tus intereses porque sos de la Manada. Sin embargo, también está la posibilidad de que les caigas bien, se preocupen por ti y quieran pasar tiempo contigo. Algo así como lo que los humanos consideramos «ser amigos».
Quackity, Rubius y Conter eran mis Amigos de la Manada. Por eso, la noche de la bolera, no solo ofendí a la comunidad como conjunto, sino que también ofendí a un nivel personal a los pocos lobos que habían desarrollado una relación conmigo. Fueron ellos los que vinieron a pedirme una explicación cuando a nadie le importara la razón por la cual me hubiera comportado tan mal. Y fueron ellos los únicos dispuestos a perdonarme y a darme la oportunidad de demostrarles que solo había sido un error.
Y, como suele decirse en la Manada: Spreen nunca olvida. Ni lo bueno, ni lo malo.
Chapter 38: EL EXILIO: BASTANTE TRANQUILO
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Después de dar por finalizada toda relación con la Manada, comprendí que aquel era un paso inevitable para mí. Iba a pasar sí o sí en algún momento, por mucho que me hubiera resistido a evitarlo. No se puede estar en un punto muerto entre el exilio y la Manada, con un pie en cada lado, porque no tenía ningún sentido; solo servía para comerme la mierda de ambos mundos y no recibir nada a cambio. Así que había que elegir un bando, y como los lobos no me querían con ellos, elegí el exilio.
Yo seguía con Roier, por supuesto, porque era mi lobo y lo quería mucho. Cuidaba de él como lo había cuidado siempre, cebándole como a un cerdo, mimándolo y cogiendo como animales. Era un Macho muy feliz, porque a mí me gustaba que lo fuera; sin embargo, había momentos que le deprimían especialmente, y siempre era por el mismo puto motivo.
—Este fin de semana será fiesta de Aroyitt —gimió, acercándose a mí para acariciarme el rostro con el suyo y consolarse—. Alfa no deja a Roier ir con Spreen…
Le rodeé con un brazo y le acaricié la parte baja de la espalda sin apartar mi mirada del manual que leía para el trabajo.
—Seguro que en la siguiente —le mentí, como hacía siempre, porque el lobo se deprimiría si supiera la verdad—. ¿Vos sabes arreglar una caldera tamaño industrial, Roier? —le pregunté.
El lobo levantó la cabeza y miró el manual antes de negar con la cabeza. Chasqueé la lengua y puse una expresión aceptación en el rostro. Había conseguido un empleo bastante bien remunerado como conserje de unas oficinas del centro, pero había mentido como un hijo de puta y le había dicho a la mujer de la entrevista que, además de un gran limpiador, era un buen reparador y sería capaz de resolver cualquier problema de fontanería o eléctrico que surgiera. Lo había hecho porque contaba con que Roier pudiera ayudarme con aquello; el problema era que, por lo que ponía en ese manual, aquellas no eran redes de agua y sistemas eléctricos que salieran en los programas de bricolaje que veía el lobo.
—Estoy jodido… —murmuré, pensando en que no dudaría ni una semana allí.
—Spreen tendría que venir con Roier, es su compañero…
Cerré el manual y miré al lobo a los ojos, cafés y ambar entre unas pestañas castañas y densas.
—Roier, vos sabes tan bien como yo que recuperar la confianza de la Manada es algo jodido. La cague mucho, así que tenes que darles tiempo a ellos, a Carola y a vos mismo —le dije con un tono serio que él conocía muy bien—. Deja de gemir porque no me invitan a las putas fiestas, me haces sentir mal y sabes lo mucho que odio verte triste. —Me levanté del taburete frente a la barra de bar y agarre un cigarrillo del paquete—. Irás a ese cumpleaños, le darás el maldito regalo a Aroyitt, comerás lo que haya y después vendrás al edificio y tendremos un buen sexo en la conserjería. Y se acabó.
Roier gimió un poco, solo un poco por lo bajo, pero cuando lo miré, apartó los ojos rápidamente y se calló en seco. Siempre era la misma historia cuando llegaban los eventos de la Manada, y, por supuesto, yo era el único dispuesto a consolar al lobo; al resto les importaba una mierda que él lo pasara mal en aquellas reuniones, sobre todo al querido de su Alfa; ese que, al parecer, tanto lo quería.
—¿Spreen encontro telefono? —me preguntó.
—No, no lo encontre —respondí en voz baja, abriendo la puerta de emergencias.
La luz rojiza y anaranjada del atardecer se coló entonces en una brillante columna que iluminaba el fino polvo que flotaba en el aire. No importaba lo mucho que barriera, con las putas plantas y el lobo allí, era imposible tener la casa siempre limpia.
—Creo que me lo robaron —añadí con un encogimiento de hombros.
—Roier puede pedir a Alfa teléfono nuevo para Spreen.
—¿Por qué no le pedis un teléfono nuevo para vos? —le sugerí, con la espalda apoyada en la pared de ladrillos y los brazos cruzados mientras fumaba el cigarro—. Ya que tanto lo necesitas.
Roier gruñó como si la idea no le hiciera ninguna gracia.
—A Roier no le gusta tener teléfono. No lo entiende. Prefiere que Spreen lo tenga y avise a su Macho si le llaman.
Arqueé una ceja y fumé una calada antes de responder:
—¿No lo entiendes?, ¿qué hay que entender? Botón rojo para colgar llamada, verde para aceptarla. Te vi abrir la agenda y marcar los números, así que sabes perfectamente cómo funciona el puto celular.
El lobo alzó la cabeza con orgullo y cruzó sus brazos sobre el pecho. Acababa de salir de la cama, así que apestaba a Olor a Macho, y solo llevaba su pantalón ridículamente corto y obscenamente ajustado. Si no hubiéramos acabado de coger hacía apenas media hora, me habría tirado sobre él como un puto puma salvaje.
—Roier quiere que Spreen tenga teléfono —declaró con su tono serio de SubAlfa—. Quiere poder llamarlo y que llame a su Macho o Manada si lo necesita.
— Te dije que no —concluí, dando el tema por terminado.
Hacia semana y media que había reventado el celular contra el suelo del asfalto y, en todo aquel tiempo, no había tenido que volver a recibir ninguna de las llamadas ni mensajes de la Manada, ni tener que ver a ningún otro lobo que no fuera el mío. Por supuesto, había mentido a Roier y le había dicho que lo «había perdido» en algún lado, porque la otra opción era «me cance de la puta Manada y se pueden ir a la re choncha puta de su vieja».
—Spreen tendrá teléfono —gruñó Roier, acompañando sus palabras de un sonido ronco y enfadado. Esta vez, ni siquiera mi mirada seria y cortante le detuvo, así que debía tratarse de alguna de las exigencias del lobo; una como «cama tiene que oler a Roier».
—Vístete —le ordené tras un breve silencio, decidiendo si aquella era una guerra que merecía la pena luchar en ese momento—, tenemos que ir a hacer los recados antes de que anochezca y me vaya al trabajo.
El lobo se dio la vuelta, todavía con la cabeza levantada y su postura orgullosa, andando con largos y pesados pasos. Miré como se alejaba, su espalda ancha y su apretadísimo culo de nalgas grandes y perfectas; Roier no tenía ni idea de la suerte que tenía de gustarme tanto como para soportar su mierda. Si la gente creía que era duro con él, era porque no me habían visto con otros hombres.
Roier continuó enfado y con cara seria todo el camino hacia la cafetería donde desayunábamos ahora, no tan lindo como la anterior, pero con clientes igual de poco discretos. Tras aquello nos pasamos a por la comida y volvimos a casa; una siesta y sexo después, ya estábamos listos para comenzar la noche de trabajo. El lobo me dejó a las puertas del edificio de oficinas del centro y gruñó a forma de despedida, algo suave y grave acompañado de una mirada rápida. Estaba más enfadado que molesto y quería dejármelo bien claro, rozando esa fina y frágil línea que ponía el límite a mi paciencia.
—Más te vale que al volver no estés así —le advertí, cerrando la puerta de un golpe seco.
Me di la vuelta y saqué un cigarro mientras cruzaba al carretera e iba hacia el edificio. Me habían dado una llave especial con forma de tarjeta que tenía que deslizar por un lector electrónico para poder abrir la puerta acristalada. Solo funcionaba allí y en la de conserjería, vetándome el acceso a los pisos superiores de las oficinas; las cuales tenían a sus propios limpiadores. Yo era solo un contratado del propio edificio y me movía por el piso más bajo, así no había problemas ni me culparían en caso de que «faltara algo» o «desapareciera algo». Aquella noche era la primera que estaba solo, ya que el hombre octogenario de fuerte acento al que al parecer estaba supliendo en vacaciones, se había molestado en enseñarme los básicos y normas del lugar antes de marcarse.
Lo primero que hice fue ir a la conserjería, ponerme el mono de trabajo por encima de la ropa e ir a por la pulidora para darle brillo a las baldosas de la entrada, porque era lo que ponía en la lista de cosas que había que hacer los miércoles. Aunque muy aburrido, no era diferente al resto de trabajos que había tenido, con la diferencia de que no tenía que soportar a clientes ni a lobos que vinieran a molestarme y a pedirme comida. No había nada allí que pudiera interesarles, así que no venían a verme. Por eso y porque le había ordenado a Roier que no les dijera dónde trabajaba ahora.
—Machos preguntan a Roier por Spreen. Bien —me había respondido con sorpresa.
—No quiero que los lobatos me jodan este trabajo, Roier.
—Lobatos no van a volver a molestar a Spreen si no quieren que Roier se enfade de verdad… —me aseguró.
—No se lo digas —había terminado ordenándole con tono serio—. O me enojare.
Así que mis noches habían vuelto a ser bastante tranquilas y simples, como cuando trabajaba en The Wondering Shop. Solo tenía que hacer mis tareas y después disfrutaba del resto de la noche libre para sentarme en conserjería, mirar la pequeña tele que había allí y contestar algunas llamadas de urgencias que pudieran llegar a esas horas de la madrugada. Cuando terminaba mi turno, me quitaba el mono y lo dejaba en la taquilla antes de salir por la puerta y reunirme con Roier en el Jeep. Miré al lobo un par de segundos con expresión seria, conteniendo la excitación que me produjo aquel repentino golpe de su Olor a Macho. Quise comprobar si seguía con aquella actitud molesta y orgullosa, como parecía más tranquilo y me recibió con un gruñidito feliz, subí al coche y le comí la boca y la pija.
—¿Te llego la comida del tupper? —quise saber de camino a casa, fumando por la ventanilla abierta mientras disfrutaba del aire templado que entraba.
—Roier no quedó tan lleno como siempre —reconoció. Chasqueé la lengua y solté el aire.
—Como vuelvan a tener otro fallo como ese, busco otro local de comida para llevar —le aseguré.
Ya me había enfadado bastante aquella tarde cuando me habían dicho que habían entregado mi arroz con carne a otro cliente por error y habían tenido que hacerlo de forma apresurada, pero en menor cantidad. Yo me había quedado mirándoles con cara de muy pocos amigos y me había negado a pagarles aquel plato que era casi la mitad de lo que me llevaba normalmente. Al menos el resto del pedido estaba bien y, al llegar a casa, pude ponerle una bandeja con el pequeño cerdo al horno de cinco kilos. Roier gruñó con profundo placer y lo devoró a grandes mordiscos, manchándose la boca de grasa. Yo me hice un sándwich y fui a la puerta de emergencias a fumar, como cualquier otra mañana, esperando a que el lobo terminara su cena antes de acompañarlo a la cama.
El jueves siguió el mismo patrón, exceptuando que empezó a hacer calor de nuevo y el lobo prefirió quedarse en la Guarida con los ventiladores mientras yo iba a hacer los recados. Volví con las manos cargadas de bolsas, sudado, acalorado y con un corte de pelo. Roier me miró desde el sofá y empezó a gruñir, levantándose casi de un salto para llevarme en brazos hacia la cama. No fue algo que me atrapara por sorpresa, así que le rodeé la cadera con las piernas y el cuello con los brazos mientras lo besaba, hundiéndole la lengua hasta la garganta.
Tras cuatro buenas corridas de lobo, una inflamación de cinco minutos y muchos mimos y ronroneos, al fin pude ir a darme una ducha fresca, disfrutando de aquella sensación de calma y satisfacción que siempre me dejaba el sexo con mi Macho. Por desgracia, al llegar a la cocina vi algo que no quería ver.
—¿Qué mierda es esto, Roier? —le pregunté, levantando una caja blanca con la imagen de un celular de último modelo que había sobre la barra de madera
El lobo se puso tenso nada más oír el tono de mi voz, alzó la cabeza y se llenó de orgullo antes de gruñir.
—Roier SubAlfa de Manada. Es importante que esté bien comunicado ahora que tiene Guarida y ya no vive en Refugio. Roier pidió el teléfono a Alfa.
—Ah, entonces es para vos —dije, en un tono más calmado, mirando la caja con otros ojos—. ¿Todos tienen un celulares tan caro? —le pregunté antes de dejarlo a un lado para ir a por la bandeja de comida—. Compraremos una buena funda para que no lo rompas en dos días haciendo uno de tus… trabajos.
Roier se sentó en el taburete frente a la barra de madera, todavía vigilante, pero más calmado al ver mi reacción tranquila.
—Quackity se encarga de comprar móviles y ordenadores de Manada, le gustan mucho esas cosas. Aconsejó a Roier con televisión y equipo de música —me explicó, mirando fijamente el los chuletones de cordero todavía calientes y bañados en salsa.
—¿Quackity? —fruncí el ceño y entonces sonreí—. No sabía que era un friki de la tecnología.
El lobo asintió, pero ya tenía la bandeja delante y no quise hacerle sufrir y obligarle a tener que hablar mientras comía, así que lo dejé tranquilo, me senté a comerme el emparedado junto a él y después me llevé un café con hielo a la puerta de emergencia para fumarme un cigarrillo. Roier terminó tan lleno que cayó redondo en el sofá, gruñendo para que le acercara el control de la tele y metiéndose la mano dentro del bañador para rascarse la entrepierna. Le llevé el control y uno de los ventiladores de la habitación para que le diera un poco de aire; en menos de un minuto ya estaba dormido y roncando.
Recogí la bandeja de la barra y limpié los restos que habían quedado, terminando por pasar un paño a la mesa y volver a mirar la caja del smartphone. La abrí por pura curiosidad y miré el celular negro y fino con una pantalla tan grande como mi mano. Pulsé el botón de encendido y la pantalla se iluminó, mostrando la imagen de un cielo estrellado sobre las dunas del desierto, la hora y el día. Arqueé las cejas con sorpresa, porque no me esperaba que ya estuviera configurado y preparado; porque era justo lo que iba a hacer en aquel momento, consciente de que Roier no iba a hacerlo por sí mismo. Entonces caí en la cuenta de que, si Quackity se lo había comprado, probablemente se lo hubiera entregado con todo preparado.
Dejé el smartphone de vuelta en la caja y me reuní con el lobo en el sofá, masajeándole el pelo de forma distraída mientras cambiaba los canales de la televisión en busca de algo entretenido para pasar el tiempo hasta que Roier se despertara excitado y quisiera coger; lo que pasó hora y media después. Tras la inflamación, ambos nos dimos una ducha rápida y nos preparamos para salir de casa: Roier con el tupper y el celular y yo con las llaves para echar las dos cerraduras. Saqué un cigarro al subir al Jeep y abrimos las ventanillas, dejando que el aire nos agitara el pelo y nos refrescara en aquella calurosa noche de principios de Agosto. Cuando llegamos al centro y el lobo aparcó un momento el Jeep para que me bajara, me incliné a darle una caricia frotando mi rostro contra el suyo, Roier ronroneó y dije:
—Spreen se va.
—Spreen olvida el teléfono —me recordó, agarrando el smartphone del apoyo especial del coche para entregármelo—. Roier no lo necesita si ya está con Manada.
Miré su mano extendida hacia mí y después sus ojos cafés de bordes más ambar. Se produjo un breve silencio en el que pensé detenidamente si el lobo se creía que yo era tan idiota como para caer en un truco tan malo. Entonces gruñó un poco y puso una expresión de orgullo y cabeza alta.
—Roier quiere que Spreen tenga teléfono. —No necesité decir nada, el lobo solo tuvo que mirar mi rostro para gruñir más alto—. Spreen tiene que obedecer a su Macho en esto, o Roier se enfadará mucho.
—Entonces yo me enfadaré más —le aseguré.
El lobo gruñó, llegando a mostrarme los dientes y abrir los ojos, pero fue apenas un momento antes de dejar el smartphone de vuelta a su sitio y girar el rostro para no tener que mirarme a la cara. Roier iba en serio aquella vez, nunca se ponía así a no ser que fuera una de esas cosas que no iba a pasar por alto. Chasqueé la lengua y agarre el celular del apoyo para llevármelo conmigo antes de cerrar la puerta de un golpe seco que retumbó por toda la calle. Atravesé la carretera y saqué la tarjeta magnética del bolsillo para abrir la puerta. Todavía estaba farfullando por lo bajo y con los dientes apretados cuando llegué a la conserjería y tiré el puto smartphone a la basura. ¿Roier no lo quería? Bien, yo tampoco. Si necesitaba un celular ya me lo compraría yo mismo. Me puse mi mono de trabajo y fui en busca del cubo y la fregona. Dos horas después, terminadas mis tareas y tras un merecido descanso en la sala del café, volví a la conserjería y me tiré en la vieja silla de oficina, con la tela rajada en algunas partes en las que se podía ver la espuma amarillenta que la llenaba. Encendí la tele y dejé los pies cruzados encima de la mesa, sacándome un cigarro del paquete antes de encenderlo con el zippo. Se suponía que allí no se podía fumar, pero tampoco había nadie para evitar que lo hiciera. Entonces empecé a oír un zumbido bajo. Fruncí el ceño, inclinándome hacia delante para ver si procedía de la pantalla o de la mierda de programa que estaba viendo; pero no era de allí. Giré el rostro y miré la taquilla metálica con el número dos impreso en negro. Me levanté y la abrí, por si alguna mosca se había quedado atrapada y el eco del metal estaba haciendo reverberar el zumbido de sus alas; pero no era eso. Me giré y eché un rápido vistazo a la pequeña sala de ventanas que era la conserjería. Soltando un «ah…» al comprenderlo. Me acerqué a la basura y agarre el cubo para mirar el interior. El celular estaba encendido y vibraba, produciendo un zumbido contra la bolsa negra y el plástico.
No lo agarre al momento, sino que me quedé mirándolo con una expresión muy seria, casi enfadada. No podía ser la Manada la que estuviera llamando, porque Roier ya estaba con ellos, así que debía ser el propio Roier. Quizá quería comprobar que yo aún tenía el smartphone, que no había tirado seiscientos dólares a la basura nada más llegar al trabajo solo por puro orgullo, para así poder seguir enfadado al volver a casa. Él me conocía lo suficiente para saber que podía hacer esa clase de cosas. Lo peor era que había acertado de eso.
—¿Qué carajo quieres, Roier? —le pregunté tras sacar el teléfono de la basura para aceptar la llamada—. No tire el puto celular a la basura, tranquilo.
—Espero que no, Spreen, es un celular muy caro que Roier me ha pedido para ti —respondió una voz grave.
Cerré los ojos y cuando los abrí tomé una bocanada de aire.
—Hola, Carola —le saludé tranquilamente, cambiando por completo el tono de mi voz—. Roier no está acá.
—Lo sé. Quería hablar contigo, si tienes un momento.
—Claro —murmuré, caminando hacia la silla rota para sentarme y apoyar de nuevo los pies en la mesa.
—Roier me dijo que habías perdido el celular tras nuestra última charla, pero quiso esperar un poco a ver si lo encontrabas. Supongo que no has tenido suerte… —otra vez sus pequeñas burlas, aquel giro ácido en su voz, como si no creyera lo que decía y sospechara que había mentido. Que fuera cierto no cambiaba el hecho de que fuera desagradable oírle.
—No, no tuve suerte.
Gruñó tras la línea, un sonido bajo y más agudo que significaba entendimiento y sorpresa.
—Viniendo de una persona como tú, Spreen, llegué a creer que lo… habrías tirado a la basura para no tener que volver a recibir llamadas de la Manada.
A veces era increíble lo predecible que yo podía llegar a ser.
—No, solo lo perdí.
—Ya. —Carola no me creyó—. ¿Y qué te parece el que te hemos regalado? —preguntó, porque al Alfa le gustaba reírse de mí en mi puta cara—. Es una especie de compensación de parte de la Manada por los problemas que te han ocasionado los lobatos y por las noches que has tenido que pasar en la comisaría por su culpa.
—Gracias, es todo un detalle.
—¿Le has echado un vistazo?
—No, no tuve tiempo.
—Lo eligió Quackity y lo configuró para ti, ha puesto en la agenda algunos de los números de la Manada, incluyendo el mío, por si necesitas volver a llamarme o contarme algo importante.
—Gracias.
Hubo un breve silencio, porque yo no sonaba como siempre y Carola no era estúpido. No es que mi voz tuviera un tono sarcástico u ofensivo, por eso no había reaccionado al principio; no, simplemente sonaba vacío, como una conversación de ascensor, como si nada de lo que pudiera decirme fuera a conseguir ningún tipo de respuesta en mí. Ni mala ni buena.
—No damos nuestros números privados a gente que está fuera de la Manada —me recordó, recalcando el hecho de que aquello era especial y que debía tenerlo en cuenta—, pero hemos hecho una excepción en tu caso, solo porque eres el humano de Roier.
—Por supuesto. Gracias.
Otro breve silencio después, preguntó con un tono más serio y seco:
—¿Esta noche tampoco estás de humor para charlar, Spreen?
—Sí, te estoy escuchando —respondí—. ¿Por qué?
—Por nada —murmuró—. Ten cuidado con el celular, Spreen, porque si lo pierdes no te vamos a dar otro nunca más —y colgó sin esperar a mi respuesta.
«No te vamos a regalar nada más ni te vamos a dar otra oportunidad para poder estar en contacto con la Manada, así que elige si quieres volver a echarlo todo por la borda y escupirnos a la cara, Spreen», me había dicho entre líneas, usando la Sutileza de los Lobos, esa que a veces era complicada y difícil de percibir y entender; más aún si te estaban dando regalos con una mano mientras te abofeteaban con la otra. Si lo mirabas con perspectiva, aquello era una gran señal. Carola me había llamado para darme una pequeña oportunidad, una pequeña muestra de interés, un pequeño paso hacia delante, una pequeña prueba del Alfa y la Manada para comprobar si yo volvía a comportarme como un idiota y a despreciarles. Esta vez de una forma discreta y no en mitad de una bolera llena de gente, con un celular y la oferta de poder contactar con ellos en caso de necesidad y el compromiso de que ellos pudiera hacer lo mismo conmigo.
Yo sabía todo esto cuando deslicé la pantalla del smartphone y fui a la agenda. Era muy consciente de la mano que me habían tendido cuando miré los números guardados «Quackity. Rubius. Carola». Y, finalmente, «Refugio». Yo sabía que eran pocos, pero que significaban mucho mientras los seleccionaba uno por uno. Sabía que aquella era una buena oportunidad para demostrar que lo de la bolera solo había sido un error cuando pulsé el botón BORRAR y desparecieron todos de golpe.
Sí, yo era totalmente consciente de aquello, pero ya era tarde. Me había pasado dos meses y pico ayudándolos, frustrado y enfadado, y ellos habían decidido darme un pequeño premio ahora, cuando ya no me importaba. Sonreí y dejé el celular a un lado. Casi parecía un puto chiste, casi parecía que se estaban riendo de mí, esperando a ese preciso momento en el que yo ya había perdido toda esperanza para darme algo que yo ya no quería. Me crucé de brazos y me recosté en la silla, mirando la pantalla de la televisión.
Yo no había perdido a la Manada. La Manada me había perdido a mí.
Chapter 39: EL EXILIO: UN PEQUEÑO BACHE
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Cuando Roier me vino a buscar aquella mañana, estaba muy erguido en el asiento del piloto, atento a cada pequeño movimiento que yo hacía y al tono de mi voz, cuidadoso para no provocarme más, pero también preparado para reafirmar su autoridad sobre mí. Sabía que yo podía estar muy enfadado y él quería demostrarme que no se echaría atrás con el tema del teléfono. Sin embargo, subí al Jeep con mucha calma y respondí a su mirada de ojos cafés antes de señalar a la carretera y preguntarle:
—¿Vamos?
El lobo gruñó con afirmación y empezó a conducir mientras me sacaba un cigarro y abría la ventanilla. Pasado el nerviosismo y tensión de aquel primer contacto, comenzaron las pequeñas pruebas para comprobar cómo estaba la situación entre nosotros. Me agarró de la muñeca cuando subíamos las escaleras de casa y comprobó que yo no le rechazaba. Esperó a que le diera de cenar y comprobó que era la misma cantidad de siempre y que no le estaba quitando comida para joderlo. Al terminar me acompañó a la cama y se echó a mi lado, acercándose y gruñendo para que le diera caricias, comprobando si estaba frío y distante con él. Finalmente, me dio la vuelta y me cogió para comprobar que podía hacerlo. Después de todo eso, al fin se calmó y se durmió ronroneando, victorioso, con una sonrisa en los labios en mitad de la inflamación.
Yo no estaba enfadado con Roier. Bueno, sí lo estaba, pero no de la manera que él creía. Estaba jodido por tener que ceder a algo que yo no quería, como era el celular nuevo, pero podía entender que el lobo tuviera unas exigencias; como que la cama apestara a su Olor a Macho o que quisiera llenar la casa de putas plantas. Todos teníamos nuestros límites y yo era un hombre con muchos, muchísimos límites, demasiados para no ceder en uno o dos a cambio. Pero solo porque era Roier.
Además, tenía una leve sensación de que se lo debía. Después de todo, Roier todavía no sabía que su compañero nunca iba a estar en la Manada, y eso era un golpe muy duro para cualquier lobo. Por eso me «olvidé» del asunto del teléfono y lo dejé pasar como si no fuera nada. A Roier incluso le hizo sonreír verme con él al lado por la tarde, cuando al fin se levantó de la cama para venir a beberse su enorme vaso de leche a la cocina.
—Voy a desayunar y a comprar la comida —anuncié, ofreciéndole el celular—. Quédatelo por si te llaman.
Roier gruñó, como si la idea no le gustara, frunciendo el ceño y mirando intermitentemente el teléfono y a mí; pero yo ya me estaba despidiendo y saliendo por la puerta antes de que se quejara. Mi plan era pasarme el menor tiempo posible con aquel celular y así tener que responder el menor número de llamadas. Para mí, aquel no era ni siquiera mi celular, era solo el de Roier. El único momento con el que, por desgracia, no podía evitar llevármelo era cuando iba a trabajar, y eso que lo intenté.
—Hoy es viernes, ¿no preferís quedártelo esta noche, ya que los solteros van a estar en el Luna Llena y quizá te necesiten para algo? —le pregunté antes de salir del Jeep.
—Roier estará con Ollie en el puerto —respondió—. Es el teléfono de Spreen.
Contuve una mueca de molestia y me despedí con un rápido beso antes de bajar del coche. Aquella noche no lo tiré a la papelera, solo lo dejé dentro de la taquilla y salí a hacer mis tareas. Cuando volví a conserjería dos horas y media después, llevaba una Coca-Cola en la mano que dejé a un lado de la mesa antes de recostarme en la silla y buscar mi paquete de cigarros en el bolsillo. Me encendí el cigarro y eché el humo hacia la pantalla oscura de la televisión, inclinándome para encenderla. Seguía pasando canales cuando oí un zumbido y puse los ojos en blanco. No respondí, ni siquiera me moví de mi sitio, solo esperé a que el ruido desapareciera al rato y se silenciara. Si Roier sabía que se iba a pasar la noche con Ollie, el resto de lobos también deberían saberlo y no tenían por qué llamar a aquel teléfono. Fuera quien fuera, no entendio la indirecta y, una hora después, volvió a llamar. En esta ocasión sí me levanté con cara de enfado, abrí la puerta de la taquilla con fuerza, haciéndola chocar contra la contigua y produciendo un estruendo metálico. Miré el celular vibrando sobre la chapa y lo agarré como si fuera lo más asqueroso del mundo.
—¿Sí? —pregunté en tono neutro, vacío y sin vida.
—Hola, Spreen —me dijo una voz que no me costó reconocer—. Soy Aroyitt, la compañera de Carola.
—Hola, Aroyitt.
—Hola —repitió, seguido de una pequeña risa, como si tuviera que liberar tensión al comprobar que no iba a enfadarme ni nada por haberme llamado—. No te habré interrumpido en el trabajo, ¿verdad? Quizá debería haber esperado a la mañana. No quiero molestar.
—No te preocupes.
—Ah, bien… eh… te llamaba porque mañana es el día de… mi cumpleaños. Nunca he sabido cómo decir eso sin sonar como una niña pequeña —y se rio un poco más.
—Sí, Roier me lo dijo —respondí con el mismo tono neutro y vacío, contrastando mucho con su actitud más jovial y sus intentos de relajar la tensión con bromas estúpidas.
—Sí, me imagino… —dejó un momento de silencio, seguramente muy incomodada por mi actitud indiferente—. Quería… preguntarte si… Es que mañana hay muchas cosas que organizar, tenemos que ir a comprar a las tiendas y ya sabes que es mejor que no vayan los chicos o llaman mucho la atención. A veces no les quieren vender lo que hemos encargado o no les dejan ni entrar en el local, así que vamos nosotros. Nos vendría muy bien tu ayuda, si pudieras ir a buscar los pasteles o quizá la comida… ¿qué te parece? — se detuvo al fin.
Me parecía que quería mandar a Aroyitt a la mierda y colgar el teléfono por llamarme para que les hiciera de criada de una fiesta a la que ni siquiera me habían invitado, eso era lo que me parecía: pero no dije ni hice nada, solo fumé una calada de mi cigarro y miré la cavidad vacía de la taquilla.
—Me encantaría poder ayudar, pero no tengo coche —respondí con el mismo tono sin vida.
—Oh. ¡Seguro que Roier te puede dejar el Jeep! De todas formas, los chicos van a quedarse en el refugio organizándolo todo, no lo necesitará.
Me obligué a respirar y decir:
—Le preguntaré si no le importa prestármelo una hora o dos.
—Muchas gracias, Spreen. Nos viene genial tu ayuda, de verdad.
—De nada…
—Te enviaré un mensaje con el nombre de la pastelería y la dirección —dijo, recuperando su tono alegre y más rápido—. Solo tienes que decir mi nombre, ya me conocen y ya está pagado, así que no tendrás problemas.
—Maravilloso.
—¡Perfecto, entonces! ¡Nos vemos mañana!
—Hasta mañana —y esperé a que colgara después de repetir «hasta mañana y gracias de nuevo, Spreen». Entonces bajé el celular del oído y me quedé un par de segundos mirando el vacío de la taquilla.
Cerré la puerta de un golpe seco y empecé a darle puñetazos, produciendo un estruendo metálico y abollando la superficie hasta que ya no siquiera encajó con el tope y quedó cóncava y abierta. Cuando me sentí vacío, apoyé los brazos en ella y jadeé, recuperando el aliento. La puta de Aroyitt me la había jugado y ahora iba a tener que recoger sus pasteles de princesa para llevarlas a su fiesta de cumpleaños. Puede que le hubieran hablado de mi trabajo como repartidor de pizzas y le hubiera parecido gracioso llamarme para pedirme aquello, como si se tratara de una jodida broma. Negué con la cabeza y me pasé la mano libre por el pelo. Ahora no solo los lobos me trataban como la mierda, sino que sus compañeros también… pero sería la última vez.
Metí el celular en el bolsillo del mono y seguí dándole vueltas a la cabeza mientras miraba la televisión sin ver nada. Farfullando por lo bajo y rumiando el enfado una y otra vez, alimentando aquel ciclo interminable de frustración e ira. Y es que mi exilio y condena al ostracismo, tenía que funcionar en ambas direcciones, o, sino, pasaban cosas como aquella, como las que llevaban pasando los últimos meses; donde yo era el único perjudicado y la única víctima mientras los demás se aprovechaban de mí.
Cuando Roier vino a buscarme, empezó a gruñir por lo bajo con preocupación al ver mi rostro serio y enfadado. No tuve que decirle nada, solo salió del Jeep y se reunió en la parte de atrás conmigo para una sesión de sexo duro y violento que me dejó mucho más relajado y me ayudó a salir de aquel vórtice de locura en el que me había sumergido. Con la mente despejada, nuevas heridas y moratones en el cuello y los hombros, la ventanilla abierta, el aire besándome el rostro y un cigarrillo en los labios, pensé que no era mi culpa, que me había agarrado con la guardia baja y que, en la siguiente ocasión, estaría preparado para rechazarlo con excusas y disculpas baratas. A la larga, rechazo tras rechazo, al fin dejarían de pedirme cosas.
—Mañana por la tarde necesito el coche —le avisé a Roier mientras devoraba su cena. Yo me terminaba un sándwich de pavo frente a él y bebía de su cerveza para acompañar los últimos trozos.
—¿Spreen necesita ir a algún sitio? Roier puede llevar —dijo él de una forma más o menos comprensible y con la boca llena de arroz y carne.
—Tengo que ir a buscar unas mierdas para el cumpleaños. Aroyitt me llamó —tuve que contarle sin muchas ganas, porque sabía lo que iba a pensar él sobre todo aquello. Lo contrario de lo que realmente estaba sucediendo.
—¡Compañeros van a buscar cosas para cumpleaños! —exclamó, alzando la cabeza y abriendo mucho sus ojos cafés—. ¡Bien!
—Sí… de puta madre —murmuré, levantándome de la silla y agarrando mi paquete de cigarros.
Desde el momento de saberlo, el lobo no dejó de sonreír, tan repleto de comida como de felicidad. Me abrazó más fuerte en la cama, me frotó el rostro con mayor intensidad y ronroneó más alto y durante más tiempo hasta quedarse dormido. Cuando lo desperté a primera hora de la tarde para coger, no se quedó dormido después como solía suceder, sino que me esperó tumbado en la cama hasta que salí duchado del baño. Me siguió a la cocina y bebió su vaso de leche antes de eructar.
—Roier va a vestirse —anunció, dándose la vuelta hacia la habitación —. Roier y Spreen no pueden llegar tarde.
Chasqueé la lengua y negué con la cabeza. Fumaba apoyado en la pared de ladrillos, al lado de la puerta de emergencias como cada mañana, tomándome un café que me sabía especialmente amargo y sintiéndome más molesto a cada segundo. No sabía qué era exactamente, si tener que hacer el puto recado para la reina de la Manada o la actitud emocionada de Roier, pero algo me estaba poniendo de los jodidos nervios. Cuando el lobo volvió, llevaba una camiseta blanca con su cadena plateada por encima y unos pantalones cortos que no eran de chándal ni un bañador. Así que se había vestido «elegante» para la ocasión. Tiré la colilla del cigarrillo por la puerta y la cerré de un golpe seco, haciendo una señal hacia la salida. Quería terminar con aquello lo antes posible y olvidarlo.
—¿Spreen va a ir así? —me preguntó él—. Cumpleaños de Aroyitt. Hay que ir guapo.
—Yo no voy al cumpleaños, Roier —le recordé—. Yo voy a buscar los putos pasteles…
—Spreen tiene que ir guapo —declaró, deteniéndose en seco con postura orgullosa.
—Roier… —murmuré, apretando los puños y cerrando un momento los ojos antes de girarme hacia él—. No entendes. No. Me. Invitaron. No voy a ir bien vestido como si lo hubieran hecho, ¡o como si quisiera dar puta pena mientras les llevo sus putos pasteles! —terminé gritando.
El lobo gruñó a la defensiva.
—Roier va bien vestido y su compañero tiene que ir bien vestido.
—No me invitaron. Solo voy a hacer un recado y volver a casa. ¿Qué puta parte no entendes, Roier?
—¡Manada va bien vestida a cumpleaños! —exclamó.
—¡PERO YO NO SOY DE LA MANADA! —rugí mucho más alto que él, llenando todo el apartamento con mi voz.
Roier se quedó callado. Perdió su enfado como si de repente se hubiera desinflado como un globo, dejando tras de sí solo un lobo triste y dolido. Miró al suelo y sus ojos cafés se humedecieron bajo sus espesas pestañas. Sin decir nada, caminó a la puerta con actitud derrotada y agarro sus llaves del taburete verde. Yo me llevé las manos al rostro y ahogué un grito de desesperación, sintiendo como se me humedecían los ojos de pura rabia. Me giré en su dirección y abrí la puerta de casa para salir el primero, seguido de un Roier silencioso y entristecido. Ninguno de los dos dijo nada, ni cuando subimos al Jeep, ni de camino al Refugio ni cuando aparcó a un lado de la carretera. La puerta del Hostal estaba decorada con globos de colores y había bastante movimiento que llegaba desde el interior. Roier le echó un vistazo y después agachó la cabeza. Tenía los ojos empapados y se los trató de limpiar antes de salir, para que la Manada no descubriera lo triste que estaba, aunque era algo que se podía notar a kilómetros de distancia.
—Roier —le llamé con un tono serio pero calmado—. Sabes que tengo razón.
El lobo tardó un par de segundos en reunir la fuerza suficiente para enfrentarse a mi mirada, pero no fue capaz de mantenerla y terminó con la vista al frente.
—Roier solo quería que Spreen fuera guapo, como el resto de compañeros. Roier ya sabe que… no está en la Manada.
Cerré los ojos y los abrí para mirar también al frente, sintiendo la vista borrosa debido a las lágrimas. Al final siempre me comía yo la mierda. Tenía que ir a buscar los pasteles como un chico de los recados, tenía que soportar las tonterias de la Manada, los ataques constantes del Alfa y los lamentos de Roier, tenía que comerme las ganas de gritar tanto y tan fuerte que me quedara afónico durante años… ¿Tan malo había sido yo realmente para merecerme aquello? Solo quería estar tranquilo y con mi lobo. Solo eso.
—Iré antes a casa y me cambiaré de ropa —murmuré—. Volveré bien vestido para entregar los pasteles e irme.
El lobo giró el rostro y me miró, gruñendo algo agudo y corto que no conseguí reconocer lo que significaba. Respondí a su mirada y le pasé una mano por su pelo. Hice una señal hacia el exterior, a la puerta del Refugio y le dije:
—Ve a pasarlo bien. Volveré con los pasteles.
Él se acercó y me acarició con su rostro húmedo por las lágrimas, ronroneando algo lastimero, como cuando trataba de consolarme. Le froté la espalda y esperé un minuto a que terminara y se bajara del coche. Pasé a su asiento, reajustándolo para adaptarlo a mi tamaño y eché un último vistazo al lobo entrando en el Refugio para reunirse con su Manada. Entonces solté un suspiro y puse la música muy alta para no tener que oír mis propios pensamientos de camino a casa. Me vesti bién, como le había prometido; elegí una camisa de verano blanca con dibujos de búhos de colores que había encontrado una vez por cinco dólares en la tienda de segunda mano y que yo consideraba «elegante y colorida»; pero que dejé medio abotonada; y elegí unos pantalones cortos negros ajustados. Después hice un intento por peinarme, salí de vuelta al coche y revisé la dirección que me había enviado Aroyitt en el mensaje. No me sonaba, así que usé el GPS del Jeep y me puse en camino.
La pastelería era un local pequeño con un montón de pasteles de diseño y muy coloridas, de esas que salían en los anuncios o en los concursos de la tele. Aquello apestaba a caro y yo apestaba a lobo, así que los dueños no dudaron en preguntarme:
—Te envía Aroyitt, ¿verdad?
Asentí. El hombre sonrió y fue a la parte trasera, la cocina, para traer de vuelta dos pasteles, una en cada mano. La primera con una casita de fondant y muñequitos de los tres cerditos y un lobo que parecía muy feliz, la segunda de caperucita roja con otro lobo igual de contento que daba la mano a la niña. Fruncí tanto el ceño que el pastelero llegó a preguntarme con sincera preocupación si «algo estaba mal». Muchas cosas estaban mal, al parecer, pero respondí:
—No, ¿son solo estas?
—Oh, no, no —se rio—. Ahora saco las otras seis.
Otras seis… y lo mejor era que las dos primeras eran las de los niños, porque el resto eran de un tamaño enorme, rectangulares o redondas y con varios pisos. Suspiré y me rasqué la frente, sacándome la mano del bolsillo. Necesité varios viajes y un milagro para que los pasteles no se mezclaran o no se movieran durante el viaje. No supere los cincuenta por hora y, con el tráfico de un sábado a media tarde, resulto el trayecto más puto frustrante de mi vida. Cuando al fin aparqué en doble fila frente al refugio, había pasado una hora y media desde que me había marchado. Empecé a pitar varias veces para que alguien saliera del puto Motel, porque yo ya había terminado mi trabajo allí: ir a recoger los pasteles y llevarlas.
En apenas medio minuto, vi aparecer a Aroyitt por la puerta. Llevaba un bonito vestido azul bebé de verano y el pelo suelo. Me sonrió mucho y me saludó con la mano, como si estuviera muy contenta y emocionada por verme allí. Yo hice un movimiento con la mía en respuesta y ya podía darse por contenta, porque no iba a sonreír ni aunque me tiraran de las comisuras de los labios con ganchos. Miró a ambos lados de la carretera antes de cruzar y se acercó.
—Hola, Spreen. ¿Qué tal estás?
—De maravilla —respondí con tono neutro y sin vida, bajando del Jeep para abrir la puerta trasera y entregarle el primer pastel.
—¡Qué guapo estás! —exclamó entonces.
Me detuve, de espaldas a ella y con el pastel entre las manos. Cerré los ojos y respiré. Se estaba riendo de mí, pero no pasaba nada, sería la última vez.
—Gracias —murmuré, dándome la vuelta para entregarle la bandeja redonda.
—Nos has hecho un gran favor, de verdad. Las celebraciones siempre son una locura —ella seguía sonriendo y yo seguía con mi cara seria mientras me giraba por el segundo pastel—. Oh, no te preocupes, Spreen. Ya vienen ahora algunos de los chicos, no tienes que sacarlas todas aún.
Asentí y la miré de nuevo. Aroyitt tenía el pastel de los tres cerditos entre sus manos y parecía una madre de revista, de esas que hacían tortitas y jugo de naranja todas las mañanas mientras cantaba una canción. Trataba de mantener la sonrisa, pero le costaba más a cada segundo, enfrentándose a un muro de indiferencia y frialdad. Tras diez largos segundos en silencio al fin se rindió, como si se hubiera quedado sin fuerzas, mostrando una expresión preocupada y algo confusa.
—Lo siento, Spreen, pero… ¿te he hecho o dicho algo malo?
—No, claro que no —respondí antes de encogerme de hombros y sacar mi paquete de cigarrillos del bolsillo de la camisa. Me puse un cigarro en los labios y lo encendí con mi zippo, echando el humo a un lado para que Aroyitt no «tuviera que soportar el olor de mi tabaco».
La mujer iba a decir algo, pero entonces le señalé con la cabeza a sus espaldas.
—Ya llegan los demás —me puse de nuevo el cigarro en los labios y me di la vuelta para agarrar otro de los pasteles y dársela al primero que se acercara, un lobo grande, rubio y desconocido.
No me miró, no me saludó, solo me trató como si fuera un extraño y agarro el pastel entre las manos para volverse e irse. Lo mismo hizo el segundo, al que tampoco reconocí, y el tercero que incluso llegó a girar el rostro con una mueca de desprecio. Yo seguía sacando los pasteles del coche y fingiendo que no me daba cuenta de nada de aquello. El cuarto lobo era Axozer, que agarro con cuidado el enorme pastel Red Velvet que le ofrecía. «Spreen», murmuró a forma de saludo, llegando a dedicarme incluso una breve mirada a los ojos. «Axozer», respondí sin pararme demasiado y yendo por el siguiente pastel que le entregué a Serpias, quien tampoco me saludó, y la última de ellas, un bizcocho de varias capas de crema y cobertura de chocolate, que le entregué a Conter.
—¿Ahora repartes pasteles, Spreen? —me preguntó con una ligera sonrisa.
Se estaba burlando, pero no más de lo que me hubiera burlado yo de él en esa situación. Cuando tuvo el pastel en las manos, me saqué el cigarrillo de los labios y respondí:
—También reparto piñas, ¿quieres una?
El lobo no levantó la mirada del bizcochó, pero sonrió más y asintió antes de darse la vuelta. Concluido el trabajo, fumé otra calada, cerré la puerta de atrás y me fui a la del conductor para volver directo a casa.
—¿No… quieres quedarte a tomar un café o algo? —me preguntó Aroyitt, todavía con el pastel entre las manos y una mirada igual de preocupada que antes. Algo no iba bien en su mundo perfecto de princesa y eso la perturbaba.
—Yo no puedo entrar al Refugio —respondí mientras me ponía el cinturón. Algo que ella ya sabía perfectamente.
—No, yo… lo sé. Lo siento, me refería en la puerta o algo así. Hay dulces y sándwiches, Roier me dijo que te gustan mucho. Puedo sacarte un plato y un café.
En la puerta… para que todos me pudieran ver con un vaso de puto café y comiéndome un sándwich de mierda sentado en el borde de la acera como un vagabundo. A veces Aroyitt tenía unas ideas tan estúpidas que parecían hasta crueles.
—Esta noche trabajo, tengo que volver a casa, hacer la cena y cambiarme —dije, sin embargo, con mi tono neutro e indiferente, diciendo todo lo que sabía que tenía que decir como si se tratara de un robot—. Gracias por el detalle, Aroyitt. Fue un placer volver a verte. Feliz cumpleaños —añadí con una breve mirada a sus ojos azules.
—Gracias a ti —respondió en voz muy baja y casi inaudible, mirándome con esa misma expresión consternada y algo triste, una que no me podía importar menos—. Hasta luego…
—Adiós… —me despedí, porque era más contundente y definitivo.
Arranqué el motor y salí hacia la carretera, poniendo la misma música alta que había llevado en todo el trayecto. Pasado el mal trago, ya podía volver al exilio, a ser tan solo «el humano de Roier», ese que el resto de compañeros no conocían, al que no invitaban a ninguna parte pero el que tampoco les iba a dar nada nunca más, del que no se hablaba pero que siempre estaba por algún lado, al que no miraban ni a los ojos, y el que, a partir de entonces, no miraría de vuelta.
Sí, ese sería yo.
Quizá alguien piense que hacer eso fue infantil y estúpido, una especie de rabieta, una de muchas, y que el orgullo me estaba volviendo a jugar en contra. «¡Ahora que te están dando la oportunidad de volver y vos les das otra vez la espalda! ¡Mierda, Spreen!» Sí, sé lo que podrían estar pensando algunos, pero lo cierto es que se trata de unas de las pocas decisiones de las que no me arrepiento; la noche en la bolera fue un completo error, lo reconozco; sin embargo, separarme de la Manada e irme al exilio, fue justo lo que yo necesitaba.
No es agradable que te menosprecien, que te ignoren y que te humillen. No es agradable que, aun por encima de hacerte eso, tú te sientas culpable porque en el fondo pensas «cometí un error y me lo merezco». No es agradable esforzarte, tragarte la frustración y seguir luchando, y aun así darte cuenta de que, da igual lo que hagas, porque un grupo de personas ha decidido que vos no sos lo suficiente bueno para ellos. No es agradable cuando esas personas se supone que son las que deben quererte, tu familia, pero ellos nunca te perdonan y solo te siguen culpando y odiándote. Yo ya había pasado por todo aquello y había aprendido que no merecía la pena.
Yo tengo muchas cosas malas, soy un hombre complicado y hay muchas razones por las que alguien podría odiarme; pero también creo que hay algunas razones por las que alguien podría quererme. Si no sos capaz de entenderme o no te gusta mi forma de ser, no es mi problema. Si la Manada no podía ver lo que hacía por ellos o no les importaba, me daba igual. No los necesitaba a ellos como no necesitaba a una madre alcohólica y a una larga lista de padrastros violentos. Yo ya tenía a Roier, y él me quería tal y como era.
Chapter 40: EL EXILIO: SE ME DA BIEN
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Aquella noche parecía que sería tan larga y aburrida como el resto. Al terminar mis tareas del sábado, fui por una Coca-Cola a la sala de descanso y volví a conserjería para sentarme en la silla vieja y destrozada, sacarme un cigarro y encender la tele. Tras casi diez minutos pasando canales, me rendí, dejando un aburrido documental sobre la sabana que, por alguna razón, estaban emitiendo a las dos y media de la madrugada. Cuando me di cuenta de que me había quedado dormido, bajé las piernas de encima del escritorio y me incliné hacia delante, apoyando los codos en las rodillas y frotándome el rostro. Roier y yo habíamos madrugado aquel día para llegar a primera hora de la tarde a la puta fiesta, así que estaba más cansado de lo habitual y necesitaba algo para mantenerme activo y despierto. Mi primera idea fue ir a por un café y, la segunda, fue abrir la taquilla rota para agarrar el celular.
Era nuevo, grande y con línea e internet gratis, al menos para mí, ya que no era a mi dirección a la que llegaban las facturas. Así que pensé en echarle un vistazo y descargarme algún juego que al menos pudiera mantenerme entretenido. Hasta el momento, solo había deslizado la pantalla con la foto de la noche en el desierto para ir a la agenda y borrar los números de la Manada, y, cuando pasé la página inicial para mirar lo que había instalado allí, me encontré con algo que no me esperaba. Había muchas apps, cubriendo la primera pantalla adicional y la segunda: la mayoría de ellas eran sobre ejercicios de relajación, meditación o incluso agendas para organizar los pensamientos y tener «las ideas claras». También había algunas sobre cómo superar la soledad, aprender a ser más «sociable» e incluso Inteligencia Emocional. Les eché un vistazo a todas, leyendo los nombres y pasando de una página a otra mientras pensaba.
Quackity había configurado el smartphone para mí, sabiendo que, en algún momento, vería todo eso. Así que había mandado un sutil mensaje, o no tan sutil, para decirme que debería relajarme, pensar las cosas y aprender a ser más sociable y abierto con los demás. Por pura curiosidad, fui a la única app de imágenes y vídeos que estaba instalada entre toda aquella bazofia. En la galería había una sola carpeta con imágenes, titulada «Roier y la Manada». Lo que vi allí no era lo que esperaba. Creía que Quackity sería tan hijo de puta como para llenar aquello de fotos felices de la Manada en mitad de sus fiestas a las que no me invitaban, para que viera lo bien que se lo pasaban todos juntos. Sin embargo, eran imágenes en las que siempre salía Roier por algún lado, solo o rodeado de otros Machos. Había algunas que parecían más antiguas, unas en las que mi lobo parecía mucho más serio y perdido. Un Roier más joven junto a un Carola sonriente sin barba y un Quackity con patillas y bigote. Fruncí el ceño y ladeé la cabeza, porque había algo extraño en esa foto; además de lo obvio, quería decir. El Roier que miraba a la cámara con sus ojos cafés de bordes ambar, no parecía el lobo que yo conocía. Pasé las imágenes, encontrándome con todo tipo de momentos: robados en mitad del trabajo, comiendo, en el coche, en las fiestas, en sitios que no reconocí, en el río, en el Luna Llena e incluso en otros locales de la Manada. Algunos me hicieron sonreír, porque se notaba que a Roier no le gustaba que le sacaran fotos y casi siempre se las tomaban en momentos que no se esperaba. En otras, salía en mitad de otro grupo de lobos de los que conseguí reconocer algunos. Tenía muchas con Carola quien, al parecer, en algún momento había decidido dejarse crecer la barba espesa; pero eso no era lo más extraño, lo extraño era que casi siempre sonreía. Yo jamás lo había visto hacerlo, porque a mí solo me miraba con cara seria e intimidante.
Al terminar de mirar las casi treinta imágenes, había un vídeo corto. Roier estaba sentado en una mesa con un enorme cubo de tupper repleto de carne de pavo en salsa. Lo estaba comiendo como comía siempre, como un puto animal, manchándose la boca sin apenas masticar entre bocado y bocado. Se podía oír su leve ronroneo de placer de vez en cuando, seguido de una risa baja mientras la cámara temblaba un poco.
—Roier —le llamó la voz de Quackity tras el celular. El lobo lo miró sin dejar de masticar—. ¿De dónde sacaste eso?, ¿nos das un poco a los demas?
Él gruñó y rodeó el cubo de carne con un brazo para protegerlo del resto de lobos como si se lo quisieran quitar, lo que provocó una risa más alta de Quackity y algunos otros Machos que estaban alrededor.
—¿Es de tu nuevo humano? ¿Otra vez? —le preguntó un lobo que no conocía, uno de piel chocolate y pelo trenzado—. ¿O te lo has comprado en algún lado?
Roier irguió la cabeza e hinchó el pecho con orgullo.
—Spreen preparó para Roier —declaró en voz alta para que todos lo oyeran.
—Ese humano te da demasiada comida —le dijo Ed con una sonrisa—. Dile que no te dé tanta o después no puedes hacer tu trabajo. Anoche casi fuiste rodando hacia el coche.
—No importa si se hace daño, porque también le venda y le echa pomadita en las heridas… —bromeó otro.
—Te está malcriando como a un puto cerdito… —dijo Quackity con un tono especial, como si quisiera remarcar el hecho de lo bien cuidado que estaba ahora el SubAlfa.
—Sí, pero también se está cogiendo a ese humano como a un cerdito, así que no tiene queja ¿eh, Roier? —bromeó el Macho desconocido con una sonrisa socarrona.
Roier giró el rostro hacia él y produjo un grave gruñido de advertencia. El otro lobo perdió la sonrisa de inmediato y agachó la cabeza para someterse a la voluntad del SubAlfa.
—Perdona, Roier —se disculpó enseguida—. No lo sabía. No quería ofender a Spreen.
El lobo dejó de gruñir, pero se quedó mirando al otro Macho con enfado mientras se llevaba un gran trozo de pavo a la boca.
—Spreen cuida muy bien de Roier —dijo en el mismo tono orgulloso—. ¡Así que respeten a Spreen! —exclamó.
Todos asintieron y murmuraron algunas afirmaciones mientras su SubAlfa les echaba un rápido vistazo; entonces siguió comiendo y se relajó un poco.
—Spreen da mucha comida… pero también deja a Roier muy cansado. Macho necesita recuperar energías… —dijo entonces con una tonta sonrisa y un gruñido juguetón, como una mezcla de placer y excitación.
—Ya, ya lo sabemos… —afirmó Quackity, porque ahora que Roier había sacado el tema, no era una falta de respeto para el humano hablar sobre ello.
Entonces giró la cámara y apuntó a su rostro pecoso y ojos marrones.
—Guardaré esto para enseñárselo a Spreen algún día y que pueda ver lo pendejo que es su Macho —bajó el volumen hasta casi terminar susurrando—: Bienvenido a la Manada, Spreen… —y guiñó un ojo con una sonrisa.
El vídeo terminó ahí. No era mucho, pero había algunas cosas interesantes. Recordaba vagamente cuándo le había metido aquel enorme pavo en el cubo de tupper a Roier, había sido en los primeros meses. El resto de lobos me conocían vagamente, pero estaban empezando a comprender que Roier estaba yendo muy fuerte detrás de mí y, por lo mucho que yo lo cuidaba, daban por hecho que yo también estaba yendo muy fuerte detrás de él. Quackity había terminado aquel vídeo con una declaración bastante contundente, diciendo mi nombre porque yo ya no era «un humano», y convencido de que, algún día, yo formaría parte de la Manada. Sin embargo, la razón por la que hubiera incluido todas esas fotos y ese vídeo en el teléfono, se me escapaba. Si su intención había sido hacerme sentir estúpido, no lo había conseguido. Si solo quería mostrarme lo feliz que era Roier con la Manada, era algo que yo ya sabía.
Me recosté en la silla vieja y la hice crujir bajo mi peso, elevando las piernas para cruzarlas sobre la mesa de conserjería. Repasé una vez más las imágenes, eligiendo mi favorita para ponerla de fondo de pantalla. Después eché otro vistazo a las apps y las fui borrando una a una, deshaciendo el esfuerzo que Quackity se había tomado al organizar todo aquello. El Beta debió haberse echado un buen tiempo encontrando todas aquellas estúpidas aplicaciones y descargándolas solo para mandarme aquel sutil mensaje; algo que no me pasó por alto. Finalmente, fui en busca de algún juego entretenido en el que poder pasar el rato. Probé unos cuantos, hasta que, a mitad de la noche, oí unos golpes en la cristalera de la entrada. Me levanté sin si quiera mirar quién era y fui con mi tarjeta magnética para desbloquear el cierre.
—¿Cómo te lo pasaste, capo? —le pregunté a Roier antes de dejarlo entrar.
El enorme lobo se encogió de hombros y se acercó para abrazarme y acariciarme el rostro con el suyo mientras gruñía. Estaba triste, pero no tanto como lo que solía estar al volver de una de las fiestas, así que quizá hubiera habido algún avance y hubiera empezado a comprender que eso era algo que tenía que asumir.
—Aroyitt dijo a Roier que Spreen estaba muy guapo… —murmuró en voz baja—. Bien.
—Te dije que iría a cambiarme —le recordé, cerrando los ojos y aspirando aquella peste a Macho que, día a día, había ido convirtiéndose en mi olor favorito del mundo. Se me escapó un grave gemido de placer y respondí a las caricias del lobo antes de buscar sus labios.
No hizo falta más para que Roier supiera lo que iba a suceder. Aunque no hubiera podido olfatear mi excitación, con verme los ojos, sentir la forma en la que ya recorría sus enormes brazos con las manos o como me estaba empezando a frotar contra su cuerpo; hubiera sido igual de evidente. Empezó a gruñir y mover la cadera, con su entrepierna ya muy abultada contra mi cintura. Tiré de él para que me siguiera hacia el cuarto de las escobas y los productos de limpieza, un lugar mágico para un poco de sexo duro y sucio.
—¡Espera un rato, carajo! —le grité cuando empezó a dar tirones fuertes al mono para quitármelo, como si se creyera que así se iba a bajar—. ¡Ah, la puta madre! —grité cuando me dio la vuelta y casi me la metió de un golpe mientras me mordía el cuello, apretándome con demasiada fuerza contra la pared.
Roier se corrió sus cuatro veces de rigor, en cuatro posturas diferentes pero con la misma intensidad y violencia de siempre. Cuando sufrió la última contracción, abrió mucho la boca y cerró mucho los ojos, como si le doliera, gruñó y me la metió una última vez hasta el fondo antes de caerse sobre mí, contra la pared, desde la que nos deslizamos suavemente hasta el suelo. Entonces se hizo el silencio y la calma. Tardé todo un minuto en conseguir recuperar la conciencia y salir de aquel estado comatoso en el que a veces caía cuando el sexo era demasiado intenso y abrumador. Me froté la cara y me pasé una mano por el pelo, soltando un resoplido antes de abanicarme un poco el rostro acalorado. El lobo no estaba mucho mejor que yo, todavía jadeante y goteando sudor desde la punta de su nariz o el mentón. Había hecho un gran esfuerzo al mantenerme en el aire mientras me cogía, así que había sido bastante exigente para él. Ninguno de los dos se movió durante toda la inflamación, y, cuando sentí que me liberaba, aparté a Roier de mí, quien había empezado a frotarse y ronronear.
—Vamos por algo de beber —le dije.
El lobo asintió con un gruñido y se levantó al fin, subiéndose los pantalones desde las rodillas y guardándose el pene dentro. Yo no fui mucho más elegante, sintiendo lo empapado que tenía el trasero y las pequeñas heridas que el lobo me había hecho en la parte baja del cuello y los hombros. Le agarre de la mano y lo guíe hacia la sala de descanso repleta de máquinas de bebidas y snacks. Indiqué uno de los numerosos asientos frente a mesas redondas y bajas y saqué algo de calderilla del bolsillo del mono sudado. A falta de cerveza fría, compré dos botellines de agua para Roier y otra Coca-Cola para mí. Después me dejé caer en el asiento al lado del lobo y lo miré.
—¿Qué tal el cumpleaños?
—Bien. Buen cumpleaños, como siempre. Toda la Manada estaba allí, comió y jugó a un par de cosas. Roier comió pastel y se fue antes porque quería estar con Spreen.
Asentí un par de veces y bebí un trago de la lata antes de eructar debido al gas del refresco.
—Ollie comió mucho, demasiado… —añadió entonces Roier, frunciendo el ceño con una mueca preocupada—. Spreen tenía razón, quizá Ollie pasa hambre.
Miré fijamente los ojos del lobo, pero tardé un par de segundos en preguntar:
—¿Y Carola no va a decirle nada a Daisy? ¿O es que solo es condescendiente e insultante conmigo?
Roier gruñó un poco, como hacía cada vez que yo hablaba mal del Alfa.
—Daisy es parte de la Manada ahora, no se puede decir que no cuida bien de su Macho.
—Que cagada… —negué con la cabeza y miré hacia las máquinas frente a nosotros—. Llego a dejarte yo sin comer y ya tendría a toda la puta Manada encima y al Alfa llamándome cada dos por tres para insultarme.
—Manada sabe que Spreen cuida muy bien de su Macho —dijo él, levantando la cabeza con orgullo mientras inflaba su pecho—. Nadie duda de Spreen en eso.
—En eso… —repetí, bufando al oír aquella rotunda y firme afirmación. En eso no dudaban de mí, en todo los demás, no se sabía—. ¿Quackity duerme en el Refugio habitualmente? —le pregunté entonces.
Roier apuró sus últimos tragos de la botella de agua y aún tenía los labios hinchados y húmedos al responderme con una afirmación.
—Quackity es Macho soltero, duerme en el Refugio con los demás —dijo después.
Asentí un par de veces mientras apartaba la mirada a las máquinas expendedoras, perdido en mis propios pensamientos. Hablar de gente que «dudaba de mí» me había hecho recordar a las personas que no lo hacían, o, al menos, a los pocos que trataban de comprenderme y darme cierto espacio para cometer errores sin mortificarme por ello. Quackity el pecoso era uno de ellos, y, por extraño que pudiera parecer, creía que le debía una disculpa por haberle gritado aquella última noche por teléfono. Así que a la tarde siguiente, después de despertarme con sexo lobuno y una ducha fresca, salí de casa a desayunar y hacer los recados diarios, deteniéndome en una pizzería que quedaba de camino a la tienda de comida.
—Quiero cinco pizzas de tamaño familiar, de carne y pepperoni —le pedí a una joven con su uniforme de trabajo y el pelo recogido en una coleta apretada.
Se había quedado mirándome con una cara entre la sorpresa y el nerviosismo desde que había llegado. Quizá fuera por mi aspecto, por mi ropa ligera, mi peste a lobo y los muchos moratones y mordiscos que me cubrían el cuello y los hombros; o quizá fuera mi pelo negro algo despeinado, mi aspecto de chico malo y mis ojos morados. Fuera lo que fuera, estaba como embobada y tuve que chiscar los dedos un par de veces frente a su rostro para que reaccionara.
—¿Me escuchaste? —insistí con un tono más duro en la voz.
—Sí, sí, por supuesto… —murmuró a toda prisa, agachando la mirada para teclear en la pantalla que tenía delante mientras se ponía colorada—. Cinco pizzas familiares de carne y pepperoni… —continuó, echándome un último vistazo por el borde superior de los ojos—. ¿A… algo más?
—Sí. Quiero que dibujes una verga con salsa barbacoa en cada pizza y la envíes a esta dirección —respondí, agarrando uno de los folletos para escribir rápidamente con uno de los bolígrafos que había sobre la mesa de pedidos—. Entregársela a Quackity —concluí, sacándome el dinero del pantalón corto para pagarlo todo.
La chica se volvió a quedar mirándome en silencio y con los labios entreabiertos, de mis ojos al folleto y el dinero que le había acercado, pero en esta ocasión la razón de su sorpresa era evidente.
—Si tengo que volver a repetirlo, me iré —dije sin demasiada paciencia.
La chica parpadeó y terminó por agarrar los sesenta dólares e introducir la dirección que le había escrito en el folleto.
—Más vale que las pizzas tengan la verga dibujada —le advertí con una mirada por el borde superior de los ojos—. Es lo más importante.
—Sí, señor. Las haré yo misma —me aseguró con nerviosismo.
Asentí, me di la vuelta y me fui a recoger la comida de Roier a la tienda. Cuando volví, el lobo ya estaba despierto, tumbado en el sofá, completamente desnudo y con un ventilador a toda potencia removiendo su pelo castaño. Giró el rostro al oír la puerta y gruñó a forma de saludo, esperando a que me acercara para hacer el mínimo esfuerzo de mover la cabeza, volver a gruñir para llamar mi atención y pedirme una caricia. Dejé las bolsas sobre la mesa de bar y solté aire entre los labios, acercándome para frotarle la mejilla contra la suya como a él le gustaba. Roier ronroneó y sonrió antes de seguir mirando su programa de jardinería y rascándose el pubis con la elegancia que le caracterizaba. Yo todavía me preguntaba qué era exactamente lo que me había enamorado de aquel puto cerdo y la razón por la que ahora hiciera todo aquello por él, pero, al parecer, eso era algo que nunca llegaría a comprender. Simplemente había pasado.
Volví a la cocina, le preparé la comida y lo llamé antes de sacarme un cigarro y fumarlo junto a la salida de emergencia. El cielo era de un color anaranjado y rojizo en el horizonte, más allá de los edificios altos de la ciudad. El día había sido caluroso y el aire todavía estaba cargado de un calor agobiante y pesado, señal de que también sería una noche de bochorno veraniego. Por suerte para mí, el edificio en el que trabajaba ahora tenía aire acondicionado.
—Roier tiene mucho trabajo esta semana —me dijo el lobo al terminar de ducharnos tras un poco de sexo apresurado de última hora—, llegará tarde a casa.
Me limité a asentir y secarme el pelo con la toalla antes de tratar de peinarlo frente al espejo del lavabo. Ya me iba haciendo falta otro corte, pero quizá debería dejar de ir a una peluquería de lujo ahora que el dinero estaba empezando a escasear. Cuando estuvimos listos, salimos de casa, pusimos todas las cerraduras y caminamos en silencio hacia el Jeep, donde puse algo de música mientras disfrutaba del aire que me acariciaba el rostro mientras el lobo conducía hacia el centro de la ciudad. Me dejó frente a la entrada del edificio y nos despedimos con un beso rápido y una caricia de mejilla contra mejilla. Roier ronroneó y me dijo:
—Pásala bien.
Solté un bufido y una media sonrisa antes de cerrar la puerta y subir los escalones con la tarjeta metálica ya en la mano. Aquella noche me esperaba una sorpresa en conserjería, y no se trataba de mi mono de trabajo sudado y apestoso, sino de una nota escrita en un post-it sobre la mesa en el que ponía: «retrete atascado en baño de hombres. Primera planta». La releí una vez más y puse una mueca de asco. Chasqueé la lengua y arranqué la nota de un tirón antes de hacer una bola con ella y tirarla a la basura. Aún con un desatascador en la mano, removiendo un retrete atascado con la mierda más asquerosa y maloliente de la puta ciudad; aquel seguía siendo uno de los mejores trabajos que había tenido en mi vida.
Cuando volví por fin a la conserjería después de haberme lavado las manos con jabón durante más de diez minutos seguidos, me tumbé en la silla rasgada, encendí el televisor y agarre el celular, dando todo mi trabajo de la noche por terminado. No iba a ponerme a encerar los suelos y limpiar los cristales después de aquello, de eso podían estar seguros. Cuando encendí el teléfono, me encontré con dos notificaciones de llamadas perdidas y un mensaje. Deslicé la pantalla y leí rápidamente: «¿Esta es tu forma de pedirme perdón, Spreen?», junto a una foto de una pizza con una enorme verga dibujada en salsa barbacoa. Arqueé las cejas al comprobar lo detallada que era. Sinceramente, me esperaba un garabato, pero la chica de la pizzería se había esmerado mucho y había hecho un gran trabajo. Se podía diferenciar el falo del tronco venoso y las pelotas incluso tenían dibujados pelos.
«¿Te la comiste entera, Quackity?», le pregunté.
«He estado dudando de si lo que querías era insultarme más o pedirme disculpas. Después pensé que, si estuvieras enfadado, habrías pintado esta verga en mi todoterreno. Así que supongo que estás tratando de disculparte de la manera más infantil e inmadura que pudiste encontrar». Respondió en apenas cinco minutos.
«¿Pero te las comiste o no?» Mi insistencia no debió gustarle, porque no respondió a aquel mensaje en veinte largos minutos que me pasé esperando mientras miraba el programa de mierda que echaban por la tele. Cuando terminó, tomé una bocanada de aire y descrucé los brazos para agarrar de nuevo el celular. «Demos esto por terminado, Quackity. Nuestra última conversación no fue la mejor y yo te regale pizzas. Ya está». Le di a enviar y dejé el teléfono a un lado, creyendo que tampoco recibiría respuesta a aquello. Sin embargo, de camino a la sala de descanso vibró en los pantalones de mi mono de trabajo.
«Normalmente la gente deja una nota, Spreen. Algo del tipo: lo siento por ser un puto pendejo y haberte gritado sin motivo alguno. O, si lo prefieres: valoro mucho que tengas tanta paciencia conmigo y mis subnormalidades, que me des una oportunidad tras otra, aunque sepa que deberías haberme mandado a la verga hace mucho, como el resto de la Manada».
Alcé ambas cejas y me quedé con los labios entreabiertos, después simplemente me pasé la lengua por los dientes y dejé el celular sobre una de las mesas redondas mientras contaba las monedas. Me saqué un Coca-cola fría y la dejé a un lado antes de ir a por un paquete de sándwich industrial de lo que, se suponía, era ensalada de pollo. Cuando lo tuve todo, me senté, abrí la lata con un sonoro «clack» y di un par de sorbos. Mi mente estaba bullendo con respuestas que darle a Quackity, cada una peor que la anterior. Le había hecho una pequeña broma para suavizar el ambiente y no convertir aquello en una dramática e innecesaria escenita de disculpa; porque eso no iba a pasar. Creía que Quackity lo entendería, porque él y yo compartíamos esa clase de relación. Al parecer, me equivoqué, y el lobo estaba mucho más enfadado de lo que me había imaginado.
Al fin tome el celular y abrí los mensajes. Escribí un simple: «Relájate» y me quedé mirándolo un minuto entero antes de darme cuenta de que aquello ya no tenía sentido. Así que lo borré y dejé el celular de vuelta en la mesa antes de recostarme y sacarme un cigarrillo. Lo encendí con mi zippo plateado y miré hacia las máquinas expendedoras, soltando una voluta de humo gris al aire. Ya no tenía sentido tratar de discutir con Quackity sobre si mi disculpa había sido apropiada o no. Había querido disculparme y lo había hecho, si no le había gustado, no era mi problema. El Beta me caía bien, había sido bueno conmigo dentro de lo posible, y eso era algo que no olvidaría; pero, al final del camino, Quackity era de la Manada.
Una Manada de la que me había exiliado y con la que ya no quería estar.
Chapter 41: EL EXILIO: NUEVAS OPORTUNIDADES
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Como Roier había dicho, aquella noche llegó muy tarde a casa, casi a punto de amanecer. Yo ya estaba en la cama y me desvelé lo suficiente para oír sus pesados pasos, su gruñido de queja por tener que detenerse a quitarse la ropa, y el fuerte tambaleo que produjo en la cama al echarse sobre ella. Murmuré una queja incomprensible y fruncí el ceño sin si quiera abrir los ojos. Roier volvió a gruñir y se acercó todo lo que pudo a mí para rodearme con los brazos y quedarse dormido. Cuando me desperté por la tarde noté un fuerte Olor a Macho, mucho más intenso de lo normal, así que fui en busca de su cuerpo y froté el rostro contra su pecho mientras gemía de puro placer. Roier me recibió con un gruñido de excitación, pero no tan claro y contundente como solía ser. Se corrió tres veces y se quedó jadeando y sudando sobre mí durante toda la inflamación, como si le hubiera costado más de lo normal. Lo achaqué al calor y no le di importancia, al menos, la primera vez; pero aquello fue algo que se prolongó durante todo el día.
Un Roier especialmente cansado, oloroso y adormilado que solo sabía comer y quedarse tumbado viendo la tele. Nada fuera de lo normal, dicho así, porque era lo que el puto cerdo de mi lobo hacía siempre, pero en esta ocasión era distinto y empecé a sospechar que algo no iba bien. Sin embargo, no fue hasta el tercer día de la semana; cuando lo desperté a media tarde y me cogio resoplando, gruñendo y apenas sin fuerzas, llegando a correrse solo dos tristes veces antes de caer rendido sobre mí; que le pregunté:
—¿Qué mierda te pasa? ¿Estás enfermo o algo?
Roier levantó su mirada de ojos apagados y leves ojeras, negó con la cabeza e hizo que la gota de sudor que le colgaba de la nariz se precipitara hacia mi rostro.
—Roier muy cansado… —murmuró en voz baja, antes de inflar el pecho de forma orgullosa y añadir—: pero puede seguir cogiendo.
—No… no hace falta —respondí, apartándolo de mí tras la inflamación. Le puse una mano en la frente sudada y en las mejillas. Estaba ardiendo, pero es que hacía un calor horrible y acabábamos de coger, así que no era un gran indicativo.
—¿Estás haciendo mucho esfuerzo por las noches? —pregunté.
El lobo asintió con la cabeza y yo apreté las comisuras de los labios.
—¿Todos están cansados o solo vos?
—Todos. Manada está mudándose de un almacén a otro y hay que mover muchas cajas y cosas pesadas.
Solté un murmullo de comprensión y asentí. Confiaba en que fuera eso y no que se hubiera puesto enfermo de pronto. Lo dejé descansar en la cama y me di una ducha fresca antes de llevarle su vaso de leche y el celular. Roier ya se había dormido de nuevo y no quise despertarlo, así que lo dejé todo en la mesilla y me fui sin hacer ruido. Mientras desayunaba todavía le estaba dando vueltas al tema. Estaban siendo noches muy calurosas y si se habían puesto a mover un puto almacén entero, debían estar sudando a chorros, lo que explicaría el fuerte Olor a Macho con el que volvía Roier cada día. Al parecer, al genio de Carola se le había ocurrido hacer aquello en pleno agosto, en mitad de una jodida ola de calor… Negué con la cabeza y me terminé mi café con hielo de un par de tragos antes de levantarme de la cafetería. No podía hacer nada por evitar aquello, pero quizá pudiera ayudar un poco a Roier si incluía un par de botellas de agua fría junto al tupper de comida. Cosa que hice.
—Tenes que beber mucho, ¿me escuchaste? —le dije tras llegar a casa cargado con las bolsas. Las dejé a un lado sobre la barra de bar y me saqué un cigarrillo del paquete.
Roier se desveló y soltó un gruñido. En algún momento se había conseguido mover hasta el salón para volver a quedarse dormido en el sofá. Me acerqué para acariciarle el rostro y comprobar si seguía caliente. El sudor se había enfriado gracias a los ventiladores y ahora estaba un poco más fresco, pero eso no me tranquilizó demasiado.
—¿Me escuchaste, Roier? —repetí en tono serio.
—Roier bebe mucho —respondió, entreabriendo sus ojos cafés de largas pestañas. —. Alfa da mucha cerveza fría a los Machos para que no pasen calor.
—Cerveza no, Roier. Tenes que beber agua.—Me moví hacia la puerta de emergencias y la abrí, recibiendo un golpe de calor denso acumulado durante el día, aunque el sol ya se estuviera poniendo a lo lejos—. El alcohol deshidrata.
Me encendí el cigarro y solté el humo al exterior antes de apoyar la espalda en la pared de ladrillos y mirar de nuevo al lobo.
—Te compré dos botellas frías y las deje junto al tupper de esta noche. Ahora levántate, date una ducha fresca y ven a comer —le ordené.
Roier gruñó un poco, pero por lo bajo, como si no se atreviera del todo y no quisiera que yo le oyera quejarse. De todas formas, se levantó, caminando a pasos cortos y desnudo hacia la ducha. Lo miré de arriba abajo y chasqueé la lengua antes de girar el rostro. Un Roier con menos energías significaba sexo menos satisfactorio, algo que, a mí pesar, también me estaba pasando factura. Cuando el lobo volvió de la ducha, se puso a comer mientras me miraba y después se echó un poco más en el sofá antes de que llegara la hora de marchar.
—Tomate las malditas botellas de agua —le recordé, aunque sonó más como una advertencia, antes de acercarme para darle un beso y salir del Jeep negro.
Al llegar a la conserjería, me puse mi mono y miré lo que debía hacer aquella noche. Alguno de los trabajadores diurnos había dejado otro amable y encantador post-it en el que ponía: «limpiar el microondas de la sala de descanso. Primera planta». Agarre la nota y fruncí el ceño. No estaba del todo seguro de hasta qué punto el conserje del turno de día podía o no podía dejarme aquellas mierdas de post-its. No sería la primera vez que trataban de aprovecharse de mí y de mis contratos temporales para echarme encima todo el trabajo que no les salía de los huevos hacer. Así que tiré la nota al suelo, un poco debajo de la mesa, como si se hubiera caído, y me fui a limpiar los pasillos que sí se suponía qué tenía que limpiar. Al volver una hora y media después, llevaba una Coca-cola recién abierta en la mano y un cigarro en los labios. Me tiré en mi asiento, encendí la televisión y miré el celular.
Seguía preocupado por Roier. No me gustaba verlo tan cansado y apagado, así que me puse a buscar en internet algunas vitaminas o algo así que pudieran ayudarlo. Tras media hora de mirar productos que aseguraban «recuperar todas tus energías para afrontar cada día con una sonrisa», encontré uno que tenía muy buenas reseñas y que parecía tener un poco de todo: magnesio, minerales y vitaminas. Además venía en sobres para diluir en agua y que tenían diversos sabores, lo que haría más fácil que Roier se los tragara. Eran caros, pero no me importó pedir una caja de diez sobres para ir probando. Con un lobo enorme de casi dos metros y más de cien kilos, quizá tendría que usar dos por día…
Entonces me detuve. Levanté la mirada y me quité el segundo cigarrillo de los labios. ¿Qué mierda estaba haciendo? ¿En quién me había convertido? Buscando vitaminas para mi lobo porque estaba cansadito… Aquel era el final, sin duda. Las feromonas habían terminado por pudrirme el cerebro hasta convertirme en una de esas personas que siempre había odiado: un omega. Apoyé la cabeza en el respaldo y cerré los ojos, tome una buena bocanada de aire y la solté antes de mirar hacia el techo de láminas grisáceas. Ya no había vuelta atrás.
Tras un par de minutos de autocompadecerme, volví a bajar la mirada hacia el celular y busqué la página del Foro. Ver la parte superior con la fotografía tan barata y horrible a Photoshop con un lobo aullando y una luna, me trajo un montón de recuerdos. Hacía… meses, quizá, que no había vuelto a entrar allí. Desde la noche de la bolera y mi casi ruptura con Roier. Entré en mi antiguo usuario, ChicoOloroso, y arqueé las cejas al descubrir que tenía más de ochenta mensajes sin leer. La mayoría de ellos, solo por el título, eran de esnifadores haciendo peticiones o preguntándome si volvería al «mercado». Iba a borrarlos todos, pero después recordé que mi cuenta bancaría empezaba a estar peligrosamente vacía y preferí guardarlos. Me metí en el subforo de los loberos y leí algunos hilos por encima, curioseando en qué andaban metidos ahora esos pelotudos.
Entonces lo vi. «¿Alguien sabe de una buena charla de PHIL en Wisconsin?» A apenas un mes del Celo, los loberos novatos y los curiosos estaban ya buscando asambleas y charlas sobre como cazar a un lobo para «el mejor sexo de sus vidas». Me incliné hacia delante, apoyando los codos en las rodillas y solté un «uhm…» por lo bajo mientras mi cabeza se llenaba de planes absurdos para sacarles el dinero a esos tarados. Yo sabía mucho de lobos, muchísimo, y estaba tan preparado para dar aquella charla como la mujer que nos la había dado a Sylvee y a mí la primera vez. No. Yo estaba incluso más preparado porque, al contrario que ella, yo tenía un lobo apestoso en casa. Así que solo tendría que hacer un PowerPoint de mierda, responder un par de preguntas y cobrarles cien dólares la clase… Sonreí.
La noche se pasó bastante rápido cuando empecé a planear cómo convertirme en un profesor de loberos. No es que resultara emocionante, tan solo entretenido. Al terminar mi turno, ya tenía más o menos todo lo que necesitaba, solo quedaba encontrar el lugar donde dar la charla, hacer un poco de publicidad y después cobrar el dinero. De vuelta a casa, me detuve en una farmacia veinticuatro horas a comprar las vitaminas y en un bar a comprar cigarros. Cuando Roier volvió a casa, ya había amanecido y me despertó con sus gruñidos de queja al desvestirse. Se echó sobre la cama provocando un movimiento por todo el colchón y un insulto ininteligible de mi parte. Todavía adormilado y enfadado, me di la vuelta para rodearle con el brazo y la pierna, farfullando otro insulto antes de volver a dormirme.
Despertarse cada tarde se estaba convirtiendo en una especie de infierno para mí. Roier apestaba a Olor a Macho y las feromonas me estaban volviendo loco; por desgracia, el lobo estaba demasiado cansado para cumplir con su parte sin que pareciera que te estaba cogiendo un caniche lloron. Tras correrse por segunda vez, el lobo se derrumbó sobre mí y continuó jadeando hasta que se durmió. Yo miraba la ventana con las cortinas nuevas y movía los labios y apretaba los dientes para tragarme mi enfado y mi frustración. Terminé por apartar al lobo de encima mía e ir al baño a terminar yo solo en la ducha. Todo esto empezaba a ser un problema real. Y lo decía en serio. Una de las poquísimas cosas buenas, quizá la única, que traía cuidar de un Macho, era el sexo; increíble, salvaje, duro y maravilloso sexo lobuno. El hijo de puta de Carola había conseguido quitarme incluso eso.
Salí de la ducha con el pelo mojado y una toalla alrededor de la cintura, fui a la cocina a prepararme un café con hielo y sacar un cigarrillo. Lo fumé frente a la puerta de emergencias, mirando la ciudad a lo lejos y murmurando insultos por lo bajo. Al terminar, preparé el vaso de leche de Roier, salí de casa con cara de enfado y fui a hacer los recados del día; cuando volví a casa, Roier ya estaba en el sofá mirando uno de sus programas de bricolaje. Gruñó y levantó la cabeza para llamar mi atención, como solía hacer para que me acercara a darle una caricia o un beso.
—¿Les falta mucho en el almacén? —le pregunté.
—Muchas cosas que llevar —respondió junto con un leve encogimiento de hombros—. Almacén principal de la Manada. Muy grande.
—¿Y tienen que hacerlo ustedes? —insistí—. ¿No pueden contratar a una empresa de mudanzas?
Roier muteó la televisión y giró el rostro para tratar de mirarme de pie a sus espaldas.
—Almacén de Manada. Nadie más puede entrar —me dijo, como si fuera algo evidente.
Levanté la cabeza y miré a Roier por el borde inferior de los ojos. Tenía muchas cosas en la punta de la lengua, muchas sugerencias e insultos, pero me contuve y me di la vuelta para dejar preparado el enorme bol de carne con arroz y verduras del lobo. Roier se levantó con un gruñido de queja, llevándose una mano al lumbar dolorido, y vino hacia la barra del bar, mirándome con cuidado y temiendo que estuviera enfadado con él por alguna razón.
—Roier coger mucho a Spreen cuando termine en almacén —me prometió—. Roier cansado ahora. Es el que más cajas carga porque es de los Machos más fuertes —me aseguró, hinchando su pecho y alzando la cabeza.
Saqué una botella de dos litros y medio de agua que había comprado y fui en busca de la caja de vitaminas. El lobo continuó mirándome atentamente con sus ojos cafés, perdiendo poco a poco su pose orgullosa para convertirla en una mueca de preocupación y tristeza. Empezó a comer lentamente, con la cabeza gacha y parándose a masticar, lo que quería decir que estaba realmente devastado por no poder cumplir con la cuota de sexo a la que me tenía acostumbrado.
—¿Te gusta más la naranja, la mora o el limón? —le pregunté tras todo un minuto en silencio en el que me había parado a leer las instrucciones de la caja.
—A Roier no le gusta el limón.
—Entonces naranja —decidí, dejando el resto de sobres de sabores a un lado para abrir la botella de agua.
En la caja ponía las dosis recomendadas para una mujer, un hombre adulto o un niño; pero no para un enorme lobo. Así que, como había planeado, eché dos sobres enteros en la botella y la cerré para agitarla y disolverlo bien.
—Te vas a llevar esto y te lo vas a tomar todo —le ordené, dejando el agua, ahora de color anaranjado, sobre la mesa de bar.
Roier se limitó a asentir y seguir comiendo, mirándome fijamente mientras me preparaba un sándwich y lo comía apoyado sobre la repisa de la cocina. Tenía la vista perdida al frente, hacia los ventanales y las macetas de plantas; Roier quizá creyera que le estaba haciendo «pagar» la falta de sexo, pero realmente yo me estaba esforzando mucho por no pagar mi enfado y frustración con él. Ahora mismo, estar a mi lado era como pasar el rato con una bomba de relojería a punto de explotar. No tenía claro por qué estaba de tan mal humor, pero tenía la sospecha de que, con mi historial, probablemente me hubiera vuelto adicto al sexo y ahora estaba como un drogadicto al que no le habían dado su dosis de heroina.
—Hoy me iré antes —anuncié, frotándome las manos para quitarme las migas de pan que se me habían quedado pegadas—. Ahí tenes el tupper de esta noche y la botella que más te vale que tomes —añadí, haciendo una rápida señal hacia la bolsa de papel en la que le había dejado todo—. Pásala bien.
Roier soltó un gruñidito bajo y lastimero, como un cachorro al que iban a dejar solo en casa, pero lo ignoré. Recogí mi paquete de cigarros, el zippo y las llaves antes de salir por la puerta. Alejarme del lobo era solo uno de los motivos de mi marcha; antes de entrar a trabajar tenía que pasarme por una iglesia católica del centro para preguntar si tenían aulas libres para mis charlas semanales. No iba a alquilar un local cuando podía pedir horas gratuitas allí, siempre que fuera algo «social e instructivo».
—Quiero un aula para los viernes a la noche —le solté a la primera monja que me encontré.
La vieja me miró de arriba abajo tras sus gafas de pasta y cristales gruesos. Arrugó su pequeña nariz de bruja y puso una mueca de asco que no se molestó en esconder. Quizá fuera mi peste a lobo o mi aspecto de pandillero, pero estaba claro que yo no le gustaba lo más mínimo.
—¿Eres de la congregación, hijo?
—No.
—Lo siento, pero las aulas están reservadas solo a miembros de la iglesia.
Sabía que eso era mentira porque lo había leído en internet.
—Es para Alcohólicos Anónimos —mentí.
—Ya tenemos una reunión semanal de A.A. ¿No te lo ha dicho el señor Smith?
—Me habré equivocado, entonces. Voy a llamarlo y a preguntar —me di la vuelta y me fui de allí.
Saqué un cigarrillo nada más llegar al aparcamiento, lo encendí y solté el aire hacia arriba, ignorando las miradas de otro grupo de monjas que estaban haciendo algo en el jardín de al lado. Todavía tenía una opción B en caso de que lo de la iglesia no funcionara.
—Quiero un aula para los viernes a la noche —le solté a la bibliotecaria que estaba tras la mesa de recepción.
La mujer apartó la mirada de la pantalla del ordenador, me miró, parpadeó y después recordó que estaba esperando una respuesta.
—Oh, perdona. Sí… emh… ¿eres socio de la biblioteca?
—No.
—Las salas de estudio son solo para socios —puso una mueca de circunstancias y entonces añadió—. De todas formas, hay una lista de espera. Ahora comienzan los exámenes de recuperación y todos están llenando el horario —y trató de sonreír, aunque se quedó a medio camino entre una sonrisa y una extraña mueca—. Si quieres, puedes ir a la primera planta y sentarte en una de las mesas grupales.
Chasqueé la lengua y me froté el puente de la nariz entre el dedo índice y pulgar. No me molesté en responder, me di la vuelta y me fui de camino al trabajo. Que las cosas en mi vida no fueran como yo quería, ya era casi una tradición. Cuando llegué quince minutos tarde al edificio, otro post-it me estaba esperando en la mesa de conserjería, el mismo del día anterior con la misma nota. Simplemente lo habían recogido del suelo y lo habían vuelto a poner allí. Lo miré, lo agarre, hice una pelota con él y lo tiré a la puta basura. Me puse el mono y me fui a la sala de descanso a sacarme una Coca-cola fría y un sándwich. Aquello era todo lo que haría esa noche.
Me había dejado el celular en casa, así que no tenía más forma de entretenerme que la vieja televisión y mis pensamientos. Casi me había quedado dormido cuando oí el timbre de la puerta. Me incorporé de un salto, más por la sorpresa que por el interés, y miré el monitor de las cámaras de seguridad. Había un hombre en la entrada con un pequeña carreta con cajas. Fruncí el ceño y me levanté para ir hacia allí. Cuando aparecí en su campo de visión, en la penumbra de la entrada, el hombre me saludó con la mano y señaló las cajas como si eso tuviera que significar algo para mí. Por costumbre, me llevé la mano al bolsillo, pero no encontré nada allí. Me había olvidado también la navaja en mi chaqueta militar.
Por suerte, solo tuve que acercarme lo suficiente para que él sacara una identificación y la pegara a la puerta de cristal, demostrando que no era más que un repartidor. La foto concordaba con su cara redonda, su pelo oscuro y sus ojos claros, el nombre era estúpido y había incluso un sello a un lado. Era un carnet tan malo y cutre que no podía ser falso. Asentí con la cabeza y usé la tarjeta magnética para abrirle la puerta.
—Buenas noches, soy Jhon, el chico de las máquinas expendedoras — se presentó con una sonrisa algo nerviosa.
—Yo soy el conserje —respondí.
—Sí, eso espero —y se rio, como si su propia broma le hubiera hecho gracia.
Le sostuve la puerta para que no tuviera problemas al pasar con la carretilla y después la cerré, siguiéndole por el pasillo. Ya conocía el trayecto, así que no era la primera vez que había entrado en el edificio.
—¿Eres nuevo?, ¿no está Hans? —me preguntó cuando llegamos a la sala de descanso.
—No. Lo estoy cubriendo en las vacaciones.
—Ah… ¿ese viejo al fin se ha tomado vacaciones? ¿Le han obligado o qué? —y volvió a reírse mientras se sacaba un manojo de llaves del bolsillo.
Me acerqué a una de las mesas, me senté y me saqué un cigarrillo. No era necesario que yo estuviera allí mirando todo lo que el hombre hacía, pero tampoco tenía nada más entretenido que hacer. Así que me quedé. El repartidor, Jhon, resultó ser una compañía bastante entretenida. Era de esas personas que no paraban de hablar porque les incomodaba el silencio, así que para cuando terminó de rellenar los huecos de las máquinas expendedoras, yo ya conocía la mitad de su vida e incluso los problemas que tenía con su novia, Cindy. Le acompañé de vuelta a la salida y me despedí con un gesto de la mano y un simple «nos vemos».
Al terminar mi turno, tomé uno de los primeros autobuses de la madrugada que iban del extrarradio hasta el centro para recoger a los trabajadores. Me dejó a escasos veinte minutos de casa, lo que era mejor que pasarte hora y media andando y sin una navaja con la que protegerte. Entré en el apartamento y me quité la camiseta sudada para dejarla a un lado e ir directo a la cocina por algo frío que beber mientras me fumaba el último cigarrillo. El celular todavía seguía sobre la mesa de bar, allí donde lo había dejado, con una luz parpadeante que indicaba algún tipo de notificación. Me senté en frente y me abrí la cerveza antes de deslizar la pantalla y descubrir que tenía tres llamadas perdidas de un número que no reconocí. No creía que fuera Roier, porque él nunca me llamaba, así que apagué la pantalla y disfruté del cigarro en la penumbra antes de echarme a dormir.
Cuando me desperté froté el rostro contra un pecho grande y gemí por lo bajo de puro placer. Sin si quiera pensarlo, fui besando la piel caliente hasta alcanzar unos labios carnosos. El lobo gruñó y enseguida sentí lo rápido que se estaba poniendo duro. Roier iba a moverse para sepultarme bajo su cuerpo, de espaldas, pero no le dejé. Incluso adormilado, excitado y poco consciente, sabía que si le dejaba hacer aquello iba a resultar en otro sexo de mierda. Así que preferí quedarme yo encima. Montar a Roier era como tratar de domar un potro salvaje, y no lo digo como algo poético o erótico, lo digo en serio. Al lobo le gustaba tener el control del ritmo, la intensidad y las posturas en las que quería coger para poder morderme y agarrarme a placer; pero en esa postura le resultaba muy difícil hacerlo. No dejaba de removerse inquieto, ponía muecas de rabia y frustración, gruñía, me apretaba la cadera o tiraba de mis muñecas mientras trataba de mover la cadera y penetrarme como él quería.
—¡Puta madre, Roier! —le terminé gritando, porque me estaba arruinando el sexo por completo con su estúpida lucha—. ¿¡Queres parar de una puta vez!?
El lobo gruñó más alto y me enseñó los dientes de grandes colmillos. Me agarró con mucha fuerza de los brazos y me obligó a tumbarme sobre él. Yo seguí insultándole hasta que me dio la vuelta, me sepultó bajo su cuerpo y me mordió el cuello para taladrarme el culo como un puto martillo percutor. Sin piedad y sin pausa. No se detuvo hasta correrse cuatro veces cuando, empapado en sudor y jadeando, se desplomó y sufrió un par de contracciones durante la inflamación. Yo estaba sin aliento, sin vida y sin alma. Todo apestaba a Roier, estaba caliente y era pesado. Me encontraba en una nube de inmensa calma y felicidad. A eso me refería cuando hablaba de buen sexo lobuno.
Tras los cinco minutos que duró la inflamación, aparté al enorme lobo como pude y fui medio tambaleándome al baño. Las piernas todavía me temblaban un poco, tenía el abdomen manchado de mi propio semen y notaba el trasero dolorido y empapado, pero había merecido la pena. Me di una ducha fresca y gemí de placer antes de salir del baño con una ligera sonrisa en los labios, directo a la cocina para encenderme un cigarrillo y hacerme un café con hielo. Apoyé la espalda en la pared de ladrillo al lado de la puerta de emergencia y eché el humo a un lado, mirando a lo lejos, tras la puerta abierta de papel de arroz, donde se podía ver parte del cuerpo desnudo de Roier sobre la cama.
De pronto me pregunté qué hubiera pasado si nunca lo hubiera conocido. Si nunca hubiera ido aquel día al Luna Llena con Sylvee, o si Roier no hubiera estado aquella noche o se hubiera marchado a los baños con otro humano. Probablemente seguiría trabajando en la Wondering Shop para el señor Wong, volviendo a una casa vacía y sin plantas, ni televisión enorme, ni máquina de café último modelo; un apartamento que no apestaba a lobo y que era solo mío y de nadie más. No tendría que preocuparme de un enorme y estúpido Macho, seguiría a lo mío, sin maldita Manadas ni complicaciones. La misma vida precaria y simple que antes…
Entonces me pregunté: ¿Realmente echaba eso de menos? Ladeé la cabeza y fumé otra calada del cigarrillo. No. No lo echaba de menos. Extrañaba algunas cosas, pocas, pequeñas cosas; pero la idea de volver al pasado no me atraía en absoluto. Ahora tenía a Roier y eso, por alguna razón, me gustaba mucho.
Entonces me pregunté: ¿Ahora yo era feliz? ¿Roier me hacía feliz?
Solté una bocanada de humo y negué con la cabeza, sintiéndome un completo idiota por estar pensando eso. Tiré el cigarro por la puerta de emergencia y la cerré, yendo a la cocina para prepararle la leche con hielo a Roier. La dejé en la mesilla al lado de la cama en la que se había quedado dormido tras coger. El aire del ventilador removía suavemente el pelo de su cabeza, arrastrando su olor por toda la habitación con cada batida. Me incliné para darle un beso en los labios y él entreabrió los ojos, ronroneando por lo bajo y sonriendo.
—Pásala bien —murmuró.
Se me escapó un bufido y una sonrisa, tome aire y volví a negar con la cabeza.
Puto Roier.
Chapter 42: EL EXILIO: DOCTOR LOBO
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Encontrar un lugar para dar los seminarios resultó ser lo más complejo de todo. No quería alquilar un local ni un aula, porque los precios eran absurdos y yo ni siquiera sabía cuánta gente asistiría a mi charla. Durante el desayuno busqué algunas posibilidades, pero eran muy pocas. La iglesia evangélica donde yo había ido la primera vez era una buena opción, el problema era que ya había asambleas de PHIL organizadas allí, probablemente dadas por la misma mujer que me las había dado a mí. No tenía miedo a la competencia, pero la muy zorra tenía agarrado las mejores horas: viernes y sábados noche. No me quedó otra opción que buscar otro sitio.
—Dúchate y veni a comer —le dije a Roier nada más dejar las bolsas sobre la mesa de la cocina.
El lobo me saludó con un gruñido bajo y recostó la cabeza sobre el respaldo para que me acercara a darle su caricia.
—¿Te tomaste todo el agua que te di ayer? —le pregunté tras frotar su mejilla y darle un pequeño beso.
—Roier bebió todo lo que le dio Spreen.
Asentí y me fui a desenvolver la bandeja de comida. El lobo se levantó del sofá, pero le costó un poco, gruñó y se llevó la mano al lumbar. Lo miré atentamente mientras caminaba a pasos cortos hacia el baño y fruncí el ceño. Cuando regresó con el pelo mojado y una toalla alrededor de la cintura, como yo me la ponía, le pregunté:
—¿Te duele la espalda?
El lobo se sentó con un resoplido en el taburete y agarro el tenedor antes de llevarse un buen trozo de cerdo a la brasa a la boca, mirarme y asentir. Chasqueé la lengua y tiré la colilla del cigarrillo por la puerta de emergencias antes de dirigirme hacia el baño.
—¿Qué te dije de dejar el suelo empapado de agua? —le grité desde allí, mirando el charco que había dejado al lado de la ducha por salir de allí sin secarse primero.
No oí respuesta alguna, pero podía imaginarme al muy hijo de puta gruñendo por lo bajo o algo así mientras rodeaba la bandeja de comida por si se la quitaba. Fui hacia el lavabo y abrí el armario tras el cristal. Allí tenía la máquina de afeitar y algunas cosas que a veces utilizaba, como una pomada fría para los dolores musculares. Yo también había tenido algunos trabajos pesados y había vuelto a casa con la espalda jodida o los hombros ardiendo. Agarre el envase medio vacío y volví junto al lobo. Roier me siguió con la mirada desde que aparecí por el salón, atento y precavido. Como me imaginaba, tenía un brazo alrededor de la bandeja y comía más rápido. Puse los ojos en blanco y me fui a preparar un sándwich.
—Hay tres llamadas perdidas de anoche, ¿me llamaste vos? —le pregunté.
El lobo no terminó de masticar antes de negar enérgicamente con la cabeza.
—Si necesitas hablar conmigo, mándame un mensaje primero y te devolveré yo la llamada —ordené, terminando de armar el sándwich y dándole un buen mordisco mientras apoyaba la cadera en la encimera y miraba al lobo.
—Quizá Manada quisiera hablar con Spreen —me dijo tras tragar el gran trozo de carne que se había llevado a la boca—. Quizá Aroyitt organice una cena y quiera otra vez ayuda de Spreen —sonrió y levantó la cabeza, ilusionado con aquella estúpida idea.
—O quizá quieran seguir rompiéndome las bolas con sus tonterías — murmuré por lo bajo.
Roier gruñó y siguió comiendo, perdiendo la alegría que le había producido pensar que la Manada me estaba empezando a incluir en sus planes; cosa que no iba a pasar. Principalmente, porque yo no iba a permitirlo.
Cuando el lobo terminó de comer el cerdo de cinco kilos, resopló y se fue tambaleando hacia el sofá para tumbarse, rascarse los huevos y seguir viendo la televisión. Me hice un café con hielo y lo dejé en la encimera antes de acercarme a Roier. Le pedí que se diera la vuelta y él me miró un momento antes de fruncir el ceño. A los Machos no les gustaba dar la espalda, eso les hacía sentirse indefensos y vulnerables; tuve que cruzarme de brazos y dedicarle una de esas miradas que le daban miedo para que gruñera y, a regañadientes, se diera la vuelta. Me puse a su lado en el suelo y abrí el tapón de la pomada para extender una buena capa en la zona del lumbar.
Roier volvió a gruñir y se removió algo inquieto, pero lo ignoré y continué masajeándole la zona. No tardó demasiado en sustituir los sonidos de queja por un ronroneo suave, entonces se quedó muy quieto y fue cerrando los ojos hasta quedarse dormido. Continué hasta que, más o menos, la pomada estuvo bien distribuida. Me levanté del suelo y fui a limpiarme las manos, sentándome en el taburete de la barra de bar con mi café y un cigarrillo mientras miraba el celular.
Al parecer, el negocio de profesor de loberos estaba bastante extendido. No había más que hacer una búsqueda rápida para descubrir la cantidad de hombres y mujeres que aseguraban «un 99% de éxito». Eso era imposible por muchas razones. Al contrario de lo que me había dicho a mí en la charla, no había una «forma segura» de que un Macho se interesara por ti. Mis numerosas conversaciones con Rubius, Conter y Quackity me habían dejado claro que los lobos tenían gustos propios y muy particulares, que no había un componente común que les resultara especialmente atractivo y excitante de los humanos. A Rubius le gustaban los guapos, con buen culo y la lengua afilada, en más de un sentido; a Conter le gustaban los humanos delgados y frágiles, eses que le hacían sentir un Macho muy grande y poderoso; y a Quackity le encantaban los que parecían inteligentes y un poco frikis, con gafas y un aire inocente. Lo único diferente entre ellos y los hombres humanos, era que sus gustos estaban muy encasillados.
Podían tener sexo o dejarse hacer una mamada por un humano que no entrara en sus gustos, pero no irían al Celo con ellos y mucho menos serían «considerados» como posibles compañeros. Esa era la realidad. Ni caricias en el brazo y la barriga, ni sumisión, ni tonterias. O les gustabas o no.
Por supuesto, ese no era el tipo de cosas que los novatos y loberos quisieran oír. Querían pagar cien dólares y salir de aquella charla con el secreto milenario para conseguir meterte la verga de un lobo hasta la garganta. Por eso los «expertos» decían que sus clases eran las que más eficacia tenían y que eran los mejores. Solo en mi ciudad, había cinco personas que se dedicaban a eso, el precio variaba entre los setenta y los ciento cincuenta dólares. Arqueé las cejas y pulsé en el enlace de las más caras. Lara Hollow, Doctorada en Hombres Lobo. Doctorada…, decía la muy subnormal en su página web. Me reí tan alto que casi despierto a Roier.
La mujer se lo tenía muy bien montado, con una página que rezumaba elitismo y clase. Había muchas fotos de la bonita sala en la que daba sus charlas, en pleno centro, una especie de salón de té con sillones, un palco con flores y una enorme pantalla. Según decía en la sección de información, los grupos eran reducidos e «íntimos», la duración estimada era de una hora y la comida y los refrigerios estaban incluidos en el precio de la charla. Para poder asistir, había que pagar por adelantado e inscribirse en el horario. Lara tenía una agenda bastante llena de jueves noche a sábado, con clases cada hora y media hasta el anochecer. Me terminé el café de un trago y puse una mueca de asco. Aquella mujer no se tomaba aquello como un trabajo estacional antes del Celo, sino que se dedicaba por entero a ello. Quizá los humanos que se podían permitir aquello se sentían mejor si les hablaba una supuesta doctora en un bonito local; como si eso fuera a cambiar el hecho de que se iban a pasar los fines de semana buscando desesperadamente pija de lobo.
Iba a seguir mirando la página, tan perdido en mis pensamientos que la repentina vibración del celular me dio un pequeño susto. La pantalla se volvió blanca y apareció un número bajo la imagen de un avatar preconfigurado. Me levanté del taburete y me acerqué a Roier para despertarlo con un leve movimiento en el hombro. El lobo entreabrió los ojos y soltó un gruñido de queja por la interrupción.
—Te están llamando, despierta —le dije, dejándole el smartphone a un lado.
Roier gruñó más alto y levantó la mano para aceptar la llamada y colocarse el teléfono en la oreja.
—Aquí Roier… —murmuró con voz adormilada y pastosa—. Sí… — Me buscó con la mirada y yo negué con la cabeza para decirle que mintiera
—. Spreen en Guarida —terminó diciendo de todas formas.
Me quiso entregar el celular, pero solo recibió una gélida mirada de mi parte y una mueca de enfado. El lobo puso cara de pena y murmuró:
—Es Aroyitt… quiere hablar con Spreen…
Por supuesto, Roier seguía convencido de que aquello era muy bueno, que la compañera del Alfa me estaban incluyendo en sus planes con el resto de omegas y pronto terminarían aceptándome todos en la Manada. Agarre el celular y me aseguré de dejarle bien claro al lobo que no iba a pasar aquella traición por alto.
—Hola, Aroyitt —respondí con un tono vacío y carente de toda emoción.
—Hola, Spreen. Soy yo, Aroyitt, la compañera de Carola. ¿Tendrías un momento para hablar? —respondió. Por alguna razón sonaba nerviosa y seguramente había repetido aquella frase un par de veces, soltándola de todas formas, aunque yo ya supiera quien era.
—Claro —murmuré en el mismo tono sin vida antes de dirigirme de vuelta a la cocina a por otro cigarrillo. Por lo que parecía, iba a necesitarlo.
—Oh, bien —lo celebró, como si se creyera que iba a negarme.
La verdad es que lo hubiera hecho de haber podido, pero Aroyitt no tardaría ni un minuto en salir corriendo a decírselo a su maridito el Alfa, entonces tendría al hijo de puta de Carola llamándome cada dos minutos para soltarme alguno de sus comentarios mordaces. Me encendí el cigarrillo y solté el humo de camino a la puerta de emergencias.
—Como sabrás, los chicos están teniendo mucho trabajo esta semana — comenzó a decir—, había pensado en hacer algo especial este domingo para celebrar el final de la mudanza. ¿Qué te parece?
Le di otra calada al cigarrillo y solté el humo al exterior, mirando la ciudad a lo lejos y el sol anaranjado entre los altos edificios.
—Maravilloso —murmuré.
—¡Oh, qué bien! —exclamó, incluso más sorprendida que antes—. Pues los compañeros estamos organizándolo todo, nos vendría genial tu ayuda, la verdad. Habíamos pensado hacerlo en el edificio administrativo, en la planta baja hay una sala bastante grande para celebraciones. Bueno, no es tan grande, pero como solo serán los Machos y los compañeros, habrá sitio de sobra. Pondremos mesas plegables y encargaremos comida, llevaremos juegos de mesa y cerveza. Nos estamos repartiendo la organización, ¿crees que podrías…?
—No creo que pueda —la interrumpí entonces, porque ya había escuchado suficiente. Quería que volviera a hacer de recadero para una fiesta a la que no me iban a invitar—. Tengo dos trabajos ahora. Estoy cubriendo un par de horas al final de la tarde y después tengo que ir al de la noche.
—Oh… —oí al otro lado de la línea.
—Gracias por llamar —continué tras otra calada, el mismo tono calmado y la misma abismal indiferencia—. Nos vemos, Aroyitt.
Iba a colgar en ese mismo momento, pero la mujer añadió con voz apresurada:
—Pero, vas a venir a la fiesta, ¿verdad? No es de la Manada, así que no habrá ningún problema en que vengas con Roier.
Puse los ojos en blanco y apreté los dientes para resistir el impulso de soltar algún jadeo indignado o alguna respuesta cortante. Vamos a invitar al estúpido de Spreen a una fiesta de segunda categoría, seguro que está desesperado por disfrutar de las migajas que le damos…
—También trabajo los fines de semana, lo siento —conseguí decir sin cambiar mi voz de muerto en vida—. Gracias por invitarme… —ahí se me afiló la voz y llegó casi, casi, a sonar sarcástico; pero me apresuré a añadir —: Tengo que empezar a prepararme. Fue un placer hablar con vos. Nos vemos, Aroyitt.
Le di el tiempo suficiente para murmurar un «oh, claro… emh… gracias a ti, Spreen», y colgué. Fumé una última calada del cigarrillo y lo arrojé a la calle, echando al aire mientras me giraba de vuelta a la cocina. Roier estaba sentado en el sofá, mirándome atentamente por el borde de los ojos y fingiendo que miraba el programa de jardinería. Mi lobo era un matón que daba miedo, pero la sutileza no era su fuerte.
—¿Qué quería Aroyitt de Spreen? —terminó por preguntarme directamente.
—Quería que la ayudara con una fiesta —respondí.
—Aroyitt está incluyendo a Spreen en la organización —me dijo, alzando la cabeza—. Bien.
—Yo trabajo, Roier. No puedo pasarme el día planeando cenas y comidas como hacen otras… —le recordé, volviendo a sentarme en el taburete para guardar el número de teléfono con el que Aroyitt me había llamado. «Reina Arpía», lo nombré.
—¡Spreen tiene que ayudar a Aroyitt! —exclamó el lobo, girándose en el sofá y colocando uno de sus brazos sobre el respaldo—. Eso hacen los compañeros.
Miré al lobo por el borde superior de los ojos y me quedé un par de segundos en silencio.
— Dije que tengo trabajo —repetí con un tono de advertencia—. ¿Quién mierda te crees que paga el alquiler y tu comida, Roier? ¿Crees que me regalan las cosas?
El lobo se ofendió y se puso orgulloso, levantando la cabeza e inflando el pecho. Irónicamente, cuando parecía enfadado y peligroso, era cuando más sexy estaba.
—Roier es de los Machos que más gana porque es el SubAlfa —se defendió.
—¿Y dónde mierda está ese dinero? —pregunté.
A eso tardó un poco en responder. Se quedó un momento en blanco y terminó por bajar la cabeza y mirar hacia el suelo.
—Alfa no da dinero a Roier para Spreen porque no… es compañero. No está en la Manada —me confesó, algo que quizá ya sabía desde hacia tiempo y que no me había dicho para no hacerme daño.
— Ahh, mira vos… —murmuré con una fina y afilada sonrisa en los labios.
—Pero, ¡si Spreen ayuda a Aroyitt estará más cerca de Manada! —añadió.
—Claro —asentí—. Dejaré de trabajar para ayudar a Aroyitt con sus cenas
de
princesa, entonces quizá de acá a un par de años me acepten en la
Manada. Mientras tanto comeremos piedras y viviremos debajo de un puente… ¿Qué te parece, Roier?
El lobo había llegado a sonreír, creyendo que me había convencido, hasta que siguió escuchándome y empezó a notar la ironía y el sarcasmo de mis palabras fluyendo como un chorro de agua fría en su rostro. Gimió como un perrito y puso cara de pena.
—Spreen tiene que ayudar a Aroyitt —insistió—. Es importante.
—Ayudaré a Aroyitt la próxima vez que tenga tiempo —le mentí, dando el tema por finalizado y bajando la mirada hacia el celular.
A Roier no le quedó otra que aceptar la realidad. Incluso un lobo como él sabía lo que era el dinero y lo mucho que valía la comida que traía para él todos los días. Aunque eso no le privó de empezar a gimotear cada cierto tiempo mientras miraba su programa de jardinería favorito.
—¡Roier! —terminé gritándole tras diez minutos de aquello, golpeando la barra de bar con el puño—. ¿Quieres que me enoje?
Se detuvo, pero me siguió de cerca durante el resto de la tarde, pegado a mi espalda, acariciando su rostro contra mi pelo para consolarme y abrazándome. Incluso cuando me llevó en coche al trabajo, quiso que le besara y le prestara un poco más de atención de la habitual.
—Tomate el agua con las vitaminas —le recordé antes de salir del Jeep, sintiendo una especie de liberación. Primero, por el aire más fresco de la noche que no apestaba a Olor a Macho y, segundo, por separarme de un lobo dependiente y sensible que ya estaba empezando a ponerme de los putos nervios.
Cuando entré en consejería, me encontré con otro post-it con el mismo mensaje que las noches anteriores, pero con un breve añadido: «Último Aviso». Lo agarre y lo tiré a la basura. Los del turno de día podían venir y chuparme la pija si querían que limpiara el microondas, porque no lo iban a conseguir de otra forma. Ni con mensajitos ni con amenazas. Lo que sí hice fue lo que se suponía que tenía que hacer, sustituyendo un par de leds del pasillo y las oficinas, aquellos que parpadeaban o estaban fundidos. Para cuando terminé habían pasado dos horas y media, lo cual me dejó otras cinco horas libres para planificar mi segundo trabajo. Ya había leído toda la página web de Lara Hollow y algunos otros blogs mucho menos profesionales del resto de supuestos expertos en lobos. Casualmente, ninguno de ellos permitían comentarios, opiniones o calificaciones. Ninguno quería que un montón de clientes insatisfechos por no haber conseguido un Macho que les cogieran les dejara en evidencia.
Yo no iba a ser mejor ni peor que el resto de los timadores, así que no debía preocuparme de eso; a lo que si le daba vueltas, sin embargo, era al precio que pondría a mi sabiduría. Cien dólares me parecía una cifra baja ahora que sabía que había una falsa doctora cobrando ciento cincuenta por hora, sin embargo, yo no tenía un precioso restaurante en el centro ni
fotos con un traje de Chanel. Lo que sí tenía era un título universitario tan acreditado y creíble como el suyo.
Después de investigar a la competencia directa, me puse a buscar un local. Como ya sabía, adquirir un alquiler era un gasto y un riesgo innecesario, pero no me quedaban muchas más opciones. No podía hacer aquello en mitad de un bar, porque los clientes querían intimidad y discreción, así que debía ser un sitio al que llegar e irse tranquilamente sin miradas indiscretas ni exponerse demasiado. Ya había descartado la biblioteca, la iglesia cristiana y la evangélica, y tras una larga búsqueda, ya había perdido la esperanza cuando, de una forma casual e inesperada, me topé con el anuncio de una ONG de las afueras. Tenían una escuela para familias necesitadas que por las tardes usaban como salas multiusos para
talleres y obras benéficas. No eran demasiado grandes, pero tenían sillas y un encerado. No tardé ni un instante en llamar.
—Hola, soy… el Doctor Spreen Lobo —dije cuando una voz adormilada respondió tras el quinto tono—. Estaría interesado en una de las aulas de la fundación para dar asistencia psicológica a algunas personas. ¿Podría ser?
—Amh… Perdone, ¿cómo decía que se llamaba?
—Doctor Lobo —repetí, cruzando los tobillos sobre la mesa y moviendo un poco la silla vieja de un lado a otro.
—¿Y en qué campo está especializado, doctor?
—Psiquiatría. Trabajo con personas adictas y psicodependientes —no sabía ni si esa palabra existía, pero sonaba de puta madre—. Concretamente con los adictos al sexo con Hombres Lobo y todo lo relacionado con ellos y el Celo.
—¿Se llama Doctor Lobo y su campo de trabajo son los Hombres Lobo? ¿Es esto una broma?
—Sí, ya sé que parece joda. No crea que es la primera vez que me lo dicen, pero por desgracia, mi apellido es el que es y no puedo cambiarlo. Lo que sí puedo cambiar es el futuro de las personas que sufren y necesitan mi ayuda —lo dije con un tono tan convencido que el hombre al otro lado de la línea tardó un momento en responder.
—Entiendo. Escuche, doctor, ¿qué le parece si le concierto una reunión con nuestra presidenta y ella decide si hay sitio para usted y su grupo de ayuda?
—Eme parece perfecto —apreté el puño, un tanto frustrado por aquel giro imprevisto—. ¿Podría ser mañana a la tarde? —pregunté, manteniendo el tono calmado y jovial de hasta entonces—. Suelo trabajar de noche.
—Es extraño que un psiquiatra trabaje de noche.
—Ya, bueno, los Hombres Lobo viven de noche, es cuando visitan a sus humanos y cuando mis pacientes más me necesitan.
—Ah, claro —dijo él, comprendiéndolo al fin—. Entonces puedo darle cita para mañana a… ¿le viene bien a las siete?
—Perfecto —apreté los dientes. Era una hora de mierda y tendría que levantarme antes para poder hacer los recados antes de prepararme—. Mañana a las siete, entonces. Muchas gracias y buenas noches.
Colgué y fui directo a sacarme un cigarrillo. A cada segundo que pasaba me gustaba menos la idea. Creía que me iban a dar el aula sin más, sin
preguntas y sin entrevistas. ¿No eran una ONG para ayudar a gente?, ¿por qué mierda ponían tantas trabas para ayudarme a mí a ganar dinero? Todavía seguía dándole vueltas a aquello cuando, cuatro horas después y media cajetilla, salí del edificio para ir a tomar el bus de vuelta a casa. A mitad de camino, recibí una llamada y miré el número. No estaba identificado y no era Roier, así que lo dejé sonar hasta que colgaron.
Al día siguiente, me desperté antes, abracé al lobo a mi lado, grande, sudado y apestando increíblemente a Olor a Macho. Me froté contra él e hice lo que hacía siempre, saciar mi primera necesidad del día: Roier. Bajé directo a su entrepierna, siguiendo el reguero de pelo hasta su pubis y su pija ya dura. Me entretuve bastante tiempo allí, hasta que el puto Roier se puso insoportable con sus gruñidos, sus movimientos de cadera para metérmela más al fondo, la mano con la que me apretaba el pelo para que no parara, hasta que se corrió la primera vez sin avisar. Aparté la cabeza al instante y escupí aquel semen denso y tan fuerte.
—¡¿Qué te dije de correrte en mi boca, puto lobo de mierda?! —le grité.
Pero Roier no estaba en un estado racional. Estaba excitado y en mitad del sexo, no entendería a razones hasta haberse descargado por entero y de la forma que él quisiera. Los lobos nunca se quedaban a medias una vez que empezaban a eyacular. Y como yo me resistí, se puso violento y me agarró, me mordió y todo lo que tanto le gustaba hacer para «domarme». Tras tres corridas más, al fin me soltó las muñecas y dejó de morderme el hombro. No sabía si eran las vitaminas o que Roier se había tomado muy a pecho aquello de seguir cumpliendo con el sexo mañanero, pero, fuera lo que fuera, había vuelto a ser la mejor parte del día.
Dejé a Roier tras la inflamación, dormido y desnudo en mitad de la cama, y me fui al baño a limpiarme lo muy manchado que había quedado. Tomé especial cuidado en enjabonarme y quedar todo lo limpio posible antes de salir en busca de ropa que no… bueno, iba a decir «que no oliera a Roier», pero eso era imposible a aquellas alturas. Así que diré: ropa que oliera lo menos posible a lobo. Tuve que elegir la de segunda mano y absurdamente grande, esa que todavía había en una bolsa de basura a un lado y que le había comprado a Roier para venderla después. Por supuesto, mi aspecto era poco menos que ridículo, pero era lo que había. Le llevé su
vaso de leche fría, le di un beso y me despedí de él antes de salir lo antes posible por la puerta.
Volví sudado por ir a la carrera, dejé la comida preparada en la barra de la cocina y el tupper al lado con la botella de vitaminas para que el lobo no se lo olvidara. Hecho eso volvía a salir con prisa. El plan era el siguiente:
ir a cortarme el pelo, pasar por una tienda, comprarme ropa decente y nueva y unas gafas falsas. La peluquería fue la parte sencilla, porque fui a la de siempre y esos hombres ya sabían que, aunque pareciera un puto indigente, les iba a pagar igualmente. Lo complicado fue ir a la tienda y tratar de convencer a la dependienta de que no iba a robar nada. Tuve una intensa lucha interna entre mi orgullo y la necesidad. Al final le enseñé el dinero por adelantado y le dije:
—Dame una puta camisa, una corbata y unos pantalones de pinza, pedazo de zorra.
Me echaron, pero en la siguiente tuve suerte y me dieron lo que quería, solo tuve que evitar llamar a la trabajadora «pedazo de zorra». Me puse el conjunto y salí de allí sin querer ni mirarme al espejo. Me sentía completamente ridículo así vestido. Fui farfullando insultos por lo bajo y removiéndome la corbata del cuello porque sentía que me ahogaba. Mi siguiente parada fue una tienda de ultramarinos para comprarme unas gafas de pasta sin cristales. Me probé las que me hicieran parecer más inteligente y profesional, porque tenía la impresión de que seguía pareciendo un actor porno disfrazado. Por último, me detuve en un café y me pedí uno para llevar. Me lo bebí en el autobús a las afueras, pero no tiré el vaso.
Cuando entré en la escuela de la ONG, tenía un vaso vacío en una mano y parecía lo que, yo creía, era un psiquiatra de buena familia y con éxito en la vida. Me detuve en frente a conserjería donde una mujer de mediana edad me recibió con una sonrisa amable. Tenía el pelo moreno surcado por canas grises y recogido en una apretada coleta.
—Buenas tardes, soy el doctor Lobo. Tengo una reunión con la presidenta de la asociación —le dije.
—Sí, por supuesto, doctor. Le estaba esperando —respondió, levantándose de la vieja silla para ofrecerme un apretón de manos—. Yo soy Margaret, la presidenta.
Contuve la sorpresa y me limité a asentir, como si eso no me hubiera pillado desprevenido.
—Aquí hacemos un poco de todo, la mayoría somos voluntarios y ayudamos en donde se necesite —me explicó, ya que debía ser consciente de lo raro que resultaba encontrarse a la supuesta presidenta sentada allí—. Por favor, acompáñeme, doctor.
Volví a asentir y esperé a que la mujer saliera del cubículo. Aproveché para tomar el celular del bolsillo, solo para que la presidenta pudiera ver lo caro que era. Lo miré como si realmente estuviera atendiendo a algo importante, pero realmente solo deslicé la pantalla, vi las vidas que me quedaban en el Candy Crash y apagué la pantalla.
—Perdone, un cliente —me disculpé.
—No pasa nada —sonrió ella.
Me guio por un pasillo de paredes viejas y cubiertas de cartulinas con mensajes positivos, dibujos y proyectos de prescolar. Había algunas puestas de aulas intercaladas, pero la mujer no se detuvo hasta que llegamos al aula 3A. Agarro un manojo de llaves de su bolsillo y abrió la puerta antes de ofrecerme entrar. El interior no era muy diferente al pasillo, con la diferencia de que había pupitres, una mesa de profesor y una pizarra.
—Como verá, somos una asociación muy humilde —comentó ella, consciente del repaso que le había dado al aula con la mirada—. Por las mañanas damos clases a los jóvenes del barrio, es una zona marginal y hay muchas familias desestructuradas o con serios problemas económicos. Realmente, más que una escuela, es casi un refugio —señaló las cajas de cereales, la fruta y los cartones de leche que había a un lado y forzó una sonrisa—. Les damos de comer a los niños porque la mayoría vienen sin desayunar.
Asentí. Yo había estado en un lugar muy parecido a aquel cuando era niño. Nada de lo que pudiera ver o escuchar iba a sorprenderme lo más mínimo.
—Tome asiento, por favor —me pidió, indicándome uno de los pupitres de la primera fila. La presidenta, en vez de sentarse en la mesa del profesor, lo hizo a mi lado, girándose lo suficiente para poder mirarme a los ojos—. Tengo entendido que es usted un experto en… ¿Hombres Lobo?
—Soy psiquiatra —la corregí, dejando mi vaso vacío sobre la mesilla del pupitre—. Pero estoy especializado en tratar a hombres y mujeres con problemas y una adicción al sexo y a los Hombres Lobo. Me gustaría poder tener un aula donde quedar con mis pacientes para tratarles tranquilamente.
Como si fuera una reunión de Alcohólicos Anónimos. Eso les ayuda mucho.
La presidenta asentía de vez en cuando.
—No sabía que existía un problema de ese tipo —reconoció, poniéndose seria y frunciendo levemente el ceño.
—Oh, sí —asentí—. Hay personas adictas a los lobos. Se llaman a sí mismos «loberos» y van cada fin de semana a locales especiales para intentar tener sexo con los Machos de la Manada. Algunos de ellos lo llevan a un extremo enfermizo y ya no consideran que podrían satisfacerles otros humanos. Desarrollan una obsesión y hasta se enorgullecen de los moretones y mordiscos que los lobos les hacen mientras tienen relaciones sexuales.
Eso si impresionó a la mujer, que entreabrió los labios y se quedó un par de segundos sin habla.
—¿Les… pegan o algo así?
—No. No es eso. A los lobos les gusta ser posesivos y agresivos durante el sexo. Reafirmar su autoridad sobre los humanos les excita, así que, si el humano se resiste, emplean toda la fuerza necesaria para someterles. —Yo mismo tenía el cuello, los hombros y las muñecas repletas de esas marcas, pero por suerte la camisa y las mangas largas los tapaban a la perfección.
—Dios mío… —murmuró ella—. ¿Y usted les ayuda?
—Eso intento —sonreí.
Ella miró al encerado y después al suelo manchado y rayado tras tanto uso.
—Podríamos darle un aula, esta misma —anunció—, pero debe saber que no podemos permitir que se lucre en nuestras instalaciones. Todo lo que haga tiene que ser público y gratuito.
—Por supuesto… —murmuré.
Y ahí nació el Doctor Lobo. Lo gracioso es que, cuando me inventé toda esa mierda para conseguir algo de dinero antes del Celo, ni se me ocurrió pensar que realmente iba a cambiar vidas. No estaba en mis planes convertirme en quien soy hoy, ni en publicar libros, ni en ayudar a personas que quisieran realmente conocer a los lobos y ver en ellos algo más que mitos sexuales o mafiosos. Personas como vos, que estás leyendo esto.
Chapter 43: EL EXILIO: SE ME DA BASTANTE BIEN
Chapter Text
Conseguí un aula semanal los sábados al atardecer. Aquella misma noche en el trabajo, tras tirar el post-it que decía que recibiría una notificación de la autoridad de la empresa por desobedecer, me puse a redactar el mensaje que colgaría en todas las páginas de publicidad donde estaban los de los demás expertos. Puse que me llamaba Doctor Lobo —no dije que era doctor de verdad, solo que me llamaba así—, que estaba especializado en Hombres Lobo —lo cual era cierto—, que tenía una amplia experiencia en el tema —tenía seis meses, un Macho para mí solo y veinte centímetros cada mañana de experiencia en el tema— y que podría resolver todas las dudas de una forma realista, verídica y sincera —cosa que los demás no hacían—. No prometí éxito del 99% porque sabía los muchos problemas que eso podía acarrearme en el futuro. No quería a putos loberos aporreando la puerta de la ONG diciendo que no habían conseguido que un lobo les cogiera. Y después decidí el precio: ochenta dólares. Lo había bajado porque, primero, quería atraer al mayor público posible y, segundo, el local quedaba a las afueras, en un barrio marginal al que quizá no muchos quisieran arriesgarse a ir. Con suerte, con una media de cinco o seis alumnos por clase, al final del mes habría ganado unos nada despreciables mil seiscientos dólares.
Puse la primera clase para la semana siguiente, la última de agosto, junto el código de PayPal al que podrían enviar el dinero para pedir la entrada y el correo en el que me notificaran dicho pago para llevar un registro con nombre. Terminado eso, ya había pasado la mitad de la jornada y me fui a la sala de descanso a por mi merecido «refrigerio no incluido en el precio», que acompañé de un cigarro. El celular empezó a vibrar en el bolsillo de mi mono, eché un vistazo por si había algún mensaje de Roier y después lo dejé sonar hasta que colgaron. A la hora volvieron a intentarlo, obteniendo la misma respuesta de mi parte. Para cuando llegué a casa, había ya tres llamadas perdidas. Una de ellas de un número diferente, lo que me hizo pensar que, o casualmente dos personas distintas me habían llamado aquella noche, o una persona sospechaba que estaba ignorando las llamadas de su número y quiso probar con otro. Carola a veces se creía mucho más listo de lo que era.
No me enteré de cuándo llegó Roier, porque estaba demasiado cansado de haber madrugado aquel día, sin embargo, al despertar estaba rodeándome con los brazos y respirando en mi nuca, llenándomela de vaho caliente y cosquilleante. Me giré sobre mí mismo, le devolví el abrazo y comenzó ese proceso en el que, muy lentamente, recorría su cuerpo e iba despertándome gracias a la intensa excitación. Roier no tardó demasiado en gruñir y cumplir con su parte del trato: Spreen trae comida. Roier coge bien. Dejé al Macho sudado y dormido tras la inflamación. Se había corrido tres veces y me había mordido y sepultado bajo su cuerpo hasta casi ahogarme, así que había sido un buen sexo.
Con más calma que el día anterior, a golpe de viernes, me preparé un café con hielo y fumé mi cigarrillo en la puerta de emergencias. No era nada diferente a lo que hacía cada día, pero el comienzo del fin de semana siempre tenía algo especial. El aire olía diferente, el mundo no parecía tan caluroso y sofocante. No sé, algo cambiaba. Preparé el vaso de leche fría, se lo llevé la lobo a la mesilla y le di un beso en los labios. Ya tenía la barba crecida y pensé en que tendría que afeitárselo. Aquella semana, con lo poco que nos habíamos visto, no había tenido tiempo.
—Voy a hacer los recados —le dije.
El lobo ronroneó y se despidió con un «Pásala bien». Asentí con una leve sonrisa en los labios y fui a por la bolsa de la lavanderia antes de dirigirme hacia la puerta. Una leve brisa soplaba desde el Oeste, lo que refrescaba de vez en cuando la piel y removía mi pelo recién cortado. La ola de calor terminaría en uno o dos días, trayendo unas nubes densas y unas lloviznas leves; eso fue lo que decía el hombre del tiempo en la televisión de la cafetería mientras desayunaba. A veces miraba hacia allí por mirar a algún lado, a falta de mi celular. Después hice fui a lavar ropa y recogí la comida antes de volver a casa para encontrarme al lobo regando las plantas. Ya parecía mejor a como había estado. Seguía cansado y quejándose del lumbar con gruñidos, pero al menos no era un muerto en vida tirado en el sofá.
—Roier, no riegues las putas plantas desnudo. Los vecinos pueden verte —le dije, llevando las bolsas hacia la cocina.
—Roier Macho grande y fuerte. Vecinos de Guarida tienen suerte — respondió con un gesto orgulloso, llegando a colocar los puños en la cadera y quedarse de cara al ventanal.
Me quedé sin palabras, pero fue apenas un momento antes de negar con la cabeza.
—Sos un tarado… —murmuré escondiendo una leve sonrisa—. Anda a ducharte y veni a comer, dale.
El lobo dejó la regadera a un lado, en la repisa de la ventana junto a un enorme ficus y salió hacia la habitación. Desenvolví el enorme bol de carne a la brasa con verdura y arroz y lo dejé a un lado de la barra de bar junto con una cerveza fría de medio litro. Después me fui a hacer un sándwich y lo comí frente a un Roier recién duchado y con una toalla alrededor de la cintura. Miré el celular a un lado y, por pura curiosidad, fui a revisar el correo por si ya tenía algún alumno interesado. Evidentemente, no había nada.
Tras fumarme un cigarro y tomarme mi tercer café del día, le dije a Roier que me acompañara al baño para afeitarle la barba y después darle unas friegas en el lumbar como el día anterior. Cuando estuvo dormido y roncando como un cerdo en el sofá, cambié el canal de la tele y me puse a leer el Foro. «Mi nuevo Lobo» había derrocado al final a «Marcada por mi Lobo» del hilo con más visitas, pero ninguno es que tuviera un número de mensajes sorprendente, el éxito se debía únicamente al morbo. «Mi nuevo Lobo» trataba sobre las nuevas conquistas de los loberos, que hablaban sobre los Machos que les habían cogido. Lob3r091, todo un pionero, había sido el primero en colgar una imagen debido a que nadie se creía lo que decía de sus numerosas cogidas con más de diez lobos. Así que había puesto fotos suyas con los Machos.
Lob3r091 era feo como la mierda, pero tenía pinta de ser muy fácil, de esos que te hacían una mamada en el callejón y gemían más alto que nadie. Yo sabía que a los Machos a veces les gustaba eso. Si la noche se alargaba, al estar rodeados de humanos excitados, el olor del sexo en los demás lobos de la Manada, el ambiente cargado y acumulado, les llevaba a desahogarse con el primero que les pusiera las cosas muy fáciles o les propusiera algo interesante. Rubius me lo había contado una vez cuando, por casualidad, le había hecho una broma sobre haberle visto salir directo del callejón, con un cigarrillo en los labios y atándose el cordón del chándal.
—Una humana me dijo que podía hacérmelo en su boca todo lo que quisiera —me había respondido antes de encogerse de hombros—. A la segunda ya estaba escupiéndolo y con arcadas.
—¿Sabes lo mal que sabe su semen, Rubius?
El lobo abrió los brazos con las palmas hacia arriba y después se agarro el cigarrillo de los labios.
—¿Entonces para qué mienten?
Como ya dije, los lobos son muy egoístas y no le daban importancia a qué humano usar en un momento de necesidad para desahogarse o experimentar. Tenían dónde elegir y lo hacían, a veces, simplemente estaban aburridos. Algunos loberos sacaban partido de esto, y por eso Lob3r091 podría presumir de «conquistas», cuando realmente solo era el clínex de los lobos a los que ya les daba igual a quién llevarse al baño.
Se notaba por las fotos, que eran todos robados casuales y algo borrosas, sacadas a prisa. A él se había unido VeroxAlfa, que quería fardar del supuesto Alfa que se había ligado. Ella había subido una selfie en el sofá de su casa, desde arriba para que se viera su escote y al enorme lobo sobre el que estaba sentada. Había ganado a Lob3r091 porque estaba claro que ella si tenía una «relación» con el Alfa y no era un robado de camino a los baños. A aquello se habían sumado muchos otros, deseosos de recibir los halagos y la incredulidad de los morbosos que entraban allí a mirar. Mi comentario favorito era el típico: «Madre mía, qué pedazo de hombre (carita roja con la lengua fuera)». Eran lobos. Todos eran enormes y guapos…
Entonces el celular vibró y la imagen se volvió blanca, con un número y un avatar sin rostro. Chasqueé la lengua y me levanté para llevarlo junto a Roier y despertarlo.
—Yo no estoy en casa —le advertí, entregándole el celular al lobo adormilado.
—A…í Has…i —balbuceó sin llegar a abrir los ojos. Tras un par de segundos reaccionó y repitió de una forma más legible mientras se incorporaba para sentarse—. Sí. Aquí Roier. —Se frotó el rostro para despejarse y asintió—. Sí, en Guarida con Spreen.
Cerré los ojos y agaché la cabeza. Es que era subnormal…
—Sí —repitió el lobo, mirándome antes de ofrecerme el teléfono—. Carola quiere hablar con Spreen.
No hice nada por agarrar el teléfono de su mano, así que Roier puso una mueca de preocupación.
—Alfa… —insistió, como si quisiera que yo entendiera que no podía decirle que no a Carola.
Le quité el celular de las manos y negué. Sería la última vez que le avisaría de una puta llamada.
—¿Querías algo, Carola? —le pregunté con un tono neutro y vacío mientras iba de camino a la barra de bar donde había dejado la cajetilla y el zippo.
—Hola, Spreen… —oí la voz grave y pausada del Alfa al otro lado—. Te he estado llamando anoche, al parecer, estabas demasiado ocupado para responder. ¿Trabajas mucho últimamente?
Había algo en él que conseguía sacar lo peor de mí. No sabía si eran sus palabras, el tono de su voz o sus putos comentarios mordaces; pero nadie me hacía apretar los dientes tan fuerte como el Alfa. Tuve que darme un momento y recordarme que a mí mismo que ya no me importaba lo que pudiera decir o hacerme.
—Sí, trabajo mucho —afirmé el mismo tono vacío antes de encender el cigarro y sorber el humo, provocando que la punta brillara con un fulgor anaranjado.
—Eso me han dicho —afirmó, aunque supo dejar claro que no me creía del todo—. No tienes tiempo para nada más…
—¿Por qué? ¿Necesitas algo? —le pregunté, ignorando, una vez más, aquellas palabras cargadas de veneno.
—Sí. Quiero hablar contigo, pero me está resultando bastante difícil conseguirlo. Creía que habías vuelto a perder el celular que te hemos regalado.
—¿De qué querías hablar?
Mi tono sin vida y lo mucho que estaba ignorando sus tentativas de enojarme quizá estuviera surgiendo efecto, porque el Alfa se detuvo un momento y oí como tomaba una respiración al otro lado de la línea.
— Roier me ha pedido dinero para que puedas ayudar a Aroyitt cuando lo necesite sin preocuparte de trabajar tanto. Se lo he dicho a él, pero creo que es mi deber también decírtelo a ti. No puedo darle el dinero porque tú no eres su compañero, Spreen —dijo de corrido—. Le daré su parte de los beneficios cuando llegue el reparto, como a los demás Machos solteros, y él podrá dártelo a ti si quiere.
—Bien —respondí. Solo un simple y llano «bien». Otro breve silencio después, continuó:
—No es un ataque directo de mi parte. Son las normas de la Manada.
Casi se me salta la risa ahí. Carola era el Alfa. Él ponía las «Normas de la Manada»; pero conseguí controlarme, limitarme a sonreírle de forma malvada a la ciudad a lo lejos y llevarme el cigarrillo a los labios.
—Claro.
—Era solo para que lo supieras.
—Gracias, Carola. ¿Era solo eso?
—Sí, era solo eso… —y entonces añadió—. El domingo no contamos contigo, ¿verdad, Spreen?
Esta vez me quedé yo un momento en silencio, echando el humo al frente.
—Pues como siempre —respondí.
Carola entendió a la perfección la indirecta que le había devuelto con aquella frase. Se quedó en silencio durante un par de segundos, tantos, que fui yo el que dijo:
—Gracias por llamar, Carola. Espero que tengas un gran día —y colgué sin esperar respuesta.
Me terminé el cigarro tranquilamente, sin prisa, disfrutando del humo denso y amargo y de la sensación de victoria.
—¿Qué dijo Alfa a Spreen? —oí una voz a mis espaldas.
—Mh… —ladeé el rostro y después respondí—: Quería explicarme por qué no nos va a pagar como al resto de Machos con compañero.
Roier gimoteó un poco y se levantó del sofá para venir hacia mí y rodearme con los brazos por la espalda. Me frotó el rostro contra el pelo y volvió a gimotear como si quisiera consolarme. Yo seguí fumando y mirando la ciudad frente a nosotros. ¿Sabes a quién pagaba Carola un sueldo? A la puta de Daisy… Me reí y Roier levantó la cabeza, sin comprender el motivo, pero no se lo expliqué. No le expliqué lo retorcida e injusta que era la Manada, porque él no lo entendería.
Solté la última bocanada de humo, eché la colilla del cigarrillo por la ventana y me di la vuelta entre los brazos del lobo para abrazarlo de vuelta y darle un beso en los labios. Roier ronroneó suavemente y frotó su rostro contra el mío. Su mejilla recien afeitada era suave contra la mía, y eso me gustaba. Como me gustaba apenas ser capaz de abarcarle entre los brazos, su peste a lobo y su cara de mafioso rudo y salvaje. Roier gruñó al sentir mi excitación, poniéndose duro en apenas un par de segundos mientras me apretaba más contra él.
—En la cama —ordené en apenas un jadeo.
Roier gruñó más alto, me agarro entre sus brazos como si no pesara nada y me llevó a buen paso hacia el dormitorio. Tirándome sobre la cama antes de querer deshacerse de mi ropa de esa forma desesperada y rápida.
—Tranquilo, carajo —me quejé, descalzándome y ayudándolo a quitarme el pantalón, pero mi lobo no era un Macho que atendiera a razones cuando estaba excitado. Gruñó, enfadado, y se tiró sobre mí para someterme como tanto le gustaba. Perdí el aliento y sentí un bulto carnoso y empapado buscando mi ano. Cuando lo encontró, no se detuvo hasta estar todo dentro—. ¡AH, mierda, puto… Ah!
Roier se corrió cuatro veces como un campeón, en tres posturas diferentes, moviéndome como si fuera un muñeco, gruñendo, con cara furiosa y dientes apretados mientras sudaba por el constante e ininterrumpido movimiento de cadera. Para cuando terminó y sufrió una contracción antes de la inflamación, yo ya estaba en las putas nubes. Disfrutando de ese delicioso momento en el que nada importaba; solo estábamos mi lobo y yo, sudados y apestosos después de un sexo salvaje y maravilloso. Nos debimos quedar dormidos, porque cuando volví a abrir los ojos, ya era de noche tras las cortinas del ventanal y la casa estaba sumergida en la penumbra a excepción de la claridad pálida que arrojaba la televisión encendida. Chasqueé la lengua y aparté al lobo de mi lado, levantándome para ir a buscar el celular.
—¡Roier, ya es medianoche! —le grité, corriendo de vuelta para vestirme. El lobo gruñó desde la cama y se desveló—. ¡Levántate, la puta madre, llego tarde al trabajo!
Roier al fin reaccionó, moviéndose para sentarse al borde de la cama, agitar la cabeza e ir en busca de su ropa en un estado que rozaba la inconsciencia. Para cuando llegamos al Jeep, al menos tenía los ojos medio abiertos. Condujo a prisa y me dejó a la puerta del edificio, gruñendo para que le diera un beso antes de irme. Me incliné para besarle rápidamente y salir disparado hacia la entrada.
En aquel trabajo había que fichar y no quería que me quitaran dinero por llegar tarde, o peor, darles una razón par despedirme antes de tiempo. En conserjería había un papel allí donde solían estar los post-it. Fruncí el ceño y lo miré, leyendo rápidamente. Era una notificación de «Falta Leve» por «no llevar a cabo las responsabilidades laborales exigidas en el contrato». A las tres notificaciones leves, sería «Falta Grave» y motivo de despido. Yo no estaba acostumbrado a las empresas serias que daban notificaciones, normalmente me echaban a la calle sin darme explicaciones.
—Muy bien… —murmuré.
Querían guerra, de puta madre. Guardé la hoja en mi taquilla y me puse el mono de trabajo. Nada cambió aquella noche. El sexo y la siesta me habían dejado muy calmado y tranquilo, lo suficiente para que no empezara a golpear todo lo que hubiera en la conserjería. Hice mis tareas, me paré a tomarme una Coca-cola fría y un sándwich, fumarme un cigarro y jugar con el celular. Cuando terminó mi turno, me puse mi ropa de calle, pero no me fui. Una hora después empezaron a llegar los primeros trabajadores, junto a la luz del amanecer que sumió la ciudad en tonos azulados y ambar. Un hombre de mediana edad llegó hasta la conserjería y me miró allí sentado, cruzado de brazos y con los tobillos cruzados sobre la mesa. Puso una mueca de sorpresa, arqueando sus cejas espesas y negras y entreabriendo los labios. Fue solo un momento antes de poner una mueca de enfado.
—Si no haces tu trabajo, te vas a la calle —me dijo.
No respondí en un par de segundos, mirándolo de arriba abajo antes de volver hacia sus ojos marrones. Era uno de esos hombres a los que les gustaba llevar ropa apretada para demostrar que iban todos los días de la semana al gimnasio. Peinado de moda, postura erguida.
—Yo hago mi trabajo —murmuré—. ¿Y vos haces el tuyo?
El hombre sonrió de forma desagradable.
—Mira, muchacho, este es un lugar serio. Aquí se viene a trabajar.
—No respondiste mi pregunta —le recordé—. Ambos somos conserjes, pero al parecer yo soy el único que desatasca retretes y limpia microondas llenos de mierda.
—Yo no soy conserje, soy vigilante —me corrigió, creando una diferencia imaginaria entre nosotros—. Esas cosas lo hacen los de la noche.
—Tu contrato y el mío son el mismo.
—Yo soy el vigilante —repitió, quizá si lo decía tres veces más, su deseo se hiciera realidad y habría un motivo justificable para su tono de orgullo y soberbia en la voz—. Ahora sal de aquí, tengo que cambiarme y hacer «mi» trabajo.
Aparté los pies de la mesa y me levanté. El hombre no era más alto que yo, pero mantuvo mi mirada como si lo fuera.
—¿Enviaste vos esto? —pregunté, levantando el papel de notificación.
—Sí —reconoció, cruzándose de brazos—. ¿Tienes algún problema?
—La verdad es que sí —reconocí tranquilamente—. Te voy a decir algo… emh…
—Gregor.
—Te voy a decir algo, Gregor. Yo no soy Hans. Conmigo hay que tener cuidado…
Gregor el vigilante de pacotilla se tomó mi advertencia como un chiste.
—No sé de qué puto barrio de mierda habrás salido, pero a mí no me vas a asustar con tus tonterias de pandillero. Vuelve a amenazarme y te aseguro que mañana estas de patitas en la calle. Hay una cola de muertos de hambre como tú deseando entrar a trabajar aquí para limpiar retretes y microondas.
Yo también sonreí.
—Muy bien, Gregor —caminé hacia la salida, pasando por su lado y empujándole con el hombro porque él no quiso moverse.
Salí del edificio y me saqué un cigarrillo antes de encenderlo. Subí a un autobús mucho más lleno de lo normal a primera hora y llegué a casa para encontrarme a un Roier preocupado y nervioso. No me había encontrado al llegar y se había quedado esperándome despierto mirando al televisión.
—¿Dónde estaba Spreen? Roier estaba preocupado. No pudo dormir — me dijo, levantándose de un salto al verme cruzar la puerta.
—Tuve que quedarme para hablar con el conserje del turno de día —le expliqué rápidamente, dirigiéndome directo al dormitorio—. Vos y yo le vamos a hacer una visita mañana.
—¿Está dando problemas a Spreen?
—Sí.
El lobo gruñó y puso una mueca muy seria, peligrosa y sexy antes de asentir lentamente.
Sé que a muchos no les gustará oír esto, porque es uno de los clichés violentos de los Hombres Lobo, pero es la realidad. Una de las cosas «buenas» de tener un lobo y ser uno más de la Manada, era que formabas parte de una mafia muy protectora y agresiva. Los lobos sabían defender a los suyos, usando todos los medios a su alcance. Puedes reírte de un compañero por coger y vivir con un lobo, puedes insultarlo por lo bajo, condenarlo al ostracismo y mirarlo mal; pero no puedes hacerles daño. Porque entonces tendrás a un grupo de enormes lobos que te van a partir todos los huesos del cuerpo sin piedad. Los Machos no le tienen miedo a nada, da igual que seas un político súper importante, un mafioso, un policía o el presidente del país. Si hacías daño a un compañero, irían por vos sin piedad. Tu lobo, el primero de todos. Por eso, cuando le dije a Roier que hiciéramos una visita a mi compañero de trabajo, no lo dudó ni un segundo. Llamó a Carola para decirle que llegaría un poco tarde porque «Spreen necesita a su Macho».
Subimos al Jeep negro al atardecer y esperamos en la puerta del edificio a que Gregor saliera de su turno, después lo seguimos discretamente hasta una urbanización de las afueras. Roier aparcó a un lado y salió del todoterreno con una expresión que daba miedo. Yo fui a su lado, con las manos en los bolsillos y una ligera sonrisa en los labios.
—Hola, Gregor —le saludé.
El hombre giró el rostro, mirándome a mí y después al enorme y peligroso lobo que me acompañaba. Entreabrió los labios y apoyó la espalda en el coche, empezando a balbucear algo mientras levantaba las manos en alto.
—Oye, no… yo…
—Bonita casa —le interrumpí, echando un vistazo a su vivienda de clase media y su jardín cuidado—. ¿Tu mujer y tus hijos están adentro?
—No… —jadeó con verdadero terror—. Mira, perdona, chico. No lo sabía.
Lo miré y sonreí un poco más. Roier estaba a mi lado, cruzado de brazos y clavando su mirada de ojos cafés en el hombre que estaba a punto de cagarse de miedo.
—Te dije que tuvieras cuidado, Gregor —le recordé—. Resulta que el barrio de mierda del que sali, apesta a lobo, y que mi pandilla está llena de hombres muy grandes y con muy mala genio.
Giré el rostro hacia Roier y le hice una señal. No hizo falta nada más para que mi lobo le diera tal puñetazo que le tiró al suelo. Fue algo retorcido, pero eso me puso un poco excitado. Gregor soltó un grito y se llevó una mano al rostro. Tenía sangre en los labios y jadeaba, tratando de alejarse de nosotros arrastrándose por el suelo como una lombriz. Me puse de cuclillas y lo miré.
—Esto es una notificación de falta leve —le dije—. A la segunda, entramos en tu casa y le hacemos una visita a tu familia. ¿De acuerdo?
El hombre asintió repetidas veces, con los ojos húmedos y los labios repletos de una mezcla de baba y sangre.
—Muy bien —asentí. Me levanté, le hice una señal a Roier y nos fuimos de vuelta al Jeep negro. Una vez dentro, me acerqué a él para acariciarle y darle un beso—. Buen lobo… —sonreí.
Ahora dejaré algo claro: los lobos no atacan a un humano sin motivo, al contrario de lo que muchos piensan. Si te encuentras a un Macho por la calle a altas horas de la noche. No te va a hacer daño, ni a robarte, ni a intentar acosarte sexualmente. Esas son las estupideces que dicen para asustar a la población y convertir a los Hombres Lobo en el objetivo del odio público. Pero la verdad es que, siempre y cuando no te enfrentes a ellos de una forma desafiante y amenazadora, los lobos simplemente pasarán de largo, te ignorarán y seguirán a lo suyo. No hay razón para temerles de esa manera. Solo hay que respetar su espacio.
Su espacio, y a sus compañeros.
Chapter 44: EL EXILIO: UN LOBO HAMBRIENTO
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Tras nuestra charla, no volví a recibir notitas de Gregor nunca más. La última noche del sábado fue bastante tranquila y al día siguiente solo tuve que aguantar a las quejas lastimeras de Roier por no acompañarlo la puta fiesta. Era increíble cómo el lobo pasaba de ser un puto mafioso enorme y peligroso a un insoportable perrito que no paraba de abrazarte y frotarte la cabeza para consolarse.
—Roier, ya hablamos de esto —le recordé en el supermercado.
Era momento de la compra del mes y necesitaba el Jeep para cargar las bolsas, así que el lobo me había acompañado en los recados de aquella tarde, como solía hacer cuando íbamos a un local climatizado en el que no hacía calor y bochorno. La gente nos veía y trataba de evitarnos todo lo posible, algunas señoras mayores incluso se paraban en seco con sus carros y se daban la vuelta con una expresión de miedo. A los cinco minutos, ya teníamos a dos hombres de seguridad siguiéndonos por todo el supermercado, alertados por los clientes. No podían echarnos, porque realmente no estábamos haciendo nada malo, aunque no fuera por falta de ganas. Roier estaba demasiado concentrado en seguirme de cerca, pegarse a mi espalda y acariciarme como para prestar atención a todo aquello; yo me limitaba a tirar a mirar los productos, buscar ofertas y seleccionar lo más barato. Sentirme como un puto criminal incluso haciendo la compra, no era nada nuevo para mí.
La joven de la caja evitó mirarnos a los ojos en todo momento, pasando los productos rápidamente antes de murmurar el precio de todo. Le entregué un par de billetes y comprobó que eran auténticos antes de darme el vuelto. Los vigilantes nos acompañaron hasta el aparcamiento, donde nos miraron meter todo en el Jeep y dejar el carrito junto al resto antes de volver al interior. Le di la comida a Roier cuando llegamos a casa, me hice un sándwich y lo comí frente a él mientras miraba el celular. Todavía no se había apuntado nadie a mis clases y empezaba a preocuparme. Si aquello no funcionaba, ChicoOloroso tendría que volver a enviar retales y ropa para finales del mes. Chasqueé la lengua, fui por un cigarro y lo fume en la puerta de emergencia mientras el lobo terminaba su bandeja de pavo.
Cuando terminó, se echó en el sofá, tumbado boca abajo y gruñendo para llamar mi atención y que le diera su masaje en el lumbar. Lo miré y puse una mueca de enfado. Roier se acostumbraba muy rápido a pedir cosas.
Al despertarse de su siesta de dos horas, me buscó todavía adormilado y volvió a gruñir para pedirme otra cosa, esta vez con una buena erección en su entrepierna cada vez más húmeda. El muy cerdo volvió a quedarse dormido durante la inflamación, echado sobre mí y roncando al lado de mi oreja. Yo le acariciaba la espalda con una mano y miraba el techo, escuchando el programa de reparación de casas que había puesto en la televisión. No pensé en nada, solo estuve allí tirado, sintiendo el peso del lobo y su respiración, hasta que, en algún momento, decidí apartarlo e irme al baño.
—Roier, tenes que irte a la fiesta —le desperté poco después.
El lobo comenzó entonces su ritual de muecas de pena, cabeza gacha y gemidos bajos.
—Spreen tendría que poder venir con Roier —murmuraba, dedicándome mirádas rápidas por el borde de los ojos mientras se vestía—. Roier puede pegar a otro humano si es necesario.
—Así son las cosas, Roier —respondí, cortando aquello en seco mientras terminaba de calzarme sentado al borde de la cama—. Quizá cuando te den tu parte de los beneficios, tengamos dinero suficiente para que deje un trabajo y así tener más tiempo.
—Roier puede vender televisión —sugirió—. Tele grande y cara. Darán mucho dinero por ella.
Dejé de atarme los cordones de la zapatilla y me quedé un par de segundos en silencio. La verdad era que aquella noche no tenía nada que hacer, ya que los domingos yo no trabajaba; pero había mentido para no tener que ver a la Manada, ni a Aroyitt, ni a los demás Machos ni a Carola.
—¿Por qué somos nosotros los que tienen que hacer sacrificios, Roier? — le pregunté—. ¿Porqué cometí un error en una mierda de noche en la bolera? —Negué con la cabeza y apreté los labios en una mueca de rabia contenida—. Ya hicimos más que suficiente.
—Es importante que Spreen vaya con Roier a…
—Pues díselo a tu puto Alfa —le interrumpí, dedicándole una mirada seca.
Roier gruñó un poco, pero yo salí hacia la cocina y le dejé solo en la habitación, cerrando la puerta corredera de papel de arroz con un golpe seco. Por lo que a mí respectaba, Carola podía venir y chuparme la pija porque yo no iba a volver jamás con la Manada. El lobo salió del dormitorio con una camiseta negra que apenas contenían sus musculosos brazos, con el cuello abierto hasta el final de su pecho, mostrando la cadena de plata que llevaba. Me miró a lo lejos, fumando en la cocina mientras me tomaba un café con hielo. Dudó, pero terminó por acercarse y frotar su rostro contra mi pelo.
—Roier se marcha a la fiesta —murmuró.
—Pásala bien —me despedí sin si quiera mirarlo.
No estaba enfadado con él, estaba enfadado con aquella puta costumbre de gimotear y quejarse como si todo eso fuera culpa mía. ¿Por qué mierda no le iba a gimotear a Carola?, él era el verdadero culpable.
El lobo se dio la vuelta y fue caminando a pasos cortos y con la cabeza gacha hacia la puerta, agarro las llaves del taburete verde y me dedicó una última mirada antes de salir. Esperé un poco y después me fui al cine, sin importarme demasiado la película que fuera a ver; solo quería hacer tiempo para que Roier no me encontrara en casa al volver. Después me tomé un par de copas en el primer bar que encontré abierto y caminé tranquilamente de vuelta a casa. El lobo ya estaba allí, sentado en el sofá, recostado y con los codos apoyados en las piernas. Dejé las llaves sobre el taburete con un golpe seco y me acerqué. Me crucé de brazos y no dije nada hasta que él ladeó el rostro para mirarme con sus ojos cafés de bordes ambar.
—¿Qué tal la fiesta? —pregunté—. ¿Jugaste muchos juegos de mesa?
Roier negó con la cabeza y volvió a mirar al suelo.
—Roier se fue porque todos estaban con sus compañeros —murmuró —. No respetaron el sitio de Spreen en la mesa junto a su Macho…
Puse los ojos en blanco y descrucé los brazos antes de dirigirme a la cocina. Me saqué una botella de agua y me senté en el taburete a beberlo.
—¿Cuántas veces tiene que pasar esto para que te des cuenta, Roier? — le pregunté tras un largo silencio.
El lobo se levantó y fue caminando hacia la habitación.
—Roier ya lo sabe —dijo en voz baja y sin mirarme.
No lo seguí, sino que me quedé allí sentado, terminando la botella a tragos cortos mientras miraba hacia los ventanales y las plantas que llenaban las repisas. Carola decía que no era un ataque personal, pero allí estaba, sin respetar mi sitio en la mesa. Yo no sabía lo que eso significaba, pero le hacía daño a Roier. Quizá el Alfa quería hacerme sentir culpable, pero eso ya se había terminado. Al igual que en mi trabajo, haría solo lo que se suponía que debía hacer; y no iba a limpiar la mierda de otros…
Al despertarme, el lobo me rodeaba con un brazo y la pierna, soltando grandes bocanadas de aire caliente en mi sien. Giré el rostro y le mordí el labio suavemente, despertándolo al instante. Gruñó y me acercó a él. Tras una buena ronda de sexo de primera hora, ambos estábamos mucho mejor. La noche anterior se fue difuminando en el pasado a lo largo del día, quedando como otro más de la lista de desagradables recuerdos. El martes, mientras Roier comía su enorme plato de cuatro costillas enteras, el celular empezó a vibrar sobre el final de la barra de madera, al lado del pequeño bonsái que medio tapaba la grieta en la pared. Yo lo ignoré por completo, terminando de mezclar los sobres de vitaminas en una botella de dos litros mientras un cigarrillo bailaba en mis labios. Ya habían terminado con el traslado del almacén, pero seguía haciéndole aquellas botellas porque había pagado mucho dinero por esos sobres y Roier se los iba a beber todos sí o sí. El lobo me miró a mí y después al teléfono, con las manos llenas de grasa y pequeños trozos de carne. Dejó la costilla que estaba royendo y se limpió las manos la toalla que le rodeaba la cadera antes de agarrar el celular.
—Aquí Roier —respondió, pasándose la lengua por los dientes.
Llamé su atención y me señalé con un dedo, después negué con la cabeza, finalmente apunté al plato de comida y volví a negar más lentamente con una intensa mirada de advertencia. Roier lo entendió rápido y puso una mueca de preocupación.
—Sí. Roier se dio cuenta. —Un breve silencio y una voz pausada y grave que salía del celular—. Roier cree que pasa hambre… — respondió en voz más baja, apesadumbrada y triste, como si aquella fuera una acusación que no debía tomarse a la ligera—. Spreen le dijo a Roier que una vez le pidió pizzas, pero Ollie estaba solo aquella noche. —Me miró, pero apartó rápidamente los ojos porque le dio miedo lo que vio en mi rostro—. Quackity también lo cree. Estuvo vigilando a Ollie y dijo a Roier que no comía con el resto de Machos.
Dejé la botella de color anaranjado sobre la mesa y me llevé mi café recién hecho y mi cigarrillo hacia la puerta de emergencia. Apoyé la espalda en la pared de ladrillos y eché el humo a un lado, muy interesado en lo que Carola tuviera que decir sobre aquello.
—Sí. Hay que tener cuidado —afirmó Roier.
Esperó la respuesta del Alfa y fue asintiendo de vez en cuando, aunque el lobo no pudiera verle.
—¿Aroyitt puede hablar con ella? —le preguntó, pero tras escuchar la respuesta frunció el ceño y gruñó por lo bajo—. ¿Y qué puede hacer Roier? Sí —me miró un momento—. De acuerdo. Adiós —y colgó.
Me quedé mirando al lobo mientras dejaba el celular a un lado y continuaba comiendo, más lentamente, como si le costara pensar y hacer otra cosa a la vez. Me llevé una mano a los labios y me quité distraídamente un pelo que se me había quedado en la lengua, quizá de esta mañana.
—¿Qué quería Carola? —pregunté de forma desinteresada. Roier me miró y siguió masticando lentamente.
—Ollie —respondió con el mismo tono bajo y apesadumbrado—. Alfa cree que pasa hambre. En la fiesta comió mucho otra vez, demasiado.
—Oh… —murmuré—. ¿Y por qué no llama a Daisy?, ¿no tiene su número?
—Alfa no puede llamar a compañera de Ollie y decirle que trata mal a su Macho —dijo Roier, como si fuera algo evidente—. ¡Ollie se enfadaría mucho!
—Por supuesto… —me llevé el cigarrillo a los labios y fumé otra calada —. A mí sí puede llamarme para explicarme por qué no nos va a dar dinero, pero a Daisy no, que Ollie se enojara…
Roier dejó de masticar y gimoteó un poco. No hacía falta que respondiera algo que ambos ya sabíamos; que Daisy era parte de la Manada y yo no. Negué con la cabeza y me di la vuelta para mirar la ciudad a lo lejos, sumergida en la luz anaranjada y rojiza del atardecer.
—Alfa no sabe cómo conseguir que Ollie coma —continuó diciendo el lobo a mis espaldas—. Aroyitt ya lo ha intentado, pero no aceptará nada que le dé la Manada.
Asentí y bebí un trago de mi café frío.
—Quackity… sugirió pedir ayuda a Spreen.
Se me escapó un bufido y una sonrisa que el lobo no pudo ver. Como no dije nada al respecto, Roier añadió:
—Roier también cree que Spreen podría ayudar a Ollie.
—¿Y por qué crees que puedo ayudarlo? —quise saber. Otra respuesta evidente, tanto como la anterior. Yo no estaba en la Manada.
—Spreen es astuto —respondió Roier sin embargo—. Sabe conseguir las cosas.
Me volví hacia el lobo y respondí a su mirada seria. Si eso fuera cierto, no estaría donde estaba ahora.
—No voy a alimentar a dos lobos, Roier —le dejé bien claro—. Ollie tiene compañera.
Di el tema por zanjado y tiré la colilla del cigarro por la puerta antes de cerrarla de un golpe seco. Roier bajó la mirada y siguió comiendo su plato de costillas al que, por si acaso, rodeó con un brazo para protegerlo de mí. No estaba seguro de que el lobo fuera del todo consciente de lo injusto y cruel que estaba siendo conmigo la Manada. Si era capaz de percibir los matices tan absurdos y esa retorcida posición en la que me tenían atrapado: ni dentro ni fuera. Yo ya había jugado a eso, y sabía que no funcionaba. Para cuando tocó el momento de irse a trabajar, Roier seguía un tanto preocupado y silencioso. Me despedí de él con un beso y ronroneó un poco, muy poco, antes de mirar cómo me alejaba hacia el edificio. Al llegar a conserjería me cambié la ropa por el mono de trabajo y fui en busca de la pulidora para sacar brillo al pasillo de la segunda planta. Me puse música en el celular y tras limpiar los cristales que daban a la calle, di mi trabajo por concluido y fui a tomarme un merecido descanso.
Cigarrillo en boca y con una Coca-cola fría sobre la mesa, me puse a revisar el celular. Seguía sin tener a ningún alumno y quedaban solo cuatro días para la primera charla. ¿Había puesto un precio alto para un novato o es que a la gente no le gustaba que le dijeran la verdad? Quizá preferían que les mintieran y que les aseguraran un 99% de éxito; a veces, marcar la diferencia no era algo bueno. Seguía dándole vueltas a esto mientras entraba en el Foro a curiosear. Había buscado palabras clave cómo «Lara Hollow» o «charlas» y, evidentemente, había salido cientos de hilos de quejas sobre la ineficacia de estos seminarios. Los Omegas los odiaban especialmente, pero ellos odiaban todo. De la doctora Hollow solo había encontrado un par de comentarios, riéndose de ella o diciendo que «al parecer a los ricos también les gusta probar con lobos». Que se rieran lo que quisieran, pero ella se estaba embolsando una media de cuatro mil dólares al mes trabajando veinte horas a la semana.
La pantalla se puso blanca y el celular empezó a vibrar en mi mano. Puse los ojos en blanco y lo dejé sobre la mesa mientras seguía fumando, a la espera de que se detuviera. Cuando al fin lo hizo, lo volví a agarrar y borré la notificación de llamada perdida, entonces volvió a sonar. Terminé por guardarlo en el bolsillo del mono y disfrutar del resto de mi descanso. Al volver a la conserjería, probé suerte de nuevo y saqué el celular. Dos llamadas perdidas y un mensaje que decía: «Quiero hablar contigo, Spreen. Esto es importante». Siempre era importante. De todas formas, no era Carola, porque había guardado su número como «El Hitler Lobo». Desbloqueé la pantalla y abrí el Candy Crash. Me había quedado atrapado en una fase y, estaba por jurar, que el juego hacía trampas para no dejarme pasar de misión y así comprara vidas o mierdas de esas. De todas formas, tenía muchos juegos instalados y podía ir rotando cuando uno de ellos me aburría; sino, siempre podía echarme una siesta o mirar la televisión vieja.
Al final de la jornada, volví a casa en autobús y me encontré a Roier esperándome en el salón. Arqueé las cejas de la sorpresa, pero no dije nada. Tiré las llaves donde siempre y fui hacia él para darle una caricia antes de girarme hacia la cocina.
—¿Una noche tranquila, capo? —le pregunté, buscando entre las muchas latas de refrescos y cerveza algo que me apeteciera beber.
Roier se había levantado y me había seguido para sentarse en el taburete de la barra de bar. Asintió y bajó la mirada.
—Roier intentó compartir la comida con Ollie, pero no la quiso — murmuró—. Se puso nervioso y se enfadó mucho con Roier. Ahora no le habla.
Giré el rostro y le dediqué una mirada silenciosa.
—No compro comida para que la compartas —le recordé, como ya había hecho una vez.
—Roier SubAlfa, tiene que preocuparse por los Machos.
—Que se preocupe Carola por ellos.
—Carola se preocupa mucho por Manada —me aseguró con un tono firme y claro—. Muchísimo. Roier también.
Terminé eligiendo un té con limón o algo así que había en una de las baldas. Lo había comprado porque estaba de promoción, aunque yo no era muy fan del té. Abrí la botella y bebí un par de tragos. Sabía a friegasuelos de limón.
—Ollie come a escondidas, lleva haciéndolo un par de meses ya —le recordé—. No se va a morir de hambre.
—Spreen no lo entiende. Ollie está mal. Débil. Triste. Quizá Daisy es… — entonces bajó la voz hasta casi hacerse inaudible—, mala compañera…
— ¿Como va ser mala? —negué yo—. Pero si es súper linda y habla con todos. ¿No es eso lo que te dijo Carola? Dijo: «esto es lo que pasa cuando los compañeros son buenos y no insultaban a la Manada, Roier». ¿Recuerdas? Y Carola nunca se equivoca…
El lobo gruñó y me miró por el borde superior de los ojos. Él no era el culpable y no tenía por qué escuchar mis comentarios repletos de resentimiento y veneno, pero no podía dejar de recordarle aquello. Fui por mis cigarrillos, miré que solo me quedaban tres y la dejé a un lado con uno de ellos entre los labios. Lo encendí con mi zippo plateado y lo dejé a un lado de la mesa, soltando el humo y volviendo a mirar al lobo.
—Hay muchos compañeros. Enfermeras, profesoras y contables, seguro que a uno de ellos genios se le ocurre cómo darle de comer —murmuré —. Deja de preocuparte.
El lobo negó con la cabeza y bajó la mirada a sus manos. Me llevé el té frío y el cigarrillo a la puerta de emergencias y la abrí. Había una oscuridad densa en el descampado, pero más allá la ciudad brillaba bañada de pequeñas luces.
—¿Por qué Spreen ya no quiere ayudar a la Manada? —me preguntó el lobo. Contuve un momento el aire y entonces solté una bocanada de humo al exterior—. Antes lo hacía. Les daba cosas. Comida. Se… preocupaba por ellos tanto como Roier. —Como no respondí, añadió—: ¿Fue culpa de los Lobatos?
Me pasé la lengua por los labios y bajé la mirada al callejón a mis pies. Roier parecía tan tonto que a veces me olvidaba de que podía tener pensamientos racionales más allá de «Roier hambre» y «Roier coger». Fumé una última calada y tiré el cigarrillo antes de darme la vuelta hacia el lobo, que esperaba con una expresión entristecida mi respuesta.
—Mi madre era una borracha —le dije—. Llegaba a casa desde su trabajo de mierda y bebía, después se levantaba e iba al bar y bebía más. Algunas noches traía a hombres y algunas noches no volvía. Yo era el que limpiaba el vómito del suelo, el que la obligaba a comer y la bañaba cuando estaba demasiado borracha como para caminar. Pero ella quería más a esos hombres desconocidos con quien se acostaba que a mí. —Me acerqué y dejé la botella de té—. Me voy a dormir.
Roier me siguió atentamente con la mirada, gimoteó un poco por lo bajo y se levantó para seguirme. Se desnudó rápidamente para tumbarse a mi lado en la cama y rodearme con los brazos, acariciándome con su rostro y apretándome contra él; como si así pudiera hacerme sentir mejor. Cerré los ojos y me dejé arrastrar por aquel Olor a Macho y el roce de su cuerpo grande y cálido hasta quedarme dormido. Al día siguiente, Roier me acompañó a desayunar y hacer los recados. El cielo estaba nublado y una brisa fresca templaba el ambiente. La ola de calor había finalizado y, como habían dicho, se aproximaban algunas lloviznas que refrescarían la ciudad. Así que el lobo era capaz de caminar a la luz del día sin resoplar y terminar empapado en sudor.
Tras la comida, el masaje, una siesta y sexo de sofá, estuvimos preparados para comenzar la noche de trabajo. El lobo me llevó en el Jeep y gruñó para que le diera su beso de despedida, el cual recibió con un ronroneo y una caricia de su mejilla contra la mía.
Volvió Jhon, el chico de las máquinas expendedoras, el cual me mantuvo entretenido la hora que tardó en rellenar los huecos y llevarse el dinero. Incluso me invitó a una Coca-cola después de preguntarle cómo había ido con Cindy, su novia problemática. Al irse, volví a la conserjería y me puse a jugar al celular hasta que me sorprendió el timbre de la puerta. Fruncí el ceño y me levanté, creyendo que Jhon se habría olvidado algo.
Pero no era Jhon.
Mis pasos fueron descendiendo en velocidad y distancia cuando, al bajar las escaleras, vi una figura tras el cristal de la entrada. La luz de las farolas alumbraba un gorrito azul y su expresión muy seria y atractiva. Miraba fijamente al interior, hacia mí, con los brazos cruzados sobre el pecho, apenas cubierto por una camiseta corta. Incluso aunque no le hubiera visto la cara, solo necesitaría echar un vistazo a sus pantalones de baloncesto y al obsceno bulto que escondían para saber de quién se trataba.
Me detuve a un paso de la puerta acristalada y metí las manos en los bolsillos, compartiendo una fija y tensa mirada con Quackity al otro lado. Aunque en el pasado me hubiera alegrado verlo y poder mantener una entretenida charla con el Beta, nuestra relación había terminado de una forma un tanto abrupta y ahora se podía notar la fría tensión entre nosotros. Ninguno de los dos hizo ningún gesto hasta pasado un minuto entero, cuando Quackity movió un brazo para indicarme que quería hablar. Si hubiera sido cualquier otro, ya me hubiera ido, dejándole allí tirado y sin mirar atrás; pero era Quackity.
Saqué la mano del bolsillo y pasé la tarjeta metálica por el lector para desbloquear la puerta. El lobo pasó y entró en el edificio, trayendo consigo su Olor a Macho más salado y penetrante. Ahora que no había un cristal entre nosotros, todo se volvió incluso más tenso. El Beta estaba muy serio, podría decirse que incluso enfadado, y yo lo miraba con mi expresión indiferente, a la espera de que me explicara por qué mierda había venido.
—Te llamé —me dijo al fin con su voz grave—. Te dije que era importante.
—Y yo te dije que, la próxima vez que necesitaras algo, fueras a hablar con los compañeros de la Manada —le recordé.
Quackity puso una mueca de enfado y apartó la mirada hacia la calle. Asintió varias veces, como si se diera la razón a sí mismo.
—Fue un error venir —murmuró.
Hizo un movimiento hacia la puerta, pero no se abrió, por mucho que tirara de ella y la hiciera temblar. Cuando se dio cuenta de que estaba bloqueada y necesitaba que yo se la abriera, me dedicó una mirada seca por el borde de los ojos.
—¿Sabes por qué Daisy dejo de darle comida a Ollie? —le pregunté—. Porque leyó por ahí que, si dejas de dar de comer a un lobo, se irá. Seguramente también esté lavando su ropa y ventilando la casa para quitar el olor de Ollie. Lo que ella no sabe es que ya es tarde —saqué la tarjeta magnética del bolsillo y la pasé por el lector, desbloqueando la puerta. Sin embargo, Quackity no se movió—. Empezó esto como un juego, algo divertido y emocionante. Experimentar, hacer algo diferente porque una amiga lo hizo antes. Tenés sexo con un lobo grande y guapo… quizá enfadar a papá… —me encogí de hombros—. Ahora Daisy tiene miedo y no sabe que hacer para deshacerse de Ollie. Darle de comer a escondidas no va a resolver el problema, Quackity.
Dicho aquello, me giré hacia el interior, dispuesto a volver a la conserjería.
—Ollie es un buen Macho —oí decir al lobo—. Amable y tranquilo. ¿Por qué iba a querer ella hacerlo sufrir así?
Me detuve y me volví lo suficiente para poder mirarlo por el borde de los ojos.
—Ustedes no tienen ni puta idea de lo mucho que un humano tiene que sacrificar por la Manada. Lo mucho que hay que dejar atrás y cómo te cambia la vida. No todos están dispuestos a hacer eso.
—¿Lo sabes porque tú tampoco estás dispuesto a hacerlo, Spreen?
Me tomé un momento y pensé seriamente en no responder a aquello, pero, solo porque era Quackity, lo hice.
— Perdí mi trabajo fijo por la Manada, cuando ayudé a Roier y Axozer y casi nos matan a tiros. Perdí otro porque les regalé miles de dólares en gasolina y apesto a Roier. Después los lobatos me atacaron en el puesto de comida y la pizzería, me llevaron a comisaría y me pasé dos noches allí sentado porque creen que me estaban usando como mula. Carola me odia. No me quiere dar dinero porque no soy un compañero, así que tengo que buscarme la vida para seguir pagando el alquiler y la comida de Roier; pero ustedes quieren que, además, les ayude y tenga tiempo para organizar fiestas y cenas con Aroyitt. Fiestas y cenas a las que no me invitan y donde no respetan mi sitio en la mesa. Cuando hago algo por ustedes, no me miran ni a los ojos, me ofrecen dinero y no me dan ni las gracias. ¿Y qué conseguí a cambio, Quackity? Un puto celular y promesas vacías.
—Insultaste a la Manada cuando te dio al bienvenida, Spreen —dijo el lobo, que ya había perdido el enfado y me miraba con expresión seria—. No tienes ni puta idea de lo mucho que eso significa para nosotros. Aún así, algunos Machos te estamos dando la oportunidad de acercarte a nosotros, te pedimos cosas y vamos a verte no por joder y molestarte, sino para que nos demuestres que quieres estar con nosotros, que de verdad quieres ser uno de los nuestros. —Señaló a un punto en la lejanía y continuó—: Aroyitt, esa mujer que según tú se va chismosear y quejándose de todo lo que haces, no para de justificar tus tonterias y de invitarte a participar en la organización, como haría cualquier otro compañero. Esa fiesta de la semana pasada la hizo solo para que tú pudieras ir, Spreen, pero a ti eso no te importa. Le respondes mal y la haces sentir como una mierda cuando ella no para de insistir a Carola para que te dé otra oportunidad. Te quejas de que nosotros no queremos entenderte, pero tú tampoco te esfuerzas una mierda en entendernos a nosotros. —El tono de su voz iba creciendo y elevándose, como solía hacer cuando el Beta se indignaba—. Tú solo sabes cagarla más y más y jugar el papel de la víctima. Te hemos dado un celular nuevo cuando tiraste el otro, Carola me dejó poner nuestros números privados ¿y qué haces tú? Ignorarnos otra vez y poner más excusas. ¡Parece que lo haces solo para poder humillarnos más, Spreen! —A esas alturas ya estaba gritando y moviendo la mano en gestos cortantes para reafirmar sus palabras, como cuando me señaló y dijo—. Carola te odia porque te comportas como un pendejo odioso. Siempre tiene que ser cómo tú quieras y cuando tú quieras. ¡Siempre hay que ir detrás de ti porque tú eres demasiado orgulloso para venir por ti mismo! E incluso así, te haces de rogar, solo te quejas, nos insultas, te pones a la defensiva o te escudas en bromas estúpidas o en comentarios indiferentes solo por joder.
El Beta terminó, jadeando un poco debido a todo lo que había hablado. Hinchaba su pecho bajo la camiseta y me miraba fijamente con sus ojos marrones y serios.
—Lo peor de todo es que, cuando te hemos necesitado, has estado ahí, Spreen —dijo tras un breve silencio, en un tono mucho más calmado y bajo —. Yo lo sé, los Machos lo saben y Carola lo sabe. —Negó con la cabeza, como si fuera incapaz de poner en palabras lo que le llenaba la mente—. Es como si hubiera dos Spreen: está el idiota insoportable y después el Spreen que quiere mucho a Roier, con el que es divertido hablar y al que le preocupa la Manada. Me gustaría saber cuál es el verdadero.
Me quedé en silencio, entre abrí los labios y le dije:
—Todo queda en la Manada.
Quackity cerró un momento los ojos, agachó la cabeza, se frotó el pelo y volvió a negar. Sin mirarme, se dio la vuelta y se fue.
Esa había sido la última oportunidad que el Beta pecoso me había dado. A partir de entonces, yo no era más que otro humano para él. Le había decepcionado, me había intentado hacer entrar en razón y, finalmente, me había dado por perdido. Yo sabía mejor que nadie que había un número límite de oportunidades que le podías dar a alguien antes de darte cuenta de que no tenía sentido seguir adelante. Mentiría si dijera que no sentí cierta punzada de angustia, que no volví a conserjería para fumarme media cajetilla y darle vueltas a lo que había pasado. Quackity creía que había dos Spreen. Uno alejaba a la gente, era incapaz de reconocer sus errores, se obsesionaba con que todos eran injustos con él y se defendía tras un mar de soberbia e insultos. El otro era muy fiel, cuidaba mucho de los que cuidaban de él, no tenía miedo, sabía escuchar, daba buenos consejos y era fácil de querer.
Quackity se equivocaba. Esos dos Spreen eran el mismo, pero, al igual que la Manada, yo también daba oportunidades para comprobar si se merecían lo mejor de mí.
Chapter 45: EL EXILIO: PERO SIENDO BUENO
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El viernes en el desayuno, revisé el correo para comprobar que seguía sin mensaje alguno. A esas alturas estaba seguro de que la clase estaría vacía y que mis intentos de hacerme un hueco en el mundo de los charlatanes y timadores no iba a tener éxito. Chasqueé la lengua y metí el celular en el bolsillo del pantalón corto antes de agarrar mi enorme taza de café frío. Roier me miraba desde el otro lado de la mesa de la cafetería, con su vaso de leche vacío en frente y sus ojos cafés de largas pestañas.
—El bigote, capo —le dije, refiriéndome al hecho de que se lo había manchado la cara y ahora tenía un bigote de leche sobre el labio.
Roier se lo lamió como un niño pequeño y después se pasó la mano para secarse. Asentí en señal de aprobación y le recompensé con una caricia de mi pierna contra la suya bajo la mesa, a lo que el lobo ronroneó por lo bajo, de forma casi inaudible.
A los Machos no les gustaba hacer aquello en público, a no ser que ese público fuera la Manada. No era algo que hubiera leído, eso lo aprendí por pura observación. Los lobos reservaban los ronroneos y muestras de afecto para la privacidad, allí donde no les importaba parecer vulnerables. El resto de ocasiones, siempre mantenían aquella fachada de hombres serios, grandes e intimidantes; algo con lo que, sinceramente, podía identificarme con ellos.
Un comentario por lo bajo interrumpió mis pensamientos. Giré el rostro para mirar al hombre que nos observaba desde un par de mesas de distancia y que había dicho: «No puedo creer que les dejen entrar aquí. Qué puto asco». Terminé mi café y me levanté de la mesa, haciéndole una señal a Roier para que hiciera lo mismo. Antes de dirigirnos a pagar, me acerqué a aquel hombre mayor que estaba tomando un café de media tarde con la frígida de su mujer. Ambos nos miraron y empezaron a tener miedo, algo que solía pasar cuando un lobo enorme y con cara de mafioso se acercaba; entonces ya no eran tan valientes.
—¿Tenes algún puto problema con que venga a desayunar con mi lobo? —le pregunté.
El hombre nos miró a ambos y cerró sus labios finos y viperinos, terminando por tragarse sus palabras y negar con la cabeza. Su mujer parecía estar a punto de sufrir un infarto, mirando alrededor con cara de miedo como si intentara llamar la atención de los demás clientes para que fueran a su rescate.
—Vaya, Roier, parece que hoy nos van a invitar el café —le dije al lobo, acariciando su abdomen bajo la camiseta corta y apretada.
El lobo gruñó en respuesta, con su cara de mafioso. Con una sonrisa, me lo llevé de allí y salimos a la calle fresca y agradable. El cielo se había cubierto de nubes y una brisa suave arrastraba un agradable aroma a humedad, así que Roier me había acompañado aquel día en los recados.
Fuimos a la lavandería a lavar ropa y después nos pasamos por la tienda de comida para llevar a recoger nuestro pedido diario. De vuelta a casa, el celular empezó a vibrar en mis pantalones y, sin mirar el número, se lo entregué al lobo.
—Aquí Roier —respondió. Tras un breve silencio, agachó la cabeza y puso una expresión preocupada—. ¿Y Roy? Se llevan muy bien. —Asintió lentamente y gimoteó por lo bajo.
Fingí que ignoraba la conversación, sacando las llaves para abrir el portón del edificio antes de cruzar dentro. Era la misma conversación de todos los días; Carola llamaba a Roier para decirle que habían fallado en otro de los estúpidos intentos por dar de comer a Ollie, Roier se ponía triste y se preocupaba más, jodiéndome la comida con sus quejidos lastimeros y su cara de pena.
—Ollie no quiso las pizzas que le llevó Ed. Las dejó sin comer en la tienda de caramelos —me explicó cuando colgó el teléfono.
Solté un murmullo, ya con un cigarrillo en los labios, y continué desenvolviendo el papel de la bandeja de carne con arroz y verdura.
—Roier está muy preocupado por él —continuó, sentándose en el taburete frente a mí, a la espera de que le diera su cuchara y su cerveza fría —. Toda la Manada lo está.
—Creía que solo lo sabías vos, Carola y Quackity —le dije de camino a la nevera, sacándome el cigarrillo de los labios y soltando el humo.
—Manada sabe que algo no va bien. No sabe lo qué es, pero Ollie no es el Ollie de antes.
Volví con su cerveza y la dejé abierta a su lado antes de dirigirme hacia la puerta de emergencias con una para mí. Bebí un trago espumoso y apoyé la espalda en la pared de ladrillos.
—¿No se le ocurrió al iluminado de Carola tener una charla con Daisy? —le pregunté.
—Alfa no puede hablar con Daisy sin que Ollie lo sepa. Es su compañera —respondió, como si fuera algo evidente.
Puse los ojos en blanco y giré el rostro hacia un lado, fumando otra calada de mi cigarrillo y echando el humo hacia la puerta. El lobo comenzó a comer lentamente, masticando la carne y el arroz mientras me miraba con cara de pena. Tras un minuto de dudas, terminé por decirle:
—Dile a Ollie que venga a verme al trabajo.
Roier levantó mucho la cabeza y envaró la espalda, soltando un gruñido de sorpresa, más agudo y corto. Se apresuró a tragar para poder hablar lo antes posible.
—Ollie ya no habla con Roier, pero Roier puede decirle a Carola que le ordene ir a ver a Spreen.
No giré el rostro, continué mirando hacia el lado y poniendo una mueca de desagrado. Hubiera deseado dejar al Alfa fuera de todo aquello, porque no quería que supiera que había cedido tratar de ayudar a Ollie. Sería un precedente horrible y pondría en peligro mi exilio de la Manada.
—¿No se lo podes pedir a otro?, ¿a Quackity o a Rubius?
—Órdenes de Alfa más fuertes. Ollie no podrá negarse —concluyó él, moviendo el brazo hacia un lado para alcanzar el celular a un lado del bonsái y llamar a Carola de nuevo—. Aquí Roier. Sí. Spreen pidió a su Macho que llevara a Ollie a su trabajo esta noche. —Después de un murmullo bajo procedente del auricular, el lobo infló su pecho con orgullo y puso una expresión seria antes de gruñir a forma de advertencia—. Spreen pidió a Roier —repitió con tono contundente, muy ofendido por las dudas de Carola al respecto—. Bien.
Incluso cuando colgó y volvió a dejar el celular, continuó con su postura orgullosa y su expresión seria mientras comía, esta vez como solía hacer siempre; como un puto cerdo que no se paraba ni a respirar. Al terminar, bebió la cerveza de un par de tragos, manchándose las comisuras de los labios y el mentón, eructó, se limpió y fue con pasos pesados a tirarse en el sofá para encender la tele y rascarse los huevos bajo el pantalón de chándal. Mi príncipe azul…
Tiré la colilla por la puerta y negué con la cabeza mientras negaba con la cabeza. Me reuní junto a él y me senté a su lado, con los tobillos cruzados sobre la mesa baja y un brazo extendido por el respaldo. Acaricié el pelo de Roier de forma distraída mientras miraba con él uno de sus programas de jardinería, el lobo ronroneó, cerró los ojos e inclinó la cabeza hacia atrás para que siguiera hasta que, en apenas un minuto, se quedó completamente dormido. Eso me dio una hora y media para perderme en mis pensamientos, mirando la tele sin ver nada realmente. Dudaba de si había hecho lo correcto al ceder con el tema de Ollie, de si me traería más problemas. A golpe de experiencia, había aprendido que siempre me traía problemas hacer algo por la Manada. Carola volvería a mandarme a la mierda, a tratarme con condescendencia y soltarme sus comentarios envenenados, después no me daría ni las gracias y se creería con derecho a pedirme más cosas. Quackity no lo entendía, se creía que yo me ponía a la defensiva solo por joder, pero eso no era del todo cierto.
Cuando llegó la hora, desperté a Roier con una lenta caricia en la barriga y frotando mi nariz contra su mejilla. El lobo entreabrió los ojos y ladeó el rostro para mirarme tras aquellas pestañas oscuras y largas, sonrió, gruñó un poco y me mordió suavemente la cara. No tardó demasiado en convertir sus ruidos de cariño y placer por algo más denso y oscuro en su garganta. El bulto que había bajo la fina tela gris de su pantalón de chándal, se volvió mucho más duro, grande y gordo, adquiriendo una forma alargada que luchaba por ser liberada. Roier se fue volcando más y más sobre mí con su peso, cambiando sus mordiscos de cariño por algo más intenso y fuerte. Como siempre me pasaba cuando mi lobo se ponía excitado, mi cuerpo reaccionó al instante, aspirando su Olor a Macho y las feromonas que flotaban en él. Gemí de improvisto y solté aire entre los labios, decidido a no irme de allí sin el culo lleno de semen de lobo y el cuerpo cubierto de sudor de Macho.
Llegué al trabajo con nuevas heridas de mordisco en el cuello, nuevos moretones en las muñecas y flotando en una nube de calma y perfección. Fui hacia la conserjería y me puse el viejo mono antes de salir por el pasillo en busca del cuarto donde guardaban la fregona y los útiles de limpieza. La gente que hacía yoga, ejercicios de respiración y todas esas tonterias para relajarse, evidentemente no habían probado cogerse a un lobo enorme y apestoso; o dejarían de perder el tiempo con tonterías. Puse música en el celular y moví la cabeza y los hombros al ritmo mientras limpiaba la oficina de la segunda planta, repleta de cubículos. Antes de que terminara, recibí una llamada que interrumpió la música. Dejé la fregona apoyada sobre la pared y miré el número desconocido. Fui a guardarlo de nuevo, pero después recordé que aquella noche yo era una buena persona.
—¿Sí? —respondí.
—¿Spreen? —dijo una voz tranquila—. Soy Ollie, Macho Común de la Manada.
—Ah, hola, Ollie —murmuré, levantando la mirada hacia el falso techo de láminas grisáceas—. ¿Paso algo?
—Carola me dijo que viniera a vigilarte. Por si te da otra crisis nerviosa y vuelves a enloquecer.
Me quedé en silencio, me pasé la lengua por los dientes y cerré los ojos un momento antes de responder:
—Claro… —El Alfa era capaz de ofenderme y mandarme indirectas incluso de segunda mano; debía reconocer que el bastardo era muy bueno en lo suyo—. ¿Sabes dónde está el edificio?
—Estoy aparcado en la puerta.
—Ahora bajo —y colgué, pero no guardé el teléfono.
Busqué el número de una pizzería y llamé para encargar cuatro pizzas familiares de carne y barbacoa, las mismas que Ollie me había pedido que le llevara aquella noche. Para cuando llegué a la entrada, ya había hecho el pedido y dejado el celular en el bolsillo. Ollie estaba al otro lado de la puerta acristalada, esperando de brazos cruzados mientras echaba miradas de un lado a otro de la calle. Era alto, muy atractivo, de pelo castaño oscuro, sin embargo, no era el lobo que recordaba haber visto la primera vez. Estaba más delgado, seguía siendo fuerte y musculoso, pero la piel se le pegaba demasiado al cuerpo y su rostro se había afilado mientras unas ojeras grisáceas habían florecido bajo sus ojos, marcando unos iris de un amarillo pálido. Cuanto más me acercaba, más detalles era capaz de percibir en él. Eso que la Manada había descrito como «pasa algo con Ollie», resultaba ser que el pobre lobo estaba demacrado. Su pelo tenía peor aspecto, como si se hubiera vuelto seco y quebradizo, y el tono de su piel era más pálido y tenía menos vida. Chasqueé la lengua y saqué la tarjeta magnética para pasarla por el lector y abrirle la puerta.
—Pasa —ordené.
El lobo entró, trayendo con él el aroma de la humedad del aire. Ese era el problema, que fui capaz de percibir aquello, pero no su Olor a Macho, tan débil ya que no se podía diferenciar del resto de olores. Así que eso era lo que pasaba cuando un lobo no comía lo suficiente y no estaba bien cuidado. Ollie no me miró a los ojos, por supuesto, siguiendo las órdenes de la Manada de tratarme como a una mierda. Tampoco descruzó los brazos ni respondió a mi saludo, se limitó a gruñir por lo bajo para dejarme claro que no quería estar allí y a mover la cabeza de forma airada.
—Ven, vamos a beber algo —le dije, ignorando todo aquello, como había hecho docenas de veces antes con docenas de Machos de la Manada.
Metí las manos en los bolsillos del mono y fui delante, guiándolo hacia la sala de descanso. Allí me detuve frente a una de las máquinas expendedoras y me saqué una Coca-cola fría.
—¿Vos queres algo? —le pregunté.
—No.
—También hay café —añadí, señalando la máquina de café al final de la fila.
Ollie pareció pensárselo un par de segundos, lo suficiente para que yo decidiera por él y fuera hacia la máquina para meter las monedas sueltas que me quedaban.
—¿Te gusta solo o con leche? ¿Azúcar?
Ollie gruñó para dejarme claro que aquello no le estaba gustando.
—Yo tengo compañera —me recordó de pronto.
Metí una última moneda que resonó con un sonido metálico desde el interior de la máquina. Me giré hacia él con una expresión indiferente y pregunté:
—¿Tampoco podes beber un puto café sin que te lo dé Daisy?
Ollie volvió a gruñir, dedicándome una mirada seca por el borde de los ojos antes de hinchar el pecho y poner una expresión orgullosa.
—Café con leche. Sin azúcar —dijo, como si hablara solo y sin darle la más mínima importancia.
Me giré y pulsé el botón. Empecé a dudar seriamente de que tuviera la paciencia suficiente para hacer aquello. No era el hombre con el mayor tacto del mundo y mi forma de afrontar las cosas podría ser descrita suavemente como: agresiva.
Sin embargo, había estado con demasiado psicólogos y psiquiatras para saber que esa no era la forma de conseguir que Ollie me escuchara. Esperé a que el café estuviera listo, compartiendo un silencio tenso con el lobo, solo interrumpido por el ruido de la máquina. Cuando terminó, agarre el envase de cartón plastificado y se lo llevé a la misma mesa donde había dejado mi Coca-cola. Me senté, saqué mi paquete de cigarrillos y me puse uno en los labios, haciendo una rápida señal al Macho para que se sentara antes de encendérmelo con el zippo. Ollie dudó de nuevo, todavía de brazos cruzados y de pie entre las mesas. Tardó dos de mis caladas en decidirse a acercarse, agarrar su café, y llevárselo a una mesa más alejada. Yo seguí fumando y dando pequeños sorbos al refresco, mirando la fila de máquinas expendedoras, que arrojaban una luz pálida y calmada a la penumbra de la sala de descanso.
—Roier me dijo que Daisy es una chica encantadora —murmuré.
—Sí, lo es —afirmó él al instante. Asentí lentamente y fumé otra calada.
—¿Cuánto llevan juntos?
—¿Qué quieres decir?
Tuve que rehacer la pregunta al darme cuenta de que los lobos no entendían las relaciones como los humanos lo hacíamos.
—¿Desde cuándo la conoces?
—Año y medio —y tras un momento, apuntilló—: Mucho más que Roier y tú.
Volví a asentir, mordiéndome discretamente la lengua para no responder a eso.
—¿A qué se dedica? —continué tras aquel breve silencio.
—Es artista.
—Oh… —no conseguí que sonara tan impresionado como debería, porque sinceramente me parecía una profesión de mierda. La única diferencia entre algunos autoconsiderados «artistas» y yo, es que a ellos les daban subvenciones y a mí me daban cheques de comida gratis en el comedor social—. Eso está muy bien…
Pude ver a Ollie asintiendo por la periferia de la vista.
—¿Te gusta el arte? —le pregunté.
—Mucho —afirmó con cierto tono de orgullo.
—Entonces deben ir a muchos museos y exposiciones juntos, ¿no?
Aquel comentario produjo una reacción que ya me esperaba. Ollie se quedó callado porque no tenía claro si la verdad era buena o no; lo que siempre quería decir que era mala.
—No abren por la noche, y la Manada vive de noche —respondió al fin, encontrando una buena excusa con la que desviar el tema.
De todas formas asentí, me llevé el cigarrillo a los labios y fumé otra tranquila calada.
—¿Cuál es tu pintor favorito, Ollie?
—Botticelli.
—Ahm… —no tenía ni puta idea de quién era ese, pero la pregunta solo era para que se relajara y no creyera que le estaba haciendo un interrogatorio sobre la puta de Daisy—. A mí me gustan los dibujos de Garfield. Quizá esa sea la razón de que ahora esté con Roier —murmuré, echando la ceniza del cigarrillo a un lado, directamente al suelo. De todas formas, iba a ser yo quien lo barriera—. ¿Y pinta muchos cuadros, Daisy?
—Sí. También hace diseño gráfico y esculturas —respondió al momento.
—Vaya… entonces debe airear mucho la casa, ¿no? Abrir las ventanas durante todo el día y limpiar a menudo la ropa. —Miré a las máquinas expendedoras y bebí un trago de Coca-cola—. Lo digo porque el oleo y el aguarrás huelen muy fuerte y deben molestaros en la Guarida —añadí tras aquel breve silencio.
—Daisy tiene un estudio de trabajo, no pinta en la Guarida —dijo en voz más baja.
Afirmé con un murmullo y asentí.
—Pero lava mucho la ropa para no molestarme con el olor —continuó, como si eso fuera algo bueno que decir de ella—, a veces se la mancha con pintura, con arcilla o agua. Trabaja mucho.
—Sin duda. Suena a que tiene mucho éxito en lo suyo —le dije, girando al fin el rostro para mirarle directamente a los ojos.
El lobo me miraba de vuelta con sus iris amarillentos, sentado en una silla de plástico que apenas era lo suficiente grande para su cuerpo, con expresión muy seria y atenta, los brazos cruzados y las piernas abiertas. El café que le había comprado ya había dejado de humear sobre la mesa y Ollie no lo había tocado.
—La invitarán a muchos sitios, supongo —continué, encogiéndome de hombros como si fuera algo que hubiera deducido de forma totalmente casual—. Conocerá a mucha gente del mundo de los artistas.
—Sí, tiene muchos clientes y le encargan muchos proyectos. Te he dicho que es una artista —me recordó.
—No debe tener mucho tiempo para vos, entonces.
Ollie tensó la mandíbula y empezó a gruñir por lo bajo. Mi comentario había rozado peligrosamente la línea roja y el lobo se había puesto de pronto a la defensiva. Compartimos una mirada tensa y silenciosa mientras yo daba vueltas al zippo sobre sí mismo en la mesa y fumaba. Ollie sabía que Daisy no estaba cuidándolo bien. No era algo de lo que no se diera cuenta un lobo, pero ya era tarde y ahora no podía irse y buscar a otro humano que sí le diera de comer. Las cosas no funcionan así para ellos.
El celular empezó a vibrar en el bolsillo de mi mono, interrumpiendo nuestra pequeña competición de «a ver quién es el primero que pestañea». Sin apartar la mirada, tome el teléfono y respondí a la llamada.
—¿Sí? Bien. Ahora voy —colgué y me levanté de la mesa, cosa que hizo Ollie también—. Pedí la cena y voy a ir a pagarla —anuncié.
El lobo me siguió de todas formas hacia la entrada, asustando al pobre repartidor, que miró al Macho a través del cristal y abrió mucho los ojos. Quizá se creía que no le íbamos a pagar y que después le daríamos una paliza. Por eso le enseñé el dinero primero, sesenta dólares que tiraría a la basura y que necesitaba, antes de desbloquear la puerta y entregárselo; agarrando la pila de pizzas a cambio. Sin decir nada, me di la vuelta y volví a la sala de descanso. Ollie se sentó donde antes, de la misma forma, mientras yo abría la primera caja, liberando un delicioso olor a pizza barbacoa recién hecha. Tomé un pedazo y le di un pequeño mordisco. En mitad del silencio, se oyó un profundo rugido de tripas de lobo hambriento. Ollie apretó más los brazos contra su cuerpo, como si así pudiera impedir que su estomago se retorciera de necesidad, apretó los dientes de gruesos colmillos y miró hacia un lado. Quizá pudiera evitar mirarme comiendo, pero no podía evitar olfatear el aroma de la carne caliente y grasienta, el queso derretido y la masa recién hecha.
Tras comer la mitad del pedazo, lo tiré en la caja y me froté las manos.
—¿Cuál es el nombre de artista de Daisy? —le pregunté, agarrando el celular de mi bolsillo y levantando las piernas para cruzar los tobillos sobre la silla vacía frente a mí.
—¿Y a ti qué te importa? —me respondió el lobo.
—Ahora tengo curiosidad por sus obras de arte.
—Que te quede algo claro, Spreen. Solo estoy aquí porque el Alfa me lo ha ordenado. Tú no eres de la Manada y me da igual si te pasa algo o no.
Murmuré una afirmación y busqué «Daisy artista» en el buscador. Por increíble que pudiera parecer, en el cuarto puesto había una tal Daisy Evans, ilustradora y pintora. Abrí su página web: todo era muy colorido, muy sobrecargado y muy cursi, con tonos pastel y dibujos de animales y flores. Puse cara de asco y seguí deslizando el dedo por la pantalla. Entonces encontré justo lo que necesitaba.
—Estudió Artes Gráficas y Pintura en Nueva York y ganó el concurso para el nuevo mural del ayuntamiento… —silbé y arqueé las cejas— También hizo varias portadas para novelas y tiene un libro de ilustraciones publicado —continué leyendo—. Daisy’s Garden.
Ollie volvió a mirarme fijamente y pareció enfadado, así que debía haber acertado y aquella mujer menuda, de pelo cobrizo, gafas de pasta, ojos oscuros, numerosos pendientes y piel pálida que salía en las fotos era su compañera.
—Tenés razón, dibuja muy bien —mentí, dejando el celular sobre la mesa antes de sacarme otro cigarro —. Anda a tirar esto —le dije, cerrando la tapa de la pizza—. Ya no tengo hambre.
—Yo no soy tu criado.
Dejé el zippo y solté el humo al aire antes de mirarle fijamente a los ojos.
—Ollie, voy a dejarte algo claro. Puede que no esté en la Manada, pero yo soy el humano que cuida de tu SubAlfa y vive en su Guarida, así que relajate un toque, agarra las putas pizzas y anda a tirarlas afuera. No quiero que me apesten el puto edificio y tener que limpiar queso derretido y grasa de las papeleras —dicho eso me recosté y miré hacia las máquinas expendedoras mientras buscaba la tarjeta metálica en el bolsillo y la levantaba en alto para que el lobo la agarrara—. Y tíralas lejos o atraerán perros callejeros.
Ollie gruñó, un ruido ronco de seria advertencia. Lo miré por el borde de los ojos y, tras otra pequeña batalla, mi peste a Roier ganó y al Macho Común no le quedó otra que obedecer; no sin antes gruñir bien alto y mostrarme los dientes apretados de grandes colmillos. Me quitó la tarjeta de un tirón y se llevó las pizzas con él mientras yo seguía fumando tranquilamente. Volvió diez minutos después, se presentó en conserjería y arrojó la tarjeta sobre la mesa en donde yo tenía cruzados los tobillos.
—Podes ir a por una de las sillas de la sala de descanso si queres — murmuré sin apartar la mirada de la pantalla del celular.
El lobo gruñó de nuevo, se fue y regresó con una de las sillas de plástico que dejó en el suelo con un golpe seco antes de sentarse lo más lejos de mí posible. En un punto, quizá de apretar el abdomen de tanto gruñir, contuvo un eructo y agachó la cabeza para ocultarlo de mí. Le eché una rápida mirada por el borde de los ojos. Ollie había comido las pizzas a escondidas, pero, como le había dicho a Quackity, eso no iba a solucionar el problema.
Y es que los lobos, por muy sexuales y salvajes que sean cuando son solteros, cambiando entre humanos cada semana, yendo y viniendo y dejando que todos ellos se desvivan por hacerles felices; cambian por completo cuando encuentran un compañero. Entonces se convierten en las criaturas más fieles y leales del mundo. Ollie jamás reconocería que Daisy lo cuidaba mal, mentiría una y otra vez, incluso delante de la Manada y el Alfa, solo por no poner en evidencia a su compañera. Aunque volviera cada noche a una Guarida vacía, diera vueltas de un lado a otro gimiendo y hambriento, sin percibir su Olor a Macho en ningún lado y sin saber dónde estaba Daisy. Él jamás la traicionaría. Aunque se muriera de hambre hasta el punto de desfallecerse en mitad del trabajo.
Los lobos solo se enamoran una vez. Y es para siempre.
Chapter 46: DAISY: LA TRAIDORA
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Al terminar mi turno, Ollie me llevó a casa en su todoterreno gris metalizado. No se despidió de mí, ni siquiera me miró, dando su trabajo por finalizado y a la espera de que me bajara del coche y desapareciera de su vista. No tenía que decírmelo dos veces. Cerré la puerta de un golpe seco y subí a casa donde Roier ya me estaba esperando sentado en el sofá. Nada más oír las llaves en la puerta, se levantó y me miró fijamente con sus ojos amarillentos de bordes ambar.
—Comió las pizzas —anuncié sin entusiasmo alguno mientras tiraba las llaves sobre el taburete verde y me iba a por algo frío que beber—. Carola me debe sesenta dólares.
Roier lo celebró con una gruñido agudo de felicidad y una sonrisa antes de seguirme hasta la cocina. Se pegó a mi espalda y me frotó el pelo con su rostro, pero yo chisqué la lengua y traté de apartarle de un codazo mientras abría la nevera.
—Roier llamará a Alfa —me dijo, levantando una mano para pedirme el celular.
Se lo entregué junto con otro sonido de queja y me incliné para ver las numerosas latas de refrescos. Me decidí por una bebida energética de marca blanca que nunca había probado.
—Aquí Roier —dijo el lobo tras marcar rápidamente el número del Alfa—. Sí. Spreen consiguió que comiera cuatro pizzas grandes —me miró con el pecho hinchado y la cabeza bien alta. Yo puse los ojos en blanco y negué antes de darle un sorbo a la lata—. Sí. Emh… ahora Spreen está… bebiendo —perdió su expresión orgullosa y la sustituyó por una mueca de preocupación y cierto miedo.
Alargué la mano cuando oí aquel triste intento de Roier por evitar que pasarme el teléfono y tener que hablar con el Alfa.
—Carola —murmuré en mi tono sin vida, buscando un cigarrillo y mi zippo.
—Oh, ¿ya has terminado de beber, Spreen?
—Ya se lo dije a Quackity, pero te lo diré a vos también —dije, ignorando por completo su comentario—. Daisy dejó de dar de comer a Ollie porque quiere que se vaya de su vida. Airea la Guarida y lava la ropa para librarse de su Olor a Macho. Cree que eso va a funcionar, pero ella no sabe que es demasiado tarde, y cuando se dé cuenta de que el lobo no se irá ni aunque le escupa a la cara y le eche a patadas, simplemente huirá de la ciudad. Alimentar a Ollie a escondidas no va a resolver nada, porque Daisy es el problema.
El Alfa se quedó en silencio tras terminar de oí mi discurso, lo que me dio tiempo a prender la llama del zippo y encenderme el cigarrillo.
—Esa es una acusación muy grave contra un compañero de la Manada, Spreen… —dijo Carola con un tono grave y profundo, casi como una advertencia—. ¿Tienes pruebas?
—No, pero tengo un recibo de sesenta dólares de una pizzería, porque esta noche tuve que dar de comer a un lobo hambriento que tiene compañera —respondí, perdiendo por un momento mi tono indiferente y muerto. Cerré los ojos por aquel error y me rasqué la ceja con la misma mano con al que sostenía el cigarrillo—. No necesito que me creas, Carola. Solo te digo lo que sé —concluí.
Iba a dar mi acto benéfico por concluido, despedirme educadamente y colgar para volver a mi exilio, pero el Alfa dijo:
—Ven a verme mañana al despacho, Spreen —y antes de que pudiera negarme con una excusa, añadió—: Este tema es muy importante para mí y me gustaría que pudiéramos hablar tranquilamente tú y yo. No me importa madrugar un poco y reunirnos antes si tienes trabajo que hacer.
Fumé una calada con la mirada perdida en los ventanales con las repisas inundadas de macetas y plantas, después miré a Roier, que esperaba muy atento e impaciente al resultado de aquella conversación. Era mala idea. Era una terrible idea y solo me daría problemas. Solté el humo lentamente y respondí:
—Iré a verte a las seis para… hablar tranquilamente. Pasa buena noche, Carola —y colgué.
Incluso antes de dejar el teléfono sobre la barra de bar de la cocina, supe que había cometido un error. Quizá había sido lo que me había dicho Quackity, quizá había sido ver a Roier ilusionado con la idea de que el Alfa me hablara, quizá había sido estar con Ollie toda la noche y verlo dormitando a escondidas con cara triste y la cabeza gacha. Algo de todo aquello me había hecho tomar la decisión de tener una tregua con la Manada y ayudarles con este tema. Solo con este tema.
Sin decir nada, apagué el cigarrillo en el fregadero y me llevé a Roier directo a la cama. Mi lobo me iba a coger muy duro y a hacerme muy feliz, porque me lo merecía y porque necesitaba olvidarme de esa sensación de debilidad y rabia que me había atenazado las entrañas al pensar que, una vez más, la Manada estaba haciendo lo que quería conmigo sin darme nada a cambio. Al despertarme, hice lo mismo, pero esta vez porque necesitaba su semen repleto de Valium y sedantes de caballo para poder afrontar la reunión que me esperaba. Por suerte, mi lobo era un puto soldado, siempre preparado para la guerra y cumpliendo con su misión hasta la extenuación.
Lo dejé en la cama tras la inflamación, completamente empapado en sudor, jadeando e hinchando su pecho con cada bocanada. Parecía todo un gladiador tras luchar contra los leones en la arena; y, en cierto sentido, lo era. Después de todo, tenía a una fiera rabiosa que domar. Por mi parte, me di una ducha fría para limpiarme y salí flotando de vuelta a la habitación para vestirme. Preparé un café con hielo que me supo a gloria, me fumé un cigarrillo y le dejé el vaso de leche fría en la mesilla antes de darle un beso en los labios y dirigirme a la salida. Tomé un bus al centro, me detuve en la parada del parque y a las seis y diez estuve en la puerta del edificio de oficinas al lado del Refugio de la Manada.
Era demasiado temprano para los lobos, que a esa hora todavía seguirían durmiendo, así que no había nadie que vigilara la entrada. Pasé igualmente y atravesé el pasillo en dirección al ruidoso ascensor que me llevó hasta la última planta. Tampoco había luces encendidas, pero entraba la luz pálida del sol entre las nubes, arrojando una claridad algo mortecina al pasillo que llevaba a la puerta del despacho. Como estaba cerrada, me di un momento para mover la cabeza de lado a lado hasta hacer crujir el cuello, tomé una respiración y cerré los ojos. Cuando estuve preparado, llamé con los nudillos y esperé a escuchar alguna respuesta.
—Adelante.
Abrí la puerta y me encontré a Carola sentado tras su escritorio blanco. Estaba inclinado hacia delante, con los codos apoyados sobre la mesa y los dedos entrelazados a la altura de su mentón. Me miraba fijamente con sus ojos lobunos, creando un momento de tensión fría y silenciosa. Con mi mejor cara de indiferencia y párpados caídos, entré y cerré la puerta a mis espaldas. El despacho apestaba al Olor de Macho del Alfa, fuerte, desagradable y penetrante. Seguía sin entender cómo era posible que Aroyitt soportara aquello y, aun por encima, le gustara. Sin decir nada, me acerqué y me senté en una de las dos sillas frente a él.
—Sinceramente —dijo el Alfa tras aquel tenso silencio—, llegué a pensar que ni siquiera te presentarías, Spreen. Es la típica falta de respeto inmadura que me espero siempre de ti.
Asentí lentamente, recostado contra el asiento en una postura despreocupada y poco elegante, contrastando mucho con la posición erguida y seria del Alfa.
—Vine porque Roier está preocupado por Ollie —murmuré con el tono indiferente y sin vida con el que le hablaba a Carola—. Como vuelvas a soltar otro de tus comentarios de mierda. Me iré. Como te pongas a dudar de todo lo que te digo y me toques los huevos. Me iré. Como me hayas hecho venir acá solo para amenazarme, insultarme y reírte en mi puta cara. No volverás a verme nunca más.
Carola escuchó mis palabras, inclinando lentamente la cabeza para mirarme por el borde superior de los ojos y parecer más peligroso. Cuando terminé, gruñó de un forma grave y profunda que reverberó en su amplio pecho apenas contenido por su camisa blanca.
—Recuerda que soy el Alfa —me dijo con tono firme y repleto de advertencias—. Ten cuidado con lo que dices y, si respondes a mis preguntas como un adulto y no como un crío gilipollas, tendremos una conversación tranquila. ¿Qué te parece?
Tardé un par de segundos en responder:
—Maravilloso.
—Bien. —Carola recostó la espalda en el sillón de cuero y dejó sus manos entrelazadas sobre la mesa blanca, haciendo chocar la yema de sus pulgares intermitentemente mientras me miraba. Quizá estuviera dudando de si cumpliría mi parte del trato, pero yo era un hombre de palabra—. Ayer me dijiste que Daisy quiere… deshacerse de Ollie. ¿Por qué crees eso?
—Ya te dije por qué lo creo —respondí—. Estuve hablando con Ollie y estoy bastante seguro de que ella no se estaba tomando en serio su relación con el lobo. A veces pasa —me encogí de hombros—, el sexo es demasiado bueno y crees que es divertido, hasta que las cosas se ponen serias y entonces deja de serlo.
—El sexo sigue siendo muy bueno con un compañero, incluso mejor, ya que es más abundante e intimo. ¿Por qué iba a dejar de ser divertido?
Por supuesto, el Alfa tampoco entendía a lo que me refería con aquello.
Para ellos, estar con un Macho era lo mejor de lo mejor.
—No se trata del sexo, Carola, se trata de todo lo que tenes que dejar atrás. Entrar a formar parte de la Manada y tener un lobo no es tan maravilloso como ustedes creen.
Carola gruñó y acentuó su expresión seria.
—Dejemos a la Manada fuera de esto —me advirtió.
Levanté las manos en un gesto de «como quieras» y volví a dejarlas caer sobre el reposabrazos. El Alfa aspiró aire por la nariz hasta hinchar su pecho y lo soltó antes de continuar:
—Acusar a una compañera de no cuidar a su Macho es algo muy serio, Spreen, más para alguien que ni siquiera es de la Manada. Te estoy dando la oportunidad de explicarte, si te equivocas, habrá consecuencias.
Me levanté de la silla y me giré hacia la puerta para irme.
—Es una advertencia, Spreen —se apresuró a decir—. No una amenaza.
Me detuve y miré hacia la salida. Cerré un momento los ojos y apreté el puño, deseando poder fumarme un cigarrillo allí mismo.
—Yo soy el responsable de los míos —continuó—. Es mi obligación velar por ellos y protegerles. Eso también significa impartir justicia. Tú no eres uno de los nuestros y Roier no podrá interceder por ti. ¿Estás seguro de lo que dices sobre Daisy?
Me gire hacia el Alfa con la misma expresión indiferente con la que había entrado, enfrentándome sin parpadear a su mirada de ojos fijos y serios.
—Fuiste vos el que quiso hablar conmigo, Carola —le recordé—. No vine acá porque estaba aburrido y me haya parecido gracioso tirar mierda a una de las compañeras. Sé que vos crees que soy esa clase de persona, pero te equivocas.
—¿Y qué clase de persona eres, Spreen? —me preguntó—. Porque lo único que me has demostrado es que no me equivoco contigo y que sí serías capaz de algo así. Daisy, por el contrario, ha sido muy buena con la Manada todo el tiempo que ha estado con nosotros.
Ese fue el momento en el que sonreí. Asentí varias veces y agarre el celular de mi bolsillo. Desbloqueé la pantalla y se la mostré a Carola.
—Esta es la página web de Daisy, con fotos de sus obras de mierda y un número de contacto —le dije, bajando un poco para enseñárselo. Después pulsé el número de teléfono y coloqué el celular entre nosotros, sobre la mesa, y activé el alta voz. Al cuarto tono, una voz algo aguda respondió:
—Hola, soy Daisy Evans. ¿En qué puedo ayudarle?
—Buenas tardes, Daisy. Soy Paul Wilson, de la Fundación de Artistas Gráficos y Pintores de Nueva York —le dije imitando una voz grave y distinta tonalidad —. Estamos buscando a alumnos prometedores y nuevos talentos que hayan estudiado en la ciudad, los que más hayan destacado tras los estudios, como vos. Vamos a crear un curso especial para darles a conocer, nacional e internacionalmente. Nos preguntábamos si querrías participar.
Se oyó el ruido del trafico al fondo y un simple «ahm…». Carola me miraba fijamente con el ceño fruncido y cara de pocos amigos, pero yo no dudé en mantener la mirada.
—¿Es una broma? —terminó por preguntar Daisy—. Si es un timo. No tengo dinero, la verdad.
—No —negué—. Tranquila, no sos la primera que me lo pregunta. Las clases son gratuitas. Podés mirarlo como una beca artística, estamos subvencionados y no te costará nada, a excepción del alojamiento y la comida, por supuesto. Como ya te he dicho, nuestro objetivo es darle una oportunidad a nuevos talentos que, esperamos, se conviertan en la nueva ola artística de la Costa Este. Hemos incluido a un grupo heterogéneo de diversos ámbitos: escultura, pintura, ilustración…, una mezcla de perspectivas e ideas que creo que resultara en algo emocionante. ¿Qué me dices?
—Emh… yo… —tartamudeó ella, empezando a tomarse aquello en serio—. Vaya. ¿Esto es en serio? —insistió.
—Hablo totalmente en serio, Daisy. Podés llamar al ayuntamiento y preguntar por mí o por nuestro proyecto tras la llamada si quieres comprobarlo, pero te recomiendo que lo hagas rápido porque yo tengo una lista de nombres y no voy a esperar demasiado. Sin embargo, he de advertirte de que es un curso inmersivo. Dos o tres meses con viajes al extranjero y nacionales: San Francisco, Los Ángeles, Florencia, París… ya sabes a lo que me refiero. Así que si tienes algún proyecto en marcha o a alguna persona a tu cargo o que te necesite, te pediría que me lo dijeras.
—No. No —se apresuró a decir ella—. No tengo nada. Bueno, un mural en una cafetería, pero nada que no pueda cancelar, quiero decir.
Carola bajó entonces la mirada al celular y tensó la mandíbula, empezando a respirar más lento y pausado y a gruñir. Agité la mano para llamar su atención y le pedí silencio.
—¿Estás segura, Daisy? Serán un par de meses sin poder volver a casa. Insisto porque las plazas son limitadas y no nos gustaría dejar a alguien fuera por una cancelación de última hora.
—Sí. No habrá ningún problema —afirmó ella. Se notaba la emoción en su voz y que le costaba respirar. Puede que le estuviera dando un ataque en mitad de la calle y se estuviera llevando la mano a la cabeza y creyéndose la mujer más afortunada del mundo—. No tengo hijos ni nada.
—Perfecto —lo celebré—. Entonces, ¿te inscribo?
—Claro.
—Maravilloso. Te mandamos un PDF por correo, lo complementas con la información necesaria y lo presentas en el ayuntamiento de Nueva York. Después te pasas por nuestras oficinas con una copia y yo mismo te explicaré todo en mayor profundidad.
—Claro. Gracias —entonces se rio—. Dios, no puedo creerlo… —se dio cuenta de que aquello había sonado poco profesional y se corrigió—: Perdón, es que estoy súper emocionada.
—No te preocupes. Yo también estoy súper emocionado —sonreí—. Nos vemos, Daisy.
Y colgué. En el despacho del Alfa se hizo el silencio. Carola miraba el celular como si estuviera planeando cien formas de asesinar a alguien. Cuando lo recogí para volver a guardarlo en mi bolsillo, me miró a los ojos. Tranquilamente, me levanté del asiento y le dije:
—Ahora le vas a pedir perdón a Roier por las veces que le dijiste que Daisy era mejor compañera que yo y le hiciste sentir como una puta mierda.
Me di la vuelta y fui hacia la salida, sacándome un cigarrillo y dejándomelo en los labios. Abrí la puerta y lo encendí con el zippo, echando el humo al exterior. Embriagado por la sensación de victoria, quise dejar algo claro.
—Me comporto como un hijo de puta insoportable porque son crueles conmigo, Carola, porque se ríen de mí y hacen sufrir a Roier. Lo único que me demostraron vos y la Manada, es que no merece la pena hacer nada por ustedes. —Crucé el umbral, puse una mano en el pomo y eché una última mirada al Alfa—. No vuelvas a llamarme en tu puta vida —y cerré la puerta.
Bajé por las escaleras, fumando y con la cabeza bien alta. Pasé por delante del Refugio sin apartar la mirada del frente y no me detuve hasta llegar a la parada de autobuses. Llegué a tiempo a casa para darme una ducha, comer con mi lobo, dormir una pequeña siesta y tener un sexo rápido antes de entrar a trabajar. No hubo llamadas aquella noche, ni visitas imprevistas, ni lobos a los que alimentar. Al terminar mi turno, me quité el mono y salí bostezando del edificio para encontrarme con un Jeep negro que me esperaba al otro lado de la carretera.
—¿Tenías trabajo cerca de acá, capo? —le pregunté, subiendo al todoterreno lleno de ese fuerte y delicioso olor a Roier.
El lobo me miró y esperó a que me acercara lo suficiente para frotarme el rostro contra el suyo y ronronear antes de responder:
—Sí. Roier tenía trabajo con Axozer cerca de aquí —señaló con la cabeza al asiento de atrás y giré el rostro, viendo una sombra rubia y atractiva sumergida en la penumbra. No lo había visto desde fuera y no lo había olido porque el Jeep solo olía a mi lobo.
—Ah, hola, Axozer —le saludé, apartando la mano que ya tenía en la entrepierna de Roier, creyendo que quizá podríamos darnos un revolcón en el coche antes de ir a casa.
—Hola, Spreen —respondió, añadiendo con una ligera sonrisa—. Siento haberte jodido los planes.
—No pasa nada —murmuré, recostándome en el asiento y poniendo los pies en el salpicadero—. Espere toda la noche para chuparle la pija a Roier, puedo esperar un poco más.
Mi lobo soltó un gruñido gorgoteante, mezcla de placer y expectación, antes de arrancar el coche. Axozer, por el contrario, profirió un bufido y giró el rostro hacia uno de los cristales ahumados.
—Ni te imaginas lo insoportable que es trabajar ahora con él —me dijo —. No para de pasarnos por la cara toda la comida que le das en esos cubos que llamas tuppers y aun por encima siempre aparece tarde y apestando a sexo. «Spreen necesitaba a su Macho» —imitó la voz de Roier, que hizo parecer perturbadoramente parecida a la del Monstruo de las Galletas.
Roier se rio, llenando el coche de una carcajada dulce y tonta mientras asentía repetidas veces.
—Lo normal en un Macho con compañero, supongo —me encogí de hombros, mirando la suave lluvia que caía sobre el cristal del Jeep, brillando con los colores de las farolas, los carteles y los semáforos junto a los que pasábamos.
—No, Spreen. Solo tú tratas a tu Macho como a un puto cerdo — murmuró Axozer desde la parte trasera.
Arqueé las cejas, pero una fina sonrisa se coló en mis labios. No podía decir que no estuviera orgulloso de eso.
—Roier se merece toda la comida que Spreen le da —le aseguró, dedicándole una rápida mirada por el retrovisor. Entonces giró el rostro hacia mí y añadió—: Spreen necesita mucho a su Macho y Roier tiene que recuperar energías.
Respondí a su mirada y, tras un par de segundos, sonreí y le acaricié el brazo.
—Eso es cierto —afirmé.
Axozer soltó otro resoplido y dejó caer la cabeza sobre el respaldo, cruzándose de brazos.
—Pero qué asco dais… —murmuró en voz baja.
Roier perdió la sonrisa y le gruñó a forma de advertencia, pero algo corto, para que supiera que no iba a permitir que nos insultara; aunque hubiera sido un comentario amistoso y sin importancia. Cinco minutos después, nos detuvimos frente al Refugio de la Manada.
—Nos vemos mañana, Roier. Hasta luego, Spreen —se despidió Axozer, antes de salir del coche.
Hice un gesto vago con la mano y Roier gruñó a modo de despedida.
—Qué raro que hablara tanto conmigo —murmuré cuando desapareció por la gran entrada del hotel lobuno.
—Alfa habló hoy con Roier —me contó el lobo en un tono repentinamente serio que no me esperaba—. Dijo que Daisy era mala compañera y que Spreen había ayudado a Manada. —Me miró y asintió—. Bien.
—Ahm… —murmuré—. ¿Te dijo algo más?
—Sí. Pidió perdón a Roier por comparar a Spreen con Daisy. Alfa dijo que había sido injusto y prometió recompensar a Roier.
Fui por un cigarro y me lo puse en los labios, abriendo la ventanilla del Jeep antes de encenderlo y soltar una calada al aire húmedo de la noche. Saqué la mano por fuera para que el humo no entrara y seguí mirando al frente. Al parecer, Carola a veces sabía escuchar y ser razonable.
—¿Le dijiste que me debe sesenta dólares? —le pregunté. Roier gruñó por lo bajo.
—Spreen no debe pedir dinero a Manada —me recordó—. Compañeros no hacen eso.
—A los compañeros les pagan una manutención, Roier. A mí no — respondí, girando el rostro hacia la ventanilla para fumar otra calada.
—Spreen compañero de Roier —insistió.
Puse los ojos en blanco, pero él no pudo verlo. Dejé el tema pasar y puse música para aligerar el ambiente y disfrutar de la brisa suave y templada que entraba y me acariciaba el rostro. Movía un pie sobre el salpicadero y la cabeza al ritmo, seguido por las rápidas miradas del lobo; quien parecía más interesado en ver lo que yo hacía que en la carretera.
—Spreen dijo que estaba esperando para poder chupar la verga de Roier… —le oí decir en voz baja.
Miré como el lobo se recostaba en el asiento y movía la cadera para hacer la erección de su pantalón de chándal negro todavía más evidente de lo que ya era. Apreté los dientes y ahogué un gruñido de necesidad.
—Ya sabes que no mientras cconducis — le recordé—. No quiero morir en un accidente de tráfico con tu pija metida hasta la tráquea.
Roier gruñó con enfado y apretó los puños alrededor del volante.
—Fue solo una vez…
—Dije que no —concluí.
El lobo refunfuñó todo el camino hasta casa, mientras abría la puerta pintarrajeada y rayada del portón, mientras subíamos las escaleras e incluso al llegar al apartamento. Me acompañó a la habitación y se quedó de brazos cruzados y expresión seria. Sin decir nada, tiré de él hasta ponerle frente a mí y me senté en el borde de la cama, con su entrepierna a la altura del rostro. El muy boludo de Roier siguió molesto y enfadado, mirándome por el borde inferior de los ojos con esa cara de mafioso peligroso que tanto me ponía duro. Todo se terminó cuando le bajé el pantalón y le lamí los densos hilos de líquido seminal que le empapaban el glande, casi goteando hasta el suelo. Entonces el lobo gruñó con placer, echó la cabeza atrás y sonrió.
Al día siguiente me desperté como cada tarde, con tantas ganas de Roier que parecía que no me hubiera dormido con el Macho encima y su pija hinchada dentro de mí tras cuatro buenas corridas de lobo.
—¿Crees que cogemos más que la media de Machos? —le pregunté en un murmullo, porque me había dado por pensar aquello mientras tenía el rostro hundido a la altura de su cuello y le acariciaba el pelo.
Roier tardó un momento en responder, interrumpiendo su continuo ronroneo y ya casi dormido. La luz grisácea de un día nublado se colaba por los borde de las cortinas, iluminando apenas la penumbra de la habitación. La inflamación se había terminado hacia rato, pero yo no me había movido de encima de él mientras el sudor de nuestros cuerpos se evaporaba lentamente. Era domingo, no tenía que trabajar y quise pasar un poco más de tiempo con mi lobo en la cama.
—A Roier le gusta así —le oí decir en voz baja y vaga antes de rodearme más con sus brazos y darme un leve apretón contra él.
Murmuré algo, nada demasiado comprensible, y besé el cuello del lobo con unos labios húmedos. Sabía que Roier y yo cogiamos bastante, «bastante» en términos humanos, pero no sabía que también cogiamos «bastante» en términos lobunos, lo que debía ser… MUCHO. Pero a Spreen también le gustaba así.
Nos quedamos dormidos y volví a despertarme en algún momento del atardecer. Como aún tenía que ir a buscar la comida, desperté también al lobo frotando mi rostro contra el suyo y sintiendo el picor de nuestras barbilla sin afeitar al rozarse. Roier abrió lentamente los ojos y ronroneó, devolviéndome las caricias y sonriendo. Cuando le dije que se vistiera para ir a desayunar, asintió, se levantó y fue rascándose el culo camino al baño para echar una ruidosa meada en el váter. Volvió para encontrarme ya preparado, sentado en el borde de la cama mientras me ataba los cordones de las zapatillas. Se puso un pantalón de chándal gris sin nada debajo, una camiseta negra de cuello abierto para enseñar la cadena plateada y se colocó las zapatillas; esas que nunca desataba por pura pereza. Fui hacia el armario y saqué su chaqueta de motero para tirársela antes de ponerme la mía; esas que nos había comprado cuando tenía dinero.
—Hace un poco de frío —anuncié, abriendo la puerta corredera de papel de arroz.
El lobo me siguió de cerca hasta el portón, donde, en vez de seguirme por la calle, se detuvo y tiró de mi muñeca. Me giré con el ceño fruncido y lo miré. El lobo tenía una suave sonrisa en los labios y señaló hacia el Jeep.
—No hace falta ir en coche, Roier. Además, aparcar por esa zona es una mierda —le recordé.
El lobo no me escuchó, insistió en tirar de mi muñeca y llevarme al Jeep. Pero no fue a abrir la puerta, sino que me llevó hacia la parte de atrás donde había aparcada una pedazo de moto Honda deportiva. Muy cara para aquel barrio de mierda, así que alguien la habría robado y la habría dejado allí para que todos la vieran.
—Para Spreen —anunció el lobo entonces, sonriendo más.
Miré a Roier, después la moto negra y después de nuevo a Roier, buscando alguna explicación.
—Alfa dijo a Roier que lo compensaría, y Roier pidió moto buena para Spreen.
Aquella fue la primera y, casi diría, única vez que el lobo vio auténtica sorpresa en mi rostro. Yo no era un hombre acostumbrado a recibir regalos a no ser que alguien quisiera algo de mí. Muchos hombres me habían regalado muchas cosas: me las daban porque así se creían que les iba a querer, me hacían regalos con la esperanza de que no me fuera de su lado, pero solo trataban de comprar mi amor y mi tiempo. Roier ya tenía ambas cosas de mí, así que aquel regalo debía ser solo por puro cariño.
Asentí varias veces, me acerqué a la preciosa moto deportiva y acaricié el negro metalizado. Solo se me ocurrió mirar de vuelta al lobo, asentir profundamente como él hacía y decir:
—Bien.
Chapter 47: EL DOCTOR LOBO: EN MÁS DE UN SENTIDO
Chapter Text
Mi nuevo juguetito alcanzaba los doscientos por hora con solo una caricia y ronroneaba tanto como Roier cuando le acariciaba la barriga. Era una preciosa pequeña muy rápida, muy mala y que hacía a su papá muy feliz. Por desgracia, también tenía ciertos de problemas. Lo primero de todo era el dónde carajo guardarla, porque en nuestro barrio repleto de criminales y drogadictos, una moto así no iba a durar mucho. Tenía la esperanza de que, al aparcarla al lado del Jeep, se dieran cuenta de que era de un lobo y no se atrevieran a tocarla, como no se atrevían a tocar el todoterreno; pero ese no era un seguro demasiado fiable. Lo segundo era que a mí me gustaba mucho apretar el acelerador y que a la policía le gustaba mucho romperme las pelotas. No tardé ni cuarenta y ocho horas en recibir mi primera multa por exceso de velocidad y un interrogatorio de media hora mientras certificaban que la moto estaba a mi nombre y que no la había robado. El tercer problema era que la pequeña bebía combustible como yo bebía refrescos y que papá Spreen no podía permitirse gastar tantísimo. Roier había pedido a la Manada la moto y no el dinero, que empezábamos a necesitar mucho más. Aunque, sinceramente, aquel último detalle se me olvidaba cada vez que subía a la moto deportiva y me salía una fina sonrisa de felicidad bajo el casco.
Tener un vehículo como aquel hizo que no tuviera que tomar un autobús cada vez que quería ir al centro o a trabajar y me ahorró mucho tiempo y esfuerzo para hacer los recados al no tener que hacerlo caminando y con las bolsas al hombro como una mula de carga. Siempre y cuando Roier no quisiera venir conmigo, porque era imposible llevar a un enorme lobo de casi dos metros pegado a tu cuerpo en la moto.
A parte de eso, el resto de cosas en mi vida continuó igual. Pasaba tiempo con mi lobo, le daba de comer, me iba al trabajo y hacía lo que tuviera que hacer aquella noche. Lo único destacable fue cuando me llevé a Roier a una librería y el lobo empezó a mirar a todos lados como si hubiera entrado en nuevo mundo desconocido para él. La gente que había allí fue tan discreta y sutil como en cualquier otro lado, nos miraba y murmuraba, preguntándose que hacía un lobo y un criminal mirando la sección de autoayuda. Finalmente me decidí por: «Tóxico: cómo deshacerse de las malas influencias en tu vida». No era para mí, por supuesto, sino que escribí una rápida dedicatoria y lo hice envolver en papel de regalo con una pegatina en la que ponía: «Espero que lo disfrutes. Firmado: (dibujo de una pija)».
—Dáselo a Quackity —le ordené a Roier, entregándoselo junto con su enorme tupper de comida y su botella de vitaminas.
A veces las noches de trabajo eran muy largas y los juegos del celular no eran capaces de llenarlas por entero, así que me ponía a pensar y darle vueltas a las cosas. Algo que, sinceramente, no recomiendo a nadie. Me había dado por pensar en mi última charla con el Beta Pecoso y llegué a la conclusión de que no quería que mi relación con el lobo terminara así. Él había sido de los pocos que siempre había estado ahí, el que me había ayudado cuando nadie más quería hacerlo y el único que se había preocupado por mí. Y, como ya dije: yo no olvido, ni lo bueno, ni lo malo. El problema era que yo tampoco sabía pedir perdón como un hombre adulto, así que tenía mis propias maneras de demostrar arrepentimiento. No siempre las mejores.
Como ya me esperaba, no recibí respuesta alguna del lobo pecoso. De estar yo en su posición, seguramente hubiera tirado el regalo a la basura sin si quiera abrirlo. A mitad de semana, como cada jueves a la noche, llegó Jhon, el reponedor de máquinas expendedoras. Me saludó con una sonrisa y no dejó de hablar desde que entró por la puerta hasta que se fue. Yo bebía la Coca-cola que siempre me regalaba y fumaba sentado en una de las sillas de la sala de descanso mientras le escuchaba. Era entretenido, hasta gracioso, escuchar los problemas de un hombre de clase media que siempre había tenido una vida fácil. Era como ver un programa de televisión con dramas estúpidos como: mi perro está enfermo, no tengo dinero para la boda que mi novia quiere, mi coche tiene un ruido raro o mi madre insiste en que tenga hijos.
El viernes por la noche llegué al trabajo bastante relajado después de un sexo de última hora con Roier. No me había dado tiempo a ducharme y podía sentir el Olor a Macho de Roier por todo mi cuerpo, y si yo podía sentirlo es que debía ser realmente fuerte. Ni siquiera el olor del mono viejo pudo rivalizar con él. Esa noche cambié algunos leds del techo de la oficina de la tercera planta, subido a unas escaleras plegables entre los cubículos. Estaba en mitad de aquello cuando la música se cortó y el celular empezó a vibrar sobre el escritorio de una mujer con fotos de muchos gatos y muy mal gusto.
Bajé de las escaleras y miré el nombre «Reina Arpía». Mi primera reacción fue dejar de vuelta el teléfono y seguir a lo mío, sin embargo, una pensamiento asaltó mi mente. Carola había pedido perdón a Roier y le había dado el dinero para comprarme una carísima moto deportiva, quizá yo debía demostrar que era un hombre justo y responder la llamada de su compañera. Solo para dejar bien claro que yo no era peor que el Alfa.
—Dime, Aroyitt —murmuré en un tono neutro y calmado.
—Hola, Spreen. Soy Aroyitt, la compañera de Carola —se presentó, como hacía siempre. No estaba del todo seguro de si lo hacía porque estaba nerviosa o porque realmente creyera que no me iba a acordar de ella.
—Lo sé. ¿Querías algo?
—Sí. Me gustaría hablar contigo si tienes un momento. Es un tema importante. Si estás ocupado ahora, puedo llamarte más tarde. No pasa nada.
—No. Tengo tiempo ahora —respondí, yendo a sentarme en la silla de oficina mientras buscaba mis cigarrillos en mis bolsillos.
—Oh, bien. Es sobre Ollie —comenzó a decir de corrido, como si quisiera darse prisa para molestarme lo menos posible—. Tras saber lo de Daisy he intentado darle de comer, pero no acepta nada de lo que le ofrezco y ahora está enfadado conmigo. No viene ya al Refugio y no sé qué hacer. ¿Tú cómo lo conseguiste? —terminó por preguntarme junto con un leve jadeo de angustia.
Solté el humo en una columna grisácea frente a mí y tardé un par de segundos en responder:
—Le dije que la tirara a la basura. Se la llevó y la comió a escondidas.
—¿A escondidas? —repitió—. Entonces no se la diste directamente.
—Ollie tiene compañera, y aunque Daisy sea una completa zorra. Él no va a comer nada que le des —le expliqué. Algo que ella ya debería saber, que para eso era la Reina de la Manada.
—Lo sé —afirmó—, pero creí que quizá habías conseguido razonar con Ollie.
—¿Razonar? ¿Con un lobo? —ahí casi se me salta la risa. Negué con la cabeza y fumé una calada.
—Ollie tiene que comer —insistió—. Está débil, delgado… No… no puede seguir así, Spreen.
—Eso suena a problema de la Manada —murmuré, echando la ceniza del cigarro en el lapicero de la obsesa de los gatos.
Aroyitt se quedó en silencio. No se oyó nada tras la línea en un par de segundos hasta que dijo:
—Va.. vale. Siento haberte molestado, Spreen.
Me quedé con la mirada perdida en el pasillo que había entre los cubículos, sumergida en la poca luz amarillenta que entraba desde la calle.
—Dile a Carola que me mande a Ollie —le dije entonces.
—Oh, ¿en serio? —se sorprendió Aroyitt.
—Me debe ciento veinte dólares de las pizzas.
—Muchísimas grac… —y colgué antes de que terminara.
Me quedé allí sentado, mirando al infinito y terminándome mi cigarro. No quise darle vueltas a por qué había aceptado, simplemente lo había hecho. Para cuando había terminado de cambiar los leds de la tercera planta y vuelto a la conserjería para buscar más recambios, recibí la llamada del lobo diciéndome que estaba en la puerta.
Ollie me miró desde el otro lado del cristal con expresión muy seria y una postura envarada. Seguía estando hecho un desastre, sus ojeras se habían pronunciado más. El hambre, el insomnio y la angustia se estaban llevando al lobo por completo, dejando una cáscara vacía y muy irritable en su lugar. Le abrí la puerta y le hice una señal para que me acompañara. El lobo resopló y gruñó para dejar bien claro que no quería estar allí conmigo. No me miró, apartando el rostro y poniendo una expresión de asco como si yo apestara a muerto. A muerto no, pero sí a mucho Roier y a mucho sexo, lo que seguramente no ayudara en nada al lobo.
—Ayúdame a colocar un par de cosas —le dije, deteniéndome en consejería para recoger la caja de leds nuevos y llevármelos bajo el brazo.
—¡No estoy aquí para hacer tu puto trabajo! —rugió con los dientes apretados. Sus ojos hundidos hacían el que el amarillo pálido de sus iris resaltara incluso más, dándole cierto aspecto enloquecido y peligroso.
Me detuve en seco y me di la vuelta hacia él, manteniendo un breve silencio antes de decir:
—Primero de todo, a mí no me grites. Segundo, estás acá para vigilarme y no te cuesta nada hacerlo en el segundo piso mientras me pasas los putos leds. Así que relájate.
El lobo gruñó y apretó los puños con fuerza, tragándose su enfado y frustración. Estuve bastante seguro de que, de no ser el compañero de Roier, me hubiera arrancado la cabeza de un mordisco. Quackity había dicho que Ollie era un Macho calmado y bueno, pero esas eran cualidades que se perdían muy fácilmente cuando tenías el estómago vacío y te daba miedo volver a casa. Yo lo sabía. Le guie hacia las escaleras y subimos en silencio hasta el segundo piso, donde ya tenía preparada la escalera plegable.
—¿Una mala noche? —le pregunté, subiéndome y sacando un pequeño destornillador.
Gruñó de nuevo a un par de cubículos de distancia, cruzado de brazos y con la espalda apoyada en la pared, junto al tablón de noticias. Desatornillé la lámina de cristal que cubría el led y le hice una señal para que la pusiera en algún sitio mientras cambiaba la luz. El lobo se acercó a regañadientes, agarró la lámina y la dejó sobre uno de los escritorios.
—¿Por qué estás tan enfadado, Ollie? —le pregunté mientras sacaba el led del techo—. ¿Tanto te molesta venir acá?
—Yo no debería estar aquí —dijo en un tono seco.
—¿Y dónde deberías estar?
—Con la Manada.
—Roier me dijo que no estás mucho con ellos últimamente.
Saqué el led gastado y negruzco y extendí al mano para que Ollie lo agarrara. El lobo siguió con su cara de rabia, mostrándome los dientes de grandes colmillos. Me dedicó una mirada asesina y tiró del tubo para darme el nuevo a cambio.
—Roier no debería contarte nada, porque tú no eres de la Manada.
—Roier se preocupa por vos y a veces comparte esa preocupación conmigo —murmuré mientras seguía trabajando—. A veces hablar ayuda a los demás a sentirse mejor. Ayuda a liberar tensión y recibir la opinión de otros, que quizá nos hagan ver las cosas con otra perspectiva. En ocasiones nos bloqueamos a nosotros mismos porque no par… ¡Puta! —exclamé cuando recibí un violento calambre, apartando tan rápido la mano que dejé caer el led al suelo—. ¡Mierda! —grité cuando el tubo amarillento se rompió en pedazos. Me pasé las manos por el pelo y tomé una respiración
—. Pásame otro —ordené sin mirar al lobo.
Esta vez tuve cuidado y traté de no rozar los bordes metalizados y conectados a la corriente. Había guantes de plástico grueso en la conserjería para estos casos en los que había que andar a trastear con la electricidad, pero yo era demasiado capo para ponérmelos.
—Si necesito hablar, lo haré con mi compañera o la Manada. No contigo —me dijo Ollie.
—A lo mejor queres hablar de algo que no podes contarles a ellos — respondí tras terminar de colocar el led, está vez, con éxito.
—No hay nada que no pueda contarle a Daisy —me aseguró con enfado.
Sin inmutarme lo más mínimo, le pedí la placa de cristal y la sostuve con una mano mientras iba colocando los tornillos en los extremos para asegurarla.
—Entonces, estás enfadado porque tuviste que venir acá a cuidar del humano de Roier —concluí.
—Exacto.
—Si estuvieras con la Manada o con Daisy, ya no estarías enfadado.
—No.
Solté un murmullo de entendimiento y bajé las escaleras. Iba a decir algo, pero el celular empezó a vibrar y tuve que responder al pizzero. Le hice una señal a Ollie para que me acompañara hasta la puerta y el mismo joven de la primera vez volvió a mirarnos con terror en los ojos y a balbucear algo sin sentido mientras extendía los brazos para darme el pedido. Le entregué el dinero a cambio y le cerré la puerta en la cara. Abrí la caja más alta, agarre uno de los pedazos pre-cortados, tirando de él hasta que los hilos de queso fundido se desprendieron.
—Toma —le dije al lobo a un lado, entregándole la pila de pizzas—. Andate con la Manada y tira esto por el camino. Así dejarás de estar enfadado.
—Carola me ordeno vigilarte y eso haré —declaró, retrocediendo un paso de las cajas de pizza, como si fueran veneno.
—¿Preferis estar acá enfadado que con la Manada? —le pregunté.
—Prefiero cumplir con las órdenes y con mi deber —declaró, alzando la cabeza con orgullo e hinchando su pecho abultado bajo la camisa medio desabotonada—. Algo que tú no entenderías.
—Entonces, te gusta estar enfadado —le dije.
Ollie frunció el ceño y me miró al fin a los ojos, pero como si yo fuera tarado y no dijera más que tonterías.
—¿Te gusta estar enfadado y triste, Ollie? —le pregunté con un tono más serio.
—Claro que no —gruñó con los dientes apretados.
—Bien —asentí—. Anda a tirar esto —terminé, apretando las cajas de pizza caliente y deliciosa contra su pecho.
Pero Ollie se apartó y gruñó como señal de advertencia, poniendo una postura agresiva y peligrosa.
—¿Por qué coño pides comida que no te vas a comer? —dijo, mirando las cajas y después a mí. Ollie no era estúpido y yo no había sido nada sutil en esa ocasión.
—Pedí trabajo en esta pizzería y me dijeron que no iban a contratar a alguien como yo. Así que ahora les pido pizzas para asustar a los repartidores y que sepan que me rodeo de lobos —le mentí, terminando por encogerme de hombros—. Lo hago cuando sé que vas a venir porque es más efectivo.
—¿¡Me estás utilizando para asustar a unos humanos!? —rugió.
—Sí.
—¡Carola va a saber esto! —me aseguró.
—Te dije que no me grites —le recordé con un tono más serio y una mirada de advertencia—. Agarra las putas pizzas, tíralas en alguna parte y después hace lo que te de la puta gana.
—¡No quiero las putas pizzas!
Golpeó la pila de cajas, derramándola hacia un lado y manchando el suelo, y después me empujó con tanta fuerza que caí de espaldas al suelo. Entonces se hizo el silencio. Ollie me miraba fijamente con sus ojos de un amarillo pálido, gruñía y me mostraba los dientes, pero fue solo al principio, solo hasta que se dio cuenta de lo que había hecho. Entonces sustituyó su mirada de rabia por una asustada y dejó de gruñir. Miró el suelo manchado de pizza y después a la calle tras la cristalera. Dio un par de pasos y trató de abrir la puerta, pero no pudo, por mucho que la zarandeara y la golpeara para tratar de escapar de allí. Me levanté del suelo, me froté las manos y saqué la tarjeta magnética del bolsillo antes de acercarme al lector.
Ollie me miró por el borde de los ojos como si le fuera a condenar a muerte en aquel mismo instante. No me temía a mí, por supuesto, temía lo que Roier le haría en cuanto descubriera que había atacado a su compañero.
—Agarra las pizzas, Ollie, andate al coche y toma una buena respiración — dije con una voz lenta, grave y peligrosa—. Vamos a fingir que esto no paso… pero será la última vez. ¿Me escuchaste?
Ollie soltó al fin la puerta y se quedó muy estirado, expectante y nervioso. Tras un par de segundos, asintió lentamente. Esperé a que se diera la vuelta y a que recogiera del suelo lo que quedaba de las cajas de pizza antes de volver a mi lado. Le abrí la puerta y se marchó sin decir nada, con pasos largos y apurados en dirección Oeste. Saqué mi paquete de cigarros y me puse uno en los labios antes de encenderlo. Cerré el zippo con un sonoro «clack» y lo guardé de nuevo, mirando la calle inundada por la luz de las farolas. Me lo fumé tranquilamente y después fui por la fregona y el cubo para limpiar los restos de pizza y grasa que había quedado en el suelo de la recepción. Cuando volví a casa, aparqué la moto al lado del Jeep negro y subí tranquilamente hasta el apartamento. Me encontré a Roier en el salón, pero no tumbado y rascándose los huevos mientras miraba la tele, sino al lado de la puerta de emergencia y con un montón de tablas.
—¿Qué carajo estás armando ahora? —le pregunté con una ceja arqueada.
—Roier pondrá mesilla para Spreen —respondió, señalando al lado de la puerta de emergencias—. Así podrá dejar el cigarro y el café cuando fume en la puerta.
Hice un movimiento vago de cabeza, algo que no quería de afirmar ni negar esa idea. Me quité la chaqueta negra de cuero y la dejé sobre la barra de bar de la cocina antes de dirigirme hacia él.
—Ya la armaras mañana —le dije, tirando de él para llevarle a la habitación.
El lobo gruñó con excitación y me siguió como un corderito a la cama. No fue hasta el día siguiente, mientras desayunaba en la cafetería más llena de lo normal ya que era un sábado por la tarde, que recibí una llamada de «Hitler Lobo».
—Carola —le dije a Roier, pasándole el teléfono sin apartar la mirada de la televisión a lo lejos.
El lobo agarro el celular y respondió:
—Aquí Roier. Sí. —Me miró—. ¿Ollie comió ayer?
Aparté la mirada de la televisión y terminé de masticar el sándwich vegetal antes de responder:
—No estoy seguro. Se llevó las pizzas pero no volvió después.
—No está seguro. No volvió con Spreen —repitió al teléfono y, tras un breve silencio, me preguntó—: ¿A Spreen le importa intentarlo otra vez esta noche?
—Dile que me debe ciento veinte dólares —respondí.
Roier gruñó un poco a forma de advertencia, asustando a un matrimonio que estaba a dos mesas de distancia.
—A Spreen le preocupa el dinero. Roier come mucho y gasta mucho — le dijo a Carola, recibiendo un asentimiento de aprobación de mi parte—. Manada se hará cargo de los gastos de comida de Ollie —me dijo a mí tras otro breve silencio.
Puse los ojos en blanco y le di un trago a mi café caliente. No sabía a qué estaba jugando el Alfa con todo aquello. Creía haberle dejado claro que no contaran conmigo para nada más.
—Spreen lo intentará de nuevo —oí decir a Roier, que evitó mi mirada asesina todo lo que pudo, agachando la cabeza hacia su enorme vaso de leche vacío—. Sí. Bien.
Al colgar el celular me miró por el borde superior de los ojos con una expresión inocente de perrito arrepentido.
—Spreen tiene que ayudar a Ollie. Es importante para Roier —murmuró. Eso no mitigó mi enfado.
—Como vuelvas a decidir por mí, Roier, el que se va a quedar sin comer vas a ser vos —le advertí con un tono peligroso en la voz.
El lobo agachó más la cabeza. Después fue muy obediente, siguiéndome en silencio, cargando con todas las bolsas y haciendo tentativas nada sutiles de acercarse a mí y rozarme para comprobar si ya le había perdonado. No fue hasta después de comer, cuando me gimió de forma lastimera en el sofá para que le prestara atención, que decidí aflojar un poco la cuerda y acariciarle la cabeza. El lobo ronroneó, pero no se detuvo ahí, echándose más y más contra mí hasta que me sepultó bajo su cuerpo y empezó a mover la cadera. Yo no podía castigar a Roier sin sexo porque eso también sería un castigo para mí, así que aquello se convirtió en uno de nuestros sexos de enfado: mucho más salvajes, violentos y divertidos. El lobo se corrió cuatro veces y yo creo que también lo hice en algún momento, quizá cuando me mordía el hombro y me tiraba del pelo o quizá cuando me tuvo a cuatro patas y me agarraba de las muñecas. No podía estar seguro porque lo único que hacía era insultarlo, gemir y apretar los dientes. Un Roier muy sudado me frotó su rostro contra el pelo y la sien, encerrándome entre su cuerpo y el sofá, ronroneando y mordisqueándome de vez en cuando. Yo miraba la tele encendida sin ver nada, respirando lenta y profundamente en uno de mis viajes por el Nirvana.
Me quedé dormido en algún momento, porque lo siguiente que recuerdo fue abrir los ojos debido a un zumbido que reverberaba contra la mesa de bar. Hice un gran esfuerzo para apartar al lobo y recibí un gruñido de queja a cambio, pero le ignoré y di un par de pasos hacia la cocina.
—¿Sí? —respondí con voz pastosa y adormilada mientras me frotaba el rostro.
—¿Doctor Lobo? —preguntó un hombre.
—Sí… —murmuré.
—Hola, Doctor. Tiene a un grupo aquí preguntando por usted. Dicen que llevan diez minutos esperando y que, si no va a venir, quieren su… dinero de vuelta. Les he dicho que la charla es gratuita, porque en la fundación no cobramos por…
—¿Qué? —le interrumpí de pronto, abriendo mucho los ojos—. ¿hay gente allá? Mierda… ¡diles que voy ahora!
Colgué la llamada y abrí el correo al instante. Mirando los cinco mensajes que había allí.
—¡Mierda! —exclamé.
Todavía tenía el pantalón corto enredado a la altura del tobillo y una zapatilla puesta. Me lo quité a tirones y fui dando saltos hacia la habitación. Había escondido mi ropa de Doctor Lobo en un rincón del armario, precintada en una de las bolsas que me habían quedado de mis andanzas como vendedor de Olor a Macho. No quería que la camisa nueva, los pantalones elegantes y la corbata apestaran tanto a lobo como el resto de mi ropa, porque iba a ser irónico presentarme en la ONG diciendo que iba a «ayudar a los adictos a los Hombres Lobos», oliendo descaradamente a uno.
Sin embargo, ahora no había tiempo de ducharse y prepararse a conciencia. Al parecer tenía clientes esperando y yo no iba a devolverles ni un puto centavo de lo que me habían pagado. Me puse la ropa a todo correr junto con las gafas y salí disparado por la puerta mientras me pasaba la chaqueta negra por un brazo, ignorando la atenta mirada de un Roier muy confuso en el sofá.
Mientras recorría peligrosamente la ciudad a cien kilómetros por hora, farfullaba dentro del casco insultos y quejas dedicadas a mí mismo. Tras la decepcionante primera semana en la que no había tenido ni un cliente para mis charlas, había tirado la toalla, dejando de mirar el correo o mi cuenta de PayPal. Simplemente había dado por hecho que aquel sería otro de mis tontos planes que terminaban en fracaso, que no iba a poder competir con Lara Hollow ni los demás charlatanes. Al parecer, me equivocaba.
Llegué casi veinte minutos tarde, apresurando el paso hasta cruzar la puerta de la ONG con una expresión muy seria. Un hombre menudo y con una evidente calva se levantó de detrás del escritorio de conserjería y me miró.
—¿Doctor Lobo? Sus pacientes estaban diciendo que…
—Son unos bromistas —sonreí, ignorando por completo su expresión preocupada y girando hacia el pasillo para llegar al aula que me habían asignado.
Dentro me esperaban cinco personas, sentadas en pupitres y con cara de muy pocos amigos. Cuando me vieron aparecer, se hizo el silencio y clavaron sus miradas en mí. Eran cinco: tres mujeres y dos hombres. Todos iban bien vestidos y no tenían marcas visibles en su cuello, hombros, muñecas o escote, así que eran «vírgenes». El grupo de las tres mujeres se conocían porque se habían sentado todas juntas en la segunda fila. Seguramente un trío de amigas que habían decidido buscarse una charla antes de comenzar su aventura en los clubs de lobos. Los dos hombres, sin embargo, estaban uno en cada esquina, algo nerviosos e impacientes. Uno parecía más enfadado y el otro parecía no estar seguro de qué carajo estaba haciendo allí.
—Buenas tardes, soy el Doctor Lobo —me presenté, llevándome una mano al cuello para mover el nudo de la corbata. Aquella mierda me ahogaba todo el rato y me ponía de los putos nervios—. Tenía un cliente y la sesión se alargado un poco.
Fui hacia el viejo escritorio del profesor y apoyé la cadera, quedándome de brazos cruzados mientras los miraba. Bien. Ahora que estaba allí y había engañado a un par de idiotas, no sabía qué decirles. Ni siquiera había hecho un puto Power Point cutre que enseñarles.
—Bueno, ¿y qué? ¿Vas a contarnos algo o te vas a quedar ahí? — preguntó una de las mujeres, golpeando la mesa del pupitre y haciendo resonar sus pulseras.
—Shh… —le dijo una de sus amigas—. No seas mala o el Profesor te va a dar unas nalgadas.
—Mira, si nos da unas nalgadas y nos hace un estriptis, al menos compensará pagar esta mierda —se rio la última de ellas.
Las miré tras mis gafas falsas y dejé que el silencio se prolongara un par de segundos más hasta que les dije:
—Si quisieran ver a un humano desnudo, no estarías acá. Estan acá porque quieren un lobo, un enorme, fuerte, apestoso y sexy lobo con la pija del tamaño de tu antebrazo que les de el sexo de su puta vida. — Mi afirmación, tan clara y directa, les dejó un poco confusos e incómodos. Ellos querían entrar en un mundo oscuro y sórdido, pero no querían que se lo dijeran de esa forma. Querían chistes malos y palabras suaves. Pues no en mis clases—. Si eso es lo que buscan, vinieron al lugar correcto. Yo les voy a explicar cómo pueden conseguir uno, pero lo primero que tienen que tener claro es: nada de colonias, perfumes, desodorantes o suavizantes con aroma. Lo segundo que tienen que tener claro es que lo lobos apestan a sudor, sobre todo sus axilas, su cuello, el centro de la espalda y su entrepierna —fui enumerando mientras levantaba los dedos de una mano—. Es lo que se denomina Olor a Macho. Cada lobo tiene uno diferente y cambia de intensidad según su rango en la Manada, les ayuda a diferenciarse y es muy importante para marcar territorialidad. Lo tercero es que sus pijas saben muy fuerte, al igual que su semen, mucho más denso y agrio que el humano. A los lobos les encantan que les hagan mamadas, así que si son muy remilgados con ese tema y les gusta la higiene, esto no es para ustedes.
Me separé de la mesa y comencé a andar tranquilamente entre los pupitres.
—Si van a un club, como supongo que haran nada más salir de acá, les advierto que no va a ser la aventura mágica que quizá crean. No se esperen que los lobos vayan detrás de ustedes, por muy escotadas, apretados y sin ropa interior que vayan. Eso no va a pasar. Ellos no van detrás de nadie, porque tienen a un ejército de humanos rogándoles que les den su pija. No les van a invitar bebidas, a hacerles chistes fáciles ni a darles caricias indiscretas. Por supuesto, su concepto de preliminares es gruñir y agarrarles de la muñeca o el cuello; eso es todo.
Me detuve al final del aula y me di la vuelta con los brazos cruzados sobre el pecho. Vi sus rostros, que habían dejado el enfado atrás para sustituirlo con una gama heterogénea de expresiones; desde el ceño fruncido y el leve asco hasta la sorpresa. Bien, parecía que lo estaban entendiendo.
—¿No se supone que deberías vendérnoslo mejor y no tratar de asustarnos? —preguntó una de las mujeres entonces, la misma que había hablado al principio. Pelo moreno, ojos oscuros y muy maquillada.
No respondí al momento, sino que caminé de vuelta hacia su grupo y apoyé la cadera en el pupitre mientras la miraba.
—¿Lo hueles? —le pregunté.
—Sí, que no te has duchado en toda la semana —respondió con una expresión de asco.
—Toma una buena respiración —dije—. Es fuerte, crees que es desagradable, pero por alguna razón cada vez te va gustando más y más. ¿Empiezas a sentirlo? Tu mente racional dice no, pero tu cuerpo dice sí.
La mujer siguió con su cara de asco, tratando de alejarse lo más posible de mí en el borde de su asiento, pero respiraba más cada vez y yo sabía que lo estaba notando. Sonreí y di otro paseo hacia el encerado antes de girarme hacia ellos.
—Sé que lo que les digo suena horrible y asqueroso, y puede que se esten preguntando: ¿realmente merece la pena? La respuesta es sí —sonreí —. Quizá crean que ustedes no se humillaran para conseguir sexo con un lobo, pero cuando esten rodeados de los hombres más atractivos, musculosos y sexys que hayan visto en su puta vida, su perspectiva de lo que seran capaces o no de hacer, va a cambiar mucho. Los lobos producen algo llamado feromonas, que los van a poner como a putas perras en celo cuando se acerquen lo suficiente a ellos, más si van a uno de sus Clubs donde la excitación de la Manada aumenta y contagia a los humanos. Es lo que han estado oliendo en mí todo este tiempo y los está confundiendo tanto. Y es que los lobos son bestias sexuales hechas para atraerlos como moscas a la mierda. Así que si deciden ir a uno de esos locales y no conseguír que te hagan caso, les recomiendo comprarse un buen consolador y una caja de cien pilas. Van a necesitarlas todas…
No puedo decir que mi primera clase fuera un rotundo éxito. Esos cinco humanos salieron de allí muy confundidos y asustados de lo que les había dicho, pero también un poco excitados por mi peste a Roier. Mis consejos no habían sido lo que ellos se esperaban, nada de caricias y gilipolleces para llamar la atención de los Machos, solo la verdad: ¿querían un lobo? Bien, pues tenían que estar listos para competir con los demás cientos de humanos que también los querían. Así eran las cosas.
Dudé de que volvieran. Dudé de que nadie más quisiera venir cuando esos cinco empezaran a poner comentarios negativos o a hablar mal de mí por ahí. Pero, al parecer, cuando mis palabras se fueron cumpliendo como profecías, esos cinco humanos entendieron que yo sabía muy bien de lo que hablaba.
Y volvieron, y con ellos, muchos otros.
Chapter 48: EL DOCTOR LOBO: AYUDA, PERO NO SIEMPRE
Chapter Text
Después de la clase, evité tener que hablar con el conserje calvo y me despedí rápidamente diciendo que tenía una reunión importante. Subí a mi moto y apreté el acelerador, saliendo disparado hacia el trabajo. Llegué puntual y tuve tiempo de sobra a ponerme el mono antes de que una llamada me alertara de la llegada de Ollie. El lobo me esperó al otro lado de la puerta, con los brazos cruzados sobre un jersey fino y remangado hasta los codos. Arqueé las cejas, porque era la primera vez que veía a un Macho con algo mínimamente abrigado; a excepción de la chaqueta que le había comprado yo a Roier.
—¿Tenes frío, Ollie? —le pregunté al desbloquear la puerta. Había una leve brisa y el cielo estaba nublado, pero seguíamos estando a principios de septiembre y todavía hacía calor.
—Un poco —respondió, aunque lo hizo como si no quisiera, girando el rostro y evitando mi mirada.
El día anterior había cruzado la línea y aquella noche había vuelto mucho más relajado. Sabía que yo no lo delate, porque entonces Roier le hubiera dado una paliza que ahora estaría en el hospital; pero Ollie no entendía muy bien el por qué. No éramos amigos y yo no era de la Manada, así que no tenía ninguna razón aparente para «ser bueno con él». Me acompañó en silencio hacia el armario donde se guardaban los productos de limpieza y las herramientas y después en dirección a los baños del primer piso. El lobo echó una mirada rápida alrededor, quizá porque nunca había entrado en el servicio de mujeres y se esperaba encontrar algo diferente y mágico allí. Le señalé un par de taburetes que había en una esquina, junto a una mesa con flores de plástico, para decirle que podía sentarse mientras yo arreglaba uno de los grifos.
—Gracias por no decirle nada a Roier —me dijo tras un par de minutos más en silencio, tan solo quebrado por el ruido del goteo del agua.
—Te dije que íbamos a fingir que no había pasado —le recordé.
Vi como el lobo asentía un par de veces a través del reflejo y después se quedaba con la cabeza gacha, mirando las manos entrelazadas entre sus piernas.
—¿Cómo te sentís hoy? —le pregunté.
Él me miró por el borde superior de los ojos y tras un momento de duda, encogió sus anchos hombros y respondió:
—Igual que siempre.
—¿Enfadado por tener que venir acá y no estar con la Manada?
—No… —murmuró—. Está bien. Da igual… —negó y volvió a mirarse las manos—. Me da igual estar aquí o en otro sitio.
—Roier me dijo que no le hablas. ¿Puedo preguntarte por qué?
—Roier ya sabe por qué —respondió rápidamente y de una forma más fuerte.
—¿Me lo podrías explicar a mí? Todavía no entiendo muy bien esas cosas de la Manada.
Ollie gruñó y apretó los dientes. Creí que no iba a responder, pero tras un minuto en silencio me dijo en voz baja y sin mirarme:
—Trató de darme comida…
—Ah… —asentí, como si acabara de caer en ello mientras seguía desenroscando la rosca que fijaba el grifo—, pero vos tenes compañera, ¿por qué te iba a dar comida Roier?
—¡No lo sé! Pero más vale que no vuelva a hacerlo o me enfadaré de verdad —me advirtió con enfado—. Se lo puedes decir de mi parte.
—Se lo diré —murmuré después de gruñir para hacer la fuerza suficiente y terminar por liberar el grifo.
Sin previo aviso salió disparado debido a la presión del agua y llegó a chocar contra el techo mientras un chorro empapaba los cristales y la encimera.
—¡La puta que me parió! —grité yo, dando un salto atrás por el susto mientras interponía mis brazos entre mi rostro y el chorro.
Antes de que pudiera hacerlo yo, Ollie salió disparado para recoger el grifo que había caído al suelo tras su viaje a las alturas, lo colocó sobre la abertura del chorro y lo detuvo. Entonces me miró, con la mitad del jersey mojado y el ceño muy fruncido.
—Pero, ¿tú sabes lo que estás haciendo? —me preguntó muy seriamente.
—No —le confesé antes de encogerme de hombros—, pensé que lo estaba apretando, pero al parecer era lo contrario. Aguántalo ahí —le pedí mientras me pasaba una mano por el pelo mojado—, volveré a enroscarlo.
Me acerqué y puse la llave inglesa en la rosca, girándola en el sentido contrario.
—¿Estás durmiendo bien, Ollie? —murmuré tras un breve silencio—.
Pareces un poco cansado.
El lobo gruñó de nuevo, apretando el puño con el que sostenía el grifo en su sitio.
—¿Por qué te interesas tanto por mi vida, Spreen? —me preguntó—. Tenía entendido que eras un humano más bien callado que solo abría la boca para insultar.
Al contrario de lo que él se esperaba, eso me hizo sonreír y asentir con la cabeza.
—¿Así que eso dice de mí la Manada?
—La Manada dice cosas mucho peores de ti que esa, Spreen —me aseguró—. Todos estábamos allí el día que te dio por insultarnos y escupirnos a la cara.
—Oh… —dije como si estuviera impresionado, arqueando las cejas mientras apretaba la tuerca todo lo que podía. Cuando terminé, me aparté y probé a abrir el grifo, que ya funcionaba correctamente. Le señalé la salida y guardé la llave inglesa en el bolsillo donde no tenía el celular.
—¿No vas a limpiar esto? —me preguntó, señalando el suelo empapado y los cristales mojados.
—Ya se secará solo —respondí—. Ahora voy a pedir la cena y tomarme un café, ¿venis?
El lobo echó un último vistazo al desastre que había hecho y puso una mueca de disgusto. Quizá fuera de esas personas responsables a las que no les gustaba dejar las cosas a medias y mal hechas. Aún así, me acompañó de vuelta al pasillo. Llamé a la pizzería de camino y le pedí lo de siempre, después saqué un Coca-cola fría para mí y un café para el lobo.
—No te pedí un café —me recordó él de mala gana, pero yo seguí a lo mío y esperé a que la máquina terminara de prepararlo con un ruido que llenó el silencio.
—Por haberme ayudado —le expliqué. Se lo llevé a su mesa apartada y después me senté donde siempre lo hacía, agarrando un cigarrillo
—. Verás, Ollie —le dije mientras me encendía el cigarro con el zippo. Solté la primera bocanada de humo y continué—. Los humanos no sabemos lo que es la Manada, no entendemos su significado ni a los lobos que la forman. No es algo que se explique en el colegio ni que a la gente le interese realmente. Cuando yo empecé con Roier, no tenía ni puta idea de lo que me esperaba, solo veía al pedazo de lobo enorme y atractivo que me cogía como nadie. —Me detuve a fumar otra calada mientras miraba la luz pálida de las máquinas—. No me importaba darle de comer de vez en cuando y que viniera a casa. Después las cosas se complicaron, convirtió mi apartamento en su Guarida y la llenó de su mierda. Entonces pensé: no pasa nada, el sexo sigue siendo genial y ahora voy a tenerlo siempre que quiera. Pero resulta que nadie podía entrar allí, nadie más que yo y Roier. Además, el muy boludo se puso a dejar su olor por todos lados y yo apestaba todo el tiempo. Nadie me explicaba nada y yo no sabía por qué hacía todas esas cosas. Era muy confuso y extraño. —Fumé otra calada y eché el humo a un lado—. Quizá a Daisy le pasó lo mismo —comenté de forma casual, casi como una broma.
Miré a Ollie, que me miraba de vuelta con el cuerpo inclinado y los codos apoyados en las rodillas.
—Sí, puede ser… —murmuró.
Asentí y eché la ceniza al suelo antes de subir los pies para apoyarlos en la silla vacía frente a mí.
—Es difícil al principio —afirmé—. Son cosas muy nuevas para las que no estás preparado.
—Los humanos también sois raros —se defendió el lobo, quizá tomándose aquello como un ataque personal a su especie—. Venís a buscar Machos al Club, pero después os asusta vernos fuera de allí y nos insultáis.
—Sí —reconocí—. Los lobos y nosotros no entendemos las cosas de la misma forma, como las relaciones. Yo tardé un poco en darme cuenta de que Roier me necesitaba, y estuve dispuesto a asumir esa responsabilidad.
Le di un sorbo al refresco y después una calada al cigarrillo.
—Pues ya es tarde. Has cometido un grave error esa noche en la bolera y tu actitud no va a ayudarte a que la Manada te perdone, Spreen —me dijo Ollie, como si todo aquello se tratara de mí—. Todos saben que no nos respetas y que a Carola no le gustas nada.
Solté un murmullo, apenas un «Amh…», como si aquello fuera algo que no supiera o de lo que no me hubiera dado cuenta.
—¿Y vos qué crees? —le pregunté, señalándole con el cigarro y mirándole por el borde de los ojos.
Ollie se lo pensó un momento, frotó las manos y se las miró antes de volver a alzar la vista hacia mí.
—Creo que eres muy bueno con Roier y muy malo con la Manada. Ofendes al Alfa, a su compañera y a nosotros. No pareces arrepentido y no intentas conseguir que te perdonemos.
El celular empezó a vibrar en mi bolsillo, interrumpiendo nuestra conversación. Me levanté, me puse el cigarro a medio fumar en los labios y le hice una señal al lobo para que me siguiera hasta la entrada. El chico de siempre nos entregó las pizzas, un poco incómodo, pero ya sin parecer a punto de cagarse en los pantalones. Le pagué en efectivo, sustituyendo el dinero por la pila de pizzas, y cerré la puerta en su cara. Esta vez me las llevé a de vuelta a la sala de descanso y comí un pedazo caliente mientras ignoraba el ruido de tripas rugiendo de Ollie; quien en un momento puso una mala excusa y se fue al baño para no verme comer y huir de aquel delicioso aroma.
—Podes tirar el resto —le dije cuando volvió con los labios mojados, puede que después de intentarse llenar el estómago vacío con agua.
Esta vez no puso excusas, no se quejó ni emitió ningún gruñido. Agarro la pila de pizzas y la tarjeta magnética y se las llevó. Volvió un cuarto de hora después, con restos de grasa en el borde de los labios y la barriga más abultada bajo el jersey fino. Se reunió conmigo en conserjería mientras jugaba al celular y se sentó en una de las sillas de plástico, en la esquina más alejada, para cruzarse de brazos.
—Te traje el café —le señalé hacia la mesa donde se lo había puesto sin si quiera mirarle.
—Sí… gracias —me dijo, levantándose para ir a buscarlo.
Le dio un par de sorbos y recostó la cabeza contra la pared, cerrando los ojos y suspirando. Negué con la cabeza y seguí a lo mío. No hablamos mucho más hasta que terminó mi turno y nos despedimos a media altura de la calle, cuando fui hacia mi moto nueva y salí disparado en dirección a casa. Me encontré a Roier desnudo en el sofá, recostado con las piernas abiertas mientras se rascaba la pansa. Nada más verlo se me escapó un gruñido bajo y me acerqué para inclinarme y darle un beso en los labios. El lobo ronroneó y después empezó a gruñir cuando mis manos recorrieron su pecho, directas a su entrepierna.
—¿Ollie comió ayer? —me preguntó al día siguiente.
Terminé de secarle la espalda y le di una nalgada para que fuera a vestirse. Aquella mañana de domingo, tras un buen sexo y retozar en la cama, le había afeitado y le había obligado a acompañarme a la ducha, asegurándome de que usara el champú y el jabón. Mi lobo siempre decía: «Mucho olor a Roier. Bien», pero cuando el pelo ya se le estaba empezando a poner grasos, era el momento de lavarse a fondo.
—Sí.
Roier gruñó y apretó los puños en alto como si lo celebrara. Después de ponerse una camisa de asas blanca y un pantalón negro, fue por el celular en la cocina para comunicárselo al Alfa. Todavía estaba hablando con él cuando llegamos a la calle con un aroma a humedad y una fina lluvia de finales de verano.
—Sí. Spreen… —me miró y frunció un poco el ceño—. Quizá pueda dar de comer a Ollie hoy también… —lo miré un par de segundos, me llevé el cigarrillo a los labios y volví a girar el rostro sin decir nada. Mi lobo ya me conocía lo suficiente para saber lo que eso significaba—. Spreen puede volver a darle de comer hoy —le aseguró con un tono orgulloso y el pecho henchido—. Que vaya a trabajo de Spreen.
—No, al trabajo hoy no —negué—. Iré a verlo yo. Que lo mande a la tienda de caramelos.
—Spreen irá a verlo a la tienda de caramelos —le comunicó—. Sí. Bien — y colgó antes de decirme—. Manada está muy agradecida por lo que Spreen está haciendo por Ollie.
—Qué bien… —murmuré no demasiado ilusionado. En lo que a mí respectaba, todavía seguía en el exilio. Todo aquello era un pequeño favor que le estaba haciendo a Roier y al propio Ollie.
Nos detuvimos en la cafetería, desayunamos tranquilamente y nos fuimos a la tienda de comida, donde le pedí un par de chuletas más a mayores y el ticket de compra. El lobo gruñó con mucho interés al ver el tupper extra.
—Es para Ollie —anuncié antes de que se hiciera ilusiones. Entonces gruñó por lo bajo a forma de queja y giró el rostro.
La última parada fue una farmacia, donde nos miraron como si acabara de entrar el mismísimo satanás; abrieron mucho los ojos y las conversaciones se interrumpieron. Pasé directamente al principio de la cola, ya que nadie nos lo impidió, y pedí una caja de sobres de vitaminas. La farmacéutica, una mujer mayor de gafas finas, balbuceó algo con sus labios pintados y terminó por asentir, yendo a buscar la caja. Pagué en efectivo y me llevé el ticket para doblarlo junto con el de la tienda de comida. Ahora que no lo pagaba yo, no me importaba comprar esas tonterías. De vuelta a casa Roier dejó todas las bolsas encima de la barra de bar y se sentó a la espera de que le desenvolviera la comida y le pusiera la cerveza de medio litro. Mientras devoraba su bandeja de pavo con arroz y guisantes, preparé las vitaminas en una botella y las mezclé bien.
—A Roier le gusta más el de color morado —anunció el lobo sin terminar de tragar.
—Esto tampoco es para vos.
Al caer la noche y tras una tarde bastante fresca y agradable, Roier agarro su cubo de tupper y se acercó a acariciarme el pelo con su rostro antes de decirme:
—Roier se va.
—Pásala bien, capo —me despedí, sin girarme de cara a la puerta de emergencias donde fumaba.
Como aquella noche no tenía que trabajar, no tuve prisa por salir de casa y llegar a la tienda de caramelos, donde me encontré con Ollie sentado al otro lado de la mesa. Pareció sorprendido de verme y arqueó ambas cejas, pero solo un momento antes de fruncirlas, dejar el bolígrafo a un lado y recostarse en la silla mientras se cruzaba de brazos.
—¿Qué haces aquí, Spreen?
—Pasaba por aquí cerca y vine a saludar —respondí, dejando sobre la mesa el cubo con las costillas y la botella de litro y medio con vitaminas.
—¿No se supone que trabajas tanto que no tienes tiempo para nada más? Eso es lo que dices cuando la Manada te invita a las fiestas.
No me esperaba aquella respuesta cortante, así que le dediqué una mirada seca y con un tono grave y firme, le aseguré:
—La Manada no me invita a las fiestas.
—Te invitó a la última.
Arqueé una ceja y abrí el tupper, lo suficiente para que saliera un olor a carne churruscada.
—¿Y cómo sabes que dije eso?
—El Alfa se lo dijo a Roier durante la cena. La Manada había vuelto a ser buena contigo y tú habías vuelto a despreciarnos.
Apreté los dientes y los puños, pero me obligué a relajarme y no agarrar el cubo y la botella y largarme de allí. Después Carola quería que no me comportara como un idiota, cuando era él el único pelotudo rencoroso e hijo de puta de los dos.
—¿Te molesta que haya venido, Ollie? —le pregunté, apartándome de la mesa para ir a buscar una de las sillas que había a un lado, junto el escaparate de golosinas de hacía cien años.
—No estoy seguro de que puedas estar aquí, Spreen.
—Llama a Carola y pregúntale.
—Es mejor que te vayas —concluyó, mirándome por el borde de los ojos a forma de advertencia. De una forma muy poco sutil, rodeó la libreta en el escritorio para que yo no pudiera mirar lo que había escrito.
—Muy bien —le dije—. Solo iba a cenar con vos y charlar un poco, pero me iré.
Dejé la silla en su sitio y fui directo a la puerta, sacándome un cigarro de camino.
—Te olvidas el tupp… —no conseguí escuchar el final de esa frase porque ya estaba fuera y había cerrado la puerta de un golpe seco.
Giré en la primer callejón que encontré, escondiéndome antes de que el lobo pudiera seguirme con el cubo de costillas entre las manos. Miró de un lado a otro, buscándome, pero, como no me encontró, negó con la cabeza y volvió al interior. Me terminé el cigarrillo tranquilamente, soltando el humo al cielo nublado y oscuro de la noche, con la espalda apoyada en la sucia pared de ladrillos mientras pensaba en que debería dejar de ser pelotudo y mandar todo a la mierda. Cuando terminé, tiré la colilla al suelo, solté la última bocanada de humo y me moví a la calle de enfrente. Escondido tras una furgoneta de repartos aparcada allí, vigilé al lobo. Por entre los anuncios de gominolas, gastados y comidos por el tiempo y el sol, se podía ver parte del interior. Veía la mitad de Ollie, sentado tras la mesa y con el tupper a un lado. Se removía inquieto y fruncía el ceño, se pasaba la mano por el pelo y resoplaba. No paraba de echar rápidos vistazos al cubo y apretar los dientes. Estuvo así casi media hora, hasta que, finalmente, agarró el enorme tupper y lo abrió de un tirón para devorar la primera costilla que encontró. Entonces cerró los ojos y casi se pudo percibir el puro placer en su rostro. Rolló el primer hueso en apenas segundos y fue por el siguiente, y continuó así hasta que empezó a masticar más lentamente, a mirar al frente y a detenerse a respirar entre mordida y mordida. Era uno de los cubos de Roier con cuatro costillares de ternera enteros, así que se trataba de mucha comida, incluso para un lobo.
Ollie miró la botella de vitaminas y, sin parar de masticar, extendió la mano empapada en grasa para abrirla y beber casi la mitad de una sentada. Entonces eructo y se rindió, recostándose con la barriga más abultada de lo que la había tenido en mucho tiempo. Respiró mucho, cerró los ojos y suspiró. Dejé de grabarle en ese momento, porque ya tenía todo lo que necesitaba. Le envié los quince minutos del lobo comiendo al número «Hitler Lobo» y guardé el celular para salir caminando tranquilamente hacia la moto.
Roier llegó a casa temprano, solo dos horas después de que hubiera llegado yo. Vino a saludarme al sofá y se tiró a mi lado antes de quitarse el pantalón de chándal usando solo las piernas y a tirones. Gruñó para que le hiciera caso y le acariciara el pelo y la barriga y volvió a gruñir porque el programa que estaba viendo no le gustaba. Le dije un sutil: «te jodes y esperas» y no le dejé cambiar de canal hasta que terminó. En algún punto, mis caricias se volvieron un poco más intensas y necesitadas. Agarre una buena bocada de aire a al altura de su cuello y cerré los ojos con un gemido de intenso placer. Roier gruñó y movió el rostro hacia el mío acariciándome la mejilla lentamente antes de mirarme a los ojos. Él era un soldado siempre preparado para la guerra.
A la tarde siguiente, un lunes templado y no demasiado prometedor, fui a hacerme un café templado y a fumarme un cigarrillo en la puerta de emergencia, esquivando las putas tablas y herramientas que el lobo tenía por allí de esa «mesilla» que me iba a armar. Al terminar, volví a la habitación y le dije a Roier:
—O te alistas o me voy sin vos.
El lobo entreabrió los ojos, gruñó a forma de queja, se frotó el rostro y se movió adormilado y quejándose de camino al baño. Volvió bostezando de una forma ruidosa y abriendo mucho su enorme boca de colmillos anchos, se detuvo frente el armario y no se preocupó demasiado de qué era lo que iba a ponerse; él solo llegaba allí y agarraba lo primero a su alcance. Cuando estuvimos preparados, salimos por la puerta para sumergirnos en una calle fresca y calmada, caminando en silencio hasta la cafetería. Le pedí lo mismo al mismo camarero de siempre y nos lo llevamos a nuestro sitio apartado. Como si fuera parte del horario, el celular comenzó a vibrar en mis pantalones y lo saqué mientras masticaba mi sándwich vegetal para entregárselo al lobo.
—Aquí Roier —respondió antes de lamerse las comisuras de los labios manchadas de leche templada—. Sí. Roier se encarga. Bien —y entonces me miró—. Sí, creo que a Spreen no le importaría.
Dejé el sándwich sobre el plato y me froté las manos para quitarme las migas.
—¿Qué no me importaría? —quise saber.
—Ayudar a Ollie y darle de comer cada noche.
Sin decir nada, bebí un trago de mi café solo y me levanté de mi sitio para dar un paso hacia el lobo. Pasé una mano por sus enormes hombros le rodeé el cuello, pegándome a él y, lo más importante, al celular.
—¿Sabes lo que me dijo ayer Ollie, Roier? —le pregunté—. Que Carola te había humillado en la última cena porque yo tengo que trabajar mucho y no tengo tiempo para nada más. Lo dijo delante de todos y yo pensé: no, no me creo que Carola fuera tan hijo de puta. Ese no es el típico comportamiento de pelotudo resentido y vengativo que me espero de él… Pero eso fue lo que Ollie me dijo.
Roier me miraba por el borde de los ojos con una expresión entristecida y preocupada. Él trataba de ocultarme aquellas cosas, quizá para no hacerme daño, quizá para que no me enfadara y tomara represalias contra la Manada.
—Roier —se oyó la voz grave y serena del Alfa a través del celular, el cual había oído todo lo que yo había dicho porque me había asegurado de ello—, ya te he pedido perdón por eso, pero sabes que volveré a hacerlo cuanto sea necesario.
—No. Roier sabe que Carola se arrepiente —dijo mi lobo, bajando al mirada a su vaso de leche a medio beber.
—Dile a Spreen que, lo que está haciendo por Ollie, es muy importante para nosotros. He visto el vídeo que me envió y no creo que el pobre haya comido tanto desde hace meses. Sé que Spreen trabaja y que es un riesgo tener a Ollie allí con él, pero si pudiera continuar alimentándole de una forma regular, la Manada estaría muy agradecida con él.
Roier envaró la espalda y giró el rostro rápidamente hacia mí, quedándose a solo un par de centímetros y mirándome con sus ojos cafés de bordes ambar, bordeados de esas pestañas tan negras y densas. Algo de lo que había dicho Carola había llamado mucho su atención, pero yo sabía que aquellas solo eran más promesas vacías. Cuando Ollie estuviera recuperado, el Alfa me pediría otra cosa, y otra después de esa, mientras seguían sin considerarme un compañero ni invitarme a las celebraciones de la Manada. Así que terminé negando con la cabeza para que Roier lo viera. El lobo gimió de una forma aguda y lastimera por lo bajo, poniendo una expresión entristecida.
—No voy a estar dando de comer a un lobo que me desprecia, Roier — le dije, a él y al Alfa, en una frase que se podía interpretar de dos formas: hacia Ollie y hacia el propio Carola.
Antes de poder escuchar la respuesta del Alfa, volví a mi sitio y me dejé caer sobre la silla, agarrando mi sándwich para seguir comiéndolo tranquilamente.
—Sí… —respondió Roier al celular—. De acuerdo.
Dejó el celular y me lo entregó, con la misma cara de perrito triste de antes. Que se pusiera como quisiera, porque yo ya estaba harto. Había sido un error ceder a aquello y había sido un error darles a entender a la Manada y a Carola que yo seguía haciendo mierda por ellos aunque después me escupieran a la cara. Tuve que aguantar los gimoteos de Roier durante toda la tarde, pero mi rabia e indignación me mantuvieron fuerte y, antes de salir a trabajar, le di a mi lobo un buen motivo para gruñir y gemir.
Al llegar al trabajo me esperaba una lista más larga de cosas, como cada lunes a la noche. Al parecer, la gente volvía del fin de semana con ganas de quejarse y romper mierdas que después yo tenía que arreglar. Mientras revisaba el interruptor de un pequeño almacén de material de oficina de la tercera planta, recibí una llamada. Solo por costumbre, saqué el teléfono y miré el número. «Hambriento Ollie». Fruncí el ceño y lo volvía dejar en el bolsillo. En apenas un par de minutos después, volvió a llamar; y estuve muy tentado en no responder, pero terminé por sacarme la linterna de entre los dientes y preguntarle:
—¿Qué queres?
—Estoy en la puerta, Spreen —me dijo.
—¿Y por qué mierda estás en la puerta? —quise saber.
—He… venido a vigilarte —respondió con un tono un poco confundido, como si fuera evidente y no entendiera de qué estaba yo tan sorprendido.
—¿Te mando Carola? —pregunté con un tono peligroso y poniendo una expresión de profundo desprecio.
—Supongo.
—¿Supones?
—No lo sé, Spreen. Quackity ordenó que viniera y aquí estoy —concluyó el lobo, cansado ya de mis preguntas y dudas—. Si no te gusta, me voy.
Me quedé en silencio, me levanté del suelo donde estaba arrodillado y me quedé mirando las resmas de papel de la estantería, alumbradas por la luz amarillenta y enfocada de la linterna. Puede que el Beta no supiera que me había negado a seguir cuidando de Ollie, o puede que me estuviera pidiendo aquello como un favor personal. Pero como no quise arriesgarme a negárselo, terminé diciendo:
—Bajo ahora.
Ollie me estaba esperando en la entrada, con una chaqueta fina y una camisa interior a medio desabotonar que mostraba gran parte de sus pectorales cubiertos por una fina capa de pelo negro, pero no tan abundante como la de otros lobos. Pasé la tarjeta magnética por el lector y le abrí la puerta. El lobo cruzó, trayendo consigo el aroma de la noche fresca y un cubo de tupper limpio bajo el brazo.
—Te lo olvidaste ayer en la tienda —me explicó al notar mi mirada curiosa y mi ceño fruncido—. Como no volviste a por él, tiré la comida a la basura y lo limpié.
—Ah… —murmuré, como si le creyera—. Hiciste bien —asentí antes de girarme y hacerle una señal para que me siguiera de vuelta a la tercera planta.
Por entonces yo seguía convencido de que darle de comer a escondidas no iba a resolver nada, por eso intentaba hablar con él. Todas las preguntas que le hacía o las cosas que le decía en nuestras conversaciones nocturnas, no eran algo aleatorio o sin sentido. Yo tenía una amplia experiencia con psicólogos y psiquiatras, como ya saben, y la mayoría de ellos hacía siempre las mismas preguntas: ¿Por qué estás enfadado, Spreen? ¿Por qué odias a todos, Spreen? ¿Qué es lo que crees que intentas ahogar con el alcohol y las drogas, Spreen? Ese tipo de cosas. Preguntas estúpidas con las que intentaban que yo reflexionara sobre mi vida y mis sentimientos y todo lo que me había llevado a un comportamiento autodestructivo y agresivo, como el que Ollie estaba desarrollando en aquel momento.
La clave era no decirle directamente lo que pensabas: Daisy es una hija de puta y te está haciendo mucho daño. No. A esa deducción tenía que llegar Ollie por sí mismo. Levantarse una mañana y decirse: esta persona me está haciendo daño y no se merece mi amor ni mi fidelidad. Eso era lo que yo intentaba que pasara. Por desgracia, subestimé mucho la capacidad de los lobos para querer a alguien y las consecuencias que tendría todo aquello.
Aún así, Ollie me dio las gracias y me dijo que aquellas noches conmigo le habían ayudado mucho. Que Roier tenía mucha suerte de tenerme. Lo puso en la carta que escribió el día que se suicidó. Su funeral fue el primer evento de la Manada al que pude ir.
Chapter 49: EL DOCTOR LOBO: TIENE MUCHOS RECURSOS
Chapter Text
Ollie volvió durante toda la semana, enviado cada día por Quackity el Beta Pecoso quien, al parecer, se encargaba de la distribución del trabajo entre los Machos Comunes. Eso me lo dijo Roier el lunes, cuando llegué a casa y me detuve de brazos cruzados al lado del sofá con una mirada seria.
—Ollie vino hoy. ¿Lo envió Carola?
Quizá fuera el tono de mi voz o mi expresión de asesino en serie, pero el lobo se puso en guardia, arqueando la espalda y con los ojos muy abiertos, preparado para salir de un salto y escapar si fuera necesario.
—No. Roier estuvo con Alfa toda la noche —me aseguró en un tono bajo y cuidadoso.
Solté un murmullo y miré el ventanal repleto de plantas frente a mí, por un momento hasta casi había deseado que hubiera sido Carola, solo para terminar en seco con todo aquello y tener una buena excusa para mandarlos a la mierda. Pero, como había dicho Ollie, era Quackity el que le seguía enviándole noche tras noche a mi trabajo.
Aun así, tener al lobo allí era una carga enorme para mí. No porque Ollie fuera insoportable y desagradable conmigo, ya que desde aquel domingo no había vuelto a intentar hablar con él ni nada que se le pareciera. Ya le había dado bastantes oportunidades, y Ollie seguía tratándome como a un paria al que, por desgracia, tenía que venir a vigilar.
—Ahora estás muy callado, Spreen —me dijo el miércoles, sentado en su sitio a lo lejos y dando vueltas a su taza de café entre los dedos de forma distraída—. ¿Ya te has cansado de hacerme preguntas y esas cosas?
—Estoy muy ocupado trabajando. No tengo tiempo para nada más… — respondí, fumando otra calada de mi cigarrillo mientras jugaba al celular.
El lobo apretó la comisura de los labios con incomodidad y soltó un gruñido bajo. Si ahora Ollie había cambiado de idea y quería conversar un poco pero no se atrevía a hacerlo, no era mi problema. Yo me limitaba a planear estúpidas excusas y tonterías para que se bebiera la botella de vitaminas y se llevara los tuppers que compraba para él. Hacerle beber las botellas de vitaminas resultó sencillo, porque era «solo agua con sabores».
Así como podía beberse los cafés a los que le invitaba, podía beberse las botellas que le preparaba.
—¿Qué es? —me preguntó después de abrir el tapón y olisquear el contenido.
—Bebo mucha Coca-cola y Red Bull, pensé que si compraba polvos de sabores, conseguiría beber más agua; pero no me gustan.
—¿Para que los preparas, entonces? —insistió, dando un pequeño sorbo y paladeándolo un poco antes de dar uno más largo.
—Quizá uno de los sabores me acabe gustando.
—No está mal —concluyó, mirando la botella de líquido azulado—, aunque el de frutos rojos era mejor. Este sabe muy dulce.
—Probaremos todos los sabores de la caja, no te preocupes… —le aseguré.
Esa fue la parte fácil, la parte difícil fue darle comida que no viniera en una caja con el logo de «Pizzería Pullinni». Hacerle «tirar a la basura» pizzas eran una cosa, pero llevarse un cubo de tupper como los que se comía Roier era otra muy diferente.
—Tira esto a la basura y me lo traes mañana limpio —le dije la noche del martes, entregándole el cubo con arroz, pollo y verdura.
—¿Vas a tirar esto también? ¿Por qué? —preguntó con el ceño muy fruncido—. Ni siquiera lo has abierto.
—A veces compro de más y me lo traigo para cenar, pero no tengo hambre y lo tiro.
—Pues dáselo mañana a Roier —negó, apartando el tupper de él.
—Esta comida tiene demasiada salsa de carne, mañana estará fría y condensada. Roier no se la va a querer comer.
—Roier se come cualquier cosa —me aseguró él, agachando la cabeza para mirarme por el borde superior de los ojos. Ollie sospechaba de mí, pero no podía estar seguro del todo porque yo no le había dicho que se lo comiera.
—Ya no —sentencié con tono duro, sin dudar en enfrentarme a él.
—Con toda la comida que tiras, no me extraña que tengas que trabajar tanto, Spreen —murmuró.
—Dónde y cómo gaste mi puto dinero, no es asunto tuyo —le dejé bien claro, porque aquello me había tocado los huevos—. Si no me queres hacer el favor de tirarla, ya lo hago yo mismo.
Fui hacia uno de los contenedores y arrojé el cubo de comida produciendo un fuerte alboroto por la fuerza con lo que lo había tirado al interior. Ollie miró todo esto con una expresión de sorpresa, siguiéndome con la mirada mientras iba hasta mi moto, me ponía el casco y apretaba el acelerador con un rugido que llenó la noche. Al día siguiente, cuando a la salida le ofrecí el tupper con pavo a la brasa, el lobo lo agarro entre las manos y lo miró un par de segundos antes de murmurar:
—Si te sobra tanta comida, puedo llevarla al Refugio para los Machos Solteros y los Lobatos.
—¡No! —me negué en rotundo—. ¡No compro comida para dársela a los putos Lobatos! Y si descubro que la llevas allá, vos y yo vamos a tener un problema muy grande, Ollie.
El lobo me miró y, tras un momento, asintió. El odio que yo y los Lobatos nos procesábamos no era ningún secreto en la Manada. Me fui antes de que pudiera devolverme el tupper, hasta que a la noche siguiente lo trajo limpio y vacío. No podía estar seguro de que realmente se los estuviera comiendo, pero no podía hacer nada más.
El jueves le llevé conmigo a hacer las tareas y después le invité a otra botella de agua de sabores mientras fumaba en la sala de descanso. Esta era de sabor tropical y parecía agradarle bastante, porque bebió bastantes tragos seguidos y después jadeó antes de relamerse. Como todos los jueves, recibí un aviso de que alguien llamaba a la puerta y fui a abrir. Ollie se incorporó de un salto y miró hacia la salida con atención, mirándome a mí de vuelta para saber si yo estaba tan sorprendido y preocupado como él.
—Es el de las máquinas expendedoras —le dije con un gesto de la mano —. Tranquilo.
—¿Me escondo arriba?
—Meh… —me encogí de hombros y seguí mi camino—. Podes quedarte si queres.
Recibí a Jhon, que desde el primer instante empezó su cháchara sobre lo fresco que se había puesto el tiempo y que ahora tenía que ponerse su chaqueta del trabajo, la cual odiaba porque tenía los bolsillo demasiado pequeños y a él le gustaba poder guardar varias cosas allí. Le seguí a la sala de descanso todavía fumando mi cigarro y asintiendo de vez en cuando. En el momento en el que el reponedor entró y se encontró con el lobo a un lado, se detuvo en seco y se calló.
—Vaya, no… sabía que tenías compañía, Spreen —me dijo, cubriendo su nerviosismo con una sonrisa.
—Sí, es Ollie. Un amigo —le expliqué sin darle importancia—. Vino a hacerme una visita, no te preocupes por él.
A Jhon le costó continuar a lo suyo, caminando despacio hacia las máquinas y llegando a dudar en si abrir o no las puertas. Además de reponer los productos también tenía que llevarse el dinero, quizá temiera que el enorme lobo que le miraba atentamente desde la esquina le atracara.
—Dime, Jhon ¿ya sabes por qué el coche hacía ese ruido tan raro? —le pregunté, sentando en mi sitio de siempre—. ¿Y qué tal el pequeño Bigotes?
—Ah, sí. Eh… resulta que el coche tenía una avería en el… —y cuando agarro de nuevo marcha, no se detuvo.
Hubo un intenso momento de duda en cuando agarro las bolsas de dinero y las metió en las cajas vacías que llevaba en su carretilla. Lo hizo rápido y sin mirar a nadie, como si creyera que el lobo iba a cometer el atraco del siglo y le iba a robar setenta dólares en billetes de uno y cinco. Se apresuró a la salida y le acompañé para abrirle la puerta. No hizo referencia alguna a Ollie ni cuando estuvimos a solas, solo se despidió como siempre hacia y se fue.
—No volveré a decir que Roy habla mucho —me aseguró el lobo cuando regresé a la sala de descanso.
—No conozco a Roy —murmuré, sentándome de vuelta en mi sitio para terminarme la Coca-cola.
—Es un Macho de la Manada, también tiene compañera, Amber —me explicó.
—Ahm… —asentí—. Solo conozco a los Machos Solteros que iban al Luna Llena, además de a Carola y Aroyitt.
—Estábamos todos juntos en la bolera, en una de las pistas, quizá nos vieras al fondo con…
—Ollie —le interrumpí, apartando un momento la mirada del celular—. Sabes que esa noche no miré a nadie.
El lobo terminó por asentir y darse por vencido en su explicación. El viernes llegó incluso antes que yo al edificio, pero porque yo llegaba tarde después de un buen revolcón de última hora con Roier. Uno que me había dejado muy calmado y relajado. Saludé a Ollie con un movimiento de cabeza y pasé la tarjeta magnética por el lector. El lobo, con las manos en los bolsillos de su vaquero corto, resopló y apartó el rostro antes de arquear una ceja.
—Joder, Roier… —le oí farfullar por lo bajo.
—¿Algún problema, Ollie? —pregunté, cruzando la entrada.
—No, ninguno…
Solté un murmullo y entré en conserjería, dejando el cubo de tupper y la botella antes de quitarme mi chaqueta negra para dejarla dentro de la taquilla junto con mi pantalones cortos. Ollie apartó la mirada y se quedó de brazos cruzados al lado de la puerta. Por el rabillo de los ojos, vi una elevación en sus pantalones baqueros, un bulto más firme y con más forma del que solía haber allí. Chasqueé la lengua y negué con la cabeza.
—¿Daisy está de viaje o algo? —le pregunté, metiéndome las perneras del mono por los pies.
—¿Por qué? —gruñó Ollie, dedicándome la misma expresión seria y molesta que siempre ponía cuando hablaba de su compañera.
—Por eso —hice un gesto de cabeza hacia el grueso bulto en su entrepierna.
El lobo tomo airé e infló el pecho, sin avergonzarse de su erección.
—Hueles mucho a sexo y el Celo se acerca. Esto es totalmente normal, no es culpa de Daisy.
—Ah… —asentí.
—Además, tú no eres exactamente mi tipo de humano, Spreen —añadió.
Terminé de subirme el mono y metí las manos por las mangas, mirando fijamente los ojos de una amarillo pálido del lobo. No me tomé su comentario a malas, porque yo no me había dado por aludido cuando había visto que el lobo se había puesto duro. Como él había dicho, era algo normal. El olor de excitación de otro Macho era contagioso, por eso en el Luna Llena andaban todos como putos adolescentes salidos y tenían varias relaciones en solo una noche. Fuera de allí, normalmente los lobos adultos eran capaces de soportarlo, pero que estuviéramos a apenas tres semanas del Celo, no ayudaba en nada.
—¿Crees que no me hubieras llevado a los baños si te llego a encontrar en el Luna Llena una noche, Ollie? —le pregunté, cerrando la taquilla para agarrar la lista de tareas que había encima y leer lo que tocaba hacer.
—No —me aseguró.
—Ollie… —repetí sin apartar la mirada de la hoja.
—No, Spreen —insistió—. Eres muy guapo, pero los humanos rebeldes y difíciles no son lo mío.
— Te lo hubieras perdido —me encogí de hombros y dejé la hoja en su sitio antes de hacerle una señal para que se apartara de la puerta y me acompañara a por la pulidora—. Somos los más divertidos.
Ollie soltó un bufido, pero esta vez acompañado de una sonrisa fina y despreocupada. Me ayudó a cargar la máquina e incluso con el cable, para que no se enrollara mientras sacaba brillo a la entrada. Cuando terminamos con todo, le di la botella de vitaminas al lobo y me acompañó a la sala de descanso. Me saqué una Coca-cola y me fumé un cigarrillo, observándole discretamente en su esquina. Ollie bebía de la botella de vez en cuando, mirando el celular entre sus piernas de forma distraída. Quizá sí se estuviera comiendo los tuppers, porque parecía mejor que antes. Su pelo había recuperado el brillo y el tono oscuro, ya no era tan quebradizo. Las ojeras seguían allí, pero el tono de su piel había recuperado la vida y se notaba que ya no estaba tan cansado e irritable como antes.
—Te noto mucho mejor, Ollie —le dije—. ¿Algo cambió?
El lobo terminó de beber el último trago de la botella y me miró antes de limpiarse la boca con la mano.
—No. Estoy como siempre.
—La semana pasada parecías a punto de desmayarte y estabas muy enfadado —le recordé—. Pero esta semana sos el lobo calmado y bueno del que me habían hablado.
—Nada ha cambiado, Spreen —declaró con más fuerza.
—Ah… entonces quizá sea solo que ya no te enoja venir a vigilarme — me encogí de hombros y volví la vista al celular, soltando el humo en la misma dirección.
Ollie gruñó por lo bajo y también bajó la mirada a su celular.
—Ya no me importa venir aquí —murmuró—. No es tan malo.
Asentí y seguimos en silencio. Cuando el turno se terminó, se llevó su tupper y me dio las buenas noches antes de girarse hacia su todoterreno aparcado al otro lado de la calle. Roier ya me esperaba en casa, tumbado en el sofá y con la camiseta de asas puesta, así que no debía llevar mucho tiempo allí. Me acerqué a darle su caricia y el lobo ronroneó con una sonrisa. Le habían cortado ya el pelo y la mata de mechones largos había desaparecido, afilando y endureciendo los rasgos de Roier. Lo miré un momento y después me incliné hacia sus labios.
—Mierda, que sexy estás cuando pareces un puto mafioso… —murmuré antes de besarlo. El lobo gruñó, pero esta vez porque sabía que «Spreen iba a necesitar mucho a su Macho».
La semana se me había pasado rápido. No durante su transcurso, pero de pronto me di cuenta de que ya era sábado de nuevo y se me ocurrió revisar el correo durante el desayuno, solo para asegurarme de que esa tarde no tuviera que salir corriendo de casa. Solté un bajo: «A la mierda…» y arqueé las cejas al comprobar que tenía siete alumnos que me habían pagado los ochenta dólares, lo que eran quinientos sesenta dólares por hacer prácticamente nada. Roier me miró al otro lado de la mesa, con su enorme vaso de leche vacío y las comisuras de sus labios manchadas de blanco. Emitió un gruñidito curioso y lo miré.
—Ya cobre este mes —le expliqué, lo que era cierto—. ¿Qué te parece si nos damos un capricho, pasamos por una tienda y compramos algo de ropa buena?
—Roier ya tiene mucha ropa.
Dejé el celular en el bolsillo y le di el último trago al café solo.
—¿Qué te parece si vamos a una tienda, me compro algo que me guste y después nos pasamos por un invernadero y elegís las plantas que queres para la casa?
El lobo emitió un sonido agudo de interés y se puso muy recto en su asiento mientras sonreía como un estúpido niño en navidad. Verlo ilusionado con la idea me hizo bastante feliz, aunque no fuera algo que se pudiera entrever en mi rostro. Así que, como le había prometido, primero nos pasamos por una tienda de ropa deportiva, donde me compré un pantalón de Nike que me quedaba como un puto guante, una gorra nueva de setenta dólares y unos pantalones de baloncesto rojos y negros. Como siempre pasaba, no tardaron ni un minuto en venir a molestarnos para decirnos sutilmente que nos fuéramos, al negarme, llamaron a seguridad, que nos siguieron de un lado a otro para asegurarse de que no robábamos nada; todo terminó cuando llegamos a la caja y pagué ciento noventa dólares sin inmutarme. Entonces todo fueron sonrisas y «muchas gracias por venir».
En el invernadero pasó algo parecido. Un matrimonio muy nervioso nos miraba sin parar, hasta que el hombre mayor reunió el valor suficiente para acercarse y preguntarnos:
—¿Necesitáis ayuda, chicos?
—Sí, mi lobo no se decide entre esta y esta planta —le expliqué, señalando las dos grandes macetas que Roier miraba mientras gruñía por lo bajo.
—Eh… emh… —el hombre tardó un momento en reaccionar, quizá esperándose que le mandara a la mierda y empezara a romper sus bonitas estanterías repletas de plantas—. De… depende de dónde la vayas a poner. Ambas son de interior, pero la monstera necesita menos luz que la yucca.
—Roier ya sabe cómo se cuidan, lo que no sabe es cuál elegir —se quejó.
Puse los ojos en blanco y negué con al cabeza antes de revisar la hora en el celular.
—Mira, llévate las dos y punto —concluí, girándome hacia el señor—. Cóbrame las dos plantas y un bote de fertilizante para agua.
—Cla… claro. ¿Necesitáis que se las…? —se detuvo cuando el lobo se agachó y agarro las dos macetas sin esfuerzo alguno entre sus grandes brazos.
—No. Ya podemos nosotros —respondí.
Regresamos a casa cuarenta minutos más tarde de lo habitual. Pusimos todas las bolsas en la cocina y el lobo se fue a colocar sus nuevas plantas antes de volver y sentarse directamente en el taburete.
—Roier hambre —anunció, como si yo no lo supiera.
Le puse su enorme bandeja de cerdo al horno y la cerveza de medio litro, me saqué un cigarrillo y fui a prepararme un café.
—Hoy tengo que ir antes al trabajo —le dije—. Te dejaré el tupper y le llevas esto a Quackity —señalé el envoltorio de regalo en el que me habían envuelto el pantalón de baloncesto y al que había añadido con rotulador permanente: «Para tu colección. Firmado: (dibujo de una pija)».
El lobo siguió mirándome y asintió con la boca llena de grasa y restos de carne. Cuando estuvo demasiado lleno, se limpió la boca y fue dando cortos y pesados pasos hasta el sofá para tirarse a mi lado y gruñir para que le diera caricias y atención. Empezó a roncar al minuto y poco, mientras yo le acariciaba el pelo con una mano y con la otra revisaba el celular. Mi impulso consumista se había llevado la mitad de lo que ganaría con la charla, pero, sinceramente, no le di importancia alguna. Yo no era de esas personas que ahorraran y pensaran en el futuro, yo era de esas personas que no habían tenido nada nunca y que querían disfrutar del dinero cuando lo tenían. Quizá a finales de mes me arrepintiera, pero no ahora.
No perdí el tiempo preparándome para la charla ni planeando lo que iba a decir, porque sería más o menos lo de la semana anterior. Así que me eché una pequeña siesta y desperté al lobo para hacerle una mamada y coger antes de tener que levantarme e ir a vestirme. De camino a la ducha me quedé parado y tuve una idea extraña. Apestar a lobo me había ayudado la semana pasada, aquellos cinco humanos habían entendido de una forma mucho más práctica a lo que yo me refería cuando hablaba del Olor a Macho y lo estúpidamente excitados que les iba a poner. Puede que a algunos les resultara desagradable al principio y creyeran que «no me había duchado en toda la semana», pero ninguno de los demás charlatanes y profesores de PIHL iba a llegar apestando a Macho como yo. Así que decidí no ducharme e irme a poner la ropa elegante directamente. Me peiné un poco, me puse las gafas falsas y la puta corbata. Cuando salí de la habitación Roier todavía seguía tumbado en el sofá, sudado y roncando, con los pantalones por los tobillos y la camiseta de asas manchada de mi corrida. No era una imagen demasiado elegante, pero era bastante común en nuestra Guarida.
Me despedí de él con un beso, murmurando «Spreen se va». El lobo entreabrió un poco los ojos y respondió sin apenas vocalizar: «Pásala bien».
Con una sonrisa, salí de casa y fui en busca de mi moto. Llegué un par de minutos tarde y entré en el edificio de la fundación como si mi tiempo valiera su peso en oro. Había otra persona diferente en conserjería, a la que saludé con una mano y una sonrisa tan falsa como mis gafas que borré al instante nada más pasar de largo. En el aula ya me esperaban los siete humanos, entre ellos, una de las mujeres de la semana anterior. Fue a la primera que miré y a la primera que le dije:
—Pensaste que era broma lo que les dije, fuiste a un Club de lobos y ahora estás tan excitada que podrías derretir un bloque de hielo entre las piernas.
La mujer se puso casi tan colorada como su pintalabios, bajando la mirada al pupitre antes de tratar de recomponerse con la poca dignidad que le quedaba.
—Bienvenidos —le dije al resto, apoyando la cadera en la mesa del profesor y cruzándome de brazos—. Soy el Doctor Lobo y les voy a explicar todo lo que necesitan saber para que un lobo los garche. Quizá no sea bonito, ni elegante, quizá lo hagan en un cubículo de unos baños sucios o en un callejón a oscuras contra un contenedor de basura; pero les aseguro que, aun así, va a ser el mejor sexo de sus putas vidas. Lo primero que tienen que tener claro es: nada de colonias, perfumes, desodorantes o suavizantes con aroma. Lo segundo que tienen que tener claro es que los lobos apestan a sudor, sobre todo sus axilas, su cuello, el centro de la espalda y su entrepierna —me levanté y empecé mi camino por entre los pupitres—. Es lo que se denomina Olor a Macho. Es esa peste que están oliendo ahora mismo en mí…
Terminada la media hora de explicaciones y consejos, comenzó la ronda de preguntas, donde los siete humanos se lanzaron a preguntarme las mismas cosas, o muy parecidas, a las que había oído en la primera charla a la que había asistido con Sylvee.
—El Celo es algo muy fuerte para los vírgenes como ustedes —le aseguré, ya que aquel era el tema central «¿cómo consigo que me elijan para el Celo?»—. Les aconsejo que primero prueben tener sexo con ellos antes de pasarse cuatro días cogiendo y sin poder ir ni a cagar. En caso de estar interesados y tener posibilidades, dedicaré unas clases especiales la primera semana de octubre, antes del Celo, para tratar el tema y explicarles lo perturbador que puede llegar a ser esa… aventura.
—O sea, que nos vas a cobrar más por explicarnos lo que hemos venido hoy a escuchar —concluyó un hombre calvo, gordo y de barba espesa que no se iba a comer ni una mierda de los lobos así rogara hasta quedarse sin voz.
—Hoy viniste a aprender cómo conseguir que un lobo te coja —le corregí.
—Pero yo quiero pasar el Celo con un lobo —insistió—. En las demás charlas es lo que te explican. Sabía que esta era más barata por algo…
—Muy bien —me encogí de hombros— Si queres escuchar a una mujer de mediana edad que le hizo una mamada a un Macho y se lo tragó y ahora se cree toda una puta experta en el tema, te recomiendo a la Doctora Lara Hollow. Ella te contará todos los clichés posibles con una sonrisa, te pondrá bonitas fotos y te invitará a un té con galletas mientras tanto. Si queres aprender la verdad: que un lobo te va a usar para desahogarse como si fueras un puto clínex y que vos vas a llorar de alegría por eso, podes quedarte.
El hombre se levantó, puso cara de asco mientras me miraba de arriba abajo y se fue dando un gran portazo.
—El dinero no es reembolsable —le advertí al resto tras un breve momento de silencio.
Como la primera vez, aquellos humanos salieron de allí más preocupados y confusos que felices. Su idea de aventurarse en el retorcido y sexual mundo de los lobos ya no les parecía tan tentadora y maravillosa. Quizá les dieran un par de vueltas a la idea y decidieran volver a casa, o quizá estuvieran tan decididos que irían a un Club y probarían suerte. Allí descubrirían que todo lo que yo les había dicho era cierto. Todo lo bueno y todo lo malo.
Podría decirse que me forjé una fama bastante oscura en la ciudad. Si querías aprender los básicos de los lobos y probar suerte, ibas a una de las charlas, cualquiera. Si querías coger a un Macho; ibas a ver al Doctor Lobo. Mi clases se convirtieron en algo así como «clases avanzadas» a las que venían clientes frustrados de los demás profesores porque decían que conmigo sí había resultados.
Cuando supe esto, doblé el precio.
Chapter 50: EL DOCTOR LOBO: TIENE MUCHA PACIENCIA
Chapter Text
Aquella mañana de domingo me desperté en un mar de calidez y Olor a Roier. A media noche había empezado a llover y el tiempo se había enfriado bastante, por lo que nos había tapado con una de las apestosas mantas del lobo antes de dormir. Lo que ocurría cuando hacía eso, era que la peste a Roier quedaba atrapada y se iba condensando a lo largo del sueño. Cuando me desperté, estaba tan sumergido en ella que solo me tomó una leve respiración para ponerme duro como un piedra y gemir de puro placer. Rodeé a mi lobo entre los brazos, o al menos lo intenté. Empecé a lamer su piel, allí donde era capaz, donde fuera, hasta llegar jadeando y con los labios empapados a su rostro. Roier gruñó de una forma grave y profunda, un sonido que reverberó en su pecho, antes de girarse y echarse sobre mí.
Fue un sexo increíble, aunque un poco más suave de lo que solíamos hacerlo. Solo me había hecho un par de moretones nuevos en la cadera y las muñecas y una nueva herida de dientes en el hombro. Durante la inflamación, el lobo me rodeó entre sus brazos y me atrajo hacia su cuerpo caliente y duro, frotándose el sudor en mi rostro y mi pelo mientras ronroneaba. Como era mi día de descanso, me quedé en la cama junto a él, acariciándole distraídamente el pelo corto con una mano y la espalda con la otra mientras miraba el techo en la penumbra y escuchaba la lluvia a lo lejos. Fue un momento muy agradable que se alargó durante toda una hora, hasta que el lobo se volvió a despertar y volvió a darme caricias y a ronronear.
—Roier quiere que Spreen se quede con su Macho todo el día en al cama —dijo en voz baja.
—No suena mal —confesé, girando un poco el rostro para darle un suave beso en la mejilla.
El lobo gruñó con placer y se removió como si la idea de aquel plan le emocionara. Me empezó a mordisquear el rostro y tiró de mí para arrastrarme por la cama y ponerme sobre él. Sonreí y le di otro beso en los labios. Yo creía que no sabía lo que era ser feliz, pero en ese momento debí acercarme muchísimo, porque me sentía muy a gusto y en calma, con mi lobo y un día entero de lluvia para descansar y no hacer nada.
Por desgracia, una vibración a lo lejos rompió el momento y levanté la cabeza, perdiendo al instante la sonrisa. Aquello no podía ser nada bueno. Roier gruñó con enfado, se quitó la manta, me apartó para poder levantarse y fue a por el celular con pasos largos y pesados. Lo seguí con la mirada, apoyando la cabeza en las manos tras la nuca y a la espera de descubrir a qué se debía aquella llamada tan temprana.
—Aquí Roier —le oí decir con un tono más cortante del habitual—. No… en cama con Spreen. No… no pasa nada. Sí —se quedó un buen rato en silencio, murmurando afirmaciones y asintiendo con la cabeza mientras miraba la barra de la cocina—. ¡Sí! ¡Roier irá con Spreen! Sí. De acuerdo — y colgó.
Roier regresó con una fina sonrisa en el rostro, cerró la puerta corredera de papel de arroz y se apresuró a entrar en la cama y cubrirse bajo la manta. Esperé a que dejará de ronronear, apretarse contra mí y acariciarme el rostro con el suyo para preguntar:
—¿A dónde mierda vas a ir con Spreen, exactamente?
El lobo se detuvo, me miró un momento con sus ojos cafés de bordes ambar y sonrió un poco más.
—Aroyitt hará una cena esta noche para que Ollie pueda comer. Irán algunos compañeros y Alfa dijo a Roier que Spreen podría venir. Roier le dijo que sí.
No tuve que decir nada, el lobo sabía muy bien lo que yo pensaba sobre eso.
—Irán pocos Machos, no Manada —añadió, como si eso fuera a hacerme cambiar de idea—. A Roier le haría feliz que Spreen viniera...
—Tengo que trabajar —le recordé.
Roier gimió y bajó la cabeza, quizá porque se había olvidado de aquel detalle. Chasqueé la lengua y miré al techo, empezando a mover el pie bajo la cama con cierta impaciencia.
—Te das cuenta de que solo me invitan a cenas de mierda, ¿verdad?
—Que inviten a Spreen es importante —murmuró el lobo a mi lado—. Acerca a Spreen a Manada. Quizá… algún día le inviten a fiesta de verdad.
—Quizá —repetí, pronunciando aquella palabra como si supiera amarga y desagradable en mi boca—. O quizá me pase años haciendo cosas por la Manada sin conseguir nada a cambio mientras otra nueva Daisy llega y le regalan todo.
Apreté los dientes con rabia y frustración y aparté la manta para levantarme de mala gana. Roier gimoteó por lo bajo y me siguió con la mirada. No respondí, solo fui al baño y cerré la puerta de un golpe seco que retumbó por toda la casa. Me di una buena ducha caliente, farfullando insultos y molesto por aquel círculo vicioso que no parecía tener fin y del que, creía, me había exiliado hacía tiempo. Me había prometido a mí mismo dejar de enfadarme, dejar de frustrarme e indignarme por la Manada; sin embargo, seguía cayendo una y otra vez en lo mismo. Salí veinte minutos después con una toalla alrededor de la cintura y el pelo mojado y alborotado. Roier ya estaba esperando totalmente vestido en el borde de la cama, dándole vueltas en el dedo a la anilla de las llaves del Jeep. Me miró con cuidado por el borde de los ojos y me preguntó en voz baja:
—¿Spreen quiere hacer recados?
No respondí al primer momento, mirando a mi lobo allí sentado, como lo había encontrado aquella noche antes de ir a la bolera. Tome aire por la nariz y aparté la cabeza a un lado antes de poner los ojos en blanco.
—Vayamos a desayunar —murmuré, dirigiéndome al armario.
Roier no se movió mientras me vestía, quedándose allí quieto como si fuera una de sus plantas. Mi lobo me conocía, sabía que debía tener cuidado y no dar pasos en falso con aquel tema tan delicado para mí. Cuando estuve listo, me acompañó de cerca hacia la calle y apresuró el paso bajo la lluvia para subir al Jeep negro. Yo no me di tanta prisa, abriendo la puerta del copiloto tranquilamente y sin importarme mojarme un poco. Roier agitó la cabeza como un perro y metió las llaves en el contacto mientras yo abría la ventana y me sacaba un cigarro del paquete. El lobo puso algo de música, como sabía que a mí me gustaba, y arrancó el coche para conducir bajo la fina lluvia de finales de verano. Yo miraba a un lado, hacia la calle mojada y la gente con paraguas, fumaba lentamente y seguía dándole vueltas a la puta invitación. Estaba seguro de que me merecía más que aquello, que me merecía que me trataran como a un compañero y se dejaran de pelotudeces y rencores, pero no estaba tan ciego e imbécil para no recordar las palabras de Quackity, las palabras que Roier también había sugerido: «Primero tienes que acercarte a la Manada, Spreen».
Cuando llegamos al boulevard donde estaba nuestra cafetería, tardamos veinte putos minutos en encontrar un sitio para aparcar. No solo era domingo, sino que además llovía y todos habían usado el coche para tomar un café de media tarde o meterse en las tiendas que llenaban la calle. Roier se impacientó y empezó a gruñir, apretando el volante y dedicando miradas asesinas y expresiones de odio a los conductores que no podían verlo ni escucharlo a través del cristal. Al salir de coche, todavía gruñía por lo bajo con cara de muy mal genio, asustando a los clientes de la cafetería que nos vieron entrar; pero se le pasó tras beberse su enorme vaso de leche templada y mirarme atentamente mientras me comía el sándwich vegetal y bebía mi café solo. Para cuando llegamos a la tienda de comida, ya era el lobo serio que siempre era en la calle y, después de atiborrarse con tres pollos enteros, se convirtió en el cerdo ronroneante que siempre era en casa.
Aquella tarde comenzó con su misión de adivinar «¿Qué tan enfadado estaba Spreen?». Empezó sentándose a mi lado tras la comida, recostándose y metiéndose la mano bajo el pantalón para rascarse el pelo del pubis. No se quedó dormido a los pocos minutos, como solía hacer, sino que se fue pegando más y más a mí hasta que se recostó y apoyó la cabeza en mi pierna. «Spreen no echa a Roier. Bien». Diez minutos después se atrevió a gruñir un poco, de forma distraída mientras miraba la televisión, como si fuera un ruido casual y no me estuviera pidiendo atención. Cuando coloqué la mano en su pecho caliente bajo la camiseta corta, ronroneó. «Spreen no está enfadado con Roier. Bien». Entonces se quedó dormido y empezó a roncar, sufriendo de vez en cuando espasmos musculares en la pierna y en los brazos. Yo también me quedé adormilado, con los párpados caídos y mirando la televisión hasta que el lobo se despertó. Se giró para ponerse boca arriba y mirarme el rostro y, todavía adormilado, empezó a gruñir de una forma más profunda y lenta, como si me estuviera advirtiendo que estaba preparado para el ataque. Agaché la cabeza para mirar sus ojos cafés rodeados de aquellas pestañas densas y oscuras. Roier gruñó más alto y movió la cadera para remarcar el grueso bulto que tiraba de la tela gris de su pantalon. Le eché una mirada por el borde de los ojos antes de volver a mirar su rostro. «Spreen está tan excitado como Roier. Bien».
Tome una bocanada de aire, llenándome los pulmones de Olor a Macho y feromonas, antes de alargar la mano para meterla debajo de su pantalón.
Roier ya estaba empapado, pero no tanto como cuando empecé a masturbarlo lentamente. El lobo apretó los dientes y gruñó más alto, en una mezcla de placer y queja. A Roier no le gustaba que lo masturbaran, bueno, no es que no le gustara, es que era un pedazo de boludo impaciente y siempre estaba desesperado por metérmela: en el culo o en la boca, pero meterla en alguna parte. Aguantó un poco, pero terminó por enfadarse. Se incorporó, tiró de mí con fuerza y me agarro en brazos para llevarme a paso rápido y fuertes gruñidos como un puto troglodita en dirección a la cama. Yo todavía estaba enfadado y frustrado, así que Roier tuvo que esforzarse mucho y luchar por domarme y someterme, llegando a hacerme daño y morderme con tanta fuerza que grité. Fue un extraordinario sexo. El hijo de puta se puso como un loco y no se detuvo hasta correrse cuatro veces sin parar, completamente cubierto en sudor, moviéndome de un lado para otro con su cara de mafioso y mirándome como si me fuera a matar en cualquier momento. Era hasta retorcido pensar en lo mucho que eso me encantaba.
Todo terminó con una fuerte embestida conmigo a cuatro patas, entonces el lobo dejó de agarrarme la cadera como si fuera el último flotador de un barco que se hundía, tomó grandes y fuertes bocanadas de aire y apretó el abdomen con incomodidad antes de que la pija se le inflara como un globo dentro de mí. Entonces se echó sobre mi espalda y me cubrió por entero con su cuerpo sudado y caliente. Ninguno de los dos dijo ni hizo nada más en diez minutos, hasta que el lobo salió de encima mía, consciente de que pesaba demasiado. Se tumbó a mi lado y me rodeó con el brazo antes de frotarme el rostro y ronronear.
—Sos lo mejor que me paso en mi puta vida, Roier… —murmuré en voz baja, demasiado relajado e inconsciente después de aquel sexo brutal y maravilloso.
El lobo me miró a los ojos y sonrió como un tonto enamorado.
—Spreen también es lo mejor que le paso a Roier —respondió sin dudarlo, frotando su rostro con más fuerza contra el mío mientras ronroneaba muy alto.
Bufé y también sonreí, cerrando los ojos y disfrutando de aquello, de todo aquello. Nos quedamos así un buen rato, pegados y compartiendo uno de esos momentos acaramelados que, les juro por dios, creí que jamás viviría. Yo. Spreen. Tumbado en la cama con mi, podría decirse, «novio de hecho». Dándole caricias y besitos como una puta niña de quince años…
Imagínense hasta que punto las feromonas pueden joder a alguien. O el amor. No sé.
—Spreen y Roier deberían… empezar a vestirse —susurró el lobo cerca de mi rostro.
Entreabrí los ojos y parpadeé un par de veces antes de entender a qué se refería. Miré a Roier, que aguardaba mi reacción con una expresión precavida y preocupada. Sabía que no estaba enfadado con él, pero no sabía si le acompañaría a la estúpida cena.
—Te dije que tengo trabajo —le recordé.
El lobo gimoteó un poco mientras agachaba la cabeza, pero fue solo un poco, demasiado acostumbrado ya a aquello. Entonces se limitó a asentir y separarse de mí para ir a vestirse como si fuera un perrito triste: con la cabeza gacha, los hombros caídos y la mirada en el suelo. Chasqué la lengua y me llevé una mano al rostro, frotándome el puente de la nariz entre el dedo índice y pulgar.
—Llamaré y pediré la noche libre —murmuré.
Un gruñido agudo de sorpresa lleno la habitación, pero yo no miré al lobo antes de levantarme e ir hacia la puerta corrediza de papel de arroz. Solo para que el lobo lo oyera, hice un pequeño show al teléfono y después volví con cara seria para decirle:
—Ya está —señalé el baño—. A la ducha —ordené.
Roier asintió al momento y fue un lobo muy, muy obediente. Nos dimos un baño con agua tibia y no dijo absolutamente nada cuando le sequé el pelo, algo que solía molestarle y de lo que se quejaba con graves gruñidos. Salimos de allí desnudos y fuimos a vestirnos. El lobo lo hizo rápido y me esperó, con su chaqueta negra puesta, su cadena plateada al cuello y sus llaves del Jeep en la mano. Condujo más rápido de lo habitual, quizá porque estaba nervioso o quizá por miedo a que yo cambiara de idea en algún momento. Puse música y abrí la ventana para ir fumando, tratando de pensar lo menos posible en lo que estaba haciendo y el por qué lo estaba haciendo. Roier tomó dirección al centro y no se detuvo hasta llegar a una calle secundaria, no muy lejana al Refugio, donde aparcó sin problemas entre otros dos todoterrenos. Por supuesto, estaba el pedazo de coche del Alfa, de muy alta gama e increíblemente caro, pero también había un Toyota negro metalizado que reconocí al instante.
Roier salió del Jeep y me esperó al otro lado mientras daba la vuelta y me unía a él en la acera. Sonrió un poco, pero fue más un gesto nervioso, miró hacia unas escaleras que descendían hacia un local subterráneo y después de vuelta a mí. Con las manos en los bolsillos de la chaqueta y una expresión de indiferencia absoluta, le hice una señal para que entráramos. El lobo asintió y se puso a mis espaldas, como siempre hacía, dejando que yo fuera en cabeza. No tuve que llamar a la puerta, solo abrirla y cruzar a lo que, supuse, era una especie de antiguo almacén reconvertido que ahora apestaba a lobo.
No era demasiado grande y había columnas que cortaban el espacio que, por lo demás, estaba bastante despejado. En el suelo de cemento todavía había marcas de rayazos y hendiduras de cuando aquel lugar todavía tenía el uso para el que lo habían hecho. El techo era de argamasa blanca y deteriorada por el tiempo y la humedad de las tuberías que lo surcaban, viejas y al aire entre el cableado. Había colgados un par de leds que arrojaban una luz más o menos decente al interior, junto con unas ventanas a un lado de la pared que daban a la parte baja de la calle y estaban aseguradas con barrotes para que nadie se colara. Dentro de aquel lugar digno de una película de terror, habían puesto un par de mesas plegables en el centro y las habían cubierto con manteles de plástico con dibujos de globos de colores y gorritos de fiesta. Me detuve y me quedé mirando aquello como si se tratara de algún tipo de broma macabra.
—¡Ah, hola chicos! —nos saludó una voz al fondo.
Por supuesto, en el local había más gente, pero yo me había esforzado en no prestarles atención. Al lado de una de las paredes había otra mesa plegable con refrescos, cerveza, agua y vasos de plástico. Allí estaban Aroyitt, Carola y Ollie, que habían estado charlando hasta que nos habían visto aparecer por la puerta. Después, sentados a la mesa de cumpleaños, estaban dos lobos que no reconocí, una mujer menuda de gafas y coleta y, como ya me esperaba, Quackity; quien, al igual que yo, se esforzó mucho en no prestarme atención alguna, llegando a girar el rostro mientras se llevaba su vaso a los labios.
—Nos alegra mucho que hayáis podido venir —continuó Aroyitt, la que nos había saludado con una sonrisa un poco nerviosa y un gesto de la mano, como si fuera una puta niña pequeña.
Roier se pegó a mí y me empujó un poco para que dejara de mirar la mesa y reaccionara. Con una bocada de aire, al fin moví el rostro y miré al trío que aguardaba al lado de la mesa de bebidas. Aroyitt llevaba un vestido de flores y se había recogido el pelo en un moño, dejándose un flequillo que le enmarcaba el rostro. Carola estaba a su lado, con una de sus camisas muy apretadas y con un par de botones abiertos, bebiendo de su vaso y clavando la mirada en mí con expresión seria. Ollie, por el contrario, solo parecía sorprendido de verme.
—Hola… —dije en un tono bajo, aunque con el silencio que se había producido, se pudo oír a la perfección.
Roier me dio otro leve empujón para que caminara hacia ellos, percibiendo a cada paso aquel Olor a Macho más ácido y desagradable que despedía Carola y, por supuesto, su compañera. Como exigía la etiqueta de buena educación lobuna, primero de todo había que presentarse ante ellos. Así que nos acercamos y nos detuvimos a un paso.
—Carola, Aroyitt —les saludó Roier junto con un asentimiento a cada uno y después añadió—. Ollie.
—Hola, Roier —respondió el Alfa por los tres, devolviéndole el gesto de cabeza.
Entonces llegó mi turno y se creó un momento de tensión. Quizá por el profundo silencio que había llenado de pronto el local, quizá por la fija, atenta y nada sutil mirada que Carola me dedicaba —quien seguramente estuviera esperando impaciente a que yo la cagara para tener una buena excusa para no tener que volver a invitarme—, o quizá porque Aroyitt estaba visiblemente nerviosa y no paraba de juguetear con los dedos y tratar de mantener la sonrisa a toda costa. En esos segundos que pasamos en silencio, pude comprobar que todos allí estaban a la espera de ver lo que yo hacía. Y no era nada agradable entrar en un lugar y saber que todos dudaban de vos y que estaban a la espera de que cometieras un error. Cualquier error.
—Carola… —murmuré, pasando la mirada por sus ojos como podría haberlo hecho sobre una de las plantas de Roier o un perchero—. Aroyitt… — a ella sí la miré uno o dos segundos antes de mirar a Ollie—. ¿Cómo estas, Ollie?
El lobo entreabrió los labios, como si la pregunta le hubiera sorprendido o algo.
—Bien —respondió al fin—. No sabía que ibas a venir, Spreen. Si Daisy no se hubiera tenido que quedar hasta tarde pintando un mural, la hubieras conocido esta noche.
—Sí, qué pena —murmuré yo, aunque no sonó demasiado convencido.
Mis palabras dejaron otro profundo silencio, pero esta vez no fue culpa mía. Yo ya había dicho lo que tenía que decir, había saludado al Alfa y a su compañera y había sido educado. Si querían una excusa para justificar su odio y su rencor, no se la iba a dar.
—¿Qué… queréis una bebida? —nos ofreció Aroyitt, señalando la mesa a su lado.
—Sí. Roier quiere cerveza —respondió el lobo, que se había quedado muy pegado a mí.
—¿Y tú… Spreen?
—No —y como no quería que sonara tan maleducado como había sonado debido a mi tono sin vida, añadí—. Gracias.
—¿Y tú no tienes que trabajar hoy, Spreen? —me preguntó Ollie.
—Spreen pidió la noche libre para venir con Roier —respondió mi lobo por mí, hinchando su pecho y alzando su cabeza.
—Oh, ¿en serio? —preguntó Carola sin dejar de mirarme—. Tengo entendido que el edificio de oficinas donde Spreen trabaja no tiene servicio de conserjería las noches de domingo.
Miré la pared al fondo, tras Ollie, deslucida y con marcas de haber tenido apoyadas estanterías durante mucho tiempo, porque aún se notaban las marcas más claras en contraste con el color amarillento que había adquirido el resto. Carola había tenido el detalle de comprobar mis horarios laborales, ¿por qué? No por joder… de eso estaba seguro…
—Tengo más de un trabajo —respondí con tranquilidad y sin mirar al Alfa—. Los necesito.
—No me extraña —afirmó Ollie, mirando a Carola y a Aroyitt—. No os imagináis la cantidad de dinero que Spreen tira en comida y en cosas que no toma. He estado toda la semana bebiendo agua de sabores porque a él no le gustaba. A saber cuánto le costó esa tontería.
El Alfa sabía muy bien cuánto costaba, porque lo estaba pagando él. Yo no guardaba los tickets de todo por nada, sino que se los daba a Roier y él volvía con el dinero en efectivo.
—Ya te dije, Ollie —le recordé—. Dónde y cómo me gaste mi dinero, es solo asunto mío.
—Ya, pero si no gastaras tanto, no necesitarías trabajar toda la semana y tendrías tiempo para venir a las cenas o fiestas a las que la Manada te invite — respondió él.
Ya lo conocía lo suficiente para saber que no había dicho eso a malas, que el Macho Común quería hacer una apreciación que, quizá, me ayudara en algo. Como Quackity y Roier decían, no era esa clase de lobo; sin embargo, eso no significaba que su comentario no me hubiera tocado los huevos, pero no tanto como cuando al Alfa se le ocurrió decir:
—Quizá a Spreen le guste trabajar tanto exactamente por eso.
Por sorprendente que pueda parecer, mantuve la calma. Seguí mirando la pared durante un par de segundos, lo que tardé en tragarme la bilis amarga y desagradable, y después me giré hacia Aroyitt.
—¿Se puede fumar acá adentro? —le pregunté con calma y voz pausada.
Ella le había dedicado una mirada a su lobo, una seria y cortante. Me alegró un poco descubrir que yo no era el único allí al que ese comentario le había parecido totalmente fuera de lugar y de mala leche. Cuando escucho mi pregunta, movió sus ojos azules hacia mí y se lo pensó un momento antes de decirme con una mueca apenada:
—Preferiría que no, si no te importa, Spreen...
Asentí, sacando mi paquete de cigarrillos del bolsillo junto al zippo.
—Me voy afuera, entonces.
Antes de que nadie pudiera decir nada, me di la vuelta y me dirigí a la salida, seguido por sus atentas miradas y un leve gemido de Roier. Crucé la puerta y tuve mucho cuidado de no dar un portazo, porque eso habría sido infantil y maleducado de mi parte. Sí. Carola podía hacer lo que le saliera de los huevos y decirme lo que le saliera de la pija, pero yo no; porque yo era un mocoso inmaduro. Aspiré una buena calada de humo y lo solté al aire nocturno y lluvioso. No les voy a mentir: se me pasó por la cabeza subir esos escalones y largarme de allí en aquel mismo momento, pero no lo hice.
Había ido allí por Roier. Y me quedaría por Roier. Pero sería la última vez.
No le iba a dar a la Manada ninguna razón para alimentar su odio y resentimiento, sin embargo, eso no quería decir que yo no estuviera buscando una razón para alimentar el mío propio. Aguantaría hasta el final y, después, recordaría aquella noche cada vez que Roier gimiera y pusiera cara de pena porque yo no hacía nada por la Manada. Aquel círculo estúpido y sin sentido se iba a terminar y, lo más importante, yo no sería el culpable esta vez.
Con esa idea en mente, me terminé el cigarro y volví a entrar en el sótano. Roier esperaba con el hombro apoyado al lado de una columna, mirando la puerta fijamente y con expresión preocupada, hasta que me vio entrar y se sorprendió antes de alzar la cabeza y sonreír. Quizá había pensado lo mismo que yo: que salir a fumar solo había sido una excusa para huir. Me acerque a él y le di una breve caricia en el abdomen a lo que el lobo respondió frotando su rostro contra el mío.
—Manada estaba esperando a Spreen para cenar —me dijo.
—Bien —murmuré, apartándome de él para ir hacia las mesas plegables a las que todos se habían acercado.
Roier no fue el único sorprendido de verme volver, al parecer. Carola me dedicó una mirada seria y la apartó para decirle algo a Aroyitt antes de sentarse. Él presidiría la mesa, seguido de su compañera a un lado y su SubAlfa al otro. Yo iba después de Roier y, frente a mí, el siguiente lobo con mayor rango en la Manada, que, en este caso, era el Primer Beta, Quackity.
—Hola, Quackity —le saludé, ya que no había tenido tiempo ni oportunidad hasta aquel momento.
El lobo movió la cabeza, algo vago y sin si quiera mirarme. No le di importancia y me senté frente a él. A su lado estaba un lobo que no conocía junto a la que, suponía, era su compañera; y a mi lado se sentó Ollie junto a un plato y una silla vacía. Supuse que a eso se refería Roier cuando decía que «no respetaban sitio de Spreen en la mesa». La puta de Daisy no había venido y, aun así, le habían guardado el lugar al lado de su lobo. El grupo lo finalizaban otros dos Machos desconocidos, aunque uno de ellos me sonaba vagamente de haberle regalado gasolina, o pizzas o quizá hotdogs y hamburguesas.
—Espero que tengáis hambre, he pedido comida al restaurante italiano — anunció Aroyitt, la única que se había quedado de pie.
La mujer de coleta y gafas se levantó de su sitio y siguió a la compañera del Alfa. Noté la mirada de Roier a mi lado y le respondí sin entender a qué esperaba con tanta expectación.
—¿Qué? —pregunté, encogiéndome de hombros.
—No, Roier —le dijo Carola, con los codos apoyados en la mesa, las manos entrelazadas a la altura de la barbilla y la mirada perdida en los pequeños ventanucos que daban a la calle—. Solo los compañeros traen la comida.
Roier agachó la cabeza y puso una expresión apenada. Yo asentí varias veces y miré mi plato de plástico. Aguantaría hasta el final de la noche y después no volvería nunca más. Las dos compañeras cargaron entre las dos las enormes bandejas de espaguetis a la boloñesa, lasaña, raviolis en salsa cuatro quesos, bollitos de pan y tallarines en aceite de oliva y albahaca.
Tardaron un rato porque eran «tamaño lobo», repartiéndolas y llenando casi la totalidad de la mesa mientras los Machos esperaban y miraban muy atentos la comida. Cuando al fin terminaron y se sentaron junto al resto, Carola separó las manos y dijo un simple: «comamos».
Estar en una cena con lobos no es algo elegante. Eso les puedo asegurar. No solo por el Olor a Macho acumulado en el local, que se mezclaba con la comida caliente, sino también porque todos se lanzan sobre la comida para llenarse los platos hasta el límite. No les importa manchar el mantel o a si mismos, solo agarrar todo lo que pudieran y comerlo como putos cerdos. Los humanos éramos los únicos que aguardamos a que el resto se sirviera para hacerlo nosotros, no porque no pudiéramos, sino porque era mejor no competir con una jauría de Machos hambrientos. Esperar no fue algo que aquella noche hiciera intencionadamente, como haría desde entonces, sino más bien porque no tenía mucha hambre y aquello me agarro por sorpresa.
Al mover la mirada para contemplar cómo todos comían como putos cerdos, incluido mi Roier y el Alfa, me topé con los ojos azules de Aroyitt, que sonrió un poco mientras se servía un poco de pasta en su plato.
—¿Te gusta la comida italiana, Spreen? —se le ocurrió preguntarme. Yo todavía la ponía nerviosa por alguna razón y siempre parecía tener miedo de hablarme, pero aun así la mujer lo intentaba una y otra vez.
—Sí —respondí lo suficiente alto para hacerme oír entre los ruidos de sorber, masticar con la boca abierta y gruñidos que nos rodeaban.
—A mí también —sonrió—, solemos pedirla mucho para el Refugio. Los chicos comen demasiadas pizzas y comida rápida por ahí y nos gusta darles algo diferente en casa.
—Qué bien —murmuré.
—Sí… emh, ella es Amber, por cierto —me dijo, haciendo una señal hacia la mujer de gafas junto a su lobo, que también me miró e hizo un asentimiento a forma de saludo—. Es la compañera de Roy.
—Hola, Amber —la saludé, tratando de ser todo lo educado que podía.
—Amber es enfermera. Cuida de los chicos cuando… bueno, ya sabes. Tienen heridas del trabajo.
Asentí lentamente. Recordaba vagamente que Roier y Ollie habían hablado de ella, pero no lo recordé hasta ese momento. Amber no era especialmente guapa, no había nada que destacara en ella, no era más alta, ni más baja que cualquier otra mujer que se cruzarán cualquier día por la calle. Tampoco tenía un cuerpo escultura, estaba más bien rellenita y sus gafas finas y su pelo recogido no le hacían ningún favor. Su lobo, Roy, era un hombre que parecía de etnia árabe o, como mínimo, de oriente medio. Piel tostada, pelo muy negro y abundante y barba muy densa. Tenía la nariz grande, pero no era algo que resaltara en su rostro atractivo y fuerte de ojos oscuros. Era como un puto sultán salido de los sueños húmedos de Serezade en las Mil y Una Noches. Un sultán con un cuerpo enorme y musculado y la boca llena de salsa boloñesa. Ese lobo sorbía espaguetis como una jodida aspiradora.
—No es para tanto, la verdad —dijo Amber, poniendo la mano delante de la boca para que no le viéramos la comida al hablar. Cuando terminó de tragar se limpió los labios con una servilleta y añadió—: Prácticamente me dedico a coser heridas de arma blanca y darles antinflamatorios.
Volví a asentir y moví mi plato de plástico hacia la fuente de ravioli, de la que ya solo quedaba la mitad. Los humanos éramos los únicos que nos deteníamos lo suficiente entre bocado y bocado y los únicos que levantaban la mirada de su plato; así que, durante las cenas, éramos los únicos que hablábamos.
—¿Y tú a qué te dedicas, Spreen? —me preguntó.
Me encogí de hombros y no tuve la delicadeza de taparme la boca ni tragar primero antes de responder:
—Hago un poco de todo.
Ambas mujeres asintieron y siguieron comiendo, terminando con aquella cháchara en la que no quería participar y con la que no me sentía cómodo. Todo fue bien, hasta que a Aroyitt se le ocurrió otro maravilloso tema de conversación.
—Estaba pensando en organizar una última salida al río después del Celo, para aprovechar los últimos días de verano antes de que empiece a hacer frío. Podemos acampar un fin de semana y llevar comida, hacer una hoguera bajo las estrellas… podría ser divertido.
—Oh, suena genial —afirmó Amber, inclinándose hacia atrás para poder mirar a Aroyitt sin que Roy y Quackity se interpusiera—. Podríamos organizar juegos para las crías.
—¡Sí, una Búsqueda del Tesoro! —sonrió Aroyitt, al parecer, muy emocionada con la idea—. ¿A ti qué te parece, Spreen?
—Maravilloso —murmuré antes de llevarme otro ravioli a la boca.
Me siguieron incluyendo en aquella conversación, preguntándome de vez en cuando mi opinión como si me importara una mierda su puta acampada en el río. Era algo de la Manada y a mí no me iban a invitar, así que era como si me lo pasaran por la cara y se rieran de mí. Aún así, mantuve el tipo y respondí afirmaciones y frases cortas hasta que, diez minutos después, los lobos al fin empezaron a estar llenos y a mirarnos mientras hablábamos. Para mi sorpresa, uno de los Machos solteros al fondo hizo la pregunta obvia:
—¿Por qué le preguntan a él? No es un compañero y no va a ir.
Sus palabras dejaron un profundo silencio, cortando en seco la charla y creando un momento incómodo en la mesa.
—Ni siquiera debería estar aquí —le apoyó el otro—. Todavía no ha pedido perdón a la Manada por lo que nos hizo.
Roier gruñó por lo bajo, pero eso fue todo lo que pudo hacer por mí. Con el Alfa presente, debía ser él quien decidiera lo que estaba permitido y no, como, por ejemplo, insultarme de esa manera delante de mi lobo. Carola no hizo nada, solo miraba su plato y removía los últimos tallarines mientras masticaba. Eso envalentonó a los Machos, que no se detuvieron ahí.
—No se merece compartir nuestra comida y mucho menos sentarse al lado de Roier.
Uno de ellos, el de pelo corto y una cicatriz a la altura de la ceja rubia, agarro un bollo de pan de la fuente y me lo tiró. El bollo me chocó a la altura del pecho y cayó sobre mi plato.
—Vete a comer esto afuera —me dijo antes de soltar una risa a la que se unió su amigo.
Me quedé mirándolo y respirando profundamente. Roier gruñó más alto y les clavó una mirada asesina mientras les mostraba los dientes, pero eso fue todo. No podía defenderme de ellos, porque, como habían dicho, yo no era su compañero.
Y Carola siguió sin decir nada. Hubiera sido hipócrita de su parte hacerlo, supongo, después de toda la mierda que había dicho de mí en las otras cenas y fiestas. Muy alto, para que todos le escucharan.
En mitad de aquellas risas, me aparté de la mesa haciendo rechinar la silla contra el suelo de cemento, que llenó el sótano con un chirrido algo desagradable. Todos me miraron, pero yo solo me levanté, agarré mi bollo de pan y me lo llevé de camino a la puerta con una expresión totalmente indiferente.
Todavía tengo ese bollo de pan en mi escritorio. Lo guardé como un recuerdo y lo bañé en espray para que no se pudriera. Lo usaba siempre que Roier me preguntaba por qué no quería ir con la Manada, lo agarraba y se lo tiraba a la cara. «Por eso», le decía. Siempre funcionaba. Una vez hasta se lo tiré a Carola. Se enfadó muchísimo, pero… carajo, cómo lo disfruté.
Evidentemente, desde aquella noche se acabó lo de ser bueno. Esta vez de verdad.
Chapter 51: EL DOCTOR LOBO: NO SALVA VIDAS
Chapter Text
Al salir del local saqué un cigarro y lo encendí en lo alto de las escaleras, bajo la fina lluvia de la noche. Me metí una mano en el bolsillo y fumé una calada, arrojando el humo lentamente frente a mí. No era mi intención hacer tiempo ni esperar por nadie, solo tomarme aquel momento para calmarme y respirar, pero al minuto, escuché la puerta abriéndose y oí unos pesados pasos subiendo las escaleras mojadas. Unos brazos me rodearon el cuerpo y el lobo se pegó a mí, acariciándome el rostro contra el pelo mientras gemía por lo bajo para consolarme. Fumé otra tranquila calada y volví a soltar el humo antes de decirle:
—Estoy bien, Roier.
—Roier no podía hacer nada —murmuró, como si quisiera disculparse por algo de lo que yo sabía que no era culpable.
—Lo sé, capo —saqué mi mano del bolsillo y la levanté para acariciarle el pelo a mis espaldas, sin apartar la mirada del frente—. Vámonos.
El lobo asintió y, tras un apretón más fuerte, me soltó para que pudiera avanzar hacia el Jeep. Una vez dentro, abrí la ventanilla y saqué la mano con el cigarrillo por fuera. Roier agitó la cabeza un poco mojada y encendió el motor con una expresión apenada mientras me miraba por el borde de los ojos.
—¿Queres ir a bailar? —le pregunté—. Me vendría bien un trago.
El lobo volvió a asentir, poniendo música antes de arrancar. Aquella noche terminó mucho mejor de lo que había empezado; me llevé a mi lobo a una discoteca, me bebí un par de cubatas y bailamos como solo nosotros lo hacíamos. La excitación y el alcohol llegó a su punto álgido cuando empecé a besarlo como si quisiera comérmelo entero, entonces un Roier tan excitado que podría haber partido una piedra con la pija, me llevó con desesperación de vuelta al Jeep para darme un sexo sudoroso, violento y bastante ruidoso. Cuando la inflamación terminó, todavía nos quedamos allí un buen rato, escuchando la lluvia caer contra los cristales ahumados. Aquello me trajo recuerdos de la primera vez que lo habíamos hecho y me hizo sonreír en mitad de mi absoluta calma y relajación.
—Un día vamos a romper la suspensión del coche, Roier —le dije de camino a casa.
El lobo se rio de esa forma suave y tonta mientras sonreía. Cuando llegamos a casa, nos desnudamos y nos tiramos directamente en cama para dormir muy pegados. El lunes me desperté como hacía siempre, rodeado de intenso Olor a Roier y feromonas, al lado de un enorme lobo que roncaba y del que, por desgracia, ya no podría escapar jamás. Le dejé descansar después de nuestro sexo mañanero y me fui a dar una ducha templada porque tras nuestra salida a bailar y todo lo que habíamos cogido, apestaba como un cerdo y necesitaba limpiarme con urgencia. Obligué al lobo a hacer lo mismo cuando, media hora después, llegó a la cocina todavía desnudo mientras se rascaba el pubis y bostezaba como un oso.
Me acompañó a hacer los recados y después se comió todo el bol de jugosa carne a la brasa con arroz y zanahoria mientras yo fumaba frente a la puerta de emergencias y me tomaba otro café solo.
—¿Cuándo vas a armar la puta mesa, Roier? —le pregunté sin girarme, contemplando el cielo de un gris plomizo y la ciudad a lo lejos, más allá del puente.
—Pronto —me prometió.
Asentí y me llevé el cigarrillo a los labios. Yo no estaba enfadado, ni frustrado, ni molesto. Lo cierto es que estaba bastante relajado y «zen». Tenía a mi apestoso lobo, que me quería más que a nada y me cogía como nadie, y eso era todo lo que quería de la vida. No necesitaba complicarme con nada más, con nadie más. Éramos solo Roier y yo contra el mundo.
A la hora de marcharme al trabajo me fui a despedir de él al sofá. El lobo dormitaba con los pantalones por las rodillas y la camiseta de asas subida hasta el cuello. Tenía un par de nuevos chupetones en el pecho grande y duro y el abdomen manchada de semen reciente. Le di un beso en los labios húmedos y le dije:
—Spreen se va.
—Pásala bien.
Con una media sonrisa y las llaves de la moto en la mano, salí hacia el trabajo. Aparqué frente a la entrada y subí los escalones para abrir la puerta, cruzando la entrada a oscuras hacia la conserjería. Como cada lunes, me esperaba una noche un poco más ocupada que el resto de la semana, pero no me importó demasiado. Me puse el mono y fui en busca de las herramientas para arreglar un retrete. ¿Cómo lo haría? No tenía ni puta idea. Todavía trataba de descubrirlo cuando recibí una llamada. Dejé la llave inglesa a un lado y miré el número.
—¿Qué pasó, Ollie? —le pregunté.
—Hola, Spreen. Ya estoy aquí.
—¿Aquí dónde?
—En tu trabajo —respondió, como si fuera algo evidente.
—No hace falta que vuelvas, Ollie —le dije—. Ya se me paso la crisis nerviosa, ahora estoy bien.
—A mí me han ordenado venir —insistió el lobo.
—Pues no entiendo por qué —murmuré, mirando la pared de color crema—. Oye, tengo que arreglar una cosa, Ollie. Ya hablaremos —y colgué, volviendo a dejar el celular en el bolsillo.
Al final creo que estropeé más el retrete de lo que ya estaba, así que fui a por una pegatina de «Fuera de Servicio» y la pegué en la puerta del cubículo antes de seguir con las tareas. Me mantuve entretenido la mayoría de la noche, hasta que bajé a la sala de descanso a tomarme mi merecida Coca-cola y fumarme mi cigarrillo. Regresé a casa, me bebí otro refresco, me fumé otro cigarrillo y esperé a que volviera Roier para irnos juntos a la cama. Aquella sería la rutina de los siguientes cuatro días, hasta que el sábado me puse mi «ropa profesional» y me fui antes para asistir a mi charla semanal. En aquella ocasión había nueve personas, ninguna de la semana anterior. Me acerqué a la mesa del profesor, apoyé la cadera y me crucé de brazos mientras los miraba. Solo dos de ellos podrían, quizá, tener suerte aquella noche.
Esas eran cosas que se sabían, no les voy a engañar. Como ya dije, los lobos no dejan de ser hombres grandes y muy atractivos con un ejército de humanos solo para ellos. No se hagan los sorprendidos cuando los primeros que eligen para coger son a Sarah, la súper modelo de revista, o a Patrik, el bastardo de gimnasio con diez mil seguidores en Instagram. Tampoco vayan diciendo que los lobos son unos hijos de puta, porque muchos humanos harían lo mismo si pudieran, quizá vos harías lo mismo si pudieras. Así que no seas un maldito hipócrita.
Sin embargo, había casos especiales y, evidentemente, las cosas cambiaban mucho cuando se trataba de elegir compañero. Los lobos se guiaban por sus preferencias y su instinto, ya que son una raza con gustos muy marcados. A cada Macho le gusta un tipo de comida, un tipo de ropa y un tipo de humano. No sé qué es lo que les hace ser así, en qué momento de su vida desarrollan esas preferencias; pero lo que sí sé es que no las cambian jamás. Así que quizá elijan a Sarah la modelo o a Patrick del gimnasio, o quizá no importe lo guapo que seas o el buen cuerpo que tengas, porque quizá al lobo que te gusta le vuele loco un humano bajo y endeble con risa fácil y carácter divertido; o uno muy inteligente y con buena conversación. Todo dependía de cada Macho. Por eso los compañeros eran personas muy diferentes y, a primera vista, quizá no se entendiera por qué un hombre enorme y tan atractivo les hubiera elegido a ellos.
Por eso yo me detenía siempre a echar un vistazo al entrar en el aula, porque era sencillo saber cuales de aquellos humanos, en teoría, tenían posibilidades de conseguirlo, cuales tendrían que esperar al final de la noche y cuales necesitarían proponer cochinadas y aguardar por un milagro. No era algo que les dijera, por supuesto, ya que sería malo para el negocio romper sus sueños y esperanzas tan pronto; sin embargo, sí que me detenía un poco más en algunos y les daba algunos consejos privados.
—Quizá creas que no hablo en serio, que no puede ser para tanto —dije aquella noche, acercándome al pupitre de una chica joven de bonitos ojos marrones, labios llenos y pelo salvaje—. Quizá pensas que es divertido ir con sus amigas a un Club de lobos, solo para divertirse y tener una anécdota graciosa que contar; pero cuando esten allí, rodeadas de Olor a Macho y feromonas y al lado de un lobo demasiado guapo, grande y fuerte, quizá ya no estén tan seguras de lo que hacen. Quizá se olviden de sus novios o prometidos y sigan a ese lobo a los baños como un corderito porque están demasiado excitadas y confundidas para pensar en nada más que en chuparle la pija. —Bajé la mirada al anillo de compromiso que ella tenía en la mano y que, rápidamente, trató de esconder de mí mientras ponía una expresión cercana al miedo—. ¿De quién sería la culpa de que vuelvan a casa con sus parejas, apestando a semen de lobo y con el estómago revuelto? ¿Sería de los lobos o suyas? — le pregunté directamente, dejando un breve silencio antes de levantarme y volver a caminar por el pasillo entre los pupitres—. Sería solo suya por no escuchar y no tomarse en serio mis advertencias. Los lobos no son los culpables de que vayan a sus locales, no son ellos los que les van a buscar ni los que les «convencen» ni les «engañan» y mucho menos «los presionan» para tener sexo. Van porque quieren, se dejan coger porque quieren. Volver a casa con excusas y mentiras solo demuestra lo malas personas que son.
Aquella era una advertencia que repetía mucho, porque el caso de aquella chica no era algo aislado. Muchos humanos iban en grupos de amigos a los Clubs de lobos como una especie de aventura emocionante y erótica. Algunos de ellos tenían marido o pareja y eran lo suficiente atractivos o atrayentes para conseguir llamar la atención de un Macho. Algunos conseguían resistirse, otros caían en la tentación y entonces se inventaban absolutas pelotudeces que solo servían para alimentar el odio hacia los lobos.
La clase terminó con el mismo resultado que las anteriores. Las ocho personas salieron de allí con expresiones preocupadas y dubitativas, reflexionando sobre si estaban preparados o si sería tan buena idea como ellos creían. Por el contrario, yo salí de allí tranquilamente y con seiscientos cuarenta dólares más en mi cuenta corriente. Llegué al trabajo diez minutos tarde, pero había merecido al pena. Pasé la tarjeta por el lector, me quité la camisa y el pantalón de pinza y lo sustituí por el mono sucio de trabajo para convertirme en El Doctor Chapuzas. El sábado, al contrario que el lunes, no había tanto que hacer, así que apenas tarde una hora y media en poder ir a sentarme en la sala de descanso para fumar y jugar al celular. Allí estaba cuando recibí la primera llamada en días. Fruncí el ceño y vi el nombre en la pantalla en blanco.
—¿Qué pasó, Ollie? —le pregunté—. ¿Me extrañas?
—Hola, Spreen —respondió el lobo—. No, no te extraño. Oye, estamos en la puerta del edificio. Hemos venido a hablar contigo.
Parpadeé y miré las máquinas expendedoras, fumándome otra calada y soltando el humo antes de responder:
—Voy ahora.
Tiré la colilla del cigarro dentro de la lata de Coca-cola y me levanté para dirigirme a la entrada. Con las manos en los bolsillos y expresión tranquila, crucé el hall de recepción y miré a los dos lobos tras la cristalera. Ollie me devolvió la mirada y me saludó con la mano, recibiendo a cambio un asentimiento de mi parte. El Macho Común volvía a estar desmejorado y delgado tras una semana en la que, al parecer, no habían conseguido darle de comer. A su lado, con los brazos cruzados y la mirada perdida a un lado de la calle, estaba Quackity, el Beta. Me acerqué y saqué la mano del bolsillo para pasar la tarjeta por el lector, desbloqueando la puerta. La abrí y me quedé mirándoles, a la espera de que dijeran algo.
—Ollie, vete a tomar un café de esos —dijo Quackity, todavía sin apartar la mirada—. Quiero hablar a solas con él.
El Macho Común asintió, obedeciendo la orden directa de un superior de la Manada. Me aparté y le dejé pasar al interior, percibiendo tan solo el Olor a Macho del Beta, porque Ollie había vuelto a perder el suyo casi hasta desaparecer. Quackity se quedó en silencio hasta que los pasos del otro lobo desaparecieron en la distancia, entonces tomo una bocanada de aire y murmuró:
—Tienes que ayudarlo.
No dije nada, no en un par de segundos mientras también me cruzaba de brazos y apoyaba un hombro contra el borde de la puerta.
—Decime, Quackity. ¿Vos crees que me merezco que me tiren pan, se rían de mí y me echen a la calle después de todo lo que hice por ustedes?
El lobo continuó mirando al final de la calle y hablando como si estuviera solo.
—Esto no se trata de la Manada. Ollie te necesita.
—Me gustaría que respondieras la pregunta, Quackity.
El Beta se tomó un momento y bajó la mirada hacia la acera, pero no giró el rostro hacia mí.
—Yo ya no estoy seguro de lo que te mereces.
—Muy bien —murmuré, asintiendo varias veces con la cabeza. Iba a darme la vuelta e irme, pero el lobo continuó:
—Algunas relaciones no son solo un intercambio en el que tú das algo y recibes lo mismo a cambio. Simplemente no funcionan así. A veces decepcionas a alguien y tienes que demostrar a esa persona que lo sientes y darle tiempo para recuperar su confianza. Porque tú no estés enfadado o finjas que no ha pasado nada, no significa que el problema no siga ahí —se volvió a quedar en silencio un par de segundos y añadió—: y no importa cuántos regalos hagas, Spreen.
En eso momento quise decirle mil cosas, todas las que se me pasaban por la cabeza, quizá gritar un poco y desahogarme con el Beta, como ya había hecho antes; pero lo que le dije fue:
—¿Sabes qué, Quackity? Ya estoy tan cansado de esta mierda que todo me da igual —me encogí de hombros, quité el hombro del marco de la puerta y entré en el edificio—. Ollie tiene suerte de que yo sí crea que vos te mereces mi ayuda —murmuré, lo suficiente alto para que el lobo me oyera, antes de cerrar la puerta tras de mí.
Cuando alcancé la sala de descanso, Ollie ya estaba allí, sentado donde siempre y con un café humeante al lado.
—Te he comprado una Coca-cola —me dijo, señalando con al cabeza el refresco en la mesa en la que yo me sentaba—. ¿Ya has terminado de hablar con Quackity? —quiso saber.
—Sí —respondí, sentándome mientras me sacaba los cigarros y el zippo del bolsillo—. Al parecer vas a tener que cuidar de mí más tiempo del que pensaba.
—Parece que la idea no te entusiasma demasiado, Spreen —arqueó las cejas y apretó las comisuras de los labios, mirando mi expresión seria y poco amigable.
Fumé la primera calada del cigarro y eché el humo a un lado.
—¿Vos crees que me merezco que me tiren pan en la cara y se rían de mí, Ollie? —le pregunté.
El lobo bajó la mirada y puso una expresión incómoda.
—Es complicado. Esa semana y media que vine a vigilarte, conocí a un Spreen que no se parece en nada al hombre que creía que eras. Sin embargo, tampoco has hecho nada por acercarte a la Manada y entiendo que… los demás Machos sigan creyendo lo mismo que yo creía de ti.
Me limité a asentir y fumar otra calada. Mirara como lo mirara, al final siempre era culpa mía.
—Somos muy orgullosos, Spreen —añadió entonces Ollie—. Nos tomamos las ofensas muy a pecho y tardamos en perdonar.
Eso me hizo gracia.
—Pues la Manada y yo ya tenemos algo en común… —le aseguré, pero fue solo un comentario airado antes de sacarme el celular del bolsillo y buscar un número en la agenda. Como le había dicho a Quackity, ya estaba cansado de darle vueltas a aquello—. Ya que estás acá, pediré un par de pizzas.
Ollie no dijo nada, pero oí un rugido de tripas que el lobo trato de ocultar a toda costa. Seguir cuidando de él no era algo que entrara en mis planes. Daba por hecho que ni Carola ni Quackity se atreverían a seguir pidiéndome aquello después de la fiesta, pero, al parecer, me equivoqué. El Beta, por muy decepcionado que estuviera, parecía tener claro que, si me pedía aquello, lo haría. Y es que yo no mentía al decir que no me olvidaba de lo bueno, ni de lo malo.
El problema, como siempre, era el dinero. Ahora daba clases y quizá pudiera permitirme pagarle a Ollie una comida al día y las vitaminas, pero mi contrato de conserje estaba a tres semanas de terminarse y, tras el Celo, ya no habría nadie que quisiera venir a escucharme. No tenía claro cuánto podría alargarse esa situación y temía que en dos o tres meses, fuera imposible para mí seguir haciéndolo. Solo tenía claras dos cosas: que no iba a pedirle nada a la Manada y que no iba a dejar pasar hambre a Roier por darle de comer a otros.
Así que Quackity siguió enviando a Ollie noche tras noche. Me ayudaba a arreglar las mierdas que se rompían y me acompañaba en mis tareas mientras charlaba de vez en cuando. Empezó a abrirse más y más conmigo y empezó a contarme cosas que quizá hasta entonces no se había sentido cómodo diciéndome. Podían ser tonterías que discutía con otros lobos o cosas que le habían pasado. Yo le escuchaba sin interrumpir y después le daba mi sincera opinión. No le gustaba cuando insultaba a otro Macho de la Manada, pero solo gruñía a forma de advertencia y después se olvidaba. Aprendí muchas cosas de Ollie aquellas dos semanas de septiembre, una de ellas fue descubrir lo tensas que eran ahora sus relaciones con algunos otros lobos o sus compañeros; como, por ejemplo, con Aroyitt. Durante ese tiempo en el que yo no había estado para alimentarlo, la muy boluda había intentado imitar mi estrategia de mentir al lobo y decirle que quería «tirar comida que sobraba del Refugio». Por supuesto, Ollie no la creyó y se puso muy a la defensiva. En un Refugio lleno de Machos solteros, Lobatos y crías, nunca se tiraba comida. Todos lo sabían. Ese cutre intento tuvo varias consecuencias: que el lobo no volvió a aparecer por allí y que ya no se fiaba de que yo realmente quisiera «deshacerme» de los tuppers que le traía. Tuve que pasarme tres noches arrojándolos al contenedor de la basura para que se diera cuenta de que yo iba en serio. ¿No los quería comer?, a la puta basura. Así de claro. El cuarto día me di cuenta de que el cubo de chuletas que había arrojado la noche anterior había desaparecido del contenedor, entonces empecé a poner los tuppers a un lado y no a tirarlos directamente. Curiosamente, siempre desaparecían de un día para otro y a Ollie le rugían menos las tripas. Todo un misterio.
Por el contrario, lo demás fue simple.
—Me compre más sobres de sabores para probarlos —le dije antes de arrojarle el litro y medio de agua color salmón—. Este es de fresa —eso fue todo lo que necesité para que se bebiera las vitaminas.
Para cuando terminó aquella segunda semana, Ollie ya era el lobo que era antes. Recuperó el brillo en el pelo, el tono saludable de su piel e incluso su Olor a Macho que, aunque no tan intenso como al que yo estaba acostumbrado, no dejaba de ser una peste a lobo que se acumulaba en los espacios cerrados.
—¿Sabes que recibí, Ollie? —le dije el lunes cuando fui a abrirle la puerta.
—¿Otra vez el cableado del segundo piso? —me preguntó, entrando en el hall con los pantalones vaqueros estúpidamente cortos que tanto odiaba y una camiseta de Starbucks—. En serio, ese sistema esta mal hecho. Lo he buscado en internet. No es normal que se estropee tanto.
—No —negué, cerrando al puerta tras él—. Me pidieron que revise el sistema de ventilación porque, al parecer, huele mucho a sudor…
Ollie tardó un momento en entenderlo, soltó un «Ah…» y sonrió con un gesto de orgullo que le infló el pecho.
—Sudor… —bufó—. No saben la suerte que tienen de poder disfrutarlo.
—¿Crees que se pongan duros cada vez que van a tomar un café a la sala de descanso? —le pregunté mientras caminábamos juntos hacia allí.
A Ollie le hizo gracia aquello, pero no dudó en responder:
—Claro que sí. Soy un Macho de la Manada —y con una mirada bastante sexy y una media sonrisa, añadió—: por eso ahora tienes que reponer tan de seguido el papel en el baño, Spreen.
—Ahm… por supuesto —asentí con las cejas arqueadas.
Ollie no era mi tipo de hombre. A veces era demasiado sabelotodo y tenía un tufo prepotente al hablar de ciertos temas como, por ejemplo, arte vanguardista y esas tonterias que le gustaban. Siempre me decía: «¿No conoces a este autor, Spreen? ¿En serio? Pintó la blah,blah,blah…», o «No me puedo creer que tengas tan poca cultura. Si quieres te dejo un libro que blah,blah,blah…». A veces era un completo pelotudo. Sin embargo, también era un lobo muy tranquilo, paciente, al que no le importaba echarme una mano y al que le gustaba hacer bien las cosas. Cuanto más lo conocía, más me sorprendía que Daisy le hiciera sufrir de esa forma. Jamás encontraría a nadie como Ollie.
El resto de mi vida, exceptuando las noches con el lobo, sí continuó como había planeado. Las cosas en la Guarida iban bastante bien; Roier y yo nos despertábamos, cogiamos, íbamos a hacer los recados y me acompañaba si no era un día demasiado caluroso, después comíamos, nos echábamos en el sofá, volvíamos a coger, nos preparábamos para ir al trabajo y, cuando regresábamos a casa, cogiamos de nuevo antes de dormir. Mis clases semanales de PIHL también fueron bastante bien. Llegué a tener once alumnos (ochocientos ochenta dólares) en la última y esperaba que, a apenas semana y media del Celo, pudiera alcanzar los quince alumnos (mil doscientos dólares); más lo que pudiera ganar en mis «sesiones especiales». Con aquel colchón de dinero confiaba en poder aguantar durante un tiempo hasta que se me ocurriera algún otro timo como el de las charlas.
Por supuesto, hubo algunos roces entre la Manada y yo durante aquel tiempo, algo que, por desgracia, era inevitable. La misma Aroyitt me llamó la primera semana para darme las gracias por seguir cuidando de Ollie y decirme que, como hasta ahora, ellos se encargarían de todos los gastos. Había cambiado su típico nerviosismo por un tono más bajo, apesadumbrado y cuidadoso.
—No hará falta —le había respondido yo—. Conseguí algo de dinero en unos cursos que estoy dando.
—¡Oh, eso es genial, Spreen! —lo celebró, como si fuera mi amiga o algo y se sintiera feliz de que las cosas me fueran bien—. De todas formas, deja que nosotros nos encarguemos de los gastos. Por favor, es lo mínimo que podemos hacer —insistió.
—Gracias, Aroyitt, pero prefiero que no —concluí—. Ahora, si no te importa, tengo cosas que hacer.
A la semana siguiente volvió a llamar, esta vez para ofrecerme de una forma muy confusa y tímida una invitación a una fiesta que había organizado el domingo.
—Ya que el domingo no estás en la conserjería, pensé en hacer estas cenas para que Ollie comiera algo también ese día —empezó a explicarme.
—Qué bien —le dije, pero solo porque se había quedado a la espera de que dijera algo.
—Sí —afirmó más alto, ya que mi tono no había sido tan malo como el que quizá se esperaba—. Pediremos comida china y será en un local de la Manada en el centro. Por supuesto, Roier y tú estáis invitados…
Asentí y me llevé el cigarro a los labios para fumar una calada.
—Roier, el domingo hacen una cena con Ollie. ¿Vos vas a ir? —le pregunté al lobo tumbado en el sofá. Gruñó y respondí yo por él—: Sí, Roier va. Yo no.
—Oh, vaya. ¿Tienes que trabajar? Podemos adelantar un poco la hora si quieres y así…
—No, Aroyitt —la detuve—, ya no trabajo los domingos. Simplemente no quiero ir.
Mis palabras dejaron un silencio en la línea. Ella sabía por qué y yo sabía que no podría decir nada para cambiar mi opinión, así que terminé con un educado:
—Gracias por llamar. Que pases una buena tarde.
Sí, las cosas iban bien. Al menos para mí. Resulta que, al otro lado de esa llamada, no solo estaba Aroyitt, sino también Carola. Había sido él el que le había dado permiso a su compañera para invitarme y también el que le había pedido que me dijera que ellos se harían cargo de los gastos de Ollie. Entonces se quedaba a escuchar la conversación como un puto adolescente para comprobar cómo reaccionaba yo, lo que le decía a su compañera o cómo se lo decía.
Por ridículo que pueda parecer, Carola siempre hace ese tipo de cosas. Hay que conocerlo bien para llegar a entender las muchas vueltas que le da a todo, lo mucho que se molesta y se preocupa por hasta el más mínimo detalle que pueda afectar a la Manada. Es un lobo que se toma su puesto y sus responsabilidades muy en serio. Siempre teme tomar la decisión errónea o cometer un fallo del que después pueda arrepentirse, porque las consecuencias podrían afectar a todos. Así que cuando creía estar equivocado, lo hablaba con Roier y Quackity; y cuando realmente estaba preocupado, lo hablaba conmigo. Sí, qué ironía, ¿verdad? Su enemigo número uno que también es su consejero de confianza. Pueden imaginarme con un Consiglieri de una mafia siciliana, pero con lobos.
Y es que, cuando el muy pelotudo empezó a escucharme y a dejar de intentar ver insultos y desprecio en todo lo que le decía, se dio cuenta de yo era un hombre con muchos recursos y buenas ideas. Solo desde que me conocía, había conseguido salvar a Roier y Axozer de una banda criminal, había movido «caramelos» delante de un intenso control policial, me había colado en el Luna Nueva y tenido tiempo a pintar por todo el local, había conseguido el dinero suficiente para mantener a mi lobo sobrealimentado aunque solo me dieran trabajos de mierda, había desenmascarado a Daisy con tan solo una llamada y había engañado a Ollie para que comierañ y bebiera vitaminas todos los días. Ni si quiera Carola estaba tan ciego para no darse cuenta de todo eso. Pero aquel más que merecido puesto de consejero, fue más adelante, por el momento, el Alfa estaba inmerso en uno de sus muchos debates internos. En concreto, en si estaba haciendo lo correcto conmigo.
No había escuchado a Quackity cuando el Beta le había advertido de que yo no era como el resto de compañeros, que yo era terco y con poca paciencia, pero también justo y leal. No había querido creer a Roier cuando le había dicho que yo no era tan malo, «Spreen es duro, pero quiere mucho a quienes lo quieren, como a Roier». Ni siquiera había hecho caso a Aroyitt cuando esa noche en el sótano le había dicho que dejara de ser tan mezquino conmigo y que me diera la oportunidad de estar con ellos sin recordarme constantemente el error que había cometido. Carola había ignorado a todos y había seguido firme en sus convicciones. Se había preocupado de asegurarse de que yo no trabajaba tanto como decía, que solo ponía excusas y les acusaba de no tener tiempo ni dinero, creía que solo hacía cosas por ellos para hacerles sentir culpables de no incluirme en su mundo, creía que trataba mal a Aroyitt solo por joderle, creía que no le tenía respeto porque insultar al Alfa era como una forma de regodearme, al igual que obligarle a tratar conmigo, a insistir para que respondiera a sus llamadas y tener que pedirme cosas. Carola estaba convencido de que yo era un jodido y retorcido genio del mal; un mocoso que se lo pasaba bien humillando a la Manada y que, por ello, no pasaba nada si la Manada me humillaba de vuelta.
Sin embargo, su fuerte convicción estaba empezando a desmoronarse lentamente, como un castillo de arena al viento, grano a grano. Algunas cosas simplemente no encajaban, ¿por qué hacia lo que Quackity me pedía, aunque estaba claro que el lobo estaba enfadado conmigo, pero ponía tantas excusas cuando lo pedía él? ¿Por qué los Machos que me conocían y trataban conmigo no parecían odiarme en absoluto? ¿Por qué Ollie no quería volver al Refugio con su Manada, pero venía cada noche a mi trabajo y no parecía importarle? ¿Por qué Roier había dejado de insistir en que me invitaran a más fiestas después de la noche del sótano? ¿Por qué ya no hablaba de mí delante de su Alfa? ¿Por qué yo sonaba más cansado e indiferente que soberbio cuando Aroyitt me llamaba?
Preguntas que se había empezado a hacer.
—Quizá yo haya sido un hijo de puta con Spreen y tenga la culpa de todo —dijo el Alfa.
No. No dijo eso, pero es lo que debería haber dicho. Lo que realmente pasó, como me confesó él una noche de borrachera en la que la cerveza de importación le jugó una mala jugada, fue que quizá, por su culpa, la Manada estuviera perdiendo a un gran compañero.
Chapter 52: EL DOCTOR LOBO: ESTÁ PREPARADO PARA EL CELO
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A solo semana y media del Celo, las cosas se volvieron un poco precipitadas y extrañas. En mis últimos días de trabajo no hice lo que solía hacer, que era pasar de todo y mandarles a la mierda porque yo iba a cobrar igual. Sino que seguí haciendo mis tareas y tratando de dejar la mejor impresión posible, ya que era un puesto bien pagado, cómodo y tranquilo; tenías que desatascar algún retrete y arreglar un par de cosas, pero seguía siendo mejor que muchos otros. Ollie me acompañó esos últimos días, suspirando de vez en cuando hasta que finalmente me confesó:
—Vaya, voy a echar un poco de menos esto.
—Yo también —respondí tras soltar una bocanada de humo a un lado —. No creo que en mi próximo trabajo haya máquinas expendedoras.
El lobo me miró por el borde de los ojos, pero terminó por sonreír y negar con la cabeza. Ahora se sentaba a mi lado, en la misma mesa, a no ser que estuviéramos en conserjería donde había acercado la silla al escritorio para poner los pies en alto como yo hacía. El jueves, en nuestro última noche allí, le invité a un pack de cervezas de medio litro e incluso guardé una para Jhon el reponedor, el cual llegó y dedicó la misma mirada nerviosa a Ollie.
—¿Celebran algo? —me preguntó, sacando distraídamente las llaves para abrir las máquinas.
—Hoy se termina mi contrato —respondí, un poco más alegre y expresivo debido al alcohol.
—Oh, y… eso… ¿te alegra? —murmuró.
Me encogí de hombros y fumé una calada antes de responder:
—Preferiría tener trabajo y seguir cobrando, pero así son las cosas. Ya buscaré otro puesto de mierda dentro de una semana.
—Pues, si te interesa, mi empresa está buscando a reponedores —me dijo de pronto, algo que yo no me esperaba y para lo que no estaba preparado en aquel momento—. ¿Tienes carnet de conducir?
—Sí… —parpadeé un par de veces y asentí—, claro.
—Tendrías que llevar el currículum a la oficina central, esta en las afueras, pero quizá podría echarte una mano —continuó, mirándome de vez en cuando mientras se daba la vuelta para tomar las bolsas de gominolas, bollos industriales y bolsas de snacks antes de rellenar los huecos que faltaban—. Es un trabajo bastante aburrido, pero al menos el sueldo es decente.
—Ahm… —volví a asentir y me llevé el cigarrillo a los labios—. Gracias, Jhon, iré a preguntar la semana que viene.
Ahí quedó la cosa, cuando el hombre se marchó, Ollie me miró y negó con la cabeza.
—No vas a poder meter todas las bolsas en un hueco de mala forma, fumarte un cigarrillo y salir con el dinero, Spreen. Para ese trabajo hay que tener cuidado y saber contar, ¿crees que podrías?
Le mostré el dedo medio sin mirarlo y seguí fumando. Al día siguiente, volví por la tarde para entregar la tarjeta magnética y firmar el recibo de suelo, topándome con Gregor en su puesto. El hombre evitó mirarme a toda costa e incluso se escondió de mí, lo que produjo una pequeña y malvada sonrisa en mis labios. Al llegar a casa con las bolsas de comida Roier ya estaba tumbado en el sofá, desnudo y con una mano alrededor del mando y la otra en los huevos. Gruñó y giró el rostro para saludarme.
—Decile a Quackity que mande a Ollie a la tienda de caramelos, iré yo a verlo esta semana hasta que encuentre otro trabajo —le dije después de acercarme a darle una caricia y un beso en los labios.
El lobo asintió y se levantó para ir a lavarse las manos al fregadero y sentarse en su taburete frente a una enorme bandeja de macarrones con carne picada. Desde que le había visto comer espaguetis a la boloñesa como si no hubiera un mañana, había pensado en incluir más pasta en su dieta. Si le gustaba, por mí perfecto, porque también era más barata que cinco kilos de cerdo a la brasa. Tras nuestra siesta de después de comer y nuestro sexo de después de la siesta, lo acompañé a la ducha y me vestí a su lado, recordándole que le dijera aquello a Quackity antes de que se fuera con la Manada. Me quedé en casa mirando la tele, con las ventanas abiertas para que entrara un poco del aire tibio de la noche y haciendo tiempo antes de irme, hasta que el celular vibró encima de la mesa y leí el mensaje que Quackity me había mandado: «La tienda de caramelos está cerrada ahora. Ollie está con Conter en el casino de la catorce con Pennsylvania. Vete bien vestido». Lo releí otra vez con una expresión seria. Había algo en aquel mensaje que no me gustaba, quizá fuera el tono o el hecho de que el Beta parecía estar olvidándose de que todo aquello era un gran favor que le estaba haciendo. Chasqueé la lengua y dejé el celular de vuelta en la mesa, apagando la tele para dirigirme a la habitación.
Lo de la ropa me rompió los huevos un poco, no voy a mentir. Sabía que en los Casinos de la Manada incluso los lobos se ponían una camisa, pero yo solo iba a pasarme a charlar con Ollie e inventarme alguna otra excusa para que se comiera el tupper; no entendía por qué iba a «ir bien vestido». Farfullando esto por lo bajo junto con algunos insultos y muecas de desprecio, me puse mi ropa del Doctor Lobo, pero sin gafas ni corbata, y salí por la puerta dando un golpe seco.
Como Conter estaría allí y hacía tiempo que no le veía, pensé en pasarme por un local turco y comprarle media docena de kebabs, esos que tanto le gustaban; antes de dirigirme con mi preciosa moto hacia el casino. Con la bolsa del turco en una mano y tupper en la otra, llamé a la puerta metálica y negra del callejón. Un hombre grande y con cara de pocos amigos y muchos problemas, me miró de arriba abajo y me pidió algún tipo de contraseña o algo así.
—Soy Spreen —respondí sin más.
Quizá conociera mi nombre o quizá pudiera oler mi peste a Roier, fuera lo que fuera, asintió y se apartó sin más. Aunque la entrada fuera oscura y algo sórdida, el Casino de la catorce con Pennsylvania era de los más lujosos y elitistas de la ciudad. Allí iban los empresarios y demás gente rica a apostar unas sumas de dinero y tomar riesgos que no se permitían en los casinos legales. Además, la Manada aceptaba todo tipo de pagos, sin importar su procedencia o su naturaleza, así que podría decirse que había más de un motivo por el que la gente iba allí a jugar. Nada más pasar al interior, una recepcionista guapa y escotada me preguntó si podía ayudarme en algo.
—Vengo a ver a Ollie y Conter —respondí con mi expresión indiferente y mi tono neutro.
—Perdone, ¿a quién?
—Vengo a ver a los putos lobos —repetí, esta vez para dejarlo bien claro.
La joven se sorprendió y alzó las cejas, pero recuperó rápido la compostura y siguió forzando una sonrisa mientras me decía:
—Espere aquí un momento, por favor.
Le di dos minutos, si en ese tiempo no me daba respuesta, yo mismo iría a buscarlos. Por suerte para ella, no tardó ni uno en volver a paso apresurado con sus tacones altos y una sonrisa mucho más grande en sus labios pintados.
—Discúlpeme, no sabía quién era usted. Acompáñeme, por favor.
Mucho más atenta y nerviosa que antes, me guió por un pasillo cercano a la pared de falsas columnas, frondosas plantas de plástico y estatuas griegas de cartón piedra. Entre todo aquello, había una discreta puerta medio escondida que ella me abrió antes de indicarme con un gesto que podía pasar. Ni si quiera la miré de vuelta cuando crucé hacia unas escaleras que ascendían hasta un pasillo mucho menos decorado y elegante que el resto del casino. Allí se podían ver las tuberías y la luz era baja, azulada y pálida. La pared que daba al resto del local era de cristal espía, o no sabía muy bien cómo llamarlo. Se podía ver desde dentro afuera, pero no desde fuera adentro; así que los muchos jugadores no sabían que una docena de hombres les estaban espiando por si se… portaban mal. Uno de ellos, se llevó un dedo al auricular que tenía en la oreja y me miró antes de murmurar algo y acercarse.
—¿Eres Spreen? Sígueme, por favor.
A esas alturas yo ya tenia las bolas por el piso. No estaba nada acostumbrado a ese lado más, digamos, «típicamente mafioso» de la Manada, y todo aquella apariencia y seguridad no me estaba gustando para nada. Con mi cara de orto, seguí al hombre de seguridad con traje negro que parecía el puto guardaespaldas del presidente hacia una última puerta a la que llamó antes de abrir. La peste a Olor a Macho se pudo percibir al instante, una que no se había notado hasta entonces, ya que los tres lobo estaban allí recluidos y no salían. Resultaba que, además de Ollie y Conter, allí también estaba Serpias; otro Macho Común. Los tres estaban sentados, dos de ellos a cada esquina del sofá y el último en un sillón aparte. Había una mesa central y vistas al casino gracias a la misma pared acristalada del pasillo, pero ellos estaban más interesados en la enorme pantalla plana al otro lado y al videojuego al que estaban jugando como un grupo de adolescentes.
—A la mierda, Spreen. ¿Ahora llevas camisa? —fue lo primero que soltó Conter al verme, tan sorprendido como los otros dos.
—Solo cuando quiero parecer elegante —murmuré sin inmutarme.
Me acerqué a ellos, dejando la bolsa del turco y el tupper sobre la mesa. Ollie y Conter me miraron, muy interesados en descubrir por qué traía tanta comida, Serpias, por el contrario, solo me miraba de una forma extraña. Saqué mi cigarrillos del bolsillo de la chaqueta negra y me puse uno en los labios, encendiéndolo con el zippo y sin apartar la vista de los ojos de un color chocolate claro y brillante de Serpias. Conocía al lobo de pelo bicolor teñido. Ya nos habíamos encontrado antes cuando venía a la gasolinera o cuando les llevaba pizzas, pero nunca antes me había dedicado más que un vistazo rápido, y mucho menos se había quedado así, como si estuviera a punto de saltar sobre mí para morderme.
—¿A vos que poronga te pasa? —le pregunté tras echar el humo.
Serpias apretó los dientes y gruñó de una forma densa y grave. Sin embargo, yo reconocí aquel ruido ronco y que nada tenía que ver con el odio y la amenaza, sino todo lo contrario. Ollie fue el que le dio una golpe en la nuca y lo miró con los ojos muy abiertos y expresión enfadada. Serpias al fin reaccionó, apartando de pronto la mirada a un lado y agachando la cabeza.
—Lo que pasa es que Serpias debería recordar que como Roier se entere de esto, va a pegarle tan fuerte que no se va a levantar en una semana —dijo Conter, quien también miraba al otro lobo con expresión seria.
—Ah… —comprendí, sentándome tranquilamente en un taburete acolchado que había libre. Apoyé los codos en las rodillas y fumé otra calada antes de preguntarle a Serpias—: ¿Es porque El Celo está cerca o porque te gustan los humanos con camisa?
—Es por El Celo —dijo el lobo en voz baja, grave y sin atreverse a mirarme.
—Y porque pareces un abogado sexy que acaba de salir del bufete — añadió Conter con una fina sonrisa algo cruel—. A Serpias le gustan guapos y con éxito.
Me limité a asentir y dejar el incidente atrás. Conter tenía razón en algo: como Roier se enterara de que Serpias había intentado ligar conmigo al estilo lobuno, se iba a poner como una puta fiera. Él no era tan comprensivo como yo en ese tema, consciente de que Serpias empezaba a tener las hormonas revolucionadas, al igual que todos los demás, y que su creciente apetito sexual le había jugado una mala pasada conmigo; llegando a ignorar incluso mi fuerte olor a Roier. Así que le hice un favor y fingí que no había ocurrido.
—Si hubiera sabido que tenia que pasar por toda esta mierda, no hubiera venido —dije señalando a mis espaldas con el pulgar antes de llevarme el cigarro a los labios.
—En el casino hay mucho dinero, Spreen. Los humanos beben y a veces se enfadan cuando lo pierden. Carola prohíbe que vean a la Manada por aquí, así que tenemos que contratar a otros humanos que les vigilen — respondió Conter—. ¿Eso es kebab? —me preguntó al fin, señalando la bolsa con un movimiento de cabeza.
—Sí.
El lobo asintió y miró la televisión donde estaba el videojuego en pausa.
—Es para vos, Conter —añadí tras un breve silencio en el que quise comprobar si el lobo insistía más o prefería dejarlo ahí—. Quackity me dijo que estarías acá.
El lobo emitió un gruñidito de sorpresa, arqueó las cejas y sonrió.
—Vaya, gracias, Spreen —respondió, alargando una mano grande hacia la bolsa antes de ponerla frente a él y gruñir de placer.
—Dale un poco a Serpias —murmuré.
Ollie apartó la mirada mientras los otros lobos devoraban los kebabs como los cerdos que eran, llenándose la boca de salsa y derramando parte de los rollos sobre el papel albal en el que venían envueltos. Tras un minuto o dos, se excusó para ir al baño y volvió solo cuando supo que los Machos habrían terminado de comer. Él tuvo que esperar hasta que, dos horas después, dejé el mando de la videoconsola en la mesa y me despedí, diciendo que ya era momento de irme.
—Tiraré esto a la salida, en el contenedor de aquí al lado —anuncié de forma desinteresada, llevándome el tupper hacia la puerta.
—Si lo vas a tirar, déjanoslo a nosotros —me sugirió Serpias, quien, al parecer, no había tenido suficiente con media docena de kebabs ni estaba al tanto de mis planes para dar de comer a Ollie.
—No, esa es la comida de Spreen. Que la tire si quiere —dijo Conter, añadiendo un peligroso y nada sutil—: Ollie, vete con él y asegúrate de que no le pase nada de camino a la moto.
Puse los ojos en blanco y negué con al cabeza, pero no dije nada. Ollie gruñó y frunció el ceño, sospechando que algo extraño pasaba. Cuando bajó conmigo y salió a la calle, tuve que tirar el tupper dentro del contenedor industrial para que no fuera tan descarado como Conter lo había hecho. Charlamos un poco mientras me fumaba un cigarrillo y después me fui, dejándolo solo y tranquilo por si quería volver a buscar el cubo de comida y llevárselo al coche.
Cuando volví a casa, me quité la ropa y la metí en la bolsa de lavandería para llevarla al día siguiente a lavar, poniéndome tan solo un pantalón fino de verano. Nunca había tenido claro si era la parte baja de un pijama o algún tipo de prenda de deporte, solo que me había costado un dólar en la tienda de segunda mano y que llevaba tres años con él en el armario. Roier volvió antes de lo esperado y me saludó con un gruñido antes de acariciarme el rostro contra el suyo y abrazarme. Eso me pareció un poco raro, pero creía que, quizá, solo me había echado de menos aquel día. Cuando a la mañana me siguió a la ducha después de coger en vez de quedarse dormido de nuevo, empecé a sospechar algo, pero no fue hasta que empezó a abrazarme por detrás en la lavandería y a ronronear por lo bajo cuando supe que eso no era normal.
Roier era un lobo mimoso; le gustaba que le acariciaran y le gustaba demostrarme lo mucho que me quería con sus suaves mordiscos y sus ronroneos. Yo había aprendido a tener paciencia con aquello, siempre y cuando no se pasara de la raya y se pusiera pesado y empalagoso, algo que no soportaba. Pues bien, resulta que aquello era solo el principio. Ya he explicado de sobra lo mucho que la proximidad del Celo afecta a los Machos Solteros: sus hormonas se disparan, están sobrexcitados, se vuelven más territoriales, apestosos, nerviosos y su instinto les lleva a elegir a una pareja con la que pasar esos tres o cuatro días de sexo ininterrumpido. Lo que no he explicado es lo que le pasa a un Macho con compañero. Un lobo que ya tiene pareja, sufre los mismos cambios, pero todos ellos se centran en su humano: se vuelven súper dependientes de estos, muy posesivos y absurdamente cariñosos. Su instinto les arrastra a reafirmar su relación y a convertirse en estúpidos y enormes hombres enamorados que no se quieren separar de vos ni un segundo. A finales de aquella semana, Roier ya había empezado aquel cambio, pero no fue ni la décima parte del monstruo en el que se convertiría.
Yo no lo sabía por entonces, porque la primera vez, Roier simplemente se había ido y había vuelto directamente para coger, sin darme más problemas que tener que prepararme para El Celo. Creí que en esa ocasión sería algo similar, pero me equivoqué. Fue un giro inesperado y problemático en mis planes para aquella semana tener a un Roier pegado al culo y que parecía cada vez más y más tonto, incluso para ser él. El sábado conseguí ir a mi charla con once personas nuevas y anuncié que daría otras tres «especiales» y a mayor precio; algo que también puse en mis mensajes publicitarios. Incluso contando con tener que pasarme a darle el tupper y las vitaminas a Ollie, estaba seguro de que tendría tiempo de sobra para ir a la ONG sin problemas.
El domingo, Roier se pasó media hora acariciándome y ronroneando después del sexo de primera hora, apretándome entre sus brazos y gruñendo de forma juguetona si trataba de apartarle.
—Roier quiere mucho a Spreen… —me decía de vez en cuando.
—Te juro por dios, Roier, que como no me dejes salir me voy a enojar de verdad.
Se terminó apartando, pero me siguió a la ducha, a la cocina y a la calle, muy pegado o agarrándome de la muñeca. No importaba lo mucho que le mirara con el ceño fruncido o lo mucho que me quejara, el lobo simplemente parecía estar como ligeramente borracho o drogado, aprovechando cualquier momento para rodearme con los brazos y frotar su rostro contra mi pelo. El lunes fue incluso peor, se fue más tarde de los normal al trabajo y volvió antes solo para seguir muy pegado a mí, abrazarme y sepultarme bajo su cuerpo.
—¿Roier, qué poronga te pasa? —le terminé gritando.
—Roier quiere mucho a Spreen… —respondió con una sonrisa.
Aquello fue cuando todavía era capaz de hablar, el martes no hacía ni eso, simplemente murmuraba de vez en cuando «Spreeen…» mientras ronroneaba y me pegaba mucho contra él. Aquel mismo día llegué al casino donde me esperaba solo Conter, Serpias y Ed. Mi lobo había insistido en acompañarme y no me soltaba la muñeca. Al llegar al interior me rodeó con los brazos y gruñó a los demás lobos en señal de advertencia.
—¿Qué mierda le pasa a Roier? —les pregunté con un tono serio y muy peligroso.
—Es El Celo, Spreen —me dijo Conter con una sonrisa, agachando la cabeza en señal de sumisión al SubAlfa y tratando de no enfrentarse demasiado a su mirada—. Todos los Machos con compañero están igual. Los Solteros somos los únicos capaces de pensar ahora.
Eso significaba varias cosas, que la Manada estaba ahora a cargo de Quackity, el lobo Soltero de mayor rango, y que Ollie estaría como loco haciendo lo mismo con Daisy, así que no tendría que darle de comer. Aun así, la situación no mejoró demasiado. Conseguir escapar de Roier para ir a las charlas fue todo un reto y, cuando volvía, le encontraba dando vueltas por casa muy nervioso y gimoteando. Lo peor de todo fue que a partir del miércoles ni siquiera era capaz de coger. Aquella mañana me lo hizo de frente, movió un poco la cadera mientras gruñía por lo bajo y se corrió en apenas un minuto, solo una triste vez, antes de la inflamación.
—Me estas jodiendo… —dije yo, sin creérmelo.
—Spreeeeen…
Cada vez más frustrado y apestoso, ya que Roier había empezado a oler muy fuerte debido a las hormonas, estaba tratando de sacar adelante las clases y cargar con un enorme y estúpido lobo enamorado. En la última de mis «charlas especiales» del viernes, tuve que llegar corriendo e irme el primero, dejando tras de mí a un público sorprendido y bastante preocupado de todo lo que les había contado. Lo que, sinceramente, empezaba a ser lo normal. Dando por finalizado mi breve periodo de profesor, me pasé por una tienda para comprar los bidones de agua y las provisiones, y por una farmacia para tomar una bocada de aire y apretar los dientes antes de decir:
—Dame una caja de enemas.
Sí, aún con un Roier que hacía todo lo posible por no separarse ni un puto segundo de mí, yo tenía que «prepararme» igual que la primera vez. Bien, sumen mi irritación acumulada, la falta de buen sexo y el hecho de tener que hacerme una lavadita profunda. A un día del Celo, yo era una jodida bomba de relojería a punto de explotar.
—¡ESTOY EN EL PUTO BAÑO LOBO DE MIERDA! —le chillé a Roier, un grito que debió oírse en todo el edificio, porque el lobo no paraba de llamar a la puerta y gemir mientras yo estaba cagando hasta los intestinos por el culo.
Para que se hagan una ligera idea de la situación.
Todo terminó la mañana del sábado. Recuerdo que un movimiento a mis espaldas me desveló y que oí gruñir a Roier. Iba a preguntar qué carajo le pasaba ahora, pero antes de que pudiera hacerlo, noté su cuerpo grande y pesado sobre mí, junto con un trozo de carne muy duro y empapado que no dudó en abrirse paso hacia mi culo y entrar en mi casi entero y de un solo empujón. Perdí el aire y me agarré a las mantas, apretando muy fuerte los dientes debido a la sorpresa y el daño que me había hecho. Roier solo gruñía y jadeaba mientras movía la cadera sin parar. El lobo romántico y cariñoso había muerto, ahora era un lobo hambriento de sexo y que no entendería a razones. El Celo había comenzado.
El segundo Celo no es diferente al primero: ni mejor, ni peor. Lo único que cambia es la forma en la que vos lo enfrentas. La primera vez quizá tengas miedo y dudas y no estés seguro de que vayas a aguantar tres o cuatro días así, de si podrás soportar tanto sexo y no te arrepentirías a mitad de camino. La segunda vez ya sabes que puedes y te lo tomas de una forma más relajada. El sexo es muy intenso pero llega un momento en el que ya pierdes la cuenta y hasta la conciencia. La primera cogida que me dio me sentó bastante bien, Roier se corrió cinco veces seguidas y después se desplomó sobre mí durante la inflamación. El segundo, veinte minutos después, fue bueno, el tercero y el cuarto fueron en diferente postura y para el quinto, sexto y séptimo ya me dejaba mover como si se tratara de un muñeco de trapo a las órdenes del lobo. Se pasó todo aquel primer día haciéndomelo cada veinte minutos o media hora. No fue hasta la mañana siguiente que el ritmo empezó a descender y el lobo, ya cansado y sudado, espació más el sexo y pudo llegar a dormirse. Aproveché para escaparme de él e ir al baño, sintiéndome aturdido y cansado. Comí dos barritas energéticas mientras estaba sentado en el váter, mirando la pared desteñida y sin pensar en nada. Pude dormir un par de horas antes de que Roier se despertara, me volviera a coger a gruñidos, esperara a la inflamación y me agarrara de la muñeca para irse en busca de uno de los bidones de agua para beberse casi la mitad de una sentada.
Aquella dinámica se repitió un par de veces, junto con mis escapadas al baño. La única forma de medir el tiempo era por los envases de comida que ya había tomado y lo vacías que estaban los bidones de agua de Roier. El resto, era como un bucle de sexo, sudor y gemidos que se repetía una y otra vez sin parar. A veces lo disfrutabas y a veces simplemente dejabas al lobo hacer lo suyo. Una vez, quizá al segundo o tercer día, Roier me lo quiso hacer de frente y me puse las manos tras la cabeza, mirando como el lobo gruñía y jadeaba. Tenía los ojos en blanco y los labios entreabiertos y babeado, solo movía la cadera sin parar y seguía como si a esas alturas ni siquiera fuera consciente de lo que hacía. Cuando se corrió sus cinco veces de rigor, empujó un poco más fuerte para metérmela todo lo posible y soltó un gemido grave y ronco. De pronto pareció mucho mejor y se dejó caer sobre mí para jadear y recuperar el aire mientras su verga se hinchaba como un globo. Le acaricié la espalda sudada y miré el techo, pensando en si los lobos realmente disfrutaban de aquello o era solo una necesidad biológica de la que no podían escapar.
Supe que el final estaba cerca cuando, en otra de mis visitas al baño para descargarme de semen de lobo, eché un vistazo a los bidones y vi que solo quedaba la mitad del último. Cuando miré mi mesilla, comprobé que ya no quedaban barritas energéticas, bebidas ni batidos. Solté un murmullo y me eché al lado de Roier con cuidado de no despertarlo. Cuando me desveló de nuevo para meterme la pija, lo hizo más pausado y esperó toda una hora y media antes de volver a hacerlo. Aquella misma noche se despertó, se movió hacia el borde de la cama y bebió lo último que quedaba en su botella. Tras otra ronda de sexo y una siesta de una hora, se giró hacia mí y me abrazó. Un fuerte rugido de tripas llenó la penumbra de la habitación y una voz ronca me dijo al oído:
—Roier mucha hambre.
Tome una bocanada de aire y la solté lentamente. El Celo había terminado. Me froté el rostro y lo noté caliente y grasiento como mi pelo.
—Pediré algo de comida —respondí con una voz un poco tocada tras días en los que solo había gemido y jadeado.
El lobo asintió y se movió para ir al baño y ocuparse ahora de otras necesidades biológicas. Me incorporé y parpadeé un par de veces. No sabía cuánto tiempo había pasado y todavía estaba algo aturdido tras la experiencia. Me levanté y fui hacia la puerta corrediza para abrirla, sintiendo el aire más puro y limpio del salón. Evidentemente, El Celo era algo que producía muchísimo olor, una peste densa y fuerte que se acumuló en la habitación y que había conseguido llegar también al resto de la casa, pero en menor cantidad gracias a la nueva pared de papel, por eso solo salir de la habitación parecía como tomar una bocanada del aire más fresco y puro. Fui por mi paquete de cigarrillos, me puse uno en los labios, lo encendí con el zippo y agarré el celular a un lado de la mesa. Llamé a una hamburguesería y pedí seis hamburguesas tamaño Maxi, dos docenas de Nuggets y un cubo familiar de alitas de pollo; después llamé a una pizzería e hice un pedido igual de absurdo. Para cuando colgué, Roier ya había vuelto del baño y se había acercado con sus pasos pesados a mi espalda para abrazarme y frotar su rostro contra mi pelo y aspirar.
—Mmmh… —dijo con profundo placer—. Spreen huele muchísimo a Roier…
—Me pase… —miré la pantalla del celular—, cuatro putos días debajo de vos.
El lobo sonrió y asintió.
—¿A Spreen le gustó El Celo? —me preguntó.
Miré la ciudad a lo lejos inmersa en la noche nublada y arqueé las cejas. No me esperaba aquella pregunta, la verdad.
—Siempre es interesante —reconocí—. ¿A vos te gustó?
El lobo se encogió de hombros y me apretó un poco más fuerte contra él.
—Roier no lo sabe, solo sabe que está muy excitado y que necesita mucho a Spreen.
Murmuré una afirmación y fumé otra calada que me supo a gloria después de tanto tiempo sin poder probar el tabaco.
Como ya había empezado a sospechar por aquel entonces, los lobos no son conscientes de lo que pasa en El Celo. Pierden el raciocinio por completo y tan solo son capaces de satisfacer su fuerte necesidad de procrearse. Al ser el único periodo en el que son fértiles, su organismo utiliza este mecanismo para asegurarse de que la especie se reproduce y continua adelante. Los lobos no tienen elección alguna en todo este proceso, solo en la elección de con quién pasarlo. La única excepción es cuando las compañeras están embarazadas del Celo anterior, entonces no pasan de esa etapa de lobo enamorado y estúpido para no dañar al feto. Así que, si lo siensan, los humanos son los únicos que realmente disfrutan de esos tres o cuatro días de sexo ininterrumpido. Para los Machos, el Celo no es algo más que pasa en sus vidas y que incluso puede llegar a ser problemático a veces; como la menstruación, pero cada seis meses.
Es curioso que un momento tan mitificado por los humanos como es El Celo, fuera algo tan indiferente para los lobos. Pero supongo que es normal si se ponen en su situación: piensen que de pronto una semana se empiecen a poner muy excitados, cada vez más y más, hasta que de pronto pierden la conciencia y se levantan cuatro días después, hambrientos, cansados y al lado de otra persona que les dice que han estado cogiendo sin parar y que fue maravilloso. Sería raro, ¿verdad?
Chapter 53: EL DOCTOR LOBO: ES TAMBIÉN UN PARIA
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Cuando llegaron los pedidos, los dos repartidores apartaron el rostro con una profunda expresión de asco debido a la peste de la casa; pero eso solo me hizo sonreír de forma malvada. Les di el dinero y agarre mi comida a cambio, cerrándoles la puerta en la cara. Roier empezó a comer como un demente, sentado en el borde del sofá, metiéndose las seis hamburguesas sin apenas respirar, una tras otra. Después atacó los Nuggets y las alitas de pollo, terminando con tres de las seis pizzas familiares hasta que, literalmente, no le cupo nada más en su estómago muy abultado y duro. Entonces se desplomó y gimoteó un poco por la incomodidad. Tuve que acariciarle la barriga hasta que se le bajó un poco y consiguió dormirse. Yo también había comido bastante y no tardé en quedarme tan dormido como él.
Nos despertamos la tarde del jueves, recuperados y preparados para volver a la normalidad tras una buena ducha y una buena afeitada. Salimos a desayunar y dejé los ventanales abiertos para airear un poco la casa mientras tanto, disfrutando de un paseo por la calle soleada y más templada de octubre. En la tienda de comida nos recibieron con una sonrisa y a la estúpida de la chica nueva que habían contratado se le ocurrió decirnos: «espero que El Celo haya ido bien». Me quedé mirándola con cara seria y me limité a agarrar mis bolsas de comida.
Mientras Roier devoraba su bol de arroz con pollo y verduras, yo me hice un café y fui a fumar a la ventana, apoyando el vaso en la mesilla de madera de pino que Roier me había hecho. Allí también había colocado su nueva planta de yucca, que era como una pequeña palmera de tronco grueso y alargado. A mí me pareció buena idea dejar el cargador del celular allí, ya que quedaba cerca de un enchufe que nunca había usado pero que, para mi sorpresa, funcionaba. En aquel momento de tranquilidad y silencio, fue cuando el celular empezó a vibrar. Retrocedí de la puerta de emergencia y me incliné un poco para mirar el número.
—Carola —le dije al lobo, quitando el cable de alimentación y alargando la mano hacia él para entregarle el teléfono.
Roier se apresuró a tragar todo lo que tenía en la boca y se limpió las manos en un trapo antes de responder:
—Aquí Roier. Sí, Spreen y Roier ya terminaron El Celo. Sí. Bien. Roier se encarga. —Un breve silencio mientras oía hablar al Alfa. El lobo me miró y asintió—. Spreen… —negué con la cabeza—. Spreen no puede hablar. Sí, Roier se lo dirá. Adiós. —Me entregó el celular y volvió a mirarme mientras se metía otra cucharada en la boca y masticaba ruidosamente—. Carola quiere hablar con Spreen —me explicó.
—Carola y yo ya hablamos todo lo que teníamos que hablar —le aseguré, volviéndome hacia la puerta de emergencias abierta.
Estaba seguro de que aquello no terminaría allí porque conocía al Alfa, así que no me sorprendió cuando al atardecer el celular volvió a vibrar sobre la mesilla. Aparté suavemente la cabeza de Roier sobre mi pierna y me levanté del sofá, miré el número desconocido y arqueé una ceja. Lo de llamar desde otro celular no era algo que le hubiera funcionado antes, pero de todas formas respondí:
—¿Sí?
—Spreen —me dijo una voz, pero una que no me esperaba.
—Rubius —dije con un tono un poco sorprendido—. ¿Al fin te acordaste de mí?, pensé que no volvería a verte hasta que repartiera comida de nuevo.
Oí su risa a través del auricular, pero era lejana y un poco entrecortada, como si estuviera hablando por el manos libres o algo así. Quizá fuera conduciendo mientras me llamaba.
—No, solo he estado ocupado, Spreen —me aseguró—. Ya sabes a todos lo humanos que tengo que atender —soltó una risa mezclada con un gruñido grave y de pronto, añadió—: Por cierto, ¿ya has encontrado trabajo?
—No —me saqué un cigarrillo de la cajetilla y me lo puse en los labios antes de encenderlo y soltar la primera bocanada hacia la abertura de la puerta de emergencias—. Hoy es el primer día que estoy fuera de la cama y no tengo a Roier encima gruñendo como un orangután, Rubius. Dame un poco de tiempo.
El lobo volvió a reírse un poco y me dijo:
—Lo dices como si te quejaras, Spreen. ¿Roier no te lo hizo bien?
Solté un bufido y me acerqué a la puerta para abrirla un poco más y apoyar el hombro en el marco mientras miraba el paisaje.
—Mi lobo coge mejor que todos ustedes juntos, de eso puedes estar seguro.
—Eso es lo que dicen todos los compañeros de sus Machos.
—Aja, pero yo soy el único que lo dice en serio —le aseguré—. ¿Me llamaste solo para preguntarme qué tal me cogieron o es que necesitas algo, Rubius? —pregunté entonces, porque sabía que si empezábamos con aquel toma y daca de tonterías, podíamos pasarnos así horas.
—Sí. Te llamaba por Ollie, para saber si tenía que decirle a Quackity que le enviara a algún sitio. Si no, va a estar conmigo en el nuevo almacén. Puedes venir y traerte su comida.
Me pasé la lengua por los dientes, dándome un momento para pensar en eso.
—Creía que solo la Manada podía ir a ese almacén —murmuré.
—Sí… —afirmó—, pero bueno, no pasará nada porque vengas un rato, Spreen.
—¿Lo hablaste con Quackity o con Carola? No quiero problemas después, Rubius —le advertí.
—Fue idea de Quackity, no te preocupes —respondió con un tono más serio, porque el tema lo requería. Rubius sabía que con la Manada no se bromeaba—. Te mandaré la localización y puedes pasarte cuando quieras.
Me fumé una calada y solté el humo, que se removió con la sueva brisa hasta desaparecer por completo. No me importaba ayudar a Ollie, pero no me sentía nada cómodo con la idea de tener que ir al nuevo almacén y que, una vez más, la Manada me escupiera a la cara por algo que no era mi culpa.
—De acuerdo —acepté—. Me pasaré solo un momento y dejaré la comida de Ollie.
—Bien —lo celebró el lobo en un tono más alegre, como si hubiera estado esperando en tensión a mi respuesta—. Por cierto, Conter me dijo que a ellos les llevabas kebabs, puedes traérmelos a mí también si te… — colgué.
Dejé el celular en la mesilla y seguí fumando en la ventana hasta terminarme el cigarro, entonces tiré la colilla al callejón y me di la vuelta para prepararme. Roier seguía roncando en el sofá mientras se oía la voz de la televisión describiendo cómo terminar de montar un armario. Se desveló con sorpresa cuando le di un beso y le dije que tenía que irme un momento. El lobo frunció el ceño y movió la cadera, diciéndome sin palabras «¿y qué pasa con nuestro sexo de después de la siesta?», a lo que yo respondí:
—¿En serio, Roier? Acabas de salir del puto Celo —me gire y añadí —: Vuelvo en media hora.
Salí de casa con mi chaqueta de cuero negra y mi casco de moto. No había comprado comida para Ollie y tuve que ir a buscarla a la tienda, por suerte, mi pequeña era muy rápida y se podía dejar a un lado de la acera, sin complicarme en tener que buscar aparcamiento un viernes al atardecer. Cuando volví, dejé el tupper en la mesa de la cocina y me encontré con Roier tumbado en la cama. Estaba desnudo, con las manos detrás de la cabeza, mostrando sus bíceps y sus poderosos dorsales. Me miró fijamente con sus ojos cafés de bordes ambar y gruñó con expresión seria, moviendo la cadera.
—Estás puto enfermo —murmuré.
El lobo solo gruñó más fuerte y repitió su movimiento de cadera, más lento, como si ahora se tratara de una advertencia y no de una invitación. Me quedé mirándole en silencio un par de segundos antes de empezar a quitarme la chaqueta. Por suerte para él, yo también estaba enfermo. Era un completo adicto a las feromonas de mi lobo y no podía resistirme a verlo de aquella forma, todavía más cuando se ponía agresivo y tenía su cara de mafioso peligroso y con muy poca paciencia. Aún así, yo mantuve el tipo y se lo puse muy difícil, lo que resultó en sexo violento del bueno. Roier se fue de casa con una fina sonrisa en los labios, el pelo alborotado y nuevos arañazos en la espalda, los brazos y el pecho. Yo me quedé en la cama, flotando en una nube de fuerte Olor a Macho e incapaz de moverme. Tardé una buena media hora en dejar de suspirar y mirar el techo resquebrajado por el tiempo. Todavía en aquel estado de relajación y tranquilidad, fui un poco tambaleante hacia el baño para limpiarme mi boca manchada, lavarme los dientes y darme una ducha tibia.
Me vestí con calma, miré la dirección que me había enviado Rubius al celular y me puse mi gorra de beisbol nueva antes de salir de casa, una que me tuve que quitar para ponerme el casco de la moto en su lugar. Apreté el acelerador, haciendo rugir el motor alto y claro por toda la calle, y sonreí antes de salir disparado por la carretera. No me detuve hasta llegar a una hamburguesería de la periferia, donde pedí cuatro hamburguesas con doble de todo, cuatro hotdogs calientes extra grandes y dos cervezas de un litro. El emoleado tras la mesa alzó las cejas, sorprendido por aquella cantidad de comida, pero evitó mirarme mientras apuntaba el pedido. Salí a fumarme un cigarrillo al exterior mientras lo preparaban todo y entré para pagar los ochenta y siete dólares que valía toda aquella basura. Después repasé la dirección de nuevo y elegí tomar el puente Dallas para cruzar el río hacia la zona industrial donde, al parecer, estaba el nuevo almacén.
El almacén era enorme, una de las más amplias de la zona, y ya no me sorprendía que Roier hubiera llegado tan agotado aquella semana en la que tardaron en hacer la mudanza. Había un aparcamiento privado a un lado y la puerta de verjas estaba abierta, así que pasé y dejé la moto al lado de la fila de todoterrenos. Fruncí el ceño y me quité el casco. Por la cantidad de coches que había allí, Rubius y Ollie no estarían solos. Algo que, sinceramente, no me hizo gracia. Chasqueé la lengua y tome la bolsa de la hamburguesería y la otra en la que llevaba el tupper y la botella de vitaminas. Dejé una de ellas en el suelo para pulsar el botón del telefonillo que había frente a una enorme puerta de color azulado.
Un portón a un lado que se parecía más a una salida de emergencia que a una entrada, se abrió y un lobo increíblemente guapo y con el pelo y la barba demasiado largos se inclinó para mirarme. Me sonrió, me guiñó un ojo y me dijo:
—Hola, Spreen. Ven, entra.
—Hola, Rubius —le saludé, caminando hacia él para cruzar la puerta que mantenía abierta para mí—. No me dijiste que la Manada iba a estar acá.
—No es la Manada —me aseguró, pasándose una mano por la melena para quitarse el flequillo de la cara—, son solo algunos Machos. El almacén es muy grande y les necesito para organizarlo.
Me dedicó una mirada por el borde de los ojos mientras yo echaba un rápido vistazo al enorme interior. No se diferenciaba en nada de cualquier otra nave industrial, con la excepción de que en esta los operarios eran solo lobos, moviendo cajas en carretillas o cargándolas de un lugar a otro entre sus enormes brazos. Fue la primera vez que vi a Machos que parecían pasar los treinta, igual de fuertes y atractivos que los jóvenes, pero con canas en sus sienes o en sus barbas pobladas y algunas cicatrices marcadas tras años de vida criminal. Uno de ellos incluso tenía un parche en el ojo. La razón por la que no los había visto todavía, se debía a que era muy extraño que un lobo tan mayor no tuviera compañero y siguiera rondando el Luna Llena o juntándose con los Machos Solteros. Pertenecían a diferentes generaciones; algo que ya explicaré.
—Carola me ha dejado al mando de todo —me dijo Rubius con orgullo en la voz mientras levantaba la cabeza e inflaba su pecho fuerte bajo la camiseta.
—¿A vos? —respondí, arqueando las cejas—. Parece mucha responsabilidad para alguien que tiene que atender a tantos humanos. ¿Crees que estás preparado?
Rubius se rio pero no dudó en responder:
—Puedo ir a ver a todos mis humanos y organizar el almacén a la vez, no te preocupes.
—Entonces le daré las hamburguesas y los hotdogs a algún lobo con menos humanos que le den de comer —murmuré, levantando la bolsa de la hamburguesería.
Rubius bajó la mirada a la comida y soltó un profundo gruñido de placer desde el pecho.
—No serías tan cabrón…, ¿verdad, Spreen? —me preguntó con una media sonrisa muy sexy en los labios.
—Sabes que sí —murmuré, girando el rostro hacia el almacén—. ¿Dónde está Ollie?
—En la elevadora —señaló con la cabeza hacia un pasillo entre enormes estanterías de carga. Sin decir nada, comencé a caminar hacia allí. El lobo se metió las manos en los bolsillos de su pantalón y me siguió, tras un breve silencio, me preguntó—. Entonces… ¿has traído eso para mí?
—Depende —respondí, concentrado en mirar al frente e ignorar todas las miradas de los Machos que nos encontrábamos y a los que era evidente que no les hacía ninguna gracia verme allí—. ¿Sabes lo que me dijo Ollie una vez? Que él no me llevaría a los baños si una noche me hubiera encontrado en el Luna Llena. ¿Vos qué pensas?
—Yo te intenté llevar a los baños cuando no sabía quién eras —me recordó.
—Por eso sos de mis lobos favoritos —afirmé sin mirarlo, levantando la mano para entregarle la bolsa de la hamburguesería.
Juraría que oí a Rubius ronronear por lo bajo, pero fue apenas un momento antes de concentrar toda su atención en la comida. Cuando llegamos junto a Ollie, subiendo y bajando cajas de los estantes con ayuda de una carretilla elevadora, Rubius ya se estaba terminando la primera hamburguesa doble. Entonces se acercó a un grupo de cajas y se sentó con la bolsa delante para seguir comiendo mientras yo hablaba con Ollie. Estaba tan sorprendido y confuso de verme allí como el resto de Machos, pero en vez de dedicarme expresiones de desprecio y gruñidos, me sonrió. Estaba un poco desmejorado, con el pelo más largo y una barba creciente en su cara, parecía cansado y más delgado de cuando le había dejado la última vez. A Ollie se le había mezclado la semana de Celo, de la que todos los Machos salían un poco tocados, y la falta de comida y atenciones.
—¿Qué tal el Celo, Ollie? —le pregunté, entregándole la botella de agua de color morado.
El lobo se encogió de hombros y frunció el ceño, porque aquella era una pregunta extraña para ellos.
—Bien, supongo —respondió—. Daisy nunca se ha quejado por ahora.
Asentí con un murmullo. Así que la puta de Daisy no le daba de comer y quería librarse de él, pero se había quedado para darse un último gusto con El Celo. Chasqueé la lengua, pero me tragué mis pensamientos y saqué un tema de conversación más ligero y sin importancia.
—Rubius dice que me hubiera cogido en los baños sin dudarlo —señalé al lobo sentado y comiendo como un cerdo mientras nos observaba.
Ollie puso los ojos en blanco y apretó las comisuras de los labios mientras negaba con la cabeza. Tras una discusión tonta mientras hacia un descanso y se bebía la botella de vitaminas, Rubius terminó de comer y compartió una de las cervezas conmigo. Cuando ya había pasado el tiempo suficiente, le pregunté por un buen sitio donde tirar el tupper de comida.
—Sigo sin entender por qué vienes cargado con esos cubos si sabes que los vas a terminar tirando —se quejó él, mirando a Rubius para buscar su apoyo en aquello—. No tiene sentido.
—Tengo la esperanza de que en algún momento me entre hambre — murmuré—. ¿Conoces un puto contenedor cerca o no?
—Hay uno a la salida, al otro lado de la nave —respondió Rubius por él, arrojándole al lobo la bolsa llena de envoltorios de comida y las cervezas vacías—. Enséñaselo a Spreen y tira esto.
Ollie gruñó y miró a Rubius por el borde superior de los ojos a forma de advertencia, pero como era de menor rango en la Manada, no le quedó otra que tragarse su orgullo y acompañarme. Me saqué un cigarrillo y me lo fumé tras dejar el tupper sobre la tapa del contenedor metálico, apenas iluminado por un único foco de luz amarillenta y sucia en lo alto de la pared de la nave.
—Si consigo un nuevo trabajo, ¿queres venir a vigilarme o preferís estar acá? —le pregunté, soltando el humo a un lado.
Ollie me miró un momento y después se cruzó de brazos antes de apoyar la espalda en la pared sucia al lado del contenedor.
—Voy a donde me mandan, Spreen. Ya lo sabes.
Tomé otra calada y el humo grisáceo me acarició el rostro.
—Te estoy preguntando si queres que le diga a Quackity que me mande a otro lobo, o si queres hacerlo vos —murmuré.
Ollie tardó un par de segundos en apartar el rostro a un lado y responder:
—Iré yo. No me importa.
Asentí y me despedí con un gesto vago de la mano mientras caminaba de vuelta a mi moto. Había planeado pasarme allí una hora o dos, como lo había hecho en el Casino, antes de marcharme; pero me había cansado muy rápido de las miradas de los Machos y de la evidente tensión que mi presencia allí les producía. Yo ya estaba acostumbrado a todo eso, los humanos hacían lo mismo, pero con la Manada me jodía especialmente. Así que volví a casa y aproveché para hacer un poco de limpieza, algo necesario tras el Celo. Barrí el suelo, limpié los cristales y después me concentré en la habitación y el baño. Por antihigiénico que pueda parecer, yo no cambiaba las sábanas tan a menudo como debería, pero solo porque el tarado de Roier se enfadaba si se tumbaba y las almohadas o las mantas no apestaban a él. Sin embargo, tras el Celo, aquellas mantas estaban llenas de manchones, sudor y fluidos. Oro puro para los esnifadores, pero una puta asquerosidad para mí, y eso que yo no era lo que se dice una persona «remilgada» con ese tema.
Por suerte, en aquella ocasión había sido precavido y quitado las sábanas que usábamos antes del Celo, las había guardado y había usado otras que había puesto entre la ropa del lobo para que se impregnadas su Olor a Macho. Así que pude volver a cambiarlas sin que Roier sospechara nada. Guardé las sucias en una bolsa plastificada y la escondí. Quizá en un mes o dos, cuando los loberos ya se hubieran deshecho de las suyas, yo podría vender aquello a retales y por un buen precio. Tras aquello, me puse a fregar el baño y terminé con un gruñido de queja antes de irme al salón. La idea era fumarme un cigarrillo y tomarme un café tirado en el sofá, dispuesto a esperar un par de horas a la vuelta de Roier. Sin embargo, una llamada me sorprendió nada más encender la máquina de café. Fui hacia la mesilla al lado de la puerta de emergencias con un cigarrillo en los labios, miré el número y pregunté:
—¿Paso algo, Quackity? ¿Roier está bien?
No era normal que me llamaran a aquella hora y, por un momento, creí que algo malo tendría que haber pasado.
—Sí. Roier está bien —respondió el lobo con voz lejana, como si, de nuevo, estuvieran hablando conmigo por el manos libres—. Te llamo por otra cosa. Quería pedirte un favor.
Se quedó en silencio y yo me acerqué a la puerta para seguir fumando con el hombro apoyado en el marco.
—¿Y bien? —tuve que preguntarle tras casi diez segundos sin decir nada.
—Aroyitt está organizando una escapada a la montaña —empezó a explicarme entonces—. Es la misma de la que hablaron en la cena. La Manada compro una propiedad allí, un antiguo campamento de verano al lado del lago, con casetas de madera y los servicios mínimos. Me pidió que vaya a revisar si todo sigue funcionando bien y que haga algunas comprobaciones.
Fruncí el ceño y miré la ciudad a lo lejos, iluminaba por millones de pequeñas luces más allá del río. Aroyitt quería irse de acampada y le compraban un campamento… A la mierda.
—¿Y me necesitas para hacer eso? —le pregunté—. ¿Qué pasó, Quackity, seguís aturdido por El Celo y ya no sabes encender y apagar un interruptor?
Hubo un breve silencio y oí decir al lobo:
—De acuerdo. No te molesto más.
—Quackity —le llamé antes de que colgara—. Relájate un poco. Estás empezando a ser aburrido… —aquello era una pequeña advertencia. La única que le daría—. Quizás estés enfadado, o decepcionado o lo que mierda te pase, pero si perdiste el sentido del humor y ahora no sos más que un lobo quejumbroso, quizá dejes de caerme tan bien como antes.
—¿Crees que este es el momento de hacer bromas así, Spreen? — preguntó con su voz seria.
—Si hablas conmigo y no te esperas que haga comentarios sarcásticos y ofensivos, no sé para qué carajo me llamas.
El lobo se quedó en silencio, quizá valorando mis palabras, quizá decidiendo si colgarme. Yo esperé a que tomara la decisión, una que quizá pudiera marcar nuestra relación de una forma irreversible.
—¿Vas a ayudarme o no? —me preguntó al fin. Fumé una calada del cigarrillo con una sonrisa.
—¿Dónde es ese campamento del terror?
—En Greystone, a una hora y media de aquí. Puedo pasarme mañana a recogerte después de que vayas a darle la comida a Ollie.
—¿Vamos a ir por una carretera de montaña en mitad de la noche para ir a ver un campamento abandonado? —le pregunté—. Suena prometedor… Ahora decime que allá hubo una serie de extraños asesinatos y no podré negarme a ir.
—No hay ningún loco suelto por ahí, pero puedes llevarte tu navaja si no me crees.
—Quackity, si llevo mi navaja, sí habrá un loco suelto por ahí —respondí —. Yo.
Se oyó un bufido rápido y supe que al lobo aquello le había hecho gracia, pero no hizo señal de ello, solo me dijo:
—Mañana te busco —y colgó.
Dejé el celular en la mesilla y seguí fumando tranquilamente. Todavía no tenía trabajo ni había empezado a buscarlo, disfrutando de aquellas pequeñas vacaciones que me había dado. Así que tenía tiempo de sobra para perder y, la verdad, era que las noches sin hacer nada me aburrían bastante. No era lo mismo estar en un puesto y tener que llenar un par de horas después de quitarte las tareas de encima, que estar tirado en casa esperando por tu… marido. De todas formas, cuando llegó Roier le pregunté:
—¿Es normal que manden a Quackity a comprobar el campamento antes de que vaya la Manada?
El lobo dejó el tupper sucio y vacío sobre la mesa y asintió sin dudarlo.
—Sí. Quackity o Shadoune van primero y miran si todo funciona. Si no funciona, va Roier y lo arregla.
—Ahm… —me limité a murmurar.
—Axozer dijo a Roier que Spreen había estado en el nuevo almacén.
—Sí, fui a darle la comida a Ollie. Él y Rubius eran los únicos que no parecían a punto de echarme a patadas de allá.
Roier gruñó con enfado, pero agachó la cabeza y puso una mueca preocupada. Aquello era algo a lo que se había dado cuenta de que tendría que acostumbrarse, por mucho que le doliera. Se acercó para abrazarme y frotar su rostro contra mi pelo, pero yo no necesitaba consuelo, lo que necesitaba después de oler su cuerpo y sentirlo tan cerca tras una noche solitaria, era otra cosa.
Por la mañana le pedí lo mismo y en ambas ocasiones mi lobo cumplió como un soldado en el frente de guerra. Tras la ducha, el cigarrillo y el café, le llevé su vaso de leche tibia a la cama y lo dejé descansar, consciente de que aún tenía sueño perdido y energías que recuperar tras El Celo. Fui a hacer solo los recados y volví con las bolsas de comida al hombro y un poco sudado, ya que se acercaba la última ola de calor antes de que el tiempo empezara a ser cada vez más frío y lluvioso. Le preparé la fuente de espaguetis a la boloñesa a Roier y fui a despertarlo. El lobo me siguió de vuelta a la cocina, bostezando ruidosamente y rascándose el culo antes de sentarse en su taburete.
—Dios, sos pura elegancia, Roier —murmuré.
El lobo levantó la cabeza e infló su pecho con orgullo.
—Roier es Roier —me dijo—. Ya era así cuando Spreen lo conoció.
Alcé las cejas y bebí un trago de mi café.
—En eso tenes razón —reconocí en voz baja. Siempre había sido un cerdo.
Cuando fue el momento de irse, salimos juntos de casa. Roier se había ofrecido a llevarme él mismo hasta el almacén, para que así yo no tuviera que comerme el viaje de vuelta con la moto cuando Quackity me dejara. Se detuvo en el aparcamiento y gruñó para que me despidiera de él con una caricia y un beso rápido antes de bajarme con el cubo de tupper y el agua de vitaminas para Ollie. Mi experiencia allí fue exactamente igual a la primera, con excepción de que Rubius estaba un poco más ocupado con un «envío» y no pudo pasar a saludarme. Aún así, ignoré las miradas, los murmullos bajos y las muecas de desprecio y fui directo por Ollie. La conversación fue breve y me despedí diciéndole que Quackity iba a venir a buscarme y que tiraría la comida en el mismo contenedor del día anterior.
—¿Por qué siempre me dices dónde tiras la comida, Spreen? —quiso saber Ollie.
Mantuve su mirada y me encogí de hombros.
—¿Eso hago? —le pregunté.
—Sí… eso haces.
—No me di cuenta —le mentí, pero con un tono tan indiferente y vago que sonó bastante creíble.
Ollie entrecerró los ojos y ladeó un poco la cabeza.
—Te mandaré las coordenadas de donde dejaré este —continué, dando un par de pasos hacia atrás mientras levantaba el cubo de comida.
A Ollie no le hizo gracia la broma. Se cruzó de brazos y puso una cara enfadada. Siendo sinceros, todo aquello empezaba a ser muy sospechoso y Ollie no era tan tonto. Quizá hubiera caído cuando él venía a verme, pero ¿Qué yo fuera a verlo a él y me llevara un tupper de Roier para tirarlo en algún sitio donde Ollie pudiera ir a buscarlo sin problemas? Costaba creer que fuera todo casual. Cuando dejé la comida encima de la chapa del contenedor, estuve bastante seguro de que Ollie no la comería esta vez. Yo sabía una cosa o dos sobre el orgullo, sobre que la gente tratara de engañarte o meterse en tu vida sin permiso alguno. En el momento en que Ollie sospechara de mí, no volvería a tocar los tuppers así tuviera que comer tierra y piedras para llenarse el estómago vacío.
Chaqueé la lengua y me saqué un cigarro del bolsillo, encendiéndolo en mitad de la penumbra del aparcamiento y soltando el aire a la suave brisa fresca. No me había llevado la chaqueta, pero era una de esas agradables noches templadas en la que casi se podía oler el mismísimo final del verano. Mandé un mensaje a Quackity para decirle que ya estaba esperando y en menos de cinco minutos su enorme Toyota negro aparcó en la entrada. Me acerqué con las manos en los bolsillos y una expresión indiferente, abrí la puerta, subí al asiento del copiloto y noté el Olor a Macho más salado y liviano que apestaba el interior. Me tomé un momento para girar el rostro hacia el lobo y decir:
—Hola, Quackity.
El Beta pecoso estaba tan guapo como siempre, incluso con su pelo negro más largo y descuidado después del Celo. Llevaba una de sus camisas cortas de colores, abierta hasta la base de su torso, donde se podía ver su piel y el fino vello que la cubría junto la cadena plateada que colgaba de su cuello. Me miraba fijamente por el borde sus ojos marrones, con una expresión seria en su rostro. Mirada que no dudé en responder con calma.
—Hola, Spreen —me dijo.
Como ya les había contado, Quackity es mi mejor amigo y el lobo al que más quiero después de Roier. Es como el hermano mayor que nunca tuve: responsable, bueno, maduro y divertido. Hemos trabajamos mucho juntos y hemos pasado por mucho juntos. Por eso lo conozco bien y sé lo mucho que peligró nuestra relación en aquel momento concreto de nuestras vidas.
Veran, el Beta es esa clase de persona que lo da todo por sus amigos y que siempre intenta ayudar, sin importar lo que eso cueste; pero su amistad no es algo que regale a cualquiera. A Quackity, como a mí, hay que demostrarnos que ese esfuerzo que estamos haciendo por alguien, merece la pena. Podemos perdonar un desliz, un error o dos, pero no somos tan tercos como para darnos contra una pared y seguir intentándolo. Decepcionarnos es algo muy peligroso, porque pocas veces hay vuelta atrás. La única diferencia es que él tiene mucha más paciencia que yo para los errores que se pueden cometer antes de eliminar a alguien de tu vida.
Estoy seguro de que, si yo hubiera estado en su lugar, le hubiera mandando a la mierda hacía mucho; pero, por suerte, Quackity no lo hizo.
Cuando Quackity me vio aquella primera noche en el Luna Llena para venir a entregarme el sello de la puerta, supo que yo era la clase de humano que tanto le gustaba a Roier: demasiado atractivo y demasiado problemático. Cuando me conoció, empecé a caerle bien. Cuando pasó lo de la bolera, se sorprendió incluso más que el resto, porque aquel no era el Spreen que él creía conocer. Quackity estuvo de acuerdo con el resto de la Manada y me vetó de su vida. Sin embargo, quería mucho a Roier y sabía que Roier me quería mucho a mí, así que fue capaz de tragarse su orgullo de lobo y venir a verme a la gasolinera. Trató de razonar conmigo, explicarme las cosas, pero yo le fallé de nuevo. Estaba seguro de que se había equivocado conmigo y que yo no era más que un pelotudo arrogante. Entonces estuvo desesperado y no le quedó otra que venir a pedirme ayuda. Sabía que era una locura, pero tenía kilos de «caramelos» en el maletero y a tres lobos a sus órdenes; se hubiera clavado hierros oxidados en los ojos si con eso hubiera conseguido salvarlos. Ya conocen la historia: él creyó que le había vuelto a fallar y entonces le salvé el culo y le llevé los caramelos a un lugar seguro sin pedirle nada a cambio.
Ahí fue cuando empecé a ganarme su respeto de nuevo. Vio algo bueno en mí, algo que nadie más que Roier había visto hasta entonces. Quackity se esforzó mucho por que los demás también pudieran verlo, pero yo me negaba, obcecado con enfrentarme al Alfa y a la Manada. Se frustraba cuando yo daba pasos atrás y me alejaba de ellos, por eso volvía y trataba de hacerme razonar. Sin embargo, cuando le grité por teléfono, a él, el único lobo que me había apoyado una y otra vez, se sintió muy dolido. Se sintió traicionado una vez más. Las pizzas con dibujos de pijas solo fueron la gota que colmó el vaso, porque él creyó que, aun por encima, me lo estaba tomando a broma y que lo que él sentía era solo un chiste para mí.
Ustedes saben que eso no es cierto, pero es solo porque están leyendo mi visión de la historia. Si estuvierais en el sitio de Quackity, quizá me odiarían a estas alturas, quizá ni siquiera me hubierais dado ni la mitad de oportunidades de las que él me había dado, o quizá no estuvieran dispuestos a perdonarme jamás. Al Beta le pasaba lo mismo. Se debatía entre darme otra oportunidad o dejarme ir, demasiado cansado de darse contra una pared, demasiado cansado de que le decepcionara una y otra vez, de que le hiciera favores y después le gritara a la cara. Yo le decía que lo respetaba y que por eso hacía cosas por él, pero Quackity ya no estaba seguro de que yo entendiera el «respeto» como él lo entendía.
Por entonces, yo no sabía todo esto, solo sabía que el lobo estaba enfadado y que yo había cometido un error. Ya me conocen lo suficiente para saber lo mucho que me jode pedir perdón, y también lo mucho que recuerdo las cosas buenas que hacen por mí.
Al final, el Beta no fue el que me dio una nueva oportunidad. Fui yo quien se la pedí.
Chapter 54: EL DOCTOR LOBO: Y SU AMIGO PECOSO
Chapter Text
El viaje en coche fue largo, tenso y silencioso. Quackity no apartaba la mirada de la carretera y no me había dirigido la palabra nada más que pasa saludarme. Yo estaba en el asiento del copiloto, recostado contra la ventanilla, con el codo apoyado en el borde y la cabeza en el puño mientras el aire de la montaña me azotaba el rostro. El Beta ni siquiera había puesto la radio o música, así que se podía mascar el profundo silencio mientras los minutos pasaban a cuentagotas. Yo miraba el paisaje de altos pinos en la oscuridad mientras transcurríamos por la carretera de montaña, sin más iluminación que los focos delanteros del todoterreno. En algún momento, me aburrí de aquella situación y, tras agarrar un cigarrillo y encenderlo con el zippo, le dije:
—Ambos sabemos que no me necesitas para hacer un par de comprobaciones, Quackity —solté el humo a la ventanilla abierta y saqué la mano con el cigarro fuera—. ¿Me invitaste solo para estar en silencio y enfadado o es que queres hablar de algo?
El lobo no respondió, solo continuó en silencio mirando al frente hasta que yo asentí y fumé otra calada. Un par de minutos después, me dijo:
—Ollie parece mejor ahora. Lo estás ayudando mucho.
En esa ocasión fui yo el que dejó un silencio dramático y estúpido mientras fumaba antes de responder:
—Sí.
—¿Por qué?
—Ya sabes por qué —murmuré sin apartar la mirada del paisaje de árboles borrosos.
—No, ya no lo sé.
Moví la cabeza para mirarlo por el borde de los ojos mientras fumaba otra calada.
—Entonces, piénsalo un poco, Quackity. Sos un lobo listo, seguro que lo descubres.
El Beta apretó con más fuerza el volante, pero no dejó traslucir nada más en su rostro serio. Ahí se acabo nuestra pequeña charla hasta que, cuarenta minutos después, tomó un desvío de la carretera principal y entró en un terreno de tierra cruda. En menos de cinco minutos, llegamos a una especie de claro con árboles y casetas de madera. Quackity bajó del todoterreno y fue a la parte trasera para volver con dos linternas y un portafolios en las manos. No me dijo nada al entregarme una de ellas y comenzar a caminar hacia las escaleras que separaban aquella zona de la parte alta donde estaba el campamento. Era noche cerrada y, aunque la luna arrojara algo de luz, apenas se veía nada más que formas oscuras. Le seguí por unos escalones de tablas chirriantes y bastante inseguras hasta un camino de gravilla que había vivido tiempos mejores. Allí el camino se separaba y había un viejo y desgastado poste de señalización al que apunté con la luz de la linterna.
—¿Qué comprobamos primero, Quackity, La Maleza de lo Chachi o el Bosque de la Diversión? —le pregunté.
El lobo gruñó por lo bajo y se dirigió directo hacia la parte central. Había un círculo de piedras donde, suponía, harían la gran hoguera para calentarse, contar historias bajo las estrellas o cantar canciones cursis. Alrededor estaban las cabañas principales, algunas más elevadas para adaptarse al terreno irregular, con grandes escalones de madera y pasamanos. Las casas no eran gran cosa, pero parecían haberse mantenido en pie con el paso de los años. Quackity fue hacia la principal, la más grande y con más banderas americanas y del estado. Sacó un fajo de llaves del bolsillo de su pantalón de baloncesto y las iluminó con la linterna mientras yo descansaba la espalda en la pared de tablones de madera y miraba al fondo.
—¿Dónde van a dormir los Lobatos? —le pregunté—. Quiero prenderle fuego.
Quackity me volvió a ignorar, metió una de las llaves y tras forcejear un poco, abrió la puerta de pequeños ventanales acristalados. Me moví de la pared y le seguí al interior, apuntando con la linterna un poco a todas partes. Se trataba de la casera de recepción e información, con un tablón a la entrada donde ponía: «Puesto de Aventureros». Estaba decorado como lo que una familia de clase media que no había salido de la ciudad en su puta vida, se imaginaba que sería una cabañita en el bosque. O al menos, lo había estado, porque ahora solo había polvo, macetas vacías y postes carcomidos por el tiempo con mapas de la zona o las actividades que el campamento ofrecía. Quackity ignoró la entrada de recepción y fue hacia uno de los pasillos. Lo seguí en silencio hasta que nos volvimos a detener frente a otra puerta que tuvo que abrir. También estaba atascada, hasta el punto de que el lobo tuvo que darle un fuerte golpe con el hombro para desatascarla. Allí dentro estaba el cuadro eléctrico, la caldera central y la llave del agua. Quackity se acercó primero al cuadro eléctrico y tiró de una palanca, produciendo un sonido de generadores al despertar. Sin más, las luces de la cabaña se encendieron todas a la vez, alumbrando la oscuridad de la noche con una luz amarillenta y cálida.
—Hay que comprobar que no haya ninguna importante rota —murmuró sin mirarme antes de dirigirse a la llave del agua y repetir el proceso de encendido, activando la ruidosa caldera. Entonces apagó la linterna y leyó un momento el portafolios con la lista antes de hacer una señal vaga hacia el pasillo—. Vamos.
Lo seguí con una expresión desinteresada en el rostro mientras certificaba que las luces de la cabaña funcionaban y que la cocina al otro lado era utilizable y que las bombonas de butano que usaban estaban llenas. Después le seguía afuera donde, al igual que en la cabaña principal, se habían encendido las demás luces. Fuimos entrando de cabaña en cabaña, desde «Equipo Arce» hasta «Equipo Pino», repletas de literas con colchones desgastados y viejos. Quackity fue mirando meticulosamente y anotando todo lo que veía mal. Eché un vistazo para leer por encima cómo ponía: «Cambiar colchón cama 12. Equipo Olmo» o «Telarañas. Equipo Pino». Lo más emocionante fue cuando en la caseta del Equipo Nogal nos encontramos con un mapache, que salió corriendo nada más abrir la puerta. El lobo gruñó y mostró los dientes como si se tratara de un enemigo que fuera a atacarnos.
—¿Nunca viste un mapache? —le pregunté tranquilamente.
—Aquí no debería haber mapaches.
—¿Acá dónde? ¿En mitad del bosque?
Quackity me miró con enfado por el borde de los ojos, pero lo ignoré y crucé al interior con las manos en los bolsillos de mi pantalón. Me detuve en una de las últimas literas, donde el animal había deshecho el cochón y convertido aquello en un agradable y confortable nido. No tardé mucho en encontrar la tabla podrida y rota por la que se había colado y se la mostré al lobo.
—Había bastantes mapaches donde me crie —le dije—. Y ratas.
—¿Te criaste en un vertedero? —me preguntó, todavía molesto conmigo.
—Sí. Algo así —me encogí de hombros.
Quackity se me quedó mirando un momento, pero después escribió una rápida nota y salió de la cabaña lo más rápido que pudo para volver a cerrarla con llave. Terminadas las comprobaciones de los baños, de si el agua se calentaba y de si el pozo de donde la sacaban seguía siendo potable, salimos a echar un vistazo a las demás zonas libres y volvimos al… Puesto de Aventureros para cerrarlo todo de nuevo. Tres horas y cuarto después, ya estábamos de vuelta en el todoterreno. Nos esperaba otro viaje tenso y silencioso de hora y media hasta regresar a la ciudad, una perspectiva que no me emocionaba en absoluto. Así que me saqué un cigarrillo y lo encendí, echando el humo al viento fresco que entraba por la ventanilla abierta. Seguramente, aquella sería la última vez que aceptaría ir con el Beta a ninguna parte. No me había terminado de fumar el cigarrillo cuando le oí decir en voz baja:
—Estoy muy decepcionado contigo y no creo que pueda perdonarte.
Giré el rostro hacia él y lo miré un par de segundos antes de responder:
—Entonces deberías dejar de pedirme favores.
Quackity apretó con más fuerza el volante y asintió lentamente un par de veces, dando por concluida aquella charla y su relación conmigo. Yo seguí fumando las últimas caladas antes de arrojar el cigarrillo a la oscuridad de la noche. Chasqueé la lengua y tome una bocanada de aire.
—Sabes que yo no soy la clase de persona que va detrás de los demás, ni que se disculpan por sus errores —le dije sin apartar la mirada del paisaje frente a nosotros—. Pero sé cuando la cago y con quien, Quackity. Aquella noche estaba muy enfadado y frustrado, porque una vez más había intentado ser bueno con la Manada y Carola lo había usado en mi contra. Te grité a vos porque fuiste la única persona que se preocupó por llamarme. Traté de alejarte de mí porque sos parte de la Manada y yo no quería nada de ella. Ya sé que es jodido, pero es así. Pero no estoy enfadado con vos ni quise hacerte daño, Quackity, nunca lo quise. —Me di un momento para sacarme otro cigarrillo y encenderlo, soltando el humo a un lado antes de dejar el brazo fuera de la ventanilla y golpear de forma discreta y nerviosa la chapa negra del todoterreno—. Vos me dijiste que me comporto como un niño odioso y me gusta hacerme la víctima y humillarlos, pero solo lo hago porque me siento muy atacado. Aunque no lo creas, trato de esforzarme por entenderlos, pero yo no puedo agachar la cabeza y sonreír mientras me escupen a la cara. Simplemente no puedo, Quackity. Llevo meses haciendo cosas por ustedes, arriesgando mis trabajos y mi seguridad y siguen sin mirarme a los ojos cuando me hablan, siguen gruñéndome y dejándome claro que no soy bienvenido cuando voy a darle comida a Ollie al almacén. Es como darse de golpes contra un puto muro y darte cuenta de que, por mucho que lo golpees, no se moverá ni un milímetro —fumé una buena calada y solté el aire lentamente, ladeando la cabeza sobre el respaldo —. Quieren que me quede callado y les dé las gracias mientras Carola me humilla a mí y a mi lobo delante de toda la Manada. Quieren que no me enfade cuando me tiran pan a la cara y se ríen mientras nadie hace nada por evitarlo —negué con la cabeza y puse una expresión de asco—. No, Quackity. Eso no va a pasar. Si la Manada no me quiere, yo no voy a ir detrás de ustedes. Si ahora vos tampoco me queres, simplemente olvídame. Yo haré lo mismo con vos y así podremos ser un par de desconocidos.
El lobo se quedó en silencio tras oír todo lo que tenía que decirle. Creí que se iba a quedar así el resto del camino, pero me preguntó:
—¿Puedes decirme por qué nos diste la espalda esa noche en la bolera?
—Ah… —me pasé la lengua por los dientes, dudando en si responder. Una vez más, solo lo hice porque era Quackity y al menos le debía esa explicación—. Me asusté y traté de huir —murmuré, deteniéndome a fumar otra calada mientras giraba el rostro hacia la ventanilla.
—¿De qué tenías miedo?
—De todo —me encogí de hombros—. De la Manada, de que mi vida cambiara, de que me estaba metiendo en un mundo que no conocía, de querer a un estúpido lobo… —negué con la cabeza al recordarlo—. Todo fue muy precipitado, Roier iba muy rápido y yo no sabía lo que quería. Estuve a punto de huir de él e irme muy lejos… —se me escapó un bufido y una sonrisa triste me llenó los labios—. ¿Te imaginas? Yo sin Roier… y ahora no sé ni lo que haría sin ese pelotudo apestoso. —Me llevé el cigarrillo a los labios y solté una calada al aire nocturno—. Me arrepiento mucho de lo que pasó esa noche, porque le hice mucho daño a Roier y porque es la razón de que siga sufriendo cuando la Manada me desprecia. Me jode haberlos decepcionado a vos, a Rubius, a Conter o a Axozer, porque fueron bastante buenos conmigo y los conozco, pero no me siento mal por la Manada, porque, sinceramente, no tengo ni puta idea de cómo es o lo que significa estar en ella. Solo hablé con algunos de los Machos solteros del Luna Llena, con los lobatos y con Carola. Y ya sabes lo mucho que odio a los lobatos y al Alfa. Aroyitt me da más igual —reconocí mientras pensaba en ello—, creía que era un zorra, pero ahora solo me parece tonta. Ollie es bastante bueno, un poco rompe bolas cuando se pone a hablar de sus mierdas de arte, pero no se merece lo que Daisy le está haciendo. ¿Sabes lo que creyó Carola cuando me llamó para hablar de ese tema? Que yo me lo estaba inventando todo solo para molestar a la Manada… Casi me jodió tanto como cuando me preguntó si le había contado a la policía algo sobre ustedes. —Me quedé un par de segundos en silencio y volví a negar lentamente con la cabeza—. Pero ya es tarde. No podes cambiar los errores del pasado. Yo no puedo volver atrás y cambiar a mi madre. No puedo volver atrás y evitar meterme en las drogas. No puedo volver a ese momento en la bolera y decirme a mí mismo que no sea un maldito hijo de puta. Solo puedo seguir adelante lo mejor que pueda y aprender de todo eso.
Tome una bocanada de aire y tiré la colilla del cigarrillo, consumida durante aquel monólogo que había soltado por ningún motivo aparente. Quizá había sido la brisa nocturna y el aroma de los pinos, quizá la tranquilidad y calma que nos rodeaba, la soledad de la carretera de montaña o la confianza que me inspiraba Quackity; pero por un momento me había parecido agradable compartir aquello.
—Es complicado —murmuró Quackity sin apartar la vista de la carretera—. Nos das regalos con una mano y nos abofeteas con la otra.
—No —negué al momento—. Les doy regalos y, cuando me desprecian, les doy una piña con la misma mano. No hay dos manos, Quackity, ni dos Spreen. Solo uno lo suficiente terco para seguir intentándolo y que se frustra y se enfada cuando las cosas no avanzan.
—Perdonar lleva tiempo, te lo dije.
Esta vez lo miré y esperé un breve silencio a que él me dedicara una rápida mirada por el borde de los ojos antes de responder:
—No me importa esperar si sé que cometí un error y esa persona está dispuesta a perdonarme, Quackity. Yo también soy un idiota muy rencoroso, pero no creo que ese sea el caso de la Manada. Lo que creo es que la Manada solo quiere humillarme y reírse de mí mientras yo hago cosas por ella.
—El celular y la moto…
—El celular y la moto los pidió Roier —atajé—. No me los regaló la Manada.
—El celular de última generación con nuestros números privados y la moto de doscientos mil dólares, no los pidió Roier —me aseguró con el mismo tono serio y cortante que yo había usado—. La Manada podría haberte dado un puto Samsung de segunda mano con la pantalla rota y una motocicleta que no pasara los cincuenta por hora, pero Carola decidió hacerte buenos regalos para que vieras que la Manada estaba agradecida.
—Oh… —murmuré, como si estuviera sorprendido—. Entonces, ¿quién está dando regalos con una mano y repartiendo piñas con la otra, Quackity?
El lobo apretó el volante y tensó la mandíbula, apartando un momento el rostro como si se hubiera arrepentido de comenzar aquella conversación que, una vez más, no iba a llegar a ningún sitio. Me recosté en el asiento del copiloto, con el brazo apoyado en la ventanilla y expresión seria.
—Dile a Carola que si quiere agradecerme lo que hago por él, que empiece por respetarme —le dije entonces—. No necesito regalos caros, necesito no sentirme un completo apestado cuando me acerco a menos de un metro de la Manada.
—Así que la Manada se tiene que adaptar a ti, y no tú a la Manada — concluyó él con el mismo tono serio de antes.
—Podemos encontrarnos a medio camino, Quackity —murmuré—. No tiene que ser blanco o negro.
—¿Y crees que estás poniendo de tu parte para que eso ocurra?
Puse los ojos en blanco y tome una bocanada de aire que solté lentamente entre los labios.
—No, Quackity. Estoy acá sabiendo que iba a comerme tres horas de viaje en un incómodo silencio y con vos enfadado porque, evidentemente, yo nunca pongo de mi parte para solucionar las cosas —le dije con la mirada perdida en el paisaje oscuro y borroso—. Yo solo me quejo, pongo excusas y me enfado.
—Siempre terminas poniéndote a la defensiva… —me acusó en voz baja.
—¿Y qué mierda queres que haga? —le pregunté, alzando las manos y mirándolo—. Ya te explique por qué hice lo que hice y te dije lo que pienso, pero vos seguís dudando de mí y asumiendo que en algún momento voy a volver a cagarla.
—Es lo que me has demostrado hasta ahora cada vez que te di un voto de confianza.
Me quedé con los labios entreabiertos y, después de un momento de duda, me limité a asentir y volver a recostarme para mirar la carretera.
—¿Acaso me equivoco? —insistió, echándome una mirada por el borde de los ojos—. ¿Cuánto vas a tardar esta vez en decirme que vaya a pedirle ayuda a los demás compañeros que sí están en la Manada? ¿Cuánto voy a tener que esperar para que te dé uno de tus cambios de humor y me vuelvas a gritar cuando solo quiero ayudarte?
—Muy bien, Quackity —murmuré, aceptando su pequeña venganza.
—¿O vas a esperar a que me confíe y me humille para pedirte otro favor antes de mandarme a la mierda, Spreen? —continuó, elevando un poco la voz y apretando los dientes—. ¿Vas a continuar enviándome regalos con dibujos de vergas y a decirme que me relaje, porque lo que yo siento es menos importante que lo que tú sientas? —a esas alturas ya empezó a casi gritar y a mirarme con enfado.
No dije nada, solo le di un tiempo para que tomara un par de bocanadas y se calmara. Al parecer, Quackity tenía mucha frustración e ira que liberar. El lobo negó con la cabeza y mostró sus dientes de anchos colmillos antes de gruñir, no hacía mí, sino hacia sí mismo.
—No sé por qué me sigo molestando contigo —murmuró.
Me saqué otro cigarrillo y me lo puse en los labios antes de buscar mi zippo plateado y encenderlo. Solté una pequeña bocanada con los ojos entrecerrados y después fumé una más larga, soltando el humo a un lado.
—Como yo lo veo, Quackity, tenes dos opciones: o me olvidas, dejas de pedirme favores y me tratas como el resto de la Manada; o me das una última oportunidad, te relajas y vuelves a llamarme cuando necesites algo.
El lobo continuó mirando la carretera en silencio hasta que negó de nuevo.
—¿Crees que te mereces una última oportunidad, Spreen?
—Yo creo que sí —murmuré antes de echar una bocanada de humo por la ventanilla.
El lobo me miró por el borde de los ojos, pero no dijo nada más en todo el camino de vuelta a la ciudad. A veces le oía refunfuñar algo o le veía mover la cabeza a un lado y apretar las comisuras de los labios, como si estuviera discutiendo consigo mismo. Yo no aporté nada a todo aquello, porque ya había dicho todo lo que tenía que decir. Ahora era Quackity el que tenía que elegir.
Cuando llegamos a frente a la Guarida, me quité el cinto y le dediqué una mirada seria.
—Gracias por todo, Quackity —me despedí, sabiendo que aquella podría ser la última vez.
El Beta hizo un movimiento vago de cabeza y bajó la mirada al volante. Bajé del coche, cerré la puerta y me dirigí a la portón de puertas pintarrajeadas y rayadas.
—Spreen —me llamó Quackity.
Me detuve en mitad de la carretera y me gire para mirarlo.
—Volveré mañana al campamento para empezar a llevar comida y prepararlo todo, ¿quieres que te recoja?
—Llevaré dos packs de cerveza para que el nombre de Campamento Diversión al menos tenga sentido —respondí.
A Quackity se le escapó un bufido, cerró un momento los ojos y negó con la cabeza, girando el rostro para esconder una pequeña sonrisa de mí.
—Nos vemos mañana —se despidió, arrancando el motor de su todoterreno Toyota.
Miré cómo se alejaba por la carretera y sonreí con la comisura de los labios. Me había hecho a la idea de perder a Quackity y me alegraba que el lobo hubiera tomado la decisión correcta. Todavía sonriendo, llegué a casa y me encontré con Roier tirado en el sofá. El lobo levantó la cabeza y la giró hacia mí, gruñendo a forma de saludo. Me acerqué y le di una caricia en el pelo desordenado y un beso en los labios.
—¿Qué tal Spreen con Quackity? —me preguntó.
—Bien. Volveremos mañana a llevar no sé qué mierda.
—¿Roier tiene que arreglar algo?
—Un par de luces y la presión de las duchas —le expliqué, sacándome mi paquete de cigarros, el zippo y el celular de lo bolsillos y dejarlos sobre la mesa de bar—. Vi las cabañas llenas de literas, ¿toda la Manada duerme allí?
—No. Allí solo duermen crías y lobatos —respondió—. Machos llevan sus propias tiendas. Roier también tiene tienda de campaña donde puede dormir Spreen.
—Ahm… —murmuré, volviendo de nuevo hacia él para inclinarme, acariciarle el pecho y acercarme a sus labios para decirle—. Ahora mismo solo hay una tienda de campaña que me interesa… —y metí la mano bajo su pantalón.
Me pasé los siguientes tres días ayudando a Quackity en el campamento después de llevarle la comida a Ollie al almacén. Hubo una parte mala y una buena de todo aquello:
La mala era que Ollie se había dado cuenta de que mi presencia allí era algo muy extraño y había tomado la decisión de no agarrar los tuppers que yo le traía. Me los encontraba noche tras noche apilados al lado del contenedor.
¿Cómo me sentía tirando de veinticinco a cincuenta dólares todas las noches? Bastante molesto. Sin embargo, yo sabía que era cuestión de tiempo. Ya habíamos pasado por esto antes y cuando el lobo viera que seguía trayendo cubos de carne con arroz y costillas y que me daba por culo si los comía o no, volvería a llevárselos. Por otro lado, los Machos del almacén ya no me gruñían a lo lejos con cara de asco, solo se quedaban mirándome muy atentos y huían de mí. Quizá Rubius les hubiera contado al fin la razón de que yo estuviera allí.
La buena era que el Beta y yo empezamos a reconciliarlos. Como le había prometido, llevaba cervezas y nos las bebíamos mientras preparábamos el campamento para la visita de la Manada. Por supuesto, Quackity no cambió del día a la mañana; el segundo viaje en coche también fue algo silencioso, al lobo seguía costándole un poco mirarme a los ojos y respondía cosas cortas y vagas a todos mis intentos de iniciar una conversación, pero al menos se notaba que estaba haciendo el esfuerzo de tratar de seguir adelante, así que yo le daría el tiempo que pudiera necesitar para ello. Aquella noche le ayudé a llevar algo de comida imperecedera como latas, bidones de agua y leche en polvo.
—La Manada traerá el resto cuando venga —murmuró mientras revisaba las etiquetas de las latas para dejarlas ordenadas en los estantes.
A veces hacía aquello, soltaba comentarios al aire y me explicaba cosas que yo no le había preguntado. Yo asentía y respondía alguna tontería o no, como cuando me dijo:
—Esta es la cabaña de los lobatos, pero no puedes quemarla.
—Entonces, ¿queres que traiga más papel y toallas para cuando hagan sus sesiones masturbatorias? —murmuré, terminando de asegurarme de que una de las literas era estable. Me subía, daba un par de saltos y, si no se rompía, estaba bien.
El lobo siguió arrastrando uno de los colchones rotos y deshechos hacia la puerta, pero lo hizo con una leve sonrisa en los labios.
—Los lobatos solo hacen cosas de lobatos —respondió a lo lejos—. ¿Tú nunca te tocabas de adolescente?
—Sí, pero no junto con mis hermanos.
Quackity bufó y tiró el colchón afuera con el resto que no servían, deteniéndose para sgarrar el portafolios colgado en un clavo de la pared, anotar que había que sustituirlo y volver al trabajo.
—Ser lobato es un momento jodido, Spreen —me explicó—. Estás excitado todo el día, te crees todo un Macho, pero aún te está creciendo el pelo en los huevos. No puedes culparlos por hacer tonterías, ser estúpidos y… jalárselas como monos. Todos pasamos por eso.
—No los culpo por eso, los culpo por ser una grupo de pibes subnormales que se creen con derecho a romperme los huevos y buscarme problemas.
—Siguen siendo de la Manada —dijo en un tono bajo de advertencia.
Bajé de la última litera y apoyé el hombro en uno de los postes de madera, cruzándome de brazos y mirando al lobo con una expresión de párpados caídos.
—¿Y no les van a dar problemas al tenerlos por acá?
—El Alfa los mantendrá controlados —respondió mientras echaba un vistazo a un colchón de la cama superior. Tras un breve silencio, añadió—: Carola siempre se preocupa por la Manada, incluso cuando se supone que tendría que estar descansando como el resto de Machos.
Puse los ojos en blanco y negué con la cabeza, incapaz de sentir pena por el Alfa. Al final de aquella noche, cuando volvimos en coche, Quackity arrancó el todoterreno y me preguntó:
—¿Y qué es eso de que te criaste en un vertedero?
Yo ya tenía un cigarrillo en los labios y me lo estaba encendiendo con el zippo. Solté el humo por la ventanilla y me encogí de hombros.
—Mi madre era una camarera en una cafetería de carretera, ganaba poco y se gastaba la mayoría en alcohol, así que vivíamos en una mierda de patio de caravanas. Nuestros vecinos no estaban mucho mejor que nosotros y a algunos se les daba por acumular basura y ponerla en montones. Eso atraía a las ratas y los mapaches entre otros bichos —le expliqué sin más.
Quackity frunció el ceño, pero siguió mirando a la carretera.
—No suena a que fuera un lugar muy feliz… —murmuró en voz baja.
—No lo fue —le aseguré.
No fue la única pregunta privada que me hizo esos días. Yo no era de los que contaban su vida sin más, pero Quackity tenía cuidado y, siendo esa clase de persona que inspiraba confianza, consiguió sacarme algunos trapos sucios que no esperaba compartir con él. Nada que no le hubiera contado ya a Roier, pero más de lo que le contaría a ningún otro lobo.
—No hagas eso —le advertí mientras bebíamos cerveza y cortábamos leña a un lado del campamento para ponerla en la reserva—. No soporto que la gente tenga pena de mí.
Quackity dejó de mirarme con esa expresión apenada y triste que me dedicó al oír la historia de mi madre. Asintió y continuó cortando los leños. Como me sentí incómodo de pronto, quise cambiar de tema a uno más liviano y sin importancia:
—¿Sabes que me dijo Ollie? Que no me hubiera cogido si me llegaba a encontrar una noche en el Luna Llena. ¿Vos que pensas?
Quackity frunció el ceño y sacudió la cabeza.
—¿Y eso qué más da? Ya tienes a Roier. No debería interesarte lo que hubieras hecho con otros Machos.
—Me interesa —le aseguré con una voz más grave antes de bajar el hacha con bastante fuerza para partir un leño.
—¿No tienes el ego ya demasiado grande, Spreen?
—Claro que no.
El Beta soltó un bufido y negó con la cabeza, llevándose el antebrazo a la frente sudada para limpiársela. Se apoyó el hacha en su hombro y apoyó la mano en la cadera de cintura baja, por donde se podía ver el final de su increíble uve.
—Sí, Spreen, te hubiera cogido —reconoció al fin con un tono desinteresado, para que no me lo tomara demasiado en serio.
—Pero, ¿mucho? —sonreí de forma malvada, apoyando la cabeza del hacha en el tocón y mirando al lobo.
El Beta no dijo nada en un par de segundos, hasta que apretó la comisura de los labios.
—Sí… te habría hecho mi humano —concluyó a su pesar—. ¿Ya estás contento? —preguntó.
Me reí y asentí, agachándome para buscar otro de los leños que cortar.
—¿Y tú?, ¿hubieras venido a mi mesa del Luna Llena? —quiso saber entonces.
Me detuve y lo miré. Quackity se había quitado la camisa y se había quedado solo con uno de sus pantalones de baloncesto que no dejaban nada a la imaginación. Su cuerpo delgado pero musculoso y sudado resplandecía y su Olor a macho inundaba el pequeño claro. Quackity parecía salido de un puto sueño erótico, de esos de los que te despiertas con el corazón latiendo a mil y la entrepierna empapada. Sin embargo, por muy atractivo que fuera y lo sexy que me pareciera Quackity, no era Roier. No apestaba a Roier. Sí, eso es algo que pasa. La gente se cree que al estar rodeado de hombres perfectos e hiper sexuales, vas a caer en la tentación de querer coger con varios de ellos; pero los compañeros no somos loberos. Cuando tienes a un lobo, por estúpido que pueda parecer, no quieres a otro. Yo no hubiera cambiado a mi Roier por nadie. Ni siquiera por Quackity.
—Si la de Rubius hubiera estado demasiado llena, sí, habría ido directo a la tuya —respondí.
—¿Rubius? —se sorprendió, abriendo un poco más los ojos marrones—. ¿Por qué verga irías primero a ver a Rubius? ¡Yo soy el Primer Beta de la Manada! —exclamó con la mano en el pecho.
Me limité a reírme y dejarlo pasar. En ese momento creí que la reacción de Quackity había sido una especie de broma, porque todavía no sabía nada de la Mentalidad de Macho ni de ese mundo paralelo en el que ellos veían donde el rango era incluso más importante que el atractivo físico.
Al final, terminé pasándomelo bastante bien en el Campamento Diversión. Aquellas noches con Quackity fueron una especie de vacaciones y también una terapia; para él y para mí. Charlábamos, bebíamos, arreglábamos el campamento y nos volvíamos a la ciudad cuando casi había salido el sol por el horizonte. Sentí una punzada de pena cuando el lobo me dijo que, a partir del miércoles, tendría que llevarse a un par de Machos para limpiarlo todo y hacer los últimos preparativos antes del fin de semana. Me limité a asentir y decirle: «Llámame cuando lo necesites», a forma de despedida. «Lo haré, Spreen», me prometió él con una media sonrisa en los labios.
A partir de entonces, la planificación del Campamento Diversión se convirtió en algo nuestro, como muchas otras cosas. Nadie en la Manada se atrevió a interponerse en eso, ni siquiera Carola. Y es que, como ya dije, los lobos son muy intensos en sus relaciones. Se las toman muy a pecho y por eso estar en la Manada era a veces como vivir una puta telenovela. Ellos nunca lo van a reconocer, pero son unos putos dramáticos; y para que yo diga eso, imagínense lo grave que tiene que ser.
Chapter 55: EL DOCTOR LOBO: NO HA MUERTO
Chapter Text
De vuelta a mis noches sin nada que hacer, empecé a buscar trabajo. Me había tomado casi dos semanas y media de descanso, entre El Celo y las noches con Quackity, pero mi cuenta bancaria seguía bajando un poco más cada día y el dinero que había conseguido con las clases no duraría para siempre. Así que la tarde del jueves fui a entregar mi currículum lleno de mentiras a la oficina de la empresa de reponedores donde trabajaba Jhon. No fui tan tonto para llevar mi ropa normal, sino que le di un último uso a la camisa, los pantalones y las gafas del Doctor Lobo y llegué allí con una sonrisa tan falsa como las uñas de la recepcionista. Ella quiso quedarse con el currículo, pero yo insistí en llevarlo directamente a personal.
—Pareces una mujer ocupada y no quiero molestarte —sonreí—. Además, puede perderse entre tanto papel que tenes por acá…
Ella forzó una sonrisa y me señaló por donde tenía que ir. Su trabajo era evitar interrupciones innecesarias al resto de departamentos, pero yo no me fiaba una mierda de ella. Quizá «se olvidara» de entregarlo y le chupe un huevo porque ella ya tenía trabajo y un cómodo puesto sentada en una silla. Así que lo llevé personalmente, lo entregué y solté un comentario para dejar claro que Jhon me había hablado del puesto y de que éramos «amigos». Hecho aquello, salí de allí, perdiendo la sonrisa nada más cruzar la puerta de las oficinas y sumergirme en el aparcamiento. Me saqué un cigarrillo y me lo fumé con calma mientras veía al otro lado, donde estaban aparcadas las furgonetas de reparto frente a las salidas del almacén. Algunos operarios ya estaban cargando las cajas de reparto y me acerqué por si veía a Jhon, solo para insistir un poco más antes de irme. El trabajo parecía bueno y sabía que, al menos, estaba bien pagado. Además, el lugar estaba en el mismo polígono industrial que la nueva nave de la Manada, pero en esquinas diferentes. Me vendría muy bien para cuando tuviera que seguir llevando la comida a Ollie.
Fruncí el ceño y negué con al cabeza. Era mejor no hacerse ilusiones con puestos de trabajo, porque al final siempre te llevabas una decepción. Tiré la colilla del cigarrillo al suelo y me puse el casco de la moto para volver, comprar la comida a toda prisa y llegar corriendo a la Guarida para dársela a Roier. El lobo me estaba esperando tirado en el sofá, del que se levantó cuando me oyó entrar.
—¿Dieron trabajo a Spreen? —me preguntó.
—No lo sé, hay que esperar —respondí, acercándome para darle su beso y su caricia antes de llevarme las bolsas a la barra del bar—. Iré mirando otros, por si acaso.
Roier se sentó en su taburete y se quedó mirándome atentamente mientras yo le sacaba la fuente de carne con arroz y una cerveza fría de la nevera.
—Spreen está muy raro así —murmuró, refiriéndose a mi ropa y gafas del Doctor Lobo.
Le entregué una cuchara grande y fui a prepararme un café.
—¿No te gusta? —le pregunté de forma desinteresada.
—Spreen siempre gusta a Roier —respondió con la cabeza bien alta—, pero es raro.
Solté un murmullo y asentí con la cabeza antes de ir por un paquete de cigarros y ponerme uno en los labios.
—¿Y ahora? —le pregunté.
Roier sonrió con una palada de comida ya en la boca, asintió y gruñó.
—Ahora más Spreen —me dijo.
Tras la siesta y el sexo de después, Roier se fue con su tupper bajo el brazo y una suave sonrisa en los labios. Me hice otro café y fui en busca del celular para buscar otro trabajo de mierda que al menos nos pagara el alquiler. Encontré un par, llamé a algunos para hacer una pequeña entrevista repleta de tonterías y mentiras de la que siempre me despedían con un: «nos pondremos en contacto contigo». Yo ponía cara de asco y seguía intentándolo, porque no quedaba otra. El verano había terminado y octubre era un mes complicado para encontrar trabajo, quizá cuando comenzara la campaña de navidad tuviera más suerte.
Roier volvió a casa como había salido: con un tupper debajo del brazo y una sonrisa en los labios. La única diferencia era que el cubo de comida estaba vacío y que le habían cortado el pelo al lobo. Giré el rostro desde el sofá, por encima de los brazos que tenía estirados sobre el respaldo, y se me escapó un murmullo nada más verlo. Roier gruñó en respuesta, cambiando su sonrisa por una más afilada y prepotente, oliendo mi excitación al instante y poniéndose duro bajo su pantalón gris. Cuando tenía el pelo corto peinado para atrás, era cuando más malo, rudo y peligroso parecía, algo que, junto las feromonas que flotaban en el aire acompañando su fuerte Olor a Macho, hacían estragos con mi autocontrol.
—Dios… como me pones, Roier… —murmuré al terminar, pasándome una mano por el pelo mientras el lobo descansaba sobre mí, me frotaba el rostro sudado y ronroneaba.
Al despertarme, pasó algo parecido, pero esta vez tuve que dejar la cama para irme tambaleando hacia el baño a limpiarme la boca empapada de líquido preseminal de lobo, lavarme los dientes y hacer un par de gárgaras para quitarme aquel fuerte regusto a semen. El muy pelotudo se había corrido sin avisar mientras se la chupaba bajo la manta. Sabía lo mucho que eso me enfadaba, pero estaba seguro de que a Roier le gustaba venirse en mi boca y por eso el boludo no decía nada. Ahora bien, si era tan valiente, después que se atuviera a las consecuencias de un Spreen enfadado.
Tras tomarme un café rápido y fumarme un cigarrillo frente a la puerta de emergencias abierta, preparé un vaso de leche tibia para el lobo y se lo dejé en la mesilla. Cuando volví, todavía estaba allí dormido tras la batalla campal que había tenido que luchar conmigo para domarme. Se despertó solo al oler la comida, cuando un rugido de tripas llegó desde la habitación y vi al lobo levantarse al fin de la cama e irse al baño mientras se rascaba el pubis con una cara adormilada. Echó una de sus ruidosas meadas, se lavó las manos y vino a la cocina para sentarse en su taburete y gruñir con placer al ver la fuente con un pequeño cerdo partido a la mitad. Me miró mientras lo comía a grandes bocados y solo se detuvo cuando el celular empezó a vibrar sobre la mesilla.
—Carola —le dije, entregándole el celular.
—Aquí Roier —respondió con la boca llena antes de tragar a prisa, moviendo la enorme nuez de su cuello de arriba abajo—. Sí. Roier se ocupó ayer de eso. —Un breve silencio—. Roier irá el primer día, después volverá con Spreen a Guarida, así que puede darles una visita —otro momento después, asintió—. De acuerdo, Roier esperará a que Manada vuelva. —Finalmente me miró y dijo—. Spreen…
Yo estaba preparando mi café y de espaldas a él. Me tomó un par de segundos más cerrar la tapa de la máquina y pulsar el botón antes de volverme hacia él. En una de nuestras noches en el campamento, Quackity me había dado otro de sus pequeños consejos: apreciar las cosas que la Manada hacía por mí, como el celular, la moto o que Carola en persona quisiera hablar conmigo. Según el Beta, ellos no hacían nada a la ligera y, como yo no dejara de verlo todo como un ataque, no podríamos alcanzar ese «punto medio» del que tanto hablaba. Me preguntaba si le decía aquellas mismas mierdas al Alfa.
Alargué la mano y me acerqué un paso a Roier.
—¡Sí! —respondió al instante el lobo, alzando ambas cejas espesas con sorpresa—. Spreen puede hablar.
Me entregó el celular y ya fui de camino al paquete de cigarros en la mesilla mientras me ponía el teléfono al oído.
—¿Qué pasó, Carola? —le pregunté con mi voz muerta y neutra—. Debe ser importante para que quieras hablar conmigo después de la última vez que nos vimos.
—Buenas tardes, Spreen —respondió él, en su tono grave y más lento—. No es nada importante, por supuesto, sino no lo hablaría contigo.
Asentí y encendí mi cigarro. ¿Cómo no iba a apreciar que el Alfa me llamara para soltarme más de sus comentarios de mierda? Era todo un detalle… Sin embargo, oí cómo Carola tomaba una bocanada de aire y se escuchó el leve crujido de queja que hizo su sillón del despacho cuando el enorme lobo se recostó sobre él.
—Me han dicho que sigues sin encontrar trabajo —empezó a decirme —. Da la casualidad de que llevo buscando a un conserje durante un tiempo. Alguien que se haga cargo del edificio de oficinas al lado del Refugio.
Lo dejó allí y se quedó en silencio. Fumé otra calada y eché el humo al aire fresco. No hacía frío, pero el cielo llevaba encapotado desde la primera hora de la mañana, arrojando una luz grisácea y plomiza sobre la ciudad. Al parecer, el Alfa me había llamado porque necesitaban que alguien desatascara los retretes de la Manada y limpiara su mierda; pero no como algo humillante, por supuesto. Yo solo sería el no-compañero que fregaba sus suelos con un mono de trabajo. Cerré los ojos y me mojé los labios, aguantándome las ganas de mandarlo a la mierda una vez más.
—¿Y querés que te recomiende a alguien? —le pregunté tras aquella breve pausa.
—No. Había pensado que quizá tú pudieras hacerlo —respondió—. Evidentemente, te pagaríamos un sueldo acorde a la media del sector y sería un trabajo nocturno, como el que has tenido hasta ahora.
—Ahm… —fue todo lo que se me ocurrió decir mientras ponía una expresión de desprecio—. Es difícil fregar los suelos y arreglar cosas cuando puede pasar alguien en cualquier momento y arruinarte el trabajo — murmuré, usando todo mi autocontrol para que el tono de mi voz no variara —. Por eso los conserjes trabajan de noche. Eso no funcionaría con la Manada dando vueltas por ahí.
—Como ya sabes, Spreen, en el edificio de oficinas solo está mi despacho y algunos archivos sin importancia. Lo usamos para hacer algunas fiestas en la planta baja y poco más —dijo con una voz más lenta y agresiva, como si se estuviera conteniendo las ganas de mandarme a la mierda casi tanto como yo a él—. Así que no tendrás que… soportar a la Manada dando vueltas por aquí… —
Aquel momento, por tonto que pueda parecer, me recordó a cuando dejé las drogas y nadaba en un mar de desesperación, perdido y sin rumbo, solo acompañado por la profunda y hambrienta necesidad que me consumía por dentro. Yo solo podía pensar en drogarne, pero sabía que, si lo hacía, habría vuelto a empezar aquel círculo vicioso del que tan desesperadamente trataba de escapar. Viví algo parecido en aquella conversación con el Alfa: yo solo quería gritarle que fuera a ofrecerle ese trabajo de mierda a su puta madre, que le pusiera a ella un mono sucio, que le diera una fregona maloliente y que la mandara a limpiar para la Manada; pero, si hacía eso, yo sería el idiota inmaduro y desagradecido que justificara sus insultos y desprecio. Sería como volver a empezar otra vez. Así que apreté los dientes con fuerza, clavé la mirada en la ciudad a lo lejos y tomé un par de buenas bocadas.
—Muy bien —dije en voz muy baja—. Veremos cómo funciona todo esto, Carola… y después hablamos.
—Bien —murmuró el Alfa, antes de añadir un salvaje—: De nada, Spreen — y colgar.
Abrí los ojos y me quedé en blanco. Mi siguiente reacción fue levantar el celular en alto y estar a punto de tirarlo hacia el callejón, solo para verlo estallar en mil pedazos.
—¿Qué le dijo el Alfa a Spreen? —me preguntó una voz a mis espaldas.
Eso fue lo único que consiguió que me detuviera.
Tome otro par de profundas bocanadas de aire y, en vez del celular, tiré el cigarrillo retorcido y estropeado. La única víctima de mi ira, por desgracia.
Cerré la puerta de emergencias de un golpe seco que llenó la casa y me giré hacia el lobo.
—Carola me ofreció un trabajo de conserje en las oficinas —dije.
Roier sabía que algo iba mal, así que controló su gesto de sorpresa y su gruñido de ilusión, porque sabía que era peligroso. Así que agachó la cabeza y siguió comiendo mientras me lanzaba miradas por el borde de los ojos. Fui hacia la cocina, me saqué otro cigarrillo y lo fumé sentado a la barra, mirando los ventanales a lo lejos mientras golpeaba sin parar el zippo plateado contra la madera. Empecé a refunfuñar entre calada y calada, repitiéndome para mí mismo los cientos de respuestas que hubiera deseado darle a Carola, repitiéndome a mí mismo que había cometido un error y que el Alfa solo utilizaría aquello para humillarme una vez más; como siempre hacía. No era más que un hijo de puta vengativo, rencoroso y, lo peor de todo, con poder.
Roier no se durmió la siesta aquella tarde, sino que se quedó en el sofá, con la espalda recta y muy atento a cualquiera de mis movimientos. Esperó toda una hora y dos de sus programas de jardinería en atreverse a girar el rostro y mirarme, solo para encontrarme en la misma postura y con otro cigarrillo en los labios. Como no respondí a su mirada, gruñó por lo bajo para llamar mi atención. Cuando lo miré, agachó al momento la cabeza y giró el rostro; lo que vio en mi rostro debía dar completo terror, porque esperó otra hora para volver a intentarlo. Esta vez se levantó y se aseguró de que no estaba enfadado con él, acercándose lentamente, fingiendo que iba a buscar algo a la nevera para después pegarse a mi espalda, rodearme con los brazos y acariciarme el pelo. Yo no me moví, pero eso no tenía por qué ser una mala señal viniendo de mí.
—Alfa quiere dar trabajo a Spreen… preguntó a Roier hace unos días si Spreen querría trabajar en el edificio de oficinas…
Giré el rostro para mirar los ojos cafés de bordes ambar y gruesas pestañas del lobo.
—¿Y le dijiste que sí…? —quise saber con un tono muy peligroso en la voz.
El lobo retrocedió un paso y gimoteó con expresión de pena.
—Las oficinas están cerca de Refugio… —murmuró—. Cerca de Manada…
—¡Sí, para que me vean bien cuando desatasque su mierda del váter! — respondí yo, volviendo a apretar los dientes—. No voy a hacerlo —decidí, levantándome del taburete para irme hacia la habitación—. ¡Qué se joda!
Oí un gemido de pena de Roier, uno lejano y solo hasta que cerré la puerta corredera de papel con un golpe seco. Me eché de espaldas sobre la cama y me quedé allí, de brazos cruzados y con la mirada fija en el techo descascarillado y comido por el tiempo. Roier no vino a verme hasta que cayó la noche, cuando abrió la puerta muy lentamente para mirarme tumbado en la cama. Pasó con cuidado y fue directo al armario para agarrar la ropa que iba a ponerse. Me dedicó miradas rápidas por el borde de los ojos, pero no se atrevió a hablar hasta que estuvo preparado para marcharse a trabajar.
—Roier sabe que Spreen fue bueno con Manada —me dijo en voz baja—. Ayudo mucho a Ollie y a Quackity. Y Spreen no se merece que la Manada le tiré pan en la cara y le eché de su sitio al lado de su Macho —se detuvo un momento y tomo aire para hinchar su pecho y levantar la cabeza—. Roier está con Spreen. Manada fue cruel con su compañero. Pero a Roier le pareció buena idea que Spreen trabajara en las oficinas —volvió a bajar los ojos a las llaves del Jeep entre sus manos—. Estaría cerca de su Macho… y las oficinas son muy importantes para Manada. Allí trabaja el Alfa y hay papeles de los negocios. Roier creyó que Carola estaba empezando a confiar de nuevo en Spreen y le dijo que sí.
Tras aquello, se quedó en silencio y me miró por el borde superior de los ojos, con la cabeza agachada y los hombros algo caídos.
—Podría haberme dado un trabajo en la tienda de caramelos — murmuré con la voz algo ronca después de pasarme tanto tiempo allí tirado y en silencio—, o en el Luna Llena, como antes. Pero me ofreció un puesto limpiando mierda…
Roier, que quizá no se esperara respuesta alguna de mí, levantó la cabeza con atención y se acercó un paso.
—No, no. Las oficinas son mucho mejor que trabajo en tienda de caramelos o Luna Llena —me aseguró—. Más importante. Mucho más.
Me incorporé lo suficiente para apoyar los codos en el colchón y mirar al lobo.
—¿Cómo carajo un puesto de conserje va a ser mejor que lo otro? —le pregunté.
—Más cerca de Alfa y de Manada —insistió—. Machos verán allí a Spreen y sabrán que ahora es de confianza.
Roier se terminó echando sobre la cama para quedarse de lado y mirarme directamente.
—Roier podrá ver a Spreen cuando quiera porque está cerca de Refugio. Y Spreen sabe lo mucho que le gusta a su Macho verlo… —gruñó por lo bajo de forma excitada y acercó su rostro al mío para acariciarme como solo un lobo hacía.
Yo seguía enfadado, pero era solo una amargura en el fondo de mi mente. Dejé que Roier siguiera con aquella tontería un poco más, hasta que me mordisqueó la mejilla y se inclinó sobre mí, moviendo su brazo por mi cuerpo hasta rodearme y atraerme hacia él. La cercanía, el calor y su deliciosa peste a Macho consiguieron destruir mis defensas, como siempre ocurría. No tardé en ponerme muy excitado, y el lobo tardó menos en reaccionar y echarse sobre mí mientras gruñía. Uno de nuestros sexos sucios y salvajes era justo lo que necesitaba para reorganizar las ideas y replantearme algunas cosas. En ese estado de profunda calma, sudado y con el rostro apoyado en el enorme pecho de mi lobo, vi las cosas de otra manera. Si Roier tenía razón y aquella oferta de empleo era un intento de Carola de acercarme a ellos, no podía rechazarlo; por otro lado, me costaba creer que el Alfa no viera lo retorcido que era y lo confusa que resultaba la idea de querer darme un pequeño «regalo» tan envenenado como ese.
—Roier y Spreen deberían irse ya… —me dijo el lobo al poco de que la inflamación se terminara.
Murmuré algo por lo bajo, apenas un sonido ronco antes de incorporarme y salir de encima de él para que pudiera volver a subirse los pantalones y cambiarse la camiseta manchada. Yo fui un momento al baño y salí en el mismo estado de tranquilidad para buscar algo cómodo y rápido que ponerme. Salimos juntos de casa y fuimos directos al Jeep. Puse algo de música y me saqué un cigarro antes de abrir la ventanilla. Roier parecía mucho más contento que antes y se pasó el camino con una media sonrisa en los labios y mirándome intermitentemente por el borde de los ojos. Se detuvo cuando llegamos frente al Refugio y bajó antes que yo, esperándome al lado de la puerta para acompañarme. Tomé una última bocanada, cerré la ventanilla y bajé del todoterreno, controlándome para no dar un portazo por si había algún lobo espiándome y analizando mi reacción.
La entrada al Refugio seguía como siempre, con aquel gran portón y la cálida luz amarillenta que iluminaba el pasillo de la entrada y la mayoría de ventanas que daban a la calle. Sin embargo, no había Machos a la vista, pero sí un montón de todoterrenos aparcados por allí. Roier y yo caminamos hacia el edificio de al lado, una vieja construcción de oficinas sumergida en la oscuridad, a excepción de una pálida luz en la entrada y uno de los ventanales del último piso. Roier me abrió la puerta y dejó que pasara primero, encontrándome con un lobo sentado en unos pequeños sofás viejos de la pared. Algo que, en los sesenta, debía haberse considerado una sala de espera bastante moderna y cómoda. El Macho se levantó al vernos y se acercó para inclinar la cabeza ante su SubAlfa.
—Roier —le saludó.
—Ben —respondió el lobo, pegándose un poco a mi espalda antes de añadir—. Spreen vino a trabajar.
El lobo, de unos treinta y muchos y canas en las sienes que llegaban hasta el inicio de su barba y su mentón, me miró con expresión seria y asintió.
—Hola, Spreen —me saludó, llevándose sus manos a la espalda, lo que marcó más sus anchos hombros y su gran pectoral—. Yo soy Ben, segundo Beta de la Manada. El Alfa me pidió que yo mismo te enseñara el puesto y te explicara algunas cosas.
Respondí con un movimiento de cabeza y una expresión indiferente. Ben podría ser todo un Sugar Daddy de libro y el segundo Beta, pero yo no estaba impresionado. Eso no fue algo que pasara por alto al lobo, que levantó un poco la cabeza antes de añadir:
—No hace falta que te diga lo valioso que es mi tiempo y el detalle que está teniendo Carola contigo al ofrecerte tal privilegio, ¿verdad, Spreen?
—Oh… —ahí fue cuando entendí qué clase de persona era Ben. Supe que él y yo no íbamos a ser nunca buenos amigos, y tuve razón—. Por supuesto… —murmuré.
—Bien. Acompáñame, por favor —dijo, mirando a Roier antes de dedicarle otra inclinación de cabeza a forma de despedida.
Mi lobo me dio una última caricia frotando su rostro contra mi pelo y ronroneó por lo bajo antes de decirme por lo bajo: «Roier se va».
—Pásala bien —respondí yo, dando un paso hacia donde ya me estaba esperando Ben, el Beta insoportable.
No tardó en quedar claro que yo tampoco le caía nada bien, pero el lobo parecía tener mayor tacto a la hora de tratar conmigo que los demás Machos. Me explicó donde estaba la conserjería, dónde estaba el armario de la limpieza, me dio un rápido y escueto tour por el edificio y después me dejó de nuevo en conserjería antes de decirme:
—Si tienes alguna duda, comunícaselo a Roier y te daremos una respuesta, pero no molestes al Alfa en su despacho.
—Evitaré el último piso como si fuera el puto infierno —sonreí de una forma afilada.
Ben continuó con su expresión seria y las manos a la espalda un par de segundos más antes de darse la vuelta e irse. Una vez solo, me tomé mi tiempo para revisar lo que había en las taquillas de conserjería, viendo que estaban vacías y no tenían ningún mono asqueroso y sucio con mi nombre en él. Arqueé una ceja y asentí, no sabía si molesto o agradecido de no tener aquella excusa para enfadarme e irme. Tampoco había lista de tareas, ni nada que se le pareciera; solo un mapa del edificio en la pared con las diferentes plantas, incluido el sótano; un viejo teléfono de pared para las comunicaciones internas; una mesa frente a una ventana acristalada y corrediza por la que se veía el pasillo a oscuras; una silla de oficina de un horrible color azul eléctrico y un ordenador de hacía veinte años que, evidentemente, no funcionaba ya. Sin tareas que hacer ni nadie que me diera órdenes, me quedé allí, sentado en la silla, con las piernas sobre el escritorio y el celular en las manos.
No habían pasado ni dos horas cuando Roier apareció por el pasillo, dio un par de golpes a la ventanilla acristalada y sonrió como un tonto mientras caminaba hacia la puerta para abrirla.
—¿Qué tal Spreen? —me preguntó, acercándose para inclinarse sobre mí y rodearme el cuerpo antes de ronronear en mi pelo.
—Bien —murmuré a mi pesar—. No hay mucho que hacer.
—Edificio de oficinas es viejo, pero no se usa mucho —respondió, entonces miró el monitor del ordenador y gruñó—. Roier dirá a Alfa que cambie ordenador para Spreen.
—No, no le pidas una mierda —me negué—. dejémoslo así.
Había algo que me molestaba de todo aquello, e incluso cuando Roier tuvo que irse y volvió a buscarme para llevarme a casa, seguí dándole vueltas. No estaba seguro, pero una parte de mí casi hubiera deseado que aquella noche hubiera salido terriblemente mal para tener la excusa definitiva. Como el bollo de pan para no ir a las fiestas. Por desgracia, nadie había venido a encargarme trabajos sucios y denigrantes, nadie me había molestado ni había venido a supervisarme; había sido aburrido, sí, pero eso era todo lo malo que podía decir, y, siendo sinceros, no era algo de lo que no me quejara a menudo de mis trabajos.
— Hijo de puta… —le dije a un Carola invisible mientras me fumaba un cigarrillo frente a la puerta de emergencias—. ¿Qué estás planeando…?
Roier gruñó a mis espaldas, tumbado en el sofá, creyendo que quizá hablaba con él. Negué con la cabeza y le hice un gesto para que siguiera viendo su programa de bricolaje. Decidí que todavía era pronto y que, quizá, Carola estaba guardándose la munición pesada para un poco más adelante…
Por eso, la tarde del sábado, cuando sonó el celular sobre la mesilla, sonreí. Me levanté de al lado de Roier, completamente dormido y roncando mientras sufría leves contracciones en la pierna, y fui a ver el número. Seguí sonriendo, seguro de que era el Alfa que llamaba para empezar con sus «exigencias». Ahora limpia los váteres, Spreen… Ahora friega el suelo con esta servilleta, Spreen…
—¿Sí? —pregunté con cierto retintín burlón. Era hasta macabro lo feliz que me hacía tener razón.
—Sí, ehm… perdone, Doctor Lobo —dijo una voz baja y aguda—. Soy Clarise, de la Fundación. Tiene a sus pacientes en clase esperando por usted, ¿les digo que va a llegar un poco tarde?
Me quedé en blanco, perdí la sonrisa al momento y por un par de segundos no supe qué responder. La mujer tuvo que volver a repetir
«¿Doctor Lobo?», para que yo reaccionara:
—¿Qué pacientes?
—Su… sus pacientes de cada semana —dijo ella, como si la pregunta la hubiera pillado por sorpresa—. ¿Prefiere que les diga que se marchen?
—¡No! —exclamé—. No —repetí en un tono más calmado y profesional—. Estoy en mi… —miré a Roier roncando en el sofá y con la mano metida debajo de su chándal negro—, despacho. Diles a mis pacientes que llegaré en quince minutos.
Dicho esto, no esperé a escuchar la respuesta, colgué la llamada y miré mi correo para ver las notificaciones de los nueve personas que me habían ingresado ochenta dólares en la cuenta de PayPal. Entonces salí disparado hacia la habitación y rebusqué mi ropa de Doctor Lobo en el armario. Estaba arrugada y usada, pero yo no me esperaba seguir con mis charlas después del Celo. Me la puse de todas formas junto con las gafas y la corbata antes de precipitarme hacia el baño, hacer algo con mi pelo y volver directo al salón para tomar las llaves de la moto y de casa. En quince minutos y después de apretar el acelerador como un maníaco, llegué a la ONG, entré con una sonrisa y recolocándome la corbata para mirar a la vieja que me esperaba detrás de recepción. Me saludó y yo respondí con un asentimiento de cabeza, yendo directo a la clase.
Miré a los clientes, ninguno que yo recordara, apoyé la cadera en la mesa del profesor y me crucé de brazos, ocultando los círculos de sudor bajo mis axilas.
—¿Qué tal el Celo? —les pregunté tras un breve silencio. Nadie respondió, solo se intercambiaron miradas discretas o agacharon la cabeza
—. Exacto —asentí—, porque entonces no estarían acá. Esta semana reabren los locales de lobos y ustedes quieren probar suerte una vez más… Les solté la misma charla que a todos los demás, la misma que las semanas anteriores y ellos salieron igual de confundidos y extrañados que el resto. La diferencia, es que esos hombres y mujeres no eran clientes estacionales como lo eran los que buscaban El Celo. Eran humanos que querían explorar el oscuro mundo de los lobos y no les importaba el cuándo; o podía tratarse solo de clientes rezagados que querían darle un último intento a mis clases. A eso le daba vueltas mientras volvía a casa, encontrándome con un Roier un poco nervioso y confuso al llegar. Me había ido sin decirle nada y se había despertado excitado y en una Guarida vacía. No era un lobo controlador, pero le gustaba saber dónde estaba o se ponía impaciente y nervioso.
—Me llamaron para una entrevista y tuve que salir corriendo —le mentí, dejando mi chaqueta negra de cuero sobre la barra de la cocina antes de sacarme un cigarrillo—. ¿Nos vamos ya? —pregunté, mirando que ya estaba vestido para el trabajo.
Roier gruñó y frunció el ceño.
—Spreen debe despertar a Roier antes de irse —murmuró, mirándome por el borde superior de sus ojos cafés—. Roier siempre se despide de Spreen.
Asentí y me encendí el cigarro, soltando una bocanada de humo.
—De acuerdo, me despediré la próxima vez —prometí, porque estaba casi seguro de que no habría próxima vez—. Mañana te compraré algo especial en la tienda de comida, para compensártelo —añadí, acercándome un poco para acariciarle el estómago—. Deja de gruñir.
El lobo gruñó otra vez, alzando la cabeza en una postura orgullosa antes de rodearme con los brazos y apretarme contra él, hundiendo su rostro en mi pelo. Puse los ojos en blanco, pero terminé abrazándole de vuelta, con cuidado de no quemarlo con el cigarrillo. Tras aquello, bajamos juntos hacia el Jeep y nos pusimos de camino al trabajo. Roier se despidió de mí en la entrada con un firme: «Roier se va», a lo que respondí: «Pásala bien, capo».
El edificio de oficinas estaba tan vacío como el día anterior, repleto de habitaciones a oscuras y pasillos en penumbra, tan solo iluminados por las luces de emergencia de consumo mínimo. Llegué a conserjería, dejé mi chaqueta en el respaldo de la silla y miré la nota que me aguardaba sobre el escritorio. Arqueé una ceja y puse una media sonrisa perversa en los labios. Aquel era el momento.
«Esta noche te llevo un ordenador decente. Firmado: (dibujo de una pija)». Chasqueé la lengua y me dejé caer en la silla, recostándome y produciendo un leve chirrido de muelles viejos.
Yo sabía que el Alfa estaba planeando algo, pero lo que no sabía era que Carola estaba en su sillón del despacho, pensando lo mismo de mí. Él creía que en algún momento yo montaría algún espectáculo o le interrumpiría para quejarme e insultarlo. Me había dado aquella oportunidad para demostrar a Roier y a sí mismo que todo aquello no era culpa suya, pero eso no significaba que confiara en mí, así que no me había puesto trabajo ni razones para tener que moverme de mi puesto en conserjería. Si me pillaban husmeando donde no debía, sería solo culpa mía. Si me enrabietaba y me iba, sería solo culpa mía. Si interrumpía su trabajo o molestaba a la Manada, sería solo culpa mía.
A veces daba miedo lo mucho que Carola y yo nos parecíamos.
Chapter 56: CAROLA: EL ALFA DE LA MANADA
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Aquella semana pasaron algunas cosas interesantes. La primera de ellas fue la prometida y esperada salida de la Manada a su nuevo campamento del bosque. Quackity y yo habíamos hecho las comprobaciones, después el Beta había ido con un grupo de Machos para limpiarlo y sustituir todo lo necesario, finalmente, el domingo acompañé a Roier a hacer las últimas reparaciones. No lo dudé en cuanto me lo preguntó, porque sonaba a un viaje con música y brisa fresca y a un sexo interesante en el bosque bajo las estrellas. Por desgracia, al llegar allí me encontré con que ya había otros Machos haciendo preparativos, viniendo de un lado a otro, cargando cosas al hombro y dedicándonos miradas serias y muecas de incomodidad. Perdí todas las ganas de estar allí y me limité a acompañar a mi lobo por su recorrido por las cabañas para solucionar los problemas. Verlo con su camisa de asas negra, un poco sudado, gruñendo cuando tenía que hacer más fuerza mientras su cinturón de herramientas tiraba de su pantalón hacia abajo mostrando el reguero de pelo hacia su pubis… no ayudó en absoluto a mejorar mi estado de humor. Quizá Roier estaba demasiado concentrado o distraído para oler mi excitación, pero eso fue algo que solucioné pronto.
—Te juro que como no me cojas ahora mismo, prendo fuego a todo el puto campamento, Roier… —le dije en un momento en que reparaba el desagüe de un grifo de la cocina, tumbado en el suelo y con las piernas abiertas.
El lobo me miró, entre sorprendido y extrañado, pero duró poco. Soltó un gruñido ronco y profundo y movió la cadera con un bulto cada vez más duro y abultado.
—Así me gusta… —murmuré, apartando el hombro de la pared para ir por él.
Veinte minutos después, salimos del «Puesto de Aventureros» con el pelo revuelto, la piel empapada en sudor fresco, la ropa arrugada y boca mojada. A Roier no pareció importarle y a mí mucho menos. Yo me había quedado en mi nube de tranquilizantes después de cuatro buenas inyecciones de corrida de lobo y nada podía importarme menos. Por supuesto, los demás Machos podrían saberlo al momento, no necesitaban si quiera mirarnos; pero, como ya dije, no es algo mal visto ni vergonzoso en la Manada.
Así que no agachamos la cabeza ni nos escabullimos de allí, simplemente seguimos con nuestro trabajo. Yo le leía a Roier la lista en la entrada de cada cabaña, donde Quackity había escrito lo que era necesario reparar, y él lo arreglaba. Al terminar, incluso nos quedamos un poco más por allí mientras el lobo comía su tupper a la vera del lago y yo fumaba tumbado a su lado. Entre las nubes se podían ver las miles de estrellas que inundaban el cielo oscuro y, por un momento, pensé en lo agradable que sería estar con Roier allí un par de días.
Fue solo un pensamiento estúpido, por supuesto. A apenas dos horas del amanecer, nos metimos en el coche para no volver jamás al campamento.
—Quackity te enviado un mensaje preguntando si podes pasar antes por el Refugio a ayudarles a cargar todo en el camión y controlar a los lobatos — le dije a Roier durante el desayuno.
El lobo se terminó el vaso y asintió con la boca manchada de leche. Así que escribí una respuesta rápida con el emparedado de huevo entre los labios y dejé el celular en el bolsillo. Roier no hizo maleta ni mochila antes de irse, ya que no se iba a pasar más de doce horas allí antes de volver a casa. Aún así, se despidió como si se fuera a pasar años: gruñidos, caricias, abrazos y besos durante casi diez minutos en mitad del salón, hasta que me cansé.
—No te vas a la puta guerra, Roier —le recordé—. Para un poco.
El lobo me dio un último apretón y se fue por la puerta sin su tupper de todos los días, ya que la Manada se había asegurado de llevar comida de sobra para todos. Una vez solo, me hice otro café, me fumé un cigarrillo y me senté en el sofá con los brazos extendidos por el respaldo. Miré un programa estúpido en la televisión y después puse las noticias de la noche antes de prepararme para salir de casa. No tenía claro si debía seguir yendo al trabajo sin la Manada allí, pero como nadie me había dicho nada, fui de todas formas. Solo para que no creyeran que no me lo tomaba en serio. El Refugio estaba a oscuras, sin ninguna luz encendida, sin embargo, el edificio de oficinas sí tenía una: la del despacho de Carola. Arqueé una ceja y me quité el casco de la moto, convencido de que era de esos que dejaban las luces encendidas.
Una vez dentro, fui a mi puesto, me quité la chaqueta y la dejé sobre el respaldo de la silla antes de sentarme. Quackity me había instalado un ordenador bastante bueno y me había explicado todo lo que tenía, a lo que yo solo le había preguntado:
—¿Pero se puede ver YouTube o no?
El Beta había puesto una expresión de párpados caídos y comisuras apretadas y me había respondido:
—Te puse mis cuentas de streaming cabrón para que veas todo lo que putas quieras.
Quackity, además de un friki de la tecnología, parecía tener una pasión oculta por la series y películas; eso o se aburría mucho con sus humanos para tener que pagar todas las plataformas de streaming que existían. Me había hecho algunas recomendaciones y yo había empezado a verlas, mandándole mensajes para criticarlas constantemente mientras él trataba de defenderlas sin fundamento alguno. A veces las ponía de fondo mientras jugaba al celular o dormitaba, a veces venía Roier y las miraba conmigo, obligándome a reproducirlas desde el principio otra vez. Eso solía mantenerme entretenido la mayoría de la noche hasta que nos íbamos a casa.
Así me encontró Carola, recostado en la silla, con las manos detrás de la cabeza y las piernas sobre la mesa mientras veía una serie. Tardé un momento en percibir su enorme figura por el borde de los ojos y un momento más en girar el rostro hacia él para verle a través de la cristalera. Tenía su expresión seria de siempre, esa que daba miedo; de rostro cuadrado, fuerte mandíbula y cejas gruesas bajo unos ojos de un intenso gris; la barba un poco más larga que la última vez que nos habíamos visto no hacía nada por suavizar sus rasgos. Carola era el único lobo que conocía que se pusiera siempre ropa de vestir, camisa y pantalones de traje que parecían estar a punto de rasgarse por la tensión que producían su cuerpo musculoso contra la tela.
Compartimos una mirada silenciosa y tensa que se alargó un par de segundos antes de que yo bajara las piernas del escritorio y me acercara a la ventanilla para abrirla. Lo primero que percibí fue su fuerte e intenso Olor a Macho, ese que me resultaba tan desagradable y ácido, pero me aguanté la mueca de asco y le dije con un tono neutro:
—Hola, Carola.
—¿Qué haces aquí, Spreen? —quiso saber él.
—Trabajar… —murmuré, volviendo a recostarme en mi silla vieja, la cual crujió bajo mi peso.
Al fin había llegado el momento que tanto había estado esperando. El Alfa movió la mirada de mis ojos a la pantalla del ordenador de la que salía el ruido de la serie antes de volver a mirarme.
—Trabajar… —repitió con un tono seco y una levísima mueca de desprecio—. Ya veo.
—Nadie me dio nada que hacer y no me moví de acá, no vaya a ser que piensen que me escape —respondí con calma, ladeando el rostro antes de preguntar—: ¿A eso viniste, Carola?
—Tengo mejores cosas que hacer que preocuparme por ti, Spreen —me aseguró.
—Pero estas acá —le recordé.
El Alfa tardó unos segundos en responder, manteniendo su expresión seria de empresario poderoso mientras sus puños se cerraban con fuerza allí donde yo no pudiera verlos.
—Estoy aquí porque me iba a ir ya con la Manada, pero oí un ruido al fondo del pasillo y me he acercado a comprobarlo. No sabía que todavía estabas aquí… trabajando.
—Sí, todavía estoy aquí —afirmé—. ¿Por qué?, ¿queres que me vaya?
A Carola le costó más esta vez aguantarse. Tensó un poco la mandíbula y alzó la cabeza.
—¿Por qué, Spreen? ¿Quieres una excusa para irte?
Me encogí de hombros.
—Me iré si es lo que quieres —respondí—. Prefiero eso a que mandes a alguien a tirarme pan en la cara para echarme…
El Alfa no contuvo la mueca de desprecio esta vez, pero no perdió el tipo.
—Yo creo que es justo lo que quieres, otra excusa para quejarte de la Manada y decir que somos «malos contigo». Así podrás humillarnos y reírte de nosotros a placer…
No dije nada, manteniendo su mirada de ojos grises durante un breve silencio.
—Qué curioso… yo pensé lo mismo de vos cuando me diste este trabajo de limpia váteres de la Manada —murmuré.
—Yo no soy tan infantil e inmaduro como tú, Spreen —dijo con un tono serio y grave—. Este trabajo es una oportunidad, otra más de las que la Manada te ha dado…
—¿Estás seguro, Carola? —le pregunté, frunciendo ligeramente el ceño como si estuviera pensándolo—. Porque lo único que yo veo es al capitán del equipo de rugby al que no le gusta el novio de su Quarterback, así que usa su poder y al resto de su equipo para echarlo.
—Yo soy el Alfa de la Manada, no un puto capitán de rugby —se defendió, como si la metáfora hubiera sido un insulto para él o algo.
—Entonces es incluso peor, ¿no crees?
—No, no lo creo —respondió, apretando sus dientes de anchos colmillos—. Lo que creo, Spreen, es que el tiempo me dará la razón. —Sin esperar a que respondiera, añadió—: No hace falta que… —echó otro rápido vistazo a la pantalla del ordenador—, trabajes… mientras la Manada no está aquí —dicho esto, se dio la vuelta y se fue a paso firme que resonó por el pasillo en penumbra hasta desaparecer.
No me quedé allí esperando, simplemente me levanté, me puse mi chaqueta, un cigarrillo en los labios y salí hacia la entrada del edificio. Me detuve en el soportal para encenderme el cigarro, mirando discretamente como Carola se subía a su lujoso Range Robert gris metalizado y arrancaba el motor para desaparecer por la calle. El Alfa se había quedado el último para terminar algún asunto, o quizá solo para poder romperme los huevos con una de sus «charlitas». Me terminé el cigarrillo recreando la conversación una y otra vez en mi mente, pero añadiendo todas las cosas que me hubiera gustado decirle, la mayoría de ellas, insultos. Soltando una última bocanada de humo, arrojé la colilla al suelo de la acera, que rodó hasta caerse por el borde, directo a un desagüe. Me puse el casco de mi moto y apreté el acelerador para hacerlo rugir bien alto antes de salir disparado hacia casa.
Carola no quería que trabajara sin la Manada para vigilarme. De puta madre. Tenía por delante cuatro días de vacaciones pagadas y todo el tiempo que quisiera para pasar con mi lobo. Así que las disfruté: el primer día invité a Roier a un «Come todo lo que puedas por veinte dólares» el cual, evidentemente, no estaba preparado para un enorme lobo hambriento. Cuando Roier fue a rellenarse el plato por sexta vez, el gerente vino a hablar conmigo para echarme, a lo que solo respondí: «Pagamos como los demás y vamos a comer lo que nos salga del culo». Cosa que hicimos hasta que llegó la policía y nos echó de allí sin ningún motivo aparente.
Otro día salimos a bailar y a beber, hasta que un grupo de imbéciles vino a molestarnos y a insultar a mi lobo. Yo le pegué a uno y Roier dejó en el suelo a otros cuatro, después fuimos al Jeep a disfrutar un buen sexo y volvimos a casa. Fue genial. El último día empezó a llover por la mañana, una lluvia fina e intermitente que se volvió más intensa a medida que avanzaba la tarde. Por la noche, hubo hasta una tormenta de truenos. Yo los miraba desde la puerta de emergencia, fumando con una café caliente en la mano y sonriendo. Esperaba que en el Campamento Diversión se lo estuvieran pasando de puta madre encerrados en las cabañas.
El viernes volví al trabajo junto con Roier. Nos despedimos dentro del Jeep y cada uno fue corriendo en una dirección bajo la lluvia. Al llegar a conserjería, me quité mi chaqueta mojada y la puse en el respaldo de la silla antes de pasarme una mano por el pelo. No tardó ni cinco minutos en sonar el teléfono de la pared. Me detuve a escuchar el desagradable sonido que retumbó por toda la cabina hasta que, con una bocanada de aire, me levanté para responder:
—¿Sí?
—Te llamaba para decirte que estaría bien que limpiaras un poco las escaleras y los pasillos, Spreen —dijo la voz grave del Alfa, sin interrumpirse en ningún momento para no darme tiempo a responder nada—, si no es mucha molestia para ti hacer algo con lo que justificar el suelo que te estamos pagando, por supuesto —y colgó.
Me quedé con los dientes apretados y el auricular en la oreja. Cerré los ojos y ladeé la cabeza, tanto que hice crujir mi cuello de la tensión. Los volví a abrir soltando el aire por entre los labios y colgué el teléfono de un golpe seco. Por suerte, Roier y yo habíamos tenido una sesión de buen sexo antes de venir y yo estaba lo suficiente relajado todavía para no subir con el cubo y la fregona hasta el despacho de Carola y tirárselos a la puta cara. En cambio, fui al armario de la limpieza y los agarre para dirigirme a las escaleras. La guerra había comenzado y yo no iba a perder, así tuviera que sacrificar un poco de mi orgullo por el camino.
Verme fregar esos escalones con el palo de la fregona apretado entre las manos, mirando con una expresión de intenso odio hacia allí donde alguien de la Manada pudiera sorprenderme limpiando, debía ser como mirar a un psicópata planeando un asesinato en serie. Por desgracia, el único que apareció por allí fue Ollie, quien me llamó durante un rato, subiendo las escaleras por el reguero de papel de periódico que había ido dejando hasta encontrarme.
—Spreen, llevo llamándote un buen rato —me dijo al verme desde el final del segundo piso. Se cruzó de brazos y apoyó la cadera a la altura del pasamanos antes de dedicarme una expresión seria—. ¿Tanto te costaba responderme?
Dejé la fregona dentro del cubo y apoyé ambas manos en el extremo para inclinarme un poco hacia delante y mirar al lobo. Ollie no parecía hambriento, pero se debía solo a que se había pasado cuatro días en el campamento con la Manada, allí donde no era un crimen capital aceptar comida que no viniera de tu compañera.
—Estaba ocupado —respondí, añadiendo un leve movimiento de hombros para restarle importancia—. ¿Qué tal las vacaciones?
—Bien, fue divertido —murmuró, apartando la mirada hacia un lado para restarle importancia a aquello. Hacía tiempo que el lobo evitaba explayarse demasiado en las cosas de la Manada a las que sabía que no me invitaban—, pero los últimos días empezó a llover y la cosa se torció un poco. ¿Tú qué tal?
—Maravilloso —murmuré antes de incorporarme y levantar la fregona para escurrirla antes de seguir fregando—. Dime, con un lugar tan bonito, perdido en mitad del bosque, bajo las estrellas… Daisy debió volver muy inspirada para pintar, ¿no?
—Daisy no pudo ir, tenía que ver a su madre —se apresuró a decir—. Creo que está enferma o algo.
—Oh… —dije, alzando la mirada hacia la pared de arcilla blanca—. Qué cagada… ¿Su madre vive lejos?
—Sí, un poco lejos.
—Ahm… Entonces, te habrá dejado comida en el congelador. ¿Sabes usar un microondas, Ollie?
—Sí, Spreen —dijo con cierto enfado, volviendo a mirarme—. Sé usar un microondas.
—Si Daisy cálculora mal la cantidad, no seas boludo, Ollie. Anda al Refugio y pedile algo a Aroyitt. A mí no me gustaría nada que Roier pasara hambre por un error así.
Levanté la cabeza y lo miré. Ollie me miraba de vuelta, con la mandíbula tensa, decidiendo si debía ofenderse o no por aquella sugerencia.
—Daisy no es tan despistada como tú para equivocarse así —respondió.
No me lo tomé a mal, como no me tomaba a mal nada de lo que me dijera de esa cerda de Daisy. Ollie era un Macho con compañera, diría y haría cualquier cosa para defenderla.
—No lo sé, no la conozco —volví a encogerme de hombros—. Solo digo que podría pasar algo así. Si yo me fuera y le dejara comida a Roier, necesitaría una nevera industrial para guardar los tuppers, e, incluso así, quizá él tenga más hambre de la que me esperaba y se le acabaran antes de tiempo. Solo digo que preferiría que viniera al Refugio antes de quedarse en casa como un boludo, gimoteando con el estómago vacío.
—Si pasara eso, la Manada podría pensar que no le estás cuidado como debes… —me advirtió Ollie.
—A mí con que Roier esté bien, me chupa un huevo lo que piense la Manada —lo dejé bien claro.
Un gruñido grave y profundo nos interrumpió de pronto. Moví rápidamente la mirada hacia el lado contrario, al tercer piso, donde vi la figura enorme de Carola mirándome de vuelta. Evidentemente había escuchado lo que había dicho de la Manada, pero no me avergoncé en absoluto de eso. Era la pura verdad. El Alfa se tomó unos segundos y empezó a descender los escalones uno a uno, haciendo retumbar sus pasos en el profundo silencio del edificio. Cuando llegó al entresuelo de las escaleras, al fin pude percibir su fuerte Olor a Macho, un poco diluido debido al olor a pino del friegasuelos que estaba usando.
Tras dedicarme una última mirada seria, se volvió hacia Ollie esperando expectante en el segundo piso. Agachó la cabeza ante su Alfa con respeto y después me echó un vistazo nervioso, creyendo que estaba a punto de presenciar como Carola se pondría como una fiera por haberme oído ser «irrespetuoso» con la Manada. Sinceramente, yo también lo esperaba y estaba preparado para eso.
Sin embargo, el Alfa relajó la expresión y sonrió un poco al Macho Común.
—Hola, Ollie, ¿qué haces por aquí? ¿Necesitabas verme?
—No —negó él—. He venido a vigilar a Spreen. Órdenes de Quackity.
—Ah, sí —murmuró, como si acabara de recordarlo y no pudiera importarle menos—. Fui un momento al baño y de vuelta al despacho no he podido evitar oír lo que decíais —comenzó a bajar los escalones por el camino de papeles de periódico, haciendo una señal con el dedo índice hacia el piso de arriba—. Si Daisy todavía no ha vuelto de ver a su madre, o si… —movió sus enorme hombros en un gesto despreocupado—, necesita quedarse allí más de lo que esperaba y no te ha dejado comida suficiente. No pasaría nada por venir a comer al Refugio, Ollie —terminó su descenso y se puso frente al otro Macho para colocar una mano en su hombro y darle un leve apretón—. La Manada jamás pensaría que no es una buena compañera. Daisy siempre se ha portado muy bien con nosotros —sonrió un poco más y añadió—: No como otros.
Ollie no pudo evitar echarme una rápida mirada por el borde de los ojos y asentir ante el Alfa.
—¿Para cuánto te ha dejado? —le preguntó Carola de forma casual—. ¿Dos días más o menos? Sabía que estarías con nosotros en el campamento, así que no debió ser mucho.
—No lo sé. La verdad es que no lo he calculado.
—Claro… —murmuró el Alfa, acercándose al macho para rodearle los hombros y llevárselo con él hacia un punto más lejano de las escaleras, allí donde tuvieran un poco de intimidad y donde, quizá, yo no pudiera oírles—. Escucha, Ollie —le dijo en voz baja y grave—. Si prefieres no ir a comer con los demás Machos, lo entiendo. Hablaré con Aroyitt para que te prepare la comida a parte y te la dé discretamente. No hace falta hacer un mundo de todo esto. Quedará entre nosotros. Palabra de Alfa.
—Gracias, Carola —le dijo Ollie en el mismo tono bajo—. Si Daisy no vuelve antes de que la comida se acabe, iré al Refugio y se la pediré a Aroyitt como un favor personal.
—Por supuesto —le aseguró, dándole otro leve apretón más antes de separarse y cruzarse de brazos—. Ahora, ¿por qué no te vas a tomar un café mientras hablo con Spreen?
No pude ver la reacción de Ollie, pero no pareció muy feliz por aquello cuando respondió:
—Claro.
Sus pasos se oyeron alejarse, descendiendo las escaleras hasta casi desaparecer. Entonces el Alfa perdió la agradable sonrisa que solo le dedicaba a la Manada, esa que le hacía parecer «amable y cercano». Se acercó al final de la escaleras para clavarme su mirada seria y subió para reunirse conmigo en el entresuelo, donde yo le esperaba con una expresión tan seria como la suya. Carola se cruzó de brazos, tensando la tela de su camisa gris hasta el límite y estirando la abertura que había en su pecho. Nos quedamos así, en completo silencio durante un par de segundos, hasta que él me preguntó:
—¿Ya habías pensado en usar el viaje de Daisy para invitarle a comer en el Refugio?
Aquella no era la pregunta que me esperaba, ni siquiera el tema de conversación que me esperaba. Yo estaba preparado para la guerra y eso me atrapo algo desprevenido, así que necesité unos segundos más para responder:
—Voy a admitir algo, Carola: tenes un talento especial para insultarme — asentí un par de veces, para que le diera tiempo a disfrutar de mi confesión—. Y si que tenés huevos al compararme con Daisy y no esperar que me enoje y te mande a la mierda…
El Alfa movió un momento la mirada al suelo y entreabrió los labios para tomar aire lentamente.
—La comparación fue solo para que Ollie se sintiera más cómodo con la idea de venir al Refugio. Una forma de prometerle que la Manada no iba a pensar lo mismo de ella de lo que… pensamos de ti. Solo eso —terminó, volviendo a mirarme a los ojos.
—Quiero que le expliques vos a Roier el motivo por el que voy a irme ahora mismo de acá para no volver. Quiero que le digas que es solo tú culpa, como siempre, y que no tardaste ni tres días en venir a humillarme delante de la Manada, como yo le dije que harías.
Dicho esto, dejé caer la fregona al suelo, produciendo un sonido seco que llenó el silencio, antes de dirigirme a las escaleras. Sin embargo, el Alfa se interpuso en mi camino con un movimiento rápido que me hizo retroceder un paso de la sorpresa.
—Le diré lo mismo que te he dicho a ti —me dijo con un tono grave de dientes apretados—: que lo hice por Ollie y que tú utilizaste la primera excusa de mierda que encontraste para irte y escupirnos a la cara, como yo le dije que harías… una vez más.
La mirada que intercambiamos podría haberle prendido puto fuego al ártico. Lo digo en serio, la tensión que se creó hizo crepitar el aire con electricidad estática y casi pareció que el mundo se hubiera silenciado, conteniendo el aliento y expectante por ver cómo se desarrollaba aquella guerra sin cuartel que estaba a punto de estallar entre nosotros. No tuve ni idea del tiempo que pasó antes de que Carola agachara lentamente la cabeza para mirarme por el borde superior de sus ojos, casi a la misma altura de sus cejas pobladas y rubias.
—Te lo voy a repetir solo una vez más, Spreen, y después decides si vas a seguir insultándome y a tirar esta última oportunidad a la basura, como has hecho con el resto que te hemos dado —murmuró con un tono contenido y grave—. Tuviste una idea muy buena al usar la ausencia de Daisy para sugerir a Ollie que fuera a pedir comida al Refugio, no sé si fue algo premeditado o se te ha ocurrido ahora, pero me pareció una forma bastante astuta de darle de comer sin ofenderle a él ni a su compañera. Intervine porque sabía que Ollie no lo aceptaría viniendo de ti, por muy bien que lo argumentaras poniéndote como ejemplo… Por eso bajé y le prometí que la Manada no tomaría represalias contra Daisy… como contigo, porque sé que es algo que le preocupa profundamente, como a cualquiera de mis Machos con compañero. No era mi intención ofenderte, fue solo algo necesario. A mí, con que todos los de la Manada estén bien, me suda la polla lo que piensen los forasteros…
Sus palabras se quedaron flotando en el aire entre nosotros hasta que se diluyeron por completo en el silencio. Ninguno de los dos apartó la mirada; Carola estaba esperando mi reacción y yo estaba valorando su discurso. Usar mis propias palabras contra mí fue bastante inteligente, he de reconocer, porque llegamos a un punto medio que ambos pudimos comprender.
—Entonces, quizá lo primero que deberías haber hecho cuando Ollie se fue, sería disculparte conmigo. ¿No crees? —le pregunté, ladeando la cabeza.
El Alfa tomo aire y levantó la cabeza para mirarme sin parecer a punto de saltar sobre mi y arrancarme la cabeza de un mordisco.
—Ya te he explicado por qué lo hice.
—Eso no es una disculpa.
El alfa apretó los dientes y los puños, pero se contuvo. Se cruzó de brazos y, antes de que le diera tiempo a darle demasiadas vueltas, me dijo:
—Siento haberte ofendido al compararte con Daisy, Spreen…
Aquel, y justo aquel, fue un momento clave en nuestra relación y en el futuro de mi vida en la Manada. El gran y orgullosos Carola, Alfa de la Manada, había cedido, se había «rebajado» a disculparse conmigo, algo que jamás creyó que haría, y ahora estaba aguardando mi respuesta sin si quiera respirar. Quedó en mis manos la decisión de demostrar si era la persona que él creía, o la persona de la que Roier se había enamorado, de la que Quackity hablaba tan bien y la que los demás Machos parecían disfrutar tanto. La tentación fue grande, no les voy a mentir, porque en aquel momento podría humillar a Carola tanto como él me había humillado a mí… Sí, se me pasó por la cabeza hacerlo, reírme en su puta cara y decirle que era un completo idiota; porque la venganza y la pija de Roier son las dos cosas favoritas de mi vida.
Pero no lo hice.
Lo que hice fue asentir, soltar un murmullo de curiosidad y, tras unos segundos más de intensa mirada, relajar la expresión a una más indiferente e irme en busca de la fregona en el suelo. El Alfa siguió observándome fijamente un momento más antes de relajar también la postura y dar un par de pasos hacia las escaleras.
—Terminaré con esto y me iré a tomar un café. No voy a hacer nada más esta noche —le dije de forma distraída mientras fregaba.
Carola me miró por encima del hombro y gruñó por lo bajo antes de seguir su ascenso al tercer piso. No sonaron trompetas, ni cayó confeti del cielo, ni una multitud emocionada nos aplaudió… no, solo se oyó la fregona contra el suelo y los pesados pasos de Carola al alejarse tras aquel momento tan decisivo. Yo había pensado que quizá el Alfa era capaz de reflexionar y corregir sus errores, y Carola había pensado que quizá yo pudiera llegar a comportarme como un adulto y todo.
No se equivoquen. Eso no solucionó nuestro rencor mutuo ni el odio acumulado, solo abrió una pequeña puerta al entendimiento. Lo que después se convertiría en una relación de trabajo bastante fructífera basada en el frío respeto y la tolerancia.
Estoy seguro de que, si nos hubieran dicho que íbamos a pasarnos el resto de nuestras vidas trabajando juntos codo con codo, ambos nos hubiéramos arrojado de cabeza por esas escaleras.
Chapter 57: CAROLA: ES PELOTUDO
Chapter Text
Aquella misma noche llegó Roier corriendo a conserjería, se detuvo frente a la ventanilla y me miró con una expresión de pánico en el rostro a la que respondí con un ceño fruncido de extrañeza. Cruzó la puerta como un tornado y se acercó gimiendo para abrazarme.
—¿Qué te pasó? —le pregunté al instante, empezando a preocuparme de verdad— ¿Estás bien?
—Ollie dijo a Roier que Spreen habló mal de la Manada delante del Alfa — me explicó.
—Ah… —entonces puse los ojos en blanco y me relajé—. No fue nada, ya hemos… hablado.
Roier se sorprendió y levantó la cabeza, arqueando las cejas. No podía culparlo, sonaba bastante irreal que el Alfa y yo hubiéramos «hablado». No hizo más preguntas, pero insistió en que me levantara de la silla para poder sentarme conmigo encima y abrazarme con fuerza mientras mirábamos la serie juntos en el ordenador de la cabina.
Como no recibió llamadas de Carola para quejarse ni ninguna noticia de problemas, se relajó bastante hasta que llegamos a casa y empezó a ronronear y pegarse mucho a mí, frotando su erección contra mi espalda por si no me había dado cuenta de que estaba con ganas. Había intentado lo mismo en el Jeep, poniendo la mano tras mi respaldo y gruñendo mientras movía la cadera, pero yo lo había cortado de seco con un sutil: «Ya te dije que no te voy a volver a chupar la pija mientras conducís, Roier. No me hagas enojar…».
Al día siguiente en el desayuno, como era sábado, revisé el celular solo para asegurarme de que no recibiría ninguna llamada de la ONG a mitad de la tarde. Alcé las cejas y emití un sonido de sorpresa al comprobar que tenía otros siete alumnos programados. Roier dejó su vaso de leche caliente sobre la mesa y me miró, relamiéndose para limpiarse su bigote de leche. Gruñó para llamar mi atención y que le contara la buena noticia.
—Tengo una clase esta tarde, así que saldré antes de casa —le expliqué.
—¿Spreen recibe clases? —me preguntó entonces, frunciendo el ceño—. ¿De qué?
—De cocina —mentí al momento.
Roier puso una cara que, de haberse tratado de otro tema, me hubiera parecido hasta cómica. Retrocedió con la cabeza, encogiendo los amplios hombros mientras ponía una expresión de extrañeza y sorpresa tan intensas que eran dignas de un dibujo animado. Lo miré por el borde de los ojos y le pregunté:
—¿Algún puto problema…?
El lobo negó rápidamente y bajó la mirada al vaso antes de que me enfadara. Solo se atrevió a levantarla cuando me había terminado mi sándwich de huevo y mi café y le había hecho una señal para que nos fuéramos. No hizo más preguntas sobre el tema el resto de la tarde, pero se desveló cuando me moví de su sitio en el sofá y fui a vestirme a la habitación. Se quedó mirándome mientras salía con la ropa del Doctor Lobo, gafas incluidas, y me acercaba para darle un beso de despedida. Si seguía sorprendido, no lo mostró ni por un segundo.
—Espérame para ir al Refugio, llegaré antes de que te vayas —le dije antes de salir por la puerta con mis llaves en una mano y el casco de la moto en la otra.
Seguía lloviendo un poco y, aunque me hubiera puesto la chaqueta, llegué mojado a la clase después de recorrerme la puta ciudad de punta a punta. No dije nada al respecto y los siete hombres y mujeres que me esperaban allí no se atrevieron a decir nada al respecto. Hice lo que hacía siempre, me quedé mirándolos con los brazos cruzados y, tras decidir cuales de ellos tendrían suerte, empecé la explicación. En aquella ocasión surgieron preguntas más específicas y no el típico: «A mí me han contado que…», «He leído que…», «Mi amiga que fue al Celo me hablo de…».
—¿Y si hay un lobo que te gusta mucho, pero no te hace caso? —me preguntó una joven de pelo rubio cenizo y grandes ojos azules. No era una lobera, pero tenía marcas en las muñecas y en el cuello que trataba de ocultar con un horrible suéter azul.
—¿Hablas del lobo que va a cogerte en tu casa? —le pregunté sin detener mi paseo entre los pupitres.
La joven se quedó sin habla y de pronto miró al resto de alumnos antes de ponerse muy colorada.
—Las relaciones con lobos son muy diferentes al sexo esporádico — continué—. No se pueden medir por los mismos estándares ni usar las mismas técnicas. Es un mundo completamente diferente y muy complejo. ¿Estás segura de lo que haces y de lo que queres? —le pregunté, volviéndome hacia ella.
La joven, todavía colorada como un tomate y con la mirada baja, asintió un par de veces seguidas.
—¿Sabes lo que significa intimar con un lobo y, quizá, llegar a entrar en la Manada?
Ella volvió a asentir.
—¿Sabes que los lobos solo se enamoran una vez y que, si cambias de idea y decides dejarlo, le habrás jodido la vida para siempre?
Ella me miró y como si fuera una prueba de fuego, infló el pecho y asintió con más fuerza.
—Espero que no me estés mintiendo, ni a vos misma… —murmuré, dándome la vuelta para continuar mi paseo—. Existe algo que se llama «vínculos» que un lobo puede desarrollar con un humano. No todos significan que se van a enamorar, ni tienen que darse en sucesión, algunas veces…
Tras una charla bastante profunda del tema, tuve que detenerme en seco al comprobar la hora en el viejo reloj de pared con el dibujo de Micky Mouse. Ya era algo tarde y chasqueé la lengua con rabia. «Terminaré la semana que viene», les dije antes de dirigirme a por el casco de mi moto y salir por la puerta, dejando tras de mí a un público silencioso, sorprendido y expectante. Se habían quedado muy callados durante toda la explicación, sin interrupciones estúpidas ni preguntas, por lo que, supuse, el tema les había interesado. Aunque, como todo lo que decía yo sobre los lobos, no era demasiado motivador para ellos.
Volví a casa corriendo y empapado bajo la lluvia, saludé a Roier con un cabeceo y me fui directo a la habitación para cambiarme. El lobo se acercó, con las llaves del Jeep en la mano, el tupper de costillas en la otra y su chaqueta de cuero negro puesta.
—¿Qué tal Spreen en la clase? —me preguntó.
—Bien. Aprendí a hacer un flan —respondí mientras me vestía a toda prisa algo de ropa cómoda y, lo más importante, seca. Cuando estuve listo, me giré y le dije—. Vámonos.
No pasaba nada por llegar tarde, no tenía que fichar ni nada así como en los demás trabajos, pero no quería darle ninguna excusa a Carola para criticarme. Estaba seguro de que lo que había pasado en las escaleras había sido solo un incidente aislado y que, en cualquier momento, volvería a ser el hijo de puta cruel que había sido siempre. Roier gruñó para que le diera un beso antes de bajarnos y tomar diferentes direcciones: él al Refugio y yo a las oficinas. Nadie me estaba esperando allí ni nadie me llamó, pero fui a por el limpiacristales para frotar un par de ventanas y… justificar el sueldo que me pagaban. Después, pude echarme en mi silla y mirar el ordenador tranquilamente hasta que volvió Roier de un trabajo. Tenía sangre en la chaqueta y en los nudillos, pero no era suya, así que todo bien.
El domingo fue prácticamente igual porque, al contrario que en mi anterior trabajo, trabajaba toda la semana; como hacía la Manada. Eso no es realmente tan agotador como parece. Los lobos no tenían un horario que debían cumplir para cobrar, simplemente estaban donde se les necesitaba cuando un superior lo ordenaba. El resto del tiempo podían pasárselo por ahí, visitando a sus humanos, comiendo o tirados en la Guarida o en el Refugio. Había semanas que tenían mucho trabajo y semanas en las que no hacían nada. Pasaba algo parecido con los compañeros, a excepción de mí, por supuesto. Yo tenía que ir todos los putos días al edificio de oficinas a no ser que Carola no estuviera o tuvieran una fiesta. Así que aquella mierda de cabina en conserjería se convirtió como en mi segunda casa, una a la que Roier también venía cuando quería.
Pocos lobos visitaban aquel lugar. De vez en cuando venían por orden del Alfa, se quedaban un rato y se iban. Yo los miraba pasar, con la fregona o la escoba en las manos, escondido en la oscuridad del pasillo como una especie de fantasma de la limpieza. El miércoles, oí unas voces a lo lejos subiendo las escaleras mientras las fregaba. No me gustaba que la Manada me viera hacer aquello, es decir, mi trabajo allí, así que lo evitaba en la medida de lo posible; si resultaba inevitable, como en aquel momento, me enfrentaba a su mirada sin dudarlo. El lobo en cuestión era el segundo Beta, Daddy Ben, que me dedicó una mirada seria y me ignoró, al contrario que hizo el hombre de mediana edad, gafas y pelo repeinado que le acompañaba.
—Hola, buenas noches —me saludó, entre tímido y sorprendido de verme allí.
Les vi cruzar y fruncí el ceño. Ningún humano ajeno a la Manada podía ir a las oficinas, así que ese hombre rechoncho y nervioso que parecía salido de una biblioteca debía tratarse del compañero de alguien. No hice preguntas, solo continué limpiando hasta terminar y volví directo a la conserjería. A los veinte minutos, me sorprendió una llamada. Chasqueé la lengua y me levanté para responder:
—¿Qué quieres, Carola?
—Sube a verme al despacho en cuanto puedas —y colgó.
Llegué al tercer piso diez minutos después y me dirigí a la única puerta por la que se veía luz debajo. Llamé con los nudillos y la abrí.
—¿Qué carajo queres? —pregunté en el mismo tono neutro y con una expresión indiferente.
El Alfa se me quedó mirándome por el borde superior de los ojos mientras repasaba unos papeles. No dijo nada en un par de segundos, hasta que hizo una señal hacia uno de los dos asientos frente a su escritorio.
—Siéntate, quiero hablar un momento contigo.
Cerré la puerta y me acerqué para echarme sobre el asiento. El lobo me siguió con la mirada todo el rato, hasta que al fin dejó los papeles y levantó la cabeza para entrelazar los dedos sobre la mesa.
—¿Estás de mal humor esta noche, Spreen? —me preguntó con su tono serio y grave.
—No más de lo normal —respondí—. ¿Y vos?
—No, estaba bastante tranquilo hasta hace un momento —murmuró—. ¿Te he interrumpido o algo mientras mirabas una de tus series y eso te ha molestado?
—Ah… —empecé a entenderlo—. Me hiciste venir para romperme un poco los huevos…
—No, te he hecho venir porque quiero hablar contigo —me corrigió—. Lo que no entiendo es por qué entras en el despacho del Alfa preguntando: «¿qué carajo quiero?». Como si yo fuera un cualquiera en un pub a mitad de la noche…
—Le hablo igual a todo el mundo, Carola. No te sientas especial…
—Pero yo soy especial —insistió, arqueando una de sus espesas cejas y empezando a perder la paciencia—. Soy el Alfa, aunque insistas en olvidarlo.
—No. Tranquilo, no lo olvide… —le aseguré.
—Entonces quizá puedas recordarlo antes de abrir la puerta de mi despacho —sugirió, recostándose sobre su sillón de cuero.
No dije nada, solo mantuvimos una de nuestras tensas miradas en las que, varias veces, pensé en levantarme e irme de allí. Carola, por el contrario, tomo una bocanada de aire entre los labios y bajó la mirada al papeleo para agarrar una hoja cualquiera.
—Si hicieras eso, podríamos empezar una conversación tranquila y civilizada desde un principio —murmuró—. Pero supongo que harás lo que quieras.
—Carola… —le dije, inclinándome hacia delante con una expresión muy seria—. Ahórrate toda esa mierda paternalista y tonteria conmigo y, quizá, sí podamos mantener una conversación tranquila y civilizada.
—Es solo mostrar un poco de respeto y educación hacia el Alfa de la Manada —respondió él, volviendo a mirarme por el borde superior de los ojos.
—¿Por qué no vas y le enseñas eso a los Lobatos? —le sugerí, levantándome de la silla para ir hacia la puerta y dejar al Alfa con la palabra en la boca.
Después de aquello, estaba casi seguro de que Carola me echaría, o que quizá fuera por mis espaldas a quejarse a Roier. Estuve preparado para eso, reuniendo rencor y odio dentro de mí mientras veía de fondo el monitor del ordenador, esperando el momento para soltarlo todo. Tenía un plan y todo para dejar el lugar por todo lo alto; sin embargo, no sucedió nada. El jueves, cuando llegué a conserjería, todo seguía igual, lo que solo empeoró mi humor. Antes de fuera a por los productos de limpieza, otra llamada interrumpió el silencio. Me quedé mirando el teléfono en la pared, pasándome la lengua por los dientes y pensándome muy seriamente si responder.
—¿Qué pasa, Carola? ¿Te visitó Mary Poppins y ahora me vas a enseñar con una canción que tengo que lavarme las manos antes de comer?
Oí una respiración profunda al otro lado de la línea y casi pude imaginarme al Alfa con los dientes apretados y el rostro desencajado por la ira. Sonreí.
—Spreen… —murmuró con un tono apenas contenido—. ¿Podrías venir a verme al despacho?
Tardé un par de segundos en responder:
—Claro…
Subí al tercer piso por las escaleras, sin darme demasiada prisa, para llegar ante la puerta y llamar. La abrí y miré al lobo, mirándome de vuelta por el borde superior de los ojos, en una postura agresiva mientras apretaba con fuerza las manos entrelazadas sobre la mesa.
—¿Querías hablar, Carola? —le pregunté.
El Alfa tardó un par de segundos en tomar una de sus profundas bocanadas de aire y en relajar un poco la postura, echándose sobre el sillón para señalarme los asientos frente al escritorio.
—Así es —murmuró—. Siéntate.
Cerré la puerta y me senté. Yo no era el malo allí. Yo era la persona que no iba a tolerar que Carola le rompiera los huevos con sus tonterías. Si quería paz, íbamos a tener que encontrar un punto intermedio, porque estaba claro que ninguno de los dos iba a cambiar por el otro. El Alfa agarro un puñado de papeles a un lado, los mismo que el día anterior, y los puso delante suya.
—Es lo mismo de lo que quería hablarte ayer antes de que te fueras como un crío enfadado —me explicó.
—¿Dices antes de que me quisieras enseñar modales como si siguiera en el puto correccional?
—Al parecer, no aprendiste mucho allí —dijo junto con otra de esas miraditas por el borde de los ojos.
—Ahora se hacerme una navaja con muchas cosas… —respondí antes de encogerme de hombros.
El Alfa no dijo nada de aquello, simplemente mantuvo mi mirada y continuó:
—Hemos encontrado a Daisy. Stephen, el compañero de Ben, ha conseguido rastrear las cuentas y resulta que la… mujer, sigue usando el dinero de la Manada.
Me entregó una de las hojas y alargué la mano para echarle un vistazo. Era un extracto bancario repleto de números y registros, movimientos y de pagos con tarjeta. Al principio de cada mes había un jugoso ingreso del mismo número.
—Cuatro mil dólares… —murmuré, levantando la mirada hacia Carola —. Y se lo seguís dando cada mes…
—Esa es la cifra que le damos a los compañeros de los Machos Comunes —afirmó sin ningún tipo de vergüenza, se podría decir que hasta estaba orgulloso—. Por supuesto, la cifra asciende bastante con cada rango.
—Qué bien… —murmuré, devolviéndole el papel.
El Alfa lo tomo y lo dejó junto al resto. No estuve seguro de si su intención era mostrarme que le seguían pagando o que viera lo que le daban a ella mientras yo fregaba el suelo cada noche. Viniendo de Carola, me inclinaba por la segunda.
—Según esto, Daisy está pagando un alquiler en Nueva York. Por desgracia, nos es imposible encontrar la dirección y, ya que ha dejado de responder a nuestras llamadas, las de Aroyitt y las mías, pero no las de su trabajo —aclaró—, no sabemos si es ella la que está allí o… su madre.
—Se escapo —dije, como si fuera evidente—. Huyo a Nueva York.
El Alfa puso una mueca un poco incómoda, pero no cambió el tono tranquilo al decir:
—Daisy es todavía una compañera de la Manada, Spreen. Eso es algo que trae consigo muchos privilegios, uno de ellos es el derecho a no ser difamada sin motivo alguno. No se la puede acusar de nada sin tener pruebas, porque, como ya sabes, es algo muy grave.
Me mantuve en silencio mientras el Alfa me miraba, cuando el tiempo se alargó demasiado, añadió:
—Necesito saber si tiene dudas momentáneas o todo esto esta premeditado y planeado. Entonces quiero saber por qué abandona a un Macho tan bueno como Ollie y si es consciente de las consecuencias.
Otro silencio se apoderó del despacho, pero en esta ocasión el Alfa parpadeó y levantó un poco la cabeza, mostrándome que esperaba por una respuesta.
—¿Y qué carajo tiene eso que ver conmigo? —le pregunté.
—Tú eres… un hombre con recursos —murmuró, usando el eufemismo más elegante que consiguió encontrar—. He pensado que quizá consiguieras descubrir dónde está ese estudio y si es ella la que vive en él.
—¿Queres que juegue a los espías, Carola? —pregunté, arqueando una ceja.
—Quiero que ayudes a la Manada —me corrigió con un tono duro.
—¿Para qué?, ¿para que me tiren pan a la cara en la próxima fiesta?
Carola tensó la mandíbula al momento y se inclinó hacia delante, apoyando los codos en la mesa mientras me miraba fijamente.
—No, para darme un motivo por el cual tenga que evitar que algo así ocurra.
—Oh, así que me estás extorsionando… —entendí antes de asentir un par de veces, no sin cierta sorpresa—. Uff, Carola, siempre te superas…
—¡No! —exclamó, dando un golpe a la mesa con el puño—. No es una extorsión —me corrigió con los dientes apretados—, es una prueba de que la Manada te importa.
—No —negué—. Voz dijiste que si lo hacía, evitarías que me tiraran pan a la cara, lo que quiere decir que, si no lo hago, me lo tirarán. Eso es una amenaza, Carola.
—Siempre retuerces todo para hacernos parecer crueles —me acusó—, pero nosotros somos los únicos que están haciendo algo por aceptarte mientras tú solo te quejas…
—No empeces esta conversación, Carola —le advertí con un tono tan duro y frío como el suyo—. No va a ser buena para ninguno de los dos.
El Alfa se quedó con su expresión de enfado muy cercana al desprecio, pero yo decidí pasar página y tomar un nuevo rumbo.
—Quiero ir a la fiesta de Halloween —le dije—. Roier no para de romperme los huevos con lo mucho que le gusta y quiero poder ir con él.
Carola fue relajando la expresión lentamente hasta que se calmó y bajó la mirada a la mesa.
—Esa fiesta es de la Manada. No puedo permitir que vayas.
Asentí y me levanté del asiento.
—Pero podrías venir cuando las crías y los ancianos se hayan ido. Hacia el final, solo están los Machos y algunos compañeros, podrías venir entonces.
Apreté los dientes y ladeé el rostro, tomándome un par de segundos para tragarme la frustración.
—Sobras —murmuré, clavando una mirada seca en él—. Todo lo que me dan son putas sobras… —Negué con al cabeza y me senté de nuevo antes de alargar la mano—. Dame uno de esos números privados tuyos.
El Alfa tardó un par de segundos pero, sin levantar la mirada de la mesa, alcanzó su teléfono y pulsó una tecla antes de entregármelo.
—Marca el número del trabajo de Daisy.
Carola se tragó la rabia que le dio que le diera órdenes de aquella manera y, sin decir nada, buscó el número en un papel y pulsó los botones.
Deisy tardó cinco tonos en responder.
—Hooolaaaa —la saludé—, soy Jeremy Banks, de Peluquerías Banks. ¿Eres Daisy la pintora?
—Oh, ehm, sí. Soy yo —dijo ella, quizá sorprendida por la voz de pedazo de maricon que estaba usando. Algo increíble viniendo de una mujer que había estudiado artes en Nueva York.
—¿Qué tal, cielito? Oye, hemos visto tus murales y nos hemos quedado… Ogh, ¡son una maravilla, nena! ¡Cómo pintas!
Ella se rio un poco y respondió:
—Muchas gracias.
—Te llamaba porque queremos uno en la peluquería, ósea, pero fijo, además. No te importaría venir a Nueva York a pintarnos uno, ¿verdad? ¡Te pagaremos el alojamiento, claro! Ahora está por las nubes, es una completa locura vivir en esta ciudad…
—Sí, lo sé. Es un poco cara. Y sí —añadió—, trabajo en Nueva York también.
—¿Trabajas acá o vives? ¡Claro que vives acá! ¡Todos los buenos artistas lo hacen!
Ahí Daisy dudó un momento, pero terminó respondiendo.
—Sí… vivo aquí.
—¡Lo sabíaaaa! —miré a Carola—. ¡Una artista de la gran ciudad…! No me lo digas, ¡vives en un precioso estudio del Sojo!
Daisy se volvió a reír.
—Ojalá… qué va, en un pequeño estudio de Brooklyn.
—¡Brooklyn! —exclamé—. ¡Qué chic! Mi ex era de Brooklyn, una puta fiera en la cama, pero el muy hijo de puta me engañó con un decorador de interiores… ¿Te lo podes creer? ¿Y de qué parte de Brooklyn?
—Ahm… no… —Daisy dudaba, porque estaba claro que no quería dar demasiada información, pero tampoco quería ser desagradable con un posible cliente que iba a darle un trabajo y que, además, era tan gay que seguro que tenía a otros amigos igual de gays que también podrían querer murales en sus negocios—. De… Blooklyn Heights.
—¡Oh…! —gemí—. Blooklyn Heights… una delicia… Mi peluquería está en el Upper East Side, te va a llevar un buen viaje en metro —y me reí de una forma escandalosa.
—Sí, pero no pasa nada.
—Ah, bien, me alegro… ¡Uy, clientes! ¡te tengo que dejar, preciosa! Después te llamo y te explico lo que tengo pensado. ¡Te va a encantaaaar! Sí… —y colgué.
Me quedé un momento en silencio y tome una bocanada de aire.
—¿Tenes el número de la inmobiliaria o la persona que le alquila el apartamento? —le pregunté a Carola con mi tono de voz normal.
El Alfa no lo dudó esta vez y revisó los papeles para marcar un número allí escrito.
—Hola, soy Spreen Matthews, llamaba para preguntar por un precioso estudio que tienen en Blooklyn Heights, puede ser…
—Sí, claro, señor Matthews, espere un momento a que lo… —la mujer no terminó la frase, solo tecleó en el ordenador—. Vaya, no tenemos ninguno en este momento por esa zona.
—Qué raro, juraría que estaba por allí. Era muy bonito, espero que no lo alquilaran ya. ¿Podrías comprobarlo?
—Pues… —más tecleo—. Teníamos uno en Orange Street, pero lo alquilamos este mes… Lo siento mucho. Aunque tenemos otros muy bonitos que le podrían intere… —colgué.
—En Orange Street, Brooklyn Heights —concluí, mirando al Alfa. Carola lo anotó rápidamente en una hoja y asintió con la cabeza.
—Podría haber mentido y dar la casualidad de que la inmobiliaria tuviera un piso por la zona —murmuré mientras me levantaba del asiento —. Sería raro, pero posible. Habría que ir a asegurarse —me saqué un cigarrillo del bolsillo y me lo puse en los labios antes de girarme hacia Carola—. Iré a esa fiesta cuando la Manada se haya ido y te juro por dios que como alguien me tire algo o me eche, no van a volver a oír de mí. Y yo no soy tan estúpido como Daisy, a mí no me van a encontrar…
Carola me miró desde su sitio tras el escritorio y asintió lentamente.
—Palabra de Alfa —me dijo.
—Lo que sea… —murmuré, cruzando al pasillo antes de cerrar la puerta.
Me encendí el cigarro en lo alto de las escaleras y di una buena calada antes de descender tranquilamente hacia la salida. Fui a tomarme un café caliente a una cafetería abierta en horario nocturno a quince minutos andando de las oficinas y volví tranquilamente, cubriéndome bajo los soportales y los toldos para mojarme lo menos posible. A media noche, llegó Roier y entró en la cabina con el pelo empapado, la chaqueta mojada y una sonrisa tonta en los labios.
—Dios, Roier… —me quejé cuando quiso pasarme su cara húmeda por el pelo—. Sécate primero, boludo.
Nos quedamos allí como hacíamos siempre hasta que pudimos volver a la Guarida. No fue hasta después del sexo de antes de dormir, durante la inflamación, que abracé su enorme cuerpo y suspiré antes de decirle:
—Carola me dijo que podía ir a la fiesta de Halloween cuando la Manada se fuera.
El lobo dejó de ronronear y levantó la cabeza de un golpe seco para mirarme.
—¿De verdad? —exclamó.
—Sí —murmuré—. De verdad. Carola me dio su Palabra de Alfa o lo que mierda sea eso.
La felicidad de Roier no era algo contagioso, pero sí algo que me encantaba presenciar. Los ojos cafés le brillaban, su sonrisa era tan grande que parecía no caberle en la boca mientras gruñía, ronroneaba y me acariciaba a la vez, con tanta fuerza que casi me hacía daño.
Si me preguntan qué es lo más echo de menos de Roier, yo responderé: su pija. Pero la verdad es que una de las cosas que más extraño de él es verlo así de feliz. Ver cómo se alegraba tantísimo por las tonterías más grandes, como cuando le regalaba plantas, terminaba un mueble o yo iba con él a una fiesta que le gustaba. Cuando se fue, dejó un vacío dentro de mí que todavía no soy capaz de curar.
El maldito Roier…
Chapter 58: CAROLA: NO TIENE SENTIDO DEL HUMOR
Chapter Text
—¿Quieren dejarlos en paz? Solo están tomando un café, por el amor de Dios… —le dijo una mujer, creando un tenso silencio a nuestro alrededor mientras todos los demás clientes miraban.
Me llevé el café solo a los labios, ya un poco tibio, y me lo terminé sin apartar la mirada de la escena. No era algo extraño que algún matrimonio o algún grupo toca huevos nos insultara por lo bajo y se quejara de nuestra presencia, nuestra peste o de que nos dejaran si quiera entrar. Lo que sí era extraño es que alguien saliera a nuestra defensa, como aquella mujer sentada con sus dos hijos pequeños. Por su pelo apretado en una coleta, lo pálido que tenía el rostro y las ojeras bajo sus ojos, tenía todas las papeletas para ser una madre soltera; de esas que ya estaban hasta la mierda de todo y a las que ya no les importaba gritar a un grupo de obreros que se habían parado a tomar el café allí. Los hombres habían sido bastante claros al demostrar que les dábamos asco y por varias razones: porque Roier era un lobo y, además, maricón. Había decidido limitarme a mirarlos fijamente mientras comía a la espera de que se dieran por aludidos y se asustaran, pero ellos eran un grupo de cinco y se creían muy hombres todos juntos.
—¿Y tú por qué no cierras la puta boca? —le preguntó uno de ellos a la mujer.
—Roier… —murmuré, dejando la taza sobre la mesa antes de levantarme.
Fuimos hacia la mesa de los obreros y, entonces, las cosas cambiaron. No era lo mismo ver a mi lobo bebiendo su vaso de leche como un niño pequeño o mirando hacia la tele o la calle con cara de tonto, que verlo de molesto, delante de ti con sus enormes brazos cruzados y gruñendo por lo bajo.
—¿Hay algún problema con mi lobo o con… la señora? —pregunté con tono serio—. Porque sí hay algún problema, podemos hablarlo en la calle. No podemos manchar el local de sangre o no nos dejarán volver…
—Vayanse a la mierda —respondió uno.
Solté un murmullo y le hice una señal a Roier para que nos fuéramos. Por supuesto, no íbamos a dejarlo así. Busqué la furgoneta con el mismo logo que en sus chalecos reflectantes, le pinché las ruedas, le rayé el capó y le rompí los cristales para agarrar un cubo de basura y echarlo dentro. Roier no pudo hacer nada porque lo tenía prohibido, pero eso no le impidió quedarse gruñendo con cara de muy mal genio cuando los hombres volvieron y vieron aquel desastre.
—Ustedes sí que se van a ir a la mierda, literalmente… —sonreí.
Tras una lucha breve en la que Roier les dejó a todos tirados en el suelo y sangrando, porque iba a atacar a su compañero y estaba en su derecho de defenderlo, le di una caricia en la barriga y un beso de felicidad en los labios. Decir que no me encantaba tener a un mafioso de dos metros y con los brazos fuertes… sería mentir. No estaba haciendo nada que yo no hubiera hecho por mí mismo antes, no era que ese poder me estuviera consumiendo, no, yo siempre había sido así de hijo de puta; pero ahora lo estaba haciendo con la seguridad de que era intocable. Era una sensación muy extraña para alguien que siempre había estado solo y que se llevaba la mano al bolsillo donde escondía la navaja cada dos por tres. Ahora me sentía totalmente seguro con Roier, tanto, que había casi perdido la buena costumbre de llevar un arma encima, de mirar por la ventana para ver si había alguien espiando o de apurar el paso cuando me cruzaba con un grupo peligroso por la calle. Ya no importaba lo que pasara, porque tenía a Roier.
Evidentemente, no volvimos a ver al grupo de obreros por la cafetería nunca más, pero si a la madre soltera, a la que a veces saludaba con un asentimiento de cabeza. No sabía lo que la había llevado a dar la cara por nosotros, si quizá había sido lobera y entendía un poco a los lobos o si, por el contrario, era de esas personas a las que las injusticias no le gustaban. Fuera como fuera, se había ganado mi respeto.
El resto de la semana, por desgracia, no fue tan emocionante. Tuve once alumnos en la charla de PIHL, cinco de ellos de la semana anterior que querían volver a que les terminara de contar todo lo que sabía sobre las relaciones lobunas. Cosa que dejé para el final, después de soltar mi discurso básico de advertencias. Después el domingo Quackity se pasó por la conserjería para charlar un poco y discutir en persona sobre las series, terminando por resoplar, poner los ojos en blanco y terminar de comerse las pizzas que había traído con él. No fue la única visita sorpresa que recibí, Conter también se pasó por allí para charlar, confesándome que él había escogido la moto. Al parecer, el lobo era un apasionado de la velocidad tanto como yo. Incluso Ollie se pasó a saludar, apareciendo por la ventanilla con cara de preocupación como si esperara encontrarme muerto o llorando. La última vez que me había visto, el Alfa estaba muy enfadado, así que no estaba seguro de si me encontraría allí.
—¿Como esta Daisy y su madre? —le pregunté cruzado de brazos en la silla mientras lo miraba apoyado en el marco de la puerta, con una sudadera de alguna obra de arte de mierda y sus pantalones cortos de niño pequeño con una pija enorme. En serio, era perturbador ver aquel choque tan grande.
—Bien, bien, pero su madre sigue muy enferma —se apresuró a decir —. Por desgracia, tiene que quedarse un poco más por allí de lo que esperaba… —bajó la mirada con expresión apenada y bajó el tono antes de decir—: dice que no le importa que vaya al Refugio a… ya sabes.
—Te dije que no le importaría —le recordé—. No tiene sentido que te dejara pasar hambre a propósito, ¿verdad?
—No, claro que no —murmuró, girando el rostro hacia un lado—. Está un poco destartalado este sitio, ¿no? Creía que a estas alturas ya tendrías las paredes amarillas del tabaco.
Esperé un momento, decidiendo si concederle aquel repentino y nada sutil cambio de tema.
—No… Carola no me deja fumar acá. Tengo que hacerlo afuera, a la lluvia, como un perro.
—Hay noches que fumas mucho y termina siendo desagradable — reconoció con una mueca de asco—. ¿Has pensado alguna vez en dejarlo?
No tuve que responder al momento, solo mirarlo fijamente y en silencio.
—El tabaco es el único vicio que me queda en la vida, Ollie.
—El tabaco y Roier —me corrigió él.
Me reí, porque aquello me había hecho gracia, antes de asentir.
—El tabaco y Roier —afirmé.
No fue hasta el viernes en la noche cuando, tras llegar un poco tarde por un rapidito que se había alargado después de la siesta, recibí otra de las súper llamadas del Alfa. Con sus suspiro y la calma que me había dejado el sexo, dejé la chaqueta sobre la silla y fui hacia el teléfono de pared.
—¿Qué pasa, Carola? —le pregunté.
—¿Puedes subir?, quiero hablar contigo —siempre lo decía con un tono tan serio y firme que parecía que solo quería verme para despedirme o decirme algo horrible.
—Voy ahora —murmuré sin demasiadas ganas.
Tardé cinco minutos en subir las escaleras y en llamar a la puerta para abrirla y mirarlo a los ojos.
—Ya estoy acá —anuncié.
El Alfa dejó de teclear en el ordenador para prestarme toda su atención y me hizo una señal para que pasara. Cuando cerré la puerta y me acerqué lo suficiente pude oírle soltar un murmullo de entendimiento y alzar la cabeza.
—Ya te había llamado antes y pensé que quizá estabas limpiando, pero veo que me equivoqué.
Por supuesto, Carola podía olerme a mí incluso mejor de lo que yo podía oler su fuerte Olor a Macho.
—Estaba limpiando —afirmé con un movimiento de hombros—. La pija de Roier…
Carola se quedó en silencio, mirándome como hacía él, de una forma seria y sin rastro alguno de humor ni amabilidad.
—No me interesa saber lo que le has limpiado a mi SubAlfa ni cómo.
—Fuiste vos quien sacó el tema —le recordé.
Carola se quedó en silencio y, tras una de sus bocanadas de aire, se recostó en el sillón mientras se cruzaba de brazos, tensando la tela alrededor de sus enormes bíceps y estirando la abertura de su pecho hasta el límite.
—Quería hablar contigo sobre Daisy —comenzó, ignorando la conversación anterior en la que, por supuesto, yo tenía razón—. La Manada contrató a un detective privado de Nueva York y, como tú averiguaste, Daisy vive en un estudio de Blooklyn Heights. No sabemos si está sola, pero no se la ha visto acompañada de nadie más. Como sigue ignorando nuestras llamadas, es hora de que la Manada interceda. Le he pedido a Aroyitt que vaya a hablar con ella.
Terminó ahí y se quedó mirándome en silencio, a lo que yo respondí con un desinteresado:
—Qué bien.
—Sí… —murmuró el Alfa con una leve mueca de comisuras apretadas, como si mi respuesta no le hubiera gustado—. Evidentemente, no quiero que vaya sola, y había pensado en que tú la acompañaras por diversas razones.
Se volvió a quedar en silencio, mirando como yo arqueaba una ceja con escepticismo, lo que no pareció sentarle nada bien.
—¿Y no puede ir otro? —quise saber.
—No. Los Machos de la Manada jamás abandonan el territorio. Si pudiéramos viajar, yo mismo acompañaría a mi compañera, por supuesto — gruñó, como si se lo hubiera tomado como un ataque directo.
Ya sabía que los lobos nunca dejaban su territorio. Lo había leído en el Foro hacía mucho, por eso una de las formas más sencillas de deshacerse de un Macho era mudarse de ciudad, allí donde no pudiera seguirte. Lo que no sabía por entonces era que la extensión del territorio también era un indicativo del poder de la Manada, ya que no podían moverse de él, cuanto mayor fuera, más humanos tendrían, más negocios llevaban a cabo, más dinero ganaban y más control poseían. Daba la casualidad de que Carola era el Alfa con la Manada más poderosa de los alrededores, con un territorio que se extendía por más del setenta por ciento de la ciudad, incluyendo puntos muy importantes como el puerto o los espacios industriales, lo que era muchísimo. No se engañen, todo aquello era heredado de las antiguas generaciones y sus guerras con otras Manadas, pero Carola se esforzaba muchísimo por mantenerlo en orden, por eso nunca cesaba de trabajar.
—Hablaba de otros compañeros —le aclaré.
—No. Ninguno de ellos posee el talento de… hacer navajas con cualquier cosa.
—Oh… —comprendí—. De conserje a guardaespaldas… pedazo ascenso me das, Carola.
El Alfa empezó a gruñir y tensó la mandíbula.
—Aroyitt y la Manada lo son todo para mí. Nueva York es un lugar peligroso y, por lo que tengo entendido, tú no tienes miedo de mancharte de sangre y partir algunos dientes si fuera necesario.
Me quedé en silencio, mirándole con la misma expresión indiferente de siempre.
—Estoy compartiendo información privada contigo que no debería — me dijo él entonces, ya un poco molesto—. Al menos podrías mostrar algo de preocupación o quizá incluso interés, ya no digo agradecimiento porque sé que eso sería imposible viniendo de ti, aunque te esté incluyendo en los asuntos de la Manada cuando lo único que debería preocuparme es que no se te acabe el friega suelos —tras aquello, ya estaba apretando los dientes de grandes colmillos blanquecinos—. ¿Podrías al menos no quedarte ahí mirándome como si todo esto te aburriera, Spreen…? —terminó diciendo en un tono alto y grave que llenó el despacho.
Entonces se produjo un silencio en el que ni él ni yo nos movimos ni dejamos de mirarnos.
—Primero de todo, a mí no me grites. Segundo: no te entiendo, Carola —lo dije en apenas un murmullo, pero en mitad del intenso silencio sonó alto y claro—. Decís que me estás incluyendo en tus cosas como si fuera algún tipo de regalo, como si tuviera que cagar palomitas cada vez que me llamas y subir corriendo acá con lágrimas en los ojos para hacer todo lo que me pidas, pero lo único que yo veo es que me estás pasando por la cara todo lo que le das a los compañeros y a mí no, como el suelo de la Manada, pero no es a ellos a los que estás pidiendo estos favores, ni que se jueguen el cuello por salvar a Aroyitt de algún neoyorkino hijo de puta de manos largas. Siempre me decís lo que queres, pero no lo que me vas a dar a cambio.
—Entiendo… así que quieres dinero… —asintió, todavía visiblemente enfadado y pronunciando aquella última palabra con desprecio—. Muy bien. Creí que algo así te ofendería, por eso no te lo he ofrecido antes, pero me alegra saber que lo aceptarías.
Se me escapó un bufido condescendiente y una mueca algo soberbia de sonrisa torcida. La Manada no paga ni cobra a los suyos, eso era algo básico que había que saber y de lo que yo era consciente. Que Carola todavía no me hubiera ofrecido dinero por aquello no fue algo que se me pasara por alto, sin embargo, yo no iba a hacer «trabajitos» para él por nada.
—¿Ahora me vas a ofrecer dinero, Carola? —le pregunté.
—Eso es lo que quieres —respondió, muy seguro de sus palabras—. Dime, Spreen, ¿cuánto crees que vale tu ayuda en este tema?
—Creo que tres mil serían suficientes —murmuré mientras el Alfa sacaba un talonario de uno de los cajones del escritorio y asentía con una sonrisa cruel en los labios mientras escribía la cifra. Él tenía razón después de todo—. Sí, tres mil deberían llegar para que me compren una silla nueva en conserjería —continué entonces—, la mierda que hay allá me está haciendo pija la espalda. También quiero un sofá cómodo para cuando venga Roier a verme —añadí—. Ah, y una de esas neveras pequeñas para guardar refrescos. Me gusta tomar un par mientras trabajo. ¿No lo vas a anotar, Carola? —le pregunté, señalando el talonario que tenía delante y al que ya no miraba con una sonrisa—. No quiero que se te olvide…
El Alfa se quedó mirándome por el borde superior de los ojos, de esa forma en la que casi parecía que sus iris grises salía de debajo de sus cejas.
—Spreen, te daré una advertencia —me dijo en voz baja y peligrosa—. No tolero que se rían de mí ni de la Manada… quizá a ti todo esto te resulte muy divertido, pero yo ya estoy al límite de mi paciencia. La próxima vez que me vaciles, te vas directo a la puta calle y ya puedes ir olvidándote de nosotros, porque esta vez será definitiva. ¿Me has entendido?
Toda esa mierda no me intimidó lo más mínimo. Mantuve mi expresión tranquila e indiferente de párpados caídos y ladeé el rostro para decirle:
—Es extraño que confíes en mí para proteger a Aroyitt, pero todavía creas que solo estoy acá para reírme de ustedes. ¿No te parece?
El Alfa agarro el talonario y lo tiró al cajón antes de cerrarlo de un golpe seco que retumbó por todo el despacho; quizá tratando de liberar un poco de la frustración y la ira que le hervía en la sangre.
—Lo que me parece es que no entiendes nada de lo que está pasando aquí, Spreen —me dijo, echándose hacia delante para parecer más grande e intimidante mientras me clavaba su mirada de ojos grises—. Que no entiendes la posición en la que te encuentras, el esfuerzo que estoy haciendo por ti, lo importante que es que cuente contigo y las oportunidades que te estoy dando. Para ti esto solo es un juego que no te tomas en serio, como a la Manada. Pero después te haces la víctima y te enfadas cuando nosotros tampoco te tomamos en serio a ti…
—Oh… así que queres hablar de eso… —yo también me incliné hacia delante, cruzando los brazos sobre el escritorio—. Yo fuí el que estuve regalando cosas a la Manada durante meses, haciendo sacrificios, trabajando para poder seguir dándole de comer a Roier mientras ustedes solo pedían más y más sin darme nada a cambio. Puede que yo la cagara en la bolera, no voy a negar eso, Carola, pero creo que a estas alturas ya hice más que suficiente para no tener que soportar los insultos, el desprecio, las dudas y las miradas de desprecio de la Manada. Yo ni siquiera soy oficialmente un compañero, solo «el humano de Roier», mientras Daisy tiene todos los derechos de mierda y le seguís pagando, la misma Daisy que ahora queres que vayamos a visitar a Nueva York porque es una zorra egoísta y abandonó a su lobo —negué con la cabeza—. No, Carola. El tiempo de los regalos y de esperar a tener resultados se terminó hace mucho. Así que guárdate tus putas advertencias y relaja esa actitud de papá oso de la Manada, porque vos y yo queremos lo mismo y ambos sabemos muy bien lo que está pasando acá.
A veces, en momentos como aquel, parecía que dos fuerzas universales estaban a punto de colisionar y producir un desastre de proporciones galácticas. La tensión se podía palpar en el ambiente, mezclada con el Olor a Macho del Alfa y mi propia peste a Roier. Ninguno de los dos quería empezar una guerra que solo terminaría en un enfrentamiento salvaje y cruel con un montón de víctimas colaterales, pero ninguno de los dos quería dar su brazo a torcer, parecer «débil» y ceder ante el otro. Así que encontrábamos un punto medio y neutro para ambos, a veces era yo el que lo proponía, a veces era el Alfa; en esta ocasión, le tocaba a Carola.
—Me gustaría que fueras con Aroyitt a Nueva York —dijo en un tono bajo pero sereno—. Me preocupa que pueda pasarle algo y, además, creo que tu carácter y el suyo podrían complementarse bien a la hora de hablar con Daisy. Mi compañera es comprensiva y dulce, pero podría caer fácilmente en el engaño porque tiende a pensar solo en lo mejor de la gente; tú, por el contrario, eres mucho más… ácido y directo, pero no quiero que Daisy piense que hemos enviado a un asesino a sueldo a amenazarla. La Manada se hará cargo de todos los gastos mientras estéis allí y, como siempre — recalcó—, no se olvidará de tu ayuda.
—Bien —asentí lentamente.
Siempre parecía que Carola esperaba un par de segundos a comprobar si yo reaccionaba de la forma errónea, si decía algo que no debía con el tono equivocado. Buscando la más mínima provocación en mi rostro o mi postura para justificar su desconfianza y su odio; pero yo no era un estúpido y, como le había dicho, al final los dos estábamos luchando por lo mismo. Cada uno a su manera.
—Ahora dime, Spreen —añadió, relajando la postura para tumbarse en su sillón de empresario y cruzarse de brazos—. ¿Qué diferencia habría entre tú y un forastero al que contratamos para hacer un trabajo si a ambos os pagamos de la misma forma? Ya sea con dinero o con una silla, un sofá y una nevera… —Su tono no era provocador ni agresivo, solo parecía estar diciendo aquello como si quisiera explicarme algo importante—. Si necesitas o quieres esas cosas, solo tienes que pedírmelas. Con respeto — añadió para dejarlo bien claro junto con una mirada fija—. No hace falta intercambiarlas por favores o trabajos, porque esa no es la clase de relación que tú y yo queremos llegar a conseguir, ¿verdad?
Me mojé los labios y tardé un momento en responder:
—Así es… pero no hace falta que me lo expliques como si fuera subnormal.
—Te lo explico para que me entiendas y no te lo tomes como un ataque «paternalista» de papá oso de la Manada…
—Con que no me grites, me insultes, me desprecies o asumas que todo lo que digo es para joderte a vos o a la Manada; no me importa que seas directo y realista, Carola . Pido cosas a cambio porque me han demostrado que si no lo hago, ustedes no me las darán. Pero… —añadí, levantando la mano para detenerle antes de que el Alfa me rebatiera aquello —, si me dices que solo tengo que venir acá y pedirlo. Lo haré… aunque me preocupa que no estés tan dispuesto a dármelas sin una buena razón para hacerlo.
Carola alzó la cabeza para mirarme un poco por el borde inferior de los ojos, valorando mis palabras que, para su sorpresa, eran bastante racionales y con sentido. Él no confiaba en mí y yo no confiaba en él.
—Tu posición aquí está fuera de lo normal, Spreen, pero, siempre que pidas cosas razonables, no habrá ningún problema. —Se detuvo y tras un momento añadió—: La Manada sabe cuidar de los suyos.
—Bien —murmuré, sacándome un cigarro para ponérmelo en los labios
—. Ya me contarás cuando hay que hacer ese maravilloso viaje a Brooklyn.
—Hablaré con Aroyitt y lo arreglaré todo, pero seguramente sea este fin de semana. Dos días.
—Aha… —me levanté y me fui hacia la salida—. Asegúrate de que el sofá que compren sea también sofá-cama —añadí desde la puerta, haciendo bailar al cigarrillo entre mis labios a cada palabra y girándome para mirarle—. Me gusta limpiar a mi Roier a menudo… ya sabes —le guiñé un ojo y cerré la puerta.
Oí un gruñido desde el interior antes de desaparecer en el silencio del pasillo, pero no fue uno agresivo y violento, sino más bien el equivalente lobuno de poner los ojos en blanco y murmurar algún insulto bajo. Como hacía siempre tras una reunión con el Alfa, bajé fumando por las escaleras hasta salir del edificio. Era una noche fresca y el cielo todavía seguía cubierto de unas nubes oscuras que, de vez en cuando, bañaban la ciudad con lluvia fina. Lo miraba desde debajo del soportal del edificio, pensando en tomar la chaqueta antes de irme a tomar un café, cuando una voz me llamó a lo lejos. Alcé las cejas con sorpresa cuando reconocí a Serpias, acercándose por la acera con las manos metidas en los bolsillo de su chubasquero negro.
—Qué hay, Spreen —me dijo cuando alcanzó el cobertizo del edificio. Tenía el pelo algo mojado y rizado de lo normal, pero el pelo teñido como siempre.
—. Oye, gracias por no decirle nada a Roier sobre mi… pequeño desliz en el Casino. El Celo me tenía tan alborotado que me hubiera cogido hasta a una calabaza con tal de que me cupiera la verga —y sonrió de una forma un poco nerviosa mientras me dedicaba una mirada rápida por el borde de los ojos.
Me fumé otra calada y solté el humo lentamente.
—Empezaste muy bien, pero la cagaste al final al compararme con una calabaza —respondí.
—No, no quería compararte con una calabaza, solo era un ejemplo.
—Te gustaban los humanos muy guapos y con éxito, ¿verdad?
Serpias bajó la mirada hacia el suelo y terminó asintiendo antes de levantarla y mirar al frente.
—Pues yo tengo una de esas dos cosas, y la camisa, los pantalones de pinza y El Celo hicieron el resto —concluí. El lobo sonrió un poco, entendiendo la pequeña broma—. Pareces un poco más joven que el resto, Serpias. ¿Hace mucho que sos Macho de la Manada?
—No… —reconoció, aunque hinchó su pecho y levantó la cabeza con orgullo antes de añadir—: pero soy todo un Macho, Spreen, tan fuerte o más que el resto.
—Lo sé —murmuré, sin darle importancia alguna a ese hecho—. Solo era curiosidad, no quería ofenderte.
—Ah… —dijo, aunque mantuvo su postura erguida un poco más—. Sí, soy de los más jóvenes de la Manada, pero ya he pasado tres Celos y tengo a mis propios humanos.
—Debe ser divertido ir a áticos con vistas al lago o dúplex a coger — sonreí y lo miré antes de llevarme el cigarrillo a los labios.
Serpias se relajó más y puso una sonrisa socarrona en los labios. Era tan atractivo como cualquier lobo, pero con un toque más juvenil y travieso, como el chico malo y sexy por el que todas perdían las bragas.
—La comida es mejor y las sábanas son más suaves —se inclinó hacia mí y bajó la voz para decirme—: pero al final todos se ponen de rodillas para chupármela como hacen en el Luna Llena…
—Dios, Serpias, sos todo un romántico —murmuré.
—Sí, tanto como tú con Roier —me acusó, dándose un par de toques suaves en la nariz para decirme sin palabras lo mucho que yo apestaba a sexo y a mi lobo.
Sonreí. Sabía que Serpias y yo nos íbamos a llevar bien, y no me equivoqué. Mantuvimos una conversación subida de tono y nos reímos un poco hasta que se fue de vuelta al Refugio, diciendo que tenía que comer y a «un dúplex con vistas al lago». Me despedí con un asentimiento y un gesto vago de la mano antes de entrar en el edificio. No le di importancia a aquella charla, pensé que simplemente había sido algo entretenido con lo que pasar el rato, pero había significado que un Macho con el que realmente nunca había tenido contacto directo y que hasta entonces había esquivado mi mirada constantemente, había venido a hablar conmigo.
Ellos sabían que ahora estaba en las oficinas, podían verme llegando cada noche con Roier e irme con él; sabían que el Alfa ya no hablaba mal de mí y que mi nombre allí ya no era algo tabú. Roier tenía razón al decir que era mucho mejor trabajar acá limpiando cerca de la Manada, que escondido en una tienda de caramelos donde era mucho más difícil que alguien quisiera pasarse casualmente a, por ejemplo, charlar conmigo.
Serpias no hubiera venido a verme para darme las gracias de no haber salido del coche y haberme visto fumando bajo los portales del edificio de oficinas, a solo un par de metros de distancia. No se hubiera quedado a charlar tanto tiempo si todavía tuviera que tomar el coche para volver al Refugio y comer. No hubiera tenido la oportunidad de descubrir por sí mismo que, quizá, yo no era tan infantil, cruel y faltoso como siempre había oído decir. No era el humano más encantador y amable del mundo, pero eso no quería decir que fuera malo con él.
Así que, de una forma sutil y orgánica, sin si quiera darme cuenta, la Manada y yo estábamos empezando a entendernos. Yo creía que eso no sucedería hasta que me invitaran a sus putas fiestas y a sus picnics de mierda; pero me equivoqué. Estaba sucediendo en aquel mismo momento, conmigo recostado en la silla mirando estúpidas series mientras esperaba a que llegara Roier. Cuando Serpias volvió al Refugio y se sentó a comer con el resto de Machos para decir:
—He estado con Spreen.
Chapter 59: CAROLA: TIENE UNA COMPAÑERA EXTRAÑA
Chapter Text
La siguiente vez que Carola me llamó, no estaba solo en el despacho. En una de las sillas, con una sonrisa nerviosa en sus labios, un jersey rosa palo y unos vaqueros ajustados, estaba Aroyitt sentada.
—Hola, Spreen —me saludó.
La miré y después miré la expresión seria del Alfa antes de volver a la mujer.
—Hola, Aroyitt —respondí en un tono neutro antes de cruzar a aquel despacho que apestaba a Alfa casi tanto como su compañera.
Di un par de pasos y me senté en la silla al lado de ella, a la espera de que Carola me diera alguna explicación de por qué estaba allí cuando solo habían pasado veinticuatro horas desde nuestra última conversación.
—Os he hecho venir para repasar un par de cosas antes del viaje — empezó a decir él, entrelazando los dedos sobre la mesa y dedicándonos una mirada intermitente a cada uno, como si se tratara del presidente a punto de enviar a sus mejores espías de la CIA en misión especial—. Quiero saber qué le pasa a Daisy, es importante para la Manada. Necesito que habléis con ella y tratéis de hacerla entrar en razón; si tiene dudas, nosotros se las solucionaremos; si tiene alguna queja o problema, decirle que siempre estamos abiertos al diálogo y que no tiene que tener miedo en preguntar — eso se lo estaba diciendo más a Aroyitt, que asentía con expresión regia y la espalda muy recta, quizá tomándose demasiado en serio todo aquello. Carola era el Alfa, sí, pero también el hombre con quien tenia sexo y se rascaba los huevos en su sofá, así que podía relajarse un poquito con aquello—. Si Daisy se niega a hablar con vosotros, se muestra esquiva, insegura o empieza a soltar excusas sin sentido, quiero que hagáis lo posible para conseguir respuestas. Sin herirla, por supuesto —eso me lo dijo a mí que, al contrario que su compañera, solo le miraba con cara de aburrimiento y recostado en la silla.
Cuando terminó de hablar, asintió, mirándonos a uno y al otro. Debía ser muy raro para él vernos allí juntos. Era como haber reunido a la alumna más aplicada de la clase y al pibe más problemático del instituto. Una mezcla que, con todo sentido, iba a salir terriblemente mal.
—Os hemos pedido dos habitaciones en un hotel de Manhattan, lo más cerca del estudio de Daisy posible, pero tendremos que tomar medidas especiales. Nueva York está plagada de Manadas agresivas y peligrosas, sin estabilidad e inmersas en guerrillas constantes por el territorio y el poder… Así que lo mejor y lo más precavido es que llevéis ropa limpia y os duchéis para deshaceros de nuestro Olor a Macho todo lo posible —dijo esto último como si le costara, apretando ligeramente los dientes y bajando la mirada a la mesa.
—Uh… eso no le va a gustar nada a Roier… —le advertí.
—¡A mí tampoco me hace ninguna gracia! —gruñó en alto para dejarlo bien claro—. Pero eso evitará que un Macho de otra Manada os ataque al percibir a un extranjero y posible enemigo en su territorio. Ya que… ni Roier ni yo estaremos por allí para protegeros.
—No pasa nada, serán solo dos días —dijo Aroyitt con una mueca de entendimiento mientras trataba de consolar a su lobo—. Después volveremos a la normalidad.
—Sí. Lo sé —afirmó el Alfa, aunque se le notaba jodido por aquello. Muy jodido—. Os he escogido porque, como ya os he explicado, creo que podréis complementaros bien. Además, enviar a la compañera del Alfa y al… —se detuvo.
—Tene cuidado en cómo terminas esa frase, Carola —le advertí.
—Enviar a los humanos más importantes, con la relación más estrecha con el Alfa y el SubAlfa de la Manada, es una muestra de lo preocupante que es este asunto para nosotros. Espero que Daisy sepa apreciar ese detalle y que todo esto sirva para algo; porque como nos haya traicionado, si que me voy a enfadar de verdad.
Aroyitt alargó la mano por el escritorio y rodeó las del Alfa. En comparación con las de Carola, la mano de la mujer parecían la de una niña pequeña y frágil.
—No pasará nada, cariño —repitió en un tono más dulce y bajo—. Hablaremos con Daisy, nos moveremos de día y evitaremos los problemas — prometió.
El Alfa la miró en silencio y terminó asintiendo, moviendo el pulgar para acariciar la mano de su compañera de una forma íntima y discreta. Yo seguía allí, con mi cara de aburrimiento y esperando a que el Señor y la Señora Lobo terminaran con todo aquello. Carola tomo una bocanada de aire y buscó algo en su cajón, sacando dos sobres blancos para entregarnos uno a cada uno. Abrí el mío al momento y vi el billete de avión.
—Primera clase… —murmuré, arqueando las cejas.
—Por supuesto —dijo el Alfa, como si fuera evidente que su mujercita solo tendría lo mejor—. ¿Creías que os iba a meter en la parte de atrás de un camión y mandaros de contrabando a Nueva York?
—A mí sí —reconocí.
Carola entrecerró los ojos y puso una mueca de comisuras apretadas que nunca le había visto.
—No, Spreen. Irás en primera clase y dormirás en la habitación contigua a la de Aroyitt, en el mismo hotel.
Solté un murmullo de interés y leí la reserva del hotel.
—¡A la mierda! ¡¿Mil putos dólares la noche?! —no pude evitar decir, inclinándome hacia delante como si fuera broma.
—Así es. El Four Seasons es el mejor hotel que hemos podido encontrar cerca del estudio de Daisy. Está a quince minutos en metro de Blooklyn Heights.
Fruncí el ceño al máximo y los miré, comprobando que era el único allí sorprendido con ese gasto tan estúpido.
—Lo sé —sonrió Aroyitt, como si me entendiera—. Ya le he dicho que no necesitamos esto, pero es un cabezota —puso los ojos en blanco y negó con la cabeza.
—Es un gasto que no supone nada para la Manada —se defendió Carola, hinchando un poco su abultado pecho—, y, como sois nuestros enviados especiales, hay que dar la mejor imagen.
—Me trata como a una princesa y se cree que voy a ponerme a llorar si no duermo en un colchón de plumas de oca blanca —continuó Aroyitt, ignorando a su Macho.
—La compañera del Alfa se merece lo mejor —gruñó Carola.
Ella le miró y negó con la cabeza, volviendo a acariciarle la mano. Yo estaba allí, mirándolos en silencio y sin entender qué pasaba exactamente. Por alguna razón, el Alfa se comportaba un poco diferente cuando estaba con su compañera en «privado». Parecía más… juguetón, o quizá más dispuesto a dejar de lado su carácter serio de Alfa Opresor. Y Aroyitt no parecía tan tonta e infantil, con aquella constante necesidad de caer bien a todos.
—Es el hotel que hemos elegido y punto —sentenció Carola, dando el tema por zanjado y alzando la cabeza con superioridad—. Os iréis mañana al atardecer, tendréis el fin de semana para hablar con Daisy y regresaréis la noche del lunes.
Me limité a sacarme un cigarro del paquete, ponérmelo en los labios y levantarme. Me detuve un momento acomodarme los pantalones y decir:
—Voy a hablar con Roier, a ver cómo se toma lo de que me duche…
—Mal —me aseguró el Alfa—, pero es lo que hay que hacer…
Asentí y me despedí con un vago movimiento de mano de camino a la puerta.
—Ven mañana a primera hora, os iréis juntos en un taxi al aeropuerto — ordenó Carola antes de que me fuera por la puerta.
Me encendí el cigarrillo en lo alto de las escaleras, algo que ya era casi un ritual, y bajé los escalones para dirigirme a la salida. Cuando bajo el soportal del edificio, me froté los ojos con el dedo índice y pulgar, soltando el humo del cigarro lentamente. Había varias razones y motivos por los que hubiera preferido no tener que ir a aquel estúpido viaje que, estaba seguro, no iba a servir de nada. Pero las cosas estaban solo a punto de complicarse. Decirle a Roier que me iba a deshacer de su Olor a Macho fue solo la primera. Se puso como un puto loco. Gruñó, se enfadó tanto que llegó a mostrarme los dientes y rugir: «¡NO! ¡SPREEN TIENE QUE OLER A ROIER!». Después se pasó media hora dando paseos de un lado a otro de la Guarida mientras gruñía al Alfa por teléfono. La cosa no debió ir nada bien, pero por primera vez, aquello no era culpa mía. A Roier no le quedó otra que acatar las órdenes de Carola y aceptar el hecho de me iba a lavar y a ponerme una ropa que no apestaba como él. Aquella noche se pegó mucho a mí, se aseguró de frotar su cuerpo sudado después del sexo contra el mío y frotarme el pelo como si intentara que su fuerte olor entrara dentro de mis células y no pudiera quitármelo jamás. Me acompañó a los recados, agarrándome de la muñeca y siempre muy pegado, hasta que volvimos a casa y guardé toda la comida para dos días en la nevera; explicándole al lobo que había comprado de más por si acaso. Después fue cuando me despedí para irme y el lobo quiso evitarlo. Tuve que enfadarme y gritarle:
—¡Si queres, lo vuelves a hablar con Carola! ¡Esto no fue idea mía!
Terminada aquella parte, todo la segunda: desintoxicarse. Fue más complicado de lo que pudiera parecer. Me compré ropa nueva que no quise tocar por el momento —pagada por la Manada, por cierto, así que me compré una camiseta de noventa dólares, un pantalón de marca, unas gafas de sol de motero y una chaqueta bastante genial—, y fui a un gimnasio del centro solo para ducharme; algo que hacía en mi época de vagabundo. Allí me lavé dos o tres veces con jabón y champú con perfumes, todo un tabú para un compañero, antes de echarme desodorante, que era como el anticristo de los lobos, y ponerme la ropa nueva. El resultado fue un Spreen que iba de puta madre vestido y que olía bien. Fue súper raro. No podía evitar arrugar la nariz y sentir una incomodidad al no percibir a Roier, como si algo no estuviera bien en mí.
Cuando llegué a la puerta del Refugio, Aroyitt ya me estaba esperando en la puerta con una pequeña maleta con estampado florar y ropa de entretiempo. Me sonrió, pero parecía no estar demasiado contenta con algo.
—Hola, Spreen, el taxi nos está esperando —señaló a un lado, mostrándome un coche aparcado.
Asentí sin más y la acompañé. Dejamos su maleta y mi mochila con una muda limpia en el maletero y subimos a la parte de atrás. Allí descubrí que Aroyitt se había puesto perfume, quizá demasiado perfume, y terminé abriendo la ventanilla para poder respirar algo de aire fresco, aunque afuera estuviera lloviendo. No hablamos en todo el trayecto, ni cuando buscamos la terminal, etiquetamos las maletas y entramos al avión para que una azafata muy atenta nos guiara a nuestros sitios en primera clase. Allí, Aroyitt se sentó y suspiró, retorciendo la revista de la compañía aérea entre las manos de uñas largas y limpias.
—¿Te da miedo volar? —le pregunté desde el asiento de al lado.
Ella tardó un momento en mirarme y otro breve momento en que mis palabras se abrieran paso por su mente repleta de pensamientos.
—Ah, no, no. De niña lo hacía mucho —respondió—. Es solo que… — dudó un momento y bajó la voz, acercándose como si quisiera contarme un secretito de mejores amigas o algo así—. Echo mucho de menos el olor de Carola. Me siento como… nerviosa y desprotegida sin él… ¿Crees que eso es raro? —terminó, frunciendo su ceño de finas cejas rubias en mitad de una expresión preocupada.
—No. Yo también extraño la peste de Roier —dije, pero sin bajar la voz—. Es muy raro oler bien.
—Lo sé —asintió Aroyitt, muy agradecida de que yo sintiera lo mismo—. Antes el perfume me encantaba y ahora… no lo soporto. Este olor dulzón me está revolviendo el estómago.
—También es que te echaste medio pote encima.
—Quería asegurarme —murmuró, hasta que reconoció—: aunque quizá me haya pasado. Voy a ir a echarme un poco de agua a ver si se va.
La mujer se levantó y fue a paso rápido al baño, esquivando a un hombre con traje que le echó una ojeada nada discreta de arriba abajo. Que poco sabía aquel idiota de lo afortunado que era de que Carola no estuviera allí para arrancarle la cabeza de un golpe. Cuando Aroyitt volvió, seguía con una mueca incómoda y se sentó para seguir retorciendo la revista entre las manos. Yo sabía lo que le pasaba: tenía abstinencia. Era una jodida adicta de las feromonas de su lobo y, ahora que no las tenía, sufría por ello. Yo también sentía ese vacío, esa falta y la leve angustia que la acompañaba, pero yo había conocido vacíos más profundos y oscuros que ese, por lo que sabía llevarlo mucho mejor que ella. Incluso conseguí echarme una pequeña siesta en las casi tres horas que tardamos en sobrevolar los enormes lagos e infinitos bosques del norte del país hasta alcanzar el mundo paralelo que era Nueva York.
Aroyitt seguía perdida en sus pensamientos, con la cabeza gacha y acompañándome mientras yo buscaba por dónde carajos se salía de aquel aeropuerto. Una vez en el taxi, le dije al hombre chino que nos llevara directos al Four Seasons de Downtown y abrí al ventanilla para fumarme un cigarro. Cuando empezó a insultarme en mandarín por fumar en su coche, le dije:
—Bì zuǐ tā mā de gǒu shǐ —eso le cerró la puta boca.
Aroyitt me miró con sorpresa, saliendo por un momento de su estado de pesadumbre para preguntarme:
—¿Sabes hablar mandarín?
—Se cagarme en la puta madre de alguien en mandarín —la corregí—. Practiqué mucho en mi antiguo trabajo.
—Oh…
Después de eso, no di propina al hombre y cuando empezó a gritar, yo grité más fuerte que podía chuparme la pija si quería; todo eso en las puertas de uno de los hoteles más lujosos de Nueva York. Aroyitt se puso colorada y tiró un poco de mí para que dejara de gritar y de hacer gestos obscenos al taxista.
—Tenemos que ser discretos, Spreen —me recordó en voz baja, con cuidado de no enfadarme más—. Ya no estamos en el territorio de la Manada.
—A esta hora los lobos aún se están despertando y caminando al baño mientras se rascan los huevos —le recordé.
—No hablo de los lobos… —e hizo una señal a los botones que aguardaban en la puerta—. Cualquiera podría estar viéndose con un Macho o trabajar para ellos. Este es un hotel importante.
Solté un murmullo de comprensión y asentí porque, para mi sorpresa, Aroyitt había dicho algo con sentido. Más tranquilo, la acompañé al interior que era… impresionante. En serio, tienen que buscar fotos de ese sitio, es como un puto palacio de piedra con columnas. Yo miraba a todas partes, fingiendo que no estaba maravillado con aquello, como si todos los días me hospedara en sitios así. Nos detuvimos en recepción para hacer la entrada y apoyé los codos sobre la elegante mesa mientras echaba algunos vistazos alrededor, usando mis gafas de sol para cubrir el hecho de que estaba espiando a los humanos que había por allí.
—El hotel Four Seasons les desea una agradable estancia en la ciudad — sonrió el recepcionista, más a mí que a Aroyitt, así que era más de hombres que de mujeres.
Lo ignoré por completo y me fui con Aroyitt hacia el ascensor. Como Carola había dicho, nuestras habitaciones estaban al lado y ambas eran absurdamente caras y elitistas. Me quité la chaqueta, fui en busca de un cigarrillo y miré las preciosas vistas de la cristalera al lado de la cama de matrimonio. El sol ya se estaba poniendo a lo lejos, entre los rascacielos, cubriendo el cielo de la ciudad de tonos ambar, rojizos y malva
—A la mierda… —murmuré.
Una hora después, volvimos a reunirnos en el pasillo para ir a cenar al restaurante del hotel. Aroyitt se había vuelto a duchar y a cambiarse de ropa, eligiendo algo más abrigado pero elegante.
—No soy capaz de quitarme la sensación de angustia —me confesó, con los brazos cruzados y una mueca de preocupación en el rostro—. Y solo han pasado seis horas. Aguantar así dos días parece… una locura.
Puse los ojos en blanco y nos detuvimos en la cola frente a la mesa del metre, esperando a nuestro turno para pedir mesa.
—Tengo una teoría, Aroyitt —le dije—, y es que las feromonas de lobo son adictivas. Te pudren el cerebro, te confunden y te ponen súper excitado, así que para cuando te querés dar cuenta, ya sos un adicto y no podes huir de tu Macho.
La mujer sonrió y después negó con la cabeza.
—Qué va… —negó—. Las feromonas no funcionan así. No son «adictivas» ni producen dependencia. No como una droga, bueno —lo pensó un momento—, no exactamente como se entiende comúnmente lo que es «una droga». Las feromonas de los Hombres Lobo funcionan a un nivel diferente, afectan y estimulan una parte distinta del cerebro humano. Una básica y primitiva que compartimos todos los mamíferos y de la que, incluso una especie desarrollada como la nuestra, no puede escapar: la necesidad de reproducirse con un individuo fuerte que asegure nuestra supervivencia y la de nuestras crías. No es un pensamiento consciente, por supuesto. No tiene nada que ver con tu educación o tu psique. Se trata de algo puramente biológico: asegurar la pervivencia de tu ADN y el de la especie. Ahí reside el poder de las feromonas, porque no puedes evitar sentir esa necesidad tan primitiva. Así que tu cuerpo reacciona y se excita, produciendo la reacción en cadena que conocemos como «ponerse cachondo». Es solo nuestro organismo preparándose para el apareamiento y el cerebro mandando mensajes que tardan una centésima de segundo en llegar a nuestros genitales, nuestro corazón y nuestros pulmones. El ritmo cardiaco se acelera y, en consecuencia, necesitamos más oxígeno, por lo que cada vez absorbemos más y más feromonas del aire. En un espacio cerrado y expuesto a las feromonas, podemos llegar a absorber millones de micropartículas en tan solo cinco minutos. Hasta el doble si el Macho también está excitado y las produce en mayor cantidad.
Aroyitt se detuvo entonces, encontrándose con mi mirada seria, entonces soltó un breve jadeo y puso los ojos en blanco como si se acabara de dar cuenta de algo estúpido.
—Perdona, Spreen. Menuda explicación más aburrida te estoy dando —se disculpó.
No dije nada concreto, solo murmuré un bajo «uhm…» y moví la cabeza hacia arriba. Tras un breve silencio en el que la mujer cruzó los brazos bajo el pecho y miró distraídamente al restaurante, le dije:
—Pareces saber mucho del tema.
—Sí, eh… era mi campo de estudio. Tengo un doctorado en bioquímica — respondió sin darle ninguna importancia.
Volví a mover la cabeza y a soltar un «uhm…» como haría un buen palurdo de pueblo. La última pareja en la fila antes que nosotros se fue y el metre nos sonrió para preguntarnos cuántos comensales seríamos. Aroyitt respondió por ambos y le dio la gracias cuando nos quiso guiar a nuestra mesa. El restaurante era tan lujoso como el resto del hotel y yo me sentía totalmente fuera de lugar allí, por suerte, tenía mi ropa deportiva de marca y, dentro de mis propios estándares, iba muy elegante. Nos sentamos en una mesa de dos al lado de una cristalera con vistas a la ciudad nocturna y plagada de luces, había un centro de mesa con una vela, un mantel muy caro y unas copas de vino dadas la vuelta sobre unas servilletas perfectamente dobladas. Agarre la carta que nos vino a ofrecer nuestra camarera con una sonrisa y la ojeé, buscando el plato más caro como un buen pordiosero como yo haría cuando sabe que no va a pagar él. Después la dejé sobre la mesa y miré las preciosas vistas.
—Así que eres especialista en feromonas de lobo… —murmuré.
Aroyitt levantó la mirada de la carta y entreabrió un momento los labios antes de responder:
—No. No solo en eso, pero las estudié bastante. Mi padre trabaja para un laboratorio muy importante de investigación y yo hacía muchas prácticas allí. Normalmente buscaban nuevas formulas para venderle a las farmacéuticas o desarrollaban derivados para empresas de perfumes, lociones y esas cosas. Una amiga mía de la universidad me contó una vez que fue a un Club de Hombres Lobo y que había salido de allí muy excitada, aunque ella creía que olía muy mal. Yo le expliqué que el «buen olor» no tiene nada que ver con la atracción sexual, es solo cuestión de higiene. Nos atrae el olor a limpio porque nuestro instinto nos dice que esa es una indicación de que no existe enfermedad y no va a ser peligroso. Después nos excitan otros olores porque los vinculamos a un nivel emocional y personal; quizá te excite el after shave porque tú padre se lo ponía siempre y a ti te parecía un hombre fuerte y protector. Así que… —se le saltó un momento la risa—. No quiero entrar en retorcidos pensamientos freudianos sobre si eso significa que quieres tener sexo con tu padre, pero la mente humana es muy compleja. De alguna manera, es así. Ese olor te recuerda inconscientemente a tu padre, tu padre era un hombre fuerte y tú quieres un hombre fuerte, así que ese olor es familiar y te hace sentir cómoda y segura. Como ya te dije, esa necesidad primitiva de supervivencia es algo muy arraigado en nosotros y… bueno, en todos los animales —se rio de nuevo antes de dejar el menú y removerse—. Uy, te estoy aburriendo de nuevo, perdona…
—No pasa nada, Aroyitt —murmuré—. Si quisiera que pararas, ya te hubiera interrumpido.
Ella parpadeó y, tras un momento, asintió.
—Tu padre es un jefe de un laboratorio y vos le ayudabas… —la animé a continuar con un gesto de la mano.
—Sí —afirmó, tomándose un momento para recordar dónde se había quedado—. Entonces mi amiga me dio una idea: los Hombres Lobo eran famosos por su increíble atractivo y su intensa sexualidad, pero aquel dato de que ella solo había ido allí a bailar y había vuelto a casa igual de excitada que una persona que hubiera estado en contacto directo con un lobo, me hizo pensar en hasta qué punto las feromonas podían afectar a un humano. Se lo conté a mi padre y le pareció muy interesante. Yo quería hacer un estudio, centrar mi tesis en eso y después publicarlo; pero él estaba pensando en utilizarlo de una forma más práctica —me miró a los ojos y se encogió un poco de hombros—. Solo hay que imaginarse los usos que podría tener algo así si, por ejemplo, consiguiéramos sintetizar las feromonas de lobo y producirlas en masa. Ya te dije que trabajábamos para algunas compañías de perfumes… una colonia con feromonas de lobo que asegurara al usuario atraer a las mujeres como a moscas… Ganarían billones solo con esa patente. Pero también podría tener muchos usos en el campo del márquetin o la venta. Imagínate un cartel publicitario impregnado de feromonas. El sexo y el erotismo es muy común en la publicidad, por eso los modelos son atractivos y sugerentes. Está más que demostrado que los humanos tenemos mayor predisposición a aceptar consejos, sugerencias o órdenes de personas atractivas, por el simple hecho de que nos atraen. Añade a eso una buena dosis de feromonas de lobo inodoras y que no puedes percibir de forma consciente, pero que te están excitando mucho mientras miras un cartel de una marca de zapatos. No sabes lo que es, pero lo quieres. Lo deseas, aunque sea una cosa y no alguien. Y puedes tenerlo, porque puedes comprarlo ¿Lo entiendes?
Asentí justo antes de que la camarera nos interrumpiera para preguntarnos sí ya sabíamos lo que queríamos. Anotó los platos y la botella de vino que yo había añadido y al fin nos dejó de nuevo tranquilos.
—Comencé la investigación con ayuda de mi padre —continuó ella—, aprendí muchísimo con los experimentos y descubrí muchísimas cosas. Ya habíamos trabajado antes con feromonas de otras especies, pero no con una que afectara directamente a los humanos. Buff… —dijo entonces, poniendo los ojos en blanco—. Al principio no fue nada fácil, la verdad. Nuestra única fuente de feromonas de lobo era… emh… —se detuvo, dudando—. Digamos que no era elegante —concluyó.
—No soy un hombre delicado, Aroyitt —le aseguré—. ¿Ibas a buscarlas al Club?
—No, no, por supuesto que no. No podíamos aparecer por ahí con un equipo de muestreo y pedirle a un lobo que nos dejara rascarle la piel, quitarle un poco de pelo, meterle un bastoncillo en la boca y… otros lugares.
Se detuvo de nuevo cuando la camarera llegó con el vino tinto y súper caro que había pedido. Lo destapó y nos deseó «que lo disfrutáramos», Aroyitt fue la única que respondió a su mirada y le dio las gracias. Yo tome la botella y di la vuelta a las copas para llenarlas.
—No, no —me pidió ella—. Yo solo quiero un poco…
La miré por el borde superior de los ojos y me quedé así un momento.
—Como quieras… más para mí —murmuré, acercando la boquilla a mi copa y llenándola hasta arriba—. Entonces, ¿de dónde sacabas las muestras?
Aroyitt se apresuró a tragar el sorbo de vino que había dado antes de taparse los labios con unos dedos largos y elegantes.
—Es muy humillante. Bueno, ahora me lo parece, pero en aquel momento me pareció una gran idea. Verás, hay personas que… venden ropa de lobo usada —me confesó, esperando mi reacción a aquella noticia tan descabellada.
Bebí un buen trago de vino y dejé la copa a un lado.
—No me digas…
—Sí, es un negocio muy sórdido. A… algunas personas les excita olerla… —parecía producirle asco hasta hablar de ellos, abriendo sus ojos azules como si le costara entenderlo—. Recurrimos a ellos para conseguir nuestras primeras muestras. Así descubrimos que, aunque las feromonas están en el sudor de todo el cuerpo, se acumulan en mayor cantidad en zonas específicas como las axilas, el centro de la espalda o la entrepierna.
—Muchas cosas se acumulan en gran cantidad en la entrepierna de los lobos.
Esperaba que a Aroyitt le asqueara el comentario o me dedicara una sonrisa comprometida para no hacerme el feo, pero, para mi sorpresa, se rio y asintió.
—Con eso tuvimos algunos problemas, la verdad —me dijo tras beber otro pequeño trago de vino—. Algunas muestras venían contaminadas con otros fluidos que no nos interesaban porque no contenían feromonas.
Eso me hizo fruncir el ceño y alzar la cabeza.
—¿Solo tienen feromonas en el sudor? Yo creía que también estaban en su semen o algo así.
—No, no. La orina de los lobos o su semen son totalmente normales. Espera, quizá normal no sea la palabra adecuada —reconoció con una sonrisa y la mano en alto—. Son diferentes a las de los humanos, pero no contienen nada que produzca una reacción en nuestro organismo, como las feromonas.
—¿No? —ese tema si que me interesaba especialmente. Fruncí más el ceño y me incliné un poco hacia la mesa—. Estoy por jurar que cuando me coge Roier le sale Valium de la pija, porque me deja flotando en una puta nube.
Aroyitt puso una expresión un poco pícara de media sonrisa y una ceja arqueada antes de decirme en un tono más bajo e íntimo:
—A todos los compañeros nos pasa eso, Spreen… Es debido a que la excitación, la fricción, la duración y la intensidad del sexo con un Macho, facilita mucho alcanzar el clímax y tener varios orgasmos en un solo acto sexual. La relajación y calma que se experimenta después es solo el resultado físico de la tensión liberada, no a que el semen de los lobos esté lleno de opiáceos.
—¿Estás segura? —insistí, a lo que ella se rio.
—Sí, Spreen. Estoy muy segura —dijo todavía con una sonrisa en los labios mientras se aceraba la copa de vino.
—Ahm… —murmuré, volviendo a incorporarme y recuperar mi expresión desinteresada de siempre—. ¿Y qué más descubriste?
—Descubrimos que su sudor tiene un pH más alto que el humano, por lo que huele mucho más fuerte. Pero que eso cambiaba en cada Macho como pasa en nosotros; todos tenemos un olor particular, aunque no tengamos la sensibilidad olfativa para percibirlo. De aquella no teníamos ni idea de que el rango en la Manada afectaba a su producción de feromonas y a su olor corporal. Éramos como niños pequeños jugueteando con pantalones usados y manchados de semen… Ogh, no debería haber usado esa metáfora —se arrepintió al momento, cerrando los ojos y llevándose una mano al rostro.
—¿Descubriste si las feromonas podrían llevarnos a enamorarnos de los lobos?
—¿Qué? —se sorprendió Aroyitt, abriendo de nuevo los ojos para mirarme—. No, por supuesto que no. Eso es imposible. No puedes enamorarte solo por cómo huele alguien. Puede ser un motivo, pero no el único motivo.
—Dijiste que las feromonas nos excitaban mucho, así que nos ponen muy calientes. Muchos confunden el sexo y el deseo con el amor.
—Sí —afirmó después de pensárselo un momento—. La atracción física es un factor importante, pero eso no tiene nada que ver con las feromonas. Es más la mezcla de ambas junto con el gusto personal lo que produce el enamoramiento. —Se quedó otro par de segundos en silencio y entonces añadió rápidamente—: Esto es un pensamiento personal, no algo que haya investigado de forma científica. Yo creo que, aunque todos los lobos sean grandes, fuertes y guapos, tienen personalidades diferentes y, que encuentres a uno de ellos que te guste tanto como para enamorarte, no es solo porque huelan fuerte o tengan feromonas. Eso es solo una parte de lo que son.
—Yo sí creo que puedes enamorarte de alguien solo por el físico y el buen sexo —respondí antes de beber otro trago de vino.
Aroyitt se quedó mirándome, apretó un momento los labios y tuvo un debate interno sobre si era adecuado o no preguntarme aquello, pero al final me dijo:
—¿Tú… crees que te has enamorado de Roier solo por eso?
Tarde en responder, pero no porque quisiera crear un momento de tensión, sino porque era una pregunta que no me había hecho a mí mismo todavía.
—No lo sé. Un día estaba de puta madre cogiendo solo por diversión con un pedazo de lobo y al día siguiente estaba enamorado de un enorme pelotudo que no sabe ni hablar.
Aroyitt sonrió por lo bajo, tratando de ocultarlo de mí. Alargó su mano de uñas perfectas a la copa y bebió otro trago más largo.
—Nunca piensas que te vas a enamorar de un lobo, hasta que lo haces — murmuró, mirando al mantel color crema y a su plato vacío—. Yo tampoco creí que dejaría atrás un doctorado, a mi familia y un brillante futuro en la bioquímica para irme con Carola a la Manada, pero aquí estoy…
Esperé un par de segundos para preguntar:
—¿Cómo se lo tomó tu familia?
Aroyitt tomo aire por entre los labios y al fin me miró a los ojos de nuevo.
—Mal, como pasa casi siempre —respondió con una expresión apenada —, pero también es porque yo borré cinco años de investigación e innumerables horas de trabajo de la base de datos del laboratorio antes de escapar con Carola. No quería que mi padre traficara con feromonas como si se tratara de armas biológicas para vender perfumes y zapatos.
—Oh… —murmuré, concediéndole a Aroyitt una mueca de sorpresa y aprobación. Jamás me hubiera esperado algo así de la princesa de la Manada—. Eso se merece un brindis… —le dije, alzando mi copa en alto.
Aroyitt sonrió de nuevo, pero de una forma tímida, y fue a por su copa para brindar.
—Por la Manada —dijo.
—Por la Manda… —respondí, haciendo chocar mi copa contra la suya. Solo en aquella cena, descubrí muchísimas cosas de Aroyitt. La primera de todas fue que no era para nada la clase de mujer que yo creía. No era una insoportable niña que vivía en un mundo de fantasía y nubes de algodón a la sombra de su maridito el Alfa, lloriqueando cada vez que no se cumplían sus deseos y organizando fiestas porque estaba aburrida de no hacer nada. Aroyitt era una mujer muy inteligente y madura, difícil de escandalizar y sin ningún problema para discutir todo tipo de temas.
Hablamos de su vida, de algunas de sus experiencias, de cosas que ella creía que quizá me fueran a ayudar con Roier, siempre dejándome claro que cada lobo era diferente. Cuando nos terminamos la primera botella de vino, pedimos otra y a medida que bajaba, ella se volvía más y más confiada y se relajaba más, llegando a tocar temas que quizá no se hubiera atrevido tanto a debatir conmigo: como la Manada o Carola. Se disculpó por lo que me habían hecho los Lobatos —la primera que lo hacía—, y por lo increíblemente desconfiado y rencoroso que podía ser su lobo, el Alfa. Me pidió que no se lo tuviera en cuenta y que Carola solo se preocupaba mucho por la Manada. Asentí a todo y valoré sus consejos mientras la dejaba seguir hablando sin interrumpirla demasiado.
Aunque Aroyitt si tuviera un lado amable, pacífico y un poco inocente para las relaciones, empecé a notar algunas cosas. Como que no hablaba tanto de ciertos lobos o compañeros y que evitaba decir algo malo de nadie, así que usaba eufemismos como «es agradable» y pasaba a otra cosa. Me di cuenta de que esa fachada sonriente, cariñosa y atenta de reina de la Manada era, a veces, un poco forzada por sí misma. Por supuesto, ella era la compañera del Alfa y tenía que mostrarse abierta a los demás, tanto como su lobo. El peso de la corona era grande y exigía sacrificios, como, según me contó, no poder abandonar el Refugio. El Alfa no tenía Guarida, sino que vivía en aquel lugar junto a todos los demás, y Aroyitt parecía echar mucho de menos tener un espacio para ellos solos sin tener que encontrarse a Lobatos correteando por el pasillo y a Machos solteros constantemente alrededor.
—A mí también me gustaría andar en bragas por la casa cuando hace calor en verano, pero no lo hago. ¿Por qué tengo que verles a ellos en bañador o incluso desnudos? —se quejó en el postre con la voz algo tocada debido al alcohol. Aroyitt era como una madre que amaba a sus hijos, pero de los que también se quejaba todo el rato—. A veces veo tantas pollas flácidas al día que se me quitan las ganas de follar.
—Mentirosa…
—Sí, bueno, no se me quitan, ¡pero no es agradable, Spreen! La única polla que me interesa es la de Carola.
Tras el postre, pedimos un café y fuimos a los grandes balcones del hotel con preciosas vistas a la ciudad para que yo me fumara un cigarro.
Aroyitt apoyó las manos en la barandilla de piedra y contempló la ciudad a nuestros pies.
—De joven me encantaba viajar… y ahora ya nunca puedo hacerlo — murmuró—. Ni tener una cena romántica porque no dejan a los lobos entrar en restaurantes de lujo, ni ir a ninguna parte sin que te insulten o te miren mal, ni poder relacionarme con nadie de fuera de la Manada porque se creen que estoy en una secta de lobos encerrada, ni criar a mis hijos y acompañarlos a su primer día de universidad, porque al llegar a la adolescencia se van a convertir en unos cabrones desobedientes y adictos a la masturbación…
—Hay que hacer muchos sacrificios por la Manada —me coloqué a un paso de ella, apoyando la cadera en la barandilla mientras soltaba el humo del cigarro, que se fue directo en la dirección del viento fresco de la noche —. Solo los compañeros entienden eso.
—Sí…
—Quizá Daisy no esté dispuesta a hacerlos.
—Daisy… es agradable —murmuró antes de encogerse de hombros.
Chapter 60: CAROLA: Y SU COMPAÑERA PREDESTINADA
Chapter Text
Cuando me desperté, lo primero que sentí fue un vacío, la pérdida y una angustia latente en el fondo de mi pecho. Me removí incómodo entre las mantas con olor a suavizante y estiré los brazos, recorriendo la suave superficie, fría y solitaria. Entonces levanté la cabeza y me enfadé. A medida que despertaba, me daba más cuenta de «qué» era eso que echaba tantísimo en falta: una enorme, apestosa y pesada masa musculosa roncando a mi lado. Chasqueé la lengua y me di la vuelta, tratando de dormir un poco más, pero fui incapaz porque mi cuerpo me decía que me faltaba mi dosis diaria de sexo y de lobo. Me levanté, tan frustrado como duro, hacia la ducha. Puse el agua tibia y traté de solucionar aquello por mí mismo, pero fue como tratar de poner una tirita para cerrar una herida de cañón que me atravesaba el pecho. Cuando me corrí tras cinco minutos gruñendo y frotándome como si no hubiera un mañana, terminé incluso más enfadado y frustrado de lo que había empezado.
Voy a decir algo, y es que una vez que te acostumbras al sexo con un lobo, no hay vuelta atrás. Nada vuelve a ser lo mismo, nadie te pone igual ni te coje tanto; simplemente, no es suficiente para vos. Es como si comieras tus cereales favoritos cada mañana y de pronto te los cambiaran por avena podrida. Por eso los loberos estaban tan jodidos de la cabeza.
Me vestí a toda prisa, todavía tan enfadado que llegué a tirar una lamparilla al suelo porque había chocado con ella al tratar de ponerme los pantalones. Así eran las cosas. Salí de la habitación y di un fuerte portazo que retumbó por todo el pasillo del hotel. Iba a ir a desayunar y a fumarme medio paquete de cigarrillos cuando oí que se abría otra de las habitaciones. Me giré al instante, dispuesto a cagarme en la puta vida de la persona que se hubiera atrevido a quejarse del ruido; sin embargo, una cabeza de melena rubia y ojos azul cielo se inclinó para mirar el pasillo hasta encontrarme.
—Buenos días, Spreen —me saludó con una tímida sonrisa—. ¿Tampoco has podido dormir bien?
—No, no pude —murmuré con los dientes apretados, tratando de tragarme mi frustración y no pagarla con Aroyitt.
Ella asintió, salió de su habitación con unos pantalones jeans ajustados, botines altos y un jersey grande de punto negro. Sus pasos resonaron por el suelo laminado de falsa madera del pasillo, a juego con el resto de la decoración elegante y refinada. La mujer se pasó una mano por el flequillo suelto de su pelo recogido en un moño improvisado y suspiró. Cuando Aroyitt no iba con uno de sus vestidos de niña pequeña y no trataba de sonreír constantemente, era solo una mujer de mediana edad, atractiva y con un ligero aire de profesionalidad.
—No paraba de dar vueltas en la cama —me dijo cuando se acercó un poco —, no sé si fue el vino o que no dejaba de pensar en Carola.
Solté un murmullo antes de mover la cabeza y girarme hacia el ascensor. Aroyitt revisó su celular mientras esperábamos a que las puertas se abrieran y no dijo nada hasta que llegamos a la cafetería del hotel y nos sentamos.
—Es la primera vez que nos separamos de esta forma —murmuró, mirando las preciosas vistas por la cristalera a lo lejos, más allá de las demás mesas y las enormes macetas con árboles que había esparcidas por el local—. Jamás creí que le echaría tantísimo de menos.
—Yo tuve que hacerme una paja en la ducha —murmuré. No era mi intención ser tan sórdido, pero tenía curiosidad por descubrir si Aroyitt se escandalizaría al oírme.
—Eso no sirve de nada —me aseguró, todavía sin mirarme—. Cuando yo conocí a Carola, pensé que si me masturbaba regularmente, no caería tan rápido en el deseo y podría tener la mente más clara para centrarme en la investigación. No funcionó.
—¿Ponías una alarma en el celular? —le pregunté—. Pi-pi-pi, oh, son las doce en punto, mi hora de usar el consolador.
Aroyitt giró el rostro hacia mí y tras un breve momento, se rio.
—No, no seguía un horario tan estricto —me contó—. Lo hacía antes de verlo o cuando sabía que iba a venir a mi apartamento.
Volví a murmurar y busqué a algún camarero que viniera a servirnos. Mis intentos de escandalizar a Aroyitt no funcionaban porque no era la clase de mujer que yo había creído, algo que me gustaba mucho pero a la vez me preocupaba. Si Carola estaba empezando a ser justo conmigo y su compañera empezaba a caerme bien… el equilibrio del cosmos se derrumbaría por completo.
—¿Qué edad tenes, Aroyitt? —le pregunté entonces, antes de levantar la mano para llamar la atención de un camarero y ordenarle que viniera a servirnos de una puta vez.
—Oh… tengo… —se resistió un momento y bajó la mirada al elegante mantel blanco sobre cobertor lavanda—. Treinta y ocho. —Aspiró aire con los dientes cerrados, produciendo un sonido siseante y se removió un poco incómoda—. El tiempo pasa rápido…
—¿Solo? —la miré y fruncí el ceño—. Pareces más joven —reconocí, y no era un halago intencionado, solo la verdad—. Treinta o así.
Aroyitt sonrió y hasta se puso un poco colorada mientras me miraba y negaba con la cabeza.
—Estas ojeras no son de una niña de treinta —me dijo, señalándose los leves círculos oscuros bajo sus ojos.
—Para no llevar nunca maquillaje, te conservas muy bien —insistí, de nuevo, como si fuera algo obvio y no un halago.
El camarero nos interrumpió entonces, yo le pedí un café solo y un sándwich y Aroyitt quiso un Early Grey con un poco de leche y una tostada de pan integral. Aquello ya sonaba más a la clase de mujer que me esperaba que fuera.
—¿Y tú qué edad tienes, Spreen? —me preguntó cuando el hombre se fue.
—Veinticinco.
Aroyitt se quedó con los labios entreabiertos y reaccionó rápido, parpadeando y arqueando las cejas.
—Oh, pensé… que tenías… más —reconoció.
—No.
Sabía que yo parecía más mayor de lo que era, me pasaba desde los dieciséis. La gente se creía que tenía entre unos treinta o treinta y pocos, por eso había podido comprar alcohol siendo menor de edad y entrar en locales nocturnos sin tener que dar explicaciones. Los numerosos tatuajes, mi expresión seria ayudaban bastante a que la gente pensara eso.
—¿Cuánto llevas en la Manada? —le pregunté entonces, ya que habíamos comenzado aquel intercambio de información.
—¿Dentro de la Manada? —respondió, especificando aquello porque era importante—. Diez años, pero hace trece que conozco a Carola.
—¿Llevas diez años siendo la compañera del Alfa?
—No, no —negó al momento—. Carola se hizo Alfa cuando murió Vegetta, el anterior Alfa de la Manada. Su compañero aún está con nosotros, Willy, pero el pobre es muy mayor y sufre Alzheimer. Cuando yo conocí a Carola, era solo Segundo SubAlfa de la Manada.
—¿Y quién era el Primer SubAlfa? ¿Roier?
—No, Roier vino más tarde a la Manada.
Fruncí el ceño y ladeé el rostro.
—¿Roier no nació en la Manada?
Aroyitt se quedó en silencio, con sus labios rosados entreabiertos antes de cerrarlos y bajar la mirada.
—No, Roier no nació en la Manada.
—¿Y de dónde carajo…?
—Spreen —me interrumpió antes de mirar por el borde superior de los ojos—. No puedo contarte nada privado de Roier que él no te haya contado… Por… respeto, ya sabes.
Mantuve el ceño fruncido y me pasé la lengua por los dientes. Ahora quería saber qué carajo era todo aquello y por qué Aroyitt ponía esa expresión apenada al recordar el pasado de mi lobo. Por otro lado, entendía que la compañera del Alfa quisiera respetar el silencio de Roier; después de todo, era mi Macho y se suponía que, si no me había contado ya aquello, era por algo. Así que asentí lentamente un par de veces y dejé pasar el tema. Para cuando llegó el camarero con nuestro desayuno, ya estábamos hablando de otra cosa.
—No creo que no nos abra la puerta —decía ella, comiendo su tostada con toda la elegancia, sin que ninguna miga saliera fuera del plato y tapándose la boca si necesitaba hablar mientras masticaba—. Yo creo que Daisy solo está un poco asustada y confundida. Puede ser muy intimidante al principio enfrentarte a la idea de entrar a formar parte de la Manada.
—Yo creo que quería garchar y pasársela bien y, ahora que se dio cuenta de que Ollie va en serio, escapo como una perra —respondí, sin la delicadeza de dejar de masticar mientras hablaba o de taparme.
—Espero que no —murmuró Aroyitt—. Ya es muy tarde para Ollie.
Cuando terminamos el desayuno, nos fuimos directos a la calle. Yo ya tenía un cigarro en los labios y las gafas de sol puestas, me detuve a encenderlo con mi zippo plateado y empezamos a caminar. El cielo estaba nublado, pero había claros por los que entraba el sol, reflejándose en los edificios cubiertos de cristaleras y resultando algo cegado a pie de calle. Un sábado a medio día y tan cerca del Distrito Financiera de Manhattan, no faltaba la gente caminando a prisa de un lugar a otro, hablando por el teléfono e insultándote si te cruzabas en su camino. Los putos neoyorkinos me tenían los huevos por el piso… Aroyitt, al contrario que yo, se apartaba de su camino y tenía cuidado de no molestar mientras miraba el GPS del celular para guiarnos en aquella jungla de acero y cristal. Bajamos por una entrada de Metro que apestaba a orina y donde un vagabundo nos pidió un par de monedas. Nos encontramos otro en la segunda bajada, esta vez con un perro pulgoso al lado y, finalmente, a otro en la estación tocando una guitarra mientras cantaba. Ese último no era un vagabundo, solo algún tipo de artista callejero y cantante, pero para mí eran lo mismo. Todos pedían dinero para comer y vivían de dar pena, que supieras tocar cuatro acordes y la letra de Crazy in Love, no cambiaba nada.
Nos metimos en un vagón repleto de gente a la que no me importó empujar para abrirnos paso y esperamos cinco paradas y quince minutos para salir a la superficie en Brooklyn Heights, a solo diez minutos del estudio de Daisy. Me saqué otro cigarro y lo encendí, echando el humo hacia arriba como un chimenea. Aroyitt había empezado a ponerse algo nerviosa en el trayecto en Metro y ahora apretaba las mangas de su jersey mientras miraba al frente con una expresión preocupada. Solo nos detuvimos cuando llegamos al edificio de apartamentos de cuatro plantas, de color rojo ladrillo y abundantes ventanales. El detective privado que la Manada había contratado, nos había dado la dirección y el número del apartamento, que Aroyitt revisó en el celular antes de mirarme, tomar una bocanada de aire y pulsar el telefonillo.
Evidentemente, nadie respondió.
—No está en casa —dijo tras un largo minuto de espera.
Solté un murmullo, no demasiado convencido de aquello. Daisy era una mujer sola en una gran ciudad que quizá no quisiera abrir la puerta al primer desconocido que llamara. Yo no lo hubiera hecho, yo habría ido a las ventanas para espiar quién mierda había llamado. Por eso me moví al otro lado de la calle y revisé el tercer piso mientras fumaba. Incluso con las gafas de sol oscuras, no percibí ningún movimiento extraño o sombra. Aroyitt se acercó y miró a donde yo miraba.
—¿Crees que sí que está ahí?
—Hay unas escaleras de incendios, podría subir y comprobarlo — murmuré.
La mujer me miró como si estuviera bromeando, pero cuando le respondí con expresión seria, perdió lentamente la sonrisa y abrió más los ojos.
—Eso sería peligroso —me advirtió.
—Espera en el portón —ordené, tirando la colilla del cigarro al suelo antes de soltar el humo en la misma dirección y pisarla.
Aroyitt trató de detenerme, alzando las manos y llamándome, pero lo dejó al comprender que no iba a conseguir nada. Entonces miró a ambos lados de la calle, como si estuviera vigilando que nadie se hubiera dado cuenta del «delito» que íbamos a cometer, y se fue a paso rápido hacia el portón. Yo llegué a la parte trasera, miré hacia la escalera de incendios oxidada a tres metros del suelo, chasqueé la lengua y volví el rostro hacia un contenedor cercano. Bien, no voy a mentir, no era la primera vez que hacía eso. Fue jodido saltar y agarrarme al metal rojizo y oxidado antes de que cediera por el peso y descendiera, produciendo un momento de miedo en mí por si se rompía del todo y me precipitaba de espaldas contra el cemento sucio del callejón. Pero al final resistió, produciendo solo un alto y desagradable chirrido. Escalé hacia la primera plataforma, al lado del primer piso y pasando en frente de las ventanas. Me podían ver, por supuesto, y también escuchar mis pasos retumbando por el metal, pero fueron pocos los que se acercaron para comprobar lo que pasaba y solo uno el que se inclinó por debajo de su ventanal y me gritó:
—¿Qué mierda haces ahí, subnormal?
—Me olvide las putas llaves en casa, idiota —respondí.
El hombre me miro con asco antes de deslizar el cristal con un golpe seco. Sin más interrupciones, alcancé el tercer piso y me detuve, agachándome para mirar al interior. Era un apartamento pequeño, con solo una pared que separara el salón-cocina de la habitación y el baño. No había nada extraño en él y, al contrario de lo que pensaba, estaba vacío; así que entré. No voy a mentir, no era la primera vez que me colaba en el apartamento de alguien a través de una ventana entreabierta, pero era la primera vez que lo hacía para no robar o vengarme. Eché una rápida ojeada, percibiendo al instante que allí no olía a lobo. No me esperaba que se hubiera llevado algo de Ollie, pero quizá Daisy era una mujer retorcida y, como ya dije, perder el buen sexo con un Macho es algo jodido de llevar. Quizá ya había hecho nuevos amigos en la Manada local…
Pasé a la habitación: cama deshecha, ropa tirada por el suelo, lienzos en blanco, bolsas con más ropa… todo lo que se esperaba de alguien que se hubiera acabado de mudar y no hubiera tenido tiempo para organizarse. No me interesó mucho ver la ropa interior, ni los sujetadores, pero hubo algo que sí me interesó. El envase vacío de un condón a un lado de la mesilla. Me detuve en seco y lo miré un momento. Estaba medio escondido porque, seguramente, se hubiera caído y Daisy no se había dado cuenta de que seguía ahí…
—Pedazo de puta… —sonreí.
Sin más, fui a la entrada y pulsé el telefonillo.
—Aroyitt —la llamé.
—¡Spreen! —exclamó ella, quizá sorprendida de oírme o de que lo hubiera conseguido.
—Subí, tenés que ver algo… —y le abrí la puerta del portón antes de sacarme otro cigarro y abrir la puerta del apartamento para esperar a la compañera del Alfa. Ella llegó por las escaleras, con una expresión todavía preocupada y algo asustada en el rostro. Me encontró al final del pasillo y me saludó con la mano, acercándose a paso rápido.
—¿Esta ella en…?
—No —la interrumpí antes de soltar el humo y hacerme a un lado—, pasa.
Aroyitt cruzó el umbral con una mueca incómoda en el rostro, cruzando los brazos bajo el pecho como si quisiera evitar tocar nada por error y dejar sus huellas dactilares por allí.
—No deberíamos haber entrado sin ella aquí —murmuró.
—Que se joda —respondí antes de hacerle una señal para que me acompañara a la habitación—. Mira lo que hay acá…
Aroyitt dudó un momento, pero terminó por seguirme hasta donde yo le indicaba, señalando el envoltorio del condón mal abierto. Aroyitt lo miró y abrió mucho los ojos hasta casi palidecer. Tardó unos buenos cinco segundos en mirarme y tartamudear:
—Qui… quizá ya estaba antes de que ella llegara…
—Aroyitt… —me agaché para agarrar el cuadrado de plástico vacío—. Esto está nuevo —se lo quise mostrar más de cerca, pero ella retrocedió un paso
—. La muy mogólica ni siquiera se buscó a un lobo para coger, se trajo a un humano con la pija chica… —se me saltó la risa—. Qué triste… Debió quedarse tirada en esa cama con cara sería mientras un idiota se la metía, con la esperanza de ponerse excitada en algún momento y demostrarse a sí misma que podía volver a hacer eso, conformarse con humanos y olvidar a los Machos…
Aroyitt solo negó con la cabeza antes de cerrar los ojos y taparse el rostro.
—Daisy… —murmuró por lo bajo.
—¿Todavía queres hablar con ella para «resolver sus dudas»? — pregunté, regodeándome un poco en mi victoria.
—Sí, tenemos que hablar con ella y asegurarnos de que esto es lo que quiere —afirmó con un tono más duro y serio—. Quizá solo tenga miedo y no sepa lo que hace.
—Claro que no sabe lo que hace —le aseguré, volviendo a levantar el envoltorio—. Es un condón de tamaño medio, Aroyitt…
—Eso no importa, no tiene nada que ver —insistió.
—No te importará a vos… —murmuré, tirando el envoltorio sobre la cama—. Yo solo montaba pijas de menos de dieciocho centímetros si venían acompañadas de un puto Jaguar. E incluso así me resistía…
Aroyitt frunció más el ceño y volvió a sentirse incómoda. Negó con al cabeza, agitando su moño improvisado y se dirigió a la puerta.
—Vámonos, por favor —me pidió.
Puse los ojos en blanco y la seguí. Hubiera sido mucho más rápido y sencillo quedarnos allí a que Daisy volviera, pero ella prefería una aproximación más neutra y pacífica; llamar a su puerta con una sonrisa y pedirle una charla de amigas. Así que bajamos por las escaleras, salimos a la calle y caminamos un trecho hasta un Sturbucks desde el que se podía ver bien el portón. Aroyitt no tenía hambre, pero se pidió un Ice Tea con miel y yo me pedí un enorme café solo con sirope de caramelo. Pagaba ella por supuesto, así que añadí al pedido una de las camisetas con el logo de la compañía que había expuestas en la pared al lado de la lista de bebidas. Me querían dar una L, pero pedí una XL.
—Para Ollie —le expliqué—. Estas mierdas le gustan mucho.
—Ah —Aroyitt asintió—, es verdad. Tiene una parecida.
Con nuestros pedidos y la camiseta dentro de una bolsa plastificada, nos fuimos a sentar cerca de la cristalera con vistas a la calle. Ambos nos pusimos del mismo lado, pero sin rozarnos, mirando al exterior en silencio.
—Theresa, una compañera de la Manada, me dijo hace tiempo que todos los Machos tenían a un humano especial esperando por ellos — murmuró Aroyitt tras un par de minutos en silencio. No me miraba, solo seguía jugueteando con las uñas sobre el regazo y vigilaba por si llegaba Daisy—. Y que los lobos solo tenían que buscarlos… como si estuvieran predestinados a encontrarse en algún momento. Entonces ellos se enamoran, solo una vez y para siempre —se volvió a quedar en silencio y la miré por el borde de los ojos mientras bebía mi café. La compañera del Alfa parecía estar a punto de llorar—. Ella estaba segura de que algo tan único y especial, no podía ser pura casualidad… Que tenía que tratarse del destino.
—Pues se equivocó —respondí en voz baja.
—No. Yo también lo creo —me dijo—. Lo he visto en la Manada. Un humano que encaja perfectamente con un lobo, como si estuvieran destinados a estar juntos.
—¿Crees que Roier y yo estábamos predestinados? —incluso decirlo en alto sonaba estúpido.
—Sí —entonces me miró con sus ojos húmedos y expresión muy seria
—. Roier llevaba muchísimo tiempo buscándote, Spreen, y creo que tú llevabas muchísimo tiempo buscándole a él; aunque no lo supieras.
Mantuve su mirada con una expresión poco impresionada de párpados caídos, hasta que le dije:
—Roier y yo nos conocimos por casualidad, seguimos juntos por interés y, solo por eso, tuve el tiempo para terminar enamorado de él. Tanto como para soportar el odio de su puta Manada y seguir luchando para quedarme a su lado, aunque supiera que tenía que haberme ido hace tiempo. Ningún jodido hilo mágico del amor tiró de mí, Aroyitt, no hubo conexión instantánea, ni me palpitó el corazón, ni sentí mariposas en el estómago… Solo tuvimos mucho sexo y de forma muy cerda porque Roier es un boludo grande que me la pone dura. —Terminé haciendo un movimiento con la cabeza hacia el exterior sin romper mi mirada con Aroyitt—. Tampoco se alinearon las estrellas y el mundo se detuvo cuando Daisy conoció a Ollie. Ella solo tuvo suerte de ser la clase de artista mediocre y de culo grande que tanto le gusta al lobo.
Aroyitt parpadeó y sus ojos se humedecieron, pero apartó el rostro para secárselos discretamente. Aroyitt era una romántica, le gustaba pensar en que el mundo era hermoso y perfecto, que había una princesa o un príncipe para cada lobo y que juntos tendrían una Guarida donde darse besitos mientras eran felices y comían perdices. Pero la realidad no era así. El mundo es un lugar cruel donde habitan personas crueles, personas que comenten errores y toman decisiones sin pensar en las consecuencias, personas egoístas a las que no les importaba dejar atrás a un lobo enamorado. Personas que, quizá, estaban cruzando por la calle en aquel mismo instante, con un enorme bolso bajo el brazo, una bolsa de papel en el otro y un estúpido gorro de lana en la cabeza.
—¿Esa es Daisy? —pregunté, incorporándome para sentarme mejor e inclinarme hacia delante.
—¡Sí! —exclamó ella, dando un salto y moviendo la mesa de tal forma que derramó su Ice Tea sin beber—. ¡Ay, mier…!
—Déjalo —murmuré, pasando de largo mientras Aroyitt trataba de encontrar algo con lo que limpiarlo—. Tenemos cosas mejores que hacer.
Ella se resistió un momento, pero terminó por asentir y seguirme a paso rápido hacia la salida, dejando tras nosotros a un público sorprendido y curioso. Seguimos la calle hasta el portón y nos detuvimos allí, un poco después de que Daisy lo hubiera cruzado.
—Esperemos un poco a que suba a casa y se acomode —me dijo antes de asentir para sí misma y quedarse allí esperando de brazos cruzados.
—Que se joda… —murmuré, alargando el brazo para empezar a pulsar el botón del telefonillo sin parar hasta que, un minuto después, una voz algo aguda respondió:
—¿Quieres parar, idiota?
—Mírala… ya es toda una neoyorkina… —le dije a Aroyitt en voz baja. Ella negó y me apartó suavemente para poder acercarse al altavoz.
—Hola, Daisy, soy Aroyitt. La… la compañera de Carola. Hemos venido a verte… emh… ¿Podrías abrirnos la puerta y charlar?
No hubo respuesta, solo un sonido vibrante y grave del sistema de comunicación.
—Ho… hola, Aroyitt —dijo una Daisy que debía estar a punto de salir corriendo por la ventana—. No… no puedo. Está mi madre en casa. Ya sabes que está muy enferma.
La compañera del Alfa y yo intercambiamos una mirada seria.
—Entonces quizá podrías bajar a tomar un café con nosotros —le ofreció—. Solo queremos hablar y saber que estás bien.
—Estoy muy bien, gracias. No se preocupen. No… no puedo irme ahora. Tengo trabajo.
—¿Y cuándo tienes tiempo? Quizá al atardecer te venga mejor, o a la cena. Podemos invitarte a un restaurante, ¿qué te parece?
—No. Tengo que cuidar de mi madre. Yo… mira, Aroyitt, es mejor que se vayan—y cerró la comunicación.
—Ahora es mi turno —le dije, apartándola para apoyar el hombro en la pared al lado del telefonillo y volver a pulsarlo hasta que a la joven le dio por volver a responder.
—Aroyitt, de verdad, no puedo… —empezó a decir con un tono más cortante y seco, hasta que yo la interrumpí.
—Soy Spreen, el compañero de Roier.
—¿Spreen?
—Sí. Spreen. Escuchame, Daisy, voy a decirte algo. O nos abrís la puta puerta y nos dejas pasar, o bajas a tomar un café con pastelitos de colores, pero te aseguro que, de una forma u otra, vas a hablar con nosotros. Sí, es una amenaza, así que atente a las consecuencias. Y no te preocupes por la puta de tu vieja, porque se dejó un condón vacío sobre la cama y se fue…
Mis palabras dejaron otro intenso silencio solo interrumpido, una vez más, por el sonido del sistema de comunicación.
—No… no quiero hablar… —gimoteó, a punto de echarse a llorar—. Váyanse, por favor…
—Creo que no entendés, Daisy. No es una oferta que puedas rechazar…
—Daisy —intervino Aroyitt, porque aquello se estaba volviendo muy terrorífico por momentos—. No vamos a hacerte nada, te lo prometo, solo queremos charlar y… preguntarte algunas cosas.
—No…
—Solo será un momento, por favor —insistió ella.
Entonces se oyeron gimoteos y, finalmente, la alarma del portón que indicaba que se había desbloqueado. Aroyitt me miró con expresión preocupada y cruzó al interior. Subimos por las escaleras en silencio hasta llegar al tercer piso, donde una Daisy aterrada y con los ojos empapados en lágrimas nos miraba por una puerta entreabierta.
—Hola, Daisy… —la saludó Aroyitt con cuidado, bajando el tono y el ritmo de sus pasos a medida que se acercaba—. Solo queremos hablar — repitió por venteaba vez.
Puse los ojos en blanco, pero no dije nada. La chica ya estaba demasiado asustada y, quizá, si la presionábamos más iba a cerrar la puerta y llamar a la policía. Daisy entreabrió más la puerta y nos miró a uno y a otro, parándose más tiempo en mí y en mi expresión seria y peligrosa.
—¿Los envio… la Manada…? —bajo la voz para no tener que pronunciar esas palabras en alto.
—Sí —afirmó Aroyitt—. Creyeron que los compañeros del Alfa y el SubAlfa eran buenos enviados para hablar contigo.
—¿Por qué?
—Porque los lobos no pueden dejar el territorio, Daisy, algo que ya sabes… —murmuré yo, cansado de toda aquella estupidez. Con un movimiento rápido tiré de la puerta y la abrí, produciendo un chillido asustado de la joven y una expresión de alarma y sorpresa en Aroyitt—. ¿Por qué no nos invitas un café? —le pregunté, pasando al interior.
La joven, todavía con su estúpido gorro de lana en la cabeza y un peto negro sobre una camiseta de un festival de música, se quedó paralizada mirándome con sus grandes ojos marrones. Aroyitt cruzó también y cerró la puerta antes de que los vecinos pudiera salir a curiosear. De vuelta hacia Daisy, forzó una sonrisa de princesa y le dijo:
—Perdona a Spreen, es un hombre duro, como su Roier.
—Un hombre duro con una navaja en el bolsillo —añadí.
—¿Qué? —gimió Daisy, más aterrada que antes mientras retrocedía otro paso.
—¡No! —exclamó Aroyitt alzando una mano hacia mí—. ¡Nada de navajas! —esperó a que yo chiscara la lengua, me metiera las manos en los bolsillos de la chaqueta y me dirigiera caminando distraídamente hacia los ventanales de la pared frente al sofá, para continuar—: Daisy, la Manada está muy preocupada. No sabemos nada de ti desde hace semanas y de pronto hemos descubierto que estás aquí sola en Nueva York. Ollie te echa muchísimo de menos y a Carola le ha parecido el momento de intervenir. ¿Ha ocurrido algo, Daisy?, ¿tienes alguna duda o… te preocupa algo?
—No, solo quiero estar sola… —dijo ella, todavía con un tono gimoteante y nasal—. Solo eso.
—¿Por qué? ¿No estabas a gusto con Ollie?
—No —negó con la cabeza con tanta intensidad que el gorro casi se le cayó de su pelo castaño—. No es lo que quiero. No sabía dónde me metía y no quiero hacerlo. No tengo nada contra Ollie, pero no quiero —insistió, agitando las manos en alto.
Aroyitt asentía a cada palabra con una mueca de entendimiento y consternación.
—Lo entiendo, Daisy. Puede ser muy intimidante al principio. Spreen y yo lo sabemos —me dedicó una mirada rápida—. Muchas cosas cambian y… es complicado, pero te prometo que después merece la pena. Nunca he sido tan feliz como estando con Carola en la Manada.
—Pero yo no quiero eso —repitió Daisy, empezando a subir el tono y agudizar la voz—. ¡No sabía lo que era!
—¿Es… por tu familia? —quiso saber Aroyitt, pronunciándolo con cuidado y tono suave.
—¡Es por todo, Aroyitt! —terminó chillando—. ¡No quiero ir oliendo mal por la calle, que me traten con desprecio, dejar mi trabajo, mi vida y mis amigos atrás para ser una puta compañera! ¡Yo soy una mujer libre!
—Uuuh… —murmuré, dando un par de pasos con los brazos cruzados sobre el pecho—. Daisy es un espíritu libre, Aroyitt… —le dije, como si fuera algo sorprendente—. Se siente atrapada por Ollie y la Manada y quiere volar lejos, tener control de su propia vida y pintar murales por todo el mundo… —Me detuve a su lado y la miré a aquellos ojos asustados y húmedos—. ¿Por eso empezaste a ir a Clubs de lobos, Daisy? Para experimentar nuevos límites. Vos no tenés miedo de cruzar la línea, no sos una de esas aburridas mujeres que se conforman con su novio de toda la vida y que no buscan nada más… No. Vos sos una mujer libre, así que te buscaste a un buen Macho para cabalgar su pija como si fuera un potro salvaje por un campo de trigo en dirección al ocaso… Eso está bien —asentí antes de bajar la cabeza hacia ella—. A mí también me gusta mucho cabalgar, Daisy… pero, a diferencia de vos, yo sé cuándo parar.
Daisy retrocedió otro paso y miró a Aroyitt, quizá en busca de ayuda, pero esta vez, la compañera del Alfa no hizo nada. Solo estaba allí, al lado de la puerta con cara de pena y la mirada baja.
—Si no querías esa vida, si no querías a la Manada y si no querías a Ollie, tuviste mucho tiempo para irte, Daisy. Tuviste tres Celos… año y medio para irte, Daisy. Eso es mucho tiempo para pensar en lo que querés, ¿no crees?
—No, no fue así —trató de defenderse en apenas un gemidito lloroso—. Creía que no pasaba nada serio…
—¿Y cuando Ollie se mudó a tu casa y la hizo su Guarida? —pregunté —. ¿Eso no llamó tu atención? Porque tener un lobo desnudo en el sofá, rascándose los huevos durante toda la tarde, es algo difícil de pasar por alto. ¿Hiciste algo entonces, Daisy? ¿Te preocupaste de buscar información? ¿Te preocupaste de preguntarle a Ollie qué era lo que pasaba? ¿O ya sabías lo que estaba pasando? —no necesité más que ver su cara de pánico para saber que tenía razón. Levanté una mano y clavé el dedo índice en su pecho, sobre uno de los botones de su peto negro—. Pero vos estabas muy a gusto con un lobo para vos sola, así que cerraste la puta boca, abriste las putas piernas y pensaste: ya se solucionará solo mientras me corro tres veces por sexo. ¡Así que no vengas a llorar ahora y a mentirnos en la puta cara diciendo que no sabías lo que pasaba! ¡Tuviste año y medio para preocuparte e irte, año y medio para dejar a Ollie antes de matarlo de hambre y escupirle a la cara! ¡AHORA YA ES TARDE!
Mi rugido dejó un profundo silencio en el estudio, tan solo interrumpido por los sollozos infantiles de Daisy, la que cada vez parecía más una niña infantil que solo sabía llorar y negar con la cabeza.
—Spreen —me llamó Aroyitt—. ¿Podrías dejarnos un momento, por favor?
No aparté la mirada de la cerda de Daisy hasta que bufé y le dediqué una profunda mueca de desprecio.
—Mujer libre mis huevos… —murmuré de camino a la puerta—. Sos solo una zorra egoísta —y me fui con la cabeza muy alta y dando un fuerte portazo que retumbó por el pasillo.
Ya tenía un cigarro encendido en los labios cuando salí a la calle. Solté el humo y apoyé el hombro en la pared del soportal del edificio, mirando a ambos lados sin buscar nada en especial. Estaba enfadado y sabía que tenía que tomar una buena bocanada de aire y tranquilizarme antes de que hiciera alguna estupidez. Así que me fumé aquel cigarrillo y después un segundo hasta que, a mitad de este, salió Aroyitt. La miré, a sus ojos húmedos y su expresión apenada, entonces negó con la cabeza y ambos entendimos que no habría vuelta atrás.
Daisy se había quedado con algo que no quería, le había quitado el lugar a otro humano que sí lo hubiera dado todo por su Macho. Se había ido y se había llevado con ella la única oportunidad del lobo de amar y ser amado. Ahora, Ollie estaría solo para siempre.
Chapter 61: CAROLA: ES UN PELOTUDO VENGATIVO
Chapter Text
Aroyitt no habló en todo el camino de vuelta al hotel, un camino que decidimos hacer caminando. Atravesamos el barrio residencial de lujo repleto de edificios de piedra rojiza hasta el puente de Brooklyn, de ahí a Manhattan con sus gigantescos rascacielos y sus calles repletas. Empezó a llover suavemente cuando alcanzamos el parque del ayuntamiento, pero ya estábamos casi al lado del hotel para cuando comenzó a llover de verdad. Aroyitt me dijo que necesitaba hablar con Carola y se disculpó antes de irse a la habitación, yo hice lo mismo para darme una ducha caliente, cambiarme de ropa y bajar a tomar una copa al bar del hotel. Una mujer muy elegante empezó a mirarme al otro lado de la barra, y como la ignoré por completo a la espera de que se fuera, me invitó a otro coñac del caro y se acercó.
—No soy un gigoló ni te voy a coger por dinero, así que lárgate —respondí cuando me saludó.
Ella se indignó mucho, pero los dos sabíamos que se había creído que yo era un prostituto de lujo esperando a clientes adinerados en el bar de un hotel que, evidentemente, no me podía permitir. Podía hacerse la digna si quería, porque no era más que una jodida cougar al acecho. La siguiente interrupción fue menos desagradable. Aroyitt apareció y se sentó en el taburete de al lado mientras yo comía distraídamente de un bol de frutos secos. Llamó la atención del camarero y le pidió un Dry Martini, dándole las gracias de antemano antes de girar el rostro hacia mí. Aún tenía los ojos hinchados de haber estado llorando, aunque se había esforzado por lavarse la cara y ocultarlo antes de salir de la habitación.
—Carola se enfadó mucho, pero nos dio las gracias por todo. A los dos.
Asentí sin decir nada y me llevé otro mani a la boca antes de masticarlo y beber un trago de carísimo coñac. Le sirvieron la copa a Aroyitt y ella la miró un momento, suspiró y se la bebió toda de tres tragos antes de cerrar los ojos y agitar la cabeza.
—Ponme otra —le pidió al camarero antes de cruzarse de brazos sobre la barra y volver a mirarme con una leve expresión apenada—. Me dijo que Roier te echa muchísimo de menos. Al parecer está muy enfadado con Carola y no para de gruñir todo el rato porque «Spreen no está con Roier».
Solté un bufido y asentí.
—Sí, es un boludo muy dependiente. ¿Sabes si se comió los putos tuppers que le dejé?
—No, no lo sé, solo he hablado con Carola. Me dijo que también me echaba muchísimo de menos, pero que él era el Alfa y no podía comportarse como un niño delante de la Manada.
—¿Qué Carola no puede comportarse como un niño? —murmuré, echándole un vistazo a la mujer por el borde de los ojos—. Pues será porque yo no estoy allá…
Aroyitt negó con la cabeza y puso los ojos en blanco antes de mirar hacia la segunda copa que le habían puesto en frente, sustituyendo la primera.
—¿Sabes Spreen? Ahora que te conozco un poco, empiezo a darme cuenta de lo mucho que los dos os parecéis. —Mi risa dura y sarcástica no la detuvo. Solo bebió un sorbo del cóctel y continuó—: Si le dieras una oportunidad, creo que seríais grandes amigos y…
—No —me negué en rotundo—. Es suficiente con poder hablar sin terminar a golpes. Creo que es en lo único en lo que tu lobo y yo estamos de acuerdo.
—Ambos sois igual de cabezotas… —murmuró ella con el borde de la copa rozando sus labios—. ¿Puedo preguntarte algo? —dijo tras un corto trago—. ¿Por qué antes me respondías mal y eras tan frío conmigo?
—Creía que eras una princesita llorona y manipuladora que solo sabía quejarse de mí al Alfa.
—Oh… —se sorprendió ella, como si no se lo esperara—. ¿Y ahora qué crees?
—Meh… —y me encogí de hombros mientras me llevaba otro cacahuete a la boca.
Aroyitt sonrió y miró al frente antes de volver a suspirar.
—Me da muchísima pena Ollie —me dijo—. No sé lo que pasará ahora con él. Cuando se muere un compañero antes que su Macho, hacemos un funeral y hay un tiempo de duelo en la Manada. El lobo se queda muy triste, pero la muerte no es algo que ellos desconozcan. Sin embargo, que te abandonen… es algo muy diferente. No sé si Ollie podrá superarlo.
—No le queda otra —respondí—. Al menos tiene a la Manada para apoyarlo.
—Por supuesto. Nos tiene a todos nosotros —asintió—. Espero que sea suficiente.
No lo fue, pero eso no es algo que supiéramos en ese momento. En ese momento solo creímos que Ollie lo pasaría mal y después conseguiría retomar su vida.
Aroyitt y yo hablamos un poco de eso mientras bebíamos, después nos llevamos nuestras copas al restaurante y cenamos, cambiando el tema por algo menos lúgubre y triste. Ella me dijo que sabía que iba a ir a la fiesta de Halloween, una de las favoritas de Roier y me contó algunas ideas que tenía para la organización. Como compañera del Alfa, era un «deber» suyo ocuparse de esas cosas y organizar eventos y celebraciones que mantuvieran unidos a la Manada.
—Hasta que uno de los Machos no traiga a un organizador de eventos a la Manada, es cosa mía —murmuró, dejando claro con un gesto que no era algo que le apasionara especialmente.
—Al parecer, todos tienen títulos universitarios menos yo —respondí.
—Oh, no, que va —negó al momento, llevándose un trozo de salmón a la boca antes de cubrírsela con la mano y añadir—: Amy, Peter y Sarah tampoco tienen título. Carola les da un trabajo con el que entretenerse y después vienen a las fiestas.
Arqueé una ceja y terminé de masticar, no por educación, sino por dejar un breve silencio antes de preguntarle:
—¿Por eso me dio un puesto de conserje a mí? ¿Para mantenerme entretenido y que no me queje?
—No… Spreen —Aroyitt se puso repentinamente seria y me miró directamente, como si estuviera a punto de decirme algo importante—. Carola no hace nunca nada sin pensarlo mil veces antes. Si quisiera darte un trabajo cualquiera, te lo habría dado, pero se ha inventado un puesto en las oficinas solo para ti. Ese edificio no tiene conserje desde los años ochenta, porque no lo necesita. Carola quiere tenerte cerca.
—Para vigilarme —asentí.
—Para conocerte, Spreen. Lo creas o no, Carola está muy impresionado contigo. No voy a decirte que no te guarde… rencor, pero eso no significa que no sepa apreciar lo que has conseguido hacer. Cuando te colaste en el Luna Nueva, estuvo toda la semana buscando cómo lo habías conseguido. Cuando te fuiste a comisaría y volviste con información de que tenían fotos de la Manada —puso los ojos en blanco—, hizo todo lo posible para descubrir si eras algún tipo de agente infiltrado. Después cuando fuiste el primero en alertar a Quackity y Roier de que Ollie pasaba hambre… Eso le dolió — reconoció —, que tú te hubieras dado cuenta antes que él, siendo el Alfa.
—Así que me tiene cerca para utilizarme —concluí—. Pues eso le va a costar caro…
—Utilizarte… —repitió ella, como si la palabra no supiera bien en sus labios—. Qué forma más retorcida de decir que quizá Carola piense que eres un compañero muy valioso para la Manada.
Seguí con la ceja arqueada, sin creerme ni por un segundo esas palabras.
—Seguro que Carola preferiría que Roier se hubiera enamorado de un organizador de eventos para solucionar tus problemas.
Aroyitt negó con la cabeza y miró a un lado, pero una leve sonrisa le llenó los labios. Cuando terminamos de cenar, fuimos de nuevo al balcón y fumé un cigarro mientras ella me contaba la última vez que había estado en Nueva York durante un viaje de amigas en la universidad; curiosamente, solo una semana antes de conocer a Carola.
—Podríamos haber contratado a alguien, explicarle el método y rezar para que lo hiciera bien y no contaminara las muestras, pero yo me tomaba la investigación muy en serio. Estaba segura de que me haría conseguir un nombre en la comunidad científica, así que fui al Luna Llena.
—Claro… —murmuré, fumando a su lado y con la mirada perdida en el paisaje nocturno—. A veces hay que hacer sacrificios por la ciencia, como ir a un local lleno de hombres increíblemente sexys y con la pija enorme.
Aroyitt se rio y negó con la cabeza.
—Aunque no lo creas, no me interesaba el sexo, solo quería hacer pruebas de primera mano, recoger muestras nuevas y registrar de una forma meticulosa todo lo que experimentaba debido a las feromonas y como eso afectaba a mi organismo.
—Y todo eso lo hacías con las bragas por los tobillos y con Carola encima.
Aroyitt se había empezado a poner un poco colorada, giró el rostro hacia mí y me miró con una sonrisa apretada en los labios.
—No —negó—. No al principio, al menos —añadió entonces antes de tomar aire y mirar la ciudad repleta de pequeñas luces y carreteras que parecían ríos luminosos atravesando las estrellas—. Carola era el único de ellos que llevaba camisa y pantalones de vestir, eso llamó mucho mi atención… es estúpido, ¿verdad? Pero me pregunté: ¿por qué él sí y los demás no? Y mientras lo miraba allí sentado, como si fuera el dueño del local, rodeado de una docena de hombres y mujeres atractivos solo para él, Carola levantó los ojos y me miró a mí —entonces Aroyitt suspiró como una niña de quince años enamorada al recordar aquello.
—Subestimaste el poder de las feromonas —concluí.
—No. Lo que subestimé fue el hecho de que hubiera un lobo en aquel Club que fuera todo lo que yo no sabía que quería y más —me corrigió—. ¿Tú fuiste al Luna Llena creyendo que encontrarías a Roier?
—Yo fui al Luna Llena casi por obligación y Roier me acosó como un pervertido hasta atraparme en el callejón. Sus feromonas hicieron el resto, como hasta ahora —esta vez negué yo con la cabeza, inmerso en los recuerdos del pasado—. Creí que en algún momento me haría inmune a ellas o algo —le confesé.
Eso pareció hacerle gracia a Aroyitt.
—No puedes desarrollar inmunidad a las feromonas, no son un virus o la gripe, tu cuerpo es incapaz de producir defensas contra ellas.
—Cuando usas drogas, tu cuerpo se acostumbra a ellas, así que cada vez necesitas más y más cantidad para conseguir efecto —le expliqué con un tono más duro, porque no me había gustado que se hubiera reído de aquello —, creí que pasaría lo mismo con las feromonas.
—Spreen —me dijo de forma más seria—, creo que estás sobrestimando el poder de las feromonas y que las estás usando solo como una excusa… Producen una intensa excitación, sí, pero, como te he dicho, no son una droga.
—Es que vos no entendés —le aseguré. Era fácil hablar de eso cuando no habías vivido mis mismas experiencias—, cada mañana me levanto excitado como una perra solo por oler a Roier. Aprieto la cara contra ese pecho como si quisiera esnifar una puta raya de cocaína y después no puedo parar.
Aroyitt negó con la cabeza.
—¿Y cómo sabes que son solo las feromonas las que te hacen sentir así? — me preguntó—. Porque, según esa teoría, todos los lobos tendrían que ponerte tan cachondo como Roier, pero no te veo exitarte delante de Carola, por ejemplo.
Mi cara de asco dejó bien claro lo que pensaba de eso y lo mucho que me asqueaba solo pensarlo. Aroyitt arqueó una ceja con una expresión un poco ofendida, pero prefirió no ahondar en ese tema.
—Lo que quiero decir es que no se trata de algo selectivo, tu cuerpo no decide las feromonas que absorber ni de quién las absorbe, así que no tiene sentido que tu lobo te excite tantísimo pero los demás no. Es solo Roier, Spreen —concluyó—. Puede que hayas asociado su olor a una gran excitación sexual, puede que lo hayas vinculado a sentirte seguro y querido, puede que le… hundas la cara en el pecho cada mañana solo porque es Roier. Tu Roier. Y eso te encanta.
Sus palabras dejaron un profundo silencio en el balcón del hotel. Fumé una de las últimas caladas del cigarro sin dejar de mirar a Aroyitt a los ojos.
—¿Tú has visto a Roier? —le pregunté, para asegurarme de que hablábamos del mismo lobo—. Es como un enorme oso apestoso y subnormal.
Aroyitt terminó por poner los ojos en blanco y mirar a la ciudad con una mueca de exasperación.
—Spreen, si no quieres reconocerlo, es solo tu problema. Así que sigue culpando a las feromonas de que a ti te encanten los enormes osos apestosos y subnormales que no paran de repetir en las fiestas: «Spreen quiere mucho a Roier, así que no meterse con Spreen».
Me terminé el cigarro y, con la mirada baja, lo tiré al abismo que había entre el balcón y la carretera. Puto Roier… suspiré.
Tras aquello, cada uno fue a su habitación e hizo todo lo posible por tratar de dormirse y descansar sin su lobo al lado. El resultado fue el mismo que el día anterior. La frustración, la excitación y el intenso vacío me acompañaron de la cama al baño y de allí al pasillo. Ya me llevé la mochila al hombro porque después de comer algo y tomar un café, salimos en busca de un taxi para ir al aeropuerto. Aroyitt habló un poco aquí y allá, mientras esperábamos al desayuno, en la cola de embarque o sentados en el avión; pero yo no estaba de humor para soltar más que murmullos cortos y respuestas airadas. Estaba impaciente por ver a Roier, y la cercanía de ese momento me ponía de muy mal humor, porque todavía tenía que esperar casi tres jodidas horas de vuelo. Me pasaba lo contrario que a Aroyitt, la que, consciente de que quedaba poco para reunirse con Carola, se lo tomaba con mayor tranquilidad y buen humor. El resultado fue una mujer muy sonriente arrastrando una maleta de flores y un hombre con cara de muy mal genio del que la gente se apartaba porque parecía a punto de matar a alguien.
Y, justo en la salida del aeropuerto, como si de una película se tratara, nos estaban esperando nuestros lobos; tan impacientes y deseosos de vernos como nosotros a ellos. Aroyitt soltó la maleta y dio un par de pasos más rápidos para abrazar a Carola y hundir su cara en su camisa blanca y un poco abierta. El Alfa la rodeó con sus enorme brazos y agachó el rostro para frotarlo suavemente contra su pelo.
—Te eché mucho de menos, pequeña… —murmuró en voz baja.
Entonces Aroyitt le abrazó un poco más fuerte.
Fue un momento muy bonito, al menos debía serlo si no hubiera dos hombres a un par de pasos que parecían estar a punto de coger en mitad de la calle. Yo había salido corriendo hacia Roier, me había tirado como un animal a sus brazos mientras el gruñía muy fuerte y apretaba los dientes. Le había metido la lengua hasta la garganta y empezado a gemir al oler aquella peste a Roier que, dios… como me gustaba. El lobo, por otra parte, me sostenía en alto con sus brazos y movía la cadera como si estuviera a punto de reventar el pantalón y metérmela. Fue todo un espectáculo para las personas que estaban allí.
—Jeep —ordené con un jadeo sin aire—. ¡AHORA!
Roier solo gruñó y me llevó en brazos y casi corriendo al coche que había dejado en el aparcamiento. La cosa fue bastante salvaje. Ambos estábamos desesperados por aquello y no nos poníamos de acuerdo en lo que hacer primero. Yo quería chuparle la pija y hundir la cara hasta tener la nariz hundida en el pelo de su pubis y sus huevos a la altura del mentón; pero Roier no dejaba de tirar de mí para que me diera la vuelta y así cogerme. Me enfadé, por supuesto, y él se enfadó todavía más, así que terminamos teniendo un sexo súper violento e increíble en mitad de un aparcamiento con, la verdad, bastante gente. Yo estaba muy excitado, pero Roier parecía que llevaba años sin coger, moviendo la cadera sin parar ni un segundo y mordiéndome con absoluta desesperación mientras gruñía, gemía y jadeaba de una forma muy extraña y perturbadora.
Cuando terminó por correrse una sorprendente quinta vez, puso los ojos en blanco, tome un par de buenas bocanadas de aire y se derrumbó sobre mí con todo su peso. Perdí el aliento y me quejé, pero el lobo no hizo nada, solo seguir respirando mientras la pija se le inflamaba como un globo dentro de mí. Solo tras un par de minutos de profundo silencio, hizo el esfuerzo de levantar la cabeza para pasarme su sudor ya frío por la cara y el pelo. A veces me lastimaba un poco cuando rozaba su cara contra la mía, pero yo estaba muy lejos de allí, montado en mi nube narcótica de felicidad. Aroyitt podía decir lo que quisiera, pero a mi Roier le salía puto Valium de la pija. Lo juro.
Al finalizar la inflamación, el lobo se movió, aunque no demasiado, solo lo suficiente para dejar de aplastarme con sus ciento y picos kilos de músculo y sentarme sobre él. En esa postura continuó frotándome contra él y abrazándome, olfateándome de vez en cuando y gruñendo por algún motivo que no entendí hasta que me dijo:
—Spreen ya no huele tanto a Roier… —y volvió a gruñir.
—Tranquilo, capo… —murmuré, mirando el cristal ahumado de la parte de atrás mientras levantaba una mano para acariciarle el pelo —, en dos días volveré a apestar como un cerdo.
A Roier no le convenció aquello. Insistió en que me pusiera su camiseta sudada y, de no haberle detenido, también me hubiera obligado a ponerme sus pantalones.
—No vas a conducir desnudo —le aseguré con una expresión seria.
El lobo volvió a quejarse, pero apretó los dientes y salió del coche para ir al asiento del conductor. Los viajeros que lo vieron, con el torso al aire y cara de muy mal genio, se quedaron paralizados entre la sorpresa y el miedo. Yo salí de la parte de atrás del coche con una camiseta que me quedaba grande y que tenía grandes manchones de semen. Quizá eso sorprendiera a la gente y le pareciera mucho, pero lo cierto es que aquello era solo mío, sí que iban a impresionar de verdad si les contara la cantidad de corrida de lobo que yo tenía dentro en ese momento.
Al sentarme, abrí la ventanilla, me encendí el cigarro que ya tenía en los labios y que había buscado en la chaqueta tirada en el suelo, y solté una calada de humo que me supo a puta gloria. Roier arrancó el motor y salió a buena velocidad hacia la autopista. Nosotros vivíamos a las afueras, así que no tuvo que meterse en la ciudad repleta de semáforos y pudo atajar por la vía exterior para llegar a la Guardia en menos de veinte minutos. Una vez allí, me soltó la muñeca y volvió a abrazarme para llevarme hacia la habitación. No es que quisiera coger otra vez, solo quiso meterme bajo las mantas y pegarse mucho a mí, en el lugar donde más y más fuerte se acumulaba su Olor a Macho: la cama. Roier empezó entonces una cruzada encarnizada por devolverme toda mi peste lo más rápido que pudo.
Esto tiene un motivo, por supuesto. Como ya saben a estas alturas, los Machos dan muchísima importancia a su olor. Marcan territorio personal y advierten a otros de lo que es «solo suyo». Así que es mejor que no lo toquen porque un lobo muy grande y muy enfadado irá por ellos. Bien, con los compañeros ese sentimiento se intensificaba por diez. Cuando impregnaban a un humano durante el cortejo querían decir: «me lo estoy cogiendo y me gusta, cuidado». Cuando impregnaban a un compañero, querían decir: «lleva mi olor así que es mío, solo mío, y como le pase algo te voy a matar». Así que el haberme deshecho de su Olor a Macho afectó a Roier de dos formas diferentes: le angustió porque eso significaba que «ya no le pertenecía» y que, sin su peste para alejar a otros lobos, quizá alguno intentara ligar conmigo y… «Roier muy celoso»; por otro lado, sin su olor él creía que estaría desprotegido, que nadie sabría que tenía un Macho y que me harían daño. Como muchas otras cosas, no era algo racional para ellos, solo instintivo, así que no había forma de razonar con un lobo sobre ese tema. Mucho Olor a Macho, bien. Y punto.
Por eso Roier se pasó aquel primer día muy pegado a mí, restregándose a la menor posibilidad, obligándome a quedarme con él en la cama y sepultándome debajo de su cuerpo después de coger para impregnarme con todo el sudor posible. Cuando a la noche del día siguiente al fin regresamos a la rutina, yo volvía a ser ya una nube andante de Olor a Roier. Nos separamos en el Jeep y le di un beso de despedida antes de que me olfateara un poco y asintiera complacido.
Puse los ojos en blanco y bajé del coche, directo a la fina lluvia, para apretar el paso en dirección al edificio de oficinas. Solo las luces de la entrada estaban encendidas, así que recorrí el pasillo a oscuras hasta llegar a conserjería. Lo que encontré allí no me lo esperaba. La silla vieja ya no estaba, en su lugar había una pedazo de sillón reclinable que parecía súper caro y super cómodo. Tras él, había un nuevo sofá igual de extravagante, con almohadas y cojines a juego; pero lo mejor de todo, era la pequeña nevera metálica que había en la esquina. Fui lo primero a lo que me acerqué al abrir la puerta, solo para descubrir que estaba lleno de Coca-Cola y Red Bull de todos los sabores.
—Vaya… —murmuré con las cejas arqueadas. Al parecer, Carola sabía cumplir su palabra.
Hablando del Diablo, un sonido rompió el silencio cuando el nuevo teléfono instalado sobre la mesa de pino que había sustituido al viejo escritorio, empezó a resonar. Me levanté del suelo y cerré la puerta de la nevera antes de acercarme y agarrar el auricular.
—Estoy muy sorprendido, Carola —reconocí, porque todo aquello valía más de los cuatro mil dólares que habíamos pactado—. ¿Asaltaste una tienda de muebles solo para mí?
—Más bien, ellos me asaltaron a mí —respondió la voz grave del lobo —. Sube a verme cuando puedas —y colgó.
Dejé el teléfono y salí por la puerta. Seguía sin gustarme que me tratara como a un empleado obligado a obedecer, pero él había cumplido su promesa y yo estaba tranquilo después de un buen sexo con Roier antes de salir de casa; así que llegué a la puerta de su despacho con calma, llamé con los nudillos y entré para ver al Alfa sentado tras su escritorio blanco.
—¿Qué? —le pregunté antes de acercarme a la silla y sentarme.
—Vaya, Roier se ha dado prisa… —murmuró, dejando el bolígrafo a un lado antes de recostarse en su sillón.
Me encogí de hombros y miré sus ojos grises con mi típica expresión indiferente.
—Cuando no me estaba cogiendo, me estaba restregando su sudor por todo el cuerpo, así que fue como El Celo pero sin tener que escapar de cama para cagar medio litro de semen.
Carola se quedó en silencio un par de segundos y entonces hinchó su pecho con una bocanada de aire.
—Ha sido culpa mía por sacar el tema —dijo antes de bajar la mirada hacia los papeles que tenía delante—. He estado hablando con Aroyitt y me ha contado todo lo que pasó, incluido tu allanamiento de morada y tu actitud de sicario con navaja. —Se detuvo un momento y después levantó sus ojos de nuevo hacia mí—. ¿Tienes algo que decir sobre eso?
—No —murmuré—. Hice lo que tenía que hacer.
—Sí… —asintió lentamente—, estamos… de acuerdo en eso. Ahora que Daisy es una persona no grata en la Manada, todo lo que le pase ya no nos concierne a nosotros. Hemos eliminado su nombre de la lista y cancelado los pagos. Evidentemente, nos aseguraremos de recuperar el resto del dinero que le hemos dado, porque no lo ha usado para lo que debía, que era cuidar de su Macho.
—¿Y cómo vas a recuperar un dinero que ya gasto?
—Nos lo va a devolver —me aseguró con un tono duro que, por primera vez, no era culpa mía—. De una forma, o de otra… la Manada tiene sus métodos.
—Dudo que pueda reunir los miles de dólares que le habrán dado, y menos con su trabajo de artista.
—Pues que pinte murales de mierda hasta que le sangren las manos — dijo el Alfa, apretando un poco los dientes—. Con mis Machos no se juega.
Solté un murmullo bajo y cabeceé lentamente en una sutil y vaga señal de aprobación.
—¿Ahora es cuando me decís que tengo que volver a Nueva York para amenazarla y robarle?
—No, nosotros no nos encargamos de eso. Ya lo hacen otros — murmuró.
—¿Nosotros…? —apuntillé, recalcando aquel desliz tan impropio del Alfa.
Al contrario de lo que yo creía, aquello no fue un error por parte de Carola, sino algo intencionado, porque no dijo nada mientras fingía alinear una de las hojas del escritorio, entonces alzó la cabeza en un gesto de orgullo y entrelazo los dedos sobre la mesa.
—¿Hay algún problema con eso, Spreen? —quiso saber—. ¿Te… molesta?
Como muchas otras veces, me observó atentamente, al acecho, tratando pillarme en cualquier señal o gesto, consciente o inconsciente, que le dijera que yo no quería formar parte de la Manada o que no me lo tomaba en serio.
—No, ninguno… —murmuré antes de encogerme de hombros—. ¿Y a vos, Carola, te… molesta?
—Te he hecho venir por otra cosa —continuó, ignorando por completo mi pregunta y apresurándose a cambiar de tema—. Ahora que sabemos que Daisy se ha ido, es el momento de pensar solo en Ollie. Tú eres de los pocos que han mantenido contacto estrecho con él en el último mes. ¿Cómo crees que sería la manera más suave de decírselo, Spreen?
Me quedé un par de segundos en silencio, pensando en ello.
—La pregunta es: ¿queres decírselo?
—¿A qué te refieres?
—Me refiero a que Ollie está comiendo en el Refugio y que, según él, todo está bien —me incliné hacia delante, apoyando los codos en las rodillas y mirando a Carola fijamente—. Si le decís lo que sabemos y que nos metimos en su relación con Daisy, se va a enfadar, va a irse y no va a volver. Vos y yo sabemos que sería capaz de morirse de hambre en la Guarida con tal de defender a su compañera.
El Alfa gruñó, interrumpiéndome para decir en voz baja: «Ella ya no es una compañera», a lo que yo solo respondí con un gesto de indiferencia.
—El caso —continué—, es que no podemos permitir que se aleje de la Manada, porque nosotros somos lo único que le queda ahora.
—No me gusta mentir a los míos, Spreen.
—No es una mentira si no mientes, Carola —le corregí—. No decirle lo que sabemos para seguir ayudándolo, no es lo mismo que traicionarlo. Ollie está bien ahora, come todos los días y se reúne con la Manada. Sigue volviendo a una Guarida vacía cada noche, pero eso no es algo que nosotros podamos evitar. Lo que podemos evitar, es que pase por esto solo. Para cuando al fin abra los ojos y se dé cuenta de que Daisy es una zorra egoísta que no lo merece, tendrá donde apoyarse.
Carola se quedó en silencio, entonces se cruzó de brazos y recostó la cabeza en el respaldo con la mirada al techo. Fue la primera vez que vi la «postura de pensar» del Alfa; una que significaba que estaba valorando mis palabras y decidiendo si seguir mis consejos o no.
—¿Y cómo evitaremos que siga en contacto con Daisy? —me preguntó.
—¿Para qué quieres evitar eso? Cuanto más hablen o cuanto ella más lo ignore, más rápido se dara cuenta Ollie.
—¿Y si ella le cuenta que la hemos ido a ver, que la hemos amenazado y que ahora no le pagamos? O, peor, que unos hombres la persiguen para que les pague lo que debe.
Esta vez me quedé yo en silencio.
—Podemos aplazar un poco el cobro del dinero —le sugerí—, en cuanto a lo otro… Ollie sabe que Aroyitt y yo nos fuimos. Vio a Roier quejarse todo el rato de eso. Si se lo cuenta, no podremos desmentirlo. No queda otra que arriesgarse.
—No me gusta dejar las cosas al azar, Spreen, cuando podríamos ir por delante y contárselo nosotros antes de que lo haga ella y Ollie descubra que se lo hemos ocultado.
—Pues como no le robes el celular a Daisy y después finjas que eres ella y hables vos con Ollie…
El Alfa se tomo aquella idea tan descabellada en serio y frunció un poco el ceño de cejas gruesas.
—Eso sería complicado. No sabemos cómo se comunican ellos ni lo que se dicen habitualmente —murmuró.
—No, Carola. Es una idea horrible —negué—. O se lo decís directamente a Ollie y te arriesgas a separarlo de la Manada, o esperas a tener suerte y que Daisy no se lo cuente. No hay una opción segura.
El Alfa cerró los ojos y negó con la cabeza, tras un momento soltó un resoplido y abrió los ojos para mirarme.
—Muy bien, veré qué es lo que decido hacer. Ya puedes irte.
Asentí sin más y me saqué un cigarro para ponérmelo en los labios de camino a la puerta.
Mi futuro trabajo como consejero de Carola empezó de aquella manera: fregando el suelo del edificio de oficinas y recibiendo llamadas del Alfa para ir a hablar con él a su despacho. Pasaría mucho tiempo hasta que se formalizara y pasara a tener mi propio despacho, al que movería el sillón, el sofá y la nevera, añadiéndole una buena televisión de plasma, una mesa de ping-pong, un minibar repleto de cervezas y todas las videoconsolas del mercado. Bueno, yo lo llamo despacho, pero es una sala de juegos con un escritorio en el que a veces me siento y todo. Ahora mismo estoy sentado en él, por ejemplo, escribiendo esto en los ratos en los que no se pasan los chicos por aquí para beber, charlar o jugar a algo. A veces, ellos también necesitan consejos.
Sin embargo, todo eso empezó en aquel pequeño cuarto que era la conserjería. El nuevo sofá y la nevera atrajo a los putos lobos como la mierda a las moscas. Quackity se pasó por allí aquella misma noche en la que volví, me preguntó qué tal el viaje y se echó en el sofá «para probarlo».
—Aprovecharé mientras no apeste a Roier y no esté lleno de manchones de semen —me dijo.
—Pues date prisa —respondí desde el sillón—, Roier me dijo que se pasaría cuando terminara un trabajo en el puerto.
—¿Pensaste en plastificarlo o algo, Spreen? Así podrías limpiarlo.
—Mi sofá, mi lobo, mis normas… —murmuré.
Quackity puso una expresión que mezclaba asco y pena y se recostó para mirar el techo. Al día siguiente vino Conter, quien se bebió un Red Bull y me habló de una nueva humana que estaba viendo. El viernes incluso se pasó Rubius antes de irse al Luna Llena.
—A la mierda, el jefe de almacén de visita… —le saludé con una sonrisa cruel en los labios.
—No sabía donde estaba la conserjería, pero solo tuve que seguir el olor a mierda y sexo para encontrarlo —respondió.
—Cuidado, Rubius, estás hablando del olor de tu SubAlfa.
—Roier ya sabe que pienso que huele a mierda —sonrió, cerró la puerta tras él y fue directo a la nevera para sacarse un Red Bull y sentarse en el sofá—. Quackity me dijo que te hubieras acercado primero a mi mesa del Luna Llena que a la suya… —sonrió más y se abrió la lata.
—Tenes cara de ser todo un maldito salvaje en la cama y que te gusta coger sucio, Rubius —le dije con calma—, y no es ningún secreto que a mí también me gusta eso.
El lobo me guiñó un ojo en un gesto tan sexy que hubiera hecho mojarse en las bragas hasta a una monja octogenaria.
—Por eso eres de mis favoritos, Spreen —me dijo.
Chapter 62: CAROLA: POR DESGRACIA, TIENE ALGO MUY GORDO ENTRE MANOS
Chapter Text
Yo ya no tenía que dividirme entre el trabajo y Roier, ya no tenía que gastar energías ni tiempo en una guerra sin fin con la Manada y con Carola, ya no tenía que preocuparme de alejarme y de mantener el exilio; ahora todos aquellos ríos revueltos se juntaron en uno solo, así que mi vida empezó a fluir suavemente y en la misma dirección. A las dos semana de volver de Nueva York, me sentía muy cómodo en mi puesto de conserje: llegaba con Roier y me iba con él, los chicos venían a visitarme regularmente y me mantenían entretenido, seguía ganando dinero con mis clases especiales de PIHL a las que seguían viniendo de seis a doce humanos por semana, y el resto del tiempo no trabajaba demasiado y podía hacer lo que quisiera sin que nadie me lo impidiera… excepto fumar dentro del edificio. Normas del Alfa. Un Alfa que, para mi sorpresa, no solía molestarme en absoluto. Los dos trabajábamos allí, pero a tres alturas de distancia y muy separados el uno del otro, lo suficiente para que la tensión entre nosotros no provocara chispas que, por accidente, pudieran prenderle fuego a algo. Si él quería algo de mí, me llamaba al despacho, a no ser que tuviera otros planes en mente, como aquel viernes en la noche a finales de noviembre.
Yo estaba tumbado en mi sillón, recostado, con los brazos detrás de la cabeza, las piernas sobre la mesa de pino y la mirada perdida en un vídeo de YouTube sobre subnormales metiéndose cucharadas de canela en la boca mientras se grababan. Encuentro un retorcido placer en ver a gente estúpida sufriendo, lo reconozco. Así fue como me encontró Carola, riéndome porque una mujer estaba a punto de ahogarse con canela en mitad de su bonita cocina de lujo. Apareció por el pasillo, quedándose de brazos cruzados frente a la ventanilla. Ya había empezado a hacer frío y a llover constantemente, por lo que los lobos habían empezado a dejar de usar su obscena ropa de verano para ponerse su obscena ropa de invierno: todo acababa siendo obsceno en ellos porque con lo apretados que iban y lo mucho que se les marcaba el paquete, era imposible no serlo. Incluso Carola, con su jersey de punto sobre la camisa de vestir, parecía un toro de gimnasio que, por alguna razón, se había disfrazado de oficinista.
Evidentemente, ya lo había visto llegar y quedarse mirando, pero fingí no haberme dado cuenta hasta que golpeó el cristal con los nudillos para llamar mi atención. Entonces volví el rostro y cruzamos una de nuestras miradas silenciosas antes de que yo bajara las piernas de la mesa y deslizara la ventanilla.
—¿Estas perdido, Carola? —le pregunté.
—No —murmuró antes de echar un rápido vistazo a la pantalla del ordenador, donde la mujer seguía tosiendo como una puerca mientras buscaba desesperadamente algo que beber—. Sé que estás ocupado… pero quiero que me acompañes esta noche.
Arqueé las cejas y esperé a comprobar si bromeaba o no. Por supuesto, Carola nunca bromeaba conmigo, así que le pregunté:
—¿Vas a llevarme al puerto para tirarme al río con un bloque de cemento atado a los pies?
—Si quisiera matarte, Spreen, no me esforzaría tanto —respondió con su tono seco y grave—. No voy a repetirlo de nuevo —añadió al final, volviéndose un poco a un lado para advertirme de que se iría, así que era decisión mía seguirle o no.
Eso era algo que le gustaba hacer, dejarme claro que no se rebajaría a pedirme las cosas por segunda vez. A mí me gustaba rozar el límite y darle entender que yo no era su subordinado, que a mí no podía darme órdenes, pero nunca llegaba a cruzar la línea, porque sabía que Carola se estaba esforzando tanto como yo por alcanzar un punto neutro de entendimiento; algo complejo y frágil cuando se trataba de dos hombres tan orgullosos y tercos como nosotros. Él era el Alfa de la Manada y quería reafirmar su poder sobre mí, pero yo no soy de los que agachan la cabeza y obedecen. Yo solo permitía que un lobo me rompa el orto, literal y figuradamente: mi lobo.
—Para tener tanta prisa, te pasaste un buen rato espiándome por la ventanilla —le recordé antes de levantarme de la silla y recoger mi chaqueta de motero.
Carola gruñó por lo bajo, levantó la cabeza con una mueca prepotente y salió andando sin dignarse a responder a eso. Cuando llegamos a la calle fría y húmeda, cruzamos la carretera mojada en dirección al enorme Range Rovert gris del Alfa. Carola no me invitó a subir y yo no esperé por él para abrir la puerta del copiloto y sentarme en el interior de aquel todoterreno de lujo. Antes si quiera de que el lobo se acomodara y metiera las llaves en el contacto, yo ya estaba bajando la ventanilla al máximo.
—No vas a fumar aquí, eso te lo puedo asegurar —me advirtió.
Apoyé el codo en la ventanilla e incliné la cabeza para alejarla todo lo posible de aquella puta peste, densa y penetrante, que llenaba el todoterreno como un gas venenoso. También giré el rostro por otro motivo, pero eso lo explicaré en breves.
—Acá dentro huele jodidamente mal, Carola —respondí.
—Mi coche huele a Alfa de la Manada —me aclaró con un rastro de orgullo en mitad de su tono molesto y enfadado—. Como mi despacho y mi compañera.
—El despacho es más grande que este coche y vos no estás tan cerca. Se hace más soportable allí.
—No finjas que te parece fuerte y desagradable cuando Roier es SubAlfa de la Manada y solo huele un poco menos que yo —respondió, arrancando el motor y moviendo el volante a un lado para adentrarse en la carretera.
—Roier huele a sudor fuerte, pero vos hueles… agrio —traté de explicarlo, arrugando la nariz con asco.
—No sé cómo pueden percibir los humanos que olemos los Machos — dijo sin apartar la mirada del frente—, pero te aseguro que me importa muy poco si te gusta o no mi olor.
Ahí se acabó la conversación. Tras aquello, Carola condujo en silencio, rápido pero con sumo control, saliendo del centro en dirección a zona industrial de la periferia. Bien, el segundo motivo por el que prefería apartar la cara y sacarla un poco por la ventana, era para no tener que ver a Carola. Al estar sentado, su pantalón de traje se apretaba incluso más, lo que hacía muy evidente el pedazo de bulto que le sobresalía bajo su cinturón de cuero negro y hebilla plateada. Una parte de su anatomía que, por suerte, normalmente quedaba oculta bajo la mesa de su despacho; pero cuando no era así, yo me esforzaba mucho en ignorarla, porque sus pantalones no dejaban nada a la imaginación y yo sabía que el maldito de Carola la tenía gorda, muy gorda, incluso para un lobo. Y eso me jodía un poco, sinceramente. Quizás crean que es algo estúpido e infantil, pero no me gustaba nada pensar en que el lobo, además de ser un Alfa prepotente e hijo de puta, tenía la pija tan gruesa como una lata de Coca-cola. No se equivoquen, no era que eso me excitara ni nada parecido —por el contrario, ahora respetaba más que nunca a Aroyitt por enfrentarse a aquella puta monstruosidad cada noche—, sin embargo, a mí me daba rabia que Carola no tuviera una pija chica y ridícula, a juego con su actitud. Así que evitaba mirarla en todo lo posible y más cuando, como en aquel momento, se le marcaba mucho.
—No me jodas… —murmuré cuando descubrí a dónde me estaba llevando, rompiendo aquel denso silencio que nos había acompañado durante los quince minutos de viaje.
Carola no se detuvo hasta que alcanzamos el aparcamiento de una enorme nave que parecía abandonada y a la que yo no esperaba ir aquella noche. El Alfa no me dio explicación alguna, solo quitó las llaves del contacto y bajó del todoterreno. Yo hice lo mismo, pero con un cigarro en los labios que me detuve a encender antes de seguirlo en dirección a la puerta. La entrada del Luna Nueva estaba tan oscura como siempre y olía más asqueroso que nunca, incluso peor cuando Carola deslizó el gran portón metálico para adentrarse en la parte principal, repleta de música, luces parpadeantes, láseres de colores y, por desgracia, lobatos. Aquellos adolescentes hiper hormonados, pajeros y sudorosos no se dieron cuenta de nuestra presencia hasta que nos acercamos lo suficiente a ellos.
Sapnap fue el primero en hacerlo, por supuesto, dedicando una sonrisa y un saludo con la cabeza al Alfa, como si fueran iguales en rango y no puntos completamente opuestos. El joven estaba sentado en uno de los sofás en el espacio de la Manada, elevado del resto de la nave y con mejores vistas. El falso Alfa estaba rodeado de los adolescentes de mayor edad, todos igual de atractivos y faltos de ropa que él, fumando, bebiendo y tocándose de una forma muy extraña. Siempre resultaba un poco chocante ver como esos chicos no tenían ningún tipo de complejo a la hora de rozarse, sentarse muy pegados, rodearse los hombros e incluso compartir extrañas caricias. Cruzaban los límites del «compañerismo» y la intimidad de una forma que solo los lobos comprendían. Para ellos no era algo homoerótico y súper gay hacer eso, como no lo era bailar como si estuvieran a punto de coger o pelearse completamente sudados y desnudos. Solo eran cosas de lobatos.
—Bienvenido, Carola —le saludó, apartando las manos de sus compañeros, la del que le rodeaba los hombros y la del que le acariciaba distraídamente a la altura del muslo, para levantarse y mirar de tú a tú al Alfa. Sapnap había crecido un poco en ese tiempo que llevaba sin verlo. No tanto a lo alto como a lo ancho, empezando a desarrollar ese cuerpo tan musculoso de los Machos adultos y a tener mucho más vello corporal y la barba más densa—. No hacía falta que vinieras, yo ya lo tengo todo… — entonces me vio detrás de Carola y su expresión cambió por completo a una mueca de odio mientras un gruñido grave reverberaba en su pecho al aire—. ¿Qué mierda haces tú aquí? —rugió, dedicando una mirada al Alfa en busca de una explicación—. ¡Creía que había quedado claro que no quiero a ese humano de mierda en mi Club!
Carola no dijo nada, solo siguió avanzando hasta colocarse frente al joven y, sin más, le dio tal bofetada que le giró la cabeza en seco.
—A mí no me hablas así, Sapnap —le advirtió con voz grave, acercando su rostro al del joven—. Este no es tu Club, es mí Club, y traeré a quien yo quiera. ¿Lo has entendido?
Sapnap no giró el rostro hacia Carola, solo asintió en silencio y con la mirada baja, sometiéndose a la voluntad del único y auténtico Alfa que había allí.
—Ahora largaos de aquí, estos son los sofás de los Machos —ordenó, esta vez para todos.
Los demás lobatos no lo dudaron ni un segundo, no se pusieron altaneros ni protestaron, cerraron la puta boca, se levantaron y se fueron con el rabo entre las patas y la mirada baja. Solo quedó Sapnap, todavía de pie, quien esperó a ser el último en irse antes de dedicarme una mirada asesina por el borde de los ojos. Yo le respondí con una sonrisa cruel en los labios y le lancé un beso que le sentó como una patada en los huevos. Sapnap apretó mucho los dientes de anchos colmillos, gruñó con furia y se alejó para empezar a desquitarse con la primera cosa que tuvo a su alcance, como eso no fue suficiente, fue a por el grupo que bailaba en la pista y comenzó una especie de guerra a puño limpio entre lobatos. Carola miró todo eso con expresión imperturbable mientras se quitaba el jersey y se desabrochaba un par de botones de la camisa.
—Siéntate, Spreen —me dijo antes de hacer lo mismo para mirar cómo se libraba aquella batalla campal frente a nosotros. Una que, al parecer, no le preocupaba en absoluto.
Me senté a su lado y fumé otra calada, sin dejar de sonreír ni un segundo mientras contemplaba toda aquella locura que yo había provocado.
—¿Sabes? —le dije, estirando un brazo por el respaldo del sofá y levantando una pierna para apoyar el tobillo en la rodilla y acomodarme—. En un reformatorio militar al que me mandaron una vez, nos obligaban a hacer muchísimo ejercicio para que nos cansáramos. Después no teníamos fuerzas ni para cagar, así que no hacíamos cosas como esta.
—Son solo cosas de lobatos, Spreen —murmuró él.
—Claro… cómo no —asentí antes de llevarme el cigarro a los labios para fumar otra calada. Incluso el humo del tabaco parecía incluso más ligero que el aire cargado del local.
—Me preocupa Sapnap —me dijo Carola entonces, en voz más baja, pero lo suficiente alta para que se oyera con la música y el ruido de la batalla—. Dentro de poco se convertirá en un Macho de la Manada. Tengo muchas esperanzas en él, creo que quizá algún día llegue a sucederme como Alfa de la Manada, así que había pensado en que podría hacerlo mi Segundo SubAlfa.
Giré el rostro hacia Carola y lo miré fijamente, perdiendo por completo la sonrisa. Él no me miró de vuelta, solo se quedó allí con sus brazos cruzados sobre el pecho descubierto y las piernas abiertas, por lo que, de nuevo, el bulto de su entrepierna se convirtió en algo jodidamente obsceno.
—¿Alfa? —le pregunté—. ¿Sapnap? No —sentencié—. Jamás.
Carola al fin giró un poco el rostro para mirarme con sus ojos grises, más oscuros y brillantes en la penumbra repleta de luces parpadeantes y láseres del Luna Nueva.
—Parte de mis responsabilidades es saber aprovechar las aptitudes de mis Machos —me explicó—. Sapnap es muy fuerte y tiene carácter, ha conseguido conservar el puesto de Alfa de los lobatos durante casi tres años. Darle un rango menor a Beta sería un desperdicio para la Manada y un insulto para él. Pero… —añadió entonces, volviendo a mirar hacia el frente—, soy consciente de que no está preparado y de que todavía tiene graves problemas de autocontrol. Quiero ponerle a prueba y asegurarme de que no me equivoco con él. Así que me preguntaba si tú, que también eres un crío inmaduro y con problemas para respetar los límites y la autoridad, sabrías darme algún buen consejo para ayudarle.
—Sí. Mi consejo es que te vayas a la mierda, Carola.
El Alfa asintió y dijo:
—Bien. Voy a repetirlo de otra forma y tú vas a tener otra oportunidad para responderme, ¿de acuerdo? —tomo una bocanada y lo intentó de nuevo—: Ya que tú has sido un adolescente problemático y tienes experiencia en toda clase de reformatorios y bandas criminales, he pensado que quizá puedas aconsejarme sobre cómo enderezar a Sapnap para sacar todo su potencial.
Tardé un momento en contestar, parándome a fumar otra tranquila calada. Si el Alfa ya sabía cómo tenía que preguntarme las cosas, era solo su culpa que yo respondiera mal.
—Mi consejo es que dejes de engañarte, Carola —le dije sin mirarlo—. Sapnap se cree que puede hacer lo que quiera, como el resto del los lobatos, porque ustedes los estuvieron consintiendo todas sus pelotudeces durante años. Apenas te respeta a vos, y eso que sos su Alfa —negué con la cabeza—. Ahora ese chico es un monstruo fuera de control con el cuerpo de un portero de discoteca.
—Te he pedido un consejo para solucionar eso, Spreen, no que me digas lo que ya sé.
—Entonces constrúyete una máquina del tiempo y dale dos buenos golpes cuando tenías que habérselas dado, en vez de quedarte mirando sentado, como estás haciendo ahora.
Carola gruñó y apretó los dientes.
—Los lobatos pelean, eso es bueno para ellos, les hace más fuertes y les da carácter. Yo también provoqué muchas batallas en mis años de lobato, las gané todas y eso me hizo darme cuenta de mi propia fuerza. Me convirtieron en el líder que soy hoy. Algo que no hubiera pasado si mi Alfa hubiera intervenido todo el rato y hubiera evitado que desarrolláramos nuestro potencial.
—Entonces, ¿para qué carajo me preguntas, Carola? Si estás tan seguro, saca a Sapnap de acá y hazlo SubAlfa, entonces hará tic-tac como una puta bomba de relojería antes de reventar en tu cara. Quizá se enfade porque alguien no hace lo que quiere, o porque la pizza que pidió llegó fría al Refugio, quizá empiece a hostigar con los demás Machos que, aun por encima, no podrán responderle porque las cosas no funcionan así en la Manada. Ellos no van a pegar a su SubAlfa de vuelta, ¿verdad? Pero no pasará nada, vos te quedarás sentado y mirarás ¿Cuál va a ser la excusa? Ah, sí, son solo Cosas de SubAlfa, Spreen…
El Alfa tensó su gruesa mandíbula bajo la barba espesa y rubia, mirándome con enfado mientras gruñía con un sonido ronco que reverberó en su pecho y que se pudo oír incluso con la música alta. Respondí con una expresión indiferente y, sin más, me levanté del sofá. Solo le jodía porque sabía que tenía razón.
—Voy por un trago.
Dejé al Alfa gruñendo a mis espaldas y me fui hacia la barra del bar a un lado de la pista, a cierta distancia del epicentro de la batalla entre lobatos. Solo había camareros cuando abrían al público, así que crucé al otro lado y yo mismo me preparé la copa. Mezclé sin mucho cuidado ginebra y Red Bull de mora en un vaso de tubo con solo una piedra de hielo y, después de dudarlo profundamente, fui a por una cerveza negra de medio litro. Lo crean o no, conservar mi frágil paz con la Manada era algo importante para mí. Aquellas dos semanas me habían demostrado que era algo posible y que, a mí pesar, estaba empezando a gustarme. Así que llevé aquella cerveza negra y fría al Alfa y se la ofrecí sin decir nada. Carola me dedicó una mirada muy seria, primero a mis ojos y después a la bebida que le ofrecía. Tras un segundo o dos, giró el rostro y descruzó los brazos para alcanzar la cerveza. Si estaba sorprendido o agradecido de aquello, no lo demostró, solo abrió la lata y bebió un par de buenos tragos antes de eructar. Daba igual su rango y su ropa, los lobos eran lobos.
Me volví a sentar en la misma postura de antes, dándole una de las últimas caladas al cigarro antes de estirar el brazo por el respaldo y soltar el humo.
—Dándole poder solo vas a conseguir que siga siendo el idiota que es ahora —dije como si estuviera hablando solo y pensando en voz alta—. Tiene que salir de esta burbuja y dejarse de creer el rey, aprender cosas sobre el mundo real, donde sus actos tienen consecuencias. Así fue como yo aprendí cuando me escapé de casa y tuve que buscarme la vida por mí mismo, sin nadie que viniera a ayudarme.
—Sapnap ya está demasiado acostumbrado a mandar y conoce su propia fuerza —respondió el Alfa, con mi mismo tono tranquilo, la misma mirada perdida al frente y la misma forma de decirlo; como si ambos no estuviéramos manteniendo aquella conversación—. No se conformará con un rango inferior al que se merece. Y si no respeto eso, tendrá razones para crear tensión en la Manada y cuestionar mi autoridad. Sin embargo, creo que es una buena idea ponerle a prueba antes de que eso ocurra, quizá dándole algún puesto de responsabilidad donde pueda aprender respeto y autocontrol antes de que sea demasiado tarde.
—Mándalo al puerto con Quackity —sugerí tras darle una última calada al cigarrillo y aplastar la colilla contra el asqueroso cenicero que habían dejado allí los lobatos, sobre el reposabrazos del sofá.
Carola bebió otro trago de cerveza y soltó un leve jadeó al terminar.
—No es mala idea —reconoció—. El puerto es importante, hay muchos humanos allí, muchas mercancías y clientes. Pero no creo que Sapnap acate las órdenes de Quackity, querrá mandar por encima de él.
—Quizá Sapnap necesita que le recuerden que forma parte de una Manada y que a veces hay que joderse, tragarse su puto orgullo y cooperar.
Al Alfa pareció hacerle gracia aquello, pero de una forma cruel; soltó un bufido y me miró por el borde de los ojos sin llegar a girar demasiado el rostro.
—Qué irónico que digas tú eso…
—Pero yo no formo parte de la Manada —le recordé antes de mirarlo de frente—. ¿Verdad?
Carola hizo lo que hacía siempre cuando no le gustaba lo que oía o no le salía de los huevos responder: me ignoró por completo y cambió de tema.
—Haré venir a Sapnap al despacho y hablaré con él, también le daremos una habitación en el Refugio, lejos de los cuartos de los lobatos, como al resto de Machos. Le diré a Aroyitt que mande limpiar la antigua de Roier.
—Decile que vaya preparada con un equipo de protección biológico y litros de lejía y desinfectante, porque va a necesitarlos.
No estuve seguro, pero juraría que entreví una pequeña sonrisa en los labios del Alfa. Posiblemente debido a un efecto óptico de las luces y sombras que llenaban el local, porque era imposible que Carola se hubiera limitado a reírse de mi comentario en vez tomárselo a malas, como solía pasar. Tras aquello, tan solo nos quedamos allí, bebiendo y mirando cómo se desarrollaba la batalla hasta su conclusión. Fue como una antigua pelea de gladiadores en la que al final solo quedaron un par de lobatos, los más mayores y fuertes, que se pegaron hasta que, como Carola había predicho, Sapnap se hizo con la victoria. Cuando terminó, se quedó a lo lejos, en mitad de la pista de baile, sumergido bajo las luces centelleantes y los láseres de colores, respirando con fuerza y mirándonos fijamente en la distancia como si tratara de retarnos. Sapnap no tenía ni idea de que él solo era un pez grande en un pequeño acuario, se creía muy bravo y valiente, con su mejilla amoratada, los nudillos de sus manos en carne viva y la sangre goteando de sus labios. Yo respondía a su mirada y negaba con la cabeza, tan seguro de que el lobato jamás aprendería como de que a la mañana siguiente saldría de nuevo el sol; sin embargo, Carola no pensaba lo mismo, y, como él era el Alfa, hizo lo que le salió de los huevos.
—Pregúntale a Roier si quiere echar un vistazo antes —me pidió cuando volvimos al edificio de oficinas después de casi tres horas sumergidos en peste de lobato y luces parpadeantes—, por si todavía hay algo allí que le interese, aunque creo que ya se habrá llevado todo lo que quería a la Guarida.
Me pasé la mano por el pelo mojado de la lluvia torrencial que había empezado a caer, solté un murmullo desinteresado y giré en el pasillo, antes de las escaleras, para dirigirme a la conserjería. No tuve que esperar mucho allí a que Roier apareciera tras uno de sus trabajos, empapado de agua, con la chaqueta un poco gastada y una herida a la altura de la ceja que todavía le sangraba un poco y se mezclaba con el agua que todavía le goteaba a chorros del pelo. Me quedé mirándolo en silencio, pero el muy hijo de puta entró como si nada, con un gruñido agudo a forma de saludo y una estúpida sonrisa en los labios. Quiso acercarse a mí par acariciarme, pero lo detuve y le señalé la toalla que había colgada en el perchero. El lobo asintió y fue hacia allí para secarse un poco y quitarse la chaqueta antes de volver a intentar acariciarme.
—¿Roier ganó? —le pregunté.
El lobo hinchó el pecho y asintió con una expresión seria.
—Roier ganó.
—Así me gusta, capo.
—Spreen huele a lobato —dijo entonces, añadiendo un gruñido grave de enfado al final de sus palabras—. ¿Lobatos molestaron a Spreen?
—No, tuve que ir con Carola al puto Luna Nueva.
—Alfa llama mucho a Spreen últimamente. Bien.
—Ya… —farfullé, no demasiado emocionado por aquello—. Quiere darle a Sapnap tu antigua habitación del Refugio.
Roier asintió y se fue hacia la nevera para sacar una de las cervezas que había allí y sentarse en el sofá.
—Roier tiene Guarida, ya no necesita habitación en el Refugio —me dijo antes de darle un par de tragos.
—Sí, hablando de eso —recordé, cruzándome de brazos antes de dedicar una expresión de ceño fruncido al lobo—. Aroyitt me dijo que vos no naciste en la Manada.
Roier se quedó muy quieto entonces, como congelado. Parpadeó, tensó la mandíbula y después bajó la mirada al suelo.
—No… Roier no nació en Manada.
—¿Y de dónde venís?, ¿de otra Manada?
—No… Roier… estaba solo —murmuró, en voz muy baja, casi como si no quisiera que le escuchara—. Como Spreen. Vivía en la calle. Sus padres… eran muy malos con Roier.
Me quedé allí mirando al lobo con el ceño todavía más fruncido que al principio. Tenía muchas preguntas en la cabeza, pero Roier estaba visiblemente incómodo y aturdido por el tema. No se lo esperaba y era evidente que no quería hablar de eso. Yo era la clase de persona que tampoco compartía sus penurias con nadie a no ser que quisiera, así que podía entender su reacción.
—Así que los dos tuvimos una infancia de mierda —concluí, descruzando los brazos antes de dar un par de pasos y sentarme a su lado en el sofá—. Eso explica muchas cosas…
—Roier es Macho grande y fuerte. Muy bueno para Spreen —me dijo entonces, hinchando de nuevo su pecho y levantando la cabeza—. Spreen no debe tener pena de Roier.
Giré el rostro hacia él y compartí una silenciosa mirada con aquellos ojos cafés y ambarinos, bordeados de espesas pestañas oscuras en mitad de un rostro rudo y fuerte que, por alguna razón, me parecía muy atractivo.
—¿Vos tenes pena de mí? —le pregunté. Él no dudó en batir la cabeza para negar. — Pues yo no la tengo de vos —concluí—. Así que deja de decir boludeces.
Eso lo hizo sentir mejor y finalizó la conversación, sin embargo, el lobo no volvió a ser el mismo hasta que no estuvo seguro de que yo no le había mentido. Así que aquella noche me empujó la cabeza mientras se la chupaba, algo que sabía que yo odiaba. Cuando sufrí una arcada y me aparté con la boca empapada de saliva y líquido preseminal de lobo, vio la ira en mis ojos y supo que había provocado una guerra que tendría que luchar hasta el final. Es una forma retorcida de verlo, pero creo que Roier quería comprobar si yo lo trataría mejor ahora que sabía lo de su pasado, o, al menos, que le permitía más cosas que antes de saber que había sido un puto vagabundo como yo. Como se podrán imaginar, el lobo pudo comprobar con todo lujo de detalles lo mucho que me chupaba una pija su pasado. Roier tuvo que luchar con uñas y dientes para «domarme» como le gustaba, empleando gran parte de su fuerza y su peso para inmovilizarme y poder cogerme a placer. Al terminar de correrse por cuarta vez, jadeando y sudado, dejó de agarrarme el cuello y la muñeca y se cayó sobre mí con una amplia y victoriosa sonrisa en los labios para ronronear como un gatito mientras se le inflamaba la pija. No era ningún secreto lo muchísimo que le excitaba a Roier que le pusieran las cosas difíciles, quizá por eso se había enamorado de mí.
Si después de eso todavía le quedaban dudas, nuestra discusión a gritos del día siguiente en mitad de la tienda de camas, se las resolvió todas.
—¡Es solo un puto edredón, pelotudo de mierda! ¡Ahora hace frío por la noche!
—¡Ya hay mantas en Guarida para el frío!
—¡Me chupa la pija tus mantas mugrientas, tengo dinero y quiero un jodido edredón nórdico para el invierno!
—¡No huele a Roier!
—¡Claro que no huele a Roier, pedazo de retrasado! ¡Es la muestra de prueba!
Nos echaron de allí, por supuesto, pero cuando fuimos a la siguiente tienda, el lobo cerró la puta boca y se limitó a gruñir por lo bajo hasta que llegamos a casa con el nórdico que yo quería bajo el brazo. Entonces saqué el edredón nuevo y mullido de la bolsa y se lo tiré a la cara.
—Frótatelo por los huevos si queres, pero esta noche vamos a dormir con él sí o sí…
Roier refunfuñó más y, sin dejar de mirarme, se desnudó por completo y se rodeó con el edredón para ir al sofá con la cabeza muy alta. Debió gustarle, porque se quedó dormido bastante rápido y, cuando se despertó excitado de la siesta, quiso coger debajo de él.
—Edredón es suave y cómodo —murmuró en el coche, mirando al frente y con una expresión de superioridad en el rostro—. Puede ser bueno para invierno… pero tiene que oler a Roier —terminó diciendo más rápido, junto con una mirada seria.
Puse los ojos en blanco y negué con la cabeza, soltando una bocanada de humo al aire húmedo de la noche. Cuando aparcó el Jeep frente al refugio junto con el resto de todoterrenos, se inclinó hacia mí con un gruñidito para despedirse con un beso.
—Roier instalará persianas después de trabajo —me prometió.
Asentí y me quité el cinturón antes de darle su beso y despedirme con un «Pásala bien, capo». Ya le había pedido al lobo que pusiera algún tipo de sistema para poder cubrir las ventanillas acristaladas de conserjería. No es que me importara que me vieran tumbado y mirando la pantalla del ordenador como un zombi, pero ahora, con la de gente que se acercaba a verme a cualquier hora de la noche, no quería que nos atraparan a Roier y a mí garchando en el sofá cama por casualidad. No era algo que me preocupara a mí, sino un favor que les estaba haciendo a ellos para ahorrarles la visión de su SubAlfa comportándose como un perrito en celo.
Aquella noche, dejé la chaqueta en el respaldo del sillón, puse algo de música en el ordenador y salí en busca de la fregona para limpiar la entrada y las escaleras. Con la lluvia, los Machos que subían a ver a Carola dejaban el suelo plagado de manchas de barro y pisadas, así que yo fregaba aquello cada dos o tres días dependiendo de lo mucho que lloviera.
—Spreen —me llamó una voz grave que ya conocía de sobra.
—¿Qué pasó, Carola? —le pregunté sin dejar de fregar el suelo al lado de las escaleras.
—Te he estado llamando, pero no respondiste.
—Estoy justificando el sueldo de mierda que me pagas, ¿no lo ves?.
El Alfa emitió un leve gruñido desde la parte superior de las escaleras. No había levantado si quiera la cabeza hacia él, pero sabía que estaría de brazos cruzados y con expresión seria, clavándome una de sus miradas.
—¿Ya te has terminado todos los vídeos de YouTube y ahora te aburres, Spreen?
—Algo así —murmuré—. ¿Por qué, queres llevarme a algún otro sitio de excursión, Carola? Esta vez podemos pararnos a compartir un batido de chocolate mientras nos miramos fijamente a los ojos.
—No —negó él con un tono más seco—. Haz eso con tu Macho si quieres —y dio un paso hacia un lado antes de decirme—: He hecho llamar a Sapnap. Es la primera vez que viene aquí para algo serio y no sabe dónde está mi despacho, así que, ¿podrías quedarte por la entrada y esperarle para enseñárselo?
Dejé de pasar la fregona por el suelo de forma distraída y al fin levanté la mirada hacia el Alfa. Ambos compartimos una de nuestras miradas silenciosas, esas que ya no hacían que el aire se llenara de electricidad estática, pero que seguían siendo bastante tensas. Entreabrí los labios, dispuesto a responder, pero entonces se oyó el ruido de la puerta a mis espaldas.
—Pero mira quien está aquí, limpiando el suelo que pisa la Manada… — oí una voz a lo lejos.
Seguí mirando al Alfa en lo alto de las escaleras, tomándome un par de segundos antes de girarme hacia Sapnap. El lobato había entrado y se había quedado parado en mitad del pasillo, fuera del camino de periódicos que yo había dejado, así que había vuelto a ensuciar el suelo recién fregado con un rastro de barro y enormes huellas de sus botas de montaña. También llevaba un gorro sobre la cabeza, una chaqueta de aviador con forro de oveja en las solapas y unos pantalones jeans rotos por las rodillas. Lo digo porque era la primera vez que veía al lobato vestido, o, al menos, con pantalones largos y algo que le tapara el torso. Sin los demás lobatos alrededor y con ropa, se notaba que el joven ya estaba muy cerca de convertirse en un Macho de la Manada.
—Hola, Sapnap… —murmuré sin cambiar mi expresión indiferente—. ¿Te perdiste de camino al parque para jugar con el resto de niños?
El lobato apretó la sonrisa que le cruzaba los labios y acompañó aquello de un gesto de superioridad.
—El Alfa me llamo —dijo con orgullo, como si eso fuera algo súper importante que yo debería respetar.
—Ah… —murmuré, arqueando las cejas—. Cómo me alegro por vos…
El lobato ladeó el rostro y me miró de arriba abajo.
—Al parecer, llamarme no es la única buena decisión que ha tomado últimamente —y volvió a sonreír de esa forma cruel—. ¿Ahora te obliga a limpiar su mierda, Spreen? Me encanta —se rio—. Mierda, es buenísimo.
Yo también sonreí, pero por otro motivo muy diferente.
—Sí, ahora trabajo acá. Carola me pidió que te lleve a su despacho, ya que es la primera vez que te llama para otra cosa que no sea tomar jueguito de uva en una de las fiestas de la Manada.
Sapnap intentó mantener su mueca prepotente, pero no lo consiguió, así que terminó apretando los dientes y cerrando los puños.
—Ten mucho cuidado conmigo, pedazo de mierda —me advirtió—. Roier no está aquí para defenderte y a mí no me importa pegarte una patada en la boca y dejarte sin dientes. Así que apártate de mi puto camino… —ordenó, antes de agachar la cabeza para mirarme por el borde superior de sus ojos oscuros en lo que, él creía, sería una mueca que me haría cagarme en los pantalones—, o te aparto yo…
—Podes pasar, el despacho está arriba, al final de la tercera planta —le ofrecí, haciendo un gesto con la cabeza hacia las escaleras—, pero si queres que me aparte, tendrás que hacerlo vos mismo.
El lobato no lo dudó, dio un par de pasos hasta quedarse lo suficiente cerca y, con solo una mano, me empujó. El maldito era muy fuerte y consiguió desequilibrarme y hacerme caer de culo en el suelo. Lo celebró con una gran sonrisa de colmillos grandes y, para rematarlo, me escupió. Con aquella gran victoria para él y el pecho muy henchido de orgullo y placer, se giró hacia las escaleras. Allí, en lo alto, vio a Carola.
No pude verle la cara a Sapnap porque estaba de espaldas a mí, pero estiró la espalda al instante con tensión y se quedó clavado en el sitio. El Alfa lo miraba con una expresión muy, muy seria en su rostro. Lo había oído todo y lo había visto todo.
—Es solo un puto humano —le dijo Sapnap tras un breve silencio—. No es de la Manada.
Carola no respondió, solo hizo una señal hacia arriba para indicarle que lo siguiera y se fue sin mirar atrás. Sapnap volvió a apretar los puños y gruñó por lo bajo de una forma densa y profunda. Se giró para dedicarme una mirada asesina, como si todo aquello fuera mi culpa, y subió las escaleras a buen paso para llegar junto al Alfa.
La historia de Sapnap es complicada. Como yo le había dicho a Carola en el Luna Nueva, el lobato no estaba preparado para el mundo real, donde los actos tienen consecuencias y las malas decisiones pueden destruirte la vida. Él se creía intocable, se creía que en un par de años se convertiría en el Alfa de la Manada más poderosa y grande del Estado, se creía por encima de todos los demás y se creía que era más listo que nadie. Pero lo único que consiguió fue perder todo lo que tenía.
Chapter 63: COSAS DE LOBATO: ES LO QUE DICEN SIEMPRE
Chapter Text
Cuando Sapnap se fue, pude oír sus pasos rápidos resonando por el pasillo y el golpe que dio a la puerta acristalada. Al parecer, su nueva habitación y el trabajo en el puerto, no habían sido lo suficiente buenos para un chico como él. Y tan solo un minuto después de que el lobato se fuera, sonó el teléfono y alargué una mano sin dejar de mirar la pantalla del ordenador para responder:
—Decime, Carola, del uno al diez, ¿cuánto crees que te equivocaste con Sapnap?
—No estoy de humor, Spreen —me advirtió el Alfa—. Solo quería decirte que, lo que pasó antes, no es algo que yo apruebe. Ya no —añadió al final.
Solté un murmullo de interés y asentí lentamente. Carola se había preocupado de llamarme y explicarme aquello, como yo me había preocupado de llevarle una cerveza la noche anterior: pequeñas muestras de respeto mutuo para no poner nuestra frágil relación en peligro.
—También se lo he dicho a Sapnap, pero me gustaría que no le provocaras más.
—Lo intentaré… —murmuré.
—¡No quiero que lo intentes, quiero que lo hagas! —sentenció en un tono más alto—. ¿O es que ya nadie me respeta en mi puta Manada? —y colgó.
Me quedé con el auricular en la oreja, escuchando el pitido de la línea mientras seguía mirando la pantalla del ordenador. Tras un par de segundos, colgué el teléfono y me levanté de mi silla nueva para ponerme la chaqueta y salir a fumar a la calle. Era mucho mejor hacer aquello que subir las escaleras, pegarle una patada a la puerta del despacho y cometer uno de esos errores que ahora tanto evitaba. No por ganas, sino por comodidad. Allí me encontró Conter, fumando con cara de muy mal genio y la mirada perdida.
—Ey, Spreen —me saludó, bajando la ventanilla de su enorme Toyota Land Cruiser verde oscuro—. ¿Tienes un cigarrillo?
Conter iba acompañado de otros tres lobos que yo no conocía, como muchos otros que había visto últimamente saliendo y entrando del Refugio, pero lo que ellos pudieran pensar sobre mí no me impidió que le mostrara a Conter mi dedo corazón bien en alto a forma de respuesta. El lobo sonrió más y me hizo una señal para que me acercara a hablar con él, cosa que, tras fumar la última calada y tirar la colilla a un lado, hice. Uno de los Machos, el que iba en el asiento de atrás, les dijo algo al resto y bajó del coche para hacer el mismo viaje que yo estaba haciendo, pero en sentido contrario, dirección a la entrada del edificio. Cuando nos cruzamos, me echó una rápida mirada y siguió adelante.
—¿Por qué nunca tenés puchos, Conter? —le pregunté, sacándome el paquete del bolsillo para tirársela.
—Comprar cigarros es difícil para nosotros —respondió, sacándose un cigarro para él y otro de más que me mostró—. ¿Te importa darle también uno a Cody? —me preguntó, señalando con el pulgar al lobo que le acompañaba en el asiento del copiloto—. Lleva años intentando dejar de fumar, pero hoy ha sido una noche jodida y creo que nos merecemos un pequeño premio.
Sabía que ese Cody no era un Macho soltero porque no lo recordaba del Luna Llena, pero hice una vaga señal con la cabeza y, cuando Conter le dio el cigarro, le oí murmurar un «gracias» mientras me miraba.
—Pues Carola ya está bastante enojado, así que no le va a hacer ninguna gracia —les advertí mientras me metía las manos en los bolsillos de la chaqueta para buscar el zippo.
—¿De verdad, Spreen? —quiso saber Conter, aceptando el mechero plateado para encenderse la punta del cigarro y pasárselo a Cody. Soltó el humo a un lado y me miró—. Lo estás haciendo de puta madre, no la cagues ahora.
—Esta vez no fue culpa mía —respondí, dedicándole una expresión seria de ceja arqueada—, pero gracias por tu fe en mí.
—Perdona, por lo enfadado que parecías antes, creí que habrían discutido o algo —se disculpó, devolviéndome el zippo cuando Cody terminó de encenderse su cigarrillo.
—Fue Sapnap —les expliqué a ambos, ya que el otro lobo también parecía interesado en la conversación—. Tiene… grandes planes para él.
Conter resopló, recostando la cabeza en el asiento y sacando la mano con el cigarro por fuera del coche.
—Ese lobato es un desastre, espero que no nos complique las cosas — murmuró. Entonces se incorporó y me hizo otra señal—. Ven, sube. Vamos a comer algo aquí cerca y podremos pasar por una tienda para que nos compres tabaco.
—¿No sos mayor de edad y no te lo venden a vos solo?
—Vamos, Spreen —insistió—. Sabes que es mucho más fácil si no nos ven y no llaman a la policía nada más entrar en la tienda.
Chasqueé la lengua y miré a un lado, pensando en negarme y volver a conserjería, pero terminé por ir a la parte de atrás y abrir la misma puerta por la que el otro lobo había salido. El interior del Toyota de Conter estaba repleto de su Olor a Macho: un sudor suave pero intenso que, personalmente, encontraba bastante agradable. Entremezclado con él había un ligero aroma a tabaco y al olor de Cody.
—¿Y por qué fue una noche jodida? —les pregunté.
—Pff… —Conter negó con la cabeza y arrancó el coche, pasando por delante de la puerta del Refugio—. La puta policía hizo una redada en el casino.
—¿El bueno o el malo?
—El malo. Por suerte nosotros pudimos escapar por la puerta de atrás.
—¿Había muchos caramelos allá?
—No… —murmuró—, no muchos. Algunos de menta y limón y algunos bombones.
Asentí. Siempre había algunas personas vendiendo cocaína y mariguana en los casinos ilegales de la Manada, por si el alcohol no era suficiente para los clientes.
—Lo peor es que han detenido a humanos —añadió Cody, mirándome por el retrovisor mientras fumaba con la ventanilla abierta—. Eso es malo para el negocio.
—¿Es la primera redada que les hacen? —pregunté.
—No, pero normalmente nos avisan los topos que tenemos en la comisaría. No sabemos qué habrá pasado esta vez —concluyó Conter antes de fumar otra calada—. A ver qué dice el Alfa.
Como me había prometido el lobo, ni fuimos demasiado lejos. Nos detuvimos en una licorería del centro y bajé para comprarles cigarrillos, volviendo con una caja grande de seis paquetes de la marca favorita de Conter. El lobo arqueó las cejas y gruñó con sorpresa cuando se la entregué; solo me había dado dinero para un paquete, pero le dije:
—Así no me pedís más.
—Dios, gracias Spreen. Mi adicción a la nicotina y yo te lo agradecemos.
Después nos pasamos por un Burger King y el lobo pidió cuatro hamburguesas dobles solo para él antes de preguntarme:
—¿Quieres algo, Spreen?
—Una Coca-cola grande.
Añadió eso al pedido junto con una Fanta naranja para Cody. La chica que nos entregó el pedido lo hizo rápido y sin atreverse a hacer contacto visual con los Machos, aceptando el dinero y cerrando la ventanilla al instante. Al ser un local de comida rápida tan cerca del Refugio, debían estar ya acostumbrados a los lobos, o peor, a los lobatos, así que no se la jugaban demasiado. Nos detuvimos de nuevo en el aparcamiento y Conter empezó a comer allí mismo, como un completo cerdo.
—¿De qué van a ir disfrazados en Halloween? —nos preguntó en un momento en el que se paró a respirar tras la segunda hamburguesa.
—No lo sé, Amy elige siempre los disfraces —respondió Cody, encogiéndose de hombros mientras miraba hacia el aparcamiento—, pero anda un poco distraída con el embarazo. El otro día me tuve que comer un trozo de carne quemado porque se le había olvidado apagar el horno.
—¿Y por qué no lo tiraste y pediste un par de pizzas?
—Se puso a llorar y a disculparse… No me gusta verla triste, así que me lo comí —respondió.
—¿Y ustedes, Spreen, de qué van a ir?
Antes de que pudiera responder, Cody giró rápidamente el rostro y le dio un leve golpe a Conter, como si hubiera cometido un error.
—Spreen no puede ir —sentenció, pero relajó un poco la expresión y el tono al mirarme por el retrovisor—. Es solo para la Manada… ya sabes.
—Carola me dio permiso porque es una de las fiestas preferidas de Roier —le dije tranquilamente tras darle una calada al cigarrillo que fumaba por la ventanilla—. Pero iré hacia el final, cuando ya casi todos se hayan ido. No te preocupes por eso…
—Ah… —el lobo asintió y, tras un silencio que quizá le resultó incómodo, añadió—. No creo que puedas conocer a Amy, nos iremos antes. No por ti —se apresuró a decir.
—Aja… —murmuré, no muy interesado en su opinión al respecto—. ¿Y de cuánto está Amy?, ¿siete meses?
—Sí —Cody sonrió como lo haría cualquier estúpido padre lobo a la espera de una cría—, ¿te lo ha dicho Aroyitt?
—No, pero dudo que tu compañera lleve un año preñada.
—¿Qué quieres decir?
—El Celo.
—Ah, claro —lo entendió—. Sí, se quedó embarazada en el Celo de abril. —Infló el pecho con orgullo y levantó la cabeza—. Lo decidimos los dos, queríamos un segundo hijo.
—Me alegro —murmuré—. Disfruta de ellos hasta que se conviertan en adolescente parejos.
Aquello hizo mucha gracia a Conter, quien casi se atraganta con su tercera hamburguesa.
—Todavía queda mucho para eso —respondió Cody, también con una ligera sonrisa—. Ian tiene solo dos años. Tengo fotos en el celular…
Sí, los padres lobos son igual de insoportables que los humanos. Cuando saqué el tema, Cody no se detuvo hasta enseñarme las tres docenas de fotos que tenía de su hijo Ian, un niño bastante normal que no parecía ni tan fuerte ni tan listo como su padre decía. También salía Amy en algunas, una joven mestiza de pelo castaño claro y muy rizado, ojos chocolate, piel tostada, piernas largas y cuerpo escultural.
—¿Es modelo? —le pregunté. Cody se rio y negó con la cabeza.
—Es entrenadora de fitness y nutricionista.
—Ah… —comprendí—. ¿Por eso te obligó a dejar de fumar?
—No —entonces bajó la mirada—. Sí, pero no me lo pidió en serio hasta que se quedó embarazada de Ian.
Asentí y preferí cambiar de tema antes de que también me contara la vida de su compañera, como había hecho con Ian.
—¿Y vos, Conter? ¿Cómo vas con tus humanos, alguno especial?
El lobo se había sacado un cigarrillo tras terminar con sus hamburguesas y ahora lo fumaba con la cara vuelta hacia la ventanilla, quizá porque ya estaba hasta los huevos de escuchar a Cody hablando de su hijo.
—Hay uno o dos a los que me gusta preñar —respondió, dedicándome una sonrisa socarrona por el retrovisor—, pero fuera del Celo.
Sonreí y asentí.
—Un día vas a romper a alguno, ten cuidado.
Conter volvió a reírse y fumó otra calada. Él era un Macho Soltero, le gustaba visitar a su larga lista de humanos pequeños y suaves y sentirse un lobo muy grande y poderoso; pero algún día acabaría trayendo a uno de aquellos twinks o muñecas de porcelana a la Manada, como todos los demás. Porque para ellos, todo aquel sexo era solo parte del Cortejo, y el Cortejo solo tenía un objetivo: encontrar compañero. Disfrutaban mucho por el camino, sí, pero la meta era siempre la misma.
Cuando al fin volví al edificio de oficinas, Roier ya estaba en conserjería, instalando unas persianas venecianas color crema. Había oído el sonido del taladro desde la entrada y solo había tenido que seguirlo para encontrarme al lobo, de rodillas sobre la mesa de pino y las manos levantadas. La postura le levantaba la camiseta corta, mostrando la parte baja de su uve muy marcada.
Roier se detuvo entonces, gruñó y agachó la cabeza para verme al otro lado de la ventanilla, con los brazos cruzados y un brillo especial en los ojos. Había sentido mi excitación como una vibración en el aire, o quizá la hubiera olido, y ahora él también se había puesto muy excitado y apretaba los dientes mientras producía un sonido ronco y grave desde la parte baja de la garganta. Solo tuve que hacer una señal hacia un lado del pasillo para que el lobo bajara de la mesa de un salto y me siguiera al baño, muy pegado a mi espalda mientras apretaba su erección contra mi espalda, gruñía con la cara pegada a mi pelo y me agarraba de la muñeca. Media hora después, ya pudo terminar de instalar la persiana, con el pelo revuelto, la camiseta sudada y una sonrisa tonta en los labios mientras yo descansaba en el sofá con la mirada perdida en el techo. Tenía un Red Bull en la mano al que de vez en cuando daba sorbos para tratar de borrar aquel intenso regusto a semen de lobo que me había quedado en la garganta cuando el muy hijo de puta se había corrido por sorpresa y sin avisar. Me había enfadado, por supuesto, pero estaba tan extasiado chupándole la pija que me lo había tragado, haciendo las delicias de un Roier que había gruñido con profundo placer al no verme escupirlo.
Creo que es un buen momento para aclarar algo: no todos los lobos son iguales, sé que lo he repetido un par de veces, pero es algo que deben tener claro. Al igual que con su ropa, su atracción hacia ciertos humanos y sus hobbies, cada Macho tenía sus propios gustos sexuales, que también eran muy marcados y no demasiado flexibles. Digo esto porque puede que crean que todos los lobos cogen como mi Roier, ya que es lo único de lo que les he hablado, pero eso es mentira. En el Luna Llena, los Machos solo se dejan hacer mamadas y te cogen, pero la cosa cambia mucho cuando van a visitarte a tu casa. A Quackity, por ejemplo, le encantaban los preliminares, disfrutar de esa tensión, del roce y los juegos que le dejaban tan empapado que tuviera que escurrir sus pantalones de baloncesto antes de volver a ponérselos; a Serpias, con el que ya había mantenido conversaciones bastante explícitas sobre el tema aunque lleváramos tan solo dos semanas y media charlando de vez en cuando, le excitaba mucho el sexo oral, darlo y recibirlo, así como el control y la sumisión de sus humanos; mientras que Rubius, como ya he dicho, era un completo cerdo al que le gustaba muy sucio: escupir, dar nalgadas, besos profundos con mucha saliva, que le lamieran de arriba abajo sudado y hacerlo muy duro a cuatro patas mientras te tiraba del pelo. Lo único que jamás hacían era dejarse dar por el culo, ya que era una especie de tabú relacionado con sus tonterías de «ser Machos dominantes» y que los humanos debían ser los «sometidos». Pues bien, mi Roier daba muchos mimos, ronroneaba como un gatito y te abrazaba cuando dormía a tu lado, sí, pero no te comía la pija ni el culo. Él solo te la metía como un martillo percutor, duro y sin parar mientras te agarraba con fuerza y te mordía. Como ya dije, le gustaba muchísimo que le pusieran las cosas difíciles, tener que luchar un poco y después hacérselo solo dentro; y le gustaba incluso más si, por en medio, te tragabas alguna de sus corridas; pero jamás ibas a conseguir que te diera besitos y esperara a que dilataras para metértela. Durante el sexo, él era solo un cogedor.
Puede que suene horrible para algunos, puede que piensen que Roier era demasiado egoísta y desconsiderado; pero a mí me gustaba así. No voy a mentir y decir que me hubiera agradado que me la hubiera mamado de vez en cuando, o hacer algún sesenta y nueve, pero yo no necesitaba que me diera besitos ni que me tratara como a una princesa, que se pasara media hora metiéndome el dedo por el culo para abrir paso ni que me abrazara en la postura del misionero. A mí me ponía exitadicimo lo bruto y violento que se volvía, con esa cara de mafioso y envistiéndome como si fuera un puto toro salvaje. Y como Roier era mi lobo y no de ustedes, mi opinión era todo lo que importaba. Si a ustedes les gusta de otra forma, búsquense su propio Macho.
Pero que a mí me gustara, no quería decir que no quisiera poner algunos límites. Así que a la mañana siguiente, mientras cogiamos debajo del edredón nuevo, me limpié mi propio semen de los abdominales y se la metí en la boca entreabierta mientras él seguía jadeando y moviendo la cadera sin parar. El lobo puso una expresión de profundo asco, apretó los ojos y escupió antes de agitar la cabeza.
—¿A QUE NO TE GUSTA? —le grité—. ¡PUES A MÍ TAMPOCO!
Roier se enfadó muchísimo con eso. Me agarró del cuello con una mano y ambas muñecas con la otra antes de rugir como un energúmeno. Llegó cinco veces aquella mañana, así que pueden imaginar lo jodido que estaba de la cabeza; puede que casi tanto como yo. Después se quedó descansando como un héroe de guerra mientras yo me iba tambaleando hacia el baño. El cuerpo me temblaba, tenía moretones en el cuello, mordidas algo ensangrentadas y el culo ardiendo, pero, dios… qué buen sexo.
Ya estaba tomándome mi café y fumando mi cigarro cuando el lobo se levantó, se fue al baño y vino hacia mí con el edredón alrededor de los hombros para abrazarme por la espalda y ronronear en mi pelo.
—Roier avisará a Spreen antes de correrse en su boca… —me prometió en voz baja.
—Más te vale —murmuré sin apartar la vista de la ciudad a lo lejos bajo un cielo plomizo y lluvioso.
Aquella noche de mitad de semana, Quackity vino a verme. No parecía de buen humor y cruzó por delante del ventanal con una expresión seria antes de abrir la puerta de conserjería y mirarme sentado en el sillón. Llevaba una de sus sudaderas deportivas con capucha y unos bombachos negros que, al
igual que sus pantalones de baloncesto, seguían curvándose bastante en su entrepierna.
—¿Hay cerveza? —me preguntó.
—Claro que hay cerveza —murmuré sin apartar la mirada del celular.
El Beta asintió y cerró la puerta tras él para irse directo a la nevera a por una. La abrió, bebió un par de tragos y gruñó por lo bajo antes de sentarse en el sofá.
—Sapnap nos jodió a un cliente muy importante —me dijo.
Dejé el celular sobre la mesa y me giré en la silla, como uno de los archienemigos de James Bond. Solo me faltaba el gato negro que acariciar, porque la sonrisa malvada ya la tenía.
—No me digas… —murmuré—. ¿Qué paso?
—No me hace caso, no me escucha, siempre hace lo que le da la gana y si la caga, solo sabe enfadarse y gritar —empezó a quejarse, bastante indignado mientras gesticulaba con su mano libre—. ¡Amenazo al representante de la mafia con la que llevábamos armas y droga a Canadá! ¡Nos jodio un negocio de millones, Spreen!
—Oh… —asentí. La cosa solo mejora a cada palabra—. ¿Y por qué lo amenazo exactamente?
—¡Yo que sé! ¡El muy pendejo quería subirles el precio de la mercancía, pero cuando se negaron les dijo que les joderíamos los barcos y no les dejaríamos usar nuestro puerto nunca más! ¡Sin permiso de Carola!
—A la mierda… —murmuré antes de llevarme una mano a los labios en una postura reflexiva. Realmente solo trataba de esconder de Quackity el profundo placer que estaba sintiendo en aquel momento. Yo había tenido razón y el Alfa se había equivocado—. ¿Se lo dijiste ya a Carola? —pregunté.
—Sí, claro. Acabo de bajar de su despacho —respondió antes de recostarse en el sofá y negar con la cabeza, todavía dándole vueltas a lo que había pasado—. Ahora está hablando con Sapnap. Espero que le esté dejando las cosas bien claras.
—Yo también lo espero —asentí—. Estas ya no son solo Cosas de Lobato…
Quackity me dedicó una mirada seria, quizá al percibir el retintín macabro de mi voz.
—Sapnap tiene que aprender, Spreen, como todos lo hicimos —me dijo—. Siempre salen un poco estúpidos de su época de lobato.
—¿Vos también amenazaste a un traficante canadiense en tu primer trabajo con la Manada, Quackity? —le pregunté.
—No… —apretó los dientes y ladeó el rostro—, pero yo no era el Alfa de los Lobatos. Quizá a él le cueste un poco más adaptarse.
—Pfff… —negué con la cabeza y miré a un lado, incapaz de creerme lo que escuchaba —. Es increíble que sigas defendiéndolo después de esa cagada. Se lo dije a Carola, le dije que Sapnap no estaba preparado y que iba a darle problemas.
—Hay que darle una oportunidad, Spreen… como te la dimos a ti.
Compartimos una mirada seria que se alargó un par de segundos hasta que yo chasqueé la lengua y terminé por asentir a regañadientes. No quería discutir con el Beta, y menos por culpa de Sapnap, así que preferí cambiar de tema.
—Ya me terminé la serie esa que me dijiste, a Roier le gustó, pero yo sigo creyendo que es una mierd…
—Oh, perdonad, chicos —nos sorprendió una voz al otro lado de la ventanilla.
Me giré en la silla y miré a Aroyitt, con una tímida sonrisa y un jersey que le quedaba tan grande que era evidente que se trataba de uno de los de Carola. Aquello era lo único malo de mi nuevo trabajo y mi proximidad a la Manada; que a veces no dejaban de interrumpirme durante toda la noche, a veces eso me mantenía entretenido y a veces me jodía.
—No molesto, ¿verdad?
—Claro que no, Aroyitt —respondió Quackity por los dos—. ¿Necesitas algo?
—Sí, venía a hablar con Spreen de una cosa —respondió con su voz algo apagada tras el cristal, así que me levanté lo suficiente para deslizar el cristal y oírla mejor—. Oh, gracias —murmuró antes de continuar—: Es por la fiesta de Halloween. Ya estoy empezando a organizarla y nos hacen falta algunas cosas: spray de tela de araña, los platos y vasos de plástico, la…
—Dame una lista e iremos mañana Roier y yo a comprarlo antes de venir —la interrumpí, no por ser maleducado, sino porque sabía que Aroyitt podría pasarse así diez minutos antes de decidirse a pedírmelo.
—Genial —dijo ella con una sonrisa. Después de nuestro viaje juntos, ya sabía perfectamente cómo era yo—. Gracias, Spreen. ¿Podrías dejar libres a un par de los chicos para que me ayuden a montarlo todo, Quackity?
—Claro, no será un problema —respondió el lobo.
—La celebraremos aquí, en el salón grande, así que habrá mucho movimiento estos días, espero que no te importe, Spreen.
—Si limpian lo que ensucian, me da igual.
Aroyitt sonrió un poco elevando tan solo la comisura de sus labios y me dedicó una mirada cómplice.
—Claro, no te preocupes —murmuró—. Gracias, chicos. Era solo eso —se despidió.
Cuando se fue, volví a girarme hacia Quackity, que me miraba mientras bebía su cerveza.
—¿Qué? —le pregunté, encogiéndome de hombros.
—Me gusta mucho el nuevo, Spreen —me dijo entonces.
—No hay un nuevo Spreen —le aseguré.
—¿No? Pues lo parece. Estás mucho más tranquilo y ya no te quejas de todo.
—Te lo dije —le recordé—, solo me enfado cuando me dan razones para enfadarme. Estoy tranquilo porque la Manada ya no me está rompiendo los huevos y riéndose de mí.
—La Manada nunca quiso reírse de ti.
—Ojalá tuviera un bollo de pan ahora mismo para tirártelo a la cara —le dije.
Quackity soltó un jadeo y recostó la cabeza en el respaldo del sofá, con la cerveza entre las manos.
—¿Nunca te vas a olvidar de eso? —me preguntó.
—Jamás…
—Así que vas a seguir negándote a ir a todas las fiestas —concluyó—. Muy bien.
No le había dicho al Beta que acudiría a la de Halloween; primero, porque no quería que se hiciera ilusiones y, segundo, porque era un tema sensible para mí. Trataba de no darle muchas vueltas porque sabía que, si lo hacía, empezaría a encontrar excusas para cambiar de idea y no ir. Me pasó comprando la larga lista de cosas que me había mandado Aroyitt, cuando pasaba por entre las baldas repletas de decoración del supermercado con cara de muy mal genio. Las personas se apartaban de nuestro camino, no estaba seguro de si era por mí o por el enorme lobo que me seguía de cerca tirando del carro. Al contrario de mi, Roier no paraba de sonreír y pararse para mirar cosas que llamaban su atención, entonces las tiraba junto al resto de mierdas que no estaban en la lista. Aquello era lo único que me mantenía adelante, lo ilusionado que estaba mi lobo, porque yo seguía convencido de que era humillante llegar tarde a aquella fiesta para comerse las sobras, beber los restos y bailar en una pista vacía y sucia que la Manada ya había usado.
—Spreen y Roier tienen que ir disfrazados de lo mismo —me dijo él cuando nos detuvimos frente a la sección de disfraces baratos—. Eso hacen los Machos con compañero.
—No vamos a ir de lo mismo, es una puta cagada —murmuré, mirando la sección de XXL en busca de un disfraz que pudiera caberle a un enorme lobo de dos metros.
—Spreen y Roier tienen que ir igual —repitió en un tono más duro y seco, mirándome fijamente con sus ojos cafés de bordes ámbar.
—Te das cuenta de que no va a haber casi nadie para vernos, ¿verdad? — le pregunté, respondiendo a su enfado con más enfado—. Cuando lleguemos ya se habrán ido o estarán demasiado borrachos para prestarnos atención. Así que te pondrás el puto disfraz que te quepa y cerrarás la boca.
El lobo empezó a gruñir, asustando a una señora que estaba al final del pasillo con su nieto, al que agarró de la mano y se llevó a paso rápido de allí.
—¡Spreen es compañero de Roier! —dijo—. Los compañeros de la manada van disfrazados igual que sus Machos…
—Roier… —murmuré, levantando la cabeza y cerrando los ojos—. No me rompas las bolas, porque te juro que me voy a enojar mucho…
Eso terminó con la discusión, hasta que el lobo me vio agarrar un disfraz de policía para mí y después ir a la sección de accesorios sin comprar nada para él.
—Tenes un jersey de cuello alto negro en casa, te comparé un gorro de lana y este antifaz —se lo mostré—, porque es lo único de esta puta tienda que te entra. Nos llevaremos esa porra y ese saco de dinero de broma —le señalé otra parte— y serás un maldito ladrón. Yo me llevaré este disfraz e iré de policía con las gafas de aviador que tengo en casa y estas esposas de juguete. Iremos conjuntados pero no iremos de lo mismo. ¿Te parece bien o vas a seguir comportándose como un puto niño hasta que me enfade de verdad?
Roier atendió mi explicación y siguió con la mirada todo lo que le señalaba, al terminar, me miró a los ojos y asintió.
—Spreen será el chico bueno y su Macho el chico malo… —y sonrió mucho con un gruñido profundo cercano a la excitación—. A Roier le gusta…
—No hay chicos buenos en esta pareja, Roier —le dije, yendo por los accesorios de los que le había hablado—. Si yo fuera agente de verdad, sería el mayor hijo de puta corrupto del cuerpo de policía, te lo aseguro…
Nos lo llevamos todo a la caja y, tras pasar por lo mismo de siempre y seguidos muy de cerca por tres hombres de seguridad, pudimos irnos al Jeep para cargar las bolsas apresuradamente bajo la fina lluvia del atardecer. Cuando aparcamos frente a casa, subimos tan solo la compra y los disfraces, dejando el resto allí para llevarlo al Refugio más tarde. Aroyitt se pasó por la noche para agradecérmelo y pedirme el recibo, que le entregué diciendo:
—Roier se puso a comprar tonterias, si queres no tenes que pagármelas.
—Oh, no pasa nada, está bien —negó junto con un movimiento despreocupado de la mano—. Nunca sobran tonterías que colgar. Lo hacemos con las crías, les hace mucha ilusión.
Asentí y di la conversación por terminada, pero Aroyitt se quedó allí un par de segundos más, jugueteando con el ticket entre las manos y sin dejar de mirarme.
—¿Queres algo más, Aroyitt? —terminé preguntándole.
—No —respondió al momento—. Bueno, sí… emh —se le escapó una risa baja y se llevó una mano al rostro antes de sonrojarse un poco—. Parezco una niña estúpida, perdona Spreen. —tomó aire y me miró—. Había pensado que quizá querrías ir a tomar un café o algo una noche de estas. Me lo pasé muy bien en Nueva York. No con lo de Daisy —aclaró al momento —, eso fue horrible. Me refiero a cenar y charlar y… a tener un poco de espacio.
—Ah… —murmuré cuando al fin terminó, sin cambiar la expresión indiferente de mi rostro, le pregunté—: ¿No haces eso con los demásdemás compañeros?
—No, no mucho. A veces me tomo un café con Mariane después de las clases, o con Amber cuando viene a curar a alguno de los chicos, pero los demás no suelen pasarse mucho por el Refugio a no ser que haya una fiesta o algo así.
—Creía que la Manada estaba muy unida y todo eso.
—Sí, y lo está —afirmó sin dudarlo—, pero… —fue bajando el tono hasta que miró hacia el pasillo para asegurarse de que no viniera nadie—, son los Machos los que tienen lazos fuertes y se relacionan activamente. Los compañeros estamos un poco aquí y allá, cada uno con su trabajo… somos como las mujeres y los maridos de una familia de hermanos, vamos a las cenas familiares, pero eso no significa que nos lleguemos a conocer bien.
A día de hoy, sigo creyendo que aquella explicación es de las más sencillas para entender las relaciones entre compañeros de la Manada: todos formábamos parte de aquella gran familia de lobos y todos teníamos un Macho, pero, al final del camino, no éramos más que desconocidos que charlaban de vez en cuando en las fiestas y con los que podías llevarte mejor o peor. Yo, por ejemplo, tenía mucha relación con algunos de los Machos solteros, pero apenas conocía a compañeros y tampoco es que tuviera ganas ni interés en hacerlo. Aroyitt, por el contrario, sí se esforzaba en tener algún tipo de relación con todos, en parte debido a su papel como compañera del Alfa; pero era algo superficial en la mayoría de los casos.
Lo que realmente me estaba pidiendo Aroyitt aquella noche era una salida de amigos, que la sacara del Refugio y la llevara a alguna parte donde fuera algo más que la mujer del Alfa. La Manada está bien, no se equivoquen, pero a veces queres salir a tomar una copa con otro humano, perderte entre la muchedumbre de desconocidos y, por un momento, no ser solo «un compañero». Solo alguien más.
Chapter 64: COSAS DE LOBATOS: ROBAR, BEBER Y FUMAR
Chapter Text
Fui a buscar a Aroyitt a la noche siguiente, después de que Roier aparcara en la puerta del Refugio y gruñera de nuevo para quejarse. Yo saqué un cigarrillo y le mostré el dedo medio al lobo mientras me lo encendía, lo que solo le hizo gruñir más alto. No habíamos llegado a la puerta del hotel cuando estaba saliendo Aroyitt con una gabardina color camel, botines con tacón, pantalones vaqueros ajustados y un paraguas negro en la mano. Nos saludó a ambos con una gran sonrisa y nos dijo:
—Hola, chicos. Tengo las llaves del garaje —me indicó, alzando la mano para enseñármelas.
Eso solo hizo que Roier gruñera más alto y me mirara por el borde de los ojos. Había invitado a Aroyitt a una cervecería del centro, no muy lejos de allí, para tomar un trago y comer algo. Nada especial ni diferente a lo que podría hacer con Roier. El problema del lobo era que yo me había cortado el pelo aquella misma tarde y «Spreen está muy guapo y él ya tiene Macho».
—Vámonos —le dije a Aroyitt junto con una señal de la mano con la que sostenía el cigarrillo—. Y vos cerra la puta boca —añadí para Roier, porque aquel rollo posesivo no me hacía ni puta gracia.
El lobo levantó la cabeza con orgullo y se adentró en el Refugio, echándome una última mirada discreta a lo lejos junto con un gemidito nervioso.
—Es un jodido celoso de mierda —murmuré, llevándome el cigarro a los labios y empezando a caminar junto a Aroyitt.
—Carola también lo es —me aseguró ella, poniéndose a mi lado—. En general, los Machos son muy posesivos con sus compañeros, no te tomes a mal lo de Roier.
—Me lo tomo a mal porque parece que no confía en mí.
—Yo también me pongo celosa, Spreen, no es cuestión de confianza — negó ella mientras girábamos hacia una entrada de garaje en la que la mujer introdujo la llave para abrir el portón—. Cuando Carola se va a vigilar a los lobatos al Luna Nueva los días que abren al público, no puedo evitar ponerme un poco nerviosa al imaginarme a algún humano acercándosele demasiado. Sé que él jamás me engañaría, porque los lobos no hacen eso, pero aún así me pasa siempre. Es algo que no puedo controlar.
No dije nada sobre eso, solo seguí fumando mientras nos adentrábamos en la penumbra del garaje, repleta de más todoterrenos en dirección a la sección reservada para las motos. No había tantas porque la gran mayoría eran de los lobatos, sin embargo, entre aquellas mierdas de bicicletas grandes con motor, estaba mi pequeña preciosidad. La había llevado allí cuando había dejado de usarla para ir al trabajo, negándome a dejarla desprotegida noche tras noche en mi barrio repleto de criminales. Si, por alguna razón quería usarla, solo tenía que pedirle a uno de los chicos que me fuera a buscar las llaves del garaje. Yo no podía tener unas, por supuesto, porque no era de la Manada.
—¿Fuiste en moto alguna vez? —le pregunté a Aroyitt, entregándole un casco. Ella negó con la cabeza—. Agárrate fuerte y no hagas movimientos bruscos. Iré despacio.
Al parecer, mi concepto de «despacio» no se ajustaba al de Aroyitt, quien llegó con cara de miedo a la entrada del local, bajando de la moto con dificultad antes de quitarse el casco y mirarme como si estuviera loco. Yo sonreí y me encogí de hombros. Entramos en la cervecería repleta de gente un jueves de noche, pedimos un par de cervezas, algo que comer y nos sentamos en la barra. No hicimos nada especial, solo charlamos y bebimos, después salimos a fuera para que yo pudiera fumar y nos volvimos al Refugio. Aroyitt se despidió con otra gran sonrisa y un agradecimiento y yo fui a mi puesto de trabajo para tumbarme en la silla y poner las piernas sobre la mesa de pino. A la media hora, recibí una llamada que me sorprendió un poco, ya que el Alfa no había vuelto a hacerlo desde la visita de Sapnap.
—¿Qué queres, Carola? —le pregunté.
—¿Ya habéis vuelto? —preguntó él—. ¿Se le ha acercado algún humano a Aroyitt?
Puse los ojos en blanco y respondí:
—No.
—Gracias. Era solo eso —y colgó.
Eso fue incluso sutil comparado con cuando llegó Roier, con la cabeza muy alta y expresión muy seria, se me acercó y me olfateó antes de volver a incorporarse y declarar:
—Bien.
—¿Volviste antes de tu trabajo solo por eso, Roier?
—No… —mintió.
Así son los lobos. De todas formas, aparte de aquella cena con Aroyitt, el resto de la semana fue bastante tranquila. Como me había dicho ella, hubo un poco más de movimiento en el edificio debido a los preparativos de Halloween, pero nada que supusiera más trabajo para mí ni que me molestara «directamente». Digo eso porque sí tuve un par de interrupciones de mi rutina de no hacer nada cuando Axozer venía a verme. El lobo rubio de ojos azules era uno de los que Quackity había mandado a ayudar a Aroyitt, así que se pasaba por conserjería en los descansos, me saludaba con un leve movimiento de cabeza, tomaba una de las cervezas de la nevera y se sentaba en el sofá a beberla. Así, sin más. En una ocasión trajo con él a otro lobo que no conocía, y entonces fue cuando aparté la mirada de la pantalla del ordenador y les dije:
—Saben que esas cervezas las pago yo, ¿verdad?
—¿Te importa darle una a Finn? —me preguntó Axozer, ya de camino a la nevera.
Miré al otro lobo, un hombre tan grande y fuerte como todos los demás, con camiseta de manga larga muy ajustada, cadena plateada por encima y un rostro rectangular y anguloso. Era atractivo, por supuesto, pero de una forma que a mí no me atraía demasiado; cosa que recordaba de cuando le había visto en la cola aquella vez que había venido a entregar las tartas al Refugio. Él había sido uno de los lobos que no me habían ni mirado a los ojos, al contrario que ahora, que respondió a mi mirada e hizo un cabeceo a forma de saludo.
—Hola, Spreen —dijo, acercándose para extender su enorme mano callosa hacia mí—. Yo soy Finn, Macho Común de la Manada.
Tardé en responderle, primero, porque algo dentro de mí exigía venganza, y segundo, por lo sorprendido que estaba de que un lobo se presentara formalmente. Después decidí responder a su apretón de manos e hice una señal con la cabeza hacia la nevera, diciéndole que podía tomar una cerveza si quería. Finn se había presentado, me había tratado con respeto y me había mirado a los ojos, así que yo había hecho lo mismo por él. Ni más, ni menos.
El sábado llegó el gran día y el mundo se llenó de estúpidos disfraces y pelotudos paseando a sus hijos de un lado a otro con cestas de caramelos con forma de calabazas. En la cafetería nos regalaron una galleta con el dibujo de un murciélago junto con el pedido de siempre, lo que no compensó la cantidad de personas y ruido que había allí. A Roier no pareció incomodarle, incluso se lo pasaba bien mirando los disfraces, pero yo no podía dejar de poner cara de asco y mirar a todos lados con desprecio. No soportaba a los niños gritones, a los padres que los ignoraban y la decoración sobrecargada que nos rodeaba. Cuando terminé mi sándwich y mi café, le hice una señal al lobo para que se levantara y nos fuéramos de allí lo antes posible. Pasamos por la tienda de comida donde nos atendió la misma chica de siempre, pero con un disfraz de algún tipo de enfermera sangrienta con máscara de goma.
—Tengan una terrorífica noche, chicos —nos deseó.
—Ándate a cagar —respondí.
Al llegar a casa, saqué el tupper del lobo y se lo dejé en la mesa junto con una cerveza antes de irme a fumar a la puerta de emergencia con otro café recién hecho en la mano. Halloween nunca me había importado, solo era otra celebración más en la que robar a desconocidos demasiado borrachos para darse cuenta de que sus carteras habían desaparecido. Sin embargo, aquel día yo estaba más irascible de lo normal y era solo por la puta fiesta de la Manada. Mis pensamientos más oscuros y mi orgullo había vuelto a salir a la superficie como un volcán en erupción, arrasando todo a su paso.
El lobo llamó mi atención con un gruñido, sacándome por un momento de mis pensamientos. Solté la última calada del cigarro y tiré la colilla hacia el callejón antes de volverme. Roier se había movido ya al sofá tras hincharse de arroz con pollo. Movió la manta para decirme que me tapara a su lado y, cuando lo hice, ronroneó de pura felicidad mientras se acomodaba contra mi cuerpo. Por una vez, no había puesto uno de sus programas de jardinería o bricolaje, sino que había dejado la típica programación de Halloween, repleta de películas malas de miedo o noticias sobre la fiesta. Me quedé viéndolas mientras atardecía y el sol anaranjado se colaba por los ventanales, llenándolo todo de un fulgor rojizo en el que flotaba el polvo. Hice un gran esfuerzo por no pensar en lo que no debía pensar, porque me conocía y sabía que, como empezara con aquel círculo de negatividad y rabia; acabaría mandándolo todo a la mierda y negándome a ir. Roier se despertó hora y media después, dejando de roncar como un puto cerdo para parpadear, limpiarse la baba que le había caído por un lado de la boca y gruñir por ningún motivo aparente. Entonces se giro hacia mí y me frotó el rostro contra la sien, cuando moví el rostro me acarició la mejilla y, después, me dio un beso en los labios. Se me escapó un murmullo bajo y, sin más, deslicé una mano desde su pecho hacia el interior de su pantalón de chándal; entonces Roier sí que gruñó por un buen motivo, uno que ya estaba muy duro y empapado mientras yo lo frotaba.
—Spreen… Spreen… —empezó a jadear antes de apretar los dientes, mover más la cadera para hundirme la pija en la boca y producir un ruido ronco mientras se corría.
Esperé a que terminara y después levanté la cabeza para escupir el semen al suelo.
—Así me gusta, capo… —le felicité, montándome encima para que me la metiera.
Al terminar nos quedamos allí aunque la inflamación ya hubiera terminado hacía un buen rato. Yo todavía estaba a horcajadas sobre él, con la cabeza apoyada en su cuello y jugueteando distraídamente con los mechones de su pelo. El lobo me abrazaba y miraba la tele, o eso creía, porque no podía verlo, solo sabía que no se había quedado dormido de nuevo. Aquella tarde no había clases de Doctor Lobo, ni teníamos prisa por ir a trabajar, así que nos lo tomamos con mucha calma; nos duchamos juntos, le afeite la barba a Roier, revisé una herida en el costado para echarle más pomada, cenamos en la cocina y, finalmente, nos pusimos los putos disfraces. El de Roier parecía un poco improvisado con cosas de andar por casa, a excepción del antifaz, la porra y el saco de dinero. El mío simplemente parecía cutre. La tela era mala y barata, la chapa de policía era solo un plástico fino con forma y el gorro era más grande de lo que debería. Aún así, me puse unas gafas de espejo y el resultado fue el de siempre: un hombre demasiado guapo como para fijarte en su ropa de mierda. Aquello era lo único bueno que me había dado mi madre en la vida: unos ojos amatistas y la cara de un ángel pecador.
Con todo hecho, solo quedó esperar. Sí, teníamos que esperar a que nos enviaran un mensaje diciendo que «ya podíamos ir». Otra cosa en la que evitaba pensar mientras fumaba de nuevo frente a la puerta de emergencia.
Ya era noche cerrada, pero no llovía, así que los niños habían podido salir a pedir caramelos sin miedo a terminar empapados; no en mi barrio, por supuesto, porque nadie te abría la puerta y, si lo hacían, quizá te dieran jeringas usadas o te acuchillaran.
El sonido del celular sobre la mesilla de la yucca me sorprendió todavía fumando. Roier saltó del sofá y me miró a la expectativa. Me incliné y chasqueé la lengua al ver el número de «Hitler Lobo» y el breve mensaje que decía: «Podéis venir ya». Por un momento hasta había pensado que nos avisarían tan tarde que yo tendría una maravillosa excusa para no ir, pero, al parecer, aquella noche me humillaría delante de todos solo por ver a Roier feliz; y si eso no era amor, no sabía lo que era.
Le hice una señal afirmativa al lobo, que ya fue en dirección a la puerta con una sonrisa en los labios. Lo seguí sin tirar el cigarrillo, porque todavía lo necesitaba. Me fumé un segundo en el Jeep y me obligué a acallar esa horrible sensación que me atenazaba las entrañas. Como alguien me dijera algo, como uno de ellos, quien fuera, me insultara… se iba a acabar el Spreen amable y tranquilo. De eso podían estar seguros. Roier aparcó el todoterreno y yo salí de él dando un portazo seco y con expresión muy seria. No había nadie en la entrada, pero sí estaba decorada con fantasmas de papel y calabazas, al igual que el pasillo y la puerta abierta de la sala. Entré con la cabeza muy alta, apretando los dientes y prometiéndome a mí mismo que prendería fuego al puto edificio como volvieran a humillarme.
Bien, la fiesta era… ridícula. Sí, creo que esa es la palabra: ridícula. Era como una puta celebración de instituto con decoración por las paredes, manteles de calabazas con aperitivos y bebidas, algunos esqueletos, luces demasiado brillantes y algo de gente reunida en pequeños grupos esparcidos por la sala. Por los altavoces sonaba Monster Mash y había un par de lobos con disfraces incluso peores que los nuestros bailando, espero que demasiado borrachos como para darse cuenta de lo que hacían. Roier gruñó con placer a mis espaldas y me empujó un poco para señalarme la dirección en la que estaban Carola y Aroyitt. Tardé un par de segundos en moverme, todavía demasiado impactado por aquello. La verdad es que, si querían dar miedo con esa fiesta, lo habían conseguido, porque yo estaba horrorizado.
El Alfa y su compañera nos vieron acercarnos y nos saludaron, Aroyitt con una amplia sonrisa y Carola con un simple cabeceo. Ambos iban disfrazados de piratas, ella llevaba sombrero y el Alfa un pañuelo negro con una calavera en la cabeza.
—Carola —le saludó Roier junto con un cabeceó—. Aroyitt —añadió después.
—Hola, Roier —respondió el Alfa antes de mirarme de arriba abajo y poner una mueca de disgusto—. Spreen…
—Carola —le dije sin pararme mucho—. Aroyitt —asentí.
—Qué disfraces más graciosos —nos dijo ella, terminadas ya las presentaciones que requería la etiqueta lobuna.
—Sí, Roier tiene la porra y yo las esposas —murmuré.
La mujer soltó un jadeo y sonrió antes de negar con la cabeza, ya demasiado acostumbrada a mis bromas sórdidas y a mis comentarios de mal gusto.
—¿Queréis algo de beber? —nos ofreció—. Solo quedan refrescos, los lobatos se llevaron toda la cerveza y escaparon corriendo.
—Cosas de Lobatos —dije, mirando a Carola quien, por su expresión y postura rígida, no estaba nada contento de verme allí—. ¿Verdad?
—¿Quieres que me enfade esta noche, Spreen? —me preguntó él—. Porque no estoy de muy buen humor…
—¿Tanto te jode que esté acá?
—No toda mi vida gira en torno a ti —declaró.
—Pues a veces lo parece —respondí.
—Chicos, por favor —nos pidió Aroyitt, levantando las manos mientras nos miraba al uno y al otro intermitentemente—. Nos hace mucha ilusión que hayas venido, Spreen, os estábamos esperando para ver las películas pero, por favor —me miró—, Carola tiene muchas cosas en la cabeza ahora mismo.
Puse los ojos en blanco pero, tras mis gafas de espejo, no pudo verse. Le hice una señal a Roier para que nos fuéramos a las mesas de aperitivos y me despedí de la pareja con un vago gesto de la mano. Mi lobo se despidió con otro cabeceo y me siguió a la mesa, gruñendo con felicidad al encontrarse con los restos de una bandeja de bollos con forma de calaveras.
—Son los brownies de Stephen —me explicó con la mitad de uno ya en la boca.
—¿Stephen el contable? —pregunté, poco interesado en los dulces y demás golosinas festivas.
Roier asintió, terminando de masticar el brownie para tomar el último que quedaba y repetir el proceso. Yo me moví un par de pasos hacia la bandeja repleta de sándwiches de diferentes sabores, entre ellos, uno de decente queso de untar con mermelada.
—No me lo puedo creer… —dijo una voz familiar a nuestro lado, rodeando los hombros de Roier con un brazo antes de quedarse mirándome —. El que no venía a las fiestas está aquí… y sin avisar a su mejor amigo del mundo.
—Dejate de joder, Quackity —respondí sin mirarlo, seleccionando otro sándwich de crema de maní antes de girar el rostro para mirarlo. El Beta pecoso estaba igual que siempre, a excepción de unas gafas falsas con nariz y bigote que se había puesto.
—¿Cómo me reconociste? —preguntó con una fingida expresión de sorpresa, lo que, por desgracia, consiguió arrancarme una leve sonrisa.
—Solo por tu peste y tu comentario sarcástico —respondí.
—Ah… —comprendió, apretando el hombro de Roier para atraerlo un poco más hacia él y decirle más de cerca—: Mi agradable humor y mi carisma siempre me delatan.
—¿Y cómo reconociste a Roier con el antifaz? —le preguntó el lobo con la boca llena y manchada de migas de chocolate.
—Porque ibas al lado de un policía con cara de muy mal humor — respondió, señalándome con el pulgar—. Y todos sabemos lo mucho que te gustan los problemas… —y me dedicó una sonrisa.
—Sí… —el lobo sonrió mucho e infló su pecho bajo el jersey negro de cuello alto—. A Roier le gustan mucho los problemas…
—Vengan, estamos esperando a que pongan las películas. Será divertido — nos invitó Quackity, separándose de Roier para señalarnos el grupo reunido en la distancia.
Dudé en ir, pero Roier gruñó de forma afirmativa y agarro un par de aperitivos más antes de mirarme. Mastiqué un trozo de sándwich que tenía en la boca y después tome una bocanada de aire antes de asentir. El grupo no era numeroso y ya conocía a la mayoría de lobos que estaban allí, casi todos solteros a excepción de Finn, acompañado por una mujer de pelo moreno y cuerpo rellenito, y otra pareja disfrazada de doctores que se presentaron como Noni el Macho Común y su compañera Clara.
—¿Estaban jugando a la ouija o algo? —les pregunté, sentándome encima de Roier porque no quedaban más asientos libres que un sillón viejo. El lobo gruñó con placer a mi espalda y me rodeó el cuerpo con un brazo mientras seguía llevándose comida a la boca con el otro.
—No, solo contábamos historias de miedo —respondió Quackity, pasando la mesa baja con las bebidas para sentarse en su sitio del sofá—. ¿Se saben alguna?
—Sí —murmuré—, trata sobre un chico que era feliz y entonces fue a un club de lobos, un boludo apestoso y enorme se enamoró de él y se mudó a su casa, y ahora el pobre joven está condenado a darle de comer para siempre. A que si da miedo…
Mi comentario causó dos reacciones: sorpresa y risa, dependiendo si el que la había oído me conocía o no lo suficiente para saber que bromeaba.
—Okay, eso me hizo gracia —me felicitó Quackity, uno de los que más se habían reído—. Pero yo me sé una incluso mejor…
Contar historias de miedo en mitad de una fiesta de instituto, no era lo más aterrador del mundo, pero al menos fue entretenido hasta que Aroyitt se acercó para decirnos que ya estaban listas las películas. La fiesta había empezado a la tarde, pero algunos lobos y sus compañeros se habían quedado para la pequeña sesión de cine de terror que proyectaban en una de lloro las paredes. Empezó con «La Casa Maldita» y después «La Muñeca». Había momentos de tensión y sustos, pero resultó más gracioso que aterrador. Quackity, Noni y yo éramos de esas personas que no dejaban de soltar comentarios sarcásticos, arruinando el ambiente por completo.
—Si te vas a vivir a un antiguo orfanato y hay niños malditos, es solo tu puta culpa —dijo Noni, rodeando con el brazo a su compañera Clara, la que sí parecía estar tomándose la película en serio—. Es imposible que no lo veas venir.
—Lo que es imposible es que se pueda pagar una puta mansión de dos plantas y sótano con un trabajo de diseñadora gráfica —respondí yo.
—Está claro que vende droga, porque no se lo vio tocar el portátil en toda la película —dijo Quackity, comiendo de una de las bolsas de palomitas que habían repartido.
—¿Te imaginas que al final esclavice a los niños fantasma y los encierre en el sótano para cortar cocaína?
Quackity se rio tan alto que asustó a un par de personas.
—Entonces se convertirá en una de mis películas favoritas —me aseguró.
En un breve descanso entre una película y otra, decidí salir un momento afuera a fumar. Roier me preguntó sin palabras si quería que me acompañara, pero yo me negué y le dejé allí sentado. Me encendí el cigarro de camino y eché la primera calada al aire fresco de la noche. La puerta sonó a mis espaldas y no me volví, creyendo que sería otro de los lobos que había tenido la misma idea que yo. Sin embargo, una figura enorme se detuvo a mi lado, a apenas un paso, con los brazos cruzados sobre su chaleco de pirata, una fuerte peste ácida y la mirada perdida al frente. Ninguno de los dos dijo nada en todo un minuto, ignorándonos mutuamente hasta que el Alfa murmuró:
—¿El disfraz es a propósito, Spreen?
—Sí, me lo puse porque es una fiesta de disfraces —respondí—. ¿El tuyo no? ¿Esta noche decidiste que querías ir de pirata porque sí y coincidió que era Halloween?
Carola gruñó y apretó la mandíbula.
—Así que me has usado esta fiesta para poder joderme un poco más… —dijo—. Pues que sepas que será la última vez.
Solté un tranquila bocanada de humo y ladeé el rostro lo suficiente para poder mirar al Alfa por el borde de los ojos. Pasaba algo raro con él, no que fuera un idiota, porque eso era lo normal; me refería a que parecía incluso más irascible y molesto que de costumbre.
—No sé de qué mierda me estás hablando, Carola.
Él respondió a mi mirada con una de sus expresiones enfadadas y serias.
—¿Ahora vas a decirme que el disfraz de policía es casual?
—Era el más barato de la tienda —respondí—. ¿Tenés algún problema con eso?
—Creía que, al menos, ya habíamos dejado atrás esa época en la que te…
—Carola —le interrumpí, girándome hacia él—. No sé qué puto problema tenés, pero yo solo compre el maldito disfraz para venir con Roier a los restos de la fiesta de Halloween. Esa a la que ni siquiera me dejaste venir hasta que todos se hubieran comido los aperitivos y se hubieran largado. Así que no me rompas las pelotas.
El Alfa pareció dudar de mis palabras durante un par de segundos, después soltó un bufido y volvió la vista al frente.
—Un disfraz de policía justo cuando tenemos tantos problemas con ellos… es demasiada casualidad, ¿no te parece, Spreen?
Fumé otra calada sin dejar de mirarlo y eché el humo a un lado.
—No sé nada de eso, solo que hubo una redada en el casino la semana pasada.
Carola volvió a quedarse en silencio antes de asentir un par de veces, como si estuviera respondiendo a sus propios pensamientos.
—Entonces, no sabías que han encontrado la tienda de caramelos y están siguiendo a algunos de mis Machos, ¿verdad? —me dijo—. Porque venir disfrazado de policía parece esa clase de gilipollez infantil que tú harías por joderme.
—Mmh… —murmuré—. La verdad es que sí, es algo que yo haría — reconocí—, pero esta vez fue solo casualidad. —Me llevé el cigarrillo a los labios y me metí una mano en los bolsillos del pantalón—. La policía siempre tiene un ojo puesto en nosotros —añadí antes de encogerme de hombros. El uso de «nosotros» no había sido algo casual—, somos como una especie de mafia para ellos. No sé si te diste cuenta.
—Sí, Spreen, eso ya lo sé, pero esta vez parece que saben un poco más de nosotros de lo que creía y que es algún tipo de operación secreta, porque los topos que sobornamos en las comisarías no saben nada al respecto.
—Oh… —arqueé las cejas—. Y vos crees que fuí yo… —asumí.
—Yo no he dicho eso —respondió con enfado, girando el rostro hacia mí—. Una de las pocas cosas que no temo de ti, Spreen, es que nos traiciones. Quizá sea la única cosa que no creo que fueras capaz de hacer —recalcó al final.
—Primero de todo: ándate a cagar —respondí. Aquello podría haber sido un halago, pero el Alfa se había asegurado de darle un giro ofensivo para hacerlo parecer otro de sus insultos velados—. Segundo: que les hayan contado cosas de nosotros no es algo tan raro. Puede que hayan atrapado a uno de vuestros clientes, normalmente rebajan la condena por cooperar con la policía y contarles algunos secretitos. O puede… —añadí tras un breve silencio—, que un traficante canadiense muy enojado haya filtrado información…
Carola gruñó por lo bajo y me miró fijamente mientras yo fumaba tranquilamente frente a él. Creí que me iba a seguir insultando, pero me preguntó:
—¿Cómo sabes lo del traficante?
—Algunos Machos me cuentan cosas —me encogí de hombros.
—Pero no sabías lo de la policía… —entrecerró los ojos y puso una mueca escéptica.
—Penza lo que de te de la gana, Carola —concluí, sin ganas de ponerme a discutir en aquel momento con el Alfa. Fumé la última calada del cigarro y arrojé la colilla hacia la carretera—. Pero si vas a desquitar tu enojo conmigo y a volver a sospechar de mí, avísame, así estaré preparado para recoger mis cosas de la conserjería y largarme —le dije antes de girarme en dirección a la puerta.
No esperé a escuchar su respuesta, simplemente me fui de allí para volver a la fiesta, sentarme de nuevo sobre Roier y mirar la mierda de película, casi tan mala como la primera. No es que me hiciera especial ilusión, ni hubiera cambiado de idea al pensar que aquella celebración era mala; pero seguía siendo mucho mejor de lo que me había imaginado que sería. Nadie me trataba como a un desconocido, nadie me ignoraba y nadie creía que yo no debería estar allí con mi lobo. Después de todo lo que había vivido, ese era un cambio bastante agradable del que quería disfrutar un poco. Más aún ahora que estaba seguro de que Carola me acabaría dando problemas de nuevo.
Cuando la fiesta se terminó tras aquella segunda película, nos despedimos del resto y nos fuimos cada uno por su lado. Los Machos con compañero de vuelta a sus Guaridas y los Machos Solteros al Refugio o quizá a visitar a alguno de sus humanos. No era tan tarde, después de todo, y aún quedaban al menos dos horas antes del amanecer. Roier y yo las pasamos tumbados en el sofá, cogiendo y finalmente en la cama hasta que al día siguiente nos despertamos sumergidos en el agradable calor del nuevo edredón que, por supuesto, ya apestaba a Roier como nada en la casa; a excepción de mí. Tras Halloween, la resaca de la celebración dejó unas calles vacías y locales tranquilos, tan solo ocupados por algunos valientes que habían decidido levantarse a media tarde y tomar un café, como nosotros habíamos hecho. En la tienda de comida ya habían limpiado las telarañas de mentira y quitado las putas calabazas del mostrador, así que solo quedaban algunos rastros de pegotes de pegamento en la pared, allí donde habían pegado las brujas, los esqueletos y los murciélagos. Al volver a casa, le preparé su bandeja de cerdo a la brasa al lobo junto con la cerveza y me fui a la puerta de emergencia a fumarme mi segundo cigarrillo del día junto mi tercer café de la tarde.
En mitad de aquel momento de calma, el celular empezó a vibrar sobre la mesilla de la yucca. Me incliné para ver quién llamaba y chasqueé la lengua mientras el lobo me miraba desde la barra de la cocina, con la boca llena de cerdo y los labios empapados en grasa.
—¿Ya te decidiste? —le pregunté.
—Hola, Spreen —respondió el Alfa, ignorando mi pregunta—. Últimamente estoy bajo alguna presión y eso afecta a mi carácter. Supongo que es algo que comprenderás…
Solté un murmullo y me llevé el cigarrillo a los labios, mirando la ciudad a lo lejos bajo un cielo todavía repleto de nubes plomizas.
—Me gustaría hablar contigo esta noche, cuando llegues al trabajo.
Tardé un par de segundos en responder:
—Iré a verte cuando llegue.
—Bien —dijo el Alfa, después, simplemente colgó.
—¿Quién era? —quiso saber Roier a mis espaldas.
—Carola —murmuré—. Quiere contarme sus mierdas, enfadarse porque no le gusta lo que le digo y después echarme la culpa de que yo tenga razón.
—Alfa escucha a Spreen. Bien.
—Sí, de puta madre…
Un rayo cayó a lo lejos, entre las nubes, y su sonido llegó con retraso hasta la Guarida, seguido de una lluvia intensa que cayó con fuerza sobre la ciudad. Tiré el cigarrillo hacia el callejón y cerré la puerta antes de que la tormenta llegara a la afueras.
Otra tormenta más grande se estaba avecinando, pero esa tardamos en verla venir y, cuando lo hicimos, ya era demasiado tarde.
Chapter 65: COSAS DE LOBATOS: ES MÁS QUE UNA EXPRESIÓN
Chapter Text
Como había prometido a Carola, nada más llegar al edificio de oficinas, dejé mi chaqueta empapada sobre la silla de conserjería y salí en dirección a su despacho. Llamé dos veces y abrí la puerta para verle sentado tras su escritorio blanco, con la cabeza gacha y la mirada perdida hasta que me oyó; entonces levantó los ojos hacía mí y se incorporó un poco antes de asentir.
—Siéntate —me invitó, como si yo no estuviera yendo directamente a sentarme sin necesidad de que me dijera nada—. He pensado en lo que me dijiste ayer —continuó entonces—, sobre la venganza del traficante. Es lo mismo que había pensado yo, aunque no tengo pruebas que lo demuestren. ¿Tú las tienes, Spreen?
—No, pero es lo que yo hubiera hecho —respondí con mi expresión indiferente de siempre—. ¿Vos no?
—No si tuviera pensado retomar mis relaciones con la Manada y querer llegar a un nuevo acuerdo. Nosotros controlamos el puerto, así que si quiere seguir traficando en la ciudad, tiene que ser con nuestra ayuda.
—No van a negociar más con nosotros, Carola —le dejé bien claro—. Un maldito mocoso los insulto y los amenazo con que iba a quemar sus barcos y a no dejarlos usar el puerto. Tenés suerte de que fuera canadienses, porque un norteamericano ya le habría disparado cinco putos tiros en toda la cara.
—Sapnap no tenía mi apoyo para hacer eso, confiaba en que si Ben hablaba con ellos y se lo explicaba, podíamos…
—No —le interrumpí—. Si vas llorando detrás de ellos, van a querer que te bajes los pantalones para cogerte por el culo. Déjalos marcharse, ya están perdidos.
Carola entrelazó los dedos a la altura de los labios y me miró en silencio durante un par de segundos.
—Llevamos años trabajando con ellos, Spreen, son un «cliente» importante de la Manada —me recordó—. No creo que haga falta que te diga la cantidad de dinero que ganábamos a su costa.
—Peor aún —murmuré y, antes de que agachara la cabeza para dedicarme una de esas miraditas por el borde superior de los ojos, continué —: Nunca estuve en una mafia, Carola, pero sí en algunos gropos callejeros. Cuando nos insultaban, nos vengábamos, y si querían disculparse, pensábamos que eran unos débiles de mierda y les jodíamos incluso más. Así es como funciona, ya deberías saberlo.
El Alfa gruñó por lo bajo y tensó la mandíbula.
—Ya sé cómo funciona —me aseguro con tono duro—. Yo ya era Alfa cuando tú todavía te cagabas en los pantalones, Spreen.
Fruncí el ceño y ladeé la cabeza con curiosidad.
—¿Cuántos putos años tenés?
—Casi el doble que tú.
—¿Tenes cincuenta años, Carola? —no conseguí que no sonara tan impresionado como me sentía de descubrir aquello.
—He dicho «casi» —me recordó.
—¿Cuarenta? —insistí.
—No te he hecho venir para discutir mi edad, Spreen —me dijo—, te he hecho venir para que me digas lo que piensas sobre la situación actual. Yo también creo que los traficantes canadienses nos han traicionado, pero confiaba en que pudieran ser razonables y no llevar esto a otro nivel. Uno más peligroso…
—Uno más peligroso… —repetí antes de asentir lentamente con la cabeza—. Mira, Carola, el problema es que cuando te dedicas a la extorsión y al tráfico de armas y droga con otras mafias, las cosas se suelen poner «peligrosas» a veces.
—¡Eso ya lo sé! —rugió, golpeando la mesa con el puño y produciendo un ruido grave que llenó el despacho.
Sus palabras dejaron un profundo silencio que se alargó todo un minuto. Yo seguía sentado con mi expresión de siempre, pensando en levantarme e irme, pero Carola había cerrado los ojos y se había llevado una mano al rostro para masajearse la frente entre el índice y el pulgar. Tomo una bocanada de aire y me volvió a mirar.
—¿Podrías dejar de decirme cosas que ya sé y de tratarme como si fuera un novato que no conociera el negocio, Spreen?
—Si ya sabes todo lo que te digo, ¿para qué mierda me llamas? —le pregunté.
—Te llamo para que me digas lo que piensas.
—Muy bien —di un golpe con ambas manos sobre el reposabrazos y me incliné hacia delante, apoyando los codos en las rodillas para mirar más de cerca al Alfa—. ¿Sabes lo que pienso, Carola? Pienso que Sapnap la cago y nos hizo perder a un cliente importante que no va a volver y al que nosotros no vamos a pedir perdón porque sería estúpidamente ridículo. Pienso que me llamas pero no sabes lo que queres: te jode que tenga razón y te enojas, pero solo conmigo, claro. Sapnap estará riéndose y pasándosela bomba en su nueva vida de Macho de la Manada porque él tenía razón y da igual lo que haga, porque vos vas a excusar y resolver todos sus problemas. Y pienso que es mejor que dejes de llamarme, porque te juro por dios que estoy a nada de mandarte a la concha de tu re putisima madre y no quiero. Te prometo que no quiero hacerlo, Carola, pero estoy muy, muy cerca —le advertí.
Para mi sorpresa, el Alfa mantuvo el tipo durante todo el discurso y, cuando terminé, solo se recostó en su sillón y se cruzó de brazos sin dejar de mirarme.
—Ya me he encargado de Sapnap —me dijo—. Le he degradado al almacén y le he dicho que estoy muy decepcionado con él, pero ahora que la ha cagado y ha demostrado que no está preparado para formar parte activa de la Manada, le toca a los adultos resolver el problema; por eso te hago llamar, porque, de vez en cuando, dices cosas con sentido y eso me ayuda a tomar decisiones. Lo que no necesito es que me recuerdes cosas que ya sé, como si tú supieras más de la vida que yo, porque eso me pone de los putos nervios. Así que relajémonos un poco, los dos, y mantengamos este… acuerdo al que hemos llegado tú y yo. ¿Te parece bien?
—Yo no soy el que está poniendo en riesgo el acuerdo, Carola —le aseguré.
—He dicho que ya basta —respondió, con un tono más duro esta vez—. Estos son asuntos de la Manada, Spreen, dejemos nuestras diferencias a un lado —dicho esto, tomó una profunda respiración y me preguntó—: ¿Cómo resolverías tú este problema?
—No hay nada que resolver —negué con la cabeza—. Sapnap arruinó las relaciones con los mafiosos canadienses y ellos se vengaron de nosotros filtrando información a la policía. No podemos saber cuánto les dieron, pero posiblemente haya sido sobre el puerto, quién trabaja allí y cómo funciona. Solo tuvieron que seguir a un par de Machos para descubrir los casinos, la tienda de caramelos y puede que hasta el Refugio. Es el momento de esconderse, averiguar qué saben y que no y retomarlo desde ese punto.
El Alfa apretó la mandíbula pero, esta vez, no fue por mi culpa. Bajó la mirada a la mesa y después recostó la cabeza sobre el respaldo antes de cerrar los ojos en su postura pensativa.
—No podemos dejar el puerto, Spreen, es demasiado importante. Es uno de los puntos clave de nuestro territorio, ganamos muchísimo dinero con los sobornos y el control de lo que entra y sale o no de la ciudad. Una Manada enemiga podría aprovechar la oportunidad para quitarnos ese poder y algo así desencadenaría en una guerra que no queremos ni necesitamos.
—Entonces, ten por seguro que harán más redadas y seguirán a más Machos y, como atrapen a alguno infraganti con el coche lleno de caramelos o armas… se lo van a llevar.
—Nos gastamos muchísimo dinero en abogados para que eso no ocurra, pero si nos invaden Machos de otra Manada, tendremos que resolverlo con violencia. Alguno de mis chicos podría morir.
—No podes resolver los dos problemas a la vez. La policía usa esa misma táctica con las pandillas rivales, desestabilizan el equilibrio de poder y después miran como se destruyen entre ellas. Para cuando terminan, están tan debilitadas que son muy sencillas de detener. O te centras en no perder territorio, o en mantenerte a la espera de que la investigación que nos están haciendo llegue a un punto muerto.
El Alfa gruñó y golpeó de nuevo la mesa con el puño, moviendo todo lo que había sobre ella, incluido un bolígrafo que se deslizó hasta caer al suelo. Entonces Carola se inclinó hacia delante y apoyó los codos antes de frotarse el pelo.
—Nunca pensé que Sapnap sería tan gilipollas… —murmuró—. Entrometerse entre la Manada y la mafia, ¿en qué coño estaba pensando?
—Ya es tarde, Carola —respondí—. La Manada va a tener que esconderse en su propio territorio y agachar la cabeza como las ratas. Ahora la policía sabe cosas y está claro que invirtieron tiempo y dinero público en una operación secreta para jodernos.
El Alfa apretó los puños y volvió a golpear la mesa con fuerza antes de gruñir como si estuviera a punto de saltarle al cuello al primero que se cruzara en su camino, pero yo me levanté tranquilamente de la silla y me quedé de pie frente a él.
—Te daré otro consejo —le dije—: Déjale bien claro a Sapnap el error que cometió, que con la Manada no se juega y que sos un tipo rencoroso. Conmigo lo hiciste de puta madre… —Me giré hacia la puerta y la abrí—. Y llámame solo si necesitas oír más cosas con sentido —añadí antes de irme, dejando atrás a un Carola al borde de un ataque de ira.
Como era costumbre, me saqué un cigarrillo del bolsillo y me detuve al borde de las escaleras a encendérmelo. Bajé tranquilamente y salí a la acera lluviosa, cubriéndome bajo el soportal de la entrada y apoyando un hombro en la pared. De forma sutil, pasé la mirada por toda la calle. Sabía que no iba a encontrar nada allí, pero ahora no podía dejar de pensar en que nos espiaban.
Sapnap la había cagado en grande. Ya ni siquiera era gracioso cuando te parabas a pensar en las consecuencias que su bravuconería sin sentido había tenido para la Manada. Lo que pasaba cuando no te tomabas en serio a los demás, era que quizá te llevaras una sorpresa desagradable. Había tenido suerte conmigo, mi relación con Roier y mi preocupación por cómo mi venganza pudiera afectar a la Manada; pero si yo hubiera podido, le habría jodido la vida de todas las formas posibles. Una de ellas habría sido usando a la policía.
Las consecuencias de aquello no se hicieron esperar. Roier tuvo que ir a hablar con Carola nada más llegar de uno de sus trabajos, volviendo a la conserjería con el ceño fruncido y una expresión preocupada.
—La policía está detrás de Manada por culpa de Sapnap —me dijo con tono serio, como si fuera algo que yo no supiera—. Spreen y Roier tienen que tener cuidado. Su Macho no puede pegarse con policías aunque molesten a Spreen.
Arqueé una ceja y me quedé mirándolo sin decir nada. Era gracioso que Roier creyera que yo sería capaz de meterme en una pelea con la policía pero, para ser justos, era algo que ya había hecho en mi juventud.
Al día siguiente, después de hablar con su SubAlfa, Carola llamó a los Betas: Quackity, Ben y Shadoune, para contarles el nuevo plan. Quackity pasó a verme después de la reunión con una expresión tan preocupada como la de Roier en el rostro. Fue a por una cerveza en la nevera y se sentó en el sofá.
—¿Lo sabes? —me preguntó.
—Sí.
Quackity estaba inclinado, con los codos apoyados en las rodillas y la mirada fija en la lata.
—Vamos a perder el puerto —me aseguró—. Carola nos dijo que no hagamos nada hasta que la policía se vaya, así que mis Machos y yo vamos a quedarnos mirando cómo nos quitan el control delante de nuestra cara… —apretó los dientes y un gruñido bajo le brotó en el pecho.
—Podemos recuperar el puerto, Quackity —le aseguré—. Lo que no podemos es sacarlos de la cárcel cuando los acusen de narcotráfico y extorsión.
—Es nuestro territorio, Spreen… —me dijo con enfado y una mirada muy seria de sus ojos marrones—. ¿Cómo crees que se van a tomar los Machos eso de no hacer nada por defenderlo?
—Los Machos van a tener que joderse —respondí—. Si quieren quejarse, que vayan a hablar con Sapnap.
Quackity volvió a negar con la cabeza, como si yo no fuera capaz de entender lo grave que era la situación y solo la estuviera usando para echar más mierda encima del lobato. Se bebió la cerveza casi de seguido, tiró la lata en la papelera y se dirigió a la salida.
—Quackity —le llamé antes de que se fuera—, tene cuidado —le pedí. El lobo me miró un par de segundos y asintió lentamente.
—Tú también, Spreen.
Asentí con la cabeza y le miré alejarse a través de la ventanilla. Quackity estaba en el puerto, en primera línea de fuego, como muchos otros Machos Comunes a los que Carola había pedido que mantuvieran un perfil bajo y calmado. Ellos eran los que más se movían de aquí y allá, llevando mercancías y visitando los locales de la Manada; sería muy sencillo para la policía descubrir muchas cosas si sabían dónde mirar. El Alfa había decidido mover la actividad al almacén principal, allí donde era más seguro que no pudieran encontrarlos. Así que a Rubius le cayó encima una carga que no se esperaba para cumplir con la demanda, mantener el orden y suplir la falta del puerto, ya que tenía mucho más trabajo, pero no más Machos para ayudarlo. A mitad de semana, Carola volvió a llamarme, pero esta vez para pedirme otro tipo de favor.
—Los Machos están cansados y frustrados, Aroyitt ha pensado en darles algo especial, así que ha preparado comida para ellos. No quiero que la pidan a ningún lugar para que no vaya un desconocido al almacén. Quizá la policía esté rastreando también a los repartidores —me pareció exagerado y estaba seguro de que eso ya caía un poco en la paranoia persecutoria, pero no dije nada al Alfa—. Tú podrías llevársela —continuó—, puedes usar cualquiera de los coches del garaje.
—Muy bien —murmuré antes de colgar.
Salí por la puerta de conserjería mientras me ponía la chaqueta y me encendía un cigarro. Me detuve frente al Refugio y llamé a Aroyitt para que me bajara las llaves. No mandó a uno de los Machos con ellas, sino que las trajo en persona, a paso rápido y con una mueca de preocupación en el rostro.
—¿Es la primera vez que les persigue la policía? —le pregunté.
—No, claro que no, pero es la primera vez que saben cosas de nuestros… asuntos —respondió, cruzándose de brazos porque afuera hacía frío y ella solo llevaba un jersey fino—. Carola está muy preocupado y furioso por tener que dejar el puerto desprotegido. Lleva siendo de la Manada desde inicios del siglo veinte.
Me quedé mirándola en silencio y fumando. Sus palabras me hicieron preguntarme cuántos putos años de historia tenía la Manada, pero no era algo que me importara tanto como para insistir, así que tomé las llaves y bajé al garaje. Había una puerta que conectaba directamente con el Refugio, yo tenía que dar la vuelta porque no podía entrar, pero Aroyitt volvió por ella, acompañada de un par de lobatos que cargaban cajas entre los brazos para cargarlas en el todoterreno.
—Eh, Spreen, dame un cigarro, bro —me dijo uno de ellos al verme allí fumando, tras dejar su carga en el maletero, se giro y metió las manos en los bolsillos de su enorme parka—. Se nos han acabado y el puto Carola no nos deja salir a por más.
No recordaba a aquel lobato, porque la mayoría me parecían iguales, como unos apestosos Justin Biebers de metro setenta, repletos de marcas de pelea y con ropa de pandillero; pero ellos sí parecían conocerme a mí, lo que no dejaba de ser sorprendente por muchos motivos. Por supuesto, no le respondí, solo miré a Aroyitt en busca de una explicación de por qué aquellos pibes pelotudos estaban allí.
—Ahora Carola no les deja salir, por si acaso —me explicó ella, sin necesidad de que le preguntara nada.
Cuando el resto dejaron las cajas de cualquier manera en el maletero, se fueron acercando junto al primero de ellos para, pasarse el brazo por los hombros, juntarse mucho y hacerse una piña delante de mí.
—Venga, bro, solo uno —insistió un lobato que no debía ni pasar los quince, aunque con ellos era difícil de asegurar ya que se desarrollaban de una forma diferente a la humana—. Te lo devolveremos.
—No nos lo va a dar —negó otro con una gorra de beisbol vieja en la cabeza y una especie de triste bigote que se había dejado crecer con los cuatro pelos rubios que le habían salido—. No es tan bueno como dice…
—¿Vos tenes edad para fumar, boludito? —le pregunté con un tono serio.
—¿Tú la tenías cuando empezaste, idiota? —respondió él junto con una mueca prepotente y un tono engreído.
Solté un murmullo y, solo porque me había hecho gracia su respuesta, les dije:
—Pongan bien las cajas en el maletero, y les daré un paquete entero.
Los lobatos no tardaron ni un segundo en comenzar a quejarse. «Ya metimos las putas cajas, no me jodas». «Si quieres ponerlas bien, hazlo tú mismo, subnormal». «Cómeme la verga y lo hago…» y ese tipo de cosas a las que yo me limité a asentir antes de darle una última calada a mi cigarrillo y enseñarles a los lobatos el humo saliendo antes de desaparecer en el aire. Tiré la colilla al suelo y la pisé bien para que no pudieran recogerla y fumarse los restos. Me dirigí hacia el todoterreno, cerré el maletero de un golpe seco y me dirigí al asiento del conductor.
—Eh, eh… vamos, bro… —dijeron a mis espaldas, siguiéndome con la mirada—. No seas cabrón…
Bajé la ventanilla cuando se pusieron al lado y empezaron a golpearla con los nudillos para llamar mi atención.
—Mira, hemos sido buenos porque eres el humano de Roier —me dijo el del bigote de retrasado, apoyando un codo en el hueco de la ventanilla y charlando conmigo como si fuera su amigo o algo así—, pero si no nos das la cajetilla, te vamos a joder, ¿lo pillas, bro?
—¡Will! —exclamó Aroyitt a lo lejos, llamando su atención—. Spreen es el compañero de Roier, tu SubAlfa.
El mocoso resopló poniendo los ojos en blanco antes de ladear el rostro para mirarme y murmurar:
—Aroyitt no puede oler lo mucho que apestas a corrida de Roier, porque si no… —y se detuvo ahí, no porque quisiera, sino por la piña que le metí en toda la cara. El lobato retrocedió y consiguió mantenerse apenas en pie para cubrirse el rostro y quejarse.
Tras la conmoción inicial, los lobatos empezaron a gruñir y a poner posturas encogidas de ataque, mirándome muy atentamente mientras salía del coche. Eran siete contra uno, incluyendo a Will el Bigotes, pero eso me importó una mierda.
—Creo que no lo entienden, putos pendejitos de mierda —les dije con un tono serio—. A mí no me van a amenazar, ni me van a insultar, porque yo no les voy a consentir una mierda. Puede que no esté en la Manada, pero les juro que los puedo joder la vida como si lo estuviera.
Will el Bigotes no quiso escucharme, solo saltó hacia mí para atacarme. Le esquivé sin mucha dificultad y le empujé la cabeza contra el coche, dándole otro golpe seco que, creo, le rompió la nariz. El lobato empezó a gemir mientras caía al suelo, volviendo a cubrirse el rostro, esta vez ensangrentado. Los demás se asustaron al verlo, compartiendo una tensión de grupo.
—Les diré lo mismo que le dije al Alfa: soy muy bueno con los que son buenos conmigo, pero sino, soy un buen hijo de puta.
Aparté del coche a Will el Llorón, tirando de su enorme parca para moverle lo suficiente y poder entrar de nuevo en el asiento del conductor. Encendí el motor, miré a los lobatos por el enorme retrovisor lateral y les mostré el dedo medio, dejando tras de mí a un grupo de adolescentes confusos y a una Aroyitt completamente impactada por haber visto todo aquello. Mientras conducía por la ciudad, vigilaba constantemente que nadie me siguiera y pensaba distraídamente en las consecuencias de aquello. Como yo lo veía, solo había dos posibilidades: o Aroyitt se lo contaba a Carola y el Alfa decidía minar de nuevo mi autoridad delante de los lobatos, o no le decía nada y había una leve posibilidad de que aquellos apestosos pajeros hubieran aprendido una lección.
Me detuve en una licorería y compré dos paquetes nuevos de tabaco antes de dirigirme hacia el almacén. Allí las cosas habían cambiado un poco, la verja de la entrada estaba cerrada y un Macho hacía guardia bajo el saliente de la nave. Estaba esperando de brazos cruzados y con la espalda apoyada en la pared, tenía el pelo revuelto y canoso, una abundante barba de Santa Claus y un parche negro en el ojo. Al verme llegar, sin luces puestas y en un todoterreno, salió a paso rápido hacia la lluvia y se acercó lo suficiente para identificarme en el interior. Le dediqué un vago saludo y él pulsó el botón que abría la verja metálica. Cuando crucé, volvió a cerrarla al momento antes de venir al aparcamiento para ayudarme a cargar las cajas.
—¿No pudiste ordenarlas bien? —me preguntó, al verlas todas amontonadas sin cuidado—. ¿Era mucho trabajo para ti, muchacho?
Giré el rostro hacia él y respondí:
—Las cargaron los lobatos, así que no me rompas los huevos.
El lobo gruñó y apiló dos cajas antes de llevárselas entre los enormes brazos hacia la parte resguardada de la lluvia torrencial que caía. Cuando estuvieron todas fuera, las fuimos llevando al interior. Las cosas también habían cambiado por allí: ahora los Machos parecían demasiado ocupados, lo suficiente para no prestarme atención ni miradas de enfado. El lobo viejo presidio la marcha hacia un apartado en el que habían colocado mesas plegables y cajas a forma de silla. Dejó la carga allí y se volvió para dedicarme una mirada con su único ojo y otro gruñido.
—Encárgate de repartir la comida, ya voy yo por las otras cajas.
Fingí no escucharlo y pasé de largo para dejar mi propia caja sobre la mesa y abrirla. Aroyitt había comprado un montón de comida y había cocinado otro tanto, quizá para mantenerse ocupada y distraerse, o quizá para aportar su granito de arena a toda aquella situación. Fuera como fuera, había kilos y kilos de pasta, carne, pescado y arroz en enormes tuppers tamaño Roier que fui repartiendo a lo largo de la mesa a medida que el lobo viejo las traía. El olor de la comida no tardó en atraer a los Machos Solteros, que empezaron a acercarse y a sentarse en las mesas sin decir nada, solo miraban los tuppers y gruñían con necesidad mientras sus estómagos se quejaba de hambre. En una de las últimas cajas me encontré los platos de plástico, las bebidas y los cubiertos y resoplé. Se pueden imaginar el amor y la delicadeza con la que los repartí, poniéndolas delante de los lobos que refunfuñaban y mostraban los dientes en cuanto me acercara demasiado. No era por ser yo, sino por ser la persona que se interponía, aunque solo fuera un momento, entre ellos y la comida.
—Hola, Spreen —me saludó una voz a mis espaldas. No tuve que volverme para saber de quién se trataba, pero lo hice igualmente—. ¿Ahora repartes tus tuppers por toda la Manada?
—No, estos no son míos, son de Aroyitt —respondí a Ollie—. Si fuera míos ya sabes que estarían en la puta basura amontonados.
El lobo sonrió un poco y se cruzó de brazos, apretando con sus músculos la camiseta del Starbucks que yo le había comprado en Nueva York. No estaba mejor ni peor que la última vez que le había visto, solo un poco más ojeroso de no dormir bien.
—Espera un momento —le pedí, señalando a mi espalda con el pulgar
—. Termino acá y charlamos.
Ollie asintió y se alejó para no tener que oler la comida y acallar discretamente el rugido de sus tripas, tan profundo e intenso como el de los Machos Solteros. Terminé de repartir los últimos tuppers, asegurándome de guardar uno de espaguetis con carne, antes de repartir las bebidas y dar mi trabajo por concluido. Rubius bajó por las escaleras metálicas a toda prisa, haciéndolas resonar a cada paso, desde la cabina de dirección donde había estado escondido hasta entonces. Me dedicó un saludo rápido con una sonrisa y se sentó presidiendo la mesa, ya que era el Macho de mayor rango allí. Cuando alargó la mano para servirse, todos los demás le siguieron. Yo recogí la caja del suelo y le hice una señal a Ollie hacia las enormes puertas de la sección de carga para que me acompañara al exterior. Los Machos con compañero también se habían tomado un descanso, pero ellos ya habían comido la comida que les habían dado y estaban en otro lado, reunidos alrededor de una mesa con cafeteras, algunos dulces y bebidas.
—He estado liado en el almacén y no he pasado mucho por el Refugio — me dijo Ollie, rompiendo el breve silencio que nos había acompañado mientras cruzábamos las enormes estanterías repletas de materiales—. ¿Cómo lo llevas?, ¿algún brote nervioso?
—Alguno… —murmuré, encogiéndome de hombros—. Toma —añadí cuando ya estuvimos lo suficiente lejos, entregándole la caja en la que había escondido un tupper solo para él junto con una cerveza de medio litro. Ollie seguía teniendo compañera, en teoría al menos, así que no podía sentarse a la mesa con el resto de solteros; bueno, sí podía, pero él no quería hacerlo, que es distinto.
El lobo miró el tupper en la caja y abrió mucho sus bonitos ojos de un amarillo pastel, después giró la cabeza para mirar a nuestras espaldas, como si hubiéramos cometido alguna especie de crimen.
—Yo no voy a comer tanto… —me dijo en voz baja.
—Pues tiramos lo que sobre —respondí, sacándome el paquete de bolsillo para ponerme un cigarrillo en los labios—. Ya me conoces.
Ollie gruñó, pero algo más lento y gorgoteante, como una especie de queja o para mostrar incomodidad; sin embargo, no dijo nada, solo me acompañó al exterior donde nos quedamos bajo la techumbre que había sobre el espacio elevado entre el almacén y los camiones de carga. Nos movimos a un lado para tener un poco de intimidad y alejarnos de las miradas curiosas antes de que Ollie se pusiera de cuclillas, dejando la caja en el suelo para empezar a comer. Fumé tranquilamente a su lado, con la espalda apoyada en la pared de ladrillo y la mirada perdida en la lluvia, a la espera de que el lobo dejara de engullir el arroz con pollo como un puto cerdo.
Entonces un movimiento llamó mi atención. En la otra esquina de la nave, al fondo de un saliente que le daba forma de «L», había una sombra medio escondida. Con la intensa lluvia me costó un poco reconocerla, pero, solo por el tamaño, estaba seguro de que era un lobo. Fruncí el ceño y me aparté de la pared. Tuve la disparatada idea de que, si una Manada enemiga podría invadir el puerto, nada les detendría para hacer lo mismo con el almacén; sin embargo, mi movimiento brusco y la tensión de mi cuerpo llamó la atención de Ollie, quien dejó de comer al instante para levantarse casi de un salto y mirar a donde yo miraba con postura agresiva.
—¿Quién es? —quise saber cuándo, tras el susto inicial, el lobo recuperó la calma y relajó el cuerpo.
—Es solo Sapnap —respondió con la boca llena de comida, volviendo a sentarse de cuclillas.
Ollie no le dio importancia, pero yo seguí mirando a lo lejos, consciente de que el lobato me estaba mirando fijamente de vuelta. No lo había visto sentarse a la mesa con el resto de los solteros, ni con los Machos con compañero, así que debía haberse escondido en alguna parte hasta entonces.
—Esperame acá —le dije al lobo, llevándome el cigarrillo a los labios y caminando por debajo de la techumbre.
Ollie me siguió con la mirada, pero no dejó de comer. Giré en la esquina y me dirigí en dirección al lobato, al que me encontré de frente nada más torcer la esquina. Tenía la capucha de pelo canela de su chaqueta puesta, alrededor de un rostro joven y muy atractivo; afilado, pero con mentón fuerte y barba negra. Él ya me estaba esperando con una intensa mueca de desprecio y una mirada de odio en sus ojos amarillentos, de una tonalidad especial, como la miel. Parecía preparado para la lucha, apretando los puños y con la cabeza muy alta, como si estuviera esperando a que yo dijera cualquier cosa para pegarme en la cara.
Apoyé el hombro en la pared de ladrillo y me llevé el cigarrillo a los labios para sacar el paquete del bolsillo. Sapnap siguió aquel movimiento inesperado y se alejó un poco, solo por precaución, antes de gruñirme y mostrarme los dientes. Cuando le enseñé que solo era los cigarrillos, volvió a mirarme a los ojos. Le ofrecí un cigarrillo y, como no respondió, pregunté:
—¿Seguro? —siguió sin moverse, así que me encogí de hombros y guardé el paquete—. Los lobatos me pidieron cigarrillos antes de venir acá, pero me insultaron y terminé partiéndole la nariz a Will, ¿lo conoces?
—Will es débil —me dijo Sapnap al fin—. Yo no.
Asentí y solté el humo hacia un lado, hacia la lluvia que caía y la oscuridad de la noche más allá de las verjas.
—¿Por qué no estás comiendo con el resto de Machos? —le pregunté sin mirarlo.
—Porque te he olido y me han dado putas arcadas, así que salí afuera a vomitar —respondió, siempre en un tono lento y calmado, como el cielo antes de una tormenta.
—Pues si no te das prisa, los demás no dejarán nada para vos —le advertí antes de girar el rostro hacia él—. Están trabajando mucho últimamente…
Sapnap apretó todavía más los dientes de grandes colmillos y me gruñó con fuerza. Eso era lo que había estado esperando, un motivo para enfadarse conmigo y justificar ese odio que le consumía por dentro.
—Vos y yo no somos amigos, Sapnap —le dije, manteniendo su mirada y sin mostrar la menor importancia al hecho de que estuviera a punto de saltar sobre mí—. Pero te voy a decir algo: yo estuve donde vos estás ahora.
—Tú no tienes ni puta idea de dónde estoy ahora.
—Demasiado orgulloso para pedir perdón y demasiado cegado para reconocer un error —continué—, así que te enfadas con los demás porque es más sencillo que sentirte mal contigo mismo.
—Si no te vas ahora, te voy a romper esa cara de idiota que tienes, y me importa una mierda que le chupes el pene a Roier hasta el fondo cada noche.
—Muy bien, Sapnap —asentí y, sin más, me di la vuelta y me fui.
Ollie ya había terminado de comer y, como había dicho, no había podido con todo. Me miró llegar con los ojos soñolientos y negó con la cabeza.
—No entiendo cómo Roier puede comerse tres de estos al día —me dijo.
—Es un lobo grande que gasta muchas energías —respondí, sentándome a su lado. Tiré la colilla del cigarrillo hacia la lluvia y solté el humo—. ¿Sabes por qué Sapnap estaba escondido? —le pregunté.
—Los Machos no están muy contentos con él. Saben lo del puerto y saben que Carola está muy enfadado. Sapnap no para de enfadarse e irse a fumar fuera —entonces se encogió de hombros y dijo—: Cosas de lobatos, ya sabes.
—Sapnap ya no es un lobato —le recordé.
—Entonces que deje de portarse como uno.
Solté un murmullo y asentí.
Lo malo de ser un lobato, es que nadie te toma en serio. Sapnap lo sabía, así que se propuso demostrar lo mucho que valía y lo fuerte que era para que todos le respetaran como le habían respetado en su pequeña Manada de parejos. El problema es que no era capaz de medir las consecuencias ni elegir el momento adecuado, simplemente hacía las cosas sin pensar.
Sapnap nunca fue malo ni quiso hacer daño a la Manada. Realmente, el pibe solo intentaba ayudar a su manera, tratar de conseguir cosas mejores para todos, como un mayor beneficio del puerto porque creía que el porcentaje que se llevaba la Manada era demasiado bajo con respecto a lo que los mafiosos canadienses ganaban por las armas y la droga que movían. Cuando se equivocó y los Machos adultos empezaron a creer que todavía era un lobato estúpido, Sapnap se sintió frustrado y furioso, consigo mismo y con los demás por no entender que solo quería demostrar que tenía buenas ideas. Entonces entró en una espiral de la que, por desgracia, no pudo salir hasta que fue demasiado tarde.
Digo esto porque cuando les cuente todo lo que hizo, van a querer odiarlo; pero, créanme, Sapnap no quiso hacer daño a nadie.
Chapter 66: COSAS DE LOBATOS: ES NO SABER CUÁNDO PARAR
Chapter Text
Me desperté con el ruido de la lluvia al golpear los cristales, sumergido en un agradable calor con intenso Olor a Roier, al igual que cada mañana. Gruñí de puro placer y me pegué más al enorme lobo que roncaba a mi lado bajo el edredón, acariciándole poco a poco hasta que, al igual que cada mañana, terminé despertando también a mi Roier.
Después dejé a un lobo agotado, sudado y sonriente atrás para darme una ducha rápida y salir con un viejo chándal en dirección a la cocina. Me preparé mi café, fumé mi cigarrillo y fui hacia la puerta de emergencias para abrirla lo suficiente como para dejar salir el humo, pero sin que entrara la lluvia que no había dejado de caer en todo el día. Era principios de Noviembre y había comenzado a hacer un frío y un mal tiempo que solo empeoraría a medida que se adentrara el invierno. Pronto tendría que sacar las mantas viejas y ponerlas en las ventanas mal aisladas para que no se fuera el calor, pero con tanta puta planta no iba a poder. Esas putas plantas de mierda que…
Un ruido me sorprendió en mitad de aquel pensamiento, procedente de la mesilla de la yucca. Fruncí el ceño y me incliné, dejando el café recién hecho a un lado para sustituirlo por el teléfono.
—¿Paso algo? —pregunté.
—No, no ha pasado nada. Llamaba para saber si te importaría volver a llevar la comida al almacén esta noche.
—¿Me mandas a mí por alguna razón concreta? —quise saber.
—Te mando a ti porque trabajas para mí, Spreen.
—Si eso fuera cierto, no me lo pedirías como un favor.
—Te lo pido como un favor porque si no te enfadas como un puto crío.
Respondí solo con un murmullo mientras tenía el cigarrillo en los labios y, tras echar el humo, le dije:
—Me lo pedis como un favor porque sabes que ese no es mi trabajo.
—Sí, tu trabajo es mirar mierdas en el ordenador mientras te rascas los cojones sentado en un sillón de seiscientos dólares que la Manada te ha pagado.
—A veces también friego el suelo —le recordé.
—¿Vas a ir al almacén o no? —preguntó ya en un tono duro y cortante.
—Decile a Aroyitt que me baje las llaves del Land Robert negro —y colgué. No podía decir que no siguiera disfrutando a veces de joder un poco a Carola. Dentro de los límites, por supuesto, pero jodiendo igualmente. Cuando se despertó Roier, fue rascándose el trasero en dirección al baño, echó una de sus meadas ruidosas y vino directamente a la cocina para gruñirme a forma de saludo y beberse su vaso de leche caliente.
—Roier, ponete algo encima, que hace frío —le ordené.
—Roier es grande y fuert…
—No te compre la puta ropa para que camines desnudo, Roier —le corté.
El lobo gruñó, se dio la vuelta y empezó a refunfuñar de camino a la habitación para ponerse unos pantalones de chándal gordo y una sudadera que le había comprado. Roier volvió con la cabeza muy alta y expresión orgullosa de Macho SubAlfa, pero me importo poco. Le hice una señal hacia la puerta, me puse la chaqueta y fui por delante para agarrar las llaves de encima del taburete verde e irnos a hacer los recados.
Cuando llegamos frente al Refugio, el lobo se inclinó un poco para darme un beso y despedirse con un ya clásico: «Roier se va».
—Pásala bien, capo —murmuré, quedándome en el umbral mientras lo miraba desaparecer por el pasillo con su enorme tupper bajo el brazo y una sonrisa en los labios.
Me saqué un cigarro y lo encendí con mi zippo plateado, haciendo tiempo a que Aroyitt apareciera por las enormes escaleras de aquel hotel reformado. Siempre había pasado de largo y no me había dado cuenta de lo agradable que era aquel lugar hasta hacía poco, o quizá yo no lo había mirado con buenos ojos hasta hacía poco, en cualquier caso, el Refugio me parecía ahora un lugar cómodo en el que vivir, al menos, la entrada. Era un edificio antiguo, pero la Manada había invertido mucho dinero allí para reformarlo. Tras las puertas dobles que siempre estaban abiertas de noche, había una recepción en forma de pasillo, con algunos muebles, un pequeño espacio con sofás, lámparas vintage que arrojaban una luz suave, plantas que le daban un poco de vida y alfombras turcas que parecían tener ya sus buenos años. Del interior emanaba un agradable calor y un olor muy característico, el de la Manada. Lo normal sería pensar que un hotel repleto de Machos, lobatos, crías y ancianos lobos, apestaría como nada en el mundo; pero no era cierto. El Refugio olía fuerte, pero no mal; es algo muy complejo de describir con palabras, sinceramente.
—Hola, Spreen —me saludó Aroyitt desde lo alto de las escaleras, descendiendo rápidamente con las llaves en las manos—, perdona, estaba terminando de empaquetar la comida.
Negué con la cabeza y esperé a que se acercara lo suficiente para darme las llaves del garaje junto con las de, como me esperaba, el Land Robert. Nos volvimos a reunir en el garaje pasados unos minutos, yo estaba un poco más mojado después de tener que caminar bajo la lluvia y ella estaba un poco más acalorada después de tener que atravesar el Refugio para avisar a los lobatos y volver. Abrí el maletero y vi a los boludos con su ropa de pandillero y sus expresiones enfadadas desfilando desde la puerta para dejar las cajas tan mal ordenadas como el día anterior.
—Hola, Will —saludé al lobato cuando le vi aparecer con un par de tiras sobre su nariz amoratada e hinchada.
El chico me ignoró por completo y puso una cara de asco que debió dolerle, porque gruñó con enfado y se apresuró a dejar la caja antes que nadie. Metí la mano en el bolsillo y saqué un paquete de cigarrillos para sacar un cigarro que le enseñé.
—Si pones bien la caja en el maletero, te lo daré.
—Vete a la mierda, hijo de puta —me dijo por lo bajo antes de girarse e irse.
—Ey, yo pongo bien la caja si me das dos, Spreen —me dijo otro de ellos, uno más mayor y que vagamente recordaba de haber visto sentado en el sofá junto a Sapnap.
—De acuerdo —acepté, sacando otro cigarrillo mientras él colocaba la caja perfectamente alineada en el maletero, al contrario que el resto. El lobato se giro hacia mí y extendió su mano en busca de la recompensa que, como hombre de palabra que soy, le entregué.
El lobato sonrió mucho y se llevó uno de los cigarros a los labios entre las quejas de sus camaradas, que le acusaron al instante de «maldito vendido», «traidor hijo de puta» y «chupapijas». Insultos que él respondió mostrándoles el dedo medio antes de encenderse el cigarro y aspirar el humo como si fuera la primera bocanada de aire puro tras ahogarse en el mar.
—Ya pueden ponerse en fila para chuparme la verga si quieren el otro cigarrillo —y se rio.
Ese chico pasó a ser mi lobato favorito. Había visto la oportunidad, se había aprovechado de ella y después le había pasado su éxito por la cara a los demás sin ningún tipo de vergüenza, porque él estaba fumando y el resto no.
—¿Cómo te llamas? —le pregunté.
Él me miró por el borde de sus ojos ambarinos y me respondió de forma indiferente:
—Missa.
Asentí, saqué otro cigarrillo y se lo di.
—Nos vemos, Missa —murmuré, haciéndole una señal para que se fuera.
—¡Eh, eh, amigo! —me dijo otro más pequeño—. ¡Yo también he puesto la caja en fila!
—Tarde —le dije—. En esta vida hay que ser rápido. Aprende para la próxima vez.
Más, quejas, más insultos y más gruñidos. Todo lo que ignoré por completo mientras me subia en el todoterreno y encendía el motor para despedirme de Aroyitt con un gesto vago de la mano antes de marcharme al almacén. Allí me recibió el mismo lobo mayor de parche y barba canosa, me ayudó a cargarlo todo y repetimos el proceso pero, esta vez, sin cruzar ninguna palabra por en medio. Los Machos dejaron de trabajar nada más verme, llegando en tropel a las mesas plegables para sentarse y aguardar a que les sirvieran la comida. Eran hombres enormes, musculosos y atractivos que se comportaban como un jauría de perros hambrientos cuando olían la comida. Rubius también llegó antes en aquella ocasión, me saludó con la cabeza, me dedicó una sonrisa y se sentó presidiendo la mesa. Cuando terminé, me llevé una de las cajas donde había guardado un cubo de costillas a la brasa y una cerveza para Ollie, quien ya me esperaba con el hombro apoyado en una de las estanterías y una camiseta de una mierda de arte de esas de las suyas. Fumé a su lado mientras comía y después fui en busca de un café a la mesa de los Machos con compañero, quienes se hicieron a un lado para dejarme pasar y me dedicaron discretos asentimientos a forma de saludo. Noni estaba allí entre ellos y fue al único que saludé y no fingí ignorar. El lobo me saludó de vuelta y siguió a lo suyo, como hice yo.
—Con leche y un terrón de azúcar, como una princesita —le dije a Ollie, entregándole su café.
El lobo puso los ojos en blanco y se pasó el reverso la mano por sus labios empapados en grasa antes de darle un pequeño sorbo al café. Volví a mirar hacia la esquina a lo lejos, pero no encontré a nadie allí mirándonos de vuelta.
—Oye, Spreen, tú eres un compañero —me dijo Ollie en voz más baja y la vista perdida en el líquido parduzco de la taza de cartón plastificado.
—Eso creo —murmuré.
—Tú… te… es decir, tú pasarías. No, me refiero a si…
—Ollie —le apremié, recordándole que no era de esas personas a las que les gustara oír a la gente balbuceando sin sentido.
El lobo tomo una respiración y agachó más la cabeza.
—¿A ti te gustaría pasar tiempo lejos de Roier? —me terminó preguntando en apenas un hilo de voz.
Miré al paisaje nocturno y lluvioso, bebiendo de mi café solo para no tener que responder al momento. Aquella era una de esas conversaciones peligrosas que podrían marcar un antes y un después en alguien.
—Cuando tuve que irme con Aroyitt, lo pasé bastante mal sin Roier, pero era algo necesario. Ustedes no pueden salir del territorio.
—Claro, sí, lo pasaste mal pero era necesario —repitió, cabeceando como si tuviera todo el sentido del mundo—. Y estarías demasiado ocupado para responder siempre al celular, ¿verdad?
Bebí otro sorbo de café.
—No lo sé, Roier no tiene celular —murmuré—. ¿Por qué, Ollie? ¿Ocurrió algo?
—No, no, nada —se apresuró a decir.
Solté un murmullo desinteresado y fui en busca de otro cigarro que me dejé en los labios antes de encenderlo con la misma mano. Solté una voluta de humo al aire frío y recosté la espalda en la pared.
—Sabes que no se lo contaré a nadie, ¿verdad? —le pregunté.
—No pasa nada, Spreen —negó junto con un gesto cortante de la mano, pero sin mirarme a los ojos—. He dicho que todo va bien.
—De acuerdo —asentí, dando aquel tema por concluido—. Si queres mañana me paro por un Starbucks y te pido un maquiatto latte con sirope de caramelo, así no tendrás que tomar azúcar blanco como un vulgar obrero.
—Que te jodan, Spreen —me dijo, dedicándome una mueca de comisuras apretadas y ojos entrecerrados—. No todos bebemos una mierda de café recalentado para creernos mejor que los demás, como si eso te hiciera más trabajador y realista que yo.
—Lo que me hace creerme mejor que vos es verte con esos pantalones de niño pequeño que…
—Estáis aquí —me interrumpió una voz. Giré el rostro y me encontré con la preciosa sonrisa de Rubius, aunque mucho más manchada y mucho menos alegre de lo habitual. Se llevó su cigarro largo a los labios y, como no, lo encendió con cerilla antes de agitar la mano para apagarla y arrojarla a la lluvia—. ¿Has terminado, Ollie? —le preguntó al lobo.
Ollie se levantó del suelo, asintió con la cabeza y se apresuró a beber el café antes de irse hacia el interior de la nave, cruzando una de las grandes puertas que conectaban el almacén con la sección de carga. Rubius lo siguió con la mirada y después se volvió para poner una pequeña mueca sorprendida y encogerse de hombros.
—¿Tan mandón y cruel parezco? —me preguntó, haciendo referencia con el pulgar a la marcha de Ollie.
—Quizá tenía miedo de que le agarraras del pelo y le escupieras en la boca si no obedecía.
Rubius soltó una carcajada y asintió varias veces antes de fumar otra calada y terminar de acercarse a mí para recostar la espalda a mi lado.
—No me recuerdes eso —me pidió antes de soltar el humo hacia el techo—. Hace días que no puedo ir ni a ver a mis humanos.
—No te creo —murmuré, llevándome también el cigarrillo a los labios.
—Lo digo de verdad, Spreen —me aseguró—. Estamos hasta arriba de trabajo. Ese puto crío nos ha jodido pero bien…
—Solo será hasta que la policía se aburra de meter las narices donde no los llaman.
—¿Y cuánto será eso? —quiso saber, girando el rostro hacia mí—. Porque lo único que sé es que cada día nos faltan más caramelos y que, si nosotros no se los damos, los humanos buscarán a otros que se los den.
No podía rebatir aquello, porque yo sabía mejor que nadie lo cierto que era.
—¿Tú también temes que una Manada enemiga les quite el control?— le pregunté, golpeando el cigarrillo para deshacerme del resto de ceniza.
—No, no lo temo. Sé que va a ocurrir.
—¿Qué pasa, Rubius? ¿Tenes algún humano en las afueras y tenes miedo de no poder volver a visitarlo si nos invaden?
El lobo chasqueó la lengua y negó con la cabeza.
—Con el territorio no se bromea, Spreen —me dijo—. Es algo serio.
Murmuré una respuesta afirmativa pero vaga y seguimos fumando en silencio hasta que Rubius gruñó por lo bajo y volvió a negar.
—Tantos putos problemas por un jodido lobato de mierda… y aún por encima no hace nada de lo que le digo. No para de esconderse para no trabajar, fumar y robar cerveza para emborracharse en alguna esquina. Espero que Carola se acuerde de esto cuando le dé un rango en la Manada, porque ningún Macho le va a respetar si sigue así. —Rubius dio una última calada y arrojó el cigarrillo con rabia hacia la lluvia—. Perdona, Spreen. Tengo que volver y tratar de averiguar de dónde cojones sacar regalices y carmelos de menta.
Me despedí con un movimiento de cabeza y él hizo lo mismo antes de dirigirse al interior. Terminé mi cigarrillo, lo arrojé a la oscuridad y me fui. Ya no sentía placer al oír que Sapnap estaba haciendo justo lo que yo había dicho que haría, pero tampoco sentía pena por él; había sido un completo idiota, la había cagado y se merecía lo que le estaba pasando; sin embargo, no podía evitar sentir algo cercano a la compasión, como un leve murmullo al final de mi mente.
El día siguiente fue extrañamente parecido al anterior: el mismo despertar cálido y apestoso, el mismo sexo salvaje de primera hora, el mismo sonido constante de la lluvia contra los cristales, el mismo café mientras fumaba el mismo cigarrillo, e, incluso, la misma extraña llamada.
—Sé que te encanta llamarme, Carola, pero ya daba por hecho que tendría que ir a darles la comida esta noche también —respondí.
—Por eso te llamaba. Hoy es viernes y quiero abrir el Luna Llena para que mis Machos se relajen un poco. Hay un poco de tensión acumulada…
— Okay —murmuré, abriendo un poco más la puerta de emergencias para poder apoyar el hombro en la pared y echar el humo al exterior—. Una buena mamada en los baños siempre ayuda a ver las cosas con más calma.
Oí el gruñido bajo y grave del Alfa a través de la línea.
—Si los humanos quieren venir al club para… satisfacer a mis Machos, nosotros no tenemos la culpa.
—Yo no dije que tengan al culpa, dije que una buena mamada arregla muchas cosas. ¿Vos no te levantas mejor de la cama después de una? Roier se levanta mucho mejor…
—Spreen —me interrumpió, esta vez con ese tono de advertencia de dientes apretados—. No me interesa cómo despiertes a Roier ni lo que le hagas. Eso es cosa vuestra. Lo que me interesa es saber si podrías ir al Luna Llena esta noche y ver si pasa algo raro.
—Pasan muchas cosas raras en el Luna Llena que no quiero ver, Carola — le aseguré.
El Alfa colgó el teléfono, dejándome con solo el pitido de la línea que indicaba el final de la conversación. Fumé otra calada, solté el humo y me volví un poco para agarrar la taza de café y darle un sorbo antes de apartar el celular y darle a re-llamada. Carola tardó cuatro tonos enteros en dignarse a responder:
—Como me vuelvas a colgar así, no esperes que después no me enfade — le advertí.
—No voy a perder el tiempo aguantando tus bromas de mierda, Spreen. Si no quieres hacer lo que te pido, no lo hagas.
—Todavía no entiendo lo que me pedís. Queres que vaya al Luna Llena a mirar… ¿qué?
—No quiero que mires, quiero que vigiles que no haya nada raro, como policías disfrazados y sacando fotos a mis Machos.
—Ah… —comprendí—. Porque yo tengo un puto detector de policías que pita cada vez que pasa uno por delante de mí…
Volvió a colgar. Dejé el celular encima de la mesilla con un golpe seco y una profunda expresión de desprecio. Carola decía que había tensión en la Manada, pero el único que estaba perdiendo la cordura por momentos era él. Tiré el resto del cigarrillo al callejón repleto de charcos y cerré la puerta. Roier debió despertarse por el ruido que había hecho, porque vino caminando con expresión soñolienta hacia el salón mientras se rascaba su pubis repleto de vello rizado.
—¿Le pasó algo a Spreen? —me preguntó en un tono bajo y casi incomprensible.
—Lo mismo de siempre —respondí—. Tu puto Alfa de mierda.
El lobo trató de gruñir, pero no fue capaz y todo quedó en apenas un murmullo bajo. Entonces se giro hacia la barra de la cocina, se bebió su enorme vaso de leche caliente sin apenas respirar y eructó.
—Te juro por Dios que todavía me cuesta entender cómo me enamoré muchísimo de vos.
El lobo me miró con sus ojos cafés de bordes ambar y sonrió con la cara todavía manchado de leche.
—Spreen quiere mucho a Roier porque es Roier —me dijo.
Tardaría mucho tiempo en comprender lo increíblemente cierta que era aquella frase, lo mucho que quería decir y lo mucho que significaba; pero en ese momento solo pensé que era un tontería y negué con la cabeza antes de hacerle una señal a la habitación para que fuera a vestirse. Tras el desayuno de cada día con ración de miradas e insultos por lo bajo, nos pasamos por la tienda de comida y volvimos a casa. Todo fue bien hasta que, una vez en el Jeep de camino al centro, le pedí a Roier que me dejara en el Luna Llena. Había aguantado hasta el último momento solo para no tener que escucharle gruñendo toda la puta tarde, pero eso no me ahorró la media hora de viaje y las miradas fijas por el borde de los ojos.
—¡No me rompas las bolas, Roier! —le terminé gritando antes de salir del coche—. ¡Si quisiera coger con otro, ya lo hubiera hecho! —y cerré la puerta de un golpe seco, dejando al lobo gruñendo solo en el interior.
Todavía era temprano, así que nadie pudo verme cruzar la calle lluviosa con mi cara de asesino en serie. Bajé las escaleras a buen ritmo y abrí la entrada pintada de negro con tanta fuerza que chocó contra la pared. Se podía oler la peste desde el pasillo angosto de la entrada, rodeado de aquellos posters de películas retro de hombres lobo, pero no tanto como cuando te adentrabas de lleno en el Club; y eso que estaba vacío. Ignoré a las cuatro camareras que se quedaron mirándome con sorpresa y trataron de evitar que subiera a la segunda planta donde estaba la Manada. Los Machos Solteros ya estaban allí reunidos, alrededor de la misma mesa, con su ropa ajustada y su evidente excitación por la noche que les esperaba. Quackity fue de los primeros en verme llegar gracias a su puesto central en el sillón de cara a las escaleras; se levantó con una amplia sonrisa, una camiseta de cuello abierto y un bulto más grande y firme del habitual en sus pantalones bombachos. Ya estaban excitado y ni siquiera habían llegado los humanos todavía.
—¡Spreen! —me saludó, haciéndome una señal para que me acercara a ellos—. Carola me dijo que no ibas a venir.
—Carola necesita una buena cogida incluso más que ustedes —dije con un tono seco, lo que provocó algunos gruñidos de queja a los que respondí les mostrando el dedo medio—. No me rompan los huevos, no estoy de humor.
—Entonces quizá tú también necesites un buen sexo, Spreen —me sugirió Serpias, sentado sobre un taburete acolchado a un lado de la mesa.
Era el único que llevaba un polo de marca, desabotonado para mostrar el inicio de su pecho peludo, surcado tan solo por la cadena plateada de la Manada, y con las mangas tan apretadas en sus bíceps que dudaba que pudiera llegarles la sangre suficiente a sus manos.
—Te aseguro que Roier me coge más y mejor de lo que vos cogeras en tu puta vida, Serpias.
—Quédate esta noche y me dices mañana si sigues pensando eso.
Me quedé unos segundos en silencio, pero no pude aguantar del todo una pequeña sonrisa que brotó en mis labios; traté de compensarlo con otro dedo medio, aunque ya era tarde.
—¿Quieres una cerveza, Spreen? —me preguntó Quackity antes de volver a sentarse entre el resto de Machos—. O una coctel, pide lo que quieras.
Negué con la cabeza y me senté en uno de los taburetes libres, seguramente los que habían dejado Conter, Rubius, Karchez y Ed al irse a fumar afuera.
— Vine por trabajo —les conté—. Carola quiere que vigile por si hay policías encubierto o una tonteria así.
Los lobos fruncieron el ceño y compartieron miradas preocupadas que se llevaron por delante el buen humor que habían compartido hasta entonces.
—¿Crees que pueden venir policías aquí? —me preguntó Quackity con un tono serio, inclinándose hacia delante y apoyando los codos en las rodillas
—. Hemos contratado a seguridad esta noche.
—Si han venido solo para mirar, podemos saberlo —añadió Shadoune, Tercer Beta de la Manada, quien siempre me había resultado muy parecido a Axozer, pero pelirrojo, con ojos de marrón claro como el caramelo derretido, ropa deportiva y estúpido acento francés. Quizá fueran parientes, aunque para los lobos no existía ese tipo de relación sanguínea tan distintiva en los humanos; para ellos todos eran sus «Hermanos de la Manada»—. Podemos oler si se sienten excitados con nosotros —me explicó directamente, como si no lo supiera.
—¿Y si son policías gays? —preguntó Quackity.
—O mujeres policía —añadió Criss.
Shadoune gruñó con enfado y agachó la cabeza, frustrado porque su idea no hubiera sido de ayuda. No fue el único, muchos de los lobos parecieron abatidos de pronto, como si yo solo hubiera aparecido por allí para joderles la noche. Quizá Carola tenía razón y los chicos necesitaban aquello, olvidarse de los problemas y tener la única preocupación de elegir al humano al que darle de mamar en los baños; así que mentí.
—Puedo reconocer perfectamente a un policía. Estaré por aquí arriba, echaré un vistazo discreto y, si veo a alguno, da igual su género, edad o orientación sexual —añadí mirando a Shadoune—, llamaré a seguridad y lo echaremos. Lo único que les pido es que no dejen a nadie acercarse a ustedes con una cámara o un celular en la mano, eso podría ser peligroso.
Los lobos me escucharon con atención y terminaron asintiendo, más tranquilos ahora que creían que yo tenía un detector que hacía «pi-pi-pi» cuando se acercaba un agente del orden.
—Voy a fumar y a decírselo al resto —me despedí, levantándome del asiento para dejarlos tranquilos y que así pudieran recuperar el ambiente divertido y excitado de antes.
Salí por la puerta de emergencia, aquella que una vez hacía tanto tiempo había usado para escapar de Roier. Seguía lloviendo, así que me adentré en el callejón hasta una de las partes más oscuras, allí donde hacia esquina y conectaba con la otra calle lateral, creando una unión de tejados que dejaban a cubierto un pequeño trozo. Apestaba a orina y al enorme cubo de basura que descansaba a un lado y que, para muchos, había sido el fiel acompañante al que agarrarse mientras un lobo te enseñaba lo que era un orgasmo de verdad.
—¿Ya están decidiendo el espacio que se quedará cada uno para cuando empiece la noche? —les pregunté al grupo de cuatro lobos que fumaban agazapados allí.
Rubius y Conter me sonrieron, divertidos por la broma, pero a Karchez y a Ed yo no les caía demasiado bien. No se puede gustar a todos los lobos, como no se puede gustar a todos los humanos.
—Eso no se decide, Spreen, el primero que llega se lo queda y el siguiente se busca otro —respondió Conter, invitándome a acércame para resguardarme de la lluvia a su lado.
Saqué un cigarrillo y el zippo para encenderlo. Ellos, al igual que el resto, estaban medio duros bajo sus pantalones sin ropa interior y se les notaba con una excitación contenida, como una electricidad estática que cargara el ambiente. En momentos como ese me daba cuenta de lo mucho que mi libido se había concentrado tan solo en Roier, porque estaba casi pegado a cuatro lobos jodidamente atractivos, jodidamente musculosos y con sus pijas jodidamente grandes apretando sus pantalones; y yo no sentía nada. Sin embargo, mi Roier podía levantar el brazo de forma casual y enseñarme su axila peluda mientras se rascaba los huevos en mitad del sofá, y conseguir ponerme como un puto perro en celo en cuestión de segundos. No tardé en descubrir que eso era algo común en los compañeros, «Solo un lobo y solo tu lobo», pero no dejaba de ser sorprendente.
—No es la primera vez que nos vemos unos a otros follando, Spreen — me aclaró Rubius—. No hay sitio para todos en los baños.
—Qué lindo, ¿Se dan la mano mientras lo hacen y se animan unos a otros? —murmuré con un tono intencionadamente desinteresado.
Conter se rio, pero termino encogiéndose de hombros mientras se llevaba el cigarrillo a los labios con una sonrisa.
—Eso forma parte del encanto del callejón —me dijo Rubius, soltando el humo hacia arriba para no molestar al resto—. Ves, hueles, escuchas…
—Dios… —no pude contener una mueca de asco que Rubius disfrutó mucho. Provocarme hasta superar mi aguante era algo que le encantaba, sobre todo porque conmigo era muy difícil conseguirlo—. A parte de fumar y descubrir que son unos putos voyeurs, vine a decirles algo…
No les conté exactamente lo mismo que al resto, ahorrándome el momento en el que a los lobos les daba ansiedad y miedo no poder disfrutar como siempre del Luna Llena. Solo expliqué por qué estaba allí, les tranquilicé con un mentira y les pedí que estuvieran atentos a los móviles y cámaras.
—Yo nunca les dejo sacarme fotos, así que díselo a Karchez —respondió Ed, echando una mirada despectiva al otro Macho.
—A veces les gusta llevarse un recuerdo —se defendió, restándole importancia con una mueca indiferente.
—Nada de fotos esta noche —concluí.
Volví con ellos al interior, donde las luces ya se había vuelto más tibias, llenando la parte superior de aquella tonalidad azulada y fría, mejor iluminada que la parte baja donde se acumularía el noventa por ciento de los humanos. Los de seguridad llegaron media hora de abrir al público y se quedaron en las puertas, todas las puertas, mientras los camareros ya terminaban con los últimos preparativos. Yo me quedé con la Manada, observando a los primeros clientes entrando con sonrisas nerviosas y comentarios a gritos para hacerse oír con la música. «Qué mal huele aquí…», «Dios, que fuerte, que estamos dentro…», «Buah, espero que pongan un buen temazo que bailar…»; esas eran la clase de boludeces que estarían diciendo. No eran más que novatos probando cosas nuevas y creyéndose que estaban cruzando todos los límites solo por estar allí. Después empezaron a entrar muchos más, entre ellos, loberos, tan reconocibles como los novatos porque ignoraban a todo el mundo e iban directos al piso superior para sentarse al lado de su lobo favorito. Rubius, como era de esperar, era el más solicitado con un total de siete humanos solo para él en su sofá, seguido de un Axozer que había aparecido un poco tarde y, en tercer puesto, Ed. A mí no me parecía para tanto, pero a los demás debía resultarles muy atractiva su cara de pelotudo y su aspecto de rapero.
En menos de una hora, el Luna Llena se plagó de gente, bailando, bebiendo lo suficiente para reunir el valor de subir las escaleras y pagar el precio extra por estar con la Manada. Yo los miraba a todos, más o menos, buscando «algo raro» que pudiera indicarme que eran policías. Quizá en sus expresiones serias y decididas si no eran loberos, o quizá en su ropa, o puede que hasta en su forma de moverse. Yo qué sé, a las dos horas ya estaba hasta los huevos y aburrido de estar allí. Los lobos iban y venían de los baños y el callejón, los humanos se arremolinaban alrededor de ellos como moscas, rogando por su atención y dándoles caricias que solo servían de algo si el Macho realmente estaba interesado en ti. En mitad de todo aquello tuve la brillante idea de ir repartiendo folletos de mis clases de PIHL, pero ya era tarde para eso.
Haciendo un rápido barrido con la mirada, un movimiento llamó mi atención. Desde la puerta de emergencias entró una figura grande y rápida. Incontrolable, con expresión furiosa y los puños apretados. Me separé de la barandilla y fruncí el ceño. Sapnap no se detuvo hasta llegar al sofá de Rubius, agarrarle de su camiseta y pegarle tal puñetazo que lo hizo desplomarse sobre los humanos que lo rodeaban.
Entonces llegaron los gritos, los gruñidos y el final de la fiesta.
Es muy duro decir esto de un lobo, pero cuando expulsaron a Sapnap de la Manada, nadie lo echó de menos. Se convirtió solo en un amargo recuerdo y en uno de los errores más grandes que Carola había cometido en su mandato como Alfa. No voy a decir que Sapnap no se mereciera el destierro; sin embargo, pasa algo curioso cuando tocas fondo, y es que o te rindes, o cambias. Sapnap descubrió varias cosas en su exilio: descubrió a Karl, su compañero, descubrió que la violencia no lo resuelve todo, descubrió que pedir perdón y decir lo siento es más sencillo que odiarse a uno mismo, y descubrió que el compañero de Roier al que tanto había despreciado era la única persona que todavía estaba dispuesto a darle una oportunidad.
Sí, digamos que mi relación con Sapnap fue complicada, pero esa es otra historia que quizá algún día él mismo les cuente.
Chapter 67: COSAS DE LOBATOS: COMO CAGARLA Y LLORAR DESPUÉS
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El mundo entero se paralizó tras aquel primer puñetazo y corrió a cámara lenta mientras Sapnap tomaba impulso para pegarle un segundo a un Rubius demasiado desconcertado como para reaccionar. Por suerte, yo estaba allí. Me tiré sobre Sapnap, le rodeé el cuello con un brazo e hice la suficiente fuerza como para desequilibrarle y llevármelo conmigo hacia un lado. No caímos sobre el suelo, sino sobre dos o tres humanos horrorizados que gimieron y gritaron de dolor debido al impacto. Segundos después, antes de que el lobato pudiera deshacerse de mí, los lobos ya estaban allí.
Tiraron de Sapnap y se lo llevaron entre dos, tan grandes y fuertes como el lobato, que no dejaba de removerse y gritar algo que nadie consiguió escuchar. Quackity, Shadoune, Axozer y Criss vinieron a ayudarnos a Rubius y a mí, antes de que el Beta pecoso diera la orden al resto de ir en busca de los demás si estaban en los baños o el callejón, cerrar el local y marcharse de allí. Yo pude levantarme por mí mismo sin problema alguno, pero Rubius sangraba por la nariz y el labio y todavía parecía algo confuso y aturdido; así que necesitó un poco de ayuda para conseguir moverse hacia la salida de emergencia. En la calle al otro lado del callejón, ya nos estaba esperando Shadoune en su todoterreno.
—Lo llevamos al Refugio —le dijo a Quackity, que era uno de los que sostenían a Rubius en pie.
—Llama a Amber —ordenó el Beta pecoso antes de girar hacia un lado y dirigirse a su propio Toyota Land Cruiser negro—. Spreen, ¿tú estás bien? —me preguntó.
—Sí.
—¿Puedes llevar el coche de Rubius al Refugio? No quiero que la policía lo encuentre aquí.
Me limité a asentir y meter la mano en el pantalón de Rubius, ignorando la humedad viscosa que había allí después de cuatro horas de salidas intermitentes a los baños, para sacar las llaves y separarme del grupo en dirección a la calle lateral donde el lobo solía aparcar. Una vez dentro, me saqué un cigarro y me lo puse en los labios antes de bajar la ventanilla. Sabía que lo realmente jodido de aquella noche solo acababa de comenzar.
No creo que haga falta que explique lo increíblemente malo que es pegar a otro lobo sin motivo alguno, todavía más si ese Macho es de rango superior y, aún peor, si es delante de humanos o personas ajenas a la Manada. Sapnap había perdido el juicio por completo, había dejado a todos en evidencia en mitad del Club y las consecuencias de eso no se hicieron esperar. En el Refugio había un silencio sepulcral, la calle estaba vacía y en la puerta del edificio de oficinas solo había un lobo fumando con la mirada perdida en el suelo mientras se rascaba una ceja. Me acerqué a él a prisa, dando largos pasos bajo la lluvia para entregarle las llaves del todoterreno.
—¿Cómo está Rubius? —le pregunté.
Karchez aceptó las llaves y las metió en el bolsillo de su chaqueta antes de responder:
—Bien, solo ha sido un puñetazo fuerte. Fue más la sorpresa que otra cosa.
—¿Sapnap?
—Con el Alfa —sentenció con un tono mucho más duro y seco.
Asentí y me alejé en dirección a la puerta para entrar en el edificio. Se oyeron voces a lo lejos, pero las ignoré y giré en dirección a la conserjería. Quizá no fuera el mejor sitio al que ir en aquel momento, pero no había otro lugar en el que esperar a Roier ya que, el Refugio, seguía vetado para mí. Dejé la chaqueta mojada en el respaldo del sillón y me tumbé, cruzando los tobillos sobre la mesa y sacando el celular para jugar a algo. Se siguieron oyendo golpes y gritos hasta que todo terminó con un fuerte portazo y unos pasos rápidos que resonaron por todo el pasillo. Cinco minutos después, Quackity apareció por delante de las ventanillas, entró a la conserjería y se fue en busca de una cerveza antes de sentarse y resoplar.
—Verga… —murmuró—. Hace tiempo que no veía a Carola tan enfadado.
—¿Y te sorprende?
—No, Spreen, lo peor es que no me sorprende.
Roier llegó cuando Quackity se estaba ventilando su segunda cerveza mientras recostaba la cabeza y miraba al techo. Parecía bastante molesto y entró gruñendo, se acercó a mí y me obligó a levantarme para abrazarme con fuerza y acariciarme el rostro mojado contra el mío.
—¿Spreen está bien? ¿Sapnap le hizo daño? —me preguntó.
—No, estoy bien —respondí, tratando de apartarlo de mí porque cuando se ponía así no controlaba su fuerza y me hacía daño.
Al lobo le costó apartarse, pero tras un leve codazo, cedió. Aún así, se quedó muy cerca y quiso sentarse en el sillón primero para que yo me sentara encima. Algo a lo que, al parecer, Roier le había tomado el gusto últimamente. Quackity apuró la cerveza y se despidió de nosotros, quizá sin muchas ganas de soportar los ronroneos de su SubAlfa después de que su noche de sexo y diversión en el Luna Llena se hubiera acabado de una forma tan precipitada.
Cuando el Beta se fue, el lobo metió la mano bajo mi camiseta y empezó a cambiar los ronroneos por un gruñido más agresivo mientras movía suavemente la cadera bajo mi trasero. La capacidad de Roier para pasar del intenso cariño a la intensa excitación de aquella manera era algo sorprendente, diría que casi patológico. Había que estar un poco jodido de la cabeza para querer coger en ese momento de tensión y malestar generalizado; y, sin embargo, ¿quién se levantó de encima de él para ponerse de rodillas entre sus piernas y hacerle una pedazo de mamada como si su pija húmeda y fuerte fuera lo mejor del mundo? Yo, por supuesto.
Todavía flotando en una nube me dirigí junto a Roier hacia el Jeep, con el regusto intenso de su pija en la boca, el culo repleto de su semen y todo el cuerpo apestando a su sudor. El lobo condujo tranquilamente a casa y se dirigió hacia la cocina para dejar el cubo de tupper vacío antes de reunirse conmigo desnudo en la cama y abrazarme bajo el cálido edredón.
El día siguiente amaneció tan lluvioso y frío como los anteriores, tanto que me costó moverme de encima de Roier tras la inflamación; alargando aquel momento hasta el máximo mientras el lobo roncaba debajo de mí. Cuando se despertó y me vio todavía allí, ronroneó con placer y me volcó hacia un lado para acariciarme el rostro y darme pequeños mordiscos.
—Tenemos que ir a desayunar y hacer los recados —le recordé.
—Roier quiere quedarse con Spreen toda la tarde en la cama —me dijo al oído antes de mordisquearme la oreja.
—¿Y qué carajo vas a comer?
—A Spreen…
—Roier, no me rompas las bolas y levántate —ordené.
El Macho gruñó, se puso orgulloso y se levantó para irse al baño con la cabeza bien alta. Yo también hubiera querido quedarme en cama tirado hasta la noche, pero sabía perfectamente que en apenas dos horas iba a empezar a oír un festival de tripas, gemiditos y un insoportable: «Roier hambre…». Lo peor de tener un lobo, al menos para mí, era convertirse en su puta niñera. Los Machos enamorados perdían por completo la independencia y se convertían en niños grandes a los que había que dar de comer, vestir, lavar y cuidar porque ellos ya no sabían hacerlo por sí mismos. No era solo mi Roier, sino un comportamiento generalizado. Incluso Carola se plantaba delante de Aroyitt para decirle: «Tengo hambre» cada vez que quería comer. Era absurdo.
Me llevé a Roier a desayunar, después a la lavandería y finalmente a la tienda de comida para volver a casa y dejarle su bandeja de costillas mientras yo doblaba la ropa con un cigarrillo en los labios y los ojos entrecerrados para que el humo no me molestara. Chasqueé la lengua cuando miré que una de las manchas de sangre no se habían ido y fui a tirar la camiseta a la basura.
—Te compraré otra —murmuré.
Roier se limitó a asentir mientras me observaba con la boca llena de comida y los labios empapados en grasa. Después guardé la ropa doblada en el armario entre las demás para que se «empaparan» de Olor a Macho y regresé a la cocina en busca de mi café solo. De camino a la puerta de emergencias le recordé a Roier que era sábado y que tenía que irme a mis clases de cocina antes del trabajo.
—¿Cuándo va a cocinar Spreen para Roier? —me preguntó.
—¿Tenes algún puto problema con los tuppers? —quise saber, dedicándole una mirada seria que no se atrevió a responder. Así que di aquello por concluido con un simple—: Bien.
Mis seminarios de PIHL seguían atrayendo a gente cada semana, gente que me pagaba por anticipado y que le contaba a otra gente que habían conseguido coger con un lobo gracias a mí. El Doctor Lobo ya se estaba haciendo todo un nombre en la comunidad de loberos y hasta me habían dedicado un pequeño hilo en el Foro. Lo seguía ojeando de vez en cuando en mis largas noches en la conserjería cuando me aburría del ordenador o los juegos y, como ya saben, soy esa clase de hombre egocéntrico que busca su nombre en internet. Así había descubierto aquel hilo donde se me nombraba y al que habían titulado: «El Doctor Lobo, ¿alguien sabe si es otro charlatán o merece la pena pagar?». Las primeras respuestas eran la clásicas que tanto aportaban y tanta ayuda ofrecían: «No lo sé». «Ni idea». «Psh. Cualquiera que se haga llamar Doctor Lobo apesta más a timo que un Alfa». Pero después había un comentario de un tal LoboLover85 que decía: «Yo fui a una de sus charlas y pienso volver. El cabrón del Doctor Lobo apesta a Macho que da asco, debe estar cogiéndose a un Beta mínimo, y no me sorprende porque el hijo de puta está terribleeee. Entre aquel Olor a Macho, su culo y esos ojos lindos, casi ni podía escuchar lo que decía». Aquello me sacó una sonrisa, no porque un depravado me encontrara irresistible, sino porque quizá atrajese a otros depravados que me pagaran más dinero, aunque solo fuera por venir a verme caminar de un lado a otro del aula. Yo solo ofrecía un servicio, con que me dieran el dinero, me importaba una mierda la razón por la que fueran a mis clases.
Así que con mi nueva camisa blanca, mi corbata y mis gafas falsos, me fui a despedir de Roier para tomar un autobús de casi una hora y llegar, como ya era costumbre, tarde. Al terminar, fui el primero en largarme de allí, subirme al taxi que había pedido a mitad de la clase e irme corriendo al centro. Ya tenía ropa de repuesto en conserjería, así que solo tenía que aguantar algunos comentarios en el corto trecho entre la carretera y la entrada del edificio de oficinas. Aquella noche, tuve la mala suerte de que Axozer estuviera esperando a alguien en su todoterreno, abrió la ventanilla y tocó la bocina para llamar mi atención.
—Como Roier sepa que vas con ese pantalón ajustado por la calle, se va a volver loco —me dijo.
Le mostré el dedo medió con un cigarrillo en los labios y una mueca seria. El lobo rubio me respondió con otro y cada uno siguió a lo suyo. Al llegar a la conserjería, me cambié, me puse algo seco y cómodo y salí en dirección al armario de las fregonas para limpiar la entrada y las escaleras repletas de huellas de botas y zapatillas. El lugar estaba tan silencioso como siempre, a excepción de un ruido bajo que empecé a escuchar al llegar a la segunda planta. Fruncí el ceño, dejé la fregona apoyada en la pared y me moví discretamente por la penumbra del pasillo. Al final, en una de las habitaciones grandes repletas de archivadores metálicos de los años sesenta que, creía, se había olvidado allí; había una luz encendida que se extendía por debajo de la puerta entreabierta, arrojando una línea amarillenta por lo largo de la moqueta y parte de la pared con radiadores antiguos. Me detuve a una distancia, lo justo para poder ver al interior y escuchar con más atención. Alguien parecía estar sollozando, pero era algo bajo, seguido del tintineo de una botella y resoplidos. Sinceramente, había llegado allí creyendo que alguien se habría colado para robar información, no para esconderse y llorar.
Me acerqué a la puerta y la abrí un poco más, lo suficiente para ver la amplia espalda de Sapnap con su chaqueta marrón oscuro de capucha con pelo. El lobato estaba sentado sobre una mesa, con los pies apoyados en la silla y la mirada perdida más allá del ventanal que daba a la calle lateral. Estaba fumando un cigarro y soltando el humo antes de agachar la cabeza y frotársela con fuerza como si así pudiera borrar algún pensamiento que le asaltaba; cuando eso no funcionaba, movía la mano hacia la botella de whisky medio vacía que descansaba a su lado y le daba un par de tragos antes de repetir el proceso. Era él el que lloraba, perdiendo de vez en cuando la respiración en un repentino sollozo que no era capaz de contener. Me alejé al instante, antes de que pudiera olerme, y volví caminando a las escaleras para recoger mi fregona y repetir el viaje, esta vez, haciendo ruido.
—Ah, sos vos —murmuré tras abrir la puerta y quedarme mirando al lobato.
Sapnap estaba ahora de pie, de brazos cruzados y la capucha bajada, así que solo se podía ver el cigarrillo colgando de sus labios y el final de la barba densa y negra en su mentón. Al oír el ruido había escondido la botella y, por supuesto, sus lágrimas.
—Qué mierda haces aquí, pedazo de basura —me dijo antes de tensar la mandíbula—. Esta vez no hay ningún Macho para protegerte de mí…
—La pregunta es qué haces vos acá —respondí con calma—. ¿Te mando Carola?
—No. Estoy aquí porque me da la puta gana. ¿Algún problema con eso?
—Sí. No quiero que revuelvas nada y después me echen la culpa de estar por acá ojeando los archivos.
—Ah, ¿sí? —sonrió de forma malvada e, incluso antes de que lo hiciera, supe lo que iba a pasar.
El lobato se dio la vuelta, tiró de uno de los cajones del archivador a su espalda con tanta fuerza que lo sacó entero y lo agitó en alto para que todos los papeles y carpetas se precipitaran hacia el suelo. No se detuvo ahí, sino que repitió el proceso con el siguiente cajón, tirándomelo a los pies y produciendo un estruendo metálico al terminar.
—¿Y ahora qué, Spreen? —sonrió más, sacándose el cigarro de los labios para echar el humo a un lado—. ¿Qué vas a hacer?
Mantuve su mirada en silencio o, al menos, miré a donde supuse que estarían sus ojos cubiertos por el pelaje canela de la capucha.
—Nada, Sapnap. No voy a hacer nada —murmuré antes de cerrar la puerta y dejarlo allí solo.
De camino por el pasillo oí más estruendos de cajones metálicos arrancados a la fuerza y más papeles al caer al suelo. Sapnap no pararía hasta quedar saciado, de algo, cualquier cosa, aunque fuera una rabia sin sentido que llenara el vacío. El alboroto llamó la atención del Alfa, quien bajo precipitadamente por las escaleras hasta encontrarme en el segundo piso. No hizo falta que hiciera ninguna pregunta, tan solo le señalé a mis espaldas y puso una mueca de profundo enfado antes de cerrar lo puños y dirigirse a grandes pasos por el pasillo en penumbra. No quise quedarme allí a oír los gritos, el forcejeo ni mirar como Carola arrastraba al lobato todo el camino hacia la planta baja para expulsarlo del edificio y asegurarle que, como volviera a verlo por allí, habría «verdaderas consecuencias». Yo sabía que eso no serviría de nada, porque cuando yo hacía alguna mierda como esa y se enfadaban conmigo, yo solo me enfadaba más y buscaba otra forma de vengarme, todavía más destructiva que la anterior. Así que salí afuera con un cigarro en los labios y lo encendí, fumando tranquilamente e ignorando a un Sapnap que había empezado a patadas bajo la lluvia torrencial con el Range Rovert gris metalizado del Alfa. Descargó todo lo que le quedaba allí, llegando a romper el parachoques y utilizarlo para destrozar uno de los retrovisores laterales.
Entonces se quedó parado, jadeando, contemplando su obra y, quizá, creyendo que se había hecho justicia. Cuando se dio la vuelta me vio bajo el soportal del edificio, fumando y mirándole de vuelta.
—¡Puedes ir corriendo a comerle la verga a Carola y a contarle esto también! —me gritó—. ¡No eres más que un puto humano que se lo traga siempre! ¡Ven aquí y trágate esto como haces con el resto de la Manada! —se apretó la abultada entrepierna con la mano y movió la cadera para que el gesto resaltara más—. ¡La mía sabe el doble de fuerte, así que te va a encantar!
Cuando terminó, asentí con al cabeza y me llevé una mano al bolsillo de la chaqueta para sacar un cigarrillo.
—¿Queres un cigarro, Sapnap? —le pregunté, lo suficiente alto para que se me oyera por encima de la lluvia.
El lobato se quedó quieto, continuó respirando a grandes bocanadas y parpadeando para limpiarse el agua que le empapaba por completo el pelo y la ropa, goteando por su rostro.
—Ven aquí y dámelo tú —ordenó entonces, señalando con su dedo el suelo frente a él.
—No voy a mojar los cigarros, Sapnap.
El lobato dio un paso al lado, como si se fuera a ir, pero entonces se detuvo, me miró por el borde de los ojos y cruzó la carretera en mi dirección. Sabía que algo malo iba a pasar, pero le ofrecí el cigarrillo de todas formas. Sapnap lo ignoró, me arrancó el paquete de la mano y la tiró a la calle empapada.
—Ahora ya tienes los cigarros mojados —sonrió.
—Entonces no querías uno —murmuré antes de darle una calada al que todavía tenía en la mano.
—¿Pero a ti qué mierda te pasa? —me preguntó, apretando los dientes y pegando su frente a la mía para empujarme, utilizando su metro noventa y muchos y su cuerpo de lobo en mi contra para tratar de hacerme sentir pequeño e insignificante en comparación, como si se tratara de algún pandillero de un barrio marginal, o un lobato idiota.
—No, Sapnap, ¿qué mierda te pasa a vos? —le pregunté con calma—. ¿Por qué estás tan enfadado?
—¡Estoy enfadado porque eres un puto idiota! —me gritó a la cara, apretando incluso más su frente mojada contra la mía.
—¡SAPNAP! —rugió una voz grave a un lado.
Ambos nos volvimos casi a la vez para ver a Ben, el Sugar Daddy de la Manada y segundo Beta, junto a su compañero Stephen, quien sostenía un enorme paraguas negra sobre sus cabezas y nos contemplaba con auténtico pavor en los ojos tras su gafas finas.
—No pasa nada —dije yo, levantando una mano en alto—. Sapnap y yo solo estábamos hablando.
Ben pasó su mirada furiosa del lobato hacia mí, sin relajar el gesto en ningún momento. Sapnap estaba en una posición complicada con la Manada, pero yo tampoco le caía bien al Beta.
—¿Y el coche de Carola? —quiso saber, haciendo una breve señal hacia el Range Rovert sin parachoques, lleno de rayazos y con el retrovisor roto.
—No sé —me encogí de hombros—, ¿un rayo?
Ben gruñó de una forma grave y profunda, rodeó a su compañero por la cadera y tiró de él para que no se alejara demasiado al pasar a nuestro lado.
—Ten cuidado, Spreen —me advirtió con tono serio—. Creo que te estás tomando demasiadas confianzas y, que yo recuerde, todavía no estás en la Manada…
Solté un murmullo desinteresado y le dediqué un gesto vago y afirmativo con la misma mano con la que sostenía el final del cigarrillo. Cuando el Beta y su compañero desaparecieron tras la puerta acristalada, me giré hacia Sapnap.
—Decime, ¿por qué le pegaste a Rubius?
El lobato me miró fijamente con sus ojos del color de la miel y brillantes incluso en la penumbra del soportal. Como tardó en responder, me dio tiempo a sacar un paquete nuevo del interior de la chaqueta, quitarle el plástico protector y ofrecerle un cigarrillo que, esta vez, sí aceptó. Me saqué otro para mí y lo encendí con el zippo plateado antes de tirárselo al lobato, quien lo cazó al vuelo gracias a esos reflejos felinos de los lobos. Soltó una bocanada de humo y se rascó la punta de la nariz donde se le había acumulado una gota de agua mientras miraba a la calle.
—Rubius se cree importante, pero es solo un Macho Común de mierda — murmuró todavía sin mirarme, como si no estuviera allí y no quisiera hablar conmigo—. Fue a quejarse con Carola y el muy hijo de puta me prohibió ir al Luna Llena con el resto de Machos…
—Así que te castigaron sin mamadas —asentí antes de encogerme de hombros—. Sí, yo también me enfadaría.
—¡Es mi derecho! —volvió a gritar, apretándose el pulgar contra el pecho y abriendo mucho los ojos—. ¡Ahora soy un Macho, quiero mi puto sofá y mis putos humanos a los que cogeria cuando me de la gana!
—Es tu derecho —repetí, volviendo a darle la razón—. Pero sos un tipo muy atractivo, Sapnap, y por ese enorme bulto en tu entrepierna que tanto te gusta enseñar, no vas a tener ningún problema para encontrar humanos que quieran descargarte los huevos hasta dejártelos como pasas resecas.
Eso le gustó al lobato, que se relajó y levantó la cabeza con orgullo, llegando incluso a inflar su pecho abultado bajo la camiseta de un grupo de rock del que, seguramente, ya no quedaba ninguno de sus miembros vivo.
—Ya te dije que a mí me la tienen que chupar de dos en dos, Spreen —me recordó.
—Tampoco exageres —murmuré antes de fumar otra calada—, si necesitas a dos, es que elegiste mal al humano.
—¿Tú eres un buen humano, Spreen? —me preguntó entonces en un tono más bajo y sórdido—. La mía es una verga de Alfa, así que sabe incluso más fuerte que la de Roier —me aseguró—, y todos en la Manada saben lo mucho que te gusta paladearla… —sonrió de esa forma cruel tan suya.
—Roier es mi lobo, Sapnap. Le chupare la pija y los huevos tanto yo quiera —respondí con calma, golpeando el filtro del cigarrillo para dejar caer la ceniza a un lado.
—Pero eso te encanta, eh…
—Claro que me encanta. No entiendo a dónde queres llegar con eso.
—A que eres un jodido chupa vergas.
—Ah… —no estaba nada impresionado con aquello—. Dime, Sapnap, si hubieras ido al Luna Llena, conseguido un par de humanos y vuelto al refugio con tres litros menos de semen en el cuerpo, ¿crees que seguirías enfadado?
—¿Y por qué no entramos, me quitas tú tres litros de semen del cuerpo, y lo comprobamos, Spreen?
No dije nada en un par de segundos, llevándome el cigarro a los labios y mirando aquellos ojos amielados tan característicos.
—Estás un poco obsesionado con que te la chupe —dije, y entonces sonreí un poco—. Espera… ¿te la pongo dura, Sapnap?
—No —negó casi al momento, quizá demasiado deprisa—. No eres más que otro humano, ahora mismo me valdría cualquiera con boca y lengua porque el puto Rubius metió mierda para que no fuera al Luna Llena. —Se llevó el cigarrillo a los labios con postura orgullosa y soltó el humo mientras se echaba hacia atrás su pelo mojado.
—Ah… —murmuré, aunque no le creía. Lo que yo creía era que quizá a Sapnap le gustaran los chicos malos tanto como a Roier. Pensar en eso me recordó otra cosa—. ¿Qué tal la nueva habitación? —le pregunté—. ¿Sabías que era de mi Roier antes?
Sapnap resopló con desprecio y se tomó un momento para darle una calada al cigarro.
—Claro que lo sé, todavía huele a mierda y es imposible dormir en ella.
—Es la habitación de un SubAlfa, Sapnap. ¿Sabes lo que eso significa?
El lobato me dedicó una mirada intensa y respondió:
—Lo sé mejor que tú, Spreen.
Asentí y miré a la calle bajo la intensa lluvia.
—Yo no creo que sepas lo que significa —murmuré, dando una última calada antes de tirar la colilla al exterior y soltar una columna de humo que se dispersó rápidamente en el aire frío—, porque entonces no pegarías a tus Machos.
—¡Tenía derecho a hacerlo! —me gritó, señalando hacia el interior del edificio—. ¡Fue por mis espaldas para decirle como una perra a Carola!
—Seguramente Rubius le dijo a Carola que no hacías nada más que esconderte y crear problemas en el almacén, un almacén que ahora está al borde, tratando de cubrir todos los pedidos antes de que una Manada enemiga lo haga y tomen el control de parte del territorio.
—¡Lo del puerto no fue MI CULPA! —terminó rugiendo antes de poner a gruñir como un subnormal.
—A mí no me grita ni el Alfa, Sapnap —le advertí—. Lo que pasara en el puerto ya no importa, ahora hay otros problemas; así que echa una puta mano a los Machos que necesitan ayuda, cierra la puta boca y estoy seguro de que la semana que viene tendrás un sofá para vos solo en el Club.
—El trabajo en el almacén es de Macho Común, yo no debería ni estar allí… —lo dijo con un tono más bajo, pero con un profundo desprecio en la voz.
—No lo estarías si no la hubieras cagado en el puerto —le recordé—. Ya no sos un lobato, Sapnap. Ahora tenes una habitación para vos solo en el Refugio, un sofá en el Luna Llena y una vida llena de responsabilidades. — Me giré hacia la puerta —. Bienvenido a la madurez, es una mierda… —le aseguré antes de entrar en el edificio y dejar al joven atrás.
Me gustaría poder decir que aquella conversación llegó a Sapnap, que le hizo reflexionar y le hizo cambiar, pero eso no es cierto. Al día siguiente, cuando volví a subir la comida al almacén, el lobato ni siquiera se había dignado a ir allí. No estaba sorprendido, solo algo decepcionado.
—Un lobato te dio una paliza, sos patético.
—Que te jodan, Spreen —respondió Rubius, sentado tras su escritorio del despacho del almacén, con un par de tiras en la nariz amoratada y una cicatriz reciente en el labio—. No, no te lo decía a ti, John —añadió para el teléfono que sostenía pegado a su oreja—. ¿Has entregado el pedido? ¿Les has dicho que vamos a tardar un poco más en reunir el siguiente?
Crucé la puerta, sumergiéndome en esa habitación que ya tenía el ligero y agradable Olor de Macho de Rubius; un tipo de sudor más contenido y cálido, como el que quedaba en una camiseta tras todo un día de uso. Me acerqué a las ventanas con vistas al almacén y me crucé de brazos a la espera de que terminara una conversación que, por la reacción del lobo, no traía nada bueno.
—Joder, necesito un cigarro —dijo nada más colgar, levantándose de la silla para tomar el paquete de cigarrillos que había a un lado de la mesa—. ¿Ya has servido la comidita como un buen compañero? —me preguntó de camino a la puerta.
—Escupí en todos los tuppers —respondí, siguiéndole al exterior para bajar las escaleras metálicas.
—Como a mí me gusta —murmuró él.
Cruzamos el breve espacio con líneas amarillas y negras en el suelo y él se fue directamente a la mesa con el resto de Machos hambrientos que aguardaban su llegada con desesperación. Me llevé una caja con lo de siempre al exterior, donde Ollie ya me esperaba de cuclillas contra la pared. Le saludé con un movimiento de cabeza y le dejé la caja a un lado antes de sacarme un cigarrillo.
—¿En serio, Spreen? —me preguntó con un tono seco, sacando un vaso tamaño XL del Starbucks en el que ponía: «Macchiato Latte con caramelo» y no demasiado lejos de eso el nombre del cliente: «Princesa».
—De nada —sonreí.
Ollie gruñó y puso una de sus muecas de desagrado y resignación, como si aquella fuera la novatada de un niño inmaduro que, una vez más, debía soportar. Dejó el café a un lado y sacó el tupper de arroz con pavo y verduras y se puso a comerlo, parándose a respirar solo para darle un par de tragos a su cerveza de medio litro y eructar. Cuando terminó, miró el café, chasqueó la lengua y negó con la cabeza, alargando una mano agarrarlo del suelo y darle un trago.
—Nunca había probado este —murmuró tras un breve silencio—. Daisy solo pide Latte vienés con estevia.
—¿Y vos qué pides?
—No, yo no voy con ella. No… salimos juntos de día.
—¿No te compraba uno para vos?
—No se lo pido nunca —la defendió al momento, como siempre hacía —. No me importa, la verdad. A veces me termino el café que trae a casa del estudio antes de irme a trabajar. ¿Tú… sales con Roier a tomar café? — terminó preguntándome, esforzándose mucho por hacerlo pasar como una pregunta casual y sin importancia.
—Sí, vamos a desayunar a media tarde después de coger y ducharnos — respondí con el cigarrillo cerca de los labios—. A no ser que haga calor, porque entonces el puto Roier me estresa y es mejor que se quede en casa antes de que me enfade.
—Ah… —Ollie asintió y le dio otro trago al café mirando hacia la fina lluvia que todavía caía sobre la ciudad después de cuatro días de tormenta —. ¿Y no te incomoda?
Fumé una última calada y tiré la colilla al exterior, cerca de un camión aparcado y con una de las puertas abiertas en dirección a la sección de carga.
—Normalmente Roier está muy tranquilo y no da problemas. Solo se pone algo insoportable en el supermercado cuando quiere comprar cosas que no sabe ni lo que son y que no se va a comer. Esas mierdas las pago yo, ¿sabes? A mí no me dan el dinero de compañero…
—Ah, ya… —volvió a asentir—. Entonces, ¿hacéis todo juntos?
Estaba claro que el lobo quería preguntarme algo, pero no se atrevía a hacerlo, así que daba vueltas y redirigía la conversación cuando se desviaba lo más mínimo.
—No, a veces cagamos por separado, primero uno y después el otro. Así es más fácil.
Ollie puso los ojos en blanco y ladeó la cabeza mientras gruñía, mirando hacia el lado contrario un par de segundos antes de volverse de nuevo hacia mí con sus ojos de un bonito amarillo pastel.
—A algunos compañeros les cuesta salir con sus Machos en público, por los insultos y las miradas —me explicó—. Nosotros estamos acostumbrados, pero es duro para ellos.
—A mí me gusta salir con Roier y, de todas formas, ya voy apestando a Macho lo quiera o no, así que… —me encogí de hombros para no darle mayor importancia.
—Yo no quiero que llamen a Daisy «puta follalobos» en mitad de la calle.
—Ningún Macho quiere que insulten a sus compañeros, Ollie, pero pasa —le dije con tono serio—. Todos los compañeros tenemos que tomar una decisión al entrar en la Manada, y es si quieres vivir con miedo y a escondidas, o disfrutar de una vida con tu lobo y llevártelo al supermercado, a la lavandería o al Starbucks. Los insultos no empezaron ayer, ni aparecieron de un día para otro, Ollie, siempre han estado ahí. Nosotros ya sabíamos eso antes de empezar a chuparles la pija. Punto —concluí.
El lobo frunció el ceño, como si no fuera capaz de entender algo de lo que le hubiera dicho o no le hubiera hecho demasiado gracia el cómo lo había dicho. Por desgracia, Rubius apareció por una de las compuertas con un cigarrillo en los labios, interrumpiendo la conversación y dándole a Ollie la excusa perfecta para levantarse, apurar su Macchiato Latte e irse sin responder.
—¿Qué coño le pasa? —me preguntó Rubius cuando se acercó lo suficiente, cubriendo la cerilla recién encendida para que no se apagara antes de encenderse el cigarro.
—Ya sabes lo que le pasa —murmuré.
—Ahm… —Rubius asintió y echó el humo a un lado sin dejar de mirarme —. La humana...
Chapter 68: COSAS DE LOBATOS: ES IGUAL QUE DECIR «ES HIJO DE PUTA»
Chapter Text
Sapnap no regresó al almacén en toda la semana y solo volví a verlo el jueves por la noche, cuando, por sorpresa, apareció él en vez de Aroyitt para entregarme las llaves del garaje.
—Dile a Carola que mañana iré al Luna Llena y que más vale que haya un sofá bien grande para mí solo —fue lo único que dijo antes de tirarme las llaves al pecho y darse la vuelta.
—Las cosas no funcionan así, Sapnap —respondí a su espalda ancha y fuerte que se alejaba ya en dirección a las escaleras.
El lobato se detuvo en seco y se giró lentamente para dedicarme una mirada asesina por el borde de los ojos.
—Soy un Macho y quiero mi puto sofá —gruñó con los dientes apretados.
Me limité a encogerme de hombros desde mi posición en la calle, a un paso del umbral de la puerta.
—No fuiste al trabajo y no habrá sofá para vos, ya te lo dije.
—Como no haya sofá, sí que me voy a enfadar… —me aseguró, yéndose por donde había venido.
Miré cómo subía las escaleras a grandes pasos, haciéndolas retumbar bajo su peso, antes de recoger las llaves que habían caído al suelo e ir en dirección al garaje. Mi lobato favorito ya estaba allí esperando junto a otros seis adolescentes. Missa me saludó con un movimiento de cabeza y me dijo:
—Ya cargamos el maletero, Spreen.
Me acerqué, lo abrí para revisar que las cajas estuvieran alineadas y después comprobé que estuvieran llenas.
—Esto es de putos principiantes —les aseguré, sacando una de las cajas que habían escondido al fondo y de la que habían robado el contenido—. Pensaba que eran más listos, sobre todo vos, Missa.
El lobato se encogió de hombros y se frotó la parte baja de la nariz con el dedo índice.
—Podríamos habérnoslo llevado todo, Spreen —me dijo uno de ellos, un chico de pelo cobrizo, pecas y ojos amarillentos, mientras se acercaba a Missa para rodearle los hombros—. Fue él el que no quiso.
Tiré la caja vacía a un lado y cerré el maletero sin darle mayor importancia.
—Espero que les haya gustado, porque van a estar lamiendo esos tuppers una semana —les dije.
Los lobatos no lo entendieron entonces e incluso les hizo gracia, pero no se rieron tanto cuando nadie les dio de comer aquella noche, ni la siguiente, ni la de después… Aroyitt no estaba segura y me llamó el viernes mientras desayunaba con Roier para preguntarme si no estaría siendo demasiado cruel con los chicos, a lo que yo respondí:
—Espero que sí. Cierra la cocina y la despensa con llave o la robarán — y colgué con una media sonrisa en los labios.
—¿Spreen castigó a los lobatos? —me preguntó Roier al otro lado de la mesa.
—Sin comer.
El lobo lo celebró con un leve gruñido y asintió.
— Bien.
Tras pararnos en la tienda de comida y en el supermercado, volvimos a casa y me puse a ordenar la compra mientras el lobo devoraba su pata de cordero. Esperé a que Roier estuviera tirado en el sofá, mirando un programa de jardinería mientras se le caían los párpados y su respiración se hacía más pesada bajo la manta, para prepararme un café y llevármelo junto con un cigarrillo y el celular a la puerta de emergencias.
—Carola —dije cuando me respondió al cuarto pitido—, quiero hablar con vos.
—¿Es muy importante? —quiso saber. Su voz sonaba algo jadeante, algo que me resultó extraño.
—Es sobre Sapnap.
—Entonces te llamaré más tarde.
—¿Interrumpí un sexo salvaje, Carola? —pregunté.
Solo oí un grave gruñido antes de que colgara. Me terminé el cigarrillo y el café y me llevé el celular conmigo al sofá para reunirme con Roier debajo de la manta, quien ya roncaba como un cerdo con la boca abierta y un reguero de baba que se deslizaba por el borde se sus labios. Cuando Carola me llamó de vuelta, respondí con una media sonrisa cruel en los labios.
—¿Solo tardaste media hora? Qué decepcionante…
—Spreen… —dijo con un tono duro y peligroso.
Seguí sonriendo mientras me pasaba la lengua por los dientes, por desgracia, el Alfa no pudo verme.
—Ayer bajó Sapnap a darme las llaves del garaje —le expliqué—. Me dijo que esta noche iría al Luna Llena y que esperaba tener un sofá para él solo.
—Pues ya puede traérselo del Refugio, porque en el Luna Llena no va a encontrar ninguno —me aseguró.
—Eso le dije —murmuré—, pero quizá sea buena idea dejarle descargar un poco de tensión.
El Alfa no respondió al momento, esperó unos segundos y entonces me preguntó:
—¿Es una de tus bromas, Spreen?
—No. Lo digo en serio.
—Creía que me habías dicho que tratara a Sapnap con mano de hierro y que le castigara por sus errores, ¿pero ahora quieres que le consienta y le premie aunque haya puesto en peligro a la Manada y le haya pegado a uno de mis Machos sin razón alguna?
—Sí —respondí sin tapujo alguno—. Solo esta noche. Quiero saber si es capaz de apreciar el gesto y entender que sus… «derechos de Macho» también vienen con muchas «responsabilidades de Macho».
—No va a funcionar —me aseguró—. Yo hice algo parecido contigo y no salió bien.
—¿Cómo que no? Míranos, Carola, charlando al atardecer como los mejores amigos que somos…
El Alfa volvió a tardar un momento en responder:
—Sin duda… —le oí tomar una bocanada de aire y entonces añadió—: Será la última oportunidad que le dé. Si no aprende, le trataré como me ha demostrado que merece que le traten.
—Se lo diré esta noche cuando vaya a vigilar que no entre policía, porque queres que vaya, ¿verdad?
—Sí.
—¿Y mi sueldo de vigilante es igual al de conserje y repartidor, o hay un bonus económico del que todavía no hemos hablado?
—Si quieres dinero, sabes que te lo daremos, Spreen, pero no hagas preguntas estúpidas y me obligues a perder tiempo con tratos que ambos sabemos que ya no necesitamos —y colgó.
Dejé el celular a un lado mientras chasqueaba la lengua y miraba la televisión. Era más divertido cuando la Manada no me daba lo que quería, así que yo no hacía lo que ellos me pedían. Tome una bocanada y solté el aire entre los labios. Casi que echaba de menos ser el enemigo número uno de la Manada… sonaba a chiste, ¿verdad? Un gruñido bajo llamó entonces mi atención y volví el rostro para encontrarme con los ojos adormilados de Roier a mi lado. Todavía era pronto, así que sabía que solo se había despertado para tirar de mí, tumbarme frente a él y rodearme con un brazo antes de volver a roncar a la altura de mi nuca, moviendo mi pelo y produciendo un cosquilleo a cada respiración. No fue hasta una hora después que se desveló de nuevo, me apretó más y empezó a frotar su entrepierna cada vez más abultada contra mí mientras gruñía.
Llegué frente a la entrada del Luna Llena diez minutos tarde y con un Roier insoportable que no dejaba de quejarse y refunfuñar. Yo todavía estaba bastante relajado después del sexo y, gracias a la música, conseguí pasar todo aquello por alto y disfrutar del trayecto en coche antes de bajarme y decirle:
—Como sigas así, terminaré molestandome de verdad.
Cerré la puerta y crucé la calle para bajar las escaleras del local y sumergirme en su ambiente cargado y más luminoso que de costumbre. Los porteros y vigilantes ya estaban por allí, como las camareras que hacían los últimos preparativos; nadie me detuvo esta vez cuando subí al segundo piso. Los Machos Solteros me saludaron, tan sonrientes y excitados como la primera vez. Me detuve a charlar un poco, hacer uno o dos comentarios subidos de tono para reírme de ellos y salir a fumar al callejón. No llovía demasiado, solo unas gotas finas que, con el paso del tiempo, se iban acumulando y empapando la ropa por completo.
Me adentré en la parte más oscura donde, tras el enorme contenedor de basura, encontré lo que quería.
Sapnap estaba fumando con la capucha de su parka marrón puesta, mirando hacia el suelo y con la espalda apoyada en la pared. No me olió a tiempo entre la peste a orines y el contendor, así que se sorprendió un momento y se incorporó para levantar la cabeza con prepotencia.
—¿Qué mierda haces aquí? —me preguntó—. ¿Recordando viejos tiempo cuando te pasabas la noche de rodillas en este callejón?
—No, Roier y yo nunca cogimos en este callejón. Él es un romántico — le expliqué mientras me llevaba un cigarrillo a los labios—, me llevaba al coche.
—No hablo de Roier —murmuró—. Hablo de los Machos a los que se la chupabas antes.
—Nunca me cogí a otro lobo —respondí, encendiéndome el cigarro con el zippo antes de ofrecerle uno a Sapnap. El lobato miró el paquete un par de segundos, tiró la colilla del cigarrillo que ya se había fumado y agarro otro antes de alargar la mano para pedirme el mechero plateado—. Es tu primera vez, ¿estás ilusionado?
—No, por supuesto que no —negó al momento—. Ya me cogí a más de dos docenas de humanos en el Luna Nueva, Spreen. Hace mucho tiempo de mi «primera vez».
—Sabes que no hablo de eso —respondí con calma, aunque sin molestar en ocultar una mueca de aburrimiento. A veces la constante necesidad del lobato de recordar lo sexual y fuerte que era, resultaba agotador. Ni siquiera era gracioso, como cuando hablaba con Rubius o Serpias, lo de Sapnap simplemente era un fanfarroneo sin sentido—. Ahora podes tener humanos, quizá encuentres a alguno esta noche y se convierta en el primero de una larga lista. ¿Vos tenes algún prototipo especial, Sapnap?
—¿Por qué, Spreen? —sonrió de una forma cruel después de una calada y supe por donde iba a llevar aquello—. ¿Te cansaste de Roier y ahora quieres que yo te coja de verdad? ¿Por eso me vienes a buscar y hablas conmigo…?
Seguí fumando tranquilamente, dejando disfrutar al lobato de lo que, él creía, era una victoria. Asintió lentamente y entonces recostó la espalda en la pared sucia de ladrillos, abriendo la parka marrón con una mano para hacer más evidente el grueso bulto que se alargaba hacia un lado del pantalón, como si el joven se hubiera escondido ahí una banana que no dudó en apretar un poco por encima del pantalón para marcarla más. No se quedó ahí, sino que subió la camiseta de Metallica para enseñar sus marcados abdominales y el reguero de pelo negro que descendía entre ellos hasta su pubis, bien visible gracias a la cintura baja del pantalón y a los tirones que el lobato le daba cada vez que se apretaba la pija; convirtiendo todo aquello en algo incluso más obsceno de lo que ya era.
—Eres un idiota muy listo, vienes el primero porque sabes que es la corrida más abundante… —sonrió y gruñó por lo bajo—: Vamos, hazlo de rodillas mientras me termino el cigarrillo.
Sapnap estaba cruzando de nuevo un límite que no debería cruzar. Los Machos de la Manada jamás, y lo digo en serio, JAMÁS, se insinuaban a un compañero. No solo era cuestión de respeto, sino también de propiedad y territorialidad, algo que tenían muy fijado en su instinto. Al igual que marcaban y apestaban con su Olor a Macho a los humanos que les interesaban para que ningún otro se acercara, un compañero apestaba tanto a su lobo que no tenía sentido ni acercarse a él o ella, a no ser que quisiera provocar y enfurecer a un hombre muy grande que podía arrancarte la cara de un puñetazo; y ahí sí que no importaba quién o qué rango tuviera en la Manada. Con los compañeros y el territorio no se juega.
Así que, aunque pudieras resultar físicamente atractivo a un lobo soltero de la Manada, todo quedaba en algo casi anecdótico o en un par de bromas subidas de todo como las que yo mismo compartía con Rubius o Quackity. Como ya les dije, para ellos el sexo solo era una parte más de su camino hacia una relación estable; y no tiene sentido coger con alguien que ya tiene un Macho. Solo los lobatos estúpidos podían llegar a ponerse tontos en algún momento y cruzar un poco la línea antes de que un lobo furioso les diera un paliza, pero una «suave» porque eran… Cosas de Lobato. Por eso, lo que Sapnap estaba haciendo en ese momento era tan peligroso. Él, en teoría, ya era un adulto, y aún estaba haciendo aquello de forma consciente, sin que El Celo le nublara los sentidos y sin lugar a error: lo hacía solo por provocar y hacer daño.
—Sapnap —le dije con un tono serio y sin apartar la mirada de sus bonitos ojos amielados—. Ya sos un adulto y tenes que aprender a pensar un poco las cosas antes de hacerlas. Si tenés huevos para gritarle a un traficante y meter a toda la Manada en problemas, tenes huevos para afrontarlo como un puto hombre y no a esconderte y enfadarte porque te degradaron al almacén. Y si sos tan valiente como para manosearte delante de mí, espero que también lo seas para enfrentarte a Roier cuando sepa lo que estás haciendo, porque mi lobo es el más grande y fuerte de toda la puta Manada.
—Roier también puede venir aquí y comerme la ver…
Se detuvo porque le di una bofetada que le giró el rostro y resonó por todo el callejón.
—Tene mucho cuidado conmigo, Sapnap —le advertí, porque el Spreen bueno y comprensivo que daba cigarrillos y trataba de ayudar, ya se había ido —. Esta noche es tu última oportunidad, si la volves a cagar y mañana no vas al almacén, se acabará todo.
El lobato me gruñó mucho y muy alto, apretando los muños y mostrándome los dientes, pero le di otra bofetada que lo atrapo por sorpresa y se calló.
—Vacíate los bolas, date una ducha fría y madura —fue lo último que le dije antes de darme la vuelta y dejarlo allí solo.
Quackity me preguntó por mi expresión seria al verme, cambiando su sonrisa por una mueca preocupada antes de murmurar: «¿Sapnap?», a lo que negué.
—Solo pensaba en los pobres humanos tan confundidos y desesperados como para meterse tu pija chiquita —le dije—, es muy triste…
Algunos de los solteros se rieron, Conter y Shadoune más que ninguno, pero el Beta pecoso se quedó mirándome tranquilamente.
—Que yo sepa, tú hubieras sido uno de ellos… —me recordó.
—Si no hubiera estado Rubius —añadí, mirando al increíblemente guapo y enorme lobo sentado a un lado, quien me dedicó una sonrisa y un guiño que podría haber derretido el puto polo norte.
—Eso sí que es triste —murmuró Quackity.
Cuando abrieron las puertas y entraron los primeros humanos, me fui a mi sitio al lado de la barandilla. Un buen lugar para mirar quién subía por las escaleras a la vez que controlar de un vistazo el espacio de sofás y mesas de la Manada. Sapnap entró por la puerta de emergencias poco después, yendo a uno de los que estaban en la esquina. Se quitó la parka, la tiró a un lado y extendió sus brazos por el respaldo antes de cruzar los tobillos sobre la mesa baja repleta de botellas de alcohol frío. Parecía enfadado, pero con la distancia y la luz más tenue y azulada, no podía estar seguro. En apenas una hora, la parte de abajo y la pista de baile estaban a reventar, pero la sección de la Manada estaba más tranquila, en parte por el precio adicional que había que pagar ahora para subir y que le estaba causando tantos problemas y discusiones al portero. Aún así, había más de cinco humanos por lobo en cada sofá. Rubius iba en cabeza con ocho a su alrededor, seguido de, como era de esperar, la nueva atracción, Sapnap. El lobato se comportaba como el puto rey del lugar, dejándose adorar como un dios y llevándose a humano tras humano al callejón para volver con una sonrisa sórdida en los labios. Al parecer, al fin había seguido un consejo mío y había decidido vaciarse los huevos por completo aquella noche.
Con respecto a mi trabajo allí, no pasó nada interesante ni vi nada más extraño de lo normal. Lo único que me sorprendió fue ver a Roier entrando por la puerta de emergencia y mirando a todas partes con una expresión muy seria. Arqueé una ceja y me crucé de brazos, a la espera de que me encontrara apoyado en la barandilla. Entonces, vino con paso firme y directo hacia mí para rodearme con los brazos y, muy discretamente, olfatearme.
—¿Qué mierda haces acá, Roier? —le pregunté al oído, sin devolver el abrazo.
—Roier quería estar con su compañero —respondió, apretándome más fuerte—. Roier puede estar con Spreen cuando y donde quiera —y gruñó, anticipándose a mi enfado.
—Quédate callado y no me rompas los huevos —le advertí—, no estoy acá por gusto.
El lobo lo entendió, levantó la cabeza con cierta sorpresa y me miró antes de asentir.
—Y ni se te ocurra alejarte de mí, porque como un humano te toque, le corto la puta mano —eso ya no era una advertencia, era una declaración de intenciones.
No pude oírlo con la música tan alta, pero supe que el muy boludo gruñó de esa forma entre el interés y el placer al escucharme decir aquello. No es que temiera que Roier me fuera infiel porque, como Aroyitt había dicho, los lobos no hacían eso; pero sí temía que algún o alguna hija de puta se acercara a mi lobo como si fuera otro soltero más de la Manada. Y eso no iba a pasar. Yo no era alguien celoso, solo era alguien capaz de darte una patada en la boca si tocabas lo que no debías. Así que mi trabajo se volvió un poco más complicado con un enorme lobo de dos metros pegado a mi espalda, excitado por el ambiente cargado y sexual, frotándose, acariciándome y queriendo que le prestara toda mi atención. Al final, me cansé, mandé todo a la mierda y me llevé a Roier a la pista para bailar hasta que estuvimos tan excitados que salimos directos hacia el Jeep.
Cuando volvimos una hora más tarde, las cosas parecían no haber cambiado en absoluto dentro del local: la misma música tecno, la misma luz baja, la misma cantidad de gente, el mismo olor fuerte… todo.
No nos quedamos hasta el final, solo hasta las cuatro de la madrugada, cuando ya no entraba nadie en el local y los humanos empezaban a irse de allí. Entonces nos dirigimos a la salida de emergencia, cruzándonos con algunos de los lobos que levantaron la cabeza y nos saludaron con respeto. Incluso Quackity, que se tomó la molestia de levantar la mano que una chica le había metido bajo su falda para dedicarnos un breve saludo. Una vez fuera, el aire volvió a ser puro y fresco.
—Roier no echa de menos el Luna Llena —me dijo entonces el lobo, caminando muy pegado a mi espalda—. Le gusta mucho más estar con Spreen.
—Más te vale —murmuré, ya con un cigarrillo en los labios—. Porque yo no voy a huir como Daisy y vos no me vas a dejar, porque te juro que te corto los huevos y te los hago comer.
—Roier jamás dejará a Spreen —respondió con enfado y un gruñido grave.
—Bien —dije, justo como él lo decía siempre: un tono firme y un asentimiento.
Al día siguiente me quedé un poco dormido tras el sexo. El edredón era demasiado suave y Roier demasiado cálido debajo de mí. Cuando me desperté y miré la hora, empecé a escupir insultos, me levanté casi de un salto y me vestí a toda prisa con lo primero que encontré, con la mala suerte de ponerme una de las camisetas de Roier. El lobo se desveló debido al ruido y el movimiento, levantó la cabeza de ojos completamente adormilados y pelo totalmente revuelto y, sin más, empezó a gruñir como si hubiera algún enemigo cerca. El muy pelotudo tardó todo un minuto en volver en sí y darse cuenta de que solo era yo corriendo de un lugar a otro, entonces empezó a gruñir más agudo a forma de interrogación, pero yo ya estaba saliendo por la puerta. Estaba atardeciendo y solo tenía una hora de margen para recoger la comida, dársela a Roier e irme a mi clase de PIHL. Seguía yendo, pero ya no era por necesidad, sino por codicia. Como ya les dije, Carola me pagaba más que suficiente para suplir los gastos que Roier generaba en comida o ropa, así que todo lo que quedaba y todo lo que ganaba yo semana a semana iba directo a otros gastos como alquiler, desayunos diarios, compras, gasolina para mi preciosa moto y, por qué no decirlo, algún que otro capricho.
Al volver a casa apurado, puse la bandeja de comida en la mesa y el tupper de la noche al lado junto una cerveza. Me detuve solo un momento para responder al saludo del lobo con un beso húmedo de sudor y me fui a dar una ducha rápida antes de ponerme mi uniforme de Doctor Lobo.
—Ya sabes a donde voy, nos vemos en el Refugio —me despedí, saliendo por la puerta con una chaqueta de estilo motero sobre el jersey azul marino con camisa y corbata interior. Todo nuevo y financiado por los quince subnormales que habían venido a escucharme la semana anterior.
Estaba trabajando mi imagen de «Profesor atractivo», porque al parecer y según los nuevos comentarios del Foro, eso atraía a casi tanta gente como mis buenos consejos; pero sin perder ese toque de intelectual que quería proyectar con las gafas falsas. Llegué a una clase con trece personas, algunas de ellas repetidores de semanas anteriores que, aun habiendo conseguido que un lobo los cogiera, por alguna razón, no dejaban de venir. Me pagaban igual y yo no tenía ningún problema con que volvieran las veces que quisieran para oírme repetir casi lo mismo en cada ocasión, incluso en el turno de preguntas. Cuando terminé, me apuré para salir el primero y subir al coche que me llevaría al Refugio. De no tener dinero de sobra, jamás pagaría cincuenta dólares a la semana por ir al centro.
Tuve suerte de no toparme con ningún Macho de camino a la puerta del edificio de oficinas, pero me quedé helado cuando vi que no me quedaba ropa de repuesto en la conserjería.
—La puta madre… —murmuré, enfadado de por tener que ir así vestido al almacén.
Ya fui de mal humor a por las llaves, aunque Aroyitt se quedara parada de golpe nada más verme para entreabrir los labios y decir:
—Madre mía, Spreen, qué guapo estás.
—Ya —murmuré sin ganas, alargando la mano para que me diera las putas llaves.
Eso no fue nada comparado con la reacción de los putos lobatos. Estaban famélicos, frustrados y enfadados conmigo. No habían cargado las cajas y me esperaban de manos cruzadas; verme vestido como un boludo solo alimentó de una forma exponencial sus ganas de provocarme. Los insultos y las risas no se hicieron esperar. Me lo tomé con calma, sin darles el placer de comprobar lo mucho que aquello me estaba jodiendo. Seguí fumando mi cigarrillo tranquilamente, deteniéndome al lado del Land Rovert antes de mirarles.
—¿Van a cargar las cajas o van a querer quedarse sin comer más tiempo? —les pregunté.
—¡Que te jodan, puto wannabe de mierda!
—Bien —asentí. Me puse el cigarro en los labios y fui yo mismo por una caja para llevarla hacia el coche, la puse allí y la abrí. Saqué uno de los tuppers de costillas asadas y se lo enseñé a los lobatos hambrientos, quienes lo miraron como si se trataran de leones a la caza en la sabana. Ya nadie se reía—. Le daré esto al primero que me traiga una caja.
Los lobatos se quedaron quietos un par de segundos, dudando y asustados. Ya empezaban a conocerme lo suficiente para saber que yo no bromeaba y que cuando solo había sacado un tupper, era porque solo iba a darles un tupper. Entonces uno de ellos se dio la vuelta a prisa, agarro una de las cajas entre los brazos y se acercó corriendo a mí.
—¡Yo! —gritó, dándome la caja—. Comida —añadió después, moviendo sus ojos amarillentos hacia el tupper.
Tomé la caja que me había dado y le entregué las costillas a cambio.
—Chico listo —le felicité.
El resto se quejó, gruñó y nos insultó; a mí y al lobato «traidor».
—No hay traidores acá, solo lobatos listos y lobatos hambrientos — respondí todavía con el cigarro en los labios y los ojos entrecerrados para que el humo no me picara. Saqué otro tupper, esta vez de arroz con verduras y pollo y se lo enseñé—. Le daré este otro al que me ayude a cargar el resto de cajas.
¿Habían visto alguna vez a un grupo de hienas luchando por una presa? Se apresuran a rodearla, luchan entre ellas, gruñen y se muerden mientras tratan de asegurarse una buena tajada de carne. Bien, pues los lobatos hicieron lo mismo pero con las cajas de comida. Se apresuraron a tirarse sobre ellas, dándose patadas y puñetazos unos a otros, gruñendo y tratando de traerlas al coche lo más rápido posible, sin importarles la integridad de las propias cajas. Yo me limitaba a observarlos, al igual que hacía Missa, quien no participó en la locura, sino que se acercó a mí y me preguntó:
—¿Me das un cigarro, Spreen?
Lo miré un momento por el borde de los ojos y metí la mano en el bolsillo del pantalón de traje para sacar un paquete y entregarle el cigarrillo. No hizo falta encendérselo porque el lobato ya tenía un mechero propio.
—¿Vos no tenes hambre? —le pregunté.
El lobato se encogió de hombros y siguió mirando a sus compañeros pegarse por traer las cajas.
—¿En serio creías que nos podías dejar sin comer, Spreen? —me dijo—. Los mayores sabemos conseguir comida fuera del Refugio.
Murmuré, poco sorprendido de aquello.
—Tene cuidado, Missa —le advertí—. La policía anda detrás de nosotros y es peligroso. No sean tan boludos para dejar rastro y llamar la atención, podrían seguirlos hasta acá.
—No somos tan idiotas como crees —murmuró antes de darle una calada al cigarrillo.
Yo no estaba tan seguro de eso. No mientras veía a los lobatos arrastrando las cajas y llegando a romperlas para tirarlas sobre el maletero y gritar:
—¡Yo gano! ¡Dame el puto cubo de comida, cabrón chupapollas!
Le pegué una bofetada por el insulto y le di el tupper por ser el ganador. El joven se sintió muy confuso por aquello, pero se alejó aprisa para esconderse y comerse todo él solo. Después les dije que, si al día siguiente las cajas estaban en el coche y no faltaba nada, les invitaría a veinte pizzas tamaño familiar, y entonces me fui. Me paré en un Starbucks que todavía estaba abierto y en un pequeño supermercado a comprar cigarrillos; no se debía a que aquellas tiendas hubiera ampliado su horario, sino a que anochecía antes cuando más se acercaba el invierno y la «jornada laboral» de los lobos se ampliaba, así que había un breve periodo de tiempo con el que coincidía con el de resto de humanos.
Cuando llegué al almacén, le hice una señal de luces a Max, el viejo lobo del parche en el ojo, y vino a abrirme la verja antes de ayudarme a cargar las cajas destrozadas por los lobatos. El Macho resopló y puso una mueca de disgusto antes de decirme:
—En mi época, si hacíamos algo así, el Alfa nos pegaba una paliza…
—¿No son solo Cosas de Lobato? —pregunté.
—Las Cosas de Lobato se solucionan con Palizas de Lobato —me aseguró.
Me caía bien Max. Le ayudé cargando una caja hasta el interior, pero después me quedé para empezar a repartir el contenido a lo largo de las mesas plegables.
—¡Ha llegado Spreen! —gritó alguien antes de que los solteros lo dejaran todo para venir apresuradamente hacia donde yo estaba.
¿Alguna vez habian visto a una jauría de perros hambrientos esperando a que les den comida? Te miran con sus grandes ojos de colores, se quedan muy quietos, expectantes y deseosos, mientras mueven su cola de un lado a otro y se gruñen entre ellos si alguno quiere adelantarse al resto. Pues bien, los Machos Solteros eran igual, pero sentados en sillas donde apenas cabían y que eran demasiado bajas para hombres de entre uno noventa y dos metros. Les entregué los cubiertos, los platos y las bebidas, cerveza en su mayoría y un par de latas de refresco para Serpias, Karchez y Criss porque a ellos les gustaba más. Al terminar, fui a avisar a Rubius en su oficina, quien, evidentemente, se quedó muy parado al verme y empezó a sonreír de una forma malvada.
—Vaya, vaya… si quieres entrar en una universidad católica y tener esposa y cinco hijos, vas perfecto, Spreen; pero si quieres ponerme cachondo, que sepas que me gusta mucho más tu ropa de siempre.
—Ándate a la mierda —murmuré con una expresión seria—. La comida ya está —y cerré la puerta.
De vuelta, fui a por una de las cajas que había dejado y me la llevé conmigo en dirección al exterior, donde Ollie ya me estaba esperando en el sitio de siempre, pero con una gabardina negra bastante elegante de solapas amplias. Me miró y arqueó las cejas, aunque tuvo mucho cuidado al decir:
—Estás… muy guapo, Spreen.
—Cerra la puta boca —ordené, entregándole su tupper, la cerveza y el café—. Cappuccino latte con sirope de vainilla, para que lo pruebes — añadí cuando le entregué el enorme vaso avanti del Starbuscks en el que, por supuesto, ponía «Princesa».
Ollie lo aceptó junto con una mueca de resignación y lo dejó a un lado del suelo para centrar toda su atención en el cubo de carne asada con papas. Cuando empezó a devorarlo como un puto animal, le dejé allí y me fui por un café a la mesa donde se agrupaban el resto de Machos en su hora del descanso.
—¿Vino Sapnap? —le pregunté a Noni mientras me servía una taza hasta el borde.
—Sí, estará por ahí escondido.
—¿Ayudo en algo?
El lobo resopló y compartió una mirada cómplice con los demás antes de responder:
—Digamos que lo ha intentado, al menos.
Asentí, me saqué un cigarro del paquete nuevo que había comprado y me llevé el café al exterior. Pasé al lado de Ollie y recogí la caja del suelo para llevármela conmigo hacia aquella parte más discreta al final de la extensión de la nave. Allí me encontré con el lobato, fumando sentado en el borde del altillo de cemento que había entre la base elevada del almacén y el suelo. Me olió llegar antes de verme, porque tenía la capucha de pelo calada, y giró el rostro para gruñirme con los dientes apretados.
—Sí, sos muy fiero… —murmuré, sentándome a su lado, a un metro de distancia, para sacar el otro tupper que había guardado junto con una cerveza—. Toma, come algo.
—¿Por qué carajo vas vestido como un puto profesor de mierda?
—Porque me dio la puta gana, ¿algún maldito problema?
—Sí, tengo un puto problema. No quiero tu puta comida —me dijo con tono seco, tirando el tupper de un manotazo hacia el suelo a metro y medio de distancia—. Quiero que me dejes en paz y no vuelvas a hablarme, ¿me has entendido?
—Si no comes con el resto de Machos, tendrás que comer acá — respondí con calma, soltando una bocanada de humo al aire frío de la noche —. ¿Qué tal ayer? Por lo que vi, triunfaste.
—¿Qué parte de lo que he dicho no has entendido Spreen? ¿Te has tragado tanto semen de Roier que te llego al cerebro y ya no eres capaz ni de entender las palabras?
—De acuerdo —asentí, levantándome para irme.
Sin embargo, antes de que me alejara lo suficiente y girara la esquina, oí a mis espaldas:
—¿Ya le contaste a Roier lo que pasó?
Me giré hacia él y lo miré por el borde de los ojos y una expresión indiferente.
—Si se lo hubiera contado, te aseguro que ahora estarías en el hospital al borde de la muerte.
—Roier no hubiera podido hacerme nada porque tú no…
—Roier te hubiera matado, Sapnap —le aseguré, interrumpiendo en seco otra de sus estúpidos insultos sin sentido—. Piensa lo que quieras de mí, sigue llamándome humano chupa pijas si te hace gracia, pero ten por seguro que como Roier descubra lo que hiciste, nadie en la Manada se lo impedirá.
Sapnap solo supo apretar los dientes con ira y gruñir bien alto.
—Yo no soy tu enemigo, Sapnap —añadí, lo suficiente alto para que pudiera oírme por encima de aquel ronquido grave—. No me conviertas en uno… porque entonces sí que vas a estar jodido.
Me puse el cigarrillo en los labios y me alejé de espaldas hasta alcanzar la esquina y girarme. Incluso Sapnap no estaba tan ciego para ver lo que pasaba. Ahora que los lobos me respetaban, Carola no intervenía en mis asuntos con los lobatos y me pagaba un sueldo más que de sobra para mantener a Roier, la balanza del universo se había roto. Yo me había resistido y ellos seguían sin decirlo, pero todos allí sabíamos que yo ya era parte de la Manada.
Chapter 69: COSAS DE LOBATOS: Y COSAS DE MACHOS
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Mi aceptación en la Manada había sido un proceso lento pero constante del que yo había sido muy consciente aquellos últimos dos meses. Sin embargo, no fue hasta aquella semana a finales de Noviembre que se convirtió en algo casi oficial. Mientras desayunaba con Roier en el local de siempre, con las mismas miradas de siempre a nuestro alrededor, recibí una notificación en el celular. Como era del banco, no dudé en deslizar la pantalla con una expresión de enfado, dispuesto a cagarme en la puta madre de cualquiera que hubiera tocado mi cuenta bancaria. Para mi sorpresa, no era un cobro, sino un ingreso. Abrí mucho los ojos y fruncí el ceño, llamando la atención de Roier, quien empezó a gruñir por lo bajo con su cara manchada de leche.
—¿Qué ocurre? —me preguntó—. ¿Sapnap?
—No… —murmuré antes de comprobar un par de cosas.
Una empresa llamada Luna. S.A. me había hecho un ingreso de siete mil quinientos dólares. Un error, sin duda, uno del que no iba a dar aviso hasta que fuera demasiado tarde. Si un banquero boludo o un contable distraído había metido mal un número y, por casualidad, esa burrada de dinero había acabado en mis manos… no era mi culpa. Yo también era un hombre despistado que quizá se gastara ese dinero sin darse cuenta. Los errores pasan.
De mucho mejor humor, apuré el café y el sándwich y me llevé a mi lobo de compras para regalarnos una renovación completa de la ropa de invierno. Como Roier odiaba y se negaba a probarse nada que no tuviera su Olor a Macho, elegí yo por él. Al igual que el resto de Machos, él también tenía un gusto muy marcado para la ropa: a Roier le gustaba vestirse como un matón callejero. Muchas camisetas de asas para que se vieran bien sus enormes brazos y la cadera plateada de su cuello, después sus pantalones podían variar dependiendo del calor o el frío, pero era bañador o chándal, nada más. Así que le compré un par de pantalones de tela gruesa y cómoda y algunas sudaderas sin mangas y con capucha, todo de Nike, Puma o Adidas. Después nos pasamos a por unas botas militares de las que le gustaban para la lluvia y por unas zapatillas. Encontrar el número cuarenta y seis de pie fue todo un reto para las mujeres de la tienda, pero el lobo llevaba demasiadas bolsas de marca en las manos para no esforzarse en buscarlos. A veces me divertía verles debatirse entre echarnos de allí para no asustar a los demás clientes o atendernos con todo el lujo, porque la venta de droga y armas daba muchísimo dinero. Otras veces simplemente era exasperante.
Con todo aquello, nos fuimos a la tienda de comida y me llevé los tuppers.
—Vaya, chicos, ¿una tarde de compras? —nos preguntó la misma joven de siempre con el pelo recogido y la mirada baja.
No sabía lo que intentaba con aquellos comentarios de vez en cuando, si parecer agradable delante de los demás o si trataba de demostrarnos que ella no era una racista intransigente como el resto de personas que había allí y que nos miraban muy atentamente. Fuera como fuera, yo nunca le respondía.
Llegamos muy cargados a casa y Roier resopló, dejando las bolsas en el salón para quitarse la ropa a tirones y quedarse completamente desnudo. Su Olor a Macho, contenido bajo la chaqueta y los pantalones y potenciado por el sudor del camino y la carga, llegó a mí como una oleada de feromonas que me hizo cerrar los ojos y gruñir de puro placer. El lobo gruñó al instante, poniéndose cada vez más duro mientras la cabeza de su pija gorda se humedecía y empapaba el abundante prepucio que casi cubría por entero.
—Dios… —murmuré con los dientes apretados.
Les juro que aquello era algo que escapaba de mi control. Si olía la peste de Roier o lo veía duro, me ponía tan excitado que no podía pensar en otra cosa que desnudarme y saltarle encima. Incluso en momentos como aquel, cuando el tiempo era un problema, no lo dejé escapar hasta que me cogiera como una puta fiera y se quedara sudando y jadeando mientras la pija se le inflamaba dentro de mí.
—Roier hambre —me dijo cinco minutos después, cuando ya podíamos movernos y no estábamos atados el uno al otro por un enorme tapón anal.
Tomé una buena bocanada de aire y asentí. Flotando en una nube fui desnudo a la cocina para dejarle su bol de pasta con carne picada sobre la barra, junto con una cerveza y un tenedor. Después me tomé un café caliente y me fumé un glorioso cigarrillo antes de cerrar la puerta de emergencia y ponerme a ordenar la ropa nueva entre la vieja para que empapara de Olor a Macho. La suya y la mía, porque ya había cometido el error de haberme puesto algo recién comprado y haber tenido que soportar al muy boludo enfadado y refunfuñando porque «no olía mucho a Roier».
Debido a las compras y el sexo improvisado, el lobo no se pudo echar la siesta y, aun así, llegamos tarde al trabajo. Como ya dije, la noche empezaba antes ahora y las tardes eran cada vez más cortas; no era cuestión de la hora, sino del momento en el que caía el sol. Cuando al fin llegué a la conserjería, dejé mi chaqueta de motero sobre la silla y me tumbé con un resoplido y la idea de dormir un poco antes de…
Entonces el teléfono empezó a sonar, retumbando por toda la sala y provocando una mueca de asco en mi rostro.
—¿Pasó algo? —pregunté con un tono algo seco, ya que Carola no me llamaba mucho últimamente y parecía que justo había esperado al peor momento para hacerlo.
—Sube a verme antes de ir al almacén, Spreen —me dijo con una voz calmada y firme antes de colgar.
Tardé un par de segundos en dejar el teléfono y todo un minuto en levantarme del sillón.
—¿Qué? —le pregunté, entrando en aquel despacho que olía tan mal y cerrando la puerta antes de dirigirme al asiento.
Carola no dejó de escribir en unos papeles y de pasar las páginas como si los estuviera firmando uno a uno.
—¿Te ha llegado el pago? —me preguntó sin mirarme.
—¿Qué pago?
—El que te hemos hecho esta mañana.
No dije nada en un par de segundos, solo ladeé el rostro y respondí:
—Me llegó algo de un tal Luna S.A. ¿Por qué?, ¿te equivocaste y metiste mi cuenta por error?
—No, no me he equivocado —dijo, dedicándome una rápida mirada por el borde superior de los ojos—. Luna S.A es nuestra empresa fantasma, pertenece a la Manada y la usamos para hacer transacciones legales que no resulten sospechosas para los bancos. La cantidad que has recibido es la que le corresponde a Roier como SubAlfa de la Manada.
—Ahm… —fue todo lo que dije.
—Solo era para que lo supieras —y me señaló la puerta con un movimiento de cabeza—. Ya puedes irte.
—Me voy a echar una siesta y a mirar vídeos de mierda —respondí yo antes de levantarme—. Solo para que lo sepas…
—Pues como todas las noches, Spreen —murmuró él.
Solté un murmullo afirmativo y me fui, cerrando la puerta a mis espaldas antes de sacarme un cigarrillo que me encendí, como no, en lo alto de las escaleras. Carola me había hecho subir para decirme que esa cantidad absurda de dinero que había recibido no se trataba de algo casual ni de un error: aquella era mi «paguita de compañero». Así que cada mes tendría siete mil quinientos dólares para gastar… No voy a decir que eso solucionara todos los problemas de mi vida, pero… sí. Ahora era un hombre jodidamente pudiente que no necesitaría preocuparse nunca más del dinero.
Quackity me encontró en el garaje, observando como los lobatos llevaban las cajas de comida mientras fumaba al lado de Missa. Llegó por la puerta del Refugio, ignoró por completo a los adolescentes y me hizo un breve saludo que yo respondí con un vago murmullo.
—Voy contigo esta noche —me dijo, cruzándose de brazos a mi lado.
—Qué ilusión… —respondí mientras lo miraba un momento por el borde de los ojos.
Con su trabajo en el puerto mermado debido a la vigilancia policial y a que todos los Machos Comunes estaban echando una mano en el almacén, el Beta pecoso no tenía demasiado trabajo y me visitaba a menudo por las noches después de que llevara la comida. A veces solo venía a echarse una siesta y beber un par de cervezas, a veces quería charlar o miraba conmigo algo en el ordenador; ya saben, las típicas cosas que haces cuando no queres estar solo, así que te aprovechas de tu mejor amigo para romperle los huevos sin ningún tipo de consideración.
—Eh, bro, hemos metido las putas cajas. Danos las pizzas que prometiste —me dijo uno de los lobatos, el más mayor después de Missa, unos catorce o quince.
El resto de lobatos le rodearon, pasándose los brazos por los hombros y acercándose mucho para crear un frente unido y firme en mi contra, como si hubieran decidido aliarse contra mí y dejar de dividirse en una guerra desesperada por la comida.
—Pasaremos por una pizzería de camino al almacén y las pediré allí — respondí antes de tirar el cigarro al suelo y pisarlo. Los lobatos en seguida se empezaron aquejar, gruñir y a amenazarme, pero cuando me volví de nuevo hacia ellos se acallaron un poco—. Dije que las pediré. Como me rompan los huevos, no habrá putas pizzas nunca más.
Ellos siguieron gruñendo y se fueron enfadados, amenazándome por lo bajo y echándome miradas asesinas; pero conscientes de que conmigo había que tener cuidado, algo que estaban empezando a aprender rápidamente mientras sus estómagos rugían de pura desesperación.
—¿Ya te estás vengando de los lobatos, Spreen? —me preguntó Quackity en la soledad del Toyota todoterreno azul metalizado, ya que el Land Robert negro se lo había quedado Carola mientras reparaban su coche roto.
—Les estoy enseñando a que no me toquen las bolas —respondí, arrancando el motor para salir del garaje.
—Oh… así que te vas a convertir en el Terror de los Lobatos…
Sonreí y asentí. Ahí nació mi nombre oficial y la leyenda que después se susurraría con temor en las grandes habitaciones comunes de los lobatos. Pero todavía quedaba un poco para eso, por el momento, estaban empezando a aprender, error a error…
Me detuve con Quackity en el Starbucks de siempre, uno en el bajo de un edificio de oficinas un tanto elitista del distrito comercial. Al Beta le sorprendió, pero no dijo nada hasta que le pregunté si quería acompañarme o quedarse allí.
—Sí… se me antoja un café —murmuró, saliendo por la puerta.
La presencia del lobo llamó mucho la atención, en parte porque, como solía hacer Roier, los Machos mostraban una actitud más distante, agresiva y fría cuando estaban delante de humanos; reservando su mejor cara solo para la Manada.
—Quiero el especial del mes, esa mierda con calabaza, para Princesa y un café bombón latte para mi amigo, Lobo Pito chico —le dije a la mujer tras la barra de pedido. Quackity me gruñó al escuchar aquello último, lo que solo consiguió asustarla más—. ¿No me escuchaste? —le pregunté con un tono cortante, ignorando al lobo. Ella reaccionó al fin, agachó la cabeza y asintió un par de veces antes de anotarlo y volverse para prepararlo todo.
Esperamos poco, ya que dieron mucha prioridad a nuestro pedido, y nos entregaron los dos cafés sin atreverse a levantar la cabeza.
—No escribiste lo que te dije —le recordé, entregándole de vuelta el café caliente para que, con una mano un poco temblorosa, escribiera
«Lobo pito chico».
Con una media sonrisa en los labios, le entregué su café a un Quackity muy serio y de párpados caídos.
—Esta es la clase de cosas por las que al principio creía que nos humillabas —me dijo al llegar al coche—. ¿Y quién verga es «Princesa»?
—Ollie.
—No mames, Spreen… esa humana de mierda lo traiciono, no deberías hacerle más daño.
Volvió a pasarnos algo parecido que en el Starbucks, pero en la pizzería y con un joven que no dejaba de tartamudear y de mirar constantemente a Quackity por el borde de los ojos mientras intentaba escribir la absurda cantidad de comida que le estaba pidiendo. Terminé por decirle que íbamos a volver en tres horas y que más valía que las putas pizzas estuvieran listas. Con Quackity no era tan divertido hacer aquello como con Roier, quien realmente daba miedo y parecía que iba a empezar a atacar en cualquier momento; pero el Beta pecoso seguía siendo un lobo y la gente seguía asustándose y, en mitad de aquel miedo, sintiendo una punzada de deseo y excitación que no eran capaces de comprender.
Con todo listo, nos pusimos camino al almacén y Max nos recibió a ambos con un saludo, de cabeza más profunda para Quackity, ya que era el Primer Beta de la Manada y de rango superior. La edad y la experiencia no significaban nada en el mundo de los lobos, solo la autoridad y el poder, por eso las generaciones jóvenes o de mediana edad eran las que mandaban, dejando atrás a los ancianos que ya no eran ni tan apestosos, ni tan agresivos, ni tan vivaces como antes. Ese era el ciclo de la vida y los Machos lo sabían.
De todas formas, Quackity ayudó al viejo a cargar las cajas y a llevarlas al espacio con las mesas plegables, donde yo ya estaba rodeado de lobos hambrientos a los que de vez en cuando soltaba un comentario cortante o una mirada seria cuando se removían y me gruñían. Eso no se debía a falta de respeto, solo a que me estaba interponiendo entre ellos y los tuppers. Cuando apareció Rubius bajando por las escaleras, agachó la cabeza ante Quackity y lo invitó a sentarse en su sitio a la cabeza de la mesa, pero el Beta lo rechazó, diciendo que ya había comido y que volvería a hacerlo un poco más tarde. Así que nos fuimos hacia el exterior junto a Ollie. Al lobo le incomodó un poco la presencia de Quackity, algo que no pasó inadvertido a ninguno de los dos.
—¿Me vas a buscar un café, Quackity? —le pregunté.
—Sí, claro —afirmó él al momento, dándose la vuelta para volver al interior.
Ollie se calmó un poco entonces, pero aun así comió más deprisa y menos de lo que solía comer por miedo a que Quackity volviera en cualquier momento. Guardó el tupper en la caja y se centró en beberse su café de Starbucks.
—Lo dejaré debajo de tu coche y te lo llevas a la Guarida —decidí por él, fumando tranquilamente a su lado.
—No, estoy bien.
—Te lo dejaré de todas formas —concluí.
A lo lejos, en la esquina escondida de la extensión de la nave, apareció una sombra. Levanté la caja con el otro tupper para mostrársela y él me mostró el dedo medio un que yo respondí con otro. Sapnap no podía ni imaginarse lo mucho que me chupaba un huevo si comía o no, ya tenía un lobo del que preocuparme. Rubius salió poco después a fumar, ahuyentando a Ollie y atrayendo a Quackity, que hasta entonces había estado charlando con los Machos con compañero en la mesa del café.
—Pobre Ollie —murmuró Rubius, dándose un momento la vuelta para asegurarse de que no podían oírnos—. Sigue queriendo comer solo.
—Es normal —respondió Quackity con expresión seria antes de cruzarse de brazos sobre su camiseta de Ricky y Morty. —. No quiere parecer de nuevo un Macho Soltero. Yo también lo haría…
—Pero ella está lejos, la Manada lo sabe, puede comer tranquilo.
—Ollie sabe que algo no va bien, no es cuestión de que ahora sus comidas estén justificadas o no —dije, fumándome la última calada del cigarrillo antes de arrojar la colilla a la oscuridad más allá de la luz amarillenta de los focos—. Come solo porque tiene miedo de que los demás pensemos lo que él piensa, que Daisy no le cuida bien y no lo quiere. Si estuviera seguro de que todo esto es solo algo temporal, no se escondería.
Mis palabras dejaron un profundo silencio en el grupo. No era un tema nada agradable y siempre causaba una profunda incomodidad y tristeza en los Machos. La simple idea de que un compañero te abandonara era simplemente terrible para ellos. Quackity todavía seguía triste cuando volvimos a la pizzería a recoger el enorme pedido que fuimos apilando en el maletero del todoterreno. Se guardó tres para él solo y se las llevó al asiento de copiloto para comerlas con la mirada perdida al frente.
—Si mi compañero me hiciera algo así, no creo que fuera capaz de levantar cabeza —me dijo en voz baja mientras negaba.
Tome una bocanada de aire y me acomodé en el asiento, con una mano por fuera de la ventanilla para no ahumar el coche con el humo del tabaco.
—Daisy es una zorra egoísta, Quackity. No es extraño tener dudas, yo también las tuve, si lo recuerdas… pero al final tomas una decisión: te quedas y te jodes cada vez que te insulten por la calle, o te vas y te pasas la vida tratando de recordar lo que era un orgasmo mientras un idiota de pija pequeña te coge. —Giré el rostro hacia el lobo—. Daisy sabía lo que pasaba y no quiso hacer nada hasta que fue demasiado tarde, pero eso no quiere decir que tu compañero te vaya a hacer lo mismo, Quackity. No se irá porque no te quiere, se irá porque estará cansado de escucharte hablar de tus putas series de mierda.
El lobo pecoso terminó de masticar mientras me dedicaba una mirada seria.
—A veces cuando hablas entiendo perfectamente por qué a Carola le gusta tanto pedirte consejos, pero entonces la cagas con una de tus mamadas y me pregunto si solo dices idioteces que, por alguna extraña coincidencia, suenan como si fueras alguien maduro e inteligente.
—Si no te gustan mis idioteces, ya sabes dónde está la puerta — murmuré.
Quackity gruñó por lo bajo y, tras negar con la cabeza, se terminó las pizzas al buen ritmo de siempre. Después fuimos directamente al Refugio, donde abrí el maletero ante una audiencia de lobatos nerviosos y frustrados que se echaron sobre las cajas como putos animales después de dos días y medio sin apenas comer. Los dejamos allí y nos fuimos a la conserjería.
—¿Quién decide los sueldos de los compañeros?, ¿Carola? —le pregunté allí.
Quackity no levantó la cabeza del respaldo, donde la tenía apoyada mientras dormitaba de brazos cruzados y con las piernas abiertas.
—No. Eso depende de las ganancias de la Manada y el rango del Macho. ¿Por qué?
—Carola me ingreso siete mil quinientos esta mañana. Sé que le daba cuatro mil a Daisy, pero no estoy seguro de si me dió menos de lo que debería por… nuestra historia juntos y los viejos rencores.
—No, Spreen… —murmuró con tono cansado—. Stephen era el compañero de mayor rango de la Manada antes de que tú llegaras y recibe cinco mil ochocientos.
—La compañera de mayor rango es Aroyitt —le recordé.
—Aroyitt no recibe nada. Es la compañera del Alfa.
—Entonces el sueldo de SubAlfa es siete mil quinientos —repetí, solo por asegurarme.
Quackity suspiró y levantó la cabeza para mirarme con sus ojos marrones y adormilados.
—No es un sueldo, Spreen, es dinero de la Manada que se te da para cuidar de tu Macho. Recibes esa cantidad porque Roier es Primer SubAlfa, si yo tuviera compañero recibiría más que Stephen porque yo soy Primer Beta. Tampoco es una cifra fija, puede cambiar dependiendo de las ganancias de la Manada, te lo digo porque quizá el mes que viene y debido a los problemas en el puerto, recibas menos ya que hemos ganado menos. No vayas gritando al despacho de Carola y te pongas hijo de puta —me pidió—, seguirás siendo el compañero que más dinero reciba, aunque la cifra sea menor. También podríamos conseguir un buen negocio y generar más, así que recibirías una cifra más alta, pero sé que de eso no te vas a quejar…
Murmuré como toda respuesta tras escuchar su detallada explicación. El maldito Quackity me conocía ya demasiado bien y no había dudado en darme aquella advertencia para que no entrara en el despacho de Carola dando una patada a la puerta; cosa que, todos sabemos, haría sin dudarlo.
Cuando pareció Roier por detrás de la ventanilla y entró a la conserjería, Quackity se desveló y se levantó para irse, dando nuestra noche juntos por concluida. Saludo a mi lobo con respeto y después se despidió con un gesto de la mano antes de desaparecer. Roier gruñó un poco y siguió al Beta con la mirada. Fruncí el ceño y me temí lo peor: que los celos de Roier se hubieran extendido incluso a los otros Machos de la Manada.
—Ahora huele mucho a Quackity por aquí —me dijo con esa expresión seria.
—Sí, Quackity viene a verme mucho —murmuré yo, preparándome para montar un buen show en cuanto se atreviera a sugerir algo remotamente parecido a que el Beta y yo éramos algo más que amigos.
Roier volvió a gruñir y se quitó la chaqueta para dejarla sobre la mía en el respaldo de la silla. Olfateó el aire y farfulló algo por lo bajo, tirando de mí para que me levantara y así poder sentarse él abajo y abrazarme por la espalda.
—La conserjería es de Spreen, y Spreen es el compañero de Roier, así que la conserjería debería oler mucho a Roier y no a Quackity. Como la Guarida — me dijo mientras frotaba su rostro contra mi pelo.
Fruncí el ceño, mirando la pared frente a mí mientras reflexionaba en lo que había dicho.
—La conserjería es de la Manada, yo solo trabajo acá —le recordé tras un breve silencio.
El lobo volvió a gruñir, pero fue algo más grave y pensativo, como si le estuviera dando vueltas a la idea.
—Manada dio conserjería a Spreen para él solo —continuó—, nadie más la utiliza. Como despacho de Alfa.
—Este edificio es como el Refugio, Roier, no mi puto despacho. Yo solo estoy acá y limpio de vez en cuando —insistí de una forma que, quizá, él pudiera comprender.
El lobo gruñó de forma más aguda, como si al final lo hubiera entendido. Entonces asintió, rozándose contra mi nuca y murmurando: «Bien». Y ahí terminó el tema y sus quejas al respecto. Al contrario de lo que yo había creído en un principio, su reacción no se debía a los celos, sino a una cuestión de territorialidad. Roier creía que la conserjería era algo «mío», así que también era «suyo», por lo que, como su coche, su compañero o la Guarida, debía oler a él. Pero recordarle que se trataba de una propiedad de la Manada le ayudó a entender que eso no era cierto. Los lobos sabían respetar los espacios comunes, como respetaban el Refugio, así que la conserjería no tenía por qué «oler mucho a Roier» ya que no era de su propiedad. Los Machos y sus putas tonterias…
De todas formas, olía más a Quackity últimamente porque era el único que tenía tiempo para estar por allí. El resto de los lobos estaban demasiado ocupados en el almacén o, como Roier, haciendo visitas para que la situación no se descontrolara demasiado. La policía al fin parecía haber llegado a un punto muerto; vigilaban el puerto y habían seguido a un par de lobos de aquí allá, pero se habían perdido en cuanto Carola había dado la orden de paralizar el movimiento de mercancías. Esas eran las buenas noticias, las malas noticias era que, como todos habían temido, algunas Manadas del extrarradio estaban supliendo el mercado con sus mercancías y robando a clientes; y, con ellos, adentrándose peligrosamente en el territorio. Carola me llamó un par de veces, no sé si para poder gruñirme y golpear la mesa con ira o para pedirme consejo.
—¡Como vuelvas a gritarme, no volveré en la puta vida! —le advertí.
—¡Nos roban el territorio y a ti te suda la polla! —rugió una vez más.
—¡Pues como no empecés a cagar cocaína y mear LSD, vas a tener que reabrir el puto puerto, pelotudo de mierda!
—¡El puerto sigue vigilado! ¡¿Me oyes cuando te hablo o estás demasiado ocupado quejándote como un puto crío de todo lo que hago?!
—¡Pues pasa la droga por otro lado y, cuando llegue acá, TE LA METES POR EL CULO!
Al día siguiente me volvió a llamar, me pidió que me sentara y me dijo:
—He pensado en lo que has dicho y creo que sería peligroso traer grandes cantidades por tierra, es más lento y sería más fácil que nos descubrieran, pero si lo hacemos por aire, podría funcionar; aunque el precio se encarecería bastante. No podemos vender mercancías más caras que las otras Manadas, así que sufriríamos algunas pérdidas a cambio de conservar a los clientes y el control del territorio. Ahora estaba pensando en alguna forma de traer la mercancía al almacén y repartirla en grandes cantidades sin llamar la atención.
Se detuvo al fin y me miró fijamente con los codos apoyados en el escritorio y los dedos entrelazados a la altura de los labios. Mi idea había sido volver al despacho solo para continuar cagándome en su puta madre, pero el Alfa parecía mucho más relajado y tener ganas de una conversación adulta y calmada, así que respondí:
—El almacén ya era de una empresa de repartos —me encogí de hombros—. Utiliza los camiones como hasta ahora y punto, ¿cuál es el problema?
—El problema es si la policía se da cuenta de que la ciudad está llena de camiones de reparto nocturno, algo muy sospechoso...
—Estás paranoico, Carola —concluí—. Yo trabajé para docenas de empresas de reparto nocturno y a mí jamás me pararon ni perseguido ningún policía para saber si escondía droga entre las cajas de verduras o carne congelada. Con tal de que no la conduzcan los Machos, todo ira bien.
El Alfa se cruzó de brazos, tensando la camisa y tirando de los botones que apenas conseguían contener su cuerpo, y recostó la cabeza en el asiento antes de cerrar los ojos. Gruñó por lo bajo tras un par de segundos y me dijo:
—Habría que subcontratar a una empresa de trabajo temporal que nos enviará a conductores, pero eso sería peligroso, tendrían que acercarse al almacén.
—Tenemos más almacenes.
—Pero no tan grandes. Enviar la mercancía a otros sitios para después repartirla desde ahí, sería rebuscado, caro y estúpido.
—Dios, Carola, o quieres ser precavido y esconderte o quieres ahorrar dinero, las dos cosas no pueden ser.
El Alfa volvió a gruñir, esta vez con un poco de enfado.
—El dinero nunca ha sido problema para nosotros, pero no ganaremos tanto como antes si sumamos los viajes en avión y el reparto. No quiero que mis Machos se vean más afectados de lo que ya están. Hemos perdido un poco de influencia en el borde del territorio y me preocupa que el reparto de ganancias de este trimestre termine por crispar el ambiente todavía más.
—Pues abre el Luna Llena dos veces por semana y que tengan el doble de oportunidades de liberar la frustración cogiendo.
—Eso funcionaría con los solteros, pero no con los Machos con compañero.
Resoplé y me recosté más en la silla, llevándome una mano al rostro. Aquella solo era una de las muchísimas conversaciones que me tocaría soportar en aquel despacho que apestaba tanto a Carola. Empecé a comprender las muchísimas vueltas que el Alfa le daba a todo, tratando de hacer lo mejor por la Manada y mantener a todos contentos y felices; algo que, sinceramente, a veces era imposible. Después de una de aquellas reuniones, siempre me fumaba dos cigarrillos seguidos y, si tenía la suerte de tener a Roier cerca, me desahogaba con uno de nuestros sexos salvajes y duros. Sino, llamaba a Quackity y empezaba a quejarme como un cerdo. En cualquier caso, después ya me sentía mucho mejor.
A finales de noviembre, Carola había reorganizado el reparto como lo habíamos acordado y liberado un poco de presión sobre los Machos que trabajaban en el almacén y, sobre todo, de Rubius, el cual ya estaba un poco al borde de sus capacidades. Con más tiempo libre, pudieron volver a visitar regularmente a sus humanos y ya no se reunían tantos lobos famélicos alrededor de las mesas plegables del almacén, o, al menos, ya no parecían tan puto desesperados. Todo pareció mejorar un poco después del mal trago, aunque quizá fuera solo el ojo del huracán antes de volver a ser azotados por otra racha de viento. La actitud general subió, pero algunas actitudes individuales fueron solo a peor. Ollie, por ejemplo, parecía cada día un poco más distraído y triste. No quise preguntarle si había pasado algo porque sabía que no serviría de nada, así que me quedaba a su lado mientras comía y bebía su café grande; a veces era él el que hablaba y a veces incluso me hacía preguntas. Algunas más preocupantes que otras.
—Oye, Spreen, tú… ¿sabrías conseguir algo para dormir? —me preguntó una noche sin apartar la mirada del café.
—¿Una tila caliente?
—No, Spreen. Hablo de pastillas o algo así.
Me quedé en silencio un par de segundos. Ollie parecía no dormir bien y sus marcadas ojeras eran testigo de ello, pero conseguirle sedantes no era algo que me hiciera sentir cómodo.
—Conozco a un par de personas que podrían venderme relajantes, si los necesitas…
—No duermo… mucho. Cada vez me cuesta más —me dijo en voz más baja y, por un momento, juraría que vi lágrimas en sus ojos antes de que agachara más la cabeza para ocultarlas—. Echo mucho de menos a Daisy — terminó susurrando.
Chasqueé la lengua y seguí fumando.
—Veré lo que puedo hacer —le prometí.
Sé lo que están pensando, y sí. Fue así como pasó. Ollie se compró un último Latte vienés con estevia, como Daisy lo tomaba, y se lo bebió con una caja entera de pastillas. Pero no fue entonces, por entonces, él no me mintió: solo quería dormir un poco y tratar de olvidar lo triste y abandonado que se sentía. Por eso fui a hablar con Carola y le dije lo de los calmantes. Ambos coincidimos en que, por la situación y el momento, quizá fuera bueno para Ollie. Evidentemente, ninguno de los dos vio venir la desgracia. Así que yo mismo le conseguía las pastillas y se las daba a escondidas.
El lobo siempre me sonreía un poco y me decía:
—Gracias, Spreen.
Chapter 70: COSAS DE LOBATOS: QUE QUIEREN DEMOSTRAR QUE YA SON MAYORES
Chapter Text
Cuando descubrí que se habían llevado mi moto, mi preciosa moto, esa que tanto quería y que tanto me gustaba: no me enfadé. No al menos de una forma visible, simplemente me acerque a Missa en el garaje y le pregunté:
—¿Quién fue?
El lobato se encogió de hombros.
—Es una moto muy bonita, Spreen. No es la primera vez que se la llevan a dar una vuelta.
—¿Ah, sí?
—¿Creías que ibas a dejar una cosa como esa aquí y que no iba a pasar nada? —me preguntó, casi como si le hiciera gracia—. El primer día la pusimos a doscientos por hora en la autopista, pero hoy algún idiota se la habrá llevado antes de que te fueras.
—Entiendo… —murmuré, colocando mi mano sobre su hombro antes de darle un leve apretón—. Espero que la disfruten.
Calmadamente, me subí al todoterreno y me dirigí al almacén. Max ya me esperaba a un lado de la puerta, bien abrigado porque habían comenzado las primeras nevadas del invierno y, si no eras precavido, esa nieve fina y fría se colaba entre la ropa y te empapaba entero. Repartí la comida y acompañé a Ollie un rato antes de que viniera Rubius a fumar y charlar. Me habló de un humano del Luna Llena, uno de tantos, que al parecer había sorprendido mucho al lobo porque, por una vez, había cumplido su promesa.
—Y se lo tragó todo, Spreen, hasta la última gota. Te lo juro. Yo ya había follado un par de veces y estaba cansado, pero ya sabes que me entra curiosidad y les saco al callejón si me proponen alguna puta guarrada de esas. Así que me bajé el pantalón y me quedé mirando a ver cuántas aguantaba, normalmente a la primera ya paran, como sabes. ¡Pero el humano ese se la metió entera en la boca de un golpe y empezó a gemir muy alto! Si les ves como… —empezó a hacer un gesto como si masturbara una pija con la mano del cigarrillo mientras acercaba la cara, abría mucho los labios, ponía los ojos en blanco y movía la lengua con muecas de placer muy sórdido. Además de esa explicación gráfica, Rubius añadió efecto sonoro con gemidos sacados de una película porno, «sí, joder, dame más. Ahmmm». Todo un espectáculo que, por extraño que pudiera parecer, era algo común en mis conversaciones con el lobo. A Rubius le gustaba ser explícito y la confianza que tenía conmigo le llevaba a cruzar los límites de lo que, digamos, era razonable—. Se tragó la primera como si no fuera nada y continuó sin parar hasta la segunda y, esto es lo mejor, ¡se quedó con mi polla en la boca durante toda la inflamación! —estalló en una carcajada y negó con la cabeza—. Si me ves ahí, Spreen. Con el humano de rodillas y sin poder irme porque no quería hacerme daño con sus dientes… Nunca me había pasado eso y yo solo estaba deseando que se acabara y poder largarme de allí.
—No me digas más, vas a volver a hacerlo otro día que hubieras cogido menos para ver si llega a una tercera —murmuré antes de soltar el humo a un lado.
—Nah… era solo curiosidad —negó, haciendo un gesto vago con la mano—. No es la clase de humano que me gusta. —Se llevó el cigarro a los labios y después de echar el humo, añadió—: Pero si eso me lo hubieras hecho tú, me hubiera ido directo a tu casa a ver si tenías Macho —y me guiñó un ojo de esa forma increíblemente sexy.
—Sé que lo decís en serio —le aseguré.
—Sí, claro que lo digo en serio —sonrió.
Tras aquello, volví al todoterreno y me detuve en una farmacia veinticuatro horas para pedir los laxantes más fuertes que pudiera comprar sin prescripción médica. La mujer me dio unos sobres y me dijo:
—Te recomiendo que los tomes solo cuando tengas tiempo, son muy potentes y los efectos podrían alargarse entre doce y dieciocho horas. Bebe muchos líquidos y no comas nada sólido durante el proceso.
—Por supuesto —sonreí.
Yo ya conocía de sobra lo jodido que era echar hasta las tripas por el culo, pero era una sensación que no iba a disfrutar personalmente esta vez, sino los lobatos. Si creían que podían tocar mi moto, iban a aprender de la peor manera posible lo hijo de puta que yo podía llegar a ser. Así que llegué al Refugio con veinte pizzas familiares sazonadas con polvos mágicos y se las di a Aroyitt para que se las diera a los lobatos. Solo a los lobatos y a todos los lobatos… Al día siguiente, ninguno estaba allí para ayudarme con las cajas.
—Lo siento, Spreen —me dijo Aroyitt con una expresión consternada y aspecto cansado—. Los chicos están muy enfermos.
—¿Y eso? —pregunté.
—No lo sé, quizá algo que hayan robado les ha sentado mal o puede que se comieran una cosa del suelo… yo que sé —se rindió—, son lobatos.
—Claro —sonreí más—. Cosas de lobatos.
Cómo disfruté la noche en la que volvieron, algo más delgados y ojerosos después de pasarse día y medio pegados al puto váter. Missa estaba allí, al lado del todoterreno, mirándome con su ojos amarillentos antes de preguntarme con tono serio:
—¿Fuiste tú, Spreen?
—Claro que fui yo —sonreí y le ofrecí un cigarro mientras colocaba la mano en su hombro y se lo apretaba con firmeza—. Y cada vez será peor si siguen tocando mi moto. Así mueren rodeados de su propia mierda y vómito… ¿me entendiste? Conmigo no se juega.
El lobato aceptó el cigarrillo con una mano lenta y algo temblorosa, se lo llevó a los labios y esperó a que yo se lo encendiera.
—¿Ya cargaron las cajas?
Missa asintió.
—¿Está todo?
Volvió a asentir.
—Bien… Al regreso traeré cigarrillos, ¿qué les parece? —miré al resto, que aguardaba a cierta distancia. Ninguno hizo nada y ninguno aceptó la oferta, quizá por si esos cigarros también estaban envenenados—. Son cigarros normales —les aseguré—, a no ser que me den razones para que no lo sea — con una sonrisa un tanto macabra en los labios, me fui al todoterreno y me subí.
Cuando llegué al almacén y dejé toda la comida en la mesas rodeadas de lobos hambrientos, me fui con Ollie. El lobo me esperaba con su gabardina puesta, acuclillado y mirando la oscuridad del terreno, allá donde los focos del almacén no llegaban. Me miró de con un giro rápido de cabeza, parpadeando antes de sonreír un poco.
—Vaya, no te oí llegar —me dijo, porque era evidente que se había sorprendido—. Pero te olí… —añadió, tocándose la nariz con la punta de su dedo índice—. Estoy casi seguro de que, cuando no vienes aquí o estás en conserjería, te pasas el día debajo de Roier.
—Es una forma de verlo —afirmé, dejando la caja a su lado y sacándome un cigarro—. ¿Eso te molesta?
—No, claro que no —negó él con el ceño fruncido como si la pregunta hubiera sido algo estúpido—. Solo me sorprende, es un olor muy fuerte, de SubAlfa, incluso los humanos deben percibirlo…
—Sí, sí que lo perciben.
—¿Eso… te molesta? —me preguntó, sacando distraídamente su tupper de pescado a la brasa con patatas asadas, su cerveza y, finalmente, el Café Latte con sirope de almendra que le había comprado esta vez.
—No, la verdad es que me gusta —reconocí—. Cuando me fui lejos de Roier, no podía parar de pensar en lo mucho que odiaba no apestar como él.
—Oh… —murmuró el lobo, lo último que hizo antes de centrarse en la comida.
Seguí fumando y, ya casi por costumbre, miré a la lejanía, hacia la esquina de la extensión de la nave donde, en esta ocasión, había una sombra mirándome de vuelta. Le mostré el dedo medio que él respondió con otro, pero al que, de forma casi repentina, añadió un gesto para decirme que me acercara. Fruncí el ceño, chasqueé la lengua y, tras un par de segundos de duda, salí caminando. Sapnap me esperaba de brazos cruzados sobre su ya abultado pecho de Macho, con la capucha bajada y unos pantalones jeans rotos a la altura de las rodillas.
—¿Qué carajo queres, Sapnap? —le pregunté.
—Dame un cigarro, idiota.
Nos quedamos en silencio, yo con mi expresión indiferente y él con su expresión prepotente.
—Vuelve a intentarlo —le sugerí—, pero será la última vez.
—Dame un puto cigarro —repitió, pero esta vez sin insultarme por el camino.
Al final, me metí la mano en el bolsillo y le ofrecí el paquete. Sapnap sonrió, por supuesto, como si aquella hubiera sido una gran victoria sobre mí. Me miró con sus ojos del color de la miel, se puso el cigarro en los labios y añadió:
—Mechero.
—Tene cuidado, Sapnap —le advertí, sacando el zippo para encenderle la punta del cigarrillo antes de cerrarlo con un sonoro «clap».
—¿De quién? —quiso saber—. ¿De ti?
—De que yo también termine ignorándote como el resto —respondí, echando el humo a un lado.
Sapnap gruñó por lo bajo y apretó los dientes, soltando el humo por la nariz como si fuera un toro salvaje a punto de embestirme con toda su fuerza. Lo ignoré, por supuesto, y con la misma calma de siempre le dije:
—Me dijeron que hay un humano en el Luna Llena que se lo traga todo, suena al tipo de cosa que a vos te encantaría.
—Me sobran los humanos en el Luna Llena…
—Céntrate, Sapnap. Aprende a escuchar lo que te digo y deja de responder boludeces —le sugerí antes de llevarme el cigarrillo a los labios—. Ya sé que te van a ver muchos humanos, solo te hablo de uno que quizá te de gracia.
—Ya escuché la puta historia de Rubius, la cuenta todo el rato como si fuera la gran cosa —gruñó—, pero él es solo un Macho Común que se corrió dos tristes veces. Conmigo lo hubiera escupido a la primera o se hubiera ahogado con tanta corrida.
—Eso pensé yo —reconocí—. Los SubAlfas tienen un semen más fuerte, aunque quizá a ese chico eso le encante.
Oírme considerarle «SubAlfa» detuvo lentamente su enfado. Levantó la cabeza con cierto orgullo y siguió fumando más calmado mientras me miraba por encima, ya que el idiota me sacaba más de media cabeza.
—La mía es incluso más fuerte porque es casi de Alfa —me dijo.
—No exageres, Roier es Primer SubAlfa y yo sé muy bien como le sabe.
—Roier es mayor, no se corre tanto como yo.
Lo miré fijamente a los ojos y arqueé una ceja con marcado escepticismo.
—Si te corres más que Roier, sería preocupante, Sapnap. Podría llenar una botella de un litro con lo que me sale del culo después de cada cogida.
—Pues conmigo quizá pudieras llenar dos botellas…
Resoplé y negué con la cabeza, girando el rostro hacia la oscuridad de la noche fría.
—¿No podrías con tanto, Spreen…? —dijo en voz baja, casi con un ronroneo peligroso.
No necesité mirarlo para saber que se estaba poniendo bastante duro bajo sus pantalones. Sapnap estaba jugando con fuego otra vez.
—Sapnap… —me puse serio—. Solo los lobatos cruzan esa línea. Y yo no voy a pasarlo por alto una segunda vez.
El joven tensó la mandíbula, pero no llegó a enfadarse del todo, solo se giró para apoyar la espalda en la pared y fumar una calada.
—Sé que hablas cosas peores con Rubius y Quackity, los he oído.
—Rubius y Quackity no se ponen duros, son solo comentarios y bromas sórdidas.
—Pfff… —resopló, girando el rostro para que yo no pudiera verlo. No quería darle importancia, pero él sabía que yo tenía razón—. Es solo porque todavía no tengo humanos…
Murmuré algo como si le creyera, aunque ya estaba bastante seguro de que, por alguna razón, Sapnap se excitaba mucho conmigo. Quizá le gustaran los chicos guapos y rebeldes, quizá fuera la autoridad que yo proyectaba, o quizá se debiera a que Sapnap le atraía mucho lo prohibido. Fuera lo que fuera, ya podía jalársela como un mono pensando en mí, porque no iba a pasar nada entre nosotros.
—¿Crees que ese humano se podría tragar dos litros? —me preguntó entonces.
—¿Por qué no lo compruebas mañana y me lo decis? —murmuré.
—¿Cómo es el humano? ¿Es guapo?
—No. Si no le gustaba a Rubius, no es guapo —respondí sin dudarlo.
Sapnap soltó un gruñidito bajo de queja, fumó otra calada y la echó en una columna hacia el frente.
—¿Tenía buen cuerpo, al menos?
—No —tan seguro como antes y por la misma razón.
—Mierda… —murmuró, como si eso le fastidiara—. No quiero perder el tiempo con un humano así.
—No es una obligación, Sapnap —le recordé—, solo pensé que te haría gracia. Ya dejaste bien claro lo mucho que te gustan las mamadas.
El lobato se encogió de hombros y dejó caer la cabeza hacia mí para mirarme por el borde de los ojos.
—Si lo hago y escupe mi corrida, podré reírme de Rubius por ser un idiota.
—¿Y qué ganas con eso?
—Demostrar que soy mejor que él.
—No sos mejor que él, sos su SubAlfa. Son cosas diferentes.
—¡Pues eso díselo a ellos! —exclamó, incorporándose para señalar hacia el interior de la nave—. ¡No me tratan como su SubAlfa!
—Ah… —asentí—. Comer con el resto de Machos, ayudar en el almacén, formar parte del grupo y dejar de esconderte todo el rato, no es lo que va a ayudarte a recuperar su respeto; pero coger la boca a un humano que ni siquiera te interesa, sí. ¿Eso es lo que me estás diciendo?
Sapnap volvió a gruñir, volvió a enfadarse, volvió a ese estado de negación en el que se guarecía cada vez que le decían algo que le dolía o que no quería oír.
—¡Yo debería estar al mando aquí y presidiendo la mesa y no Rubius! ¡Soy el que tiene mayor rango!
—Te diré lo mismo que le digo a Carola: como me vuelvas a gritar, no me volverás a ver en tu puta vida. —Me llevé el cigarrillo a los labios y fumé una calada tranquila, soltando el humo grisáceo que me acarició el rostro mientras el lobato seguía gruñendo—. La cagaste en el puerto —le dije entonces—, te dieron tu oportunidad y lo arruinaste. Sé lo que se siente, porque a mí me pasó lo mismo esa noche en la bolera. Sé lo que es que la Manada no te respete, lo frustrado y enfadado que te sientes y lo orgulloso que sos para pedir perdón. Yo también me quejé, quise huir, esperé a que volvieran arrastrándose mientras veía como otras personas que se lo merecían mucho menos que yo conseguían todo lo que querían sin esforzarse lo más mínimo… Por eso vengo a verte y hablo con vos, Sapnap, porque sé lo que estás pasando. El problema es que vos seguís creyendo que soy tu enemigo porque tuvimos un par de disputas en el Luna Nueva, me jodiste y yo te jodí a vos —me encogí de hombros para restarle importancia—, pero ahora los dos estamos en la Manada y tenemos responsabilidades. Si me dejas ayudarte, te ayudaré, si me seguís insultando, diciéndome estupideces o frotándote la pija delante de mí, me iré. Y ten algo por seguro, Sapnap: si conseguí que incluso Carola cierre la puta boca, vos no vas a ser menos.
Dicho todo aquello, tiré el cigarrillo a un lado, solté una última bocanada de humo y me di la vuelta. Ahora era decisión del lobato escucharme o no y, si no lo hacía, yo no iría a buscarlo de nuevo. Con esto en mente, volví junto a Ollie, que ya se estaba tomando su Café Latte.
—Me gusta mucho este —me dijo cuando estuve lo suficiente cerca.
—Te pediré ese, entonces —murmuré.
—¿Podrías dejar de pedirlo a nombre de «Princesa»?
—No.
Cuando regresé al Refugio, aparqué el coche, miré que la moto estuviera en su sitio y me acerqué a la puerta que conectaba con el hotel, apoyando el hombro en el marco pero sin llegar a pasar. Desde allí se veía el pasillo que conectaba el garaje, la despensa y la enorme cocina. Se oía un poco de ruido y llamé a quien fuera que estuviera allí para que se acercara.
—¿Spreen? —me preguntó Aroyitt, saliendo del interior para verme. Llevaba el pelo rubio recogido en una coleta y un delantal de flores por encima de su jersey ancho y sus pantalones vaqueros—. ¿Necesitas algo?
—No, solo quería darle cigarrillos a los lobatos —respondí—. ¿Sigues cocinando?
—Oh, no, solo estaba limpiando un poco —dijo, acercándose para agarrar los dos cartones grandes que le ofrecía.
—¿Querés ir a tomar una copa?
La mujer levantó la mirada, entreabrió los labios y dijo:
—Sí, por dios…
No nos fuimos lejos y no volvimos muy tarde, solo tomamos un par de cervezas y escuché como Aroyitt despotricaba un poco sobre los lobatos y sobre lo preocupado que estaba Carola últimamente. Cuando llegó mi turno, lo único que le dije fue:
—Estaba pensando en mudarme ahora que puedo pagar un alquiler de verdad, ¿los lobos cambian de Guarida o Roier se va a negar por completo?
—Oh, no, se irá a donde tú te vayas siempre y cuando esté dentro del territorio —respondió, dejando su copa de margarita en la barra tras darle un sorbo—. Pero no hay muchos que alquilen pisos a compañeros, si los vecinos ven a Roier, podrían darte problemas. A Stephen le pasó y eso que Ben no es un Macho para nada ruidoso. Al final tuvo que comprarse una casa en una urbanización de las afueras.
Chasqueé la lengua y miré a un lado. Ya había supuesto que habría problemas, pero me imaginaba que serían con Roier y no con los malditos humanos. Nadie quería un vecino lobo como no querían a un traficante de drogas o a un mafioso; miedo, odio, inseguridad, elitismo… no importaba el motivo, todos tenían uno por el que quejarse a la junta vecinal y terminar expulsándote de ahí. Lo bueno de mi barrio de mierda era que nadie hacía preguntas y nadie se metía en la vida de los demás, pero yo no quería seguir viviendo en los suburbios si podía pagarme algo mucho mejor, con una caldera que no se jodiera cada dos semanas, sin humedades y grietas en las paredes, unas ventanas que no tuviera que tapar para conservar el calor, un sistema eléctrico que no fallara y suficiente espacio para todas las malditas plantas, alfombras y muebles de Roier.
—A Roier le gusta Guarida —me dijo al oído aquella misma noche, cuando entró en conserjería, me saludó con un gruñido, me hizo levantarme del sillón para sentarse y me abrazó por la espalda, mirando la página de alquileres que tenía abierta en el ordenador.
—Pues a mí no, es una mierda y todo se estropea.
—Roier puede arreglar.
— No importa —concluí, bajando el cursor por la página—. Si encuentro algo decente, nos mudamos.
—Pero tiene que oler a Roier.
Puse los ojos en blanco, mordiéndome la lengua para no empezar otra de nuestras discusiones sobre el tema. La Guarida apestaba a Roier, pero cualquier sitio al que lleváramos sus mantas, alfombras y ropa, olería igual de fuerte en apenas dos días; más en invierno, cuando no ventilábamos tan a menudo la casa.
—Ey, chicos, ¿Escucharon de La Piraña? —nos dijo Conter cuando al día siguiente llegamos al Luna Llena. Caía una nieve fina y el lobo había decidido fumar en la entrada junto a Karchez, al final de las escaleras y más resguardados que en el callejón.
Roier soltó un murmullo a forma de saludo y afirmación y se pegó mucho a mi espalda, metiendo las manos en los bolsillos de mi chaqueta. Al parecer, no tenía trabajo aquella noche y había decidido acompañarme a vigilar el local, de una forma totalmente desinteresada y sin otra razón oculta más que pasar un inocente tiempo con su compañero… evidentemente.
—Sí, Rubius lleva repitiéndolo toda la semana —respondí.
—¡Es increíble! —se rio él, soltando algo de humo gris al aire frío junto con una carcajada—. A mí me hubiera asustado si le hubiera visto ahí pegado a mi verga y sin poder soltarme.
—Roier le hubiera dado una patada.
—Vos te hubieras quedado tan quieto como una puta estatua —le aseguré —. Estarías más asustado que Rubius de que te hiciera una heridita en tu querida pija.
—Si a Roier se le hubiera inflado en la boca de ese humano, le habría roto la mandíbula —respondió, apretando el pecho contra mi espalda al inflarlo con orgullo—. Spreen lo sabe bien.
Se me escapó la risa y eché un poco la cabeza hacia atrás para rozar la nuca contra el lobo a forma de discreta caricia.
—Os imagináis si se lo hubiera hecho a Carola… —murmuró Karchez.
—El humano estaría muerto —respondió Roier junto con una de sus carcajadas altas y tontas en la que, por desgracia, no pude más que acompañarlo. Las inflamaciones del Alfa debían ser… poco menos que monstruosas.
—Criss, Serpias y Shadoune dicen que quieren probarlo —añadió Conter antes de fumar otra calada y echarla a un lado—. Yo paso. Sé que me pondría muy nervioso.
—Yo no sé… depende de cómo sea esta noche —dijo Karchez con una expresión de cejar arqueada y mirada perdida, como si se lo estuviera pensando mucho—. Hay una humana a la que le tengo el ojo puesto, si no viene esta noche, quizá lo pruebe solo para saber lo que se siente.
—¿Otra vez lo de la Piraña? —preguntó una voz desde lo alto de las escaleras. No tuve que darme la vuelta, aunque tampoco hubiera podido con Roier a mis espaldas y sus manos metidas en mis bolsillos, para saber que Axozer había llegado. El lobo se quedó a nuestro lado, saludó al SubAlfa con respeto, después a mí por ser su compañero y, finalmente, a Conter y Karchez como a iguales—. Tenéis que estar muy aburridos para perder así el tiempo con ese humano —añadió.
—Ya, Axozer, es mejor tener a diez humanos para ti solo y venir aquí semana tras semana a por más —respondió Karchez.
Axozer gruñó por lo bajo, a forma de advertencia.
—El número de humanos a los que visite, no te importa —le dijo—, si puedo tenerlos, los tengo. Pregúntate solo por qué tú no los tienes…
Karchez bajó el cigarrillo de los labios y dedicó una mirada fija y seria al lobo rubio de ojos azules, sin embargo, Roier gruñó más alto y los detuvo en seco antes de que las cosas fueran a más. Como SubAlfa, y a falta de Carola, era su deben mediar entre las disputas de los chicos, así que les hizo a todos una señal rápida con la cabeza hacia la puerta y no les quedó otra que tirar los cigarrillos al suelo y entrar. Nosotros les acompañamos al interior, tan extrañamente vacío y silencioso como solía estar antes de abrir al público. El ambiente seguía siendo denso y fuerte, pero no tanto como cuando había más de cien humanos allí dentro. Subimos a la parte de la Manada y vimos al resto de solteros, sonrientes, bromeando y, por supuesto, ya bastante duros por la excitación grupal. Quackity fue el primero en saludarnos, ofreciéndole a Roier su sitio en el centro del sofá, respetando su rango superior y su presencia allí, pero mi lobo lo rechazó y se quedó de pie detrás de mí. No tardó demasiado en frotarse un poco más y en ronronear, dándome pequeños mordiscos juguetones en el cuello, tan afectado por aquel ambiente como el resto; la única diferencia era que él tenía un compañero con el que disfrutarlo y no tenía que esperar a que llegara nadie que se sentara en su sofá.
—Roier, joder, espera a que lleguen los humanos, al menos —se quejó Shadoune, gruñendo con cierto enfado, a lo que mi lobo respondió con otro gruñido más grave de advertencia.
Roier no hizo nada por quitar la mano que tenía metida por debajo de mi camiseta ni por apartar demasiado sus labios de mi cuello, donde me había estado mordiendo y lamiendo suavemente mientras producía un gorgoteo de excitación. Los Machos solteros habían seguido hablando y tratando de ignorarlo, porque aquel era el Luna Llena y ese tipo de comportamiento más sexual estaba aceptado; al contrario que en el Refugio o en alguna otra propiedad de la Manada en la que estaba prohibido ponerse así delante de los demás, ni siquiera con tu compañero. Una cosa era que supieran que acababas de coger y otra muy diferente era tener que verlo en persona.
—Me lo llevo un rato afuera, tranquilos —les dije antes de que la cosa se calentara más. Los chicos estaban sobrexcitados y tener que soportar a un Roier duro que no dejaba de manosearme, debía resultar frustrante para ellos. Así que me lo llevé por la puerta de emergencias y le dije—: Roier, no seas hijo de puta con los solteros.
El lobo gruñó y se encogió de hombros, como si no hubiera hecho nada malo. Me rodeó entre los brazos y me encerró entre su cuerpo y la pared, como había hecho hacía tanto tiempo en aquel mismo callejón. Metí una mano por dentro de su camiseta para sentir su abdomen y levanté la otra hacia su pelo castaño, atrayéndolo para besarle mientras frotaba la cadera contra la suya. Acabábamos de coger hacía apenas una hora, tras la siesta y antes de ir en coche hasta allí, así que lo que estábamos compartiendo entonces era más bien un agradable tonteo. Muchos besos húmedos, mordiscos y manoseo por todo el cuerpo, pero nada serio.
—¿En serio tienen que venir aquí a hacer eso? —nos interrumpió una voz que ya conocíamos de sobra.
Roier giró el rostro sin apartarlo demasiado del mío y gruñó al lobato.
—Roier no tiene que pedir permiso a nadie para estar con su compañero —respondió.
Sapnap fumó la última calada de su cigarrillo, soltó el humo y tiró la colilla a un lado, hacia un pequeño charco que la nieve derretida había producido.
—Este es un lugar para solteros. No un lugar para traerte a tu compañero a coger.
—Es club de la Manada. Roier llevará a Spreen a donde él quiera. Roier no tiene que…
—¿Necesitabas algo, Sapnap? —pregunté, interrumpiendo a mi lobo, porque no creía que el lobato se hubiera entrometido entre nosotros si no tuviera una buena razón para hacerlo.
—¿Tienes un cigarrillo?
Chasqueé la lengua y, por desgracia, tuve que apartar la mano del cálido pecho de Roier bajo la camiseta para meterla en el bolsillo y sacar el paquete.
—Quédatela —dije mientras se la tiraba—, tengo otra.
El lobato la cazó al vuelo sin ningún problema y tomo uno de los cinco cigarros que quedaban allí. Se sacó su propio mechero y lo encendió. Como no parecía que se fuera a ir, Roier gruñó por lo bajo, a lo que yo respondí acariciándole la barriga para calmarle. Finalmente, se movió hacia mi espalda, refunfuñando sin parar, para apoyarse en la pared y rodearme con los brazos mientras miraba fijamente a Sapnap.
—¿Sapnap quiere hablar? —le preguntó.
—¿Has oído lo de La Piraña, Roier? —le preguntó él en respuesta, soltando una bocanada antes de levantar los ojos hacia el lobo—. ¿Tú le hubieras dado de comer?
—Roier no quería dar de comer a nadie. Roier quería encontrar un buen compañero y lo consiguió: Spreen.
—Yo tampoco le hubiera dado de comer, si te interesa saberlo —le dije —. A no ser que tuviera un Jaguar y un ático en el centro con jacuzzi — añadí, provocando un gruñido de enfado de Roier.
A Sapnap se le escapó un levísima sonrisa que intentó esconder agachando la cabeza y limpiándose los labios como si una hebra de tabaco se le hubiera quedado allí pegada. Cuando estuvo preparado, volvió a mirarnos y se encogió de hombros.
—Yo quizá lo haga —murmuró—, no me creo que ese humano pueda soportar la corrida de un SubAlfa de la Manada…
Antes de que Roier la cagara, le di un leve y discreto codazo para advertirle de que aquello era importante. Temí que el lobo no lo hubiera entendido cuando empezó a gruñir por lo bajo, pero, por suerte, Roier a veces no era tan tonto como parecía.
—No podría con la de Roier, pero quizá sí con la de Sapnap. La de Roier es más fuerte —le recordó, porque él era Primer SubAlfa, estaba por encima, y no quería que el lobato lo olvidara.
Sapnap puso una extraña mueca, como si no le hubiera gustado del todo escuchar aquello, pero sin llegar a enfadarse.
—La mía también es muy fuerte —le aseguró—, si puede con la de Quackity o Shadoune, quizá le dé una oportunidad.
—A Quackity no le gustan esas mierdas, pero Shadoune estará encantado de comprobarlo —dije—. ¿Vas a estar aguantándote y esperando toda la noche para ahogar al pobre Piraña, Sapnap?
—No necesito aguantarme para hacer eso —fanfarroneó, levantando la cabeza con orgullo y el cigarrillo en los labios.
Entonces se produjo un momento de silencio, como si el lobato no supiera qué más hacer ahora que no podía enfadarse o seguir soltando algún alardeo sin sentido de los suyos. Ya había conseguido lo que había venido a buscar: saber que Roier le consideraba un igual en rango. Ahora el lobato se estaba enfrentando a una verdad de la que quizá ni él era consciente; que no tenía ni idea de cómo interactuar con la gente de forma normal. Se empezó a poner nervioso, algo de lo que incluso yo me di cuenta, y fumó una calada rápida, solo por hacer algo.
—¿Y qué hacen aquí? —nos preguntó.
—Vine a vigilar, como todas las semanas, y como Roier no trabajaba esta noche quiso acompañarme —respondí—. Ahora nos estábamos tocando un poco por todas partes.
Sapnap asintió varias veces y miró la puerta de emergencia, se rascó la frente y se quitó el cigarro de los labios antes de decir de forma distraída:
—Voy entrando antes de que se pongan a coger —y se fue.
Roier refunfuñó un poco por lo bajo y me dio la vuelta entre sus brazos para volver a acariciarme el rostro con el suyo, recuperando el tiempo perdido con el lobato.
—¿Qué le pasa a Sapnap? —quiso saber.
—Todavía está tratando de encontrar su lugar en la Manada —respondí. Roier soltó un gruñidito agudo de entendimiento y asintió.
—Roier también tardó en encontrar su lugar en Manada. Fue difícil para él. Roier ayudará a Sapnap si puede.
—Pero que no se dé cuenta, o se enojara —le advertí, rodeándole el cuello con los brazos para ponerme de puntillas y alcanzar sus labios.
Como antes, no hicimos nada demasiado fuerte, aguantando y acumulando la excitación dentro de lo posible como una pareja de adolescentes que todavía no se atrevían a coger. Volvimos a entrar en el local, duros y excitados, pero sin ese fuego que se apoderaba de nosotros y nos volvía locos. Después de todo, había trabajo que hacer. Nos fuimos juntos a la barandilla para vigilar la entrada y las escaleras mientras los primeros humanos comenzaban a llenar el Luna Llena. Roier se contoneaba a mis espaldas, siguiendo el ritmo de la música alta, frotándose el enorme bulto de su pantalon contra mí y abrazándome, pero no se entrometió en mi vigilancia; algo de lo que ya le había advertido en el coche de camino allí.
A la hora ocurrió algo extraño, y es que Rubius se levantó de su sofá repleto de humanos y agarró de la muñeca a un joven que acababa de llegar y que se había quedado a un lado, de pie. Sin decirle nada y sin cambiar su expresión seria de Macho, le agarró por la muñeca y le hizo dar una vuelta sobre sí mismo. Aquella era la señal, aquel era La Piraña y ahora toda la Manada lo sabía.
—Mierda … —murmuré, llevándome una mano al rostro antes de negar.
El resto de Machos lo miraron con atención, los humanos a su alrededor lo miraron porque los lobos le miraban y yo había dicho aquello porque le conocía. Ese chico había venido un par de veces a mis clases y yo sabía que no era un lobero, sino un jodido omega.
No era el primero que venía a verme, pero sí de los más desesperados, y un omega desesperado era un omega peligroso. Siempre atendía con ojos muy abiertos a mis explicaciones sobre las relaciones con lobos y parecía muy interesado en todo lo que tuviera que ver con atraer a un Macho a un nivel más allá del sexual. Pero, por las preguntas que me hacía, él no buscaba la atención de «algún lobo», buscaba la atención de «un lobo». Yo nunca preguntaba nombres, ni los suyos ni los de los lobos de los que hablaban, ya que lo más probable es que se refirieran a mi Manada, la más grande y poderosa de la ciudad; pero si hubiera sabido que ese Macho por el que estaba obsesionado era Rubius, le hubiera dicho que se olvidara por completo y que no tenía oportunidad alguna.
La mujer de la primera charla de PIHL había tenido razón en una cosa: una vez que los Machos te etiquetan, no hay vuelta atrás. Si la intención de «La Piraña» hubiera sido disfrutar de todo el semen de lobo del que fuera capaz porque eso le ponía mucho, me hubiera alegrado por él, porque lo había conseguido y ahora tenía a un par de Machos dispuestos a dárselo. Sin embargo, ese no era el caso y el chico se la había jugado a lo desesperado. Ahora había cometido un grave error del que no habría vuelta atrás.
El primero en levantarse e ir a buscarlo fue Shadoune, ya que era el lobo interesado de mayor rango. Apareció por un lado con la cabeza alta y la típica expresión seria de Macho dominante que mostraban siempre a los ajenos a la Manada, le agarró de la nuca con su mano y le quiso dirigir hacia la salida de emergencia, directo al callejón. El chico todavía estaba confuso por toda aquella atención y de que Rubius le hubiera dado una vuelta solo para volver a sentarse entre sus atractivos humanos. Se dejó llevar un par de pasos, pero entonces recuperó la consciencia y se apartó, negando con la cabeza y levantando las manos para decir que no le interesaba ir con Shadoune afuera. El Beta cruzó sus brazos sobre el pecho, visiblemente ofendido por el rechazo, y dijo algo que dejó sin habla al humano. Ya se podrán imaginar el qué. Los lobos no son sutiles y no tienen razón alguna para preocuparse de los sentimientos de un humano cualquiera. Al chico se le saltaron las lágrimas, miró alrededor para comprobar que todavía era el centro de atención, miró a Rubius como si le hubiera traicionado y, finalmente, salió corriendo hacia las escaleras, empujando a cualquiera que estuviera en su camino con tal de huir lo antes posible de aquella humillación.
No volví a ver a La Piraña, ni en el Club ni en mis clases. Me hubiera gustado haberle podido explicar lo que había pasado allí, pero no tuve la oportunidad, así que aquella se convertiría en una de esas experiencias que me ayudarían a ser mejor Doctor Lobo; o, al menos, a dar mejores consejos. El mismo que les daré a ustedes: proponer cochinadas que llamen la atención de los Machos, funciona, pero solo si su idea es ser un «clínex de lobo». Se los dije, ellos saben lo que les gusta y lo que quieren. No van a poder convencerlos de lo contrario, ni a cambiarlos, ni a fascinarlos y hacerles redescubrir que ustedes son lo que querían en realidad. Dejen de engañarse. Si un lobo estuviera interesado en estar con ustedes porque le resultan atractivos, o agradables, o divertidos, o interesantes, o incluso porque se sienten cómodos a su lado; se lo harían notar y lo sabrían.
Si noche tras noche solo los ignoran: o le propones una cochinada y les dan un último gustazo, o cambias de sofá en el Club; porque ese lobo no es para ustedes. Lo siento.
Chapter 71: COSAS DE LOBATOS: QUE PUEDEN SER PELIGROSAS
Chapter Text
Shadoune levantó la cabeza con orgullo, poniendo una expresión muy seria en su atractivo rostro de barba pelirroja y, sin más, volvió a su asiento. Él también se sentía humillado, pero por una razón distinta: era el Tercer Beta, así que La Piraña debería haber estado encantado de poder comerle la pija después de la de Rubius. Shadoune tenía un rango superior, un olor más fuerte y el semen más amargo, no cabía en su entendimiento de lobo que lo hubiera rechazado cuando se lo había hecho a un Macho Común. Por supuesto, la razón o el motivo por el que el humano se lo hubiera hecho a Rubius en primer lugar, escapaban de su total comprensión.
De todas formas, los lobos fingieron que nada había pasado. Rubius no utilizó aquello para pavonearse y no fue tan estúpido como para crear tensión ni problemas con el Beta; y como él no dijo ni hizo nada al respecto, los demás siguieron a lo suyo, recuperando la atención de los humanos que les rodeaban como moscas. Lentamente, todo volvió a la normalidad. Solo por curiosidad, eché un rápido vistazo, uno de tantos, y me detuve en seco cuando miré a una mujer muy escotada y con falda muy corta apoyada en una columna. No había nada especial en ella, a excepción de que estaba enviando un discreto mensaje por el celular. Le di un codazo a Roier y la señalé con la mano. No era la primera estúpida que, aun advirtiéndole de que no se podía usar el celular en la sección de la Manada, lo hacía, pero eso no era lo que había llamado mi atención; lo que había hecho sonar mis alarmas era que lo hiciera con cuidado, con solo una mano medio escondida tras su muslo y la cabeza gacha. Mi lobo y yo fuimos hasta allí. Podría no ser nada, o podría que mi detector de policías hubiera empezado a hacer «pi-pi-pi».
Roier quería ir de frente y con cara de muy mal genio, aunque en mitad de sus pantalones de chándal negro hubiera una pedazo de erección de caballo que le restaba cierto poder de intimidación. Yo, sin embargo, quise dar un pequeño rodeo para alertar a los hombres de seguridad y acercarnos de espaldas, lo suficiente para ojear lo que fuera que estaba escribiendo antes de montar otro escandalo. Tras la paliza de Rubius y aquel momento del Piraña, lo último que necesitaba el Luna Llena era otro show que ahuyentara a los humanos.
Gracias a la música alta y las luces bajas, me acerqué sin ningún problema, aproximándome a ella mientras miraba su celular con apenas luz.
«… altercado en club. Joven moreno, bajo, quizá interés en testificar contra lobo 14…».
Y ahí estaba.
—No se permiten teléfonos acá adentro, preciosa —le dije.
La mujer se sobresaltó y al momento se dio la vuelta para mirarme a mí, al enorme lobo con cara de muy mal genio que me acompañaba y a los dos humanos de seguridad. Escondió el celular tras el cuerpo y, tras un breve instante de miedo, sonrió.
—Perdonen, estaba enviando un mensaje a una amiga para decirle que estaba aquí. ¡No se lo creía!
Yo sonreí más y asentí.
—No volverá a pasar —prometió, cruzando el dedo índice y central a forma de promesa mientras se encogía de hombros como una colegiala que hubiera hecho una pequeña travesura.
—Claro que no va a volver a pasar —le aseguré, haciendo una señal a los de seguridad para que se la llevaran de allí.
Uno de ellos la agarró de ambas muñecas por si se resistía y el otro le quitó el celular, aunque ella se resistiera y le insultara, perdiendo todo aquel personaje de niña tonta que se había inventado. Me acerqué al de seguridad para que deslizara el teléfono en mis manos sin que ella se diera cuenta y leí el resto del mensaje. No era el primero que había enviado y, por la hora de notificación, llevaba al menos media hora en el local. Le había dado tiempo a sacar algunas fotos discretas que, aunque no eran de muy buena calidad debido a la mala iluminación, sí dejaban ver a algunos de los solteros y, lo más peligroso, a los humanos que les acompañaban. Chasqueé la lengua y utilicé mi celular para sacar fotos al suyo mientras les acompañábamos a la salida donde, igual de discreto que antes, deslicé el teléfono al de seguridad para que se lo devolviera a la policía de encubierto. Los de Seguridad la echaron a la calle y le advirtieron que no volviera por allí mientras el lobo y yo ascendíamos las escaleras delante de una muchedumbre de humanos sorprendida e interesada.
—Ahora hay que ser discretos, Roier —le advertí.
Oí al lobo gruñir por lo bajo a mis espaldas, echando un rápido vistazo alrededor. Por suerte, estaba ya mucho menos aturdido y excitado después de haber salido del ambiente sexual y los olores que inundaban el Luna Llena. Lo suficiente para hacerme caso y seguirme de forma discreta al otro lado de la calle, como si no fuéramos más que otro humano y otro lobo que fueran a coger a algún otro lugar porque el callejón al lado del local estaba demasiado lleno. Nos escondimos en la penumbra con buenas vistas de la calle y nos quedamos vigilando. Ahí fue donde llamé a Carola.
—Tenemos un problema —le dije.
—¿Qué ha pasado? —preguntó al instante—. ¿Mis Machos están bien?
—Sí, pero había una mujer espiándolos. Ya la echamos y ahora Roier y yo la estamos siguiendo por si viene con amigos. Sacó fotos y envió algunos mensajes, te los mando.
No tuve que esperar a la respuesta del Alfa, solo colgué el teléfono y le envié todo lo que tenía. Una vez que guardé el celular, hice una señal a mi lobo para que atendiera y le señalé a la mujer escotada y de falda corta que andaba ya por la calle, otra vez escribiendo por el celular.
—Si no sabes esconderte, iré solo —le dije, porque sería difícil espiar con un enorme lobo de dos metros pegado a la espalda.
—Roier sabe esconderse —me aseguró—. Irá con Spreen por si hay problemas.
Asentí, aquello solo había sido un aviso, si al final no era capaz, me iría sin él pusiera como se pusiera. La mujer siguió adelante por la carretera y, echando una mirada atrás, giró en la esquina. Ese fue el momento de movernos. Para espiar a alguien, no hacía falta ir lentamente, escondiéndose detrás de cada cubo de basura y coche que viéramos, como en los dibujos animados. Simplemente había que caminar con calma y, una vez que volvieras a tener al objetivo en tu campo de visión, te parabas en algún lugar recogido y esperabas de nuevo. La mujer policía no tardó más que dos calles en detenerse frente a un furgón grande y negro, muy sutil y nada sospechoso, en el cual entró tras llamar dos veces. No me molesté en sacarle fotos ni en recordar su matrícula, porque sabía que aquellos furgones los cambiaban cada dos por tres y que tratar de volver a rastrearlo no serviría de nada.
—La agente encubierta vino acompañada por un equipo de apoyo, preparado por si las cosas se ponían feas —le dije a Carola, que respondió a la llamada al primer tono—. Me quedaré acá para ver si se le acerca alguien más. No creo que estuviera sola en el Luna Llena.
—¿Tú estás solo? Le diré a algún Macho que vaya contigo por si acaso.
—No, Roier está aquí.
—Ah, bien, entonces sígueme informando con lo que veas.
No respondí, colgué directamente y me saqué los cigarrillos del bolsillo, dejando el celular en su lugar. No fui tan tonto como para fumarlo de cara al furgón, así que me giré para apoyar la espalda en la pared de ladrillos, cara a un Roier de brazos cruzados y expresión muy seria.
—Después me encargo de eso —le prometí, alargando la mano para rozar su entrepierna empapada; había una mancha allí de humedad más negro que la tela del pantalón y que se pegaba a su pija ya flácida y normal. Era como si se hubiera meado encima, pero solo se debía a haber estado en el Club produciendo líquido preseminal sin parar.
Roier apartó un momento la mirada del furgón a lo lejos hacia mis ojos, con la misma expresión seria de mafioso peligroso, asintió en respuesta y siguió vigilando. La situación no era la mejor, pero no voy a negar que aquello me puso bastante duro. El Roier mafioso era de mis Roiers favoritos, seguido del Roier con cinturón de herramientas y el Roier con pantalón muy corto y ajustado. Un gruñido bajo me distrajo de mis pensamientos y seguí la dirección que el lobo había señalando con la mirada: otra mujer escotada y con falda corta había dado la vuelta en la esquina y se encaminaba hacia el furgón. Echó un rápido vistazo alrededor y Roier y yo nos escondimos antes de que pudiera vernos. Cuando se sintió segura, se acercó al furgón y subió. No tardaron ni cinco minutos en arrancar e irse de allí, y yo tardé menos en tomar el celular y contárselo a Carola.
—Eran dos, a la segunda no la vimos en el Club.
Oí un grave y profundo gruñido al otro lado de la línea.
—Bien. Iros a la Guarida y dejad a los solteros disfrutar de la noche, mañana hablaremos.
Asentí y colgué, haciéndole una señal al lobo para que volviéramos. Roier parecía bastante molesto con todo aquello y no cambió ni su postura envarada ni su expresión enfadada, no al menos hasta que nos subimos al Jeep y me incliné sobre su entrepierna. Entonces gruñó y apretó el volante con ambas manos mientras yo le bajaba el pantalón empapado.
—Dios… —jadeé, cerrando un momento los ojos. El olor era algo real; intenso, fuerte y quizá desagradable, pero no podía estar del todo seguro, porque a la vez sentía un profundo y sórdido placer por todo aquello—. Dioooos… —repetí al darle tan solo una lamida a la punta. El sabor era incluso peor que el olor, condensando por el tiempo, como si se hubiera macerado dentro de la barrica que era el prepucio de Roier.
Aquella resulto ser la mamada más asquerosa y extraña de mi vida. Gemía porque todo olía y sabía demasiado fuerte, incluso para tratarse de Roier, pero a la vez solo quería más y más de aquello. Es complicado de explicar con palabras, pero cuando se corrió la primera vez, terminé tragándomelo con bastante ansia, porque incluso su abundante semen parecía más agradable que todo el resto. Roier gruñó muy fuerte, disfrutando de ese inesperado regalo antes de apretarme el pelo y perder el sentido por completo, volviéndose una bestia salvaje, impaciente y repleta de deseo. Llegó al quinto orgasmo con facilidad y yo creo que me corrí dos veces, o me meé un poco encima o no sé qué mierda me pasó, porque estaba tan excitado y tan hasta el culo de feromonas, Olor a pija de Macho y placer, que perdí por completo la razón. Solo la recuperé tiempo después tras la inflamación, cuando Roier ronroneó acariciándome el rostro y quiso dejarme en el asiento del copiloto antes de subirse los pantalones y conducir a casa. Me fumé un cigarrillo de camino con una mano temblorosa y otro tras la más que necesaria ducha, junto con un café con el que, esperaba, pudiera quitarme aquel sabor que no se iba de mi boca y no dejaba de aturdirme.
Al despertarme la mañana siguiente, juraría que aún podía sentirlo, pero eso no me impidió deslizarme por debajo del edredón lamiendo a Roier y frotando mi cara contra su pecho antes de bajar a por más. Dejé al lobo jadeando, sudado y sonriente en la cama, yéndome un poco tambaleante al baño para limpiarme, por dentro y por fuera. Salí con un pantalón grueso y una sudadera gris con capucha en dirección a la cocina para prepararme mi café, el vaso de leche caliente del lobo y fumarme un cigarrillo frente a la puerta de emergencia. El cielo seguía nublado y todavía caía una lluvia fría, como una especie de granizo que no llegaba a ser nieve y no se iba a acumular en las aceras hasta bien entrado diciembre. Evidentemente, no había calefacción en esa casa de mierda, pero como ahora tenía un enorme y apestoso lobo estufa allí, el ambiente era cálido y había un fuerte contraste con el aire frío que entraba por la puerta.
La cerré solo cuando oí unos pasos pesados en la distancia, arrojando la colilla al callejón antes de girarme para ver a Roier acercándose, todavía desnudo, mientras se rascaba los huevos con una cara adormilada y gruñía a forma de saludo. Fue directo por su vaso de leche caliente y se lo bebió de un par de tragos sin apenas respirar antes de eructar.
—Hoy es sábado y tengo que ir a mis clases de cocina —le recordé—. Iré a desayunar y a cortarme el pelo antes de traer la comida, así que quédate en casa mirando la tele o algo.
El lobo asintió y se fue al sofá para cubrirse con la manta de pelo que había movido allí desde la cama, alcanzó el control remoto y se puso uno de sus programas de bricolaje. Cuando volví de la habitación con la chaqueta puesta y calzado, le di una caricia a forma de despedida y le dije: «Spreen se va». Prefería ir solo porque no quería llevar a Roier a la peluquería y porque así podría hacer las cosas más rápido. En solo hora y media ya estaba de vuelta en casa con las bolsas en los brazos y el pelo perfectamente cortado y peinado. El lobo gruñó, levantando la cabeza por encima del respaldo del sofá, entonces su gruñido se volvió más denso y grave. Como pasaba siempre que me veía así, no se detuvo hasta tenerme a cuatro patas mientras me mordía con fuerza el hombro y me agarraba de las muñecas. Pero, incluso para ser Roier, aquel ritmo de coger ya le estaba superando, terminando por correrse solo dos veces en esa ocasión antes de quedarse jadeando con la boca pegada a mi nuca.
—Roier se corrió mucho ayer y esta mañana —se excusó durante la inflamación, y, como no podía ser de otra forma, hinchó el pecho y levantó la cabeza con orgullo—. Spreen lo sabe.
—Sí, Spreen lo sabe… —murmuré antes de poner los ojos en blanco.
Le acaricié la espalda caliente y sudada para demostrarle que no estaba enfadado por aquello y, en cuanto pude moverme, le serví rápidamente su bol hasta arriba de espaguetis con carne, verduras y queso antes de irme a dar una segunda ducha. Volví con mi ropa del Doctor Lobo, le di un beso en el único sitio de su mejilla que no tenía manchada de salsa de tomate y me despedí de él antes de irme.
Había decidido seguir yendo a las clases de PIHL; ya no por necesidad, sino por codicia. Con lo que Carola me pagaba ahora, lo que conseguía con era poco; sin embargo, seguía siendo dinero fácil por tan solo una hora de mi tiempo una vez a la semana. Quizá fuera mi alma de rata callejera, no lo sé, pero no iba a parar hasta que las clases estuvieran vacías. Así que llegué a la ONG con mi cara sonriente de siempre, solo para que la viera la directora de la organización que tenía turno en la conserjería, volviendo a mi expresión indiferente y aburrida de siempre nada más pasarla de largo. Entré en el aula con quince personas. No los miré, no los saludé, solo me quité la chaqueta de motero y la dejé en la silla del profesor. Hacía frío allí, pero para eso me había comprado una bufanda negra de ochenta dólares que me había puesto alrededor del cuello como hacía la gente con dinero. Entonces me crucé de brazos, apoyé la cadera en la mesa y miré al público expectante para decidir cuál de aquellos subnormales tendría suerte.
Me detuve solo con un hombre; uno bastante atractivo de pelo negro y ojos azules que se había sentado al final del todo. Le reconocí al momento y él sonrió un poco, porque también me reconoció a mí. Era el Detective Lemon, como la fruta. Compartimos una breve mirada y después me dirigí al resto. No podía levantarme e irme, bueno, sí podía, pero no lo hice. ¿Por qué iba a hacerlo? Esas clases no eran ilegales y yo no decía nada que comprometiera a mi Manada, solo les explicaba a los humanos cómo conseguir cogerse a un lobo. Y eso hice. Repetí lo mismo de siempre, paseándome por entre los pasillos de los pupitres, respondiendo las mismas preguntas estúpidas y básicas y dando los mismos consejos. Sin embargo, al finalizar, me quedé de pie y le ordené a la gente que se largara de allí. Todos lo hicieron, menos el detective.
—Cuanto tiempo sin vernos, Spreen —me dijo desde su sitio en el pupitre. Me había escuchado durante toda la clase y hasta había tomado notas.
—¿Vas a probar con lobos, Lemon como la fruta? —le pregunté yo—. Dime, ¿después de que tu prometida lo hiciera te entró curiosidad o es que querés aprender cómo es coge de verdad?
Eso le borró la estúpida sonrisa de los labios.
—Así que, además de dejarte coger por esos perros, enseñas a los demás a cómo hacerlo…
—Que yo sepa, eso no es ilegal —dije, sacándome el paquete de cigarrillos del bolsillo antes de ponerme uno en los labios—. Espero que me pagaras la clase como el resto —le advertí antes de encenderlo.
—Sí, la he pagado —murmuró—. ¿Sabes, Spreen? Estamos llevando a cabo una investigación policial bastante importante sobre la Manada del Luna Llena…
—Oh… —murmuré, no demasiado sorprendido ni afectado. Me encogí de hombros y me saqué el cigarrillo de los labios junto con el humo—. Me alegro por vos. ¿Se la chupaste a un capitán y te dieron el dinero y los recursos que siempre quisiste para vengarte de que tu prometida te engañara?
—Las cosas no funcionan así en la policía, Spreen, aunque para ti todo se consiga con mamadas o poniendo el culo en una esquina… —el detective se levantó al fin y recogió la libreta de notas antes de acercarse—. No hemos tardado mucho en descubrir que te pasas mucho por ese local, el Luna Llena.
—Vaya… —asentí—, que hayas descubierto eso es sorprendente… Me gusta coger con lobos y voy a un local de lobos… —arqueé las cejas—. Casi han merecido la pena esos cinco años que te pasaste en la academia de detectives. ¿Verdad? Pocos tan listos como vos, Lemon como la fruta, hubiera podido llegar a esa conclusión…
El detective forzó una sonrisa de labios cerrados, aguantándose las ganas de pegarme una piña como ya había hecho en la sala de interrogatorios.
—Entonces, debes conocer bien a la Manada, mejor de lo que me habías dicho antes —continuó.
—Sí —afirmé—. ¿Por qué? ¿Te interesa alguno en especial?
El detective se acercó un poco más, lo suficiente para sacar una imagen de su libreta y enseñármela. Era una foto en blanco y negro, seguramente del puerto, donde se veía a Quackity junto con Karchez y Criss. Quise a garrarla para verla mejor, pero el detective la apartó de mí.
—¿Quiénes son estos? —me preguntó.
—Pues ese de ahí —señalé a Quackity—, la tiene pequeña y no es demasiado divertido. No te lo recomiendo. Este —señalé a Criss—, tiene unas bolas enormes y peludos para lamer y hundir la cara; pero el otro —señale a Karchez —, te coge la boca sin parar y te la llena de semen en apenas un minuto. Depende de lo que te guste, Lemon como la fruta, ¿sos más de tragar o de que te pongan en cuatro patas?
El detective tensó la mandíbula y guardó de nuevo la foto, volviéndose a morder la lengua y a reunir paciencia para no pegarme un puñetazo.
—Quiero saber quién son en la Manada de la Luna Llena, rango y nombre —especificó.
— No sé eso —respondí tras darle una calada al cigarrillo—, solo sé lo que les mide la pija y cómo te cogen. Es lo que enseño acá.
—He aprendido mucho de los lobos este últimos meses. Sé que, por como apestas, debes estar muy unido a la Manada.
—Ah… Sí, me compro ropa usada de lobo y me la pongo para las clases. A la gente le excita olerme y así vienen más. ¿Queres que te consiga unos calzoncillos de Macho bien usados y manchaditos, Lemon? Podes olerlos, lamerlos, pasártelos por la cara y…
El detective dio una patada a un pupitre y lo deslizó todo un metro haciendo chirriar el suelo y provocando un ruido seco.
—Ten mucho cuidado conmigo, lobero de mierda… —me advirtió con una mirada muy seria de sus bonitos ojos azules—. Como descubra que me mientes, te mando directo a la puta cárcel por sabotear una investigación policial.
Fumé tranquilamente otra calada y eché el humo hacia su rostro.
— Sos vos el que vino acá a hacerme preguntas y a amenazarme cuando yo solo doy clases, Lemon como la fruta. Si lo que te digo no es lo que quieres oír… —me encogí de hombros—, hay otras clases de PIHL a las que a lo mejor te interese ir. ¿Escuchaste ya a esas también? —pregunté entonces.
El detective Lemon puso cara de asco y con la libreta bajo el brazo se acercó para clavarme un dedo índice en el pecho sobre mi jersey de punto.
—Sé que estás con los lobos, no estoy seguro de por qué, pero sí de que sabes más de lo que cuentas, y cuando lo descubra… te vas a pasar la puta vida comiendo vergas en la cárcel…
—¿Son vergas de lobo? Porque si es así, firmo ya…
El detective Lemon al fin me dio un puñetazo, incapaz de aguantarse por más tiempo. Como la primera vez, fue más sorprendente que doloroso, aunque las gafas de mentira se me cayeran al suelo y el impacto me hiciera girar el rostro.
Yo no podía pegarle de vuelta porque, si lo hiciera, podría llevarme preso por agredir a un agente policial. Daba igual que fuera en defensa propia; allí solo estábamos él y yo y su palabra valía más que la mía delante de un juzgado. Lo pone en la ley, pueden mirarlo si no me creen.
—Seguís pegando como una niña… —murmuré, pero el detective ya estaba en la puerta, cerrándola con un violento golpe que retumbó por todo el aula y el pasillo.
Chasqueé la lengua y me limpié un hilo de sangre de la comisura de los labios. Recogí mis gafas del suelo y me las puse antes de salir por la puerta. En esa ocasión no había pedido un taxi y tuve que esperar en la entrada unos veinte minutos hasta que apareció, teniendo que soportar a la directora acercándose a preguntarme sobre los gritos y el «hombre muy enfadado» que se había ido.
—A veces hay adictos que entran en una fase de enfado y negación, se vuelven violentos, pero no hay nada de que preocuparse —respondí sin apartar la mirada del aparcamiento vacío y oscuro.
Estaba de mal humor y era mejor que la señora no me viera así, o tendría que buscarme otro sitio en el que dar las clases. Así que, cuando el taxi apareció, la dejé con la palabra en los labios y me adentré bajo la lluvia fría a paso rápido. No fui tan tonto como para darle al taxista la dirección del Refugio, sino que le pedí que me llevara al centro y, desde allí, me busqué algún bar tranquilo desde el que llamar.
—No voy a ir a trabajar esta noche —le dije a Carola, ya con un cigarrillo encendido en los labios mientras le hacía una señal al camarero para que me sirviera una copa.
—¿Estás demasiado cansado de no hacer nada, Spreen? —me preguntó el Alfa con un tono duro—. Creía que habíamos quedado en que esta noche vendrías a mi despacho a charlar lo que ocurrió ayer en el Luna Llena.
—Hoy vino el detective Lemon a mi clase de cocina y me hizo un par de preguntas —le expliqué—, quizá todavía me tenga vigilado.
Se hizo el silencio al otro lado de la línea y, tras un par de segundos, se oyó un grave gruñido. Las siguientes preguntas del Alfa me sorprendieron más que la piña del detective.
—¿Estás bien, Spreen?, ¿te ha hecho daño o algo?
—Cuidado, Carola, suena casi como si te importara de verdad y todo… —murmuré.
El Alfa no dijo nada al momento, solo añadió un rápido:
—Le diré a Roier que estás en la Guarida —y colgó.
Dejé el celular en el bolsillo de la chaqueta y me quité el cigarrillo de los labios para tomar la copa con la misma mano y darle un trago. Me había sentado en la barra, justo allí donde, entre la copas de licor y vasos, se podía ver mi reflejo en el espejo de la pared. No es que quisiera verme con mis gafas de mentira y mi ropa de subnormal relamido, sino porque era un buen punto desde el que vigilar si alguien extraño me observaba. Me refería a alguien que entrara después que yo en el local, no a los que ya estaban allí lanzándome miraditas discretas para llamar mi atención y que les invitara a una copa. Esperé una hora y, cuando estuve seguro de que ningún policía me había seguido al interior, me fui al baño para escapar por la ventana alta que daba al callejón de al lado. Viejas técnicas de traficante de droga que, por suerte, siempre funcionaban. Si había alguien esperándome en un coche frente al local, podría pasarse allí toda la puta noche esperando, porque yo ya me había ido por el lado contrario.
Cuando llegué a la Guarida, Roier ya estaba allí, dando vueltas y muy preocupado. Gruñó al verme y salió disparado para rodearme con los brazos, levantarme en alto y frotarme el rostro.
—¡Paraaa, carajo! —me quejé, haciendo fuerza para que me dejara de nuevo en el suelo.
El lobo lo hizo, pero no se alejó demasiado, siguiéndome al baño, mirando como me desnudaba para dejar a un lado la ropa empapada de lluvia. Sin decir nada, se desnudó también y se metió conmigo en la ducha.
—¡Que estoy bien, Roier! —le grité de nuevo, porque el puto Roier me estaba poniendo nervioso con sus gruñiditos y su estúpida necesidad de pegarse mucho a mi espalda y abrazarme.
Tuve que salir de la ducha antes de lo que hubiera deseado, secándome rápidamente antes de tirarle la toalla al lobo y salir de un portazo a la habitación para vestirme. Yo seguía teniendo bastantes problemas a la hora de dejar a Roier mimarme y protegerme como si fuera algún tipo de omega indefenso y delicado; me enfadaba con él simplemente porque me hacía sentir ridículo. Me puse un pantalón largo y grueso y una sudadera vieja que, por lo grande que me quedaba, debía ser de Roier. No era la primera vez que me equivocaba y tampoco era algo que me importara demasiado, así que me fui con mi misma expresión de enfado al salón-cocina para hacerme un buen café y fumarme otro cigarro. El lobo apareció poco después con un pantalón de chándal con franjas rojas a los lados y una de sus camisetas de asas. Le eché un rápido vistazo y le dije:
—Ese pantalón es nuevo, no duermas con él, y ponte algo más abrigado que estamos a principios diciembre.
Roier agachó un poco la cabeza y se fue gimoteando de vuelta a la habitación. Volvió con un pantalón viejo y una sudadera como la que yo tenía puesta, pero que a él le quedaba ajustada. Tiré la colilla del cigarrillo por la puerta de emergencias y me llevé mi café al sofá, él se reunió conmigo, a cierta distancia para dejarme espacio, hasta que yo apoyé el brazo en el respaldo y alcancé el pelo de su nuca para acariciarlo. Ahí fue cuando Roier supo que podía acercarse, apoyarse contra mí y darme todas las caricias que quisiera. Ahí, justo ahí, cuando yo se lo permitía. No antes.
Con el roce llegó la excitación, después el sexo duro y, finalmente, el sueño. Me desperté más temprano de lo normal ya que nos habíamos acostado mucho antes de lo normal. Quedándonos dormidos bajo la manta del sofá. Chasqueé la lengua, sintiendo un leve dolor en el cuello por la postura incómoda, y me moví para colocarme encima del lobo que roncaba como un puto oso de las cavernas. Volvió a quedarse dormido durante la inflamación, después de que le hubiera cabalgado hasta el tercer orgasmo. Yo me quedé tumbado sobre él, suspiré y me incorporé, sintiendo una dolorosa punzada en la pierna al tratar de quitarme de encima.
—Mierda… —farfullé, subiéndome los pantalones. Era bastante extraña esa sensación en el trasero, entre las nalgas completamente empapadas de líquido preseminal viscoso y tibio.
Estar con un lobo no es algo higiénico ni agradable, te manchabas mucho durante el sexo y después apestabas. Así que, o te acostumbrabas a ese tipo de cosas o te ibas con un humano, pero los Machos son así y no vas a cambiarlos. Yo prefería volver a vestirme y seguir a lo mío, aunque otros compañeros como Aroyitt y Stephen eran más de limpiarse cada vez; si querían ducharse seis veces al día, era cosa suya.
Fui a la cocina a hacerme un café y comprobé que no quedaba suficiente en el tanque de la máquina. Tome una bocanada de aire y levanté la cabeza hacia el techo antes de cerrar los ojos. Fui a la nevera y vi que tampoco quedaban demasiadas cervezas ni refrescos, así que había llegado el momento de ir a hacer la compra semanal. Odiaba con toda mi alma hacerla un domingo, porque era el mismo día que las familias de las afueras se venían a la ciudad a llenar los centros comerciales y supermercados, y más en días lluviosos de mierda como aquel. Ya de mal humor por aquella perspectiva, fui a vestirme antes de despertar al lobo de un cojinazo en la cara.
—Despertate, Roier, hay que ir a comprar —le dije con todo el cariño del mundo.
El lobo gruñó, llegando a mostrarme los dientes con enfado antes de incorporarse, subirse los pantalones que tenía por las rodillas e irse farfullando quejas por lo bajo. Para ser justos, si hubiera querido que le despertaran con besitos y caricias, no me hubiera elegido como compañero. Ya le esperaba en la puerta con las llaves del Jeep en la mano cuando regresó con solo su chaqueta negra sobre la ropa con la que había dormido y calzado con sus botas militares. Asintió dándome a entender que estaba preparado y nos fuimos. Como ya había pensado, el supermercado estaba lleno, aunque mi cara de asco y el enorme lobo que me seguía tirando del carro mantenían a la mayoría alejados de nosotros. Al menos, al llevar bufanda ya no se quedaban mirándome los moretones del cuello como si fuera un desgraciado en manos de un maltratador. Los humanos solían malinterpretar lo «Marcado por mi lobo» que yo estaba, creyendo que Roier me mataba a golpes todos los días. Otro de esas cosas que alimentaban la idea de que los compañeros estábamos enfermos, o éramos prisioneros, o estábamos a las órdenes de nuestro Amos Lobos o… yo qué sé, cualquiera de esas boludeces que se inventaban. El caso es que, cuando no nos odiaban, nos tenían pena. Personalmente, no estoy seguro de cual de las dos era peor.
Al final conseguir comprar todo lo que necesitábamos y, gracias a Roier, algunas cosas más. Pagué en efectivo a un cajero bastante joven y nervioso al que se le cayeron los billetes y que no era capaz de levantar la mirada. Después fuimos acompañados por nuestros buenos amigos de seguridad hasta la puerta y vigilados constantemente a lo lejos mientras cargábamos las bolsas en el Jeep. Aroyitt me había dicho que muchos preferían hacer la compra online para ahorrarse todo aquello, pero a mí me gustaba pasearme por la tienda y comprar en persona; si las madres primerizas y las parejas de ancianos del extrarradio se asustaban, era su problema.
Después hicimos una visita a la cafetería de siempre para desayunar, nos pasamos por la tienda de comida y volvimos al fin a la Guarida para comer algo y echarnos una merecida siesta. Cuando llegué recién cogido al edificio de oficinas de la Manada, no pude ni dejar la chaqueta en el respaldo de la silla antes de recibir una llamada.
—Ya subo, tranquilo —le dije a Carola.
—Bien —y colgó sin más.
—¿Tanto me echaste de menos? —pregunté al cruzar la puerta de su despacho con un intenso olor ácido de Alfa.
—Siéntate, por favor —respondió, terminando de firmar un par de papeles antes de dejarlos a un lado y prestarme toda su atención—. Entonces, ¿cómo fue el encuentro con el detective? ¿Te preguntó algo en especial? ¿Crees que sabía algo más que la última vez?
Resoplé y moví la cabeza de lado a lado.
—Estoy seguro de que sabe mucho más que antes, pero sigue sin entender mi conexión con la Manada. Creo que estuvo investigando sobre los lobos y que, por como huelo, debo estar muy cerca de ustedes por algún motivo.
—Me sigue pareciendo increíble que no lo entienda, oliendo como hueles a Roier —me aseguró Carola antes de cruzar sus enormes brazos y recostarse en su sillón.
—Quizá sospeche que yo sea un compañero, pero como no encajo en lo que el cree que es un «compañero», sigue dudando.
—Eso sí lo entiendo.
Ladeé la cabeza y me quedé mirándolo fijamente a sus ojos grises.
—¿Has podido descubrir algo más? —añadió.
—Tiene una foto de Quackity, Criss y Karchez en el puerto. Me preguntó quiénes eran y su rango en la Manada.
Carola frunció el ceño de espesas cejas negras y se incorporó para recuperar su bolígrafo de punta fina y escribir algo en una hoja en blanco.
—¿Algún otro Macho?
—No, pero puede que tuviera más fotos. Solo me enseñó esa. ¿Leíste los mensajes de la agente de policía que te envié? Llamaba a Rubius «lobo 14». Quizá tengan a toda la Manada clasificada con nombres clave en una pizarra con fotos, como en las películas, y ahora tratan de buscarle un sentido.
—¿Crees que también tienen vigilados a los compañeros?
—No lo sé, Carola, pero no me sorprendería —respondí—. Si están vigilando a los Machos, puede que los hayan seguido a sus Guaridas. Lo que sé es que Lemon como la fruta no hubiera venido a verme si no estuviera desesperado. Me odia bastante, no sé por qué… —murmuré—, no paro de preguntarle por su ex-prometida y de preocuparme de que elija al lobo correcto que le dé de mamar…
Carola me miró por el borde superior de los ojos, de esa forma en la que casi parecía que sus ojos salían de debajo de sus cejas.
—¿Crees que le interesa que uno de mis Machos le dé… de mamar?
No estuve seguro de si era una pregunta en broma o en serio, así que respondí:
—Sería increíble… Nada me haría más feliz que el detective se convirtiera en la Piraña 2.0.
El Alfa bufó y una fina sonrisa se extendió por sus labios, pero agachó la cabeza y siguió escribiendo en su papel.
—Así que crees que está desesperado. ¿Han llegado al límite de lo que saben y no son capaces de seguir avanzando en la investigación?
—Probablemente —afirmé—, aunque no creo que el detective sea de esos hombres que se rinden fácilmente.
—Las investigaciones policiales que no avanzan, se quedan estancadas y se olvidan de ellas —respondió el Alfa, terminando de escribir sus notas para cerrar la tapa del bolígrafo y volver a mirarme—. Es solo cuestión de tiempo que le nieguen más fondos y recursos. Él lo sabe y está cometiendo errores a la desesperada, solo tenemos que esperar hasta que las cosas se calmen y… después quizá el detective Lemon reciba una visita de Roier. Tu Macho tiene muchas ganas de conocerle…
—Mantén a Roier apartado por el momento —le advertí con un tono serio.
—No soy tan gilipollas como para… —comenzó a decir el Alfa, hasta que su teléfono empezó a sonar y miró el número antes de responder con un tono mucho más suave—: ¿Qué ocurre, pequeña? —escuchó lo que Aroyitt le decía con voz algo acelerada y nerviosa. La expresión de Carola se fue convirtiendo lentamente en una máscara de ira contenida y dientes apretados antes de comenzar a gruñir por lo bajo—. Ahora mismo bajo — declaró antes de colgar el teléfono de un golpe seco. Tomó una buena respiración y me miró—. Al parecer, nuestro amigo Lemon como la fruta está en la puerta del Refugio con una orden de registro en la mano y un operativo de agentes desplegado.
No dije nada, ni siquiera me moví.
—Esto no va a quedar así… —murmuró.
Chapter 72: COSAS DE LOBATOS: REQUIEREN MEDIDAS DE LOBATOS
Chapter Text
Carola se levantó de un salto, haciendo que su sillón de jefazo retrocediera, golpeando el armario blanco a sus espaldas. El Alfa rodeó el escritorio y quiso irse corriendo, pero lo detuve agarrándole del brazo.
—Cálmate, Carola —le dije con tono serio. No me había movido de mi silla, así que el lobo me clavó su mirada de ojos grises desde su enorme altura de dos metros.
—Suéltame… —ordenó, conteniendo su ira para no apartarme de un manotazo—. Aroyitt está allí abajo…
—Lo sé —asentí—, pero esto es una trampa. Nos están provocando para poder jodernos, Carola. Tenés que calmarte y aguantar. No permitas que los Machos se revelen, y mucho menos los Lobatos, o la policía tendrá la excusa perfecta para llevarlos a todos presos y mantenerlos en la sala de interrogatorio días enteros.
Mis palabras fueron adentrándose lentamente en esa densa neblina de rabia ciega que era ahora la mente del Alfa, llegando poco a poco hasta aquel pequeño lugar donde todavía había un lobo racional que solo pensaba en lo mejor para los suyos.
—Quizá hayan descubierto lo territoriales que son y hayan venido acá solo para revolver sus cosas y hacerlos enfadar. Tenés que impedir que los Machos hagan ninguna estupidez cuando entren en sus habitaciones. Sé que es duro, pero cuando no encuentren nada, se irán, y ya no podrán volver…
El Alfa respiraba con fuerza, hinchando su ya abultado pecho y poniendo a prueba la resistencia de los botones de su camisa. Lo que yo le estaba pidiendo era algo impensable para un lobo, dejar que entraran en su territorio personal y lo revolvieran a placer… los Machos se iban a poner como putas fieras; ambos lo sabíamos. La voluntad de Carola como Alfa quizá no fuera suficiente para calmarlos y, si flaqueaba, la policía habría ganado y tomaría medidas severas para controlarlos y someterlos. Podría ser una guerra. Una que no nos podíamos permitir en aquel momento de debilidad.
Carola tomo una buena bocanada de aire y alzó la cabeza, mirando hacia la puerta. Tiró de su brazo para deshacerse de mi mano y se fue dando largos pasos. Yo me quedé allí sentado mientras me masajeaba los ojos entre el dedo índice y pulgar, chasqueé la lengua y me saqué un cigarro antes de salir por la puerta abierta del despacho. No podía ir afuera y dejar que me vieran allí con la Manada, ya que a mí ya me tenían fichado, así que solo pude dirigirme a una de las oficinas que daban a la calle y quedarme mirando desde la cristalera. Fumé otra calada y negué con la cabeza. Aquello iba a salir mal, terriblemente mal…
En la carretera había cinco coches de policía con las luces puestas y tres furgones de los equipos especiales antidisturbios, no tenían armas letales, pero sí granadas lacrimógenas, cascos y porras que no dudarían usar contra todo aquel que se pusiera en su camino: Machos, Lobatos e incluso puede que compañeros. El grueso de las fuerzas policiales estaban a un par de pasos de la entrada del Refugio, creando una barrera protectora con el detective Lemon al frente. Él no llevaba casco, solo un chaleco antibalas por debajo de su chaqueta de cuero y la arma reglamentaria atada al cinto. Miraba un poco a todas partes mientras esperaba. Era inteligente, sabía que los demás ya habrían alertado al «jefe», y cuando fuera hablar con él, descubriría quién era el Alfa de la Manada. Si fuera algo que ya supiera, hubiera empezado con la redada mucho antes.
El celular me empezó a vibrar en el bolsillo y lo busqué sin apartar la mirada de la ventana.
—¿Sí? —pregunté, porque no me había molestado ni en mirar el número.
—Spreen, la policía está aquí. ¿Puedes venir a ayudarnos? —respondió Quackity con una voz acelerada muy poco típica de él. Jadeaba un poco y parecía ir corriendo de un lado a otro mientras hablaba y daba pequeñas órdenes por en medio—. Creo que nos van a hacer una redada, estamos escondiendo algunas cosas y poniendo a las crías y los Lobatos a salvo. ¿Te importaría llevarte a unos cuantos discretamente? Los sacaremos por la puerta trasera, pero no sé cuánto tiempo nos queda antes de que entren.
—Voy ahora —murmuré.
Le di otra calada al cigarrillo y solté el humo hacia la ventana sucia antes de darme la vuelta y apurar el paso. Por supuesto, no salí por la puerta principal, sino que bajé al último piso y me fui hacia una de las ventanas que daban al otro lado. Allí me detuve en seco y busqué el celular.
—El edificio está rodeado, Quackity —le advertí, mirando los otros dos coches de policía y un tercer furgón de antidisturbios aparcados no demasiado discretamente a un lado de la carretera.
—¡Mierda! —rugió el Beta—. ¡Paren, por ahí no! —les gritó al resto.
—Tráelos al lado, los esconderemos en las oficinas —ordené.
—¿Cómo?
—Por la ventana, ya estoy acá.
—Hay crías, Spreen —me recordó—. No van a poder escalar hasta ahí.
—Yo me encargo de subirlas.
A Quackity no acabó de gustarle la idea, pero solo gruñó antes de colgar. En menos de un minuto, por las ventanas del hotel antiguo apareció el Beta pecoso con una expresión entre el enfado y la tensión, me vio al otro lado y abrió la ventana antes de echar un rápido vistazo de lado a lado para comprobar que no había policías allí. Sin decir nada, se apartó y golpeó al primer Lobato, que le insultó antes de deslizarse por la ventana y caer a una distancia de dos metros y medio sin apenas inmutarse. Ya era lo suficiente mayor para hacer aquello, como los otros cuatro que le siguieron después, entre ellos, Missa.
—Vamos —les ordené, extendiendo mi mano para que, de un salto increíblemente ágil, se agarraran y consiguieran escalar la distancia hacia la oficina.
El primero lo hizo y yo tiré de él para que entrara, pero como eran putos lobatos idiotas, se tomaron aquello como un juego y el siguiente se negó a agarrarme de la mano, llegando apenas a aferrarse al borde de la ventana y escalar. Con enfado, le agarré de su sudadera grande y tiré de él para ayudarlo.
—Yo llegué a la ventana sin ayuda, bro… —fanfarroneó ante el otro lobato que ya esperaba de pie a un par de pasos.
—Yo hubiera podido igual, pero Spreen no me dejó —se defendió el primero antes de cruzarse de brazos y poner una expresión prepotente.
No dije nada, no por el momento, solo me limité a seguir subiendo a los demás Lobatos pelotudos que trataban de saltar por sí solos. A los mayores les funcionó, pero cuando empezaron a salir los más jóvenes, de entre doce y quince años, terminaron metiéndose un par de buenos golpes por no querer ayuda.
—El próximo que no me agarre de la mano, va a estar echando hasta las tripas por el puto culo durante un mes… —les advertí.
Eso les calmó bastante. Will el Bigotes se hizo el digno y ni me miró cuando le ayudé a subir, pero el resto no tuvieron tanto desapego, solo se rieron o hicieron algún comentario o referencia a cómo yo apestaba a Roier.
—Mierda, ahora me va a apestar la mano, bro…
—A quien le va a apestar es a mí, puto pajero —respondí, empujándolo al interior con el resto. Las cosas no habían terminado, porque ahora llegaba lo difícil—. Missa, ayúdame —ordené mientras sacaba un pie por fuera del ventanal.
El Lobato, con expresión orgullosa y sin dejar de pavonearse delante del resto porque le había pedido ayuda a él y eso le hacía… más mayor o algo así, se acercó para hacerme un gesto con la cabeza a forma de saludo.
—¿Qué necesitas, Spreen? —me preguntó, metiendo las manos dentro de los bolsillos de su enorme sudadera de rapero.
—Bájame y después me ayudas a subir a las crías —respondí, alargando una mano para que la agarrara con fuerza y me acercara al suelo. Yo no era un lobo y dos metros y medio suponían una caída importante para mí.
Una vez en el callejón mojado me acerqué a la pared del hotel, donde Quackity ya me estaba esperando. No hizo falta decir nada, asintió y se metió en el interior para sacar a un niño de unos ocho años bastante asustado. Lo bajó todo lo que pudo, pero al final tuvo que soltarle y confiar en que yo lo atraparía en brazos a tiempo.
—Ya está. No llores —le dije, haciendo uso de mi increíble tacto para los niños.
Me lo llevé al otro lado y lo levanté todo lo que pude. Missa gruñó, porque él solo no iba a llegar, se giró para pedir algo y después se dio la puerta para ponerse de espaldas y descender cara a mí. La idea no era mala, aunque a primera vista pareciera absurda: algunos lobatos mantenían a Missa sujeto por las piernas y él podía bajar lo suficiente para agarrar a los niños y, demostrando bastante fuerza, doblarse como si estuviera haciendo un abdominal para que otro Lobato lo recogiera a una altura decente de la ventana. Así fuimos pasando bastante deprisa a los once niños de entre diez y cuatro años que la Manada consideraba «las crías». Los niños menores a eso o los bebes todavía estaban en sus Guaridas con sus padres y no iban a pasar la noche al Refugio y a recibir clases como aquellos. Una vez todos en el interior, Quackity cerró la ventana y se fue. Habían empezado a oírse ruidos y gruñidos a lo lejos, puede que incluso la policía ya hubiera empezado el registro y había que darse prisa.
—Verga, Spreen… no me hagas esto… —me dijo Missa cuando me coloqué frente a él y di un salto para agarrarme. Su entrepierna no quedó lejos de mi cara y, al rodearme casi por instinto, nos quedamos muy pegados, como si estuviéramos a punto de hacernos un sesenta y nueve—. Mierda…
Incluso en una situación como aquella, al Lobato se le puso dura como una piedra contra su pantalón de gastado. Empezó a gruñir por lo bajo cuando me sintió escalando por su cuerpo, el roce y la excitación le llevó incluso a querer agarrarme el culo y no dejarme seguir subiendo, pero una patada en la cara resolvió aquel asunto rápidamente. Otros dos Lobatos me ayudaron a subir y escalar el ventanal antes de hacerlo con un Missa algo jadeante y sonrojado. Al ver la enorme erección de sus pantalones y el manchón más oscuro que había cubierto la punta, se rieron de él y no dejaron de soltar comentarios algo crueles mientras el chico les mostraba el dedo medio con enfado y desaparecía por el pasillo, cerrando la puerta de los baños de un portazo. Él era de los más mayores, pero aún así no dejaba de ser un adolescente con las hormonas revolucionadas al que, por suerte o desgracia, yo me había pegado mucho y tocado sin pudor en mi ascenso.
—Cierren el orto —les dije con una expresión seria antes de sacarme un cigarro —. Estan asustando a las crías.
El grupo de niños estaban todos juntos a un lado, al lado de una columna, abrazándose entre ellos y aterrados. Algunos lloraban en voz baja llamando a su mamá, pero los más mayores trataban de consolarlos y mantenerlos callados.
—Ey, danos un cigarrillo, bro —me pidió uno de los Lobatos—. Te ayudamos con esta mierda de la huida.
Puse los ojos en blanco y les tiré el paquete a medio terminar. Los Lobatos forcejearon un poco como hienas mientras yo fumaba. Al luchar y tratar de conseguir todos uno, aunque tuvieran que quitárselo al del al lado, acabaron rompiendo algunos cigarros por el camino. Los ganadores, es decir, los más fuertes o los más mayores, que consiguieron defender los suyos, se quedaron con la cabeza alta, fumándolos delante de los perdedores que solo podían mirarles y aspirar el humo que dejaban. Y esas eran las clases de mierdas que convertían a los Lobatos en Machos y les hacían aprender respeto…
—Escuchen —les dije, llamando su atención—. La policía vino a hacer un registro al Refugio. Solo quiere provocarnos y enfadarlos para darles una excusa para pegarnos y llevarnos a comisaría. Así que se van a quedar acá a salvo con las crías y no van a hacer tonterias, ¿de acuerdo?
—Si empiezan a atacar, iremos a defender la Manada —negó uno de los más mayores con su cigarrillo en los labios. El resto asintieron, convencidos de sus palabras.
Fumé una calada tranquila y asentí, di un par de pasos hasta él y le di tal bofetada que se le cayó el cigarrillo de los labios.
—Si empieza el quilombo, se quedaran acá calladitos y cuidando de las crías como me dijo el Alfa que hagan. Y si tengo que romperles las putas piernas para que no huyan, saben que lo haré…
Gruñeron, por supuesto, orgullosos y prepotentes como eran, pero no se atrevieron a decirme nada y, mucho menos, a devolverme el golpe. Yo era el compañero de Roier, sí, pero creo que había conseguido que mis amenazas tuvieran mucho más efecto después de envenenarlos con laxantes. Ellos sabían que yo no bromeaba y que no tenía ningún tipo de paciencia para su Cosas de Lobatos. Entonces saqué un paquete nuevo de cigarrillos sin abrir que guardaba en el bolsillo interior y le di un cigarro nuevo al Lobato al que el había pegado y tres o cuatro más a los otros para que los compartieran entre ellos.
—Si se aburren y quieren irse a jalársela, se van al baño, pero más vale que vuelvan —les advertí antes de añadir—. Y con las manos lavadas…
—Eso díselo a Missa, bro —se rio uno de ellos, causando una carcajada generalizada.
—Vos te hubieras corrido al instante en el que te pusiera la bragueta en la cara —le aseguré—. Así que cierra la puta boca.
—¿Por qué no me pones a mí la bragueta en la cara y me cierras la boca, Spreen? —me preguntó otro de ellos, uno de los mayores, con pelo de rizo corto y de un color chocolate. Ya tenía algo de barba y, por alguna razón, se había dejado crecer la perilla y las patillas.
—Eh, no sabía que también les gustaba chupar —respondí sin demasiado entusiasmo.
El chico se encogió de hombros y ladeó el rostro.
—A mí no me importa si me devuelven el favor mientras… — murmuró, empezando a calentarse con la idea, relamiéndose los labios y mirándome de arriba abajo como si se creyera todo un rompecorazones salido de una revista de quinceañeras.
—No jodas, Ron —le acusó otro de los mayores, dándole un golpe en el hombro con una mueca de desprecio—. Es el puto Spreen. Antes meto la verga en una trituradora que en su boca.
Lo miré con la misma calma impasible de siempre, agitando la punta del cigarrillo para echar la ceniza a un suelo.
—Es casi lo mismo —le aseguré—, depende de lo enfadado que esté en ese momento.
—Eso dijo Roier —afirmó otro más joven, pasándose el cigarro con un lobato con el que lo compartía, ya que no habían conseguido uno para ellos solos—. Que la chupabas hasta el fondo y después te enfadabas si se corría de lo buena que era.
Solté un murmullo y eché una ojeada a las crías. Algunas seguían lloriqueando, pero ya parecían más calmadas. Entonces un movimiento por el pasillo llamó mi atención y giré el rostro deprisa, pero solo era Missa que volvía del baño con una expresión enfadada y frustrada en el rostro.
—Tengo cerveza y refrescos en la conserjería —les dije a los Lobatos—. Si voy a buscarlos, ¿van a darme problemas y voy a tener que enfadarme?
—Eso depende —dijo el mayor al que, al parecer, yo no le gustaba—. ¿Cuánta cerveza tienes?
—La suficiente —murmuré—. ¿Venís conmigo, Missa? —le preguntó cuando se acercó lo suficiente.
—No, yo ya te ayude suficiente esta noche —negó, apartando el rostro con enfado. No estaba molesto conmigo, solo consigo mismo por haber perdido la compostura y que los demás se rieran de él y su erección.
—Sí, no vaya a ser que te empalmes otra vez y tengas que volver a pelártela en el baño como un mono —respondió Will el Bigotes, añadiendo un gesto obsceno con la mano como si se masturbara.
Eso enfadó a Missa, que le gruñó a forma de advertencia; sin embargo, fui yo el que le pegó una bofetada a Will e hizo que se callara.
—Missa me ayudó con las crías, ¿y vos dónde estabas, Will? —le pregunté.
—¡No necesito que me defiendas, idiota! —rugió Missa, ahora sí que furioso conmigo.
—A mí no me grita ni el Alfa, pedazo de pelotudo —respondí en un tono seco—. No te estoy defendiendo, le estoy haciendo una pregunta a Will. ¿Tenés algún puto problema con eso?
Missa alzó la cabeza e hinchó el pecho con orgullo. Por alguna razón, todo eso de haberse puesto duro le había afectado de una manera extraña, haciéndole perder esa calma controlada que siempre parecía acompañarle.
—Yo voy contigo, Spreen —se ofreció Ron, llevándose el cigarro a los labios y sin dejar de mirarme—. Me puedes seguir explicando eso que haces con la boca cuando te enfadas…
—Me lo pidió a mí —le recordó Missa—, necesita a un Macho, no a un subnormal como tú, Ron.
—Yo no soy el que se la acaba de jalar en el baño, Missa —respondió el Lobato con una malvada sonrisa en los labios.
—No me interesa sus mierdas —le interrumpí—. Quédense acá mientras buscamos las putas bebidas y, como me hagan enojar, les aseguro que va a ser la peor noche de sus vidas.
Sin más, le hice una señal a Missa para que me siguiera y salí en dirección a la puerta. No creí que el Lobato fuera a seguirme pero, tras unos diez segundos, salió tras de mí para alcanzarme al final del pasillo, antes de girar en dirección a conserjería. Una vez allí, abrí la puerta y me agaché frente a la nevera, entregándole las latas de cerveza al joven.
—Esto es algo importante, Missa —le expliqué sin mirarle—. La policía está acá y no se trata de ningún juego. La Manada está en peligro, así que es mejor que se queden tranquilos y no me den problemas, ¿lo entendés?
—Vete a la mierda, Spreen. Yo no soy tu puto perrito faldero ni voy a hacer todo lo que me pidas.
Asentí y terminé de entregarle las cervezas antes de tomar un par de refrescos para las crías. Me levanté y cerré la puerta de la nevera con el pie.
—Vos y yo no somos amigos, Missa —le dije mirando sus ojos amarillentos—. Me da igual lo que pienses o lo que te pase, pero sos el Lobato con más sentido común de ese grupo de pajeros, así que te lo estoy pidiendo a vos. Sos inteligente y sabes aprovechar una buena oportunidad, sabes que a mí me gusta tener favoritos y que no me importa darles más cigarrillos o más comida que al resto. Así que pensalo bien antes de que empiece a hacer tratos con Ron en vez de contigo.
Pasé de largo por su lado, golpeándole el hombro como haría un buen pandillero después de una amenaza como aquella. Missa apretó los dientes y gruñó, pero no dudó en seguirme y decirme:
—Yo hablo con los Lobatos, tú te quedarás callado y no te meterás en medio.
—Muy bien —asentí de nuevo.
—Y quiero tu moto —añadió.
Me detuve y me giré para verle con su expresión atractiva y seria de cabeza alta.
—Usaré yo la moto cuando tú no la necesites —insistió—, y me aseguraré de que ningún otro Lobato la monte.
Me pasé la lengua por los labios y aspiré aire.
—Si mantenés a los mocosos tranquilos esta noche, te dejaré la moto un par de veces, siempre que me lo preguntes antes… —cedí, con todo el dolor de mi corazón. SOLO porque la situación era complicada y requería medidas complicadas.
Missa sonrió y asintió lentamente, aceptando el trato. Carola había tenido razón en algo, intervenir con los asuntos de los Lobatos no era siempre buena idea. Ellos vivían en su propia Manada con sus propias y retorcidas normas de poder y estatus. En aquel momento, aunque yo no lo supiera, estaba en juego el puesto de Alfa de los pajeros dejado por Sapnap. Missa lo quería y, por eso, estaba confabulando conmigo y presentándose ante el resto como uno de los mayores que tenía «amigos poderosos e influencia»; pero errores como ponerse duro por sorpresa o que yo le hiciera parecer débil al defenderlo, solo conseguían humillarlo delante del resto. Algo que solucionaría rápidamente cuando pudiera usar mi moto, un objeto de deseo entre los Lobatos, que la admiraban como si fuera una completa maravilla. Porque, siendo sinceros, mi moto era una jodida maravilla.
Así que cuando volvimos junto al resto, lo primero que hizo fue poner orden y responder a los comentarios de los demás con una inesperada calma. Me pidió un cigarrillo e incluso el zippo para encenderlo, se quedó a mi lado como un igual, separándose del resto de niños, porque eso era lo que yo hacía con los Machos; pequeños detalles que los Lobatos no pasaban por alto. Ron parecía un poco descontento de todo aquello y trató de molestar a Missa, pero la respuesta del Lobato fue rápida:
—Yo puedo usar la moto , tú puedes ir detrás con tu mierda de Ford que no llega a los ciento cuarenta por hora…
Me contuve para no poner los ojos en blanco y eché otro vistazo a las crías antes de acercarme a darle los refrescos y dos bolsas de aperitivos que había encontrado en la nevera. No eran míos, sino de Quackity, a quien le gustaba acompañar sus cervezas con algo que picar. Las crías me miraron con cierto miedo, pero uno dijo:
—Roier… —y alargó la mano para aceptar los aperitivos.
Por supuesto, aunque fueran pequeños podían distinguir mi olor, y Roier era de la Manada, así que si yo apestaba a él, tenía que ser bueno. Yo no lo sabía, pero las crías desarrollaban ese instinto de supervivencia muy temprano, así que «Olor a Roier. Bien». Después volví con los Lobatos reunidos en círculo; los mayores estaban sentados en las mesas abandonadas o sillas a punto de romperse mientras que los jóvenes tenían que conformarse con el suelo de moqueta vieja y sucia. Di por hecho que estaban todos allí, unos quince en total. Mi presencia no pasó desapercibida y en seguida empezaron los comentarios airados y envenenados, querían provocarme u ofenderme, pero nada les funcionó. Mis respuestas no eran lo que se esperaban y mi expresión indiferente mientras fumaba y bebía cerveza les hizo aburrirse pronto. A mí no me importaba participar en sus conversaciones y no parecían demasiado acostumbrados a que un adulto les escuchara más de dos minutos seguidos, y mucho menos que les respondiera a sus comentarios. Como eran Lobatos y solo pensaban en una cosa, todo giró en torno al sexo o al tamaño de sus pijas o sus experiencias. Fanfarroneaban entre ellos, igual que hacía Sapnap, sobre sus «logros», tonterías como haber masturbado a una humana en mitad de la pista del baile del Luna Nueva, que les chuparan la pija a escondidas en los baños o que les hubieran hecho un par de pajas. Los mayores tenían más que contar, por supuesto, y no se privaban de reírse de los pequeños y de sus «cosas de niños».
—Me sorprende que les hagan una mamada, con lo mal que huelen no me imagino las arcadas que tienen que dar sus pijas —fue mi comentario estrella de la noche.
Eso produjo varias reacciones, la mayoría ofendidas y bravuconadas del tipo «¿por qué no me la chupas tú y me lo dices?»; pero después, trago a trago de cerveza y cuando les fui dando más cigarros, empezaron a hablar de experiencias más desagradables. Lo crean o no, los Lobatos tienen sus corazoncitos, negros y oscuros, pero los tenían. Les molestaba mucho cuando los humanos les rechazaban, porque sabían que a los Machos no les rechazaban nunca. Era normal, después de todo y aunque los Lobatos parecieran mayores de lo que eran, seguían teniendo apariencia de adolescentes hasta alcanzar los diecisiete o dieciocho, cuando ya les salía su cuerpo enorme y musculoso de Machos; y no todos los humanos estaban dispuestos a dejarse hacer dedos o mamársela a un chico de catorce o quince años, por muy alto y guapo que fuera.
Otra cosa que, curiosamente, también les frustraba mucho era la continua excitación.
—Los compañeros no lo entienden, Spreen —me acusó Jake, un Lobato de pelo largo recogido en una coleta y una fina barba parduzca—. A veces Aroyitt lleva esos jeans tan apretados o viene Rosa con sus enormes tetas casi fuera…
—William con sus shorts… —añadió Mark.
—¡Sí! —exclamó Jake, dándole la razón—. O tú con tus deportivos y tu maldito peste a sexo, Spreen —me acusó—. ¡Y los Machos se enfadan con nosotros por ponernos excitados! ¡Pues que no nos pasen a sus putos compañeros por la cara!
—Los Machos se enfadan porque se ponen a babear como monos y nos hacen propuestas subidas de tono —le aclaré—. Ellos también fueron Lobatos y saben lo que hay.
—Es nuestro instinto —se defendió Ron, echando el humo del cigarro a un lado—. Si un humano nos gusta, vamos a tratar de conseguirle.
—Los compañeros no son humanos cualquiera —les recordé.
—Es fácil decir eso cuando no te están poniendo la entrepierna en la cara… —murmuró Missa a mi lado.
—Ahora ya sabes que mis huevos también apestan a Roier —respondí, lo que causo una pequeña carcajada.
Y, como solía pasar siempre que me salía un poco del tema, empezaron las preguntas subidas de tono sobre si lo que Roier decía sobre mí era cierto. Volviendo a una conversación que sus sobrexcitadas mentes alimentaban sin parar, tratando de conseguir algo explícito y sexual de, por primera vez en sus vidas, un compañero y no un Macho alardeando de alguna conquista. Como El Piraña, del que también hablaron mientras discutían si le hubieran «dado de comer». Evidentemente, todos dijeron que sí sin dudarlo.
Sin darme cuenta, el tiempo pasó y un ruido en el pasillo nos sorprendió. Me levanté de un salto e hice una señal a los Lobatos para que cerraran la puta boca, después miré a las crías y les pedí que se escondieran tras la columna. Las pisadas se hicieron más graves y altas hasta que fue Quackity el que apareció por la puerta, relajando la tensión acumulada. Estaba muy serio para ser él, lo que le hacía parecer mucho más intimidante de lo normal. Echó un rápido vistazo a la sala y asintió conforme, después me miró fijamente y me hizo una señal para que me acercara.
—¿Cómo les fue? —le pregunté en voz más baja, adentrándonos en el pasillo para que el resto no pudiera oírnos.
— Pusieron el Refugio patas arriba —murmuró con un profundo enfado contenido en la voz—. Los Machos están furiosos y Carola está teniendo problemas para mantener el control.
—¿Encontraron algo?
Quackity negó. Por suerte, en el Refugio no había caramelos, armas ni información importante. Era solo un hotel de lobos y lo único que iban a encontrar allí era ropa sucia y kilos y kilos de comida.
—Estuvieron toda una hora allí. Se acaban de ir ahora mismo y el Alfa me envió a ver si todo estaba bien aquí.
Asentí y me crucé de brazos, imitando la postura del Beta pecoso.
—No volverán. No les concederán otra orden después de la cagada de esta noche.
— Entraron en nuestras habitaciones, Spreen —murmuró Quackity, apretando con fuerza los dientes—. En nuestro Refugio. ¡Sin respeto ninguno! —terminó gritando.
Me quedé unos segundos en silencio y después giré el rostro hacia los Lobatos, que nos observaban atentamente. Le hice una señal a Missa para que se quedara allí vigilando y apoyé la mano en el brazo de Quackity para llevármelo a la conserjería. Allí le saqué la última de las cervezas, esa que había guardado para mí en caso de necesitarla, y me fui a sentar al sillón. El Beta abrió la lata con un sonido metálico y bebió un par de buenos tragos antes de eructar y recostar la cabeza en el respaldo.
—Nos están invadiendo el territorio, no podemos usar el puerto y ahora la policía se mete en nuestro Refugio —murmuró, negando con la cabeza y tensando la mandíbula—. Las cosas no pueden quedar así, Spreen. Tenemos que contraatacar.
—Contraatacar no es una opción, Quackity —respondí—. Es la policía. Ahora un detective resentido y estúpido está enfadado y quiere jodernos, pero pronto se le acabará su momento de gloria cuando vuelva a comisaría sin nada en las manos. Movilizó a un número bastante grande de agentes para nada, y eso cuesta dinero…
—Nos humillaron, a nosotros, la Manada —me repitió, como si yo no fuera capaz de comprender la gravedad de la situación.
—Lemon no volverá a molestarnos —le aseguré—, y cuando haya pasado un poco de tiempo. Carola sabrá que hacer.
Quackity gruñó de forma grave y densa. La idea de esperar no le hacía gracia, él y los Machos querían venganza, y la querían ya. Pero yo tenía razón: el detective Lemon había invertido demasiado en aquel golpe inesperado, jugándoselo todo a una sola carta con la que confiaba ganar la partida. Él sabía que los lobos eran territoriales y orgullosos, confiaba en que una provocación así les hubiera puesto muy agresivos y por eso había pedido tantos refuerzos. Sin embargo, Lemon como la fruta subestimó la inteligencia de los lobos, convencido de que no eran más que bestias que solo sabían robar, traficar y cogerse a humanos lo suficiente estúpidos para chuparles la pija.
Pero cuando su gran golpe no funcionó y volvió sin nada más que una demanda de los abogados de la Manada por haber causado estragos en el hotel y daños psicológicos a sus habitantes; las cosas no fueron bien para él.
Puede que no les interese esto, o quizá sea un dato estúpido, pero el detective Lemon era el único del cuerpo de policía al que le interesaba joder a los lobos. Los demás simplemente aceptaban su existencia y se limitaban a seguir cobrando dinero del Estado sin meter mucho las narices donde no les llamaban, porque sabían que los lobos no jugaban con tonterías y que tenían a más de la mitad de los jueces amenazados o sobornados. Después de todo, no dejaban de ser una Mafia muy poderosa.
Carola mandó a uno de sus detectives privados a investigar a Lemon cuando las cosas se calmaron. Aun sin presupuesto y obligado a abandonar el caso, el detective seguía vigilando a la Manada en sus ratos libres y tratando de descubrir algún trapo sucio con el que reabrirlo y convencer a sus superiores de la importancia de exterminar a los lobos. Lo más increíble era que, al contrario de lo que yo creía, Lemon no lo hacía por venganza. Su prometida no se había ido con un lobo ni se había escapado con una Manada, sino con un DJ de mierda llamado TecnoBullet.
Y es que el detective Lemon no odiaba a los lobos porque le hicieran daño, sino porque él era un justiciero. Era de eses pocos hombres que se unían al cuerpo de policía porque realmente creían en la justicia y en hacer del mundo un lugar mejor. Luchaba contra la Manada porque eran «los malos» y llenaban las calles de droga, casinos, violencia y armas ilegales; no entendía como podía haber humanos que les desearan y les ayudaran, ni que la policía no hiciera nada para detenerlos.
Así que Lemon era solo una buena persona que no buscaba medallas ni reconocimiento, porque creía que solo cumplía con su deber. Por desgracia, ser un héroe es un trabajo peligroso, enfadar a la Manada es peligroso.
Una noche de verano, Lemon recibió la visita de un lobo muy grande y muy enfadado que le rompió el cuello como si fuera una ramita seca y después llamó a urgencias antes de que se muriera. Y desde entonces no se ha vuelto a levantar de la cama, ni a comer nada que no cupiera en un tubo conectado a su tráquea. Condenado a mirar al techo de la habitación del hospital de pacientes vegetales, escuchando el monótono sonido de la máquina vital que le mantenía con vida y con la única compañía de un jarrón de flores que cada mes le enviaban con solo una nota que decía:
"Para Lemon, como la fruta. Firmado: La Manada."
Chapter 73: NOSOTROS: TENEMOS NUEVA GUARIDA
Chapter Text
La navidad es una mierda. La gente se vuelve insoportable, no para de nevar y todo se llena de estúpida decoración y luces brillantes. Siempre había sentido un profundo amor-odio por esa festividad, desde que era niño. Era el único momento del año en que mi madre preparaba algo de cenar y esperaba un poco antes de emborracharse, incluso a veces se acordaba de comprarme un regalo cutre en la gasolinera de vuelta al trabajo; además, cuando vivía en la calle era más fácil que te dieran de comer en navidad, porque a la gente le entraba un repentino y pasajero espíritu de generosidad y te daban más cosas. Por otra parte, hacía un frío de mierda y siempre había envidiado un poco a todas aquellas familias felices que cantaban villancicos y cenaban montones de comida alrededor de una mesa iluminada por el fuego de la chimenea. Algo muy parecido a lo que hacía la Manada.
A la segunda semana de diciembre, cuando el Refugio volvió a estar en orden después del destrozo de la policía, Aroyitt se apresuró a organizar las fiestas para, supongo, distraer a los Machos y cambiar ese ambiente tan oscuro y taciturno que les invadía. Vino a visitarme al garaje mientras los Lobatos llenaban el maletero con cajas de comida y charlaban conmigo como si fuera su amigo o algo, pidiéndome cigarrillos y haciendo bromas sobre mi peste a sexo.
—Perdona, Spreen —se disculpó, inclinándose sobre la puerta para mirarme—, ¿te importaría charlar un momento?
Negué con la cabeza y le hice una señal a Missa a mi lado para que vigilara que todo se hacía bien antes de acercarme a la compañera del Alfa.
—¿Ocurrio algo?
—No, no, es solo para decirte que hay una tradición en la Manada por navidad, todos los compañeros traemos un dulce y algo para poner en el refugio: una figurita, unas luces, un pequeño árbol —se encogió de hombros—, cualquier cosa vale.
Asentí sin más y solté el humo del cigarro a un lado.
—Quedamos un fin de semana y todos juntos las colocamos… podrías venirte con Roier.
—No creo que Carola me deje, esas son cosas de la Manada — murmuré, aunque sonaba tan cursi y ridículo que casi agradecía no poder participar—. Además, sabes que yo no puedo entrar en el Refugio.
Aroyitt puso los ojos en blanco y negó.
—No entras porque no quieres, Spreen. Nadie te va a echar —me aseguró, pero terminó con un gesto airado para restarle importancia al tema y se dio la vuelta hacia el pasillo.
—Yo te echaría, Spreen —me dijo Ken, dándome un golpe en la espalda antes de mirarme con su perfecta sonrisa blanca y sus ojos de un color marrón muy suave—. Antes de que tocaras algo con tus manos manchadas de semen de Roier.
—Roier nunca se corre fuera —le aseguré, dándole un golpe en la nuca para que espabilara y siguiera cargando las cajas junto al resto.
Cuando estuvo todo listo me despedí de ellos mostrando el dedo medio antes de subirme al todoterreno. Seguía llevando la comida al almacén antes de quedarme el resto de la noche en la conserjería, pasándome antes por el Starbucks y la licorería para comprar cigarrillos. Charlaba un poco con Ollie, quien parecía cada vez más taciturno y triste, e incluso con Sapnap, a quien iba a visitar a su esquina de marginado con otro tupper en las manos.
—Toma, pedazo de subnormal —le dije, tirándoselo al pecho.
El lobo me miró y gruñó, pero cazó el envase al vuelo y uso la otra mano para indicarme que podía chuparle la pija. Le mostré el dedo medio y me di la vuelta.
—Espera, Spreen. Dame un cigarrillo —me pidió—. Me los olvide.
Resoplé, pero terminé dándome la vuelta para sacar el paquete de la nueva chaqueta de plumas que me había comprado para el frío. El lobo lo aceptó el cigarro y esperó a que sacara el zippo para encendérselo.
—Me olvidé el cigarrillo en casa de mi humana… —murmuró, con la mirada al frente, hacia la oscuridad sobre la caía una nieve fina y pálida.
—Oh… —murmuré—, sos todo un Macho ya…
Sapnap alzó la cabeza con orgullo y echó el humo al frente.
—Me da de comer y me la chupa todo lo que quiero —afirmó.
—Me alegro por vos, quizá ahora también puedas ayudar al resto y sentarte a la mesa con ellos.
—No me voy a sentar hasta que respeten mi sitio como su SubAlfa.
—No lo van a respetar si seguís escondiéndote como un puto nene enfadado.
Sapnap gruñó y apretó los dientes de grandes colmillos, pero me chupo un huevo. Me despedí con un gesto de la mano y me fui junto a Ollie, quien ya disfrutaba de su Latte con sirope de avellanas.
—¿Por qué te molestas con él, Spreen? Es solo un Lobato grande —me dijo, dedicando una mirada a la esquina de la nave donde Sapnap se escondía.
—Me recuerda un poco a mí cuando era joven —le confesé antes de apoyar el hombro en la pared y cruzarme de brazos—. Yo también daba muchos problemas y pensaba muy poco.
—Cuando yo dejé de ser un Lobato, ya estaba preparado para estar con la Manada, conocía mi lugar y mi deber. No puede ser que él tarde tanto en darse cuenta.
—Ya, Ollie, pero a veces las cosas son complicadas… —murmuré.
Cuando Rubius nos interrumpió, el lobo se despidió rápidamente para volver al interior.
—Joder, qué frío… —se quejó Rubius, cerrando su chaqueta de forro de piel—. A veces fumar es una mierda cuando tienes que salir a la nieve y se te congelan los cojones.
—Deja de fumar —le sugerí.
—Vamos, Spreen… Ambos sabemos que tú y yo no dejaremos nunca de fumar ni de follar, es un hecho.
Sonreí y asentí, porque tenía toda la razón. Después me topé con Conter que llegaba un poco tarde después de visitar a uno de sus humanos que, de nuevo, le había regalado galletas.
—Llévaselas a Aroyitt —me pidió.
—¿Son de Maddox? —le pregunté.
—Sí.
Murmuré una afirmación pero no dije nada al respecto. Probé una de las galletas de mantequilla por el camino y estaba bastante buena. Ese chico, Maddox, se había pasado el último Celo con Conter y siempre le daba un montón de dulces, usando su trabajo como pastelero para encandilar al Macho, quizá con la esperanza de llegar a un Vínculo Complejo; pero Conter llevaba trayendo aquellos dulces desde hacía un par de días, y que un lobo rechazara comida nunca era buena señal para el humano. A ese chico bajito y delgado le quedaba muy poco tiempo para disfrutar del enorme lobo que iba a su casa.
Dejé el tupper en el asiento del copiloto y conduje de vuelta al Refugio, llevándomelo conmigo hasta la conserjería, donde me senté con mi café en la silla y me puse a ojear una revista de alquileres. Continuaba buscando, pero todavía no había encontrado el anuncio en el que pusiera «se aceptan lobos como animales de compañía».
—Ey, Spreen —me saludó Quackity, entrando por la puerta con su chaqueta enorme y negra de invierno—. ¿Mi café? —se lo señalé a un lado y él la agarro con una sonrisa—. Oh, Conter trajo galletas —lo celebró, al verlas sobre la nevera.
—Vas a engordar con tanto dulce y sin hacer nada —murmuré, pasando otra página de la revista y sin molestarme enmirarlo. Sus visitas ya eran algo tan habitual que casi parecían parte del trabajo.
—Lo único que me engorda a mí es la verga —respondió—. Al contrario que a Roier.
—A mí me encanta todo lo que le engorda a Roier —le aseguré.
—Sí, eso ya lo sabemos todos —afirmó, ya con el tupper de galletas entre las manos y una a medio masticar en la boca—. Están muy buenas — añadió—, va a ser una mierda cuando Conter dejé al humano y no las vuelva a traer.
—Búscate tú un humano que te haga galletas —sugerí.
—Yo necesito algo más que galletas, necesito una mente inquieta, un alma divertida…
—Un enorme par de tetas o un buen culo —añadí.
—Sí, eso también —afirmó sin pudor alguno—. Me gusta tener dónde agarrarme.
Me reí e iba a decir algo, pero el teléfono sobre la mesa empezó a sonar y me incliné hacia delante para cogerlo.
—Dime, Carola.
—Aroyitt me ha dicho que no entras en el Refugio porque, al parecer, crees que no puedes hacerlo, Spreen. Me ha sorprendido que te tomaras la molestia de esperar a que te lo confirmara, pero quiero que sepas que tienes mi permiso y que puedes unirte a la Manada en la decoración navideña.
—No, suena bastante cursi y que van a ponerse gorritos de Santa Claus y a cantar villancicos. Yo paso —respondí.
—Es una tradición de la Manada… —murmuró, como si no hubiera quedado bastante claro.
—Llámame cuando haya una tradición de beber chupitos hasta desmayarse —y colgué.
—No quiero meterme entre ustedes dos y su forma de hablarse… — me dijo Quackity desde su sitio en el sofá, comiendo galleta tras galleta y bajándolas con un par de tragos de su café bombón—, pero sinceramente es bastante increíble que hayan llegado a entenderse tan bien.
—Carola y yo sabemos lo que hay —me encogí de hombros—, nunca seremos amigos y solo cooperamos por la Manada. El resto del tiempo nos ignoramos mutuamente… ¿Qué te parece este ático? —le pregunté, tirándole la revista para que la atrapara al vuelo y mirara el anuncio—. No queda lejos y es de espacio abierto, como me gusta.
—Me parece que no vas a pagar dos mil dólares al mes para vivir rodeado de familias de clase alta que te van a expulsar a los dos días — respondió, echando una rápida ojeada al apartamento.
—No voy a vivir con ellos, sino sobre ellos. Es un ático.
—Si te gustan los áticos, venden uno en el edificio de enfrente —me tiró la revista de vuelta y volvió a recostarse en el sofá, abriendo las piernas y resaltando aquel enorme bulto de sus pantalones—. Siempre veo el anuncio desde mi ventana del Refugio. Les cuesta venderlo porque nadie quiere vivir a nuestro lado.
Fruncí el ceño y me lo pensé un momento, girándome por completo hacia el lobo. Me había resistido a comprar porque había algo que no me gustaba de sentirme atado a un lugar; quizá debido a mi alma de vagabundo y mi terror al compromiso; pero ahora tenía un lobo-marido, un trabajo fijo e incluso una… Manada-familia. Aunque quisiera huir, ya no podría hacerlo, así que comprar un apartamento donde envejecer y morirme, solo era el siguiente paso de mi nueva vida. Me llevé a Quackity al tercer piso y juntos miramos el cartel de «Se Vende» en lo alto del edificio de en frente. Como el resto de la zona, era un poco antiguo y clásico, pero tenía un balcón bastante amplio y numerosos ventanales que le hacía parecer bastante luminoso. Tras fumarme un cigarrillo y chasquear la lengua un mínimo de veinte veces mientras le daba vueltas y vueltas, terminé llamando al número de contacto. Por supuesto, la inmobiliaria no trabaja de madrugada, lo que me permitió tener toda una noche para volver a pensármelo y convencerme a mí mismo de que no era buena idea.
—Quackity me dijo que hay un ático a la venta frente al Refugio —le dije a Roier al día siguiente, después de que se levantara, echara una ruidosa meada y viniera a la cocina bostezando y rascándose el culo peludo.
El lobo dejó de beber su enorme vaso de leche caliente y gruñó con sorpresa.
—¿Frente al Refugio? —preguntó con su cara manchada. —. Guarida estaría al lado de la Manada. Bien —asintió.
Murmuré algo incomprensible mientras le daba algunas vueltas al cigarrillo entre los dedos. Había tenido la esperanza de que Roier se negara con alguna de sus tonterías tipo «no huele a Roier» o «Roier prefiere quedarse en Guarida», para así poder enfadarme y negarme en rotundo a comprar el apartamento. Por desgracia, eso había salido mal y al lobo parecía hacerle mucha ilusión vivir a solo una calle del Refugio, tanto como para observarme fijamente mientras llamaba a la inmobiliaria.
—Sí, está disponible —respondió el hombre con sorpresa—, pero… he de decirle que ese ático está cerca de una zona un poco insegura… — confesó, porque no debía ser la primera vez que aquel hecho le había jodido a unos clientes potenciales, así que se lo sacaba de en medio lo antes posible.
—Oh, ¿cómo de insegura? —le pregunté.
—Verá, al lado hay un antiguo hotel donde viven… lobos —bajó la voz, casi como si quisiera que no lo oyera.
—¿Lobos? —exclamé, acariciando a Roier en la barriga—. Mira… ¿quién quiere vivir al lado de lobos?
—Sí, lo sé, es una desgracia, pero no podemos hacer nad…
—Eso le habrá bajado mucho el precio, ¿no? —le interrumpí.
—Oh, bueno, sí, hemos hecho un par de rebajas al precio, pero sigue siendo un precioso ático de setenta metros cuadrados en el centro de la ciudad y…
—Y con vistas a un Hotel de lobos —le recordé—. Yo soy joven y con la mente abierta, pero entiendo que suponga un problema muy grave si
quisiera invitar a mi familia o amigos. No me gustaría que les robaran el coche o los caguen a piñas…
Roier gruñó y yo le di una leve bofetada de advertencia antes de mirarlo fijamente y ponerme un dedo en los labios para decirle que cerrara la puta boca: papi estaba negociando.
—No, claro que no, nadie quiere eso —afirmó el hombre de la inmobiliaria—. Verá, señor…
—Doctor —le corregí—. Doctor Lobo. Sí, puede ahorrarse la sorpresa y no, esta no es una llamada de broma. Estoy interesado en el ático —añadí antes de que se quedara en silencio debido a la ironía.
—Verá, Doctor Lobo, el caso es que ese precioso ático pertenecía a una pareja de ancianos que falleció hará unos años, lo compraron en los sesenta antes de que llegaran esos indeseables vecinos. Los herederos quieren deshacerse de él, pero no están dispuestos a bajar del setenta porciento del precio de venta que es común en esa zona. Como ya le he dicho, es el centro de la ciudad y está muy bien situado, cerca de parques, teatros, museos y todo tipo de servicios, a menos de diez minutos del distrito comercial y a veinte del puerto.
—Sí, el lugar es maravilloso —concordé—, por eso estoy dispuesto a convivir junto a lobos y a pedirle a mis padres que no vengan a visitarme pasadas las ocho de la tarde… Pero no voy a pagar más de sesenta por ciento para que una noche quizá me peguen un tiro en la cara por error o un drogadicto me ataque en busca de algo que robar para dárselo a los lobos a cambio de cocaína. Iré a verlo junto a mi marido —añadí, levantando la mano de la barriga de Roier para acariciarle la barbilla y rascarle un poco como a él le gustaba. Oírme considerarlo «mi marido», no produjo ningún tipo de reacción en él, porque para los lobos, eso no significaba nada —, es carpintero y podrá saber si todo está en orden. Si nos gusta mucho, quizá estemos dispuestos a aceptar el sesenta y cinco por ciento del precio, pero no más.
—Ahm… eh… bien, hablaré con los dueños y les preguntaré si estarían dispuestos a aceptar la oferta.
—Maravilloso —murmuré antes de colgar—. Quizá lo consigamos —le dije al lobo, que asintió con una sonrisa de emoción y ronroneó antes de acariciarme su mejilla contra la mía.
Les explicaré algo, solo para aquellos más románticos e idealistas, y es que en el mundo de los lobos, no existía nada parecido al matrimonio o el noviazgo humano. No había cartas de amor, ni planificación, ni cenas románticas, ni momento en el que le vayas a presentar a tu familia, ni una unión legal y un certificado… Solo el momento en el que pasabas a ser su humano favorito a su compañero de forma oficial cuando te presentaba ante la Manada. Eso era todo. No hay boda de ensueño, ni banquete familiar, ni regalos, ni luna de miel: la Manada lo sabía y eso era todo lo que importaba para ellos. Así que no hay ninguna gran celebración de nuestro amor, solo un enorme y apestoso Macho en tu sofá rascándose los huevos y la promesa de que te amarían para siempre pasara lo que pasara. A mí me valía solo con eso, pero otros compañeros preferían comprarse un anillo a juego con sus lobos porque eso les hacía sentir que, de alguna forma, su unión era más real.
No tuvimos que esperar mucho antes de recibir la llamada de la inmobiliaria mientras desayunábamos en la cafetería con calefacción y un delicioso olor a pan. El hombre me dijo que podíamos ir a verlo al día siguiente por la mañana, pero yo atajé diciéndole que me venía mejor esa misma noche, a lo que él no le quedó otro remedio que aceptar. Yo sabía que ese ático llevaba muchísimo tiempo en venta porque Quackity me lo había dicho, y que eran pocos los que estaban dispuestos a vivir al lado de la Manada por miedo y odio. Y, como ya saben a estas alturas, a mí me sobraba tiempo para aprovecharme de eso y jugar sucio en mi beneficio. Así que cuando llegamos al Refugio, me bajé del Jeep con mi disfraz de Doctor Lobo —gafas incluidas— y fui hacia el portón del edificio de enfrente, donde un hombre bajito y nervioso me esperaba.
—Soy el Doctor —me presenté.
—Doctor Lobo —sonrió el hombre, adelantándose un paso para ofrecerme un apretón de manos—. Entremos, por favor, antes de que nos vean.
Entonces tres Lobatos cruzaron la carretera y se acercaron como un grupo de putos pandilleros del extrarradio, causando un poco de barullo, con su ropa de invierno holgada, sus gorras y sombreros de lana calados hasta el fondo y sus expresiones de superioridad.
—¡Eh! ¿A dónde mierda van? —nos preguntó Ken, aproximándose con el resto, rodeándonos y asustando por completo al hombre de la inmobiliaria, el que estaba a punto de cagarse encima—. Esta es nuestra calle y no queremos a humanos de mierda por aquí.
—Dame la cartera, puto viejo —le ordenó Jack, apoyando el hombro en la pared al lado del portón.
—¿Y tú, cacho de mierda con gafas? —dijo Missa a mis espaldas, dándome un golpe en la nuca como yo hacía con él—. Vamos, dame las llaves del coche antes de que te dé una paliza, subnormal…
Me giré y arqueé una ceja con expresión de advertencia, aprovechando que el hombre no podía verme. Por supuesto, yo había organizado todo esl, ¿el precio? Las llaves de la moto para que Missa, el nuevo Alfa de los pajeros, se diera una vuelta a doscientos cincuenta por hora. A regañadientes, saqué las llaves del bolsillo y se las entregué. Entonces Mark empujó al hombre, que gritó como una niña pequeña. Los Lobatos se rieron y escaparon corriendo. Aquel numerito me iba a ahorrar muchísimo dinero del precio final…
—Vaya, no esperaba que me asaltaran tan pronto —le dije—. Sesenta por ciento me parece mucho si voy a tener que aparcar a tres manzanas de acá cada noche…
—Lo… lo siento muchísimo. Ya le dije que viven en frente… —me recordó el hombre, que se apresuró a abrir la puerta con manos temblorosas
—. La… la mayoría de vecinos ya se han mudado o han dejado las casas abandonadas —me confesó, quizá por los nervios y la tensión del momento
—. Esta zona no ha dejado de hundirse en precios desde hace cincuenta años, pero los herederos se niegan a no vender el ático…
—Claro —asentí, ahorrándome una sonrisa malvada.
Subimos por un ascensor amplio pero antiguo que refunfuñó y se agitó un poco antes de ascender.
—Es increíble, hemos estado apenas veinte segundos con ellos y ya se me pego el olor… —murmuré, mintiendo descaradamente porque en un espacio tan pequeño, mi peste a Roier era como una nube densa y penetrante que el hombre de la inmobiliaria no podía ignorar.
—Sí, huelen muy mal —asintió—. Lo siento mucho, de veras, pero es muy peligroso pasearse de noche por aquí. Por eso me ha sorprendido tanto que usted… quisiera.
—Trabajo de noche y me venía mejor —respondí sin darle mayor importancia y con la mirada fija en los números ascendentes del ascensor.
Cuando llegamos al octavo, se detuvo.
Solo había un pasillo largo con las escaleras, varias puertas hacia un lado y una única puerta donde ponía «8ª- Ático», al que el hombre se acercó todavía con sus manos temblorosas.
—El resto del otro lado son solo guardillas, calderas, habitaciones con los cuadros de electricidad… —me explicó mientras tardaba más de un minuto en encajar la llave dentro de la cerradura—, pero la única casa es el ático, así que usted y su marido estarían solos en la planta. Tampoco hay vecinos abajo, así que no importa el ruido que hagan. Sé que a los jóvenes os suele gustar poner música alta y esas cosas —trató de bromear, entrando en su papel de vendedor, aunque siguiera nervioso y respirando agitadamente tras el atraco.
—Sí, sí que me gusta poner la música alta y hacer ruido —afirmé en un tono de voz bajo y tranquilo, cruzando el umbral de la puerta para echar un rápido vistazo incluso antes de que encendiera las luces.
El ático era como en las fotos. Mucho espacio abierto, grandes ventanales por los que entraba muchísima luz y un techo inclinado siguiendo el recorrido del tejado. La cocina y el salón estaban solo separados por una gran mesa tipo isla que tenía su propio grifo y fregadero, los muebles eran antiguos, al igual que toda la decoración en madera, un poco de los setenta u ochenta; porque los herederos ni siquiera habían invertido dinero en renovar aquel ático después de que los viejos murieran. El hombre trataba de describirlo como «un toque retro y orgánico», pero no quedaba. Toda aquella mierda era vieja y punto. Pasamos a un pasillo separado por dos puertas, una era el baño, tan antiguo y deprimente como el resto, y la otra daba a una habitación bastante grande que también tenía acceso al balcón. Esa era casi la mejor parte: un enorme espacio que unía toda la casa por el exterior y tenía vistas a la calle y, por supuesto, al hotel lobuno y el edificio de oficinas. Allí había un par de muebles de jardín y un toldo que dudaba que siguiera funcionando, pero de algo estuve seguro; cuando Roier viera aquello, le iba a encantar. Todo un espacio para llenar de macetas, muebles y plantas…
De pronto se oyó un ruido fuerte, de un motor rugiendo, interrumpiendo la explicación del vendedor que yo no siquiera estaba escuchando. Me acerqué rápidamente a la barandilla y miré hacia la calle, donde Missa estaba haciendo rugir a mi pequeña solo para que yo lo oyera. Casi pude verlo mirando hacia arriba y reírse antes de salir disparado a toda velocidad por la calle. Apreté los dientes con fuerza y me obligué a calmarme, porque aquel sacrificio no iba a ser en vano.
—Le daré el cincuenta por ciento del precio —le dije al vendedor, girándome hacia él antes de sacarme un cigarro y encenderlo con el zippo —. La casa necesita una buena reforma, voy a tener que invertir dinero para no sentirme como si hubiera comprado el ático de mis putos abuelos. Sin contar, claro, con los jodidos lobos haciendo ruido a las tantas de la madrugada y las vistas a su hotel de mierda. Casi se los puede ver desnudos desde acá y no voy a poder disfrutar de un balcón si no puedo levantar la vista sin ver un culo peludo, a saber si también se llevaran a putas o a drogadictos ahí dentro para que les hagan mamadas a cambio de cocaína. Espero que los dueños se den cuenta de que no van recibir una oferta mejor que esta… —el hombre empezó a balbucear, pero no tenía nada con lo que poder negar mis palabras o convencerme de lo contrario.
A la mañana siguiente me despertó una llamada, tuve que salir de la cama de muy mala gana, tropezarme con una de las malditas alfombras de Roier y responder:
—¿Qué? —con un tono bastante duro y seco.
—Ah, hola… ¿Doctor Lobo? Soy yo, Francis, el de la inmobiliaria. Quería decirle que los dueños han aceptado el cincuenta por ciento — entonces sonreí y se me olvidó el enfado por completo.
Tras despertar a Roier con una buena mamada seguido de buen sexo duro, le di la gran noticia mientras esperábamos a que la inflamación remitiera. Roier gruñó muy agudo y levantó la cabeza, dejando de lamerme las pequeñas heridas que me había hecho en el cuello al morderme. Desde ese momento no paró de removerse, nervioso e impaciente por ver el ático.
—Tiene que oler a Roier, mucho, como la antigua Guarida —me decía, seguido de algunas preguntas como—: ¿Entraran las plantas de Roier? ¿Nos llevaremos los muebles?, a Roier le gustan los muebles que hizo para Spreen. Roier pedirá ayuda a Axozer y Quackity para mudanza. Puede tomar prestado uno de los camiones de la Manada.
A lo que yo respondía con afirmaciones despreocupadas. Me gustaba mucho ver a mi lobo feliz y emocionado, pero no era de esas personas capaces de compartir el entusiasmo de los demás. Me hacía ilusión cambiar de casa, pero también había una voz en el fondo de mi cabeza que me decía que era algo importante y serio de lo que no había vuelta atrás: algo parecido a cuando decidí quedarme con Roier y joderme.
Francis de la inmobiliaria quiso cerrar el trato cuanto antes, quizá por miedo a que me echara atrás. Quedamos en el propio ático para firmar los papeles y que me diera las llaves. Carola ya había adelantado el dinero tras una llamada de primera hora y no tuvo ningún problema en avalar el precio y conseguirme un buen préstamo bancario que, siendo realistas, jamás le hubieran dado a alguien como yo. Bien, la cara de Francis cuando me vio aparecer con Roier, fue algo que me produjo un increíble placer. Sonreí tanto que hasta me dolieron las mejillas y le dije:
— Le presento a mi marido, el señor Lobo…
Como me reí en su puta cara, pero ya era tarde para echarse atrás, firmé los papeles y recibí las llaves a cambio. Ya era oficial, teníamos una deuda bancaria y una nueva Guarida, una que Roier miró de arriba abajo, gruñendo cuando veía algo que no le gustaba y haciendo un sonido más agudo cuando sí. Al final, en mitad del enorme balcón, me abrazó, me miró con expresión seria y me dijo:
—Muy bien.
Por supuesto, todavía quedaba mucho que hacer, muchas cosas que arreglar y mucho que cambiar. Lo primero y fundamental fue llevar allí las cosas más olorosas del antiguo apartamento para que el ático fuera tomando Olor a Macho lo antes posible. La mudanza duró toda una semana y recibimos bastante ayuda de los demás lobos, quienes, por supuesto, nunca se adentraron en ninguna de los dos viviendas porque eran la Guarida de Roier; así que nosotros bajábamos todo, ellos lo cargaban y se lo llevaban y después nos ayudaban a subirlo hasta el ático para dejarlo en la puerta. El último día, con solo la cafetera entre las manos y un par de bolsas de tonterías, nos quedamos mirando el antiguo apartamento. Podría decirse que hasta sentí una punzada de pena. Estaba extrañamente vacía sin las plantas y los muebles. Casi ni parecía nuestra casa. Y quizá echaría de menos mi puerta de emergencias donde ponía «EXIT to hell», los momentos que habíamos pasado allí y todo lo que había significado aquel lugar. Dejarlo por última vez fue como cerrar un capítulo de mi vida. Había llegado como un exdrogadicto con un trabajo de mierda que vivía día a día sin tener fe en el futuro, y me iba siendo el compañero de un lobo enorme al que, por alguna razón, amaba más que nada. Entonces me di cuenta de lo muchísimo que mi vida había cambiado, de lo muchísimo que quizá yo había cambiado. Ahora yo era Spreen el compañero y tenía a una Manada.
Fumé un cigarro silencioso y pensativo en el último viaje en Jeep desde ese barrio marginal y podrido para volver al Refugio, frente al que ahora viviríamos. El ático ya olía bastante a Roier después de haber aireado aquella peste a cerrado y polvo tras tanto tiempo sin habitarse. Habíamos tirado los muebles de mierda y puesto los nuestros junto una cama nueva de tamaño King de dos de largo y ancho, un inesperado regalo de los Machos Solteros.
—Sabemos que es la parte de la Guarida que más usarán —nos había dicho Quackity al sorprendernos con aquella enorme cama embalada—, así que los chicos hicimos una colecta y buscamos la más grande y resistente del mercado.
Roier me ayudó a instalarla en la habitación y no duró ni un segundo en desnudarse y rebozarse en ella, porque la cama era lo que «¡más tiene que oler a Roier!». Algo que se solucionaría muy rápido tras varios días de uso y sexo. Así que la Guarida estaba lista: las plantas ya cubrían las paredes y Roier ya tenía sus herramientas y tablas de madera a un lado junto a cientos de planes para mejorar la casa. Teníamos nuestro sofá en el salón frente a la enorme tele, la nevera llena de bebidas y cerveza, el edredón cálido y plumoso en la cama y unas bonitas vistas a la calle y al Refugio. Fumé otro cigarrillo en la terraza nevada y noté unos pasos a mis espaldas antes de que una enorme figura me abrazara por la espalda y ronroneara contra mi pelo.
—A Roier le gusta mucho la nueva Guarida.
—A mí también —murmuré.
Chapter 74: NOSOTROS: EL COMAPAÑERO Y EL LOBATO
Notes:
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Chapter Text
Mudarse afectó un poco a nuestra rutina. Al vivir frente al Refugio, ya no teníamos que conducir más de media hora ida y vuelta cada noche, así que nuestras tardes eran más largas y tranquilas. Tuvimos que buscarnos otro local en el que desayunar, sí, pero no tuvimos que cambiar de tienda de comida. La dueña de la anterior, al saber que nos mudaríamos, estuvo dispuesta a enviarnos los tuppers por un servicio de correos cada día; directos a casa. Imagínense el dinero que debía ganar conmigo si estaba dispuesta a hacer eso. Roier se comía en una semana más de lo que todos sus clientes a lo largo del mes. Por supuesto, no le di la dirección de la Guarida, sino del Refugio, donde alguien podía recoger el pedido y después nosotros iríamos a buscarlo tranquilamente después de hacer nuestras cosas. Así que, en general, Roier y yo teníamos más tiempo para quedarnos en la cama y retozar bajo el edredón cálido y apestoso mientras afuera hacía un frío de mierda y nevaba.
Ya habían empezado las nieves más duras y ese frío invernal que se te calaba hasta los putos huesos, que se alargarían hasta bien entrado febrero con los primeros deshielos. De todas formas, yo seguía fumando en el balcón con mi chaqueta militar y un café caliente en la mano cada tarde después del sexo, dejando a Roier dormido como un oso en esa enorme cama donde cabía entero sin tener que dejar las piernas afuera.
Como muchas otras cosas, había cambiado mi puerta con vistas a un descampado con la ciudad al fondo, por vistas a la calle nevada, los rascacielos sobre los tejados y el hotel lobuno repleto de estúpidas luces de navidad. A veces veía a Quackity, quien tenía una habitación en el quinto piso, pero también a algunos otros de los solteros que, como me imaginaba, no tenían pudor alguno y se paseaban desnudos de un lugar a otro sin bajar las cortinas. Aquellas vistas eran como el sueño húmedo de cualquier adolescente salido, con la cara pegada a la ventana mientras veía al excitado de su vecino desnudarse. A veces, otras veces eran un espectáculo de los horrores, porque también se veían algunas de las habitaciones de los Lobatos. Ellos sabían que quizá yo estuviera allí fumando y no se privaban de pegarse a la ventana cada vez que me veían, solo para enseñármelo todo si estaban desnudos, fingir que les estaban haciendo una mamada, pelársela delante del cristal, reírse y hacer todo tipo de gestos obscenos. Cosas de Lobatos, ya saben.
Al caer la noche, empezaban a haber mucho más movimiento, cuando se encendían las luces y salían y entraban continuamente del Refugio. Carola era siempre de los primeros, con su chaqueta sobre su jersey y camisa, como un empresario muy importante que caminaba apenas diez metros para entrar en el edificio de oficinas. Entonces los Machos Solteros salían para irse a sus trabajos o a visitar a sus humanos si tenían tiempo libre, las crías llegaban para sus clases nocturnas acompañados de sus padres y los Lobatos iban a hacer sus mierdas de pandilleros. Roier y yo también bajábamos en aquel momento, despidiéndonos con un beso antes de girar cada uno por un lado de la calle: yo me iba al garaje por el todoterreno, les daba cigarrillos a los pajeros de turno mientras aguantaba sus tonterías y me lo llevaba todo al almacén. A veces Quackity me acompañaba y a veces venía un poco más tarde porque el Beta también tenía a sus humanos para desahogarse y a los que le gustaba visitar; pero siempre se acababa reuniendo conmigo en la conserjería. El Beta pecoso solía soltar un leve ronroneo de placer al sumergirse en el ambiente calido, gracias a que ahora había un pequeño calefactor que irradiaba un calor muy agradable; uno que, por supuesto, yo había tenido que comprar porque aquel edificio de mierda no tenía calefacción. Una de esas noches, Quackity llegó empapado por la nieve y, después quitarse la chaqueta, se quitó también las botas y los pantalones mojados y embarrados, sentándose en el sofá completamente desnudo de cintura para abajo. Y, como ya era costumbre, se había empezado a rascar nada sutilmente sus pelotas.
—Creo que nuestra confianza fue demasiado lejos, Quackity —le dije, observando todo aquello con el ceño fruncido.
—Esto es lo que pasa cuando un Macho se siente a gusto con alguien, Spreen. Deberías tomártelo como un halago —respondió sin más, dándole un trago al café latte bombón que siempre le compraba—. Piensa que es como una demostración visual de que eres mi mejor amigo.
—Me gusta más cuando me regalan cosas.
—Y yo te estoy regalando ahora mismo una maravillosa visión de lo que podrías haber tenido si te hubieras acercado a mi sofá del Luna Llena. Además —añadió con una leve sonrisa—, ahora ya sabes que también tengo pecas en la verga.
Resoplé y negué con la cabeza antes de volver la mirada al celular, pero, por desgracia, aquello me hizo gracia y Quackity tenía razón. Una de las cosas que más valoran los Machos son sus enormes pijas, y jamás las dejarían así de expuestas y desprotegidas delante de nadie que no fuera de su máxima confianza; me refiero a delante de alguien que no se la fuera a comer o a metérsela hasta el fondo, claro. Y es que, como ya les dije, algunos lobos habían empezado la mala costumbre de venir a la conserjería para rascarse descaradamente, beber algo, charlar o echarse una siesta en el sofá cama; quizá hubiera sido mi culpa por permitirles entrar, pero ya era tarde. En alguna noche especialmente tranquila y fría, llegaba a tener a más de seis lobos allí conmigo. No entendía muy bien la razón, porque tenían un puto Refugio con un salón diez veces más grande y cómodo que mi conserjería, pero ahí estaban, bebiendo mi cerveza, jugando a las cartas, mirando películas, series o incluso partidos de beisbol, baloncesto y rugby; incluso algunos se habían traído sus propios asientos. Eso lo había empezado Shadoune con un puff que había encontrado en la basura y había dejado a un lado de la conserjería, después otros le habían imitado, como Axozer, que había «encontrado» un viejo sofá Chester bastante caro y lo había cargado hasta allí, sintiéndose como un rey sentado en su trono.
—¿Y dónde lo “encontraste”, exactamente? —le pregunté yo, sentado en mi propio sillón y mirando al atractivo lobo rubio de ojos azules bebiendo cerveza antes de uno de los partidos de baloncesto.
—Lo encontré tirado en la casa de un humano que nos debía mucho dinero —respondió sin más—. Él ya no lo va a necesitar porque no tiene ruedas —y todos se rieron de aquella broma macabra.
Axozer trabajaba con Roier haciendo «visitas», que era la forma elegante de referirse al trabajo de matones y extorsionadores de algunos lobos. Verán, la cosa iba así: Carola tomaba las decisiones importantes; Quackity se encargaba del Puerto; Shadoune, Tercer Beta, organizaba a los chicos y mantenía las cosas en orden; Ben, el segundo Beta, era el que negociaba y trataba de llegar a acuerdos pacíficos con las demás bandas criminales de humanos o con las empresas corruptas; Roier y los suyos eran los que iban a hacer «visitas» cuando esos acuerdos fallaban o traicionaban a la Manada.
Puede que mi lobo fuera todo ronroneos y mimos en la Guarida, pero afuera de allí daba puto miedo.
Como se pueden imaginar, con el ambiente calido y el espacio reducido, se acumulaba un denso Olor a Macho del que no te dabas cuenta hasta que salías afuera y respirabas aire puro. Sin embargo, no era desagradable, solo era fuerte, algo similar al del Refugio pero más concentrado: algo a lo que Aroyitt llamaba «El Olor de la Manada». En cuanto a Roier, al contrario de que lo que yo había creído, le hacía mucha ilusión que los chicos estuviera allí y venía siempre que podía para sentarse en mi sillón —el único que nadie tocaba—, y rodearme con los brazos mientras disfrutaba del ambiente relajado y cálido con el que casi siempre se terminaba durmiendo y roncando como un cerdo.
—¿Cómo duermes con eso al lado, Spreen? —me preguntó Criss, frunciendo el ceño y arrugando su atractivo rostro.
—Con su pija bien adentro y cerrando los ojos —respondí, echando una carta sobre la mesa baja que también habían «encontrado»—. ¿Cómo te besan tus humanos con esa mierda de bigote?
Algunos de los Machos soltaron un «uh…» o se rieron por lo bajo, pero Criss levantó su cabeza con orgullo e hincho su pecho antes de pasarse la mano por su bigote largo y de pelo muy lacio y negro.
—A mis humanos les encanta besarme, Spreen, pero les gusta más cuando les chupo la concha o el culo y pueden sentir toda mi bigote contra las nalgas — respondió.
Sonreí y lo miré por el borde superior de los ojos. Criss me caía bastante bien, era silencioso, calmado y tranquilo, pero tenía una lengua afilada como un dardo cuando era necesario. Al contrario que su padre, Farfa, a quien le gustaba gritar como un cerdo en mitad del almacén y reírse a carcajadas con los Machos Mayores. Y es que era más sencillo reconocer parentescos cuando se trataban de razas distintas, aunque los lobos, como ya he dicho, no le daban importancia a esos lazos de sangre directos. Como tampoco les daban importancia al color de la piel o a la procedencia de sus compañeros, lo que convertía a la Manada en un grupo bastante diverso: Carola, sin ir más lejos, era de ascendencia europeo. Estaba Roy, que era árabe, Ed, Aaron y Dave eran afroamericanos, Jake el Lobato debía tener dependencia asiática, Quackity quizá tuviera algún abuelo o madre latina…, incluso mi Roier tenia esos rasgos.
De todas formas, yo tenía un sentimiento encontrado cuando venían algunos lobos que no conocía, o con los que no me había tratado mucho. No me importaba que Axozer, Shadoune, Serpias, Conter, Criss, Quackity, Finn, Teo, Karchez, Rubius y Ollie se pasaran por allí, pero no me hacía tanta gracia cuando venían los demás, porque aquella no dejaba de ser mi conserjería y mi lugar de trabajo, no un puto bar al que ir a beber, ver partidos y jugar a las cartas. Sin embargo, no dije nada, hasta que llegó la fatídica noche en la que llegó un lobo que no debería haber venido.
—Vos —le dije con tono serio y una mirada cortante—, raja de acá.
El Macho se quedó quieto y perdió lentamente la sonrisa. Había seguido a Serpias y Criss como si nada hasta la nevera e incluso había llegado a agarrar una de las cervezas. Yo estaba de espaldas y con las tobillos cruzados sobre la mesa baja mientras hablaba con Quackity y Shadoune, por lo que no lo había visto venir hasta que el Beta pecoso se había puesto repentinamente serio al mirar la ventanilla. Aquel lobo, cuyo nombre no me molestaré ni en escribir, era uno de los graciosos que me habían tirado el bollo de pan en la cena. Un Macho Común que trabajaba en el almacén y había decidido seguir a sus amigos a ese lugar del que solían hablar, ese al que venían a pasar el rato antes de cenar. Si sabía que yo estaba allí, no pareció importarle, solo mantuvo una fina sonrisa y se encogió un poco de hombros.
—Oye, Spreen, lo de esa vez… no iba en serio, solo fue…
—Dije que te largues —lo interrumpí, porque no iba a quedarme allí escuchando sus pelotudeces—. O te saco yo, vos decidís.
El lobo perdió la sonrisa, dejó la cerveza de un golpe seco sobre la nevera y gruñó de camino a la salida. Ni él ni el idiota del otro lobo entrarían jamás en la conserjería, ni, tiempo después, en mi despacho; porque «Spreen no olvida, ni lo bueno, ni lo malo».
—Si quieren ir con sus amigos del almacén a beber algo, vayan al puto Refugio —les dije con tono igual de serio a Serpias y Criss, que se habían quedado un poco petrificados con mi reacción—. Esta es mi conserjería y entrar acá es un privilegio, ¿lo entendieron?
—Lo siento, Spreen… —se disculpó Serpias a la noche siguiente cuando me encontró fumando en la salida. Parecía algo avergonzado y tenía una postura corporal decaída—. No sabíamos lo de la cena, (nombre del muy Hijo de puta) es un poco tonto a veces, pero no es mal Macho.
—Me da igual, como vuelva a verlo y como vuelvan a invitar a alguien sin mi permiso, vos tampoco podrás entrar —respondí.
No quería ser malo con Serpias, pero aquello ya se estaba descontrolando y yo no iba a permitir que mi conserjería se convirtiera en una casa de putas. Había que tener mucho cuidado con los lobos y sus confianzas, porque enseguida se pasaban de listos, y era yo y solo yo el que decidía quién entraba y bebía mis cervezas; al igual que había permitido a Quackity desnudarse en la conserjería, a Shadoune traer su mierda de puff o a Conter venir a echarse sus siestas de dos horas aunque tuviera una puta cama para él solo en su habitación.
De eso mismo me estaba quejando a Aroyitt cuando me había venido a preguntar con un tono casi desesperado si podría acompañarla en sus compras navideñas a los grandes almacenes. Al parecer, Carola era una especie de Santa Claus que hacía regalos a todos los lobos, lobatos y crías del Refugio, así que, como es obvio, su compañera tenía que encargarse de comprarlos. Ser la mujer del Alfa no es tan genial como se creía, ¿verdad?
—Los chicos solo quieren un lugar donde estar tranquilos y hacer sus tonterías de Machos —me dijo en mitad de la tienda deportiva, mirando la larga lista de nombres como si se tratara de Mamá Noel, pero con el pelo recogido en una apretada coleta, jeans, uno de los jersey de su lobo demasiado grande para ella y ojeras marcadas—. En el refugio están los Ancianos, las crías, los lobatos… —resopló—, entiendo que quieran escapar de vez en cuando, yo también lo haría si pudiera.
—Entonces, ¿mi puta consejería se convirtió en el Refugio del Refugio?
—Sí, algo así, Spreen —afirmó, mirando hacia los lados, entre la muchedumbre de humanos que también habían ido a comprar allí a una semana de navidad—. ¿Dónde están los pantalones deportivos?
Apuramos hasta el último minuto, pero aún le quedaba más de media lista por tachar. Debido a que soy un gran alma caritativa y una buena persona, le dije en el coche de vuelta:
—Déjame a los Lobatos, yo les compraré sus regalos…
Aroyitt me miró y apretó un poco los labios.
—Eso me ayudaría muchísimo, Spreen, pero tienen que ser regalos — dijo, clavando sus ojos azules en mí—. Regalos de verdad —insistió.
—Claro —la miré de vuelta y asentí lentamente con una fina sonrisa en los labios—. Confía en mí.
Así que el sábado, tras mi clase de PIHL, me pasé por el almacén. Max tardó un par de minutos en decidirse a acercarse y comprobar que era yo antes de abrir la verja corrediza. Lo que el confundió tanto fue que yo iba en mi moto y no en el todoterreno, ya que no iba a darles la comida esa noche, de eso se encargaría Quackity más tarde. Había ido allí en busca de Sapnap, al que me encontré en una esquina del almacén, apilando cajas y apartado del resto. Si le sorprendió verme allí, lo ocultó bien, apoyando un brazo en la balda de las enormes estanterías mientras con la otra se limpiaba el sudor que le perlaba la frente. Parecía cansado, quizá de pasarse una hora apilando y moviendo material con las manos cubiertas de gruesos guantes y una camiseta negra con el logo de Aerosmith.
—¿Qué mierda haces aquí? —me preguntó.
—Necesito tu ayuda, así que alistate y vamos —respondí.
El lobo gruñó, pero, tras un momento de duda y con una expresión de enfado, se quitó los guantes de trabajo y fue en busca de su chaqueta.
—Espero que sea importante —murmuró de camino a la salida—. Digno del tiempo de un SubAlfa.
—Siento distraerte de tu importantísimo trabajo en el almacén —le dije, sacando un cigarrillo para él y otro para mí—. Será solo una hora y, si te portas bien y no me molestas, te invitaré a cenar por el favor.
—¿Y por qué no me chupas el pene, Spreen? —gruñó de nuevo.
—¿No se supone que ya tenes humanos que hacen eso?
Sapnap gruñó más alto y casi me quitó el zippo plateado de las manos para encenderse su cigarro y echar el humo por la nariz como si fuera un dragón. Seguía enfadándose como un puto niño por cualquier cosa, pero aun así me siguió hacia la salida, donde giramos en dirección al aparcamiento. Por supuesto, no íbamos a ir los dos en la moto, así que nos dirigimos al Jeep Grand Cherokee rojo fuego de Sapnap; lo primero que se había comprado nada más tener dinero. Pequeño y discreto… como él. Tiré la colilla del cigarro y me subí al asiento del copiloto resoplando un poco porque aquel coche ya apestaba bastante fuerte al lobo. El Olor a Macho de Sapnap no era desagradable como el de Carola, pero sí era penetrante y tenía algo extraño, como especiado o algo así. Como era de esperar, nada más encender la calefacción y pulsar el botón del reproductor de música, empezó a sonar rock duro y estridente que llenó el todoterreno de ruido de guitarras y batería.
—Dudaba de si solo te gustaban las camisetas o sí también eras fan de esos grupos —reconocí.
El lobo me echó una mirada por el borde de sus bonitos ojos color miel y puso una mueca de desprecio antes de arrancar el motor.
—¿Por qué iba a ponerme camisetas de bandas que no me gustan? — preguntó, como si mi comentario hubiera sido algo estúpido.
—Yo me ponía camisetas de cosas que ni conocía porque eran las más baratas de la tienda de segunda mano, o las que me regalaban en el albergue.
—Porque tú eres un puto vagabundo de mierda, Spreen.
No respondí a aquello, no hizo falta, era solo otro de los insultos sin sentido del lobato. Me limité a mirar la nieve caer, teñida de los colores de la navidad que inundaban las calles. No era demasiado tarde y todavía había muchas tiendas abiertas y muchas personas comprando o volviendo a casa después del trabajo, muy abrigadas y paseando bajo la noche nevada.
—Son AD/DC, la música, digo —me dijo Sapnap entonces, al detenerse en un paso de cebra. Hablaba conmigo, pero no apartaba la vista del semáforo en rojo mientras golpeaba impaciente el volante—. ¿Los conoces?
—Sí, me suena el nombre —murmuré.
—¿Te suena? —frunció el ceño y me llegó a dedicar una brevísima mirada por el borde de los ojos—. Son uno de los grupos más famosos de la historia.
—No tenés mucho tiempo para escuchar música cuando te pasas el día buscando comida en los contenedores.
Sapnap resopló y puso los ojos en blanco.
—¿Ahora tampoco tienes tiempo? Que yo sepa, te dan el dinero de compañero de SubAlfa…
—Sí, ahora tengo tiempo ¿no me ves acá escuchando tu música de mierda?
Sapnap gruñó, por supuesto, apretando el volante y dando un fuerte acelerón en cuando el semáforo se puso en verde.
—Te daré un consejo, Sapnap. No insultes a la gente si después te vas a enfadar porque te insulten de vuelta.
—Tú siempre me estás insultando a mí… —murmuró—. Desde que me conociste en el Luna Nueva. No me respetabas como el Alfa.
—Sos el Alfa de los pajeros, Sapnap, y, que yo recuerde, fuiste vos el que empezó insultándome a mí.
—¡Te reías de mí y decías que nos tocábamos entre nosotros! —terminó gritando, girando el rostro enfadado hacia mí—. ¡Viniste a nuestro club y lo llenaste de pintadas de mierda!
Puse los ojos en blanco y negué con la cabeza.
—Y vos me jodiste tres trabajos e hiciste que me detuvieran dos veces — le recordé—. Yo ya pase página, Sapnap, ahora tengo una buena casa, un lobo y una paga de compañero, y vos sos un Macho de la Manada al que Carola decidió darle un rango de SubAlfa.
—¡Me gané ese rango! ¡Soy el Macho más fuerte!
—Te juro que como me vuelvas a gritar, te destrozo el puto coche y no me volves a ver en la vida —le dije con un tono seco y una mirada muy seria.
—Toca mi coche y te doy tal paliza que vas a perder esa carita tan sexy que tienes —respondió de la misma forma, creando un momento de tensión bastante frío y peligroso.
—¿Me hubieras llevado a los baños si me hubiera sentado en tu sillón, Sapnap? —le pregunté entonces.
El lobo frunció el ceño, puso una especie de expresión entre la sorpresa y el asco y clavó su mirada al frente.
—¿De qué mierda hablas? ¡Claro que no! Tengo humanos mil veces mejores que tú cada semana en mi sofá.
Murmuré algo corto y grave, como si estuviera reflexionando. Eché el asiento un poco para atrás y apoyé las piernas en el salpicadero, cruzando los tobillos en una de mis posturas favoritas.
—Rubius y Quackity sí me hubiera cogido —le dije antes de encogerme de hombros—. Estoy bastante seguro de que Shadoune y Serpias también, pero Conter, Criss y Ollie no lo hubieran hecho.
—¿Qué? ¿En serio?
—Sí —añadí—. Es más, Rubius incluso llegó a intentarlo cuando trabajaba en la puerta del Luna Llena, antes de saber que era el compañero de Roier, claro. —Me reí al recordarlo—. Sinceramente, si hubiera estado soltero, si le hubiera chupado la pija en ese callejón.
Sapnap pareció muy sorprendido con todo aquello, tratando de seguir conduciendo a la vez que me dedicaba rápidas miradas. Por suerte, el centro en navidad era un atasco continuo y no iba tan rápido como para que eso supusiera un potencial peligro.
—¿A Rubius? —fue su pregunta—. Es solo un puto Macho Común, ¿se le hubieras mamado antes que a Roier?
—No seas boludo —le pedí—, no cambiaría a mi Roier por nadie. Hablo de un mundo paralelo en el que él no hubiera estado.
—En un mundo paralelo sin Roier, tú ni siquiera hubieras estado trabajando en la portería del Luna Llena.
—Pero podría haber ido al Luna Llena igual y sentarme en un sofá.
—Qué estupidez —concluyó, negando con la cabeza antes de apartar la mirada al frente. Entonces empezó a mover la pierna de una forma un poco nerviosa y a resoplar. Abrió la ventanilla, por la que entró un aire frío y bastante refrescante después del denso calor y la fuerte peste que se había acumulado en el todoterreno—. ¿Roier sabe que le andas a preguntar a otros Machos si te cogerían? —me preguntó, sacándose el paquete de sus cigarros largos para ponerse uno en los labios—. Dudo que le haga mucha gracia…
—Es solo curiosidad, Sapnap —murmuré, buscando mi zippo en el bolsillo porque el lobo me lo estaba pidiendo con la mano—. Para inflar más mi ya enorme ego…
—Pff… —el lobo se encendió el cigarro y echó el humo por la ventanilla bajada, devolviéndome el mechero plateado sin mirarme—. Así que quieres saber si yo te hubiera dado pene también. ¿Tan irresistible te crees, Spreen?
—See —afirmé.
—Pues yo no lo hubiera hecho —me aseguró, pero con un tono rápido y algo cortante, esforzándose mucho por dejarlo claro rápidamente.
—Bien —murmuré, sin darle ningún tipo de importancia a aquello—. Hay un parking en la siguiente calle, aparca ahí, tendremos que ir caminando un poco. Con suerte no tendré que empujar a ningún idiota con paraguas…
El lobo asintió, todavía con la vista más puesta en la calle a un lado. Fumó dos o tres caladas y giró en la intersección hacia donde yo le indicaba.
Cuando entramos en el parking, tiró la colilla del cigarrillo y recogió el ticket de un tirón seco antes de entregármelo, dejando bien claro que no lo pagaría él. Ya habíamos aparcado en el tercer piso cuando chasqueó la lengua y me miró.
—¿Y tú hubieras venido a mi sofá? —preguntó, cubriendo su curiosidad con una postura orgullosa y soberbia.
—Sí —dije sin dudarlo—, sos un lobo atractivo, Sapnap. Pero eso ya lo sabes.
—Ahm… —él sonrió mucho y levanto más la cabeza mientras se mojaba los labios—. ¿Así que me hubieras rogado que me corriera en tu boca…?
—Tampoco exageres —murmuré, abriendo la puerta para bajarme del coche—, yo no ruego a nadie —y la cerré.
Sapnap salió también y pulsó el botón de las llaves para echar el seguro antes de girarse y reunirse conmigo de camino a la salida.
—Pero hubieras venido a mi sofá —insistió, gozando de aquel momento de gloria para él.
—La primera vez, después ya me hubiera ido a otros. Yo no soy de los que pierden el tiempo —le aseguré.
—Quizá… si me lo hubieras rogado mucho y me hubieras propuesto algo interesante, hasta te hubiera sacado al callejón… —empezó a decir—. Solo por aburrimiento.
—No, lo que hubiera pasado es que me hubiera sentado allí para beber un poco y, cuando no me hicieras caso, me hubiera ido para no volver — respondí, metiendo las manos en los bolsillos de mi chaqueta polar—. Yo soy como un puto unicornio, Sapnap, aparezco una vez en la vida y si no te montas, no lo vuelves a ver. Roier lo sabía y por eso fue como un loco por mí.
—No eres tan bueno, Spreen… —farfulló el lobo, entrecerrando sus preciosos ojos color miel.
—Eso dicen los que no se montan —respondí con una fina sonrisa.
El lobo soltó un jadeo de indignación y apartó el rostro, sin embargo, no lo hizo lo suficiente rápido para no ver una breve sonrisa en sus labios. Aquella conversación tan estúpida e intrascendente, nos mantuvo entretenidos durante todo el paseo. Nos sumergimos en una calle plagada de personas abrigadas para protegerse del frío invernal y con paraguas para cubrirse de la fina nieve que caía. Por suerte, mi expresión seria y la presencia del enorme lobo a mi lado, los mantuvo bien apartados, haciéndose a un lado y dejándonos paso como si fuéramos Moisés abriendo las aguas. Nos detuvimos en la entrada de unas galerías que se sumergían en el interior de un edificio de oficinas del centro, conectando una calle con la otra. Había algunas tiendas de poca importancia y, escondido al final de un pasillo, un sex-shop. Sapnap se quedó paralizado al comprobar que ese era el lugar al que quería ir. Me miró con una ceja arqueada y me preguntó:
—¿Por qué mierda querías traerme aquí?
—Voy a encargarme de los regalos de los lobatos —le expliqué, abriendo la puerta negra donde ponía «Bienvenido. Penetra hasta el fondo… de nuestra tienda»—. Aroyitt quiere que les compre ropa nueva, pero creo que esto les va a gustar mucho más. Te traje porque vos los conoces y podes ayudarme a elegir.
—Ahm… —murmuró, tardado un par de segundos en asentir y seguirme al interior—. Por un momento pensé que me ibas a decir que me comprara algo yo…
—Vos ya no necesitas estas cosas —respondí, como él quería que hiciera, reafirmando su nuevo estatus de lobo adulto con humanos que ya no necesitaba masturbarse, porque otros lo hacían por él.
La tienda no era gran cosa, pero tenía todo lo que pudiera interesarme. Ignoramos al hombre calvo tras el mostrador y él nos ignoró a nosotros, pero no tuvimos tanta suerte con los otros dos clientes que había allí dentro mirando. Uno de ellos se bajó más la gorra de beisbol y se fue discretamente hacia la salida, mientras que el otro se escondió tras un mueble repleto de consoladores. Estaba casi seguro de que se debía a la presencia del lobo, porque ya había ido varias veces allí y nadie se había asustado. Guie a Sapnap hacia la sección masculina con culos de goma, muñecas hinchables y tubos con boquilla con forma de vagina para masturbarse. Entonces saqué la lista de nombres y le pregunté:
—¿Crees que a Jack le gustará más correrse en el culo de goma o en esto? —y alcancé uno de los tubos con vagina—. ¿Le compro el más grande? Así no le molestará durante la inflamación y podrá usarlo hasta que se convierta en un Macho; aunque el muy boludo se va a creer que lo hago porque pienso que tiene la pija enorme…
—A Jack le va a gustar más el culo, uno gordo —dijo Sapnap, alcanzando uno de los traseros de goma más grandes—. Este tiene ano y vagina, así podrá ir cambiando. Cómprale el tubo a Teo y a Mark, el más grande para que puedan bacilar a los pequeños; a Ron y Missa tendrás que comprarles algo mejor porque son los más mayores.
—Missa ya usa mi moto, hicimos un trato.
Sapnap lo entendió rápido y arqueó una ceja.
—¿Ahora haces tratos con el Alfa de los Lobatos, Spreen?
—Este Alfa es razonable y sabe lo bueno que es tenerme de su lado — respondí—. Como Carola, así que ambos me dan lo que quiero y yo les devuelvo el favor.
—Ya… pues la moto no será suficiente, tienes que darle a Missa algo mejor que al resto o lo ofenderás.
—Ya usa mi puta moto… —insistí, porque quizá no hubiera entendido el PRIVILEGIO que eso era.
—Usar tu moto no es un regalo, Spreen, es algo que le das a cambio de sus favores de Alfa.
Apreté los dientes y ladeé un poco el rostro, controlando mi enfado. Missa había sido muy útil hasta entonces y, consciente de que Sapnap sabría mucho mejor que yo cómo funcionaban sus retorcidas leyes y mentalidades de Lobatos, no me quedó otra que ceder.
—¿Ese cuerpo de goma de doscientos dólares? —pregunté, señalando hacia una balda superior con un cuerpo sin cabeza ni piernas, pero con unas tetas enormes y concha al aire.
Sapnap asintió. Alargando una mano y alcanzándolo con facilidad para mirar la muestra. Apretó mucho una de las tetas y metió el dedo por la vagina hasta el fondo antes de moverlo.
—Si le haces eso a tus humanas, las vas a mandar directas al hospital — le aseguré.
Sapnap puso una mueca de nariz arrugada y sonrisa forzada mientras decía:
—Ja, ja, ja… qué gracioso… —me dio el cuerpo con un golpe seco y añadió—: solo estaba comprobando que tuviera espacio suficiente y no fuera firme, o Missa lo va a romper enseguida porque es un idiota muy salido.
—Oh… claro —sonreí.
—¿Qué vas a comprar para Ron? Tiene que ser algo menor, pero también bueno, ya que es de los más mayores. Esta boca vibradora estaría bien —murmuró, dando un paso para alcanzar algo muy similar a los tubos con vagina, pero con una boca abierta—, pero no será suficiente.
—Le compraré una pija de látex para que la pueda chupar mientras se coge la boca, según me dijo, eso le gusta bastante.
Sapnap sonrió y asintió.
—Sí, eso le encantará —me aseguró.
Fuimos pasando por la lista, uno a uno, y llegué a la caja para pagar los mil setecientos dólares que me costaron todas aquellas mierdas; y ni siquiera eran para todos los lobatos. Con dos bolsas llenas en cada mano, salimos de la tienda y nos volvimos a introducir en la calle. En vez de volver al parking, le hice una señal con la cabeza a Sapnap y me lo llevé a un asador cercano. Ya había llevado allí a Roier y a Quackity, así que no les sorprendió verme con otro lobo, solo agacharon la cabeza y nos llevaron a una mesa apartada y algo cubierta.
—Pide lo que quieras —le dije a Sapnap—, por la ayuda de hoy.
El lobo gruñó con interés y miró la carta, cuando llegó el camarero, le pidió una lista de comida absurda y se quitó la chaqueta gruesa para dejarla a un lado del banco. Sacó un cigarro, al igual que yo, y esperó a que me lo encendiera con el zippo para pedírmelo. Allí no se podía fumar, pero no iba a haber ningún valiente que se acercara a prohibírnoslo. Los demás clientes estaban asustados y los del local no querían arriesgar la enorme suma de dinero que me iba a gastar esa noche en costillas y bistecs de ternera a la brasa.
—¿Y qué pasa con Ollie? —me preguntó entonces, soltando el humo hacia un lado mientras me miraba fijamente—. ¿Por qué no come él con el resto?
—Sabes por qué —respondí.
Sapnap se encogió de hombros.
—Su compañera no está, no tiene que avergonzarse de comer si ella no puede dárselo.
—Ollie no quiere que los Machos piensen que Daisy lo cuida mal — murmuré, no demasiado encantado por aquel giro de la conversación.
—¿Y por qué íbamos a pensar eso?
Tome aire y fumé una tranquila calada antes de entrecerrar los ojos para que el humo no me picara al soltarlo lentamente.
—Escucha, Sapnap —murmuré—, te voy a contar algo porque, por mal o por bien, sos um SubAlfa y deberías saberlo, pero ten cuidado con esta información —eché la ceniza al suelo y apoyé los codos en la mesa—. Daisy estuvo maltratando a Ollie durante mucho tiempo. No le daba de comer, así que tuve que hacerlo yo a escondidas y mintiéndole, por eso me visitaba tanto al trabajo anterior y por eso no le da tanta vergüenza comer delante de mí.
Sapnap entreabrió los labios, tanto que el cigarrillo largo quedo apenas colgando entre ellos, amenazando con caerse sobre la mesa en cualquier momento.
—¿Por qué…? —jadeó casi sin aliento.
—Quería deshacerse de Ollie. Algunos humanos tienen miedo y son unos putos egoístas, así que, cuando se dio cuenta de que no iba a conseguir alejarle por mucho que lo matara de hambre o quitara su Olor a Macho del Refugio, huyó a Nueva York. Aroyitt y yo fuimos a hacerle una visita para asegurarnos de que no era un error. Daisy no quiere a Ollie y no va a volver jamás —concluí.
Todo aquello dejó al lobo en un estado de shock, incapaz de comprender cómo una compañera sería capaz de hacer algo tan horrible. Seguía siendo un joven de dieciocho años, después de todo, sin mucha experiencia en el mundo real y los peligros de los humanos.
—Pero venía a las fiestas de la Manada… la veíamos todos —insistió —. Sonreía como una estúpida y no se separaba de él.
—Lo sé —asentí—, iba a todas esas fiestas a las que a mí no me invitaban.
El lobo bajó la mirada a la mesa y al fin se sacó el cigarrillo de los labios antes de pasárse la mano por el pelo negro y lacio.
—Mierda… pobre Ollie…
—Él sabe que algo no va bien —continué, echando una mirada al resto del local—, que Daisy no lo trata como debería, pero ya es tarde y le cuesta mucho pensar algo malo de ella.
—¡Es su compañera! —exclamó Sapnap, como si fuera obvio—. ¡Claro que va a defenderla!
—Baja el tono —le recordé.
—No… no me… —apretó los dientes y gruñó, mostrando sus colmillos grandes y blancos—. ¡Hay que hacer algo! ¡Daisy tiene que pagar el daño que le hizo a Ollie y como ha traicionado a la Manada!
—Todavía no es el momento —negué—. Carola se encargará de vengarse por todos, pero por ahora eso solo haría más daño a Ollie.
—¿¡Y él no lo sabe!?
—Sapnap…
El lobo golpeó con fuerza la mesa, llamando la atención de todos en el local. Yo mantuve el tipo, fumé otra calada y eché el humo a un lado.
—No me hagas arrepentirme de haberte contado esto… —le pedí con tono serio.
—¿Y por qué yo no sabía nada? —rugió.
—Porque pasó cuando todavía eras un lobato.
No dejó de gruñir, pero mi respuesta consiguió alcanzar la parte racional de su mente, esa en la que aún quedaba un mínimo de sentido común y entendimiento. Volvió a bajar la cabeza y a negar, tirando su cigarrillo a medio fumar hacia un lado.
—Daisy se merece lo peor —murmuró.
—Sí, se lo merece, y lo tendrá cuando llegué el momento y Ollie haya conseguido rehacer su vida con ayuda de la Manada. Ahora todavía lo pasa mal y está empezando a comprender la situación poco a poco. Espero que no seas tan idiota como para estropearlo…
Sapnap me miró por el borde superior de los ojos, pero no respondió a aquello. La cena quedó enturbiada por un silencio denso y profundo. El lobo devoraba la comida, pero había momentos en los que se le notaba masticar con desgana y desprecio, llegando a dejar un plato de costillas sin comer. Yo comí un poco, pero enseguida pedí un café para ambos junto con la cuenta. Saqué un paquete de cigarros y le ofrecí uno antes de encender el mío.
—A veces hay que pensar y darle tiempo, Sapnap, no es bueno precipitarse porque solo podría empeorar las cosas. Ollie necesita descubrir por sí mismo que Daisy es una hija de puta, y, cuando lo haga, Carola se encargará personalmente de joderle la vida. No está mucho mejor que vos con la situación.
—¿Quiénes más lo saben? —preguntó.
—Aroyitt, yo, Roier y los Betas de la Manada. El resto sabe que Daisy ya no es bienvenida en la Manada, pero no saben el por qué.
Asintió un par de veces y se calmó poco a poco, fumando y bebiendo su café solo.
—¿Hay algo más que debería saber? —me dijo con un tono casi de advertencia, como si fuera mi última oportunidad para contarle algo antes de que lo descubriera por sí mismo y perdiera la confianza en mí.
—Nada que yo sepa y que vos ya no conozcas —murmuré—. Tú gran cagada en el puerto nos puso un poco contra las cuerdas y, ahora que la policía se calmo, Carola está centrado en deshacerse de las Manadas que nos han quitado un poco del territorio en las afueras.
Sapnap tensó la mandíbula, pero no se enfadó conmigo por recordarle aquello, solo puso cara de asco y apartó la mirada. Tras pagar la cuenta de casi trescientos dólares, esa vez de mi bolsillo, no como los regalos, nos fuimos del local con las bolsas del sex-shop en las manos. Las cargamos en el maletero del Jeep Grand Cherokee y Sapnap murmuró en voz baja que las llevaría él al Refugio. No cruzamos más palabras en todo el trayecto, hasta que llegamos al aparcamiento del almacén y fui a bajarme, cuando el lobo me dijo en voz baja:
—Y esa mierda de la conserjería… ¿de qué va?
—Pues trabajo allí y Carola me paga —respondí sin más.
—No me jodas, Spreen, sé que van algunos de los solteros a beber y a pasar el rato.
—Ah… —comprendí—, sí, vienen a veces. Puedes pasarte si queres — le ofrecí—. Hay cerveza y una estufa, pero pocos asientos, así que quizá deberías traerte el tuyo propio.
Sapnap asintió y volvió la mirada al frente.
—Ya veré si voy, no sé, estoy ocupado… —farfulló.
Puse los ojos en blanco y me bajé del coche.
A veces me pregunto si yo también era tan pelotudo a su edad, creo que sí, pero que yo sabía esconder mejor mis intenciones y deseos; no como Sapnap, que casi podía leer como un libro abierto.
Por eso cuando incluso la cagó y lo expulsaron de la Manada, seguí ayudándolo.
Notes:
Ya quedan pocos capitulos de esta historia 👀
Chapter 75: NOSOTROS: CELEBRANDO TONTERIAS
Chapter Text
El día más aterrador del año llegó el viernes de esa semana. Fue una tarde nevada como las anteriores, pero flotaba algo especial en el aire, como si las luces de navidad brillaran con más fuerza y la nieve fuera más blanca y menos fría. La gente charlaba animadamente en la cafetería, compartiendo dulces y café, reuniéndose en grandes grupos de amigos, demasiado distraídos quizá para prestar atención a la extraña y solitaria pareja del fondo formada por una enorme lobo y el único humano que no sonreía como un boludo.
Roier había sido el primero en levantarse aquella tarde, apretándose contra mí y ronroneando mientras me acariciaba con su rostro, como un puto niño emocionado por la Navidad. Me cogió con más energía de la habitual, llegando al cuarto orgasmo antes de rodearme con los brazos y pegarme mucho a su cuerpo empapado en sudor. Entonces se había puesto a mormonar y ronronear con una gran sonrisa en los labios. Cuando la inflamación terminó, me llevó en brazos al baño y nos dimos una buena ducha juntos. Él estaba extasiado y muy animado, se vistió deprisa y me esperó con una sonrisa en los labios, pero yo necesité fumarme mi cigarro y tomarme mi café en el helado balcón antes de ser una persona de nuevo.
Le había prometido ir a desayunar dulces y después dar un paseo por el centro hasta el gran árbol de navidad que habían puesto cerca del parque, así que allí fuimos, bien tapados para soportar la nevada y con gorros de lana a juego. Eso no había sido algo intencionado, por supuesto, solo una promoción de dos por uno que no quise desaprovechar. En el parque, se me ocurrió hacer una bola de nieve y tirársela a Roier a la cara, algo que me hizo bastante gracia y que comenzó una guerra de la que me arrepentiría. El lobo se enfadó, sus instintos primitivos salieron a la luz y no paró hasta cazarme, echarme con todo su peso sobre la nieve y morderme el cuello mientras me agarraba de las muñecas para reafirmar su autoridad. La gente se asustó, pero yo solo le dije:
—Esta bien, sos el Macho…
Roier alzó la cabeza con orgullo y gruñó, asintiendo. Por alguna razón, quizá porque lo amaba, o quizá porque en ese momento me pareció el hombre más guapo del mundo, quise besarlo y abrazarlo con fuerza. El lobo se sorprendió al principio, se puso nervioso y se aseguró de que no hubiera posibles enemigos cerca antes de besarme más fuerte. A los Machos no les gustaba parecer débiles ni vulnerables en público, pero a Roier no le importó compartir un par de besos y roces en la nieve antes de levantarnos. Gruñó con queja y se pegó a mi espalda, frotando su gran erección contra mi culo para que supiera que estaba tan excitado como yo, pero tuvo que joderse y esperar a volver a casa. Tras aquella segunda ronda, casi tan buena y salvaje como el primero, dejé a mi lobo descansar como el soldado que acababa de volver victorioso de la guerra: jadeando, sudado, sonriente y feliz. Me vestí de nuevo y bajé al Refugio para ir en busca del tupper de la comida que me entregó Aroyitt en persona.
—¡Feliz navidad, Spreen! —me saludó con uno de esos gorros de Santa Claus en la cabeza—. La cena es a las doce y después daremos los regalos a las dos mientras nos tomamos unas copas. Vendrá toda la Manada.
—A la una y media estaré acá —respondí, dándole a entender que no iría a la cena navideña, lo que produjo una leve mueca de tristeza en Aroyitt.
Ya no era cuestión de que me permitieran o no asistir, porque mi papel como compañero ya era más que oficial y era tan parte de la Manada como cualquier otro; se trataba más de una cuestión de gusto personal. Cuando no me invitaban me enfadaba y cuando me invitaban no quería ir porque eran cenas aburridas. Así era yo.
Como era un día especial y ningún Macho trabajaba, pude volver tranquilamente a la Guarida para darle a Roier su tupper de arroz caliente con carne y echarnos juntos en el sofá a ver la estúpida programación navideña bajo la manta. El lobo se quedó dormido como un oso a los diez minutos, pero yo seguí acariciándole el pelo largo y castaño y la barriga algo abultada. Sé que en algún momento suspiré y miré a Roier, roncando y con la boca abierta un poco babeada. Lo sé porque es uno de los recuerdos que guardo con mayor cariño en la mente. El calor, el Olor a Roier, lo bien que me sentía y lo estúpidamente feliz que era en ese mismo instante.
Cuando el lobo despertó, quiso ir a por la tercera ronda de sexo del día, pero yo sabía que iba a ser mucho para él, así que le hice una buena mamada bajo la manta y después le monté un poco hasta que se corrió por segunda vez con un gruñido grave antes de la inflamación.
—Roier se corrió mucho h…
—Lo sé, Roier, no me voy a enojar si solo te corres dos veces —le interrumpí—. Tranquilo.
El lobo me rodeó con sus brazos y ronroneó a la altura de mi rostro.
—Roier quiere mucho a Spreen… —murmuró.
Tomé aire y lo solté lentamente mientras ponía los ojos en blanco.
—Yo también te quiero —respondí, pero tuve que añadir—: aunque seas un pedazo de boludo.
Nos quedamos allí un buen rato, incluso después de la inflamación, hasta que llegó la hora y Roier tuvo que ir a vestirse «elegante» para ir a la cena. No me pidió que le acompañara ni se puso a gemir de forma lastimera; sabía que iría más tarde y que respetarían mi sitio en la mesa, así que solo se despidió de mí con un beso y un: «Roier se va».
—Pásala bien, capo.
Una vez solo, me di una buena ducha caliente, me puse mi ropa buena y salí a fumarme un cigarrillo al balcón junto con un café recién hecho. Apoyé los brazos en la barandilla y miré el refugió completamente lleno de luces de colores y decoración navideña. Todas las luces estaban encendidas, ya que todos estaban allí, arrojando una claridad amarillenta y cálida por los numerosos ventanales de las habitaciones. Parecía el único edificio con vida en toda la calle, sumergida en la oscuridad y la nieve, a excepción, claro, de la única ventana con luz del edificio de oficinas. Carola siempre trabajaba hasta el último minuto, cuando, fumando el final de mi cigarro, lo vi salir de las puertas para dirigirse al Refugio. Se encontró con algunos Machos fumando en la entrada y los saludó con una sonrisa y un poco de contacto físico, al igual que a sus compañeros. Todos habían ido allí esa noche, llenando la calle de principio a fin de todoterrenos y 4x4, para disfrutar de la cena y los regalos. Menos yo, claro, que los miraba desde lo alto del Refugio como si fuera el Grinch y ellos los Quién festejando su estúpida navidad.
Cuando regresé al cálido interior, cerré la puerta del balcón y me tropecé con una de las putas alfombras de Roier, esa a la que más odiaba y que el muy tarado siempre ponía en medio. Después me fui a preparar un par de sándwiches y los cené con una cerveza mientras miraba algún programa sin importancia, hasta que llegó el momento de marcharme. Mentiría si dijera que no estaba un poco nervioso. Sabía que ya eran más de las dos y que algunos ya se habrían ido, que se habrían llevado a los Ancianos y a las Crías y que solo quedarían los Machos bebiendo y charlando junto con los Lobatos. Así que no era oficialmente «La Manada», pero aún así seguirían siendo muchos más de los que estaba acostumbrado a ver.
Me detuve a las puertas del Refugio, adornadas con roscones de hojas de abeto y bayas rojas. Tomé una bocanada y decidí fumarme otro cigarro antes de entrar. Como saben, nunca había pasado de la puerta del hotel lobuno, y me sentí como un completo extraño, como un extraterrestre en un planeta desconocido. Di un par de pasos y me detuve al lado de las escaleras adornadas con más guirnaldas y hojas de abeto. Apestaba a la Manada y a deliciosa comida y dulces, hacía un agradable calor, la decoración era abundante y preciosa y la luz suave e íntima; parecía un hogar y yo tenía el corazón acelerado y una expresión muy seria en el rostro.
—¿Qué haces aquí? —me preguntó una voz a un lado.
Giré el rostro al momento, preparado para soltar un insulto a la menos alerta de incomodidad y largarme de allí por todo lo alto, quizá arrojando algo al suelo y gritando que jamás volvería. Sin embargo, aquel anciano de gafas gruesas y pelo muy cano me miró fijamente y se inclinó un poco hacia delante en el sillón al lado de la chimenea.
—¿Ya has vuelto de ese trabajo, Vegetta? Es muy pronto, ¿ha ido todo bien? —me preguntó.
—No soy Vegetta —respondí, parado en el pasillo y muy quieto—. Esta confundido, abuelo.
—Vegetta, deja de jugar, ¿qué tal ha ido? ¿Habéis tenido problemas en el puerto? Llevo esperándote toda la noche.
—Dije que no soy Vegetta —repetí—. ¿Está borracho o qué?
—Ey, Willy, estabas aquí. Nos tenías preocupados, no te encontrábamos —nos interrumpió un lobo, uno de los mayores, con ese cuerpo todavía enorme y musculoso y esas canas que les hacían parecer a todos Sugar Daddys de campeonato.
—Es Vegettita, Jou, ha venido de su visita al puerto, pero no me dice si ha ido bien —dijo el viejo, cada vez más preocupado y nervioso, dando golpes con su bastón de cedro sobre la alfombra del salón.
El lobo me miró allí en el pasillo y arqueó las cejas.
—No es Vegetta, Willy —respondió, agachándose frente al viejo para agarrarle suavemente de las manos temblorosas—. Es Spreen, el compañero de Roier. También es pelinegro y tiene el mismo color de ojos, pero no es Vegetta. Vegetta murió hace mucho, ¿lo recuerdas?
El anciano frunció el ceño y bajó la mirada al suelo, como si le costara procesar aquella información.
—N… no… yo… estoy esperando a Vegetta, se ha ido al puerto con los chicos y me dijo que volvería pronto, pero ya es tarde…
—Lo del puerto salió bien, la Manada ganó y se hizo más fuerte. Vegetta fue un gran Alfa, pero ya no está aquí, Willy. Tu Macho murió hace diez años.
El anciano empezó a llorar en voz baja y negar con la cabeza, pero, por la reacción del lobo, no debía tratarse de nada nuevo.
—Perdona, Spreen, Willy está senil y te ha confundido con el antiguo Alfa. Era su compañero.
—Ahm… —fue todo lo que conseguí decir en respuesta.
—Vete adentro, estábamos esperando por ti para dar los regalos. Yo me encargo de él —y señaló con la cabeza al anciano.
Asentí y me moví en la dirección que había indicado, atravesando el bonito salón de chimenea, sillones y muebles antiguos para ir hacia la que, creía, sería la sala de fiestas del hotel. Era muy bonita y elegante, completamente reformada y decorada con abetos de verdad, guirnaldas y todo tipo de adornos navideños. Había varias mesas en fila y algunas redondas, todas repletas de bandejas y platos de dulces y galletas. Yo había comprado cinco paquetes de Chips Ahoy! y se las había dado a Aroyitt pero, al parecer, algunos compañeros se tomaban en serio eso de preparar dulces. Había tartas de todas las clases, bizcochos y galletas caseras. Junto a ellas, habían puesto bandejas de litros y litros de café, leche, azúcar o edulcorantes con tazas y cucharillas.
Me empecé a poner cada vez más nervioso cuando noté las primeras miradas, pero no me detuve ni cambié mi expresión hasta alcanzar el final de la mesa principal, presidida por Carola. Aroyitt me saludó con una sonrisa, Quackity hizo un comentario que no consiguió atravesar la telaraña de pensamientos que era mi mente, Roier gruñó con placer y me señaló el asiento vacío a su lado; al que me fui directo.
—Te has perdido una cena deliciosa, Spreen, pero supongo que eso era lo que querías —fue lo primero que oí decir a Carola, con los codos apoyados en la mesa y la manga de la camisa recogidas—. Si no te conociera, sería fácil pensar que querías hacernos un feo y tratar de humillarnos al rechazar nuestra invitación… pero ahora te conozco, ¿verdad?
—Carola, no me toques los huevos —respondí con una mirada seca—. Vine a tomarme un café tranquilo y a dar los putos regalos.
El Alfa se quedó en silencio, lo acostumbrado cuando me oía hablarle de aquella forma. Quería intimidarme o algo así, pero a mí no podía importarme menos.
—Cenar todos juntos es una tradición de la Manada, al igual que colocar la decoración y dar los regalos. Y aquí, en mi Manada, se respetan las tradiciones… viene a la par del dinero de compañero y los demás privilegios que no has rechazado, al contrario que esta invitación.
—Para qué mierda voy a venir, si cada vez que lo hago me tiran pan a la cara o te enojas…
—Me enfado porque no hacer lo que debes es de críos inmaduros, yo también hago cosas que no quiero, Spreen, pero esto es importante y lo respeto, al contrario que tú…
Me quedé en silencio, un silencio que se propagaba a lo largo de la mesa hasta donde podían escucharnos. Miré fijamente los ojos grises del Alfa y me pasé la lengua por los dientes. El antiguo Spreen se hubiera levantado y se hubiera ido en aquel mismo instante, sin aguantar ni un segundo más de aquella estúpida reprimenda; pero sabía que eso me devolvería a un punto de mi vida al que, sinceramente, no quería regresar si podía evitarlo. Así que con un tono calmado y firme le pregunté:
—¿Crees que este es el mejor momento y lugar para hablar de eso, Carola? Acá, delante de todos…
El Alfa movió la mirada por la mesa, percibiendo la incomodidad y silencio que había dejado su discursito de padre hijo de puta. Tras un momento, asintió y dijo:
—Tienes razón, ya hablaremos de esto mañana en mi despacho.
—Muy bien… —murmuré, sabiendo que ese despacho iba a arder en llamas en cuanto entrara en él, y no por culpa del Alfa.
Pero eso sería al día siguiente, por el momento miré al frente, encontrándome con los ojos color miel de Sapnap, sentado al lado de Aroyitt por
ser el Segundo SubAlfa. Al contrario de lo que me imaginaba, no se estaba riendo, disfrutando de mi humillación, sino que se limitaba a fingir que no existía y que nada de aquello estaba sucediendo.
—Bueno, ¿y de qué estaban hablando antes de que llegara? —les pregunté antes de servirme el café en una taza de porcelana blanca.
—Oh, pues hablábamos de lo bonito que estaba la ciudad hoy — respondió Aroyitt, siempre al rescate de la situación—. Y de lo mucho que nevó…
—Oh… —asentí—. Ahora me arrepiento de no haber venido y perderme una charla tan emocionante…
Carola golpeó el puño contra la mesa, haciendo temblar la bonita vajilla, y me clavó una de sus miradas más intimidantes. Yo bebí un sorbo de mi café caliente como si no pasara nada y dejé la tacita en su platito.
—Yo estuve viendo en la tele que hay una especie de parque de atracciones de la navidad a la que la gente va como loca por estas fechas — continué, mirando un poco a todos los que estaban a mi alrededor: Quackity, Shadoune, Ben, su compañero Stephen, Sapnap y, por supuesto, mi lobo—. Podríamos hacer algo parecido en el Campamento Diversión. Le ponemos unas luces de navidad, vestimos a Roier de Santa Claus —moví la mano y acaricie su mejilla —, creo que incluso él podría aprender a decir: «Ouh, ouh, ouh». Creo —recalqué—. Ponemos a Quackity orejas de elfo y le damos unas mallas, después soltamos a los Lobatos como si fueran los trasgos de la navidad y les cobramos a todos esos boludos cargados de hijos cien dólares por la entrada, ¿qué les parece?
—Me parece que si me ven en mallas, los niños se van a asustar —dijo Quackity con una sonrisa.
—Y sí, van a decir: ¿creo que a ese señor se le metio una oruguita en los pantalones, mamá? —dije con una voz infantil—. No, cariño, simplemente tiene el pito chiquito… —añadí en el papel de la madre.
Roier se rio como hacía él, lanzando una carcajada ruidosa, pero no fue el único; a Shadoune también le hizo bastante gracia, al igual que a un Sapnap con la mirada fija en la mesa, y a Aroyitt, que trataba de ocultar su risa bajo la servilleta. Ben, por el contrario, solo puso los ojos en blanco y Carola siguió bebiendo su taza de café, quizá ya planeando su venganza.
—¿Y tú dónde estarías, Spreen? ¿Pintado de verde en la montaña del Grinch? —me preguntó el Beta pecoso—. La cara de asco ya la tienes…
—Spreen estaría en algún sitio donde no tuviera que trabajar… — murmuró Carola, lo que, sorprendentemente, también produjo algunas risas.
Iba a responder de inmediato, pero entonces el Alfa levantó un dedo con la mirada hacia mi espalda, de donde apareció un niño rubio muy parecido a Carola.
—¿Qué haces tú por aquí? —le preguntó, echando hacia atrás su silla para tomarle en brazos y sentarlo en su pierna.
—Estamos jugando al escondite —respondió la cría, de ojos de un azul pálido y pelo rubio oscuro.
—Pues aquí que no estás demasiado bien escondido, pequeño —dijo el Alfa, inclinándose para frotar el rostro contra el pelo del que, sin duda, era su hijo.
—Estoy escondido detrás de Roier.
— Ian sabe que Roier es el más grande —afirmó mi lobo con aprobación.
Aroyitt sonrió y me miró.
—Es nuestro hijo, Ian, el pequeño —me explicó, porque ya me había hablado de él un par de veces. Tenían otro más mayor de nueve años que estaba en su última etapa antes de convertirse en un apestoso energúmeno obsesionado por el sexo.
—Sí, ya nos conocimos el día de la redada —asentí.
Los había reconocido al instante a ambos, y no por su parecido con el Alfa, sino por su desagradable peste. Las crías compartían el Olor a Macho de su padre hasta que alcanzaban la pubertad y empezaban a tener uno propio. La llegada de Ian cambió el rumbo de la conversación, porque no podíamos seguir hablando de temas adultos con él delante, así que hablamos de las pastitas, las tartas y el café como un grupo de subnormales hasta que llegaron más crías y encontraron al hijo del Alfa. Cuando al fin se fueron, Carola decidió que era el momento de entregar los regalos de los adultos.
Hubo bastante movimiento, Aroyitt pidió ayuda a los compañeros para que repartiéramos todos los regalos. Por desgracia, tuve que aceptar, paseándome de un lado a otro con expresión indiferente mientras daba cajas envueltas en papeles ridículos. La gran mayoría eran ropa o alguna tontería sin importancia, solo un detalle, hasta que llegó el momento de los Lobatos. Me acerqué a su mesa con carrito repleto de cajas y ellos empezaron a removerse, a hacerme preguntas y comentarios tan originales y sorprendentes como: «¿Mi regalo podría ser una mamadita, Spreen?».
—Este año les compre yo los regalos… —anuncié con una sonrisa macabra en los labios—. Veamos la lista… —saqué una página y leí—: A ver, acá dice que Missa fue bueno con Spreen, muy bien, toma tu regalo.
—Pff… —bufó el Alfa de los pajeros, aceptando su gran caja como si me hiciera un favor—. ¿Qué es, otro puto deportivo o una chaqueta de invierno?
—Cerrá el orto y abrílo —respondí.
El lobato me miró con escepticismo mientras rompía el papel, descubriendo su regalo. Entonces frunció el ceño y tiró más antes de soltar un: «Diooos». Los demás se abalanzaron alrededor, agolpándose unos sobre otros para mirar con ojos maravillados el juguete sexual de goma hiperrealista con tetas, vagina y culo.
—¡No me jodas! —exclamó Ron—. ¿Y yo qué? —me miró.
—A ver la lista… ah, sí, vos también fuiste bueno con Spreen. Toma — le di las dos cajas con el tuvo-boca y la otra con la pene de goma. Las abrió al momento y se las enseñó a todos con una amplia sonrisa en el rostro. Se relamió los labios y gruñó por lo bajo.
—No estoy seguro de que aquí dentro quepa toda mi corrida… —dijo, mirando bien el tubo.
—Hay que limpiarlas después de usarlas —les recordé, a ambos.
Los dos lobatos asintieron, pero estaban demasiado excitados ya como para pensar racionalmente. Sin decir nada, se llevaron sus regalos corriendo hacia las escaleras, ya con una erección bien notable en los pantalones. Cuando desaparecieron, los demás lobatos fueron directos al carro para ver qué les había comprado, pero los detuve.
—Hay que ver en la lista si fueron buenos con Spreen… —les recordé.
—Y si no hemos sido buenos contigo, ¿qué? —me preguntó Will el Bigotes.
Sonreí más.
—Entonces tendrás un regalo diferente.
Ah… ver la desdicha y desilusión en los ojos del los lobatos cuando recibieron una mierda en comparación con los juguetes sexuales y el porno que les había regalado al resto… eso sí que me hinchó de felicidad y no el puto espíritu navideño. Hecho mi trabajo, volví a la mesa de los mayores para descubrir un par de regalos encima de la silla. Arqueé las cejas y miré al resto, que ya estaban empezando a abrir los que yo les había regalado.
—Eres un hijo de puta —me dijo Quackity, con la colección entera en DVD de la serie que más odiaba en el mundo—, pero los pantalones están bien —añadió, estirándolos a un lado.
Sonreí y moví los regalos a encima de la mesa para poder sentarme. Roier ya se había puesto sus guantes de cuero de matón que le había comprado y sonreía como un tonto, mirándome fijamente con sus ojos cafés de bordes ambar. Después estaba Sapnap, dando vueltas entre las manos al zippo color negro que le había regalado, porque sabía lo mucho que le gustaba el mío. Me miró por el borde superior de los ojos y asintió, supongo que a forma de agradecimiento.
—¿Es para cuando vengas tú al despacho, Spreen? —me preguntó Carola, mostrándome el muñequito antiestrés que le había comprado.
—No, es porque me recordó a vos —respondí—. Cuando lo apretas se le hinchan los ojos y parece que va a estallar.
Carola no dijo nada, tan solo lo apretó con fuerza. Aroyitt también me dio las gracias un tanto sonrojada, pero no había abierto del todo su regalo porque se lo había comprado en el sex-shop. A Carola le sorprendió y echó una ojeada rápida, quedándose paralizado un par de segundos antes de mirarme y gruñir por lo bajo. Solo era un poco de lencería sexy y un par de botes de nata de sabores para jugar y lamer.
—También es un regalo para vos —le recordé al Alfa. Él solo volvió a apretar con fuerza el muñeco antiestrés.
En cuanto a mí, recibir regalos suponía un momento muy incómodo, así que los abrí lo antes posible e hice un par de comentarios tontos. Quackity me había regalado un pequeño reproductor de música del tamaño de una carpeta que, según él, se podía conectar a no sé que y tenía acceso a plataformas de música en streaming. Como si yo pagara esas mierdas. Axozer me había regalado unas gafas falsas de metal fino y liso que no dudé en ponerme antes de buscarlo en la mesa cercana con el resto de Machos Comunes y mostrarle el dedo medio. Sorprendentemente, Rubius me había comprado algo de verdad: unas zapatillas lindas de Adidas. Por supuesto, lo busqué en la misma mesa que a Axozer y las levanté con el ceño fruncido como si le preguntara «¿pero qué mierda?», a lo que él respondió con la misma expresión, levantando la cigarrera plateada y los dos packs de cuarenta cajas de fósforos que yo le había regalado. Al parecer, los dos únicos que creíamos que íbamos a recibir regalos de broma, habíamos sido los que nos habíamos hecho buenos regalos. Después la Manada —o sea, Aroyitt—, me había regalado un pantalón grueso de color negro con líneas a los lados en amarillo chillón. Conter me había comprado tapones para los oídos por lo mucho que roncaba mi lobo y, finalmente, Roier había envuelto dos tazas con forma de bote pero con asas, de esas modernas, una mucho más grande que la otra.
—Para la leche de Roier y el café de Spreen —me explicó.
—Ohm… —asentí. Así que ahora teníamos tazas a juego. ¿Se podía estar más muerto en vida?
Tras aquello, nos tomamos otro café con dulces y la conversación fluyó, nunca en una dirección concreta o alrededor de un tema en especial, hasta que los lobos empezaron a marcharse, no sin antes venir a despedirse debidamente del Alfa; lo que interrumpió nuestra charla numerosas veces. Pude conocer, al menos de vista, a la mayoría de compañeros y a sus lobos, que me echaron algunas rápidas miradas de vuelta por curiosidad. Ollie se pasó por allí junto a Roy y a su compañera Amber, la enfermera, a la que ya conocía y que hasta me saludó con una sonrisa. Ollie no venía a despedirse, solo a sentarse con nosotros ya que, a esas horas, ya no importaba el rango ni el orden en la mesa.
—Gracias, Spreen, supongo… —murmuró, mostrándome el termo del Starbucks que le había comprado, uno bastante grande y personalizado con un precioso «Princesa» en rosa palo y una corona.
—De nada —sonreí—. Sé que te preocupa el medio ambiente y lo mucho que odias gastar vasos. Si querés, podes llevártelo, o me lo quedo yo para cuando te vaya a buscar el café.
—No te sientas mal, Ollie —dijo Shadoune, mostrándole su regalo—. A mí me ha dado un babero para que no manche el sofá cuando bebo cerveza en la conserjería.
—Siento que Daisy no haya podido venir —le dijo al Alfa, lo que produjo un extraño momento de tensión y silencio en la mesa—. Se ha quedado a pasar las navidades con su madre, sigue muy enferma.
Carola tan solo levantó la mirada al frente, hizo un breve intento de asentimiento con la cabeza y bebió de su tercera taza de café con leche de la noche.
—Pero ha enviado los regalos por correo, son de parte de los dos — continuó, hundiéndose cada vez más en aquel pozo de arenas movedizas, grano a grano, mentira a mentira, ahogándose a sí mismo con tal de no traicionar a su compañera.
—Voy a fumar —declaró Shadoune, levantándose de su sitio antes de explotar, como él sabía que haría si seguía escuchando aquellas cosas.
Sapnap también se levantó en aquel momento, sin la sutileza para contener su expresión de odio y desprecio antes de dirigirse a la salida. Ben y Stephen se habían marchado hacía media hora, así que solo quedábamos
Roier, Quackity, yo, Aroyitt y Carola para escuchar las excusas de Ollie.
—Me ha pedido que encargara la tarta —dijo, echando un rápido vistazo a los dos Machos que se habían ido—. Parece que no ha tenido mucho éxito…
Por supuesto, nadie había tocado el pastel de limón y galleta que «Daisy había encargado», una clara muestra de que desinterés y rechazo que Ollie no había pasado por alto; porque incluso habían comido un par de las cutres Chips Ahoy! que yo les había entregado. La Manada y sus sutilezas. Carola, en su papel de conciliador, se aclaró la garganta, bajó la taza de porcelana que casi parecía de juguete en sus enormes manos, y dijo:
—Hay muchos postres esta noche.
Ollie puso una expresión muy seria, casi aterrada, remarcada por sus bonitos ojos de un amarillo pastel y las marcadas ojeras grisáceas que los rodeaban.
—No la habíamos visto —intervine, porque, sinceramente, el pobre me estaba dando demasiada lástima y Carola estaba jugando a algo peligroso —, comeré un pedazo.
—Sí… —me apoyó Aroyitt, levantándose al momento con su elegante vestido de noche para ir con una temblorosa sonrisa a por la tarta—. Tiene una pinta deliciosa —dijo mientras la ponía en medio.
Partió un pedazo para todos allí, pero el Alfa ni siquiera bajó la mirada hacia el suyo. Yo le di un intento y puse una expresión de asco porque odiaba el dulce y aquello era puto azúcar con un toque del limón de los friegasuelos. Roier llegó a comerse la mitad, al igual que Quackity, pero no se la llegaron a terminar como Aroyitt y Ollie.
—Hay una exposición en el museo, una de arte moderno de ese que te gusta, ¿lo sabías? —le pregunté a Ollie mientras comía la tarta. Asintió con la cabeza y no esperó a tragar para responder:
—Sí, Daisy y yo estamos suscritos al noticiario del museo, nos mandan un folleto al Refugio cada mes con las exposiciones o los eventos que vayan a hacer.
—¿Y ya has ido a verla? —preguntó Aroyitt, tapándose la boca antes de hablar.
—No, la verdad es que no.
—Mhm… pues podemos ir juntos —se ofreció—, a mí también me gustaría mucho verla.
—Oh… eh… sí, supongo que podemos ir —afirmó el lobo, incapaz de encontrar una razón para no hacerlo.
Es curioso cuando miras al pasado y descubres cosas en las que antes no te habías parado a pensar. Como, por ejemplo, ¿qué hubiera pasado si yo no hubiera sacado el tema del museo? Entonces Ollie y Aroyitt no se hubieran ido un día al atardecer para no volver. Quizá hubiera sido a mí a quien hubieran raptado junto a la compañera del Alfa en una de nuestras salidas a tomar café. O quizá nuestros enemigos seguirían conspirando en las sombras, aguardando el mejor momento para atacar.
No quiero pensar que esa pregunta estúpida sobre el museo hubiera desencadenado todo lo que estaba por venir, porque sería muy egocéntrico de mi parte. Prefiero pensar que solo fue casualidad y que, de todas formas, la guerra ya estaba llamando a nuestras puertas.
Chapter 76: NOSOTROS: ESTAMOS PERDIDOS
Chapter Text
Recuerdo que ese día a principios de enero no fue especialmente diferente a todos los demás. Nevaba un montón, las calles estaban cubiertas de una capa blanquecina, se estaba demasiado a gusto en la cama y Roier roncaba después del sexo vespertino. Me quedé encima de él, bajo el apestoso edredón un poco más de lo habitual, con su pija ya flácida todavía dentro y las nalgas empapadas de viscoso líquido preseminal. El calor del lobo, su fuerte olor y el Valium que le salía de la pija, me habían dejado completamente K.O; por lo que me levanté media hora más tarde de lo habitual para deslizarme como pude al baño, vaciarme, ducharme e ir a prepararme el café y el vaso de leche caliente en esa horterada de tazas a juego, solo porque a Roier le hacía muchísima ilusión. Salí a fumar afuera con la chaqueta sobre el pecho desnudo y unos pantalones de chándal grueso, pisé la nieve acumulada con unas botas sin atar y me acerqué a la barandilla, soltando una bocanada de humo que era mezcla del tabaco y el propio vaho de mi aliento en contacto con la tarde helada.
Los vi marcharse. A lo lejos, en la calle, saliendo juntos de un Refugio todavía a oscuras para poder ir a la última hora de abertura del museo. Aroyitt llevaba un gorro de lana con pompón blanco y Ollie iba con una de sus gabardinas color negro con una bufanda atada al cuello. Se dirigieron al todoterreno del lobo y subieron juntos para desaparecer al final de la carretera. Aroyitt y yo ya habíamos hablado de aquella salida, ella me había invitado y yo lo había rechazado, diciéndole que al único museo al que había entrado en mi vida era una de ciencias naturales al que había ido en la primaria solo porque nos daban comida gratis al terminar. Evidentemente, no le di mayor importancia al hecho de que se hubieran ido, porque no era más que una salida tonta para mantener a Ollie entretenido ahora que estaba tan solo en esas fechas de amor y felicidad.
Así que volví a la habitación para tirarme un poco más al lado de mi Roier, nos levantamos juntos para recoger el tupper y comer antes de echarnos en el sofá para la siesta. Cuando llegué al garaje, los lobatos y Quackity ya estaban allí. El Beta pecoso me acompañó al almacén y a los recados, contándome su última experiencia con una humana que le había pedido que la abofeteara y le apretara el cuello con las manos hasta casi ahogarla.
—No pienso volver —declaró, negando con la cabeza antes de darle un sorbo a su café bombón—. No entiendo por qué todas las putas locas me tocan a mí.
—Dáselas a Shadoune —respondí—, a él le encantan esas mierdas sadomasoquistas.
—¿Es que ya ningún humano quiere coger normal? —empezó, abriendo las manos con una expresión consternada.
—Pasarse una hora haciendo preliminares hasta que estés tan duro que podrías llenar una piscina infantil, no es «coger normal», Quackity —le aseguré.
—A mí me gusta así —declaró, hinchando su pecho con orgullo y levantando la cabeza—. Te aseguro que, si te tomas el tiempo necesario, después es todo mucho más placentero. Para ambos…
Resoplé y negué con la cabeza, girando el volante en una curva algo cerrada antes del puente que llevaba a las afueras.
—Era solo una puta lobera a la que le iba lo duro, pasa página.
—Odio a los loberos… —murmuró—. La idea de que me usen me asquea muchísimo.
No dije nada, pero Quackity no era tan inocente como se creía, porque a los Machos no les importaba «usar» a cuantos humanos fuera necesario en su constante búsqueda de compañero. Aunque claro, eso no es algo que ellos fueran capaces de comprender, ya que es parte de su instinto y del Cortejo.
Una vez entregados los tuppers a los lobos hambrientos del almacén, me fui con los dos de sobra para Ollie y Sapnap. Me sorprendió no encontrarme al lobo en su sitio de siempre, pero creí que quizá la tarde de museo se hubiera alargado un poco. Así que fui junto a Sapnap y le di el suyo. El SubAlfa sí que estaba donde siempre, fumando con la espalda apoyada en la pared, su chaqueta gruesa y un gorro de lana calado hasta las cejas. No tuvimos una conversación demasiado profunda, solo compartimos un par de insulto, el lobo soltó algunos de sus comentarios prepotentes sobre que «la comida que le daban sus humanos era mucho mejor» y finalmente compartí un cigarrillo y un café con Rubius. Cuando le pregunté por Ollie, se encogió de hombros y dijo:
—¿No se iba hoy a una mierda de museo con Aroyitt?
No fue hasta que recibí una llamada a mitad de la noche que fruncí el ceño y empecé a sospechar que algo malo había pasado. Quackity estaba dormitando en el sofá y solo farfulló algo incomprensible para quejarse del ruido del teléfono antes de que yo lo descolgara.
—¿Ha ocurrido algo, Carola? —le pregunté.
—¿Está Aroyitt contigo? —me preguntó al momento.
—No, se fue al museo con Ollie. ¿No está en el Refugio?
—No. No está y ya es tarde y no responde a mis llamadas —declaró el Alfa. No podía verlo, pero su tono de voz era grave y más rápido del habitual porque se había empezado a poner muy nervioso con la idea de que su compañera hubiera desaparecido.
—Quackity y yo podemos ir a echar un vistazo —respondí.
—No, iré yo —y colgó.
Apreté las comisaras de los labios, dejé el teléfono y chasqueé la lengua antes de levantarme. Fui junto a Quackity y agité la pierna a la altura de la rodilla para despertarlo, por suerte, aquella noche se había dejado los pantalones puestos. El Beta pecoso se desveló y levantó la cabeza de ojos adormilados para mirarme.
—Aroyitt y Ollie no volvieron todavía —le dije—. Carola va ir a investigar, yo iré con él, quédate en el Refugio y avísanos si vuelven antes que nosotros.
Quackity frunció el cejo y se frotó la cara antes de levantarse.
—Claro, avisaré enseguida —prometió, un poco preocupado, pero todavía lo suficiente dormido para no darse cuenta de la posible gravedad de la situación.
Me fui por mi chaqueta polar y mi gorro antes de salir en dirección a la puerta. No me detuve hasta alcanzar a Carola en su Land Rovert gris, abrí la puerta de un tirón y me subí. El Alfa me miró un par de segundos decidiendo si echarme o no de allí, pero en cuanto le pregunté:
—¿Vas a arrancar ya o te vas a quedar así? —apretó los dientes con fuerza y gruñó antes de dar rápidos tirones del volante y sacar el coche a la carretera nevada.
Carola estaba nervioso, preocupado, de una forma que nunca le había visto. Apretó con fuerza el acelerador y condujo mucho más rápido de lo habitual, ahorrándonos unos diez minutos de trayecto hasta el museo de arte moderno cercano al río. Ya estaba cerrado, por supuesto, pero eso no detuvo al Alfa a la hora de acercarse y mirar el interior oscuro como si, quizá, Aroyitt se hubiera quedado allí encerrada sin darse cuenta. Cuando no la encontró, empezó a olfatear el aire como si se tratara de un perro de caza tratando de percibir el olor de su compañera. Yo me quedé a un par de pasos, en la pequeña plazoleta con una fuente que había frente a la puerta. Me metí las manos en los bolsillos y miré la calle solitaria, tan solo iluminada por las farolas y la decoración tardía de navidad que todavía colgaba de ellas. Era una vía secundaria y poco concurrida, allí solo estaba el museo y, tras una barandilla de piedra, el paseo del río a un nivel inferior.
—El coche de Ollie no está —le dije al Alfa.
—Se habrán ido a otro lado —gruñó él, que no había parado de emitir un ronquido grave desde que habían salido del edificio de oficinas.
—O se lo llevaron… —murmuré, comenzando a caminar hacia la carretera para cruzarla y mirar el paseo. De noche era bastante oscuro, apartado y discreto, perfecto para los amantes que querían hacer alguna cosa en público, para los que querían vender droga sin ser vistos o para los que querían cometer algún crimen y salir corriendo.
—No serían tan gilipollas para bajar ahí —me aseguró Carola, ya a mi lado y mirando lo que yo miraba, pero con la mandíbula tensa y una respiración cada vez más acelerada. Si yo ya estaba pensando en lo peor, él debía estar al borde de un ataque de pánico.
Me quedé quieto y no dije nada. Una de las bajadas estaba cerca, y desde ahí, habría que andar poco para llegar al resguardo de uno de los puentes que cruzaban el río.
—Bajaré a revisar —murmuré, moviéndome en dirección a las escaleras de piedra que descendían paralelas al muro.
El Alfa no dudó en seguirme de cerca, mirando a todas partes y con la espalda algo encogida, dispuesto a echarse encima del primero que se acercara a nosotros. Continuaba gruñendo por lo bajo y eso no ayudaba si necesitábamos el factor sorpresa, como si un hombre de dos metros y con la espalda de un armario no fuera suficiente sutil. De todas formas, seguí adelante, girando en dirección al puente, el lugar más cercano, discreto y lógico para cometer un crimen. Cuando más nos acercábamos, peor olía debido a los desagües que daban al río y a los cientos de borrachos que bajaban a mear allí en las noches de borrachera o tan solo porque tenían ganas. Al resguardo del puente, en la oscuridad más intensa, había cartones y telas con la que los vagabundos y drogadictos se habían hecho un refugio del frío y la nieve. Yo había dormido un par de veces en algunos sitios así, y sabía que nadie hacía preguntas y que nadie miraba nada que no debiera ver.
Le pedí a Carola que estuviera atento, aunque el Alfa ya estaba enfrentándose con la mirada a todos los vagabundos resguardados en sus mierdas de tiendas de campaña o alrededor de los bidones donde habían prendido un fuego para darse calor.
—Huele a muchas cosas, no puedo percibir a Aroyitt ni a Ollie —me dijo en voz baja al oído.
Estaba muy pegado a mí, tanto que podía sentirlo a mi espalda como muchas veces sentía a Roier; una proximidad que, de no ser por el momento y la tensión, me hubiera resultado perturbadora y desagradable.
—Seguime y no hagas ruido —ordené en voz baja, girando el rostro un poco hacia él.
No esperé a oír una afirmación, solo comencé a caminar, sumergiéndonos en el pasillo más abierto que recorría lo largo del puente de lado a lado y «respetaba» el paseo del río, desde allí, giré en dirección a los pequeños senderos entre las cabañas, cartones y telas viejas y sucias que formaban los espacios de los diferentes vagabundos. Allí ya se mezclaban demasiados olores, de toda clase, cada uno peor que el anterior; sin embargo, no me importó, solo arrugué la nariz con hasta y seguí mirando a los lados. Había apenas luz, pero yo iluminaba de un lado a otro con la linterna del celular, pasando por encima de los drogadictos, las montañas de chatarra y carritos de la compra, los bultos y las paredes de cartón. Entonces miré algo y me detuve en seco, haciendo que el Alfa se golpeara contra mí.
—Él —señalé.
Carola giró el rostro al instante y gruñó muy alto, saliendo de mi espalda para dar un par de pasos y agarrar al vagabundo encogido bajo su cabaña de una caja de nevera. El hombre gritó y se batió por la sorpresa, abriendo sus grandes ojos hundidos.
—¿De dónde has sacado esta gabardina? —rugió Carola, refiriéndose a la gabardina color camel que llevaba, demasiado grande para él.
—No lo sé, la encontré. No… —no le dio tiempo a decir nada más porque el Alfa le pegó tal puñetazo que debió saltarle un diente, o puede que varios, porque empezó a sangrar mucho por la boca y a llorar.
No hizo falta repetir la pregunta, el vagabundo señaló una dirección con su dedo tembloroso y ambos nos alejamos hacia allí. Nos hundimos hasta el final, donde estaba la pared de piedra llena de pintadas. Esa parte se usaba como una especie de vertedero/baño y no había apenas cabañas allí. Hice un rápido barrido con la luz de la linterna y entonces Carola se movió rápidamente, casi tirando de mí con una violencia que me asustó por un momento, hasta que encontré lo que había visto.
Apunté al cuerpo de Ollie tirado contra la pared, entre las meadas y las grietas de agua que se habían filtrado y llenado la pared de moho. El lobo estaba de lado y casi desnudo porque ya le habían robado todo lo que fuera de valor o sirviera para abrigarse de la noche fría. Nos agachamos y Carola le dio la vuelta, comprobando que no había ninguna herida mortal sobre su piel pálida y musculosa.
—Ollie, Ollie —le llamó, dándole un par de golpes en la mejilla—. Ollie, despierta.
Me incliné para colocar la oreja en su pecho. Oí un latido débil y pausado junto a una respiración apenas perceptible. Me levanté y moví una mano al párpado para subírselo, descubriendo uno ojo de pupila muy dilatada donde apenas había un fino aro de color amarillento.
—Está drogado —le dije al Alfa.
No tuve que buscar mucho para encontrar en su cuello un pinchazo reciente en el que todavía se veía una mancha rojiza de sangre coagulada. Carola apretó mucho los dientes, mostrando sus grandes colmillos y respirando entre ellos, de tal forma que saltaban gotas de saliva. Gruñó muy fuerte y muy alto con cada respiración, siendo la mismísima imagen de la ira salvaje de un lobo muy enfadado. Sus peores sospechas se habían hecho realidad: algo malo había pasado y Aroyitt no estaba allí. Sin embargo, chasqueé los dedos delante de sus ojos para llamar su atención, cuando la tuve, le dije con voz serena y tono calmado:
—Hay que llevar a Ollie a que lo vea un médico, su latido es muy débil.
El Alfa tardó un par de segundos, pero terminó asintiendo.
—Llama a la Manada, que te vengan a ayudar. Yo me quedaré a preguntar si alguien ha visto algo… —me dijo con un tono de voz que helaba la sangre.
Se levantó del suelo y se giró hacia las cabañas de los vagabundos. Para cuando amaneciera, no habría ninguno al que un Carola terriblemente enfadado no le hubiera roto algún hueso para saber si le estaban mintiendo.
«Masacre nocturna bajo el Puente Fitzgerald», dirían los periódicos, dando una noticia sensacionalista sobre un lobo maníaco que había maltratado a un montón de inocentes solo por placer. Lo digo porque quizá lo hagan leído en su momento, llegó incluso a salir en el telediario nacional. Saber que se debió solo a que había una compañera en peligro y a que, como saben, los Machos no bromean con ese tema.
Por mi parte, hice una rápida llamada a Quackity, dándole la dirección y un breve resumen de lo que pasaba. Dijo que llegaría en un par de minutos y eso hizo, apareciendo junto con Roier y Axozer entre los gritos y ruegos de los vagabundos a los que Carola les seguía «preguntando». Mi lobo se acercó corriendo y se puso muy pegado, rodeándome el cuerpo y gruñendo como si hubiera posibles enemigos cerca. Quackity y Axozer solo estaban muy serios y cargaron el cuerpo de Ollie entre los dos de vuelta a la carretera. Lo metieron en el Toyota del Beta pecoso y arrancaron sin esperar a que Roier y yo nos metiéramos en el Jeep.
—¿Secuestraron a Aroyitt? —me preguntó Roier cuando estuvimos a solas.
—Seguramente. Drogaron a Ollie y lo dejaron tirado en un sitio donde no pudieran encontrarlo. Su coche no está y Aroyitt tampoco —resumí, ya con un cigarrillo en los labios y la ventanilla bajada.
Roier empezó a gruñir y apretó el volante con fuerza.
—¿Cómo se atreven a secuestrar a compañera de Alfa? Eso es la guerra…
Eché una buena bocada de humo al viento frío del exterior.
—A ver que dice Ollie cuando se despierte —murmuré.
Roier asintió y apretó el acelerador, dando un brusco giro en dirección a la carretera. Cuando llegamos al Refugio, había un extraño silencio florando en el aire, entre el calor y el fuerte Olor de la Manada. Habían llevado a Ollie a uno de los salones interiores, donde ya estaban reunido un buen grupo de los Machos que no trabajaban aquella noche, o que ya habían vuelto. Amber la enfermera estaba también allí, sentada sobre la alfombra frente a Ollie, tumbado en el sofá. Le medía el pulso y las constantes con mano profesional, sin parecer incomodada por las docenas de ojos lobunos que la observaban atentamente. Tras diez minutos al fin se levantó y se acercó a Roier, ya que era el lobo de mayor rango en la sala.
—Se recuperará en doce o dieciocho horas, solo le han inyectado un fuerte sedante. Lo suficiente para tumbar a un Macho de su tamaño en apenas segundos —le explicó con una expresión seria—. Vendré a hacerle un par de revisiones, pero no hay que moverlo de esta posición o podría tragarse su propia lengua o ahogarse con su saliva. Su cuerpo está totalmente paralizado y no podrá moverlo. Cuando empiece a despertar hay que darle mucha agua y dejarle espacio. Estará muy atontado y confuso al principio.
Roier asintió lentamente y le dio las gracias. Amber se despidió inclinando la cabeza ante el SubAlfa y después ante mí a su lado antes de rodearnos e irse con su maletín de primeros auxilios bajo el brazo. La situación era complicada, muy complicada. Los Machos se encontraban cada vez más nerviosos e impacientes, Carola no estaba allí para serenarlos y Roier parecía incapaz de aclarar la mente y sobreponerse al momento. Así que di un par de palmadas y dije bien alto:
—Ya escucharon, Ollie necesita espacio. Vamos, todos afuera.
Los lobos me miraron, después a Roier a mi lado con expresión muymuy seria, y, finalmente, terminaron agachando la cabeza para dirigirse a la salida. Todos excepto Shadoune y Quackity, los Betas. Una vez los cuatro solos, cerré la puertas dobles del salón y me llevé a Roier a uno de los sofás.
—Roier no quiere que le pase nada malo a Aroyitt —gruñó en voz baja.
Shadoune estaba todavía de pie, de brazos cruzados y mirando a Ollie dormido. Quackity se había sentado en uno de los sillones y se había inclinado hacia delante para apoyar los codos sobre las rodillas y rodearse la cabeza entre las manos. Había muchas cosas en las que pensar y muchos momentos difíciles en el horizonte, pero, por el momento, teníamos aquel oasis de calma. Le acaricié la espalda lentamente a Roier y les dije:
—Nadie quiere que le pase nada a Aroyitt, pero todavía no sabemos ni quién los ataco. —Tras un breve silencio, me incliné un poco hacia mi lobo y le agarré del brazo con más fuerza—. Escucha, Roier. Carola estará muy enfadado y muy nervioso por la pérdida de su compañera, querrá hacer alguna locura, tenemos que controlarlo y calmarlo para que no mande a la Manada de cabeza a una guerra sin sentido. Si él no puede, vos tendrás que hacerte cargo de todo. ¿Me entendes?
El lobo giró el rostro de ceño fruncido y me miró con sus ojos cafés de bordes ambar, bordeados por aquellas densas pestañas negras.
—Eso es traición… —murmuró.
—No, eso es tomar el mando cuando el Alfa no es racional —respondí.
—Si han secuestrado a Aroyitt, quieren la guerra —dijo Shadoune junto con un gruñido grave—. ¡Iremos a donde quiera que esas putas ratas se escondan y les mataremos!
—No —negué con un tono duro, sin importarme la mirada furiosa y asesina que el Tercer Beta me dedicaba, debida tan solo a la tensión del momento—. Secuestraron a Aroyitt, así que lo primero es rescatarla, después la venganza. Si los atacamos antes de que ella esté a salvo, podrían usarla contra nosotros.
—Les atacaremos y la salvaremos al mismo tiempo —insistió él.
—Sí, y quizá cuando encuentres a Aroyitt, le hayan metido un tiro en la cabeza…
Mis palabras enfurecieron más a Shadoune, que incluso llegó a dar un paso en mi dirección con los puños apretados y mostrándome los dientes. Roier se levantó de un salto y gruñó más alto que él para recordarle al Beta quién mandaba allí y al compañero de quién estaba amenazando. Eso detuvo a Shadoune, pero no le calmó en absoluto, girándose para dirigirse a la chimenea mientras farfullaba algo por lo bajo.
—Spreen tiene razón —me apoyó Quackity, levantando la cabeza después de habérsela frotado—. Precipitarnos sería un error. No sabemos qué Manada lo habrá hecho, y no podemos comenzar una guerra con las cuatro a la vez, sería una completa locura.
—Nuestra Manada es grande y fuerte, puede contra todas —le aseguró Roier.
—Roier, una guerra así sería muy peligrosa… —trató de hacerle razonar el Beta pecoso, cuidando el tono, pero con expresión seria—. Perderíamos Territorio y seguramente a muchos de nuestros Machos. Aunque ganáramos, la Manada quedaría muy debilitada.
Roier se dejó caer en el sofá a mi lado, haciéndolo retumbar un poco bajo su peso. Gruñía por lo bajo, incómodo y frustrado por la situación, como todos los demás. Entonces la puerta del salón se abrió y todos giramos la cabeza al unísono para mirar a un Sapnap con expresión muy seria. Por su rango de SubAlfa, también le había llamado; bueno, no a él porque no tenía su celular, sino a Rubius para que lo mandara al Refugio. El lobo miró a Ollie desmayado y después al resto antes de, como no, gruñir y cerrar la puerta a sus espaldas.
—Hay que atacar de vuelta —declaró, muy convencido de sus palabras.
—¡Tú cierra la puta boca! —le gritó Shadoune al momento—. ¡Por tu culpa hemos parecido débiles y nos han atacado!
Sapnap se puso enseguida a la defensiva y Shadoune no se contuvo esta vez, ya que no tenía respeto alguno por el Lobato. De no ser por Roier, hubieran empezado a pegarse allí mismo de una forma salvaje.
—Shadoune, ¿por qué no te tomas un té y te relajas? —le pregunté con mi encantador tono conciliador.
—¿Y tú por qué no te vas a la mierda?
Roier empujó al Beta, con la suficiente fuerza para desestabilizarle y hacerle caer al suelo de culo. Era la última advertencia, si Shadoune volvía a insultarme o amenazarme, le daría una paliza de la que se acordaría toda la vida.
—Esto es lo que quieren, Shadoune —dijo Quackity, todavía en su sillón—. Que nos enfademos, que perdamos la cordura y que cometamos un paso en falso. Entonces volverán a atacarnos. Han dejado a Ollie con vida para reírse de nosotros… para darnos a entender que ya no somos lo suficiente fuertes ni para defender a nuestros compañeros.
—Nos atacaron a traición —respondió Sapnap, que no se había movido ni un paso de la puerta.
—¿Y qué querías, que nos mandaran un aviso?
—Ya estábamos avisados —aseguró Shadoune—. ¡Llevan meses metiéndose en nuestro Territorio y cogiéndose a nuestros humanos sin consecuencia ninguna!
Chasqueé la lengua y me saqué un cigarro del bolsillo de la chaqueta polar. Nuestros problemas con la policía y la inactividad del puerto, habían dado a entender a las otras Manadas que el Luna Llena era ahora débil.
—Quizá hayan oído hablar sobre la redada del Refugio y eso les haya animado a atacar —asintió Quackity.
Sapnap puso cara de asco y se sacó un cigarro al verme encender el mío, usando su nuevo zippo negro que le había regalado. Sabía que Shadoune tenía razón y que todo lo que había propiciado aquel ataque había sido su estúpida actuación en el puerto. Sin ella, los canadienses no se hubiera enfadado y no hubieran filtrado información a la policía para que nos jodieran con su investigación, haciéndonos abandonar el puerto y retraernos en nuestro territorio. Solté el humo del cigarro y negué con la cabeza, pero, antes de que pudiera hablar, alguien abrió la puerta de un golpe seco, casi llegando a golpear a un Sapnap cercano. Carola entró con cara de muy mal genio, respirando con fuerza y la mejilla y la ropa manchadas de gotas de sangre. Se hizo un profundo silencio y todos esperamos a que nos mirara uno a uno y dijera:
—A mi despacho. Ahora.
Como si hubiera sido la orden de un dios, todos los lobos se movieron en dirección a la puerta para acompañar al Alfa hacia el edificio de oficinas. Yo cerré la marcha, fumando con una mano en el bolsillo y dándole vueltas a la situación. Cuando alcanzamos el pasillo del tercer piso, tiré mi cigarrillo al suelo y lo pisé antes de cerrar la puerta del despacho a mis espaldas. Los cinco Machos se habían quedado de pie, así que pude sentarme tranquilamente en una de las sillas frente al escritorio. El Alfa esperó con los puños apoyados en la mesa y una expresión seria hasta que todos estuvimos reunidos, entonces dijo:
—Han sido Machos de otra Manada. Algunos vagabundos les vieron cargar a Ollie hasta allí, pero no vieron a Aroyitt.
La noticia no fue inesperada ni sorprendente, pero dejó un intenso malestar en todos. Aún habíamos guardado la pequeña esperanza de que hubiera sido alguna banda criminal de humanos lo suficiente idiotas como para atacarnos, y no una completa y absoluta declaración de guerra. Carola se dio la vuelta y sacó un mapa enrollado de las estanterías blancas a sus espaldas, lo extendió encima de la mesa y todos nos inclinamos a verlo. Allí estaba toda la ciudad, con sus lagos, sus ríos y el estrecho que entraba desde el mar del norte. No llegaba a la frontera con Canadá, pero sí hasta las poblaciones circundantes en las penínsulas e islas del oeste. En el mapa había una línea negra más gruesa que marcaba el enorme territorio de nuestra Manada, casi alrededor de toda la ciudad, dejando solo la periferia más remota y las montañas al este para otros tres círculos menores.
—La Manada más grande después de la nuestra es la del Club Medianoche, en Tacoma —dijo, señalando el sur, donde un círculo azul rodeaba una ciudad portuaria pegada a la nuestra. Estaban juntas y no había diferencia entre donde empezaba una y terminaba la otra, pero solo por lo mucho que el área metropolitana de nuestra ciudad se extendía, tragando a todas las demás—. También está la del Club Colmillo, en Bremerton — continuó, señalando el círculo rojo al otro lado del estrecho—. La Manada del Club Aullido, al este —el Alfa movió su enorme dedo hacia un círculo mucho más ovalado y con, aparentemente, bastante territorio, pero eso no importaba cuando todo lo que tenías eran un par de autopistas principales y kilómetros de bosque y montaña. Allí no había dinero, en la ciudad, sí—. Y la Manada del Club Lomo Gris —terminó, señalando el más pequeño de los círculos al norte en color verde
—. Los Medianoche son los que más se han beneficiado de nuestra pérdida de influencia en el puerto, pudiendo traer grandes cantidades de caramelos y armas desde el sur para venderlas en el linde de nuestro Territorio y en su puerto de mierda. Nos han quitado a varios clientes y se han extendido casi por todo Federal Wey. Les atacaremos esta misma noche…
El Alfa dejó que sus palabras calaran bien en nosotros, posándose como pesadas motas de polvo en nuestros hombros. La guerra ya estaba aquí y, al igual que los lobos, venía con un hambre feroz.
—¿Estás seguro de que fueron ellos? —le pregunté.
Carola me miró fijamente con sus ojos grises. Era un momento peligroso para tratar con el Alfa, su compañera había sido secuestrada y su mente solo podía pensar en los horrores que, quizá, planearan hacerle. Era un lobo muy enfadado y que tenía el poder para mandar a toda la Manada de cabeza a la muerte con solo una orden; por eso, relajé mi tono un poco, solo un poco más de lo acostumbrado, para repetir:
—¿Estás seguro de que fueron ellos o vas a atacarlos sin más? Porque si no fueron ellos tendremos dos guerras en marcha, una contra los secuestradores y otra contra la Manada a la que atacamos por ningún motivo…
—Son la Manada más poderosa después de nosotros, Spreen… — murmuró el Alfa, controlando apenas el tono de ira de su voz.
—Eso no quiere decir que hayan sido ellos —insistí.
Carola apretó tanto los dientes que tuvo que dolerle. Hizo un enorme esfuerzo para contenerse, cerró los ojos y ladeó la cabeza antes de volver a mirarme.
—Tu presencia en el despacho no es algo necesario, solo una cortes invitación. Es mejor que te vayas al Refugio y cuides de Ollie hasta que despierte…
—Ahm… —murmuré, asintiendo lentamente antes de recostarme en el asiento. Comprendía la situación, pero eso no quería decir que no me hubiera ofendido al decirme aquello—. Entonces me quedaré callado mientras tu ira te ciega y mandas a todos los Machos a luchar —acepté—. Cuidaré de Ollie y haré sitio para cuando lleguen los demás heridos, o muertos… —me encogí de hombros—, porque ya no te importa la Manada, solo recuperar a Aroyitt a cualquier costo…
Carola se inclinó sobre la mesa como un animal salvaje, me agarró con tanta fuerza de la chaqueta que llegó a hacerme daño antes de pegarme contra su rostro y apretar su frente contra la mía mientras no paraba de rugir y mostrarme sus dientes de grandes colmillos. Roier se había acercado, muy nervioso, gruñendo y agitado, sin saber qué hacer. Él era Carola y yo su compañero, quería defenderme, pero no quería tener que enfrentarse a su Alfa. Los demás Machos solo se quedaron mirando, petrificados y nerviosos, con la respiración acelerada y la tensión compartida entre ellos.
Sin embargo, yo miraba en primer plano los ojos grises de Carola, que me había levantado de la silla como si yo fuera apenas un trapo.
—Todos estamos preocupados, Carola, pero vos sos el Alfa —le dije con tono lento, para que las palabras pudieran atravesar esa densa neblina que le cubría la mente—. ¿Qué le dirías a Roier si hubiera sido a mí al que hubieran secuestrado? Le hubieras dicho: primero nos aseguraremos de saber quién lo hizo y después iremos a buscar a Spreen…
Carola tardó unos segundos y después me tiró contra la silla, dejándome sin aire y haciendo retroceder el asiento con un chirrido desagradable. Se bajó de encima de la mesa y, con un par de buenas respiraciones, se sentó en su enorme sillón. Sus labios temblaban y sus ojos estaban muy abiertos mirando el mapa, como si estuviera a punto de prenderle fuego a la ciudad entera.
—Quiero a Aroyitt de vuelta… —murmuró con un tono grave y peligroso.
Roier se acercó a mi espalda y se quedó pegado, con sus manos en mis hombros y muy atento a si Carola intentaba volver a hacerme daño.
—Ollie se despertará en doce horas —le recordé al Alfa, todavía con poco aire tras el golpe—, él tuvo que haber olido a los Machos, sabrá de que Manada son.
—No. Quiero a Aroyitt de vuelta, ahora… —insistió.
—Mandar a investigar en territorio enemigo solo les alertará de que algo va mal, eso, si todavía no lo saben.
El Alfa golpeó la mesa con el puño, con tanta fuerza que crujió, creando una abolladura en la madera blanca.
—Como vuelvas a decir una sola palabra, te expulso de la Manada… — declaró, clavándome su mirada por el borde superior de los ojos.
Me pasé la lengua lentamente por los dientes y, por no decir nada, terminé levantándome de mi asiento para darme la vuelta hacia la puerta, dejando atrás al Alfa enloquecido y los cuatro lobos que no se atrevían a contradecirlo. Me saqué un cigarrillo y lo encendí en lo alto de las escaleras, echando el humo al frente antes de descender. No había llegado abajo cuando oí unos pesados pasos subiendo. Ben, el segundo Beta, pasó por mi lado sin siquiera mirarme, corriendo a reunirse con los demás en el despacho. Seguí avanzando con una expresión seria hasta llegar al exterior nevado, donde me detuve a fumar mi cigarro.
Verán, yo entendía perfectamente a Carola, su frustración, su impulso suicida y toda aquella rabia; porque yo ya estaría quemando toda la puta ciudad de arriba abajo si hubieran capturado a Roier. Pero yo no era el Alfa de la Manada, solo un compañero con un muy mal humor, un encendedor y acceso a gasolina. Así que, si las cosas fueran mal, no habría más víctimas que yo mismo. Sin embargo, el Alfa podía mandar a toda la Manada a la ruina si decidía perder el control; y eso no era algo que yo fuera a permitir.
Cuando me fumaba mi segundo cigarrillo, Quackity salió por la puerta y se acercó a mí con una expresión muy seria y preocupada.
—Es la guerra, Spreen —murmuró—. Ben convenció a Carola de que lo más sensato sería esperar a que Ollie despertara, como tú dijiste, pero es mejor que empieces a llevar la navaja encima. Las cosas se van a poner muy sangrientas por aquí…
Asentí con la cabeza y seguí mirando la calle nevada.
Ya había participado en algunas guerras callejeras y de bandas y no había tenido miedo, pero en aquel momento sentí un escalofrío. Por entonces yo estaba solo, pero ahora era diferente: tenía a Roier. Y les puedo asegurar que no iba a permitirle ir en una misión suicida a rescatar a Aroyitt. Lo sentía por ella, pero si Carola no entraba en razón, estaba dispuesto a drogar a mi lobo tanto como a Ollie y a encerrarlo en casa hasta que todo aquella locura terminara.
Roier era lo primero para mí y lo único que me importaba en aquel momento.
Chapter 77: NOSOTROS: EN GUERRA
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Los lobos son una raza combativa y agresiva, sin embargo, tienen mucho cuidado con los enfrentamientos directos entre ellos. Era muy peligroso y se podían perder muchas cosas si tomabas la decisión errónea, así que se lo pensaban dos veces, todavía más si se trataba de enfrentarse a una Manada tan grande y poderosa como la del Luna Llena, con tantos Machos, dinero e influencia. Pero lo que les mantenía alejados de nuestro Territorio, era también lo que les hacía estar muy atentos a cualquier pequeña incidencia o error que cometiéramos. Poseíamos demasiadas riquezas, demasiados puntos de control importantes en la ciudad, demasiados humanos: así que en cuanto descubrieron una pequeña grieta, no dudaron en atacarnos, creyendo que la victoria estaría casi asegurada. Los lobos son así, está en su instinto: si podían aprovecharse de algo, lo hacían, como cuando abusaron de que les regalara comida o de que les dejara venir a dormir, rascarse los huevos y mirar partidos en la conserjería. Los Machos no pedían permiso, solo tomaban las cosas, y, cuanto más conseguían, mejor. Seguramente Carola también hubiera atacado si hubiera visto la oportunidad de hacer más grande su basto imperio, porque nada era nunca suficiente para saciar su hambre voraz.
El problema es que una guerra entre Manadas no es ningún juego sutil y sin importancia. En las guerras entre lobos, muere gente y no hay límites. No había nada demasiado sangriento o cruel que no se pudiera hacer, no había una línea que marcara «lo aceptable» de lo «salvaje», no había espacios neutrales ni ningún lugar seguro. No había nadie que no pudieras matar o usar, ya fueran Ancianos, Lobatos, compañeros o Crías. No habría tregua de paz ni posibilidad de un acuerdo diplomático. Solo había un único fin: derrotar a los enemigos y tomar su Territorio y poder. El ganador, se lo llevaba todo y el perdedor huía a moría en el intento…
Nosotros éramos conscientes de ese «todo o nada», así que tomamos las medidas necesarias para intentar ser el «todo».
Nadie durmió aquella mañana y, cuando salió el sol por el horizonte, seguían llegando lobos al Refugio juntos con sus compañeros y sus Crías. Las Guaridas ya no eran un lugar seguro, podían atacarlos allí y estar indefensos, así que Carola había hecho un llamamiento general para reunir a toda la Manada en un punto protegido y muy bien vigilado. Como en el hotel no había espacio suficiente, había reconvertido algunas de las oficinas del edificio contiguo en habitaciones compartidas. Por suerte, Roier y yo teníamos nuestra Guarida tan cerca de allí que pudimos quedarnos y no tener que compartir espacio y baño con otra veintena de lobos, sus compañeros y sus Crías. Sinceramente, solo por eso, la compra del ático ya estaba suponiendo todo un acierto. Veía al resto de compañeros desde lo alto del balcón mientras fumaba, correteando de un lugar a otro cargando mantas y todo lo necesario para adecentar el sucio suelo de moqueta de las oficinas; y solo podía pensar que yo seguía teniendo una cama enorme donde dormir tranquilo y coger a gusto, además de una ducha para mí solo.
Junto a ellos, había una docena de lobos patrullando la calle de arriba abajo al mando de Roier, encargado de la seguridad principal y responsable de todos los grupos en cada esquina de un perímetro de un kilómetro a la redonda, constantemente comunicados y haciendo rondas de veinticuatro horas. También había Machos en los puntos importantes como el puerto, al mando de Quackity; los almacenes principales, al mando de Rubius; el distrito comercial, al mando de Shadoune; o las diferentes fronteras, al mando de Finn, Cody, Max y Ben. Eso quería decir que el resto del Territorio estaba completamente desprotegido, pero el Alfa había tomado la decisión de no dividir demasiado a sus tropas y fortificar aquellos puntos, declarando una especie de Estado de Alarma y paralizando todo trabajo que no tuviera que ver con la protección de los espacios más importantes de la Manada. Por desgracia, a mí me había tocado una de las peores partes.
—No nos quedan mantas —me dijo Stephen, como si fuera lo peor que nos pudiera haber pasado en aquel momento.
Seguí fumando bajo el portón del Refugio, con mi expresión indiferente y mi gorro calado hasta casi los ojos porque hacía un frío de mierda.
—¿Y qué queres, que me las saque del culo? —le pregunté.
A falta de Aroyitt para organizar todo aquello, la tarea quedaba en manos del compañero de mayor rango después de ella. ¿Y quién le chupaba la pija al Primer SubAlfa? Yo, por desgracia.
—No… claro que no —negó Stephen quien, al parecer, además de tímido también era incapaz de tomar una jodida decisión por sí mismo y necesitaba mi continua supervisión y aprobación, algo que me estaba poniendo de los putos nervios—, pero el edificio es muy viejo y, sin calefacción, hará bastante frío por las noches.
—Pues compraremos estufas eléctricas —dije tras otra calada—, yo conseguí la mía por veinte dólares en una tienda de segunda mano. Estan en oferta.
—Ah… —el hombre siempre se quedaba mirándome como un subnormal tras sus gafas rectangulares cuando le sorprendía lo que le decía. No era nada sorprendente que a Ben, el Segundo Beta, yo le cayera tan mal porque debían gustarle los humanos estúpidos y sin carácter alguno—. Pero… no podemos salir del perímetro a comprarlas.
—Yo me encargaré —respondí—, vos seguí… haciendo algo. Lo que sea, pero lejos de mí.
Stephen asintió junto con una mueca de ceño fruncido y tristeza antes de girarse hacia la calle nevada, desapareciendo al fin de mi vista. Él se debía creer que quizá lo trataba mal por ser un hombre transexual, pero eso no tenía nada que ver. Lo trataba mal porque era de esa clase de personas lentas y sin chispa que más aborrecía. Eché aire por entre los labios, resoplando, cerré un momento los ojos y me di la vuelta para entrar en el Refugio. El lugar seguía siendo tan cálido, apestoso y confortable como siempre, pero ahora había una actividad frenética por allí con tanto compañero moviendo y llevándose cosas. Estaban almacenando y haciendo comida como si se tratara de una jodida guerra nuclear y fuéramos a quedarnos encerrados durante años en un búnker. Algunos me preguntaban cosas rápidas de camino, a lo que yo siempre respondía:
—Haz lo que quieras.
Aroyitt los tenía muy mal acostumbrados, pero a mí no me iban a marear con sus boludeces. Yo ni siquiera debería estar haciendo aquello, pero cuando le había dicho a Carola que delegara ese trabajo en otro, solo recibí un cortante:
—Harás lo que debes hacer, como todos en la Manada, ¡o recoges tus putas cosas y te largas de aquí! —y dio otro golpe en la mesa tan fuerte que estuvo a punto de volver a romperla.
Así que me mordí mucho la lengua y cerré la puerta de su despacho con un golpe seco que retumbó por todo el edificio. Ya habían pasado quince horas y no había vuelto ni a acercarme a las oficinas. No es que no me tomara lo de la guerra en serio, era solo que yo sabía que podría aprovechar mucho mejor mi tiempo y mis habilidades si no tenía que preocuparme de cuántas toallas quedaban o de si habría suficientes latas de conserva.
Subí las escaleras y giré en dirección a la izquierda, sumergiéndome en un pasillo que parecía sacado de la película de «El Resplandor»: paredes blancas, luces tenues, horribles alfombras y pintadas en las paredes que decían: «Territorio Lobato». Allí no habían invertido tanto dinero para reformas, porque a aquel sitio no iba nadie más que los adolescentes pajeros, que destrozaban cualquier mueble, lámpara o cuadro a su alcance con pintadas o juegos estúpidos. Pasé por encima del sofá que había en medio y que, según me había contado Quackity, habían usado para tirarse por las escaleras como una panda de mongoles, y abrí la puerta del final del pasillo con un tirón fuerte.
—Saquen sus pijas de los juguetes y vengan conmigo —les ordené con tono serio.
La habitación olía a pura mierda, todo estaba patas arriba y daba completo asco. Había varias literas de dos pisos como en un albergue, las paredes estaban pintarrajeadas y repletas de pósters de hombres y mujeres desnudos. Había ropa tirada por todas partes, entre otras muchas cosas como revistas, cigarrillos, latas de cerveza y refrescos, ceniceros repletos hasta el borde y platos amontonados con restos de comida. Y eso que aquella era la habitación de los mayores…
—No puedes estar aquí —dijo Missa, bajando de una de las literas donde había estado leyendo una revista de motos y bebiendo cerveza hasta que yo había aparecido—. Este es Territorio Lobato.
—Dije que vengan… —repetí—. Los cuatro —añadí, moviendo la mirada hacia Ron, que fumaba sobre un puff destrozado en la esquina mientras escuchaba música muy alta por unos cascos que se había tomado la molestia de bajarse; Jack, al que había interrumpido en mitad de una cogida nada discreta a su enorme culo de goma bajo las mantas; y Milo, que había estado durmiendo como un cerdo sobre una pila de ropa y había levantado la cabeza solo para mirarme con una expresión de idiota adormilado antes de resoplar y volver a dejarla caer.
—¿Qué nos darás a cambio, Spreen? —quiso saber Missa, con las piernas colgando de lo alto de la cama y la espalda inclinada hacia delante.
—¿No querías ayudar a la Manada en la guerra? —pregunté—. Pues eso.
—Ayudar en el frente, en la lucha, no siendo tus putos criados —dijo Ron, golpeando su cigarrillo para dejar caer la ceniza sobre un plato con sobras de pizza.
—Ah… ¿quieres ser un héroe, Ron? Pues podes ser el héroe que limpie toda la vajilla de la Manada durante este mes cuando te encadene al puto fregadero —asentí con una sonrisa bastante macabra en los labios.
Ron me miró por el borde superior de sus ojos atigrados, pero ya me conocían, sabían que yo no bromeaba y que sería capaz de hacerlo.
—¿Y si somos buenos con Spreen? —me preguntó Milo.
Era el más joven de los cuatro, quizá de unos dieciséis, pero con sus ojos almendrados del color del caramelo, su cara cada vez más cuadrada y masculina y su pelo castaño claro cortado al estilo mohicano con una pequeña coleta al final, apuntaba muchas maneras para convertirse en el próximo rompecorazones de la Manada, el nuevo Rubius de su generación.
—Entonces Spreen será bueno con ustedes —respondí.
—¡Ah, mierda! —no interrumpió Jack, dejando al fin de agitar sin parar la cadera bajo las mantas y de jadear mientras mordía la almohada—. Uff… —resopló, sacando la cabeza de debajo de la manta para mirarme. Estaba rojo, jadeante y tan sudado que su pelo rubio y rizado se había pegado a su frente—. Cuando has entrado ha sido como si el novio del humano nos hubiera atrapado mientras me lo cogía y me ha puesto tan cachondo que he llegado a la sexta corrida —anunció, antes de tragar saliva y sonreír con orgullo.
Aquel era uno de los futuros Machos de la Manada. ¿A que daba miedo pensarlo?
—Los espero en el coche y si no estan ahí en dos minutos, me iré —dije antes de cerrar la puerta.
—¡Dame cinco, tengo la verga encajada en el…! —pero ya no oí el resto de lo que Jack tuviera que decirme sobre su inflamación.
Bajé al piso inferior, giré en dirección al fondo de las escaleras y tomé el pasillo que llevaba directo a las cocinas del hotel; un espacio enorme repleto de mesas alargadas, tres neveras tamaño industrial, dos hornos, cinco fregaderos y un sinfín de armarios y alacenas. Por no hablar del cuarto de la despensa que era casi tan grande como mi antiguo apartamento. Me crucé con más compañeros que estaban allí, preparando comida y ordenando algunas cosas, los ignoré, a ellos y a sus putas preguntas, y fui directo al pequeño armario en la pared donde se guardaban las llaves de los todoterrenos del garaje. Una vez allí, me subí al Land Rover y bajé la ventanilla para fumarme un cigarro mientras esperaba esos cinco minutos. Al cuarto ya había perdido la esperanza, pero, para mi sorpresa, los Lobatos salieron de la puerta, vestidos como pandilleros de ropa desproporcionada y pantalones bajados. Tiré la colilla al suelo y encendí el motor antes de que se subieran. Missa lo hizo en el asiento del copiloto porque era el «Alfa», así que Ron, Milo y Jack compartieron espacio atrás.
—Quiero las llaves de la moto para mí y comida, tabaco y más porno para ellos —declaró Missa, recostándose sobre el asiento antes de levantar una pierna y dejarla en el salpicadero. No se trataba de estar cómodo, se trataba de parecer lo más estupido y subnormal posible.
—No podes llevarte la moto porque Carola prohibió que abandonen el Refugio —les recordé, girando el volante hacia la salida—, sin supervisión —añadí, antes de que el lobato me la jugara con mis propias palabras—, pero, si se portan bien y me hacen caso, les compraré comida y cigarrillos. Y no sé para que carajo quieren que les compre películas porno o revistas si tienen internet.
Ron se inclinó hacia delante y agarró mi asiento entre las manos para decirme más de cerca.
—Soy un purista, Spreen, me gusta el porno retro con mucho sudor, mucho pelo y muchos mostachos en la cara…
—Ron, estoy seguro de que tu compañero va a ser un humano muy, muy especial —murmuré, echándole una mirada rápida por el retrovisor—, porque estás jodido de la cabeza.
Jack se rio en voz baja y como un subnormal que apenas abría la boca, Milo empujó el hombro de Ron con una sonrisa mientras Missa se sacaba un cigarro del bolsillo, pidiéndome el zippo para encenderlo, porque eso le hacía especial y «más mayor».
—¿Qué mierda les pasa? —les preguntó Ron con un tono ofendido y altivo, mirando a los otros tres—. Yo tengo mucho pelo y me gustan con mucho pelo. ¿Algún puto problema? Tú acabas de correrte pensando que te atrapaba el novio —le recordó a Jack—, eso sí es jodido.
—Oh, sí… —el lobato sonrió más y se relamió al recordarlo, sin ningún tipo de pudor—, me pedía más y más porque su novio no se lo hacia como un verdadero Macho… —era increíble, pero juraría que se estaba volviendo a poner duro aunque se hubiera corrido seis veces hacía apenas diez minutos.
—Y después él muy idiota tendría que dormir en una cama que apesta a ti… —añadió Milo con aprobación, sentado en el medio y recostado con las manos detrás de la cabeza.
—Ah… —Missa echó una calada en mitad del coche sin molestarse en abrir la ventana—. Sí, eso suena genial…
—¿Y después se unía el marido o cómo va eso? —pregunté.
—¿Qué? —Jack frunció el ceño y negó con la cabeza como si hubiera dicho alguna idiotez.
Sonreí. Era gracioso que ni siquiera los Lobatos tuvieran fantasías sexuales que incluyera a más de un humano.
Es algo que no les dije todavía, pero que quizá habrán deducido: los lobos no hacen tríos, ni gang bangs ni nada que incluyera a más de dos personas, el Macho y el humano. No era la primera vez que había visto intentarlo a parejas liberales o a amigos a los que no les importaba compartir una enorme pija entre los dos, pero no importaba lo atractivos y sexys que fueran, la respuesta siempre era la misma; un rotundo NO. Es sorprendente pensar que unos hombres tan hiper sexuales como ellos no quisieran aceptar algo que, en teoría, cualquier hombre humano heterosexual aceptaría, como, por ejemplo, hacerlo con gemelas; pero, si lo piensan, los lobos solo iban a tener un compañero. Así que no necesitaban cogerse a más de uno a la vez.
—El marido puede quedarse mirando, si quiere —dijo Milo—, pero que no se acerque demasiado…
Los Lobatos gruñeron con aprobación. Por supuesto, otro tema era que uno de la pareja solo quisiera mirar como una bestia enorme y apestosa se cogía a su mujer o marido, eso ya era algo que algunos Machos aceptaban y otros no. Seguí conduciendo mientras los Lobatos estaban inmersos en su debate sexual. No tenía interés alguno en oírlos hablar de aquello, pero al menos no daban problemas y estaban distraídos. Al llegar al límite del perímetro de seguridad, pasamos por delante de un grupo de Machos y les saludé con la mano antes de tener que bajar la ventanilla y explicarles a dónde íbamos y por qué. Vick, uno de los lobos mayores con canas y ojos de un naranja suave, me dijo que nos acompañaría, pero yo me negué.
—Llevo a cuatro Lobatos conmigo y tengo una navaja en el bolsillo, si algo pasara, podría defenderme y dejarlos atrás para que los mataran a ellos — respondí—. No sería una gran pérdida para la Manada…
Los adolescentes se quejaron, por supuesto, pero a los lobos les hizo gracia y Vick solo me dio una breve advertencia:
—No vayan lejos y, si tardan más de una hora, iremos a buscaros.
Asentí de acuerdo, cerré la ventanilla y aceleré. Era media tarde de un viernes y había bastante movimiento en el centro, pero me ahorré unos buenos veinte minutos de atasco tomando el túnel subterráneo y saliendo en dirección a una tienda de electrodomésticos no demasiado lejana. No es que fuera la mejor, pero tenía aparcamiento propio y el stock suficiente para no tener que ir a ningún otro sitio.
—No me rompan los huevos —les advertí a los Lobatos nada mas apagar el motor—. No roben nada absurdamente grande y no se metan en peleas, porque como los atrape y llamen a la policía, me enfadaré de verdad.
—Spreen enfadado. Mal —dijo Jack, imitando la voz de Roier.
—Exacto —asentí, saliendo del todoterreno.
No era tan estúpido como para asumir que no robarían nada, así que simplemente les había dado aquella pequeña advertencia. Entré el primero, con las manos metidas en los bolsillos y una expresión seria que ya alertó a los dos hombres de seguridad que daban vueltas por la tienda. No tardaron en llamar a muchos más cuando vieron aparecer a los Lobatos a mis espaldas. Aún así, fui directo a la sección de los calefactores e interrumpí a una de las empleadas con un horrible polo color amarillo limón y su nombre mal escrito en una placa que decía: «¡Hola! Mi nombre es SOPIA. ¡Pregúntame lo que quieras!»
—Quiero todos los calefactores y estufas que tengas, Sopia —le dije.
Ella se quedó paralizada y con la boca entreabierta. La mujer a la que estaba ayudando en aquel momento y a lo que yo había interrumpido sin educación alguna, miró a los tres Lobatos de metro ochenta que estaban cerca, pero ya perdidos entre las estanterías. Sin decir nada, se dio la vuelta y huyó a paso rápido mientras agarraba bien su bolso.
—¿To… todos? —tartamudeó la empleada, sin saber si mirarme a mí, a los adolescentes o a los de seguridad que se estaban agrupando a nuestro alrededor.
—Sí, todos —repetí.
—¿Es un atraco? —me preguntó entonces.
Por alguna razón esperé un par de segundos antes de responder:
—No.
Ella asintió, tragó saliva y volvió a echar otra ojeada nerviosa antes de señalarme un pasillo con una mano temblorosa.
—Los calefactores están allí…
—Bien, pues ya sabes a dónde tenes que ir a buscarlos —la felicité—. Tráiganmelos a la caja y dense prisa, no tengo toda la puta tarde.
Dicho aquello me di la vuelta hacia uno de los cajeros en filas paralelas y esperé de brazos cruzados a que un grupo de más trabajadores de polos amarillos ayudaran a Sopia a cargar las cajas y pasarlas por el lector. Tardaron poco, dándose prisa como yo había pedido tan amablemente y llevando un total de veinticinco calefactores, otras veinte estufas eléctricas y hasta unos doce radiadores mini con temperatura regulable. No había calculado bien la cantidad y empecé a sospechar que todo aquello no cabría en el maletero del todoterreno, así que les ordené llevarlo y sujetar algunas de las cajas en el techo. Tras media hora y un total de casi tres mil dólares, pagados con la maravillosa Tarjeta Black de la Manada para «gastos necesarios», nos fuimos de vuelta al Land Rover.
—Eh, tú, chico, ábrete la chaqueta —ordenó uno de seguridad a Milo.
—Chúpame la verga —le respondió junto con uno de eses elegantes gestos obscenos de agarrarse bien la entrepierna.
El de seguridad se enfadó, dispuesto a usar su mierda de porra contra el joven.
—Acabamos de gastarnos más de lo que te pagan a vos en tres meses — me interpuse, señalando con el pulgar las cajas—. Como me toques los huevos, lo devuelvo todo a patadas y le explicaras a tu jefe por qué perdió una venta así y por qué le rompieron los cristales de la tienda. ¿Me entendés, maestro?
El hombre tuvo que comerse su gran orgullo y limitarse a dedicarnos una profunda mirada de odio junto al resto de sus compañeros mientras nos veían irnos. Los Lobatos se rieron de ellos y siguieron insultándolos y haciéndoles gestos obscenos, pero se lo merecía, estos policías frustrados que se tenían que conformar con una placa de seguridad de una cadena de electrodomésticos de mierda, eran los peores. Cuando subimos al todoterreno, arranqué y salí marcha atrás mientras los Lobatos se sacaban de debajo de las chaquetas todo lo que habían robado. No compensaba lo que nos habíamos gastado, pero era algo.
—No sé ni lo que es esto, pero me hizo gracia —dijo Jack, enseñándonos un MP3 negro de forma ovalada.
—¿Siguen fabricando eso? —pregunté tras echarle un rápido vistazo por el retrovisor.
En mitad de una discusión sobre cuál de los tres había robado las mejores cosas, me detuve en el autoservicio de un McDonalds que quedaba de camino, llamé la atención de los Lobatos chasqueando los dedos y les pregunté qué querían. El hombre con fuerte acento tras el megafonillo con forma de payaso me hizo repetirle el pedido dos veces, porque creía que le había entendido mal o algo así. Después nos detuvimos frente a la ventanilla mientras me fueron pasando las veinte hamburguesas, la docena de cubos de nuggets, los seis refrescos extra grandes, las diez bolsas de patatas fritas y los combinados de pollo frito con salsas. Volví a pagar con la tarjeta y me fui sin más. Ya estábamos al límite de tiempo, pero hice una última parada nocturna en una gasolinera para comprar cuatro paquetes de cigarrillos y un par de las revistas porno más retro y viejas que pude encontrar.
—Oh, sí… —lo celebro Ron cuando se las tiré a la cara. Seguía comiendo como un puto cerdo, pero eso no le detuvo para abrir una de ellas con la mano repleta de salsa y de grasa y mostrarnos a un hombre con el culo más peludo que había visto en mi vida—. ¡A esto me refería!
Querría decir que eran Cosas de Lobato, pero esos fetiches raros eran algo que se extendía a su etapa adulta de Machos. Ellos ya tenían edad suficiente para haber descubierto lo que les gustaba y lo que, en un momento futuro, sus compañeros tendrían. Aunque fuera algo tan raro como una cantidad absurda de vello corporal.
Entonces me los llevé de vuelta, pasando delante del mismo grupo de lobos que vigilaban. Vick puso una mueca de comisuras apretadas porque llegábamos cinco minutos tarde, pero nos dejó pasar igualmente sin decir nada al respecto. Aparqué en el garaje y pedí ayuda con las cajas, no a los Lobatos, por supuesto, porque estaban llenos de comida y seguían tirados en los asientos, incapaces de moverse y luchando por seguir respirando como si les doliera. Fueron los compañeros quienes se llevaron las cajas hacia el edificio de oficinas mientras yo me sacaba un cigarro y me dirigía al salón donde estaba Ollie. El lobo ya se había despertado, pero había sido apenas un minutos antes de volver a quedarse dormido.
—Yo lo cuidare —le dije a la compañera de Cody, la preciosa mujer de piel morena y cuerpo escultural de entrenadora de fitness que le estaba vigilando en ese momento. Ya se le empezaba a notar la barriga de embarazada, pero todavía era algo sutil.
—Se despertó de nuevo, pero solo balbuceo algo y gemido antes de volver a dormirse —me explicó, recogiendo la taza de infusión y el libro que se había llevado para entretenerse durante la vigía.
Asentí y me encendí el cigarro con el zippo, echando el humo hacia arriba mientras miraba al lobo. Tras un par de segundos, me rasqué una ceja con el meñique y avancé hacia el sillón cercano. A veces iba allí porque era la única parte tranquila y silenciosa que quedaba en el Refugio, fumaba un poco, descansaba y cerraba los ojos para echarme una pequeña siesta. El día estaba siendo muy largo tras más de veinticuatro horas en vela y había que aprovechar los pequeños momentos al alcance, sin compañeros preguntones, Crías llorando ni Lobatos rompe huevos.
—A….k… —oí entonces.
Entreabrí los ojos, pero no moví la mirada del techo de lámpara de araña.
—Aaa…k.
Al fin bajé la cabeza y vi al lobo, de ojos apenas abiertos y blancos, como si no consiguiera moverlos lo suficiente para descubrir sus pupilas. Babeaba sobre la tela borgoña del viejo sofá y respiraba lenta y profundamente.
—Ollie, ¿me escuchás? —le pregunté, inclinándome hacia delante.
—Iii… —le costaba hablar y se bababa en el intento. Su voz era baja y apenas audible, así que me acerqué más hasta arrodillarme cerca de su rostro.
—Te drogaron, Ollie —le expliqué—. Por eso no podes moverte y te cuesta hablar y mantenerte despierto. Te debieron meter calmantes de oso o algo así.
El lobo solo gimió, echando un par de gotas de saliva afuera. Use la manga de mi chaqueta para limpiarle la boca.
—¿Recuerdas algo? —pregunté—. Vos y Aroyitt fueron a ver la exposición del museo, después salieron a la calle, ¿qué pasó?
El lobo empezó a respirar más fuerte, jadeando un poco.
—Iii… au…iii…ooo…
—Tranquilo, Ollie, todo está bien —lo calme porque mi pregunta le había puesto demasiado nervioso. Le acaricié su pelo revuelto, muy diferente a lo perfectamente peinado que lo llevaba siempre, porque me funcionaba cuando Roier se ponía tonto—. Estás en el Refugio y me pidieron a mí que te cuide porque, como ya sabes, soy todo amor y cariño.
El lobo cerró los labios lentamente y tragó saliva como si le costara un mundo conseguir que su garganta respondiera a aquella necesidad.
—Au…i…ooo —insistió.
—¿Auio? —repetí, más o menos lo que había entendido—. ¿Agua?, ¿Queres agua?
—Oooo… —jadeó—. Au… iiiiiiiii —se esforzó muchísimo, pero solo consiguió producir un sonido algo instridente—, dooooo…
Tardé unos segundos, y entonces levanté la cabeza y dije:
—Aullido. ¿La Manada del Aullido?
—Iiiiii —gimió antes de que una lágrima de impotencia y frustración le brotara de los ojos.
—Bien. Muy bien, Ollie —le felicité, acariciándole la cabeza—. No te preocupes, todo está bajo control.
Ya tenía la otra mano en el celular y no tardé ni cinco segundos en llamar a Carola.
—Spreen, como me llames para volver a quejarte, ¡te juro que te…!
—Ollie está despierto —le corté con un tono neutro que me sonó extraño hasta a mí—. Ven ahora mismo —y colgué.
Dejé el teléfono a un lado y agarré en su lugar la botella de agua para empapar una toalla limpia y fina. La acerqué a los labios del lobo y se la metí un poco en la boca.
—Chupa, Ollie —le pedí—. Tenés que beber, pero no puedo darte agua directamente o te ahogarás. —El lobo cerró los labios alrededor de la toalla y los apretó suavemente, lo que me hizo añadir—: Vamos, Ollie… ambos sabemos que no es la primera vez que chupas algo, así que esfuérzate un poco más.
Sinceramente, no tenía ni idea de por qué trataba de seguir bromeando de aquella manera, pero creo que me hacía sentir un poco mejor. Ahora ya había un nombre, un enemigo y una guerra declarada. Era el momento de actuar y, quizá, alguien cayera en el camino a la victoria. De pronto, todo pareció mucho más real y aterrador. Carola llegó como un torbellino, abriendo la puerta de un golpe seco y adentrándose con el pecho acelerado y un brillo enloquecido en los ojos. Su imagen se había deteriorado rápidamente en aquel largo día: su camisa azul celeste estaba totalmente arrugada y abierta hasta la mitad de sus abdominales, bajo sus ojos grises había unos círculos más oscuros, su barba densa parecía extrañamente desordenada. Me miró, después a Ollie en el sofá y de nuevo a mí.
—Dijo que fue el Aullido —murmuré.
El Alfa levantó mucho la cabeza y su expresión se convirtió en una aterradora máscara de odio. La Manada del Aullido ni siquiera era la más poderosa, apartada y desterrada al límite de la ciudad, entre los edificios y el bosque. Nunca había sido una posibilidad real sospechar de ellos, no por encima de los Medianoche o los Colmillo; pero, si lo pensabas bien, ellos eran los únicos que tenían mucho que ganar y poco que perder con aquella guerra.
—Carola —le detuve antes de que se diera la vuelta y se fuera—. Sé que queres ir ya, pero los Machos están cansados y llevan un día entero despiertos y patrullando. Es mejor que esta noche descansen y esperar a la mañana, cuando los Aullido estén desprevenidos y sean más vulnerables.
El Alfa giró el rostro lo suficiente para clavarme su mirada de ojos grises mientras apretaba los dientes.
—Ya he esperado suficiente… —gruñó, abriendo la puerta y largándose.
—Mierda… —murmuré, levantándome y dudando en si dejarle a Ollie la toalla en la boca o no. Al final se la quité me la llevé conmigo al exterior—. ¡Vos, cuida de Ollie! —le ordené al primer compañero con el que me crucé, tirándole la toalla mojada a la cara.
Carola ya estaba en su enorme Land Rover de lujo, arrancando el motor y girando en dirección a la carretera. No se me ocurrió otra cosa que tirarme encima del capó nevado y golpear el parabrisas con fuerza.
—¿¡Sos pelotudo o qué?! —le grité—. ¡No podes ir solo!
—¡QUITATE DE EN MEDIO! —rugió el Alfa, tan alto y tan fuerte que se pudo oí incluso con las ventanillas completamente cerradas.
—¡CHÚPAME LA PIJA! —le grité de vuelta, porque quizá yo había pasado demasiado tiempo con los Lobatos.
Carola abrió la puerta del coche, salió como un tigre rabioso de ojos muy abiertos y dientes muy cerrados. Me agarró de un brazo y una pierna y me tiró contra el otro todoterreno aparcado a un lado como si yo no pesara ni cinco kilos. El golpe fue duro, di un par de vueltas sobre mí mismo y caí de bruces a la carretera llena de una nieve aguada, fría y manchada de barro. Como al parecer eso no fue suficiente, el Alfa se acercó, me volvió a levantar y me agarró de la chaqueta con sus puños muy cerrados antes de pegar su frente a la mía.
—¡Quedas expulsado de la Manada! —me gritó a la cara—. ¿Me has oído, pedazo de mierda? Como te vuelva a ver por aquí. ¡TE MATO! —sin más, me tiró contra la puerta del coche a mis espaldas, dejándome sin aliento y sin fuerzas ni para mantenerme en pie.
El Alfa volvió a su Land Rover y salió disparado por la carretera, dejando atrás a un grupo de compañeros muy sorprendidos y paralizados que no dejaban de mirarme. Tome un par de bocanadas de aire y apreté los dientes al sentir una punzada de dolor en las costillas. Aún así, tragué saliva y busqué el celular en mi bolsillo antes de levantarme de una forma nada elegante.
—Quackity —dije con una voz seca y cortante.
—¿Qué? —me preguntó el lobo con un tono bastante preocupado—, ¿Ocurrió algo?
—Sí… —murmuré, cojeando un poco en dirección al Refugio—. El pelotudo de tu Alfa se fue al Territorio de los Aullido a buscar a Aroyitt.
—¿Qué…? —repitió antes de quedarse en completo silencio durante un par de segundos—. ¿Por qué?
—Ollie desperto y me dijo que fueron ellos. —No tenía ganas de detenerme en detalles porque me dolía una parte del pecho y estaba furioso, pero sabía que aquella información tan de golpe podía resultar confusa—. ¿Sabes dónde está el Refugio de los Aullido?
—No. Claro que no —dijo un Quackity cada vez más nervioso—, habrá ido al Club, es un bar de carretera en la Noventa dirección a North Bend.
—Bien —asentí, pasando por delante del marco de llaves para agarrar las de mi pequeña princesa—. Vete alistando para ir allá con todos los Machos que puedas —y colgué.
¿Cuál era el plan? No había ningún plan. Carola había perdido la puta cabeza y se había embarcado en una misión suicida para meterse hasta el fondo del Territorio de otra Manada. Lo único que pude hacer fue montar en mi moto y salir disparado en aquella misma dirección, prometiéndome a mí mismo que, si sobrevivíamos, le pasaría aquello por la cara al Alfa durante el resto de su vida…
Tardé diez minutos en abrirme paso por el tráfico del centro hasta la autopista Noventa, desde allí solo tardé quince en cruzar los dos puentes y adentrarme en el bosque en dirección a North Bend. Adelantaba a cada coche y camión de la autopista, conduciendo a unos ciento ochenta por hora mientras buscaba el Land Rover de Carola o alguna señal sobre un bar cercano. Pasé por delante de una gasolinera y casi frené en seco, derrapando de una forma bastante peligrosa sobre la autopista nevada, cuando vi un viejo cartel en madera donde ponía: «Bar Aullido». Seguí aquella carretera más agreste que se hundía en la profundidad del bosque y no tardé apenas en alcanzar aquel local de moteros. No necesité esforzarme mucho para encontrar el lujoso todoterreno de Carola, ya que estaba en mitad del aparcamiento embarrado, con las luces de freno encendidas y la puerta abierta. Apreté con fuerza los dientes y aparqué a un lado, dejando la moto tirada en el suelo antes de acercarme corriendo hacia el local del que ya salían graves rugidos y sonidos de lucha.
Por supuesto, ya era tarde para impedir que el Alfa cometiera algún acto estúpido, como, por ejemplo, entrar en el bar solo y quedarse rodeado por un grupo de siete Machos del Aullido. Cuando me acerqué a la puerta abierta, la lucha ya había llegado casi a su final. Carola era grande y fuerte y estaba muy enfadado, pero no dejaba de ser un uno contra siete. Los otros lobos ya le estaban atacando por los flancos y la espalda, tirándolo al suelo y golpeándole sin misericordia, porque ellos, al contrario que el Alfa, no eran tan idiotas como para estar desarmados. Le pegaban con cadenas gruesas de metal, sillas de bar e incluso un bate. Busqué al momento mi navaja en el bolsillo, pero sabía que no había posibilidad alguna de ganar aquello; así que me escabullí como una rata hacia un lado del local. Hasta la parte de atrás donde había varios cubos de basura, una luz titilante y una puerta de emergencias que daba directamente a las cocinas del local.
Dos camareras chillaron al verme entrar, con mi chaqueta negra polar, mi casco de moto todavía en la cabeza y mi navaja en la mano. El objetivo real había sido buscar a Aroyitt en aquel lugar, con la esperanza de que el suicidio de Carola no fuera en vano; pero no me imaginé tener tanta suerte como para encontrarme allí escondida a una preciosa rubia de abundantes tetas bajo su camisa con el logo del bar que, además, tenía un montón de mordiscos y moratones en el cuello y apestaba a lobo. No lo dudé, salté hacia ella y la agarré de la muñeca. La joven trató de escapar y, mientras tanto, la otra camarera agarro lo primero a su alcance para golpearme en la cabeza. Resultó que la sartén revotó contra el casco y apenas me hizo nada, nada en comparación con la bofetada que le di de vuelta, quiero decir, porque fue tan violenta que la hizo caer sobre la mesa llena de vasos sucios antes de precipitarse al suelo junto con un sonido de cristales rotos. Le di otra a la rubia de tetas grandes para que se calmara un poco y después la agarré por la espalda, colocando la navaja a la altura de su cuello.
—Si no me das problemas, no te mataré… —le dije, aunque no estuve seguro de si mi voz se escuchó demasiado bien bajo el casco. Fuera como fuera, la joven asintió un par de veces mientras gemía y empezaba a llorar, levantando sus manos de uñas pintadas de colores.
Me la llevé tan rápido como pude al pasillo, allí me detuve para mirar a los lados y ver cuál me llevaba al bar. Cuando llegamos, Carola ya estaba en el suelo, encogido y con los brazos sobre la cabeza. Quité la navaja del cuello de la joven solo un momento para subirme el visor del casco y decir:
—Hola, chicos…
Los siete lobos nos miraron entonces con sus ojos que variaban entre el marrón chocolate y el amarillo más brillante. Todos eran jodidamente atractivos, altos y musculosos, además de peligrosos y agresivos. Sin embargo lo único que me preocupaba a mí era haberme equivocado con la humana, si ellos estaban allí, en su «Club», debían ser los solteros de la Manada, así que, ¿de quién era aquella compañera?
—No, no, no… —negué, cuando uno de los lobos con un taburete roto en la mano quiso dar un paso hacia mí. Acerqué más el filo de la navaja al cuello de la joven y esta chilló un poco, levantando la cabeza para tratar de alejarse lo más posible—. No me hagan enojar, o la compañera muere. ¿Entendido?
No respondieron, solo se quedaron gruñendo, mostrándome sus dientes de anchos colmillos y un poco encogidos en posición de ataque.
—Carola —lo llamé, pero al Alfa le costó reponerse. Sangraba por la oreja y tenía una herida bastante fea en la sien—. Carola —lo intenté de nuevo. No podía acercarme para ayudarlo, era peligroso, así que solo podía llamarlo con cariño—: ¡Levántate, pedazo de mierda!
El Alfa al fin reaccionó. Se quitó las manos con las que se había cubierto el rostro y me miró con sus ojos grises. Respiraba aceleradamente y seguía bastante enfadado, pero no dudó en incorporarse y venir cojeando lo más rápido que pudo hasta quedar a mi lado en la barra, justo frente al pasillo que sería nuestra escapatoria.
—Por detrás, a la izquierda hay una puerta que da a las cocinas y al exterior. Esperame con el coche preparado para…
Entonces el lobo agarró a la humana por la densa melena rubia y tiró de ella para mostrársela mejor a los nerviosos Machos que ya habían empezado a acercarse muy lentamente hacia nosotros.
—¿Dónde está mi compañera? —les preguntó en mitad de un gruñido y los gritos de la mujer que se agarraba el pelo para evitar que Carola la siguiera abaneando y haciéndole daño.
Los otros lobos gruñeron. Se acercaron más. Yo miré el pasillo y retrocedí un paso con la navaja en alto. Carola agarró el brazo de la joven y, sin más, tiró de él para rompérselo. No hubo una segunda advertencia, no repitió su pregunta, solo se oyó un fuerte «crack» y el agónico chillido de la compañera que llenó el bar. Los Machos se quedaron paralizados, respirando nerviosos, sin saber qué hacer.
—¿Dónde… está… mi compañera? —repitió Carola, agarrando lentamente el otro brazo de la mujer que se había dejado caer al suelo sin dejar de llorar.
Un ruido de coches y unas luces brillantes entraron entonces por las ventanas sucias del local. Solté un breve «mierda…», sintiendo que el corazón me iba a salir del pecho. Si habían llamado a más lobos, estábamos jodidos, increíblemente jodidos. Ya estaba al borde del pasillo, dispuesto a salir corriendo y meterme en el bosque. Que se vaya a la mierda Carola. Yo no iba a morir aquella noche. Cuando, desde la puerta, entró un Quackity de dientes muy apretados y expresión enfurecida. Y, por suerte, no estaba solo: otros diez Machos de la Manada estaban con él, entrando y rodeando por completo a los del Aullido.
El Alfa, que también había dado un paso atrás al oír los motores y ver las luces, se vino arriba entonces. Hinchó su enorme pecho bajo la camisa ensangrentada y alzando bien la cabeza. Ahora era muy valiente y bravo, pero quién había venido a salvarle el culo cuando estaba tirado en el suelo recibiendo una paliza, había sido yo. Lo que pasó después, no es algo agradable de describir; torturaron a la compañera hasta que uno de ellos confesó que tenían a Aroyitt encerrada en una vieja granja no muy lejos de allí, entonces Carola se llevó a los lobos y quemó el bar con los del Aullido y las dos humanas todavía dentro. Como ya dije, la guerra es cruel y no deja supervivientes.
Seguí la comitiva de todoterrenos en mi moto, no porque fuera necesaria ya mi ayuda, sino porque estaba hasta el culo de adrenalina y quería descubrir si Aroyitt seguía viva. La granja, como nos dijo el lobo, no estaba demasiado lejos, a solo diez minutos por una carretera secundaria que atravesaba campos de cultivo completamente nevados. Había una casita de madera y un viejo granero. Carola mandó a la mitad a una y fue con la otra mitad al otro. En la casa se escondían otros tres lobos, a los que sorprendimos tomando un café en la cocina. Comprobamos el sótano, cada habitación e incluso el ático, pero fue Carola el que salió del granero con Aroyitt en brazos, desmayada y magullada. Por su expresión se sabía que la compañera seguía viva. La metió con mucho cuidado en el Land Rover y quemaron todo antes de irnos de vuelta a la ciudad.
Chapter 78: YO: EXPULSADO DE LA MANADA
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Hubo un gran alboroto a la vuelta, cuando Carola volvió a llevar en brazos a Aroyitt hacia el Refugio en mitad de la noche nevada. Ya habían avisado a Amber, que salió a recibirlos con los ojos llorosos, un estúpido gorro de lana con orejas de oso y su maletín de primeros auxilios entre las manos. Yo pasé de largo y fui a aparcar la moto en el garaje, sin ninguna gana de participar en todo aquel espectáculo de película cuando el héroe vuelve con su amada rescatada entre los brazos. Dejé mi casco, las llaves en el cuadro con las demás y salí por la puerta corrediza sin si quiera adentrarme en el Refugio. Ya tenía un cigarro en los labios al llegar al portón, uno que me encendí esperando al ascensor y continué fumando mientras entraba en el ático, dejaba las llaves en el taburete verde al lado de la puerta y me iba a preparar un café caliente.
Me lo llevé conmigo al balcón y me quedé con la espalda apoyada en la pared, lo más lejos de la barandilla que pude. Miré la oscuridad del cielo y la fina nieve cayendo. El Alfa me había arrojado a un coche y me había expulsado delante de un buen grupo de compañeros, así que yo ya no tenía nada que ver con la Manada. Exceptuando, por supuesto, al enorme, apestoso y enfadado lobo que llegó a la Guarida.
—¡Spreen! —me llamó.
—Estoy acá —respondí sin moverme del balcón.
Los pesados pasos de Roier retumbaron sobre las alfombras y el parqué, cada vez más alto, hasta que lo vi aparecer por la puerta corredera y mirarme fijamente. Llevaba su gorro, ese que teníamos a juego, la chaqueta polar que le había comprado y los guantes de cuero, que apretaba muy fuerte mientras cerraba los puños.
—¡Spreen fue a Territorio enemigo sin Roier! —exclamó, mirándome fijamente con sus ojos cafés de bordes ámbar.
—Fue culpa de Carola —no dudé en responder—. Andá a preguntarle a él por qué es tan pelotudo…
—¡No! ¡Spreen tendría que haber llamado a su Macho y no a Quackity! — insistió.
—¿Cómo mierda querés que te llame si no tenés un puto teléfono, Roier? — le pregunté con tono cortante.
El lobo hinchó el pecho y alzó su cabeza.
—Roier estaba con Roy. Spreen pudo haber llamado a Roy.
—¡No tengo el número del puto Roy! —le grité.
—¡Spreen podría haber muerto! —rugió, ya cansado de tratar de razonar.
Puse los ojos en blanco y giré el rostro hacia el frente, fumando otra calada del cigarro. Entendía el enfado de Roier, porque no era nada comparado con lo rabioso que hubiera estado yo si me hubiera hecho lo mismo, por eso me contuve y le dije:
—El boludo de tu Alfa estaba en peligro y llamé al Macho de más rango con celular —recalqué—, para que trajera a todos los lobos posibles. De no ser por mí, Carola estaría muerto —le aseguré—. Así que deja de romperme los huevos, estoy cansado y me queda muy poca paciencia.
Eso no aplacó del todo la ira de Roier, enfadado y frustrado por haber descubierto que su compañero había ido a Territorio de otra Manada sin su Macho para protegerlo. No se trataba de que no confiara en que pudiera protegerme solo, ni que creyera que necesitaba su ayuda, era simplemente aquel instinto de protección tan arraigado en los lobos: podría haber ido allí con un jodido tanque impenetrable y rodeado del ejército de los Estados Unidos, que Roier se hubiera sentido igual de ansioso y frustrado por el simple hecho de no poder defenderme por sí mismo.
Aquella noche comió malamente, refunfuñando sin parar entre palada y palada de arroz con carne. No me rodeó con el cuerpo como solía hacer en la cama, sino que se quedó de brazos cruzados, mirando al techo y gruñendo por lo bajo hasta que, evidentemente, me enfadé.
—¡Te juro por mi puta vida que como no pares, te tiro de cabeza por el puto balcón!
Eso lo cayó y al fin pude dormir tras un total de casi treinta horas despierto, echando solo pequeñas cabezadas en el salón con Ollie. Al despertarme en aquel cálido y delicioso abrazo, entre el edredón y Roier, gemí de profundo placer. No sabía cuánto tiempo había pasado, pero no me importaba. Empecé a besarlo y a deslizarme por su cuerpo grande en dirección a su entrepierna. El lobo ya estaba despierto y bastante duro para cuando la alcancé; sin embargo, todavía seguía enfadado conmigo, por lo que el sexo se volvió algo bastante violento y salvaje. Incluso más de lo habitual. Cuando Roier llegó a correrse por quinta vez, mordiéndome el hombro y agarrándome de las muñecas mientras me cogía de espaldas, soltó un jadeó y se desplomó, sudado y muy caliente, sobre mí. Creo que me volví a dormir durante la inflamación, porque lo único que recuerdo es haberme despertado para quitar al puto lobo de ciento y pico kilos de encima de mí y abrazarlo para volver a cerrar los ojos.
Al despertarme de nuevo, llegó la segunda ronda, mucho más calmada y «normal». Tras la inflamación me desplacé algo tambaleante hacia el baño y me senté en la taza del váter con un suspiro. Tras la ducha fui con uno de las enormes sudaderas de Roier y un pantalón grueso de chándal a preparar las dos jarras, una con leche caliente y otra con mi café. Solo por curiosidad mientras me encendía el cigarro, encendí la pantalla del celular y vi que nos habíamos pasado doce horas durmiendo. No me preocupó, después de todo, no tenía nada más que hacer. Entre las notificaciones, había un par de llamadas perdidas de Carola que ignoré por completo y un mensaje de Quackity que decía: «Aroyitt está bien, solo un poco deshidratada y afectada, pero no le hicieron nada malo». Lo leí de camino a la puerta deslizante del balcón, que abrí solo un poco para soltar el humo del tabaco sin que llegara a entrar demasiado el frío. Respondí con un rápido: «Ok» y guardé el celular.
Roier apareció desnudo desde el pasillo, rascándose el pubis repleto de pelo rizo y castaño y con el pecho y la abdomen todavía manchadas de mi semen. Me saludó con un gruñido y una mirada de ojos adormilados, bostezó como un oso tras la hibernación y se bebió su jarra de leche sin apenas respirar, soltando un ruidoso eructo al terminar. Después quiso acercarse a mí, pero le señalé con un pulgar hacia el pasillo y se detuvo para ir a ducharse y vestirse antes. Volvió con el pelo mojado y su ropa de invierno para abrazarme por la espalda y frotarme el pelo mientras ronroneaba. Como solíamos hacer, habíamos resuelto el problema con sexo salvaje y no necesitábamos volver a discutir el tema. Estábamos bien.
—¿Queres que vayamos a desayunar, capo? —le pregunté, a lo que él asintió.
Así que fuimos a buscar las chaquetas y los gorros y bajamos a la calle para atravesar la nieve sobre la acera. El sistema público de limpieza que se encargaba de quitarla no pasaba por esa calle repleta de lobos, así que eran los propios Machos los encargados de deshacerse de ella. Con las continuas rondas de vigilancia no habían tenido tiempo aún, así que Roier y yo tuvimos que apañárnoslas para llegar a la esquina donde ya estaba limpio. Pedí lo mismo de siempre en la cafetería y eché a la pareja de subnormales que estaban en mi mesa favorita en la esquina del local. Siempre se quedaban con la boca abierta antes de mirar al enorme y peligroso lobo que me acompañaba, entonces agarraban con fuerza sus bolsos o sus móviles y se iban de allí.
Mientras me comía mi sándwich vegetal, recibí otra llamada que volví a ignorar. Recibí otra mientras nos parábamos a hacer la compra y una tercera mientras Roier se comía su enorme tupper de costillas. Tras colgar aquella tercera llamada, un sonido llenó la Guarida. El lobo alzó la cabeza, mirando hacia la puerta y después a mí, con su boca empapada en salsa. Fruncí el ceño y fui hacia el telefonillo, el cual, les juro, no sabía ni que teníamos.
—Como no te vayas, bajo ahí y te meto uns patada en la boca que vas a doler los dientes durante un mes —le dije a quien fuera que se hubiera atrevido a pulsar el botón de nuestro ático.
—Spreen… —me dijo una voz grave que no tardé ni un segundo en reconocer. Puse una mueca de asco y respondí:
—Carola…
—Te he llamado varias veces, pero como supongo que has estado demasiado ocupado para responder…
—No estuve ocupado —le interrumpí—, simplemente no quiero hablar con vos —y colgué el telefonillo de un golpe seco.
Me alejé con una fina sonrisa en los labios de vuelta a la cocina, donde había estado jugando con el celular mientras mi lobo terminaba de comer. Para mi sorpresa, un timbre diferente al primero volvió a interrumpirnos en solo un par de minutos. Entonces sí que me levanté con cara de muy mal humor, seguido de un Roier que incluso había dejado de comer para seguirme a la puerta y quedarse muy pegado a mis espaldas mientras yo la abría.
—¿Cómo abriste el portón? —le pregunté.
Roier gruñó de forma grave y densa, a forma de advertencia para el Alfa. Carola estaba en frente a nuestra Guarida, a solo un paso, y él no iba a permitir que nadie entrara en nuestro Territorio. Absolutamente nadie. El Alfa alzó ambas manos y llegó incluso a agachar un poco la cabeza con respeto por Roier, retrocediendo hasta tocar con la espalda en las puertas del ascensor.
—Perdón, Roier. Solo quiero hablar —se disculpó. Alzó la mirada de ojos grises—. No hubiera venido a no ser de… —me miró—, verme obligado a hacerlo.
El Alfa parecía mucho mejor, y con eso me refería a que se había recortado la barba, usaba un traje elegante y volvía a ser el mismo pelotudo prepotente de siempre y no un energúmeno rabioso e irracional. Físicamente, por el contrario, no estaba en su mejor momento. Tenía una herida todavía bastante fea en la sien, con unas tiras blancas que destacaban bastante en su piel, al igual que los moratones y el cardenal hinchado en la mejilla. Había un poco de algodón en la oreja que le había sangrado y un par de cicatrices en el mentón y el labio inferior, más grueso y carnoso que el superior. Después de todo, le habían dado una buena paliza en el bar.
Carola se recompuso con ayuda de una bocanada de aire. Llevó las manos a la espalda, tirando de la abertura de su camisa y remarcando su pecho abultado.
—Quería invitaros a mi despacho —nos dijo—, os debo una disculpa seria, a ambos…
—Ah… —arqueé las cejas y giré el rostro hacia Roier—, es verdad, no lo sabes. Carola me empujó contra un coche, me tiró al suelo y después me expulsó de la Manada delante de los compañeros.
Mi lobo me escuchó, abriendo más los ojos a cada palabra que le decía. Al terminar, miró a su Alfa en busca de una respuesta, demasiado sorprendido e impactado como para enfadarse en un primer momento.
—Y lo siento muchísimo, Roier —dijo Carola, volviendo a agachar ligeramente la cabeza—. Sabes que fue un momento muy difícil para mí y perdí… parte del sentido común.
—¿Parte? —pregunté, empezando a sonreír antes de cruzarme de brazos —. Te escapaste como un idiota y hubieras muerto de no ser por mí… —Carola tardó un momento y fue incapaz de mirarme a los ojos antes de asentir, confirmando mis palabras. Oh… yo sabía lo orgulloso que era el Alfa y lo muchísimo que le estaba costando aquello. Estoy bastante seguro que hubiera preferido meterse una piña por el culo antes que humillarse ante mí, pero, ¿le puse las cosas fáciles? Por supuesto que no…
—Y eso que me habías pegado y expulsado de la Manada —añadí.
—Eso… fue otro error sin sentido debido a lo frustrado y preocupado que estaba por no tener a Aroyitt conmigo. Ambos sabemos que no iba en serio y…
—No, yo no lo sé —negué con el ceño fruncido—. Lo dijiste muy en serio antes de tirarme de nuevo contra el coche.
Un gorgoteo grave, como un tímido gruñido, brotó de la garganta del Alfa, pero se acalló rápido cuando Roier gruñó con fuerza, empezando a comprender la situación y a actuar en consecuencia. Carola había hecho daño a Spreen. Muy mal…
—En mi defensa diré que tú, como siempre, no dejabas de provocarme, Spreen —dijo con un tono templado en la voz—. Ese… don que tienes para sacar lo peor de mí no fue muy…
—No, eso tampoco lo recuerdo —volví a negar, interrumpiéndole una segunda vez—. Lo que recuerdo es que intentaba hacerte entrar en razón para que no mandaras a toda la Manada a una muerte segura, como cuando me subí al capó de tu coche para impedir que fueras vos solo en una misión suicida al bar de la Manada del Aullido.
—Tenía que ir a rescatar a mi compañera… —ya estaba apretando los dientes y, seguramente, los puños a la espalda—. Los Aullido son una Manada ridícula, como mucho tienen a treinta Machos.
—Pues te dieron una paliza que casi te deja muerto, Carola —me encogí de hombros.
—Iban armados y…
—No, no… —sonreí—, el problema es que actuaste como un puto Lobato sin cerebro. No —me corregí—, ni siquiera, porque incluso ellos no son tan idiotas como para meterse en peleas sin el respaldo del grupo. Deberías ir a hablar con Missa, porque al parecer son dos Alfas con mucho en común…
A Carola ya le estaba costando un mundo contenerse, respiraba con fuerza, trataba de apretar los labios para no mostrarme los dientes y cada vez que un gruñido grave amenazaba con brotar de su garganta, lo ahogaba tragando saliva.
—¿Te divierte humillarme así, Spreen?
—Mucho —afirmé—, tanto como vos a mí. ¿Recuerdas la cena de navidad en la que renegaste como a un niño?, o ayer, cuando me tiraste contra un coche delante de los compañeros antes de expulsarme de la Manada y amenazarme con matarme…
—¡He dicho que fue un error! —rugió.
Carola cometió la imprudencia de dar un paso hacia delante; no como una amenaza real, sino más bien como una de esas muestras de fuerza y carácter tan típicas de los lobos; pero provocó una rapidísima reacción de Roier, quien me apartó a un lugar seguro a su espalda antes de avanzar para colocar su mano en el pecho del Alfa y empujarlo con bastante fuerza contra las puertas metálicas del ascensor. Se oyó un ruido seco y las placas pintadas de gris ceniza se tambalearon con el impacto del enorme cuerpo. Carola soltó un gemido grave de dolor, quizá más debido a las múltiples heridas que debía tener por el cuerpo que al golpe en sí, cerró los ojos y agachó la cabeza, alzando las manos como señal de paz antes el SubAlfa muy enojado.
—Perdona, Roier —dijo en apenas un murmullo—. No quiero hacer daño a Spreen.
—Carola tiene que irse —sentenció mi lobo—. O Roier le pegará más fuerte.
Murmuré una leve aprobación, con una fina sonrisa en los labios y una mano apoyada en el borde de la puerta. No voy a mentir, aquello me había puesto bastante excitado. Roier nunca había intervenido en mis peleas con Carola, porque era el Alfa, pero ahora había cruzado el límite y mi lobo estaba muy, muy furioso. La única razón por la que no le estaba dando una paliza era porque entendía que la falta de Aroyitt había desestabilizado por completo a Carola.
El Alfa se tomó unos segundos, cerró lentamente las manos en alto hasta apretar los puños y volvió a asentir.
—De acuerdo —murmuró, girando hacia las escaleras, pero sin darle la espalda a Roier—. Me gustaría hablar tranquilamente, así que, cuando queráis, podréis encontrarme en el despacho.
Desapareció por las escaleras, seguido de sus pesados y lentos pasos mientras Roier miraba el pasillo vacío con su cara de mafioso aterrador.
—Roier —le llamé. Tardó unos segundos en reaccionar y mirarme. Todavía tenía la boca manchada de grasa de las costillas, pero eso no me detuvo al señalarle el interior de la Guarida y decirle con una voz grave y densa—: Anda al sofá. Te voy a hacer una pedazo de mamada que te va a encantar…
El lobo asintió profundamente y gruñó, adentrándose en el ático antes de que cerrara la puerta a sus espaldas. Solo por lo duro que estaba y un poco a forma de regalo, me tragué la primera corrida, haciendo las delicias de un Roier que jadeaba y gruñía mientras me agarraba con fuerza del pelo. Después le cabalgué hasta la segunda y fue el lobo quien decidió agarrarme en brazos y terminar una tercera de pie, sujetándome de las piernas y zarandeándome en el aire como si no pesara nada. Como ya habíamos tenido bastante sexo aquel día, se quedó allí, cayéndose casi sin control alguno de espaldas en el sofá mientras jadeaba con fuerza, sudado y sin energías. Yo sonreía como un tonto y le acariciaba el pelo ya demasiado largo.
—Buen chico… —le felicité en apenas un susurro, dándole un beso muy húmedo y marcado por el líquido preseminal y la corrida que aún me empapaban toda la boca.
Roier ronroneó y me rodeó con los brazos, atrayéndome más hacia él para abrazarme durante toda la inflamación. Incluso cuando su pija se desinfló como un globo dentro de mí, nos quedamos un par de minutos más allí hasta que, finalmente, me levanté y tiré del lobo hacia el baño. Roier había prometido quitar la bañera de los setenta y poner un plato de ducha, pero era uno entre tantos proyectos de la larga lista de cosas que quería hacer en la Guarida; al menos había mucho más sitio para ducharnos juntos allí y no me frustraba tanto como en el antiguo apartamento. El lobo empezó a gruñir cuando vio el largo moreton que tenía en un costado, volviendo a enfadarse de nuevo. No me había roto nada importante, pero sí era grande, doloroso y oscuro. La única razón por la que Roier no me lo hubiera visto antes era porque me había acostado con la camiseta puesta y mi lobo no era de los que se paraban a quitarme nada que no se interpusiera entre su pija y mi culo.
—Alfa hirió a Spreen. Roier tiene derecho a pegar muy fuerte a Carola… —murmuró, mirándome a los ojos como si esperara que le diera mi aprobación para hacerlo.
Aunque la idea resultó muy tentadora, negué con la cabeza y respondí:
—Yo me encargo de él, no te preocupes.
Eso no calmó al lobo, que se puso un poco pesado tratando de rodearme y acercarse mucho a mí. Así que me enfadé y le di una de mis cariñosas advertencias antes de sacarle, recortarle un poco el pelo y llevármelo de vuelta al sofá. Puse uno de sus programas de carpintería y nos cubrí con al apestosa manta. Tardó un poco más de lo habitual, pero las caricias en el pelo y la barriga por dentro de la sudadera acabaron haciéndole ronronear como un gatito antes de quedarse dormido con la boca abierta, roncando como un león. Cuando empezó a tener contracciones musculares y a mover la pierna bajo la manta, supe que estaba profundamente dormido y pude irme a agarrar un cigarrillo y mi café a medio beber sobre la isla de la cocina. Crucé la puerta corrediza hacia el balcón y la cerré a mis espaldas para que no entrara el frío invernal en la Guarida. Apoyé los brazos en la barandilla y eché una bocanada de humo y vaho, mirando a mis pies como los compañeros seguían entrando y saliendo del Refugio. Aroyitt ya estaba de vuelta, pero la guerra todavía no había terminado, y no lo haría hasta que los de la Manada del Aullido estuvieran muertos o hubieran huido muy lejos.
De todas formas, eso no tardaría mucho en suceder. Como había dicho Carola, el Aullido era una Manada ridícula comparada con la nuestra, la suya, quiero decir, porque a mí me habían expulsado. Si tenían solo treinta Machos, el Luna Llena casi les triplicaba en tamaño. En solo un par de días, ya les habrían destruido y robado todo su Territorio de mierda y sin valor alguno. Pero había que reconocer que le habían tenido un par de huevos para enfrentarse a la Manada más grande del Estado. Y quizá, de no ser por mí, hubieran hasta conseguido matar al Alfa, desestabilizando por completo a la Manada y creando una oportunidad de oro para ganar Territorio y poder.
En eso pensaba cuando, en las últimas caladas del cigarro, oí el celular a lo lejos. Sabía que no era Carola porque jamás se humillaría de aquella manera, así que resoplé, aplasté el cigarrillo contra el cenicero junto a una docena más y entré dentro. El celular seguía sobre la isla, al lado del cubo de costillas donde aún quedaban un par sin tocar, algo que no hubiera pasado de no haber sufrido la repentina interrupción del Alfa. Miré el nombre reflejado en la pantalla y respondí:
—No, no hay cervezas en la nevera de la conserjería, Quackity.
—Ya, ya lo sé —murmuró el lobo. Se oía un ruido por detrás de viento fuerte, por lo que su voz baja era casi difícil de escuchar. Probablemente estuviera de vuelta en el puerto, siguiendo en su puesto de vigilancia, solo por precaución, hasta que la guerra terminara por completo—. Oye, Spreen, Carola me acaba de llamar para decirme que te fuiste de la Manada… ¿Me puedes explicar de qué mierda va eso?
Apreté los dientes y puse una profunda mueca de desprecio.
—Que hijo de puta… —gruñí—. ¡Él me expulsó, Quackity. Yo no me fui! —le dejé bien claro.
—Spreen… —Quackity suspiró, como si estuviera demasiado cansado para todo aquello—. Sabes que Carola no estaba bien, le faltaba Aroyitt y se puso nervioso. Por favor, no vuelvas a esa mierda del exilio… —me rogó—. Sabes que nadie quiere que te vayas.
—¡Carola lo quiso! —me defendí. Era indignante que el muy hijo de puta hubiera llamado a Quackity para que hiciera presión en mi contra, haciéndome parecer, una vez más, el malo de la historia—. ¡Pregúntale a la docena de compañeros que estaban allí mirando!
—Lo sé, Spreen… ya me contaron lo que pasó —murmuró entre el ruido del viento—. Escucha, entiendo que estés muy enfadado. En serio, esta vez estoy de tu parte. Sin ti las cosas podrían haber… sido muy diferentes, Spreen. No creas que los Machos no lo saben. Carola perdió la cabeza y cometió una insensatez, pero —siempre había un jodido «pero»—, hay que recordar que Aroyitt estaba en peligro. Roier hubiera sido el primero en estrellar el Jeep contra el muro de ese bar de haber sido tú al que hubieran raptado…
—Quackity, estás enfocando mal esta conversación —respondí—. Ya sé por qué Carola hizo lo que hizo, no necesito que me lo expliques. El problema no es que no lo entienda, el problema es que me expulsó de la Manada y a mí no me sale de la puta gana ser comprensivo y tragar una vez más su mierda —terminé, apretando los dientes con un tono más enfadado—. ¡Así que puedes llamarlo de vuelta y decirle que se vaya a la mierda!
—Spreen, por favor… esto es más complicado de lo que crees.
—No, no es complicado, Quackity, en realidad, es muy simple: yo tengo razón —y, como una vez hacía ya mucho tiempo, estuve a punto de colgar llegado ese punto, sin embargo, no lo hice hasta que añadí—: No estoy enfadado con vos, Quackity —entonces colgué.
Lo siguiente que hice fue ponerme a buscar trabajo. Si creían que estaba bromeando o que aquella era solo una rabieta, se equivocaban. Carola me había expulsado, así que yo no participaría en nada más que tuviera que ver con la Manada: no quería su trabajo, ni su dinero, ni sus favores. De nuevo sería yo solo contra el mundo, pero cargando con un enorme y apestoso lobo a las espaldas. Para cuando Roier se despertó de la siesta, ya había llamado a un par de lugares y concertado dos o tres entrevistas de mierda para empleos temporales por los que me pagarían una puta miseria.
—Voy a ir a hacer una entrevista —le anuncié de camino al dormitorio. El lobo gruñó de forma aguda, entre sorprendido y adormilado.
—Spreen ya tiene trabajo en la conserjería. Al lado de Refugio y de Roier — dijo, siguiéndome por el pasillo—. ¿Por qué necesita otro?
—Ya no estoy en la Manada y no pienso volver allá.
Roier agachó un poco la cabeza y puso una de sus muecas apenadas, pero no gimoteó como sabía que odiaba que hiciera.
—Spreen… —empezó, pero se detuvo cuando percibió mi mirada de advertencia por el borde de los ojos. El lobo caminó hasta el borde de la cama y se sentó, mirándose las manos callosas, como si quisiera limpiarse algo en ellas—. Roier también está muy furioso con Alfa —me dijo entonces—. Roier no lo va a perdonar fácilmente por haber pegado a Spreen y haberle hecho daño.
—Entonces estamos de acuerdo —concluí, buscando mis gafas falsas entre la ropa amontonada del armario empotrado. Estaba convencido de que me daban un aire intelectual y relajaban mi típica expresión indiferente o enfadada, lo que siempre venía bien a la hora de rogarle a un idiota que te pagara una miseria por casi esclavizarte.
—Pero Alfa vino a Guarida —continuó—. Agachó la cabeza con respeto delante de Roier. Carola sabe que hizo algo muy malo…
—Sí, la cago mucho —murmuré, encontrando al fin las gafas bajo una de las camisetas de asas del lobo. Me las puse y me giré hacia él —. Me voy. Volveré en una hora, o puede que dos, si me enfado mucho en la entrevista me pararé a tomarme una cerveza después.
Me acerqué a Roier y le froté la mejilla contra la mía como solíamos hacer, pero el lobo me rodeó de la cadera, todavía sentado en la cama, y se
quedó mirándome fijamente a los ojos.
—Roier apoyará a Spreen. Siempre —me dijo—. Pero no quiere que Spreen se aleje de la Manada otra vez. A Roier le hacía muy feliz ver a su compañero en la consejería con los demás Machos, y cree que a Spreen también le hacía feliz eso…
Me quedé mirando aquellos ojos cafés de bordes ámbar, rodeados de espesas pestañas negras, extrañamente femeninas para un rostro tan brusco y rudo como el de Roier. Le pasé una mano por su pelo corto y le rasqué suavemente al alcanzar la nuca.
—Yo no me fui. Él me echó —murmuré en voz baja.
Sin más, me di la vuelta y me fui a buscar la chaqueta antes de salir por la puerta. No quise mirar al Refugio en frente, ni a nadie que cruzara la otra acera nevada, ni siquiera a los tres lobos que vigilaban la esquina y que me preguntaron a dónde iba y si necesitaba que me acompañaran para protegerme.
—No —negué con un tono seco, pasando de largo mientras me ponía un cigarro en los labios y buscaba mi zippo en el bolsillo.
Ya era de noche, pero cuando llegué al club nocturno en el que buscaban camareros «sociables, alegres y, preferiblemente, de buen aspecto», ni siquiera habían abierto al público todavía. Era uno de esos locales nuevos del centro, para gente con dinero que se podía permitir pagar cincuenta dólares la copa e inhalar cocaína sin cortar. Un chico bastante guapo de ojos azules me abrió la puerta y me dedicó una sonrisa y una breve mirada de arriba abajo, arqueando las cejas antes de decirme:
—¿Eres Spreen?
Asentí. Aquella era la primera prueba: habían mandado al tipo aquel para que mirara si yo era lo suficientemente atractivo, así que me permitió entrar y conocer al dueño. No me acerqué lo suficiente para que pudiera oler mi peste a Roier, pero no tardó demasiado en decirme:
—No quiero a jodidos loberos en este local, pero tengo otro en la parte baja de la ciudad en el que podrías trabajar. Es una discoteca gay y…
Y me di la vuelta y me fui, dejándole con la palabra en la boca. «Parte baja» significaba menos propinas y «discoteca gay» significaba que iba a tener que soportar a mil babosos con las manos muy largas. Como le había dicho a Roier, me detuve a tomarme una copa y fumarme un par de cigarros antes de que me rompieran los huevos y me obligaran a marcharme. Al día siguiente madrugué para ir a una entrevista en un Burguer King frente al parque, donde ya ni me pasaron a hablar con el gerente; después un puesto de limpiador en un centro comercial donde me dijeron que solo buscaban mujeres, pero era mentira; y finalmente a un Dunkin’Coffee del distrito financiero donde solo había ido por pasar el rato, sinceramente, porque estaba convencido de que no me dedicarían ni un minuto de su tiempo.
—Mira, eres muy guapo —me dijo la dueña, o al menos la que estaba al mando—, y por aquí vienen muchas mujeres. Si te duchas y sonríes un poco, te pagaré setecientos.
—El anuncio decía novecientos…
—Te pago setecientos y estoy haciendo un favor, cariño —respondió, moviendo la cabeza con el típico swag de las mujeres de color que no aceptaban mierdas de nadie—, porque no hay muchos sitios que acepten a… gente con tus gustos.
Ambos compartimos una mirada fija y silenciosa, bastante tensa. Ahora yo ya no era solo un exdelincuente sin si quiera el graduado escolar, sino también un Cogelobos buscando empleo justo cuando la temporada alta de navidad había terminado y las calles estaban llenas de hombres y mujeres tan desesperados como yo. Así que me di la vuelta y me fui, dejando el local atrás antes de sumergirme en las calles del distrito financiero
—Dame un Long Black Latte, un Bombon Latte y cuatro cajas de donuts variados —pedí en el siguiente Donkin’Coffee que encontré, solo girando una esquina.
Con los cafés en un portavasos de cartón y la caja en la otra, fui hacia el puerto, a apenas diez minutos caminando de allí, donde soplaba el mismo viento tempestuoso que movía la nieve un poco hacia todas partes. Sabía dónde estaría Quackity, cubierto bajo uno de los pequeños almacenes con vista al estrecho, con las manos metidas en los bolsillos y la mirada perdida en el horizonte. Con el viento no me escuchó ni me olió a tiempo , así que casi saltó y estuvo a punto de darme una terrible piña en la cara cuando le dije:
—¿Cuánto cobras por una mamada, cariño?
El lobo se calmó al verme, soltó el aire contenido y me dedicó una expresión molesta y casi enfadada.
—Todavía seguimos en guerra, Spreen. No te acerques a un Macho de esa forma, porque estuve a punto de dejarte sin dientes.
—Mmh… —murmuré, ofreciéndole el café caliente—. Si decís esas cosas no me sorprende que siempre te toquen las loberas sadomasoquistas…
Quackity soltó un jadeó pero terminó sonriendo un poco y sacando la mano del bolsillo de su chaqueta de invierno para agarrar el café que le ofrecía.
—Esto es para los chicos —le dije, levantando las cajas.
Quackity silbó con dos dedos en la boca, produciendo un sonido agudo y alto que se pudo escuchar incluso en mitad de la ventisca. Entonces empezaron a aparecer un par de lobos repartidos por el perímetro, que me saludaron con un cabeceo y algún breve «Hola, Spreen» antes de repartirse los dulces. Mientras se entretenían devorando los donuts, el Beta pecoso me hizo una señal para que lo acompañara en un breve paseo por debajo de la cobertura de esa almacén abierto repleto de cajas y alguna maquinaria para moverlas.
—¿Ya estás mejor? —me preguntó—. ¿Hablaste con Carola?
—No. Estaba por acá cerca haciendo una entrevista de trabajo y me pasé para verte con un café —respondí mientras me encendía un cigarro.
—Verga, Spreen. Deja de hacer el tonto —me pidió, casi con enfado —. Carola cometió un error y está muy arrepentido. Vete a hablar con él y pídele alguna tonteria con la que pueda compensarte por haberte hecho daño.
—No me hizo daño, Quackity, me expulsó —repetí, porque al parecer yo era el único que le daba importancia a eso—. Y ustedes no paran de defenderlo porque es el puto Alfa.
—Yo no le estoy defendiendo y ya te dije que estoy de tu parte —me recordó con un tono mucho más serio y cortante—. Y no soy el único… — añadió, echando una rápida ojeada al grupo de lobos a lo lejos, queriendo decir mucho con aquello.
—Ah… —comprendí, alzando un poco la cabeza—. No les hizo gracia que pegara a un compañero, eh…
—No, ninguna gracia… —entonces dejó de caminar, echó otro vistazo y colocó su mano en mi espalda para guiarme hacia detrás de un muro de cajas de madera. Los lobos se tocaban mucho entre ellos, pero jamás a otros, y mucho menos a los compañeros; por eso supe que aquello era muy importante y serio—. Spreen, te voy a pedir algo como mejor amigo y como Primer Beta de la Manada —me dijo en voz baja y mirada muy fija de sus ojos marrones—, y es que lo pienses bien antes de rechazar tu dinero de compañero, volver a tus trabajos de mierda y a ignorarnos por completo. Carola ha pasado por un mal momento y su voluntad se vino abajo. Algunos dicen que fue… débil —le costó decir, casi como si le doliera reconocerlo—. Perder el control hubiera sido comprensible de cualquier otro Macho, incluso de Roier, pero no del Alfa, Spreen. Todos saben que si no fuera por ti, estaría muerto. Ahora Carola está en una posición muy delicada. ¿Lo entiendes?
Fumé una calada y eché el humo a un lado.
—¿Podrían echar a Carola de su rango? —pregunté, porque por el tono y la mirada que me había dedicado Quackity, sonaba a algo así.
—Si fuera necesario… sí. Nadie quiere seguir a un Alfa débil, Spreen — volvió a mirar a los lejos tras las cajas y a bajar más el tono, como si estuviéramos conspirando un regicidio—. Sé que crees que él puede hacer lo que quiera, pero no es cierto. Ser el Alfa es un rango muy importante con muchas responsabilidades, una de ellas es demostrar ser el más fuerte, incluso en momentos tan horribles para él como la desaparición de su compañera. Carola es un gran Alfa, pero cometió un error y ahora los Machos dudan de él. Si le… ayudaras un poco, Spreen…
Se me escapó un jadeo de incredulidad en mitad de una calada, así que tuve que toser un par de veces para recuperar el habla.
—Me estas jodiendo…
—Spreen, por favor, escúchame —me pidió—. Tú tienes razón esta vez…
—¿Solo esta vez? —le interrumpí.
Quackity negó con la cabeza y cerró un momento los ojos.
—Escúchame —insistió—. Tú y Carola tienen sus problemas, los dos son… complicados —fue la palabra que decidió usar—, pero cuando se trata de la Manada, trabajan muy bien juntos. La Manada necesita a su Alfa, y Carola necesita que le ayudes a recuperar la confianza de los suyos. Si no lo haces, la Manada podría sufrir mucho, Spreen…
Sus palabras quedaron flotando en el aire, al igual que la nieve fina y el olor del puerto.
—Todo queda en la Manada —murmuré.
El Beta no se rio, dedicándome tan solo una expresión seria y agotada.
Asintió con la cabeza y respondió:
—Nuestra Manada.
Chapter 79: NOSOTROS: LA MANADA
Chapter Text
Carola estaba trabajando en su despacho, como siempre. Cuando abrí la puerta sin avisar, lo sorprendí con la cabeza gacha y un purito humeando entre su dedo índice y anular. Alzó al instante sus ojos, mirándome por debajo de sus cejas rubias. Pasé el umbral con una expresión indiferente y calmada en el rostro y cerré la puerta a mis espaldas antes de acercarme a una de las sillas. No olía tan fuerte al Olor a Macho del Alfa porque la ventana que daba a la calle estaba abierta para dejar salir aquella peste a humo, llenando el despacho de un frescor muy diferente a la calidez que ahora reinaba en el edificio repleto de calefactores y gente.
—¿Puritos, Carola? —fue lo primero que le pregunté, haciendo referencia al cigarro entre sus dedos.
El Alfa siguió mirándome fijamente con una expresión muy seria, entonces se incorporó un poco y recostó la espalda en el sillón.
—Dejé de fumarlos por Aroyitt —me dijo con su voz pausada y grave—. Odia el olor a tabaco.
—Qué romántico… —murmuré, sacando mi propia paquete de cigarrillos para uno y ponérmelo en los labios antes de encenderlo con el zippo—. Fumar a escondidas en el despacho y no dejarme hacerlo a mí, es la típica cosa hipócrita que me espero de vos.
—Si vienes solo para insultarme, Spreen, es mejor que te vayas.
—No, no vengo solo a insultarte —respondí, soltando el humo hacia el techo antes de recostarme un poco en la silla—. Me dijeron que algunos Machos te están perdiendo el respeto, Carola.
El Alfa no respondió al momento, movió un poco los labios como si valorara seriamente lo que decir y terminó por darle una calada al purito, echando el humo azulado hacia un lado.
—¿Eso te hace feliz, Spreen? —me preguntó.
—La verdad es que sí —reconocí—. Empezaba a pensar que yo era el único que se daba cuenta de que eras un tarado.
Carola asintió lentamente. Estaba muy serio, pero, al parecer, ya no tenía ganas de enfadarse conmigo. Ladeó el rostro hacia la ventana y fumó otra calada.
—Usa el puto cenicero —fue lo que dijo, haciendo un vago gesto con la mano del purito hacia la vasija de vidrio que había robado de la cocina.
Me incorporé lo suficiente para acercar la mano y golpear el cigarrillo antes de manchar nada. Dejándome caer de nuevo en el respaldo, chasqueé la lengua y entreabrí los labios, soltando algo de aire. Aquello me estaba costando mucho más de lo que creía. Había guardado la esperanza de encontrarme con el Carola enfadado, ese que me haría cambiar de idea y me demostraría que estaba cometiendo un error, porque se merecía pasarlo mal; por desgracia, el Carola razonable era un poco más complicado de odiar. Solo un poco.
—Querías disculparte, ¿no? —le pregunté. El Alfa me miró por el borde de los ojos.
—Sí —afirmó—, eso quería hacer.
—Bien, pues adelante —le animé.
Carola no lo hizo al momento, quizá sospechando que se trataba de una trampa y que solo quería humillarlo un poco más antes de irme con una sonrisa en los labios y un portazo. No voy a mentir, lo hubiera hecho en otro momento, quizá hacía unos meses, pero no ahora. El Alfa tomo una bocanada de aire y se acercó al escritorio para echar la ceniza del puro en la vasija, después se quedó con los brazos apoyados y la mano del cigarro alzada, casi al lado de su rostro.
—Habían secuestrado a mi compañera y yo estaba muy preocupado. Solo era capaz de pensar en lo peor y escucharte hablar como si ella no te importara una mierda, me puso muy furioso. Sé que todo lo que dijiste era cierto, sé que esperar era lo más razonable y sé que cometí un error muy grave al querer ir a salvarla yo solo. Sé que solo tratabas de impedir que hiciera una estupidez al subirte al capó de mi coche y sé que sin ti estaría muerto. Siento mucho haberte pegado y amenazado y me arrepiento de todo corazón, Spreen. —Se detuvo ahí, tragó saliva y, apartando un momento la mirada, dio otra calada al purito antes de soltar el humo—. Es evidente que no era mi intención expulsarte de la Manada —continuó, volviendo a mirarme—, y creo que ya no es ningún secreto lo mucho que… valoro tu opinión y tus consejos.
Estaba dicho. Ahora no podía echarse atrás… ambos lo sabíamos. Por eso se produjo un momento muy tenso en el que el Alfa aguardaba muy serio a que cometiera el error de despreciar su disculpa, quizá con la misma esperanza que yo había tenido de encontrar una razón para cambiar de idea y despreciarlo.
—La conserjería se me está quedando un poco pequeña —le dije—. Quizá cuando termine todo esto y deje de haber bebes llorones y compañeros correteando de un lado a otro del edificio, me cambie a la sala esa de abajo a la esquina. La que es como una pequeña oficina con ventanales y vistas a la calle.
Carola asintió lentamente.
—Quieres más espacio para no hacer nada…
—Sí —afirmé antes de darle una calada al cigarrillo.
El Alfa fumó también de su purito y bajó la vista hacia el cenicero antes de apagar la punta dándole suaves vueltas entre los dedos para no estropear el resto del cigarro que, quizá, terminaría de fumarse más tarde.
—Si hablas con los compañeros y los Machos, diciéndoles que la situación me superó y que tú me sacaste de quicio, algo que sin duda creerán, quizá entiendan que no me guardas rencor —me explicó mientras se volvía a recostar en su sillón—. Creo que dejarán pasar el incidente como un error aislado que no tiene por qué afectar a mi buen juicio como Alfa de la Manada.
—Y yo creo que mi nueva conserjería va a tener de todo —murmuré tras un breve silencio.
—Va a tener de todo porque va a ser mi forma de pedirte perdón con algo más que una disculpa, pero es mejor que no vayas por ahí diciendo que es un intercambio de favores porque, como sabes, la Manada no funciona así.
—Claro, me vas a armar una sala increíble con pantalla de proyección, luz regulable y un mini-bar solo porque me quieres mucho, Carola — sonreí.
—No. Te lo daré porque te lo has ganado —me corrigió.
—Y porque me quieres mucho —insistí, guiñándole un ojo antes de incorporarme para aplastar el cigarrillo—. Lo del secreto de que fumas puros a escondidas, te lo doy gratis —añadí antes de dirigirme a la puerta.
—Solo volví a fumar porque Aroyitt había desaparecido y estaba de los nervios —respondió, con un tono más duro y alto, más normal en él—. Ahora que ha vuelto, lo dejaré.
—Claro… —murmuré de espaldas, cerrando la puerta y dejándole en la soledad de su frío despacho con olor a Alfa y puritos.
Como había prometido, empecé una campaña de publicidad para el Alfa, pero a mí manera. No fui corriendo a hablar con todos ni mucho menos, solo me dejé ver por el edificio de oficinas y el Refugio después de día y medio sin dar señales de vida. Algunos Machos y compañeros tuvieron el valor de acercarse y preguntarme si me encontraba bien, a lo que respondía:
—Sí, de puta madre. A Carola se le fue un poco la cabeza con eso de perder a Aroyitt y, cuando le dije que me chupara la pija, se enojo mucho. No entiendo por qué… de todas formas, ya se disculpó y volvio a ser el mismo subnormal de siempre.
Poco a poco, el mensaje fue calando en la Manada. Yo no estaba enfadado y un Roier muy orgulloso y reservado también recibió una buena disculpa por parte de Carola, así que, tras organizar un asalto el domingo por la noche y exterminar a los Aullido, Carola volvió como el conquistador y gran Alfa que se suponía que era. Me había quedado esperando todo aquel tiempo, fumando cigarrillo tras cigarrillo mientras caminaba de un lugar a otro. No quería ver a nadie, no quería estar con nadie ni participar en esa tensión y nerviosismo común de los compañeros reunidos en el Refugio. Cuando vi los primeros todoterreno aparecer por el final de la calle, sentí el corazón a mil por hora hasta que, de pronto, dejó de latir, porque el Jeep negro no habia aparecido por ninguna parte. Apreté los dientes y empecé a respirar más fuerte. Carola ya salía de su puto Land Rovert Discovery, con solo una nueva marca en el rostro y una ligera sonrisa. Iba a ir directo a cagarme en su puta madre cuando, de pronto, un gruñido agudo me interrumpió, giré el rostro y vi a mi Roier caminando hacia mí por la calle nevada.
Estaba bien. Bueno, tenía la chaqueta gruesa manchada de sangre y los guantes que le había regalado estaban un poco gastados a la altura de los nudillo; pero él estaba bien y no parecía herido. Tome una buena bocanada de aire y entonces le grité:
—¡¿Por qué mierda venis caminando, pedazo de pelotudo?!
El enorme lobo perdió la sonrisa y frunció el ceño.
—Roier sabía que no iba a haber sitio y aparcó el coche en la calle de al lado.
—¡Para eso hay un puto garaje en el Refugio! —volví a gritar, recortando los pocos pasos que nos separaban.
Roier gruñó, encogiéndose un poco como si temiera que tuviera que defenderse, hasta que le rodeé tanto como pude entre los brazos y le apreté con fuerza, cerrando los puños sobre su chaqueta y pegando el rostro a su cuello. Respiré aquella peste a sudor que tantísimo me gustaba y que ya formaba parte de mi mundo, de todo mi mundo. Roier gruñó por lo bajo, algo denso y grave para indicar placer antes de ronronear y frotarme el rostro contra el pelo.
—Roier está bien —me dijo—. Spreen no tiene que preocuparse…
—Cerra la puta boca —respondí, apretándolo más fuerte porque, por un instante, había creído que lo había perdido y esa sensación fría y desagradable había sido lo más horrible que había sentido nunca. Muchísimo peor que la abstinencia. Y yo jamás creí que se pudiera experimentar algo más agónico y difícil que eso.
Pasados un par de minutos, me moví lo suficiente para mirar sus ojos cafés y le hice una señal hacia el portón de enfrente. Indicándole que quería ir a la Guarida. El lobo asintió y me siguió sin separarse mucho de mí, volviendo a rodearme por la espalda y a frotarse el rostro contra mi pelo en el ascensor. Una vez en casa, tiré de él hacia el dormitorio y, sin decir nada más, le empecé a quitar la ropa manchada de nieve y sangre a tirones. Roier sabía lo que iba a pasar, podía olerlo en mí y no tardó en gruñir, poner su cara de mafioso enfadado y en exitarse como un animal bajo su pantalón de chándal. Y cuanto más gruñía y peor me miraba, más duro me ponía. Terminé arrojándolo sobre la cama y poniéndome de rodillas para pegar el rostro a su entrepierna y gemir de puro placer, pero no tanto como cuando le chupé la apestosa pija y le lamí esos enormes huevos peludos. Cuando lo monté con la boca empapada en saliva y su fuerte líquido preseminal, Roier ni siquiera se había llegado a quitar el jersey y yo tenía la chaqueta atrapada en un brazo y los pantalones por las tobillos. Fue uno de nuestros increíbles sexos salvajes, duros y totalmente caóticos, de esos que tanto adoraba.
Tras cuatro buenas corridas de lobo, se derrumbó sobre mí y me empezó a lamer las nuevas heridas que me había hecho al morderme tan fuerte. Me frotó si rostro empapado en sudor y ronroneó como un gatito.
—Roier quiere muchísimo a Spreen —me dijo.
Tomé un par de respiraciones, todavía flotando en mi nube de calma y tranquilidad.
—Spreen también quiere muchísimo a su Roier… —murmuré.
Roier gruñó con placer, me rodeó con sus brazos y ronroneó más alto mientras sonreía como el lobo más estúpido y feliz del mundo. Cuando al fin nos levantamos, lo llevé a la ducha, le afeite y le serví su enorme tupper de cena. Mientras lo devoraba como un animal y me miraba sin parar, me preparé un café y me fumé otro cigarro, el décimo de aquella larga noche de espera. Agarré un momento el celular para enviarle un rápido mensaje a Quackity y preguntarle qué tal estaba, a lo que respondió: «Todo fue muy bien. Eran pocos Machos y los hemos barrido del mapa. Noni, Karchez y Dan tienen algunas heridas, pero no sufrimos ninguna pérdida». Asentí, dejé el celular y miré a Roier a los ojos mientras terminaba de cenar.
El lunes por la tarde, Aroyitt ya estaba recuperada, lo que quería decir que al fin Carola la había dejado salir de esa torre de marfil en la que la había tenido encerrada todo aquel tiempo. Fui a hacerle una visita al Refugio con un café del Starbucks que ella rechazó con una sonrisa culpable y una breve explicación:
—Ya me he tomado mucho café con otros compañeros que vinieron, pero muchas gracias, Spreen.
—Este tiene whisky —le dije.
—Oh, entonces sí —respondió, alargando su mano de perfectas uñas para darle dos buenos tragos al café y terminar con una expresión de ceño fruncido y labios apretados—. Spreen, eres el único que me daría un vaso del Starbucks con más whisky que café… —no parecía nada molesta por eso.
No le hice preguntas sobre el rapto, ni siquiera toqué el tema, sabiendo que los demás ya la habrían mortificado a preguntas y que Aroyitt ya estaría cansada de dar las mismas respuestas; así que le hablé de cómo había organizado el Refugio y el edificio de oficinas en su ausencia, lo que consiguió arrancarle un par de sonrisas. Después me explicó que los demás compañeros y sus lobos estaban volviendo a sus Guaridas y que pronto todo volvería a la normalidad. Suspiró y se rodeó el pecho debido al frío que hacía en el exterior donde yo fumaba tranquilamente.
—Ha sido un mes duro, pero al fin ha terminado —me dijo.
Yo también lo pensé. Cualquiera lo hubiera pensado, pero todavía había una horrible noticia que descubrir aquella semana. Era viernes de la penúltima semana de enero y al fin había vuelto a mi conserjería, a la nueva, quiero decir. Roier, Quackity, Serpias, Shadoune y Criss estaban conmigo ayudándome con los nuevos muebles y a organizar el espacio. Mi lobo llevaba el sofá más grande y, cuando lo había dejado en su sitio con buenas vistas al proyector de la pared, se había tumbado y se había pasado los cojines por la entrepierna.
—¡No, Roier! —le había dicho Shadoune con una mueca de asco—. ¡No te los pases por la puta polla!
—Sofá de Roier y Spreen —respondió el SubAlfa con tono grave y una mirada seria—. Nadie más puede sentarse, así que Roier deja su olor en él.
Shadoune se había girado hacia mí en busca de apoyo, pero yo solo me encogí de hombros.
—Me gusta consentir a mi Macho —murmuré sin más, lo que produjo alguna carcajada de los otros lobos menos escrupulosos con el tema.
—Pues yo no voy a soportar la peste de tus huevos, Roier — declaró Shadoune, llevándose su puff al otro lado de la sala, lo más lejos posible del sofá.
—Yo sí, capo —le dije a mi lobo antes de guiñarle un ojo, a lo que él respondió con un gruñidito de placer y un movimiento de cadera.
Si no hubieran estado los demás allí, le hubiera bajado el pantalón y le hubiera montado, pero teníamos mucho tiempo para «dejar bien de olor a Roier» en cada esquina de la nueva conserjería, como habíamos hecho con la otra; en ese momento me interesaba más dejar colocados los muebles y que Quackity terminara de programar la pantalla de cine y el portátil sobre la mesa de bar. Junto a la que, por supuesto, también había un teléfono. Carola lo había comprado expresamente para mí, y había elegido un modelo vintage de color rojo y sin marcación. Yo no había entendido la broma hasta que Criss se había reído y lo había señalado. Al buscarlo en internet descubrí que el famoso «Teléfono Rojo» era una referencia a la línea directa que unía la Casa Blanca y Moscú durante la Guerra Fría. Por mucho que me doliera, la verdad es que encontré aquella retorcida broma del Alfa bastante divertida. Esa era la razón por la que cada vez que llamaba, respondía:
—Privet, camarada Carola.
—¿Está Roier contigo? —me preguntó al momento con un tono duro y seco, lo que significaba que algo no iba nada bien.
—Y Quackity y Shadoune —añadí, dejando las bromas a un lado mientras me giraba hacia los chicos—. ¿Por qué?
—Tráelos al garaje, ahora mismo —ordenó antes de colgar.
Solo tuve que hacer una señal con la cabeza hacia la puerta para que los dos Betas y Roier me siguieran. Les hice un breve resumen de camino, algo como «Carola está muy enfadado» y ellos se limitaron a asentir. Cruzamos al Refugio y nos adentramos en la cocina antes de salir al garaje, donde el Alfa estaba con la cadera apoyada en el capó de un Jeep Grand Cherokee rojo fuego. No necesité más que ver su expresión muy seria mientras se frotaba el puente de la nariz para saber que Sapnap la había vuelto a cagar. El joven no estaba ni cerca de él, sino con la espalda apoyada en la pared de cemento gris, con la mirada clavada en el suelo, fumando con una mano temblorosa mientras respiraba pesadamente, como si se ahogara. No detuvimos a un paso y Carola al fin nos miró.
—Sapnap queda degradado desde hoy a Macho Común —fue lo primero que dijo. Un duro golpe para el joven, pero, por como lo había dicho, eso no era lo peor—. Ha tenido la brillante idea de tomarse la justicia por su mano… —continuó, levantándose del capó y haciendo vibrar el coche que había tenido que soportar su enorme peso. Dio un par de pasos hacia el maletero y lo abrió para que pudiéramos ver el interior.
—Mierda… —jadeó Shadoune.
Quackity se quedó totalmente en blanco, mientras Roier gruñó y me apretó más contra él, como si ya estuviéramos en peligro. Yo no hice nada, me quedé un par de segundos quieto y después me saqué un cigarrillo para encenderlo con el zippo.
—¿Quién es, Sapnap? —le pregunté directamente al joven.
En el interior del maletero había una mujer atada y amordazada, nos miraba con terror en sus ojos llorosos y enrojecidos y gemía por lo bajo. Por supuesto, apestaba a lobo de otra Manada. El pelotudo del lobato, porque había demostrado que no se merecía ser tratado como Macho, me dedicó una mirada seria por el borde superior de sus bonitos ojos color miel.
—Es la compañera de un SubAlfa de los Medianoche —respondió Carola por él, cerrando el maletero para que la mujer no pudiera seguir escuchando nada más—. Sapnap lleva una semana en su Territorio escondido y la ha raptado para vengarse de Aroyitt. Ha preferido ignorar las órdenes que le di y ser el gilipollas que nos lleve de cabeza a una guerra con la segunda Manada más grande de la ciudad.
Roier ya no era el único que gruñía. Los tres lobos miraban al joven fijamente y con postura rígida, como si estuvieran a punto de atacarlo. Carola solo tuvo que levantar una mano para hacerles parar. Movió la cabeza hacia Sapnap, pero no se dignó ni a mirarlo antes de hacerle un gesto para que se fuera, excluyéndolo de aquella conversación de un rango que ya no tenía. El lobato, al contrario de lo que solía hacer, cerró la boca, tiró el cigarrillo a medio fumar al suelo para pisarlo y se fue a paso lento en dirección a la salida. Sabía que la había cagado tanto que ya ni su ira lo iba a proteger.
—Ahora tenemos que pensar una forma de tratar de evitar una guerra que no queremos —continuó el Alfa, dejando bien clara su posición sobre el tema—. ¿Alguna idea? —me miró—. Sería un gran momento para una de esas ingeniosas, Spreen.
Mantuve su mirada en silencio y fumé una calada del cigarrillo antes de responder:
—Hubiera sido fácil si la mujer no nos hubiera visto. La hubiéramos dejado tirada en alguna esquina del Territorio, drogada o empapada en alcohol y hubiéramos esperado a que los Medianoche se hubieran vengado de cualquier mafia de Tacoma. Ahora, en cuanto vuelva con su Macho, le dira que fuimos nosotros y será la guerra. Hay dos opciones: o la matas o tratas de negociar con ellos.
—Negociar no es una opción —negó Shadoune, todavía con los dientes apretados y bastante enfadado por aquel nuevo problema—. Nos hará parecer débiles.
—Será comprensible si le decimos que fue un lobato… —dijo Quackity.
—Eso es incluso peor, creerán que Carola no tiene autoridad ni para poner firmes a los lobatos.
Recosté la espalda en el pecho de Roier, algo que me había acostumbrado a hacer cuando no tenía nada más donde sentarme. El lobo me abrazó con ambos brazos y me frotó el rostro contra el pelo como si estuviera buscando consuelo o algo.
—O la matamos, o la devolvemos, pero la guerra es inevitable —les dije con total seguridad—. Tenemos que atacar primero antes de que descubran que fuimos nosotros.
Mis palabras dejaron un profundo silencio en los Machos, que me miraban casi sin pestañear.
—Acabamos de salir de una guerra —murmuró Quackity, como si aquello le pesara demasiado—. Ya mandamos a todos a sus Guaridas, hacerlos volver les va a bajar mucho la moral.
—Haremos lo que tengamos que hacer por la Manada —declaró Shadoune, alzando la cabeza e hinchando su pecho de levantador de pesas—. Puedo llevarme a unos cuantos Machos y descubrir dónde está el Refugio de los Medianoche.
—No, eso sería estúpido —respondí—. Lo que tenemos que hacer es jugar sucio… —miré al Alfa—. ¿Recordas cuando vos estuviste a punto de lanzar a la Manada de cabeza contra los Medianoche aunque no hubieran sido ellos los culpables, y no lo hiciste solo porque yo te paré?
Carola gruñó por lo bajo y puso una de sus expresiones de asco, aunque terminó asintiendo.
—Lo recuerdo, Spreen…
—Tú idea fue que tuvieron que ser ellos porque eran los segundos más poderosos, así que, quizá, el Alfa de Medianoche piense que los culpables de haber raptado a la mujer hayan sido los del Club Colmillo, en Bremerton, ya que nosotros no tenemos razón alguna para poner en peligro nuestro Territorio…
Carola lo entendió rápido, levantó su cabeza y siguió mirándome por el borde inferior de los ojos, aprovechando sus dos metros de altura.
—Eso es muy retorcido, Spreen —me dijo—. Causar una guerra entre Manadas para debilitarlas y que sean más fáciles de atacar… —asintió lentamente y una fina sonrisa le afloró en los labios, como si se tratara del genio malvado de una película.
—¿Extendemos un rumor, entonces? —preguntó Quackity—. No sería difícil.
—Cortamos una mano a la humana —dijo Roier a mis espaldas antes de hacer una señal al maletero—. Y se la enviamos en un envoltorio de algún restaurante de Bremerton.
—A la mierda, Roier —fruncí el ceño, casi sorprendido de oír a mi lobo decir esl. Estaba tan acostumbrado a verlo ronroneando y rascándose las bolas en el sofá que a veces me olvidaba de que era un puto mafioso sin escrúpulos. Él bajó la cabeza para mirarme y se encogió de hombros, como si no entendiera el problema.
—Sí, podría funcionar —aceptó el Alfa—. Si no lo entienden, probaremos con la otra mano, pero creo que con una será suficiente para que ese Macho se lance hacia el Territorio de los Colmillo sin dudarlo. ¿Te encargas tú, Shadoune? —le preguntó al Tercer Beta, que no dudó en asentir—. Hazlo en la nave de las afueras, no quiero que las crías oigan los gritos. Quackity —miró al lobo pecoso—, llama al periódico, que saquen alguna noticia sobre un grupo de Machos en el Puente de Tacoma Barrows dirección norte. Algo como que había gritos de mujer y risas, sensacionalista, que llegue a oídos de los Medianoches. Roier —le dijo a mi lobo—, encárgate de vigilar la frontera sur y que nadie se adentre en nuestro Territorio, a la menor señal de peligro, vuelves y daré la alarma para que todos se escondan de nuevo en el Refugio. Por el momento, finjamos que nada ha cambiado. Spreen —me miró—, acompáñame al despacho.
Como si se tratara de un general de campo, todos los lobos obedecieron sin dudarlo, yo incluido, siguiendo al Alfa en su camino hacia el edificio de oficinas para ascender en silencio hacia su despacho. Carola se sentó en su silla, me ofreció que me sentara con un gesto de la mano —aunque yo ya lo estaba haciendo— y, para mi sorpresa, sacó una caja metálica de puritos del cajón superior de su gran mesa blanca de jefazo.
—Quiero terminarlos antes de dejarlo —murmuró, no como si fuera una justificación, solo un dato sin importancia. Se puso uno en la boca y se lo encendió con una cerilla. Yo había entrado con mi cigarrillo en los labios y no había hecho nada por tirarlo antes de entrar en el despacho—. Bien — continuó el Alfa, soltando el humo azulado a un lado y recostándose—, ¿qué pasaría si no caen en la trampa? Nos acabamos de recuperar de una guerra que, aunque estúpida y rápida, nos ha dejado algo tocados…
Puse los ojos en blanco y farfullé algo incomprensible antes de recostarme más en el asiento. Casi envidiaba a la pobre compañera a la que le iban a emputar la mano en una nave de las afueras, porque sería menos doloroso que una de las sesiones de preguntas y planificación con el Alfa. No paraba de darle vueltas a todo y quería planear cada puto detalle de lo que haría o cómo reaccionaríamos en un sinfín de escenarios sin sentido. Entonces no paraba de preguntarme qué pensaba yo o qué me parecía una idea en concreto. Hasta sacó el mapa de la ciudad, lo puso encima de la mesa y después me fue explicando puntos estratégicos en los que la Manada tenía «cosas». Ya había quedado atrás el tiempo en el que Carola dudaba de mí, se enfadaba por todo lo que decía o se reservaba información; ahora yo era parte de la Manada, una parte importante, y él no iba a dudar ni un segundo en aprovecharse de mi «retorcida mente». Aunque, a decir verdad, no sé cuál de los dos era más retorcido.
A la tarde siguiente, recibí una llamada cuando todavía estaba en la cama con Roier. El lobo gruñó y dejó de abrazarme para mover la mano a la mesilla y acercarme el teléfono.
—Tengo la pija de Roier inflada como un globo dentro del culo, Carola —le dije—, así que espero que sea importante…
—No me interesa saber lo que estás haciendo ni lo tienes metido dentro, Spreen —respondió con calma antes de añadir—: Ya hemos enviado la mano, al anochecer, ven a verme directamente al despacho —y colgó.
Resoplé, tiré el celular sin mucho cuidado a un lado y volví a cerrar los ojos antes de volver a meter el rostro en el hueco del cuello de Roier.
— Empiezo a echar de menos cuando me odiaban y no me rompían tanto las bolas… —murmuré.
Roier se rio un poco, haciendo vibrar su pecho de bajo de mí. Después me apretó más fuerte y ronroneó hasta quedarse dormido y roncar como un puto oso. Fui a ducharme, me preparé un café y me lo llevé junto con un cigarro al balcón nevado. Hacía frío y el cielo estaba encapotado, pero, con suerte, esquivaríamos una tormenta.
Chapter 80: LA GUERRA: ES SUCIA Y CRUEL
Chapter Text
El agradable mensaje de una mano amputada envuelta en un papel de bocadillo de una tienda del puerto de Bremerton, tuvo el efecto esperado. Los Medianoche no dudaron en atacar a los Colmillo con toda su rabia, metiéndose en una guerra sin sentido que ninguno de los dos bandos había buscado. Carola lo observaba todo como un malvado súper villano en lo alto de su torre, fumando esos «puritos que le quedaban» y sonriendo como un cerdo tras recibir llamada tras llamada de sus espías y policías corruptos sobre el avance de la guerra. Solo le faltaban los rayos retumbando de fondo.
—Ya he hablado con algunos clientes que nos habían abandonado, les he asegurado que dentro de poco ya no les venderán mercancía y les he ofrecido un trato a un coste mayor del que ya teníamos —me explicó el domingo en su despacho, apenas dos noches después del gran golpe—. También he pensado que podríamos tomar de vuelta Federal Wey y permanecer a la espera, si ganan los Medianoche, veremos cuántos Machos les quedan vivos, si son una cantidad razonable, podríamos invadirles y extender el Territorio por el sur. No necesito su puerto de mierda, pero tampoco nos vendría mal…
—No nos precipitemos, Carola —le advertí, echando una calada a un lado—. ¿Ya mandaste a la humana a Bremerton?
—No, es complicado —respondió el Alfa, recostándose sobre su sillón y dejando sus ideas de conquistador a un lado—. Con la guerra no quiero que vean a ninguno de los míos rondando por allí.
—Iré yo —me ofrecí.
—No —se negó al instante—, es peligroso y no quiero tener que soportar a Roier. Todavía no me ha perdonado del todo nuestro… pequeño incidente.
—Tenemos que deshacernos de la compañera, Carola —insistí—. Tienen que encontrarla en su Territorio, como habíamos acordado. Es importante para que no se den cuenta de que todo fue una trampa.
—¿Y cómo vas a mover un cadáver a través del río y dejarlo en algún lugar para que lo encuentren sin levantar sospechas? —me preguntó, entrecerrando los ojos antes de fumar una calada de su purito. Jamás lo reconocería en voz alta, pero Carola fumaba como un hijo de puta muy sexy.
—Me llevaré conmigo a Sapnap.
—No —repitió, esta vez más duro que antes—. Sapnap está muy ocupado fregando el edificio de oficinas…
—Sapnap se coló en un Territorio enemigo durante toda una semana y consiguió raptar a la compañera de un SubAlfa, Carola —le recordé—. Creía que a vos te gustaba sacarle el mayor provecho a las capacidades de tus Machos.
El Alfa se lo pensó y, con una mueca de disgusto, se inclinó para dejar la ceniza sobre el mismo vaso de la cocina que seguía usando como cenicero.
—Se lo explicarás tú a Roier y te harás responsable de todo lo que pase —murmuró.
Asentí y me levanté, apagando el cigarrillo en el mismo lugar antes de salir por la puerta. Aunque las cosas hubieran ido bien hasta el momento, aún quedaba trabajo sucio por delante. No sabíamos cuánto podrían tardar los Medianoche en derrotar a los Colmillo en aquella guerra sangrienta y sin cuartel que estaba empezando a llamar la atención de los medios y de la policía. Por lo que decían los informadores de la Manada, los Medianoche habían asaltado por sorpresa a los lobos de Bremerton, lo que les había dado una notable ventaja. Habían quemado un par de sus edificios y matado a algunos de sus Machos. Era difícil pensar que los Colmillo pudieran reorganizarse a tiempo y atacar de vuelta, así que, cuando los Medianoche descubrieran que la compañera no estaba allí, sabrían que les habían engañado. Eso les llevaría a sospechar de nosotros y, quizá, a atacarnos. Los lobos de Tacoma seguían siendo una Manada grande; no tanto como la nuestra, pero grande. Aún con sus fuerzas mermadas, no saldríamos de esa guerra tan bien parados como con los del Aullido. Y, aunque Carola ya estuviera pensando en ampliar el Territorio, el objetivo principal de todo aquel plan siempre había sido evitar una guerra que no queríamos. Por eso la compañera debía aparecer muerta en alguna parte de Bremerton, acabando con toda sospecha y con la posibilidad de ser descubiertos.
—Sapnap —le llamé al alcanzar la sala del segundo piso donde sabía que estaría.
El lobato giró el rostro a prisa para ocultar sus ojos llorosos de mí. Estaba sentado sobre la mesa, como la primera vez que le había visto, fumando cigarrillo tras cigarrillo y bebiendo trago tras trago de su botella de whisky.
—¿¡Qué mierda quieres?! —rugió.
Entré en aquel despacho de archivadores que apestaba ya al fuerte Olor a Macho de Sapnap, le habían degradado, pero su sudor seguía siendo tan fuerte como el de un SubAlfa. Cerré la puerta y caminé tranquilamente hasta quedar cerca del lobato, pero dejándole espacio suficiente para que pudiera seguir ocultando su rostro lloroso de mí.
—Hay un trabajo importante y necesito tu ayuda —le expliqué.
—¿Has venido a reírte, Spreen? —preguntó tras un breve silencio, todavía con la mirada clavada en la otra esquina de la sala—. Ya habías tardado demasiado…
—Vine porque hay un puto trabajo que hacer, Sapnap —repetí, esta vez con un tono más seco—, así que levantate, no tenemos toda la maldita noche.
—Tú no me das órdenes… —gruñó con los dientes apretados.
—Muy bien, entonces no vengas —concluí, dándome la vuelta hacia la salida.
Volví a cerrar la puerta a mis espaldas y me sumergí en el pasillo en penumbra que todavía tenía un rastro al Olor de la Manada, incluso una semana después de que se hubieran ido todos de allí. Fui directo a las escaleras con las manos en los bolsillos de mi chaqueta y descendí paso a paso, calmadamente, hasta que oí un fuerte golpe a lo lejos y unos pasos furiosos que retumbaron por el pasillo. Esperé a Sapnap en el entresuelo, con una mueca desinteresada, para verlo aparecer con su clásico enfado de pendejo pelotudo.
—¿Vas solo? —quiso saber. Asentí.
—Es un trabajo que requiere discreción.
El joven levantó la cabeza, esperó el par de segundos que su orgullo le exigían y después bajó un par de escalones.
—¿Te dijo Carola que vinieras a buscarme? —preguntó en un tono más bajo y controlado.
—No, yo le pedí a Carola que vinieras conmigo. Hay que entrar en Territorio enemigo y dejar a la compañera en algún lugar visible pero no obvio. Vos ya demostrarte que sabes moverte muy bien y no llamar la atención…
Sapnap volvió a quedarse en silencio, como si sopesara la idea de que me estuviera riendo de él o alguna tonteria así. Creo que fue solo el hecho de que ya nos conocíamos demasiado el que le hizo darse cuenta de que yo no regalaba cumplidos ni tenía la necesidad de evitar conflictos. El lobo bajó el resto de escalones e hizo una señal para que continuáramos adelante. No dijimos nada hasta alcanzar el garaje, recogiendo las llaves de una camioneta Ford F-150 en el marco junto al resto. Era de los coches más «discretos» de la Manada, que, aunque grande, era bastante común y no llamaba demasiado la atención. Una vez dentro, Sapnap sintonizó la cadena de rock y subió un poco el volumen.
—¿Tienes un cigarrillo, Spreen? —me preguntó sin mover la vista del frente.
Saqué una mano del volante y busqué a tientas los cigarrillos de mi bolsillo antes de tirársela. El lobo la aceptó, se sacó un cigarro y lo encendió con su zippo negro, soltando el humo por la ventanilla abierta.
—Así que tú crees que no lo hice mal… —murmuró.
—Creo que lo que hiciste fue bastante impresionante, y ojalá lo hubieras hecho para algo que no fuera cagarnos con más problemas.
El lobo gruñó por lo bajo y volvió a enfadarse, girando el rostro todo lo posible hacia la ventanilla para no tener que mirarme ni por el borde de los ojos. Ya era tarde para bajar del coche en marcha, pero estuve seguro de que el lobato lo hubiera hecho si hubiera podido.
—Lo hice por la Manada… ¡por Carola! —terminó gritando.
—La cagaste, Sapnap. Muchísimo —respondí, porque si buscaba consuelo, no lo iba a encontrar en mí—. Fuiste estúpido y jugaste a ser un puto héroe, metiéndonos de cabeza en un problema que podría haber terminado en muchas muertes y sufrimiento. ¿Recordas cuando te dije que pensaras las cosas antes de hacerlas? A esto me refería. Desobedeciste una orden directa del Alfa, te escapaste sin decir nada y quisiste tomarte la justicia por tu mano cuando solo llevas un par de meses siendo un Macho de la Manada.
—¡Me preocupaba Aroyitt y quería vengarme! —rugió, lo que me llevó a mirarlo con una expresión seria. No le iba a recordar que a mí no se me gritaba.
Sapnap siguió respirando con fuerza, tomando grandes bocanadas de aire por entre los dientes. Estaba enfadado, frustrado y dolido, consigo mismo y con los demás por no querer entenderlo. El joven solo estaba intentando hacerse un hueco en la Manada y demostrar su valor, pero cada decisión que tomaba era peor que la anterior.
—Carola también fue al puto Club de los Aullido solo y casi lo matan —insistió, ya sin gritar, solo como una exclamación desesperada.
—Tenes razón, Sapnap —le dije con tono calmado, porque entendía esa frustración y yo no estaba allí para sermonearlo —. Carola también la cagó y, por suerte, conseguimos pararlo y salvarle el culo. Quizá por eso está tan enfadado contigo por haber hecho algo que él no pudo hacer —me encogí de hombros—. El Alfa tuvo que tragarse su ansiedad y su furia mientras vos lo desobedecías, y lo peor es que no es la primera vez que lo haces. Ese carácter de «yo soy mejor y puedo hacer lo que quiera», no es algo que a Carola le guste demasiado… —le eché una breve mirada por el borde de los ojos y sonreí—. Aunque es un puto hipócrita de mierda y él siempre hace lo que le sale del culo.
—¡SÍ! —exclamó Sapnap, agradecido de haber escuchado aquello. Hizo un gesto de manos en alto y agrandó sus bonitos ojos color miel—. ¡Pero es a mí a quien degrada en rango y no deja de humillar cuando solo intentaba ayudarle!
—Ya… conozco esa sensación —le aseguré.
—Sí… —repitió, frunciendo el ceño antes de continuar—: Ya… supongo que sí. Pero… no es lo mismo. Tú eras un idiota y nos insultabas.
—Sí, porque vos sos un puto encanto que trata bien a todo el mundo, ¿verdad, Sapnap?
—Les trataría bien si me respetaran como su SubAlfa —volvió a gruñir.
—Yo decía lo mismo, pero cambiando los de SubAlfa por compañero.
El joven al fin se rindió. Tiró el cigarrillo arrugado y destrozado en su mano y fue a buscar otro en el paquete que aún tenía entre las piernas de sus jeans rotos. Alargué la mano para pedirle uno y me lo puse en los labios mientras bajaba la ventanilla. Todavía hacía un frío de mierda, pero la brisa del lago era agradable y dentro del Ford se había acumulado mucho calor y Olor a Macho.
—A ti al menos te daban oportunidades para recuperar su confianza — murmuró, echando una calada al exterior—. A mí solo me desprecian…
—No me jodas, Sapnap —respondí, sacando la mano del cigarrillo por la ventanilla mientras conducía, adentrándonos de nuevo en tierra firme para dirigirnos a la zona industrial repleta de naves—. No te hagas la puta víctima. Te dieron un buen rango, uno que sabías que te merecías, pero vos llegaste con tus aires de superioridad y la cagaste en el puerto, perdimos un cliente importante y nos diste problemas con la policía; en el almacén no obedecías a Rubius y te escondías para evitar trabajar y ahora nos trajiste a una compañera que podría haber provocado la guerra entre las dos Manadas más grandes de la ciudad. No me digas que no tuviste oportunidades para recuperar su puta confianza cuando te dieron más que a mí. Han respetado tu sillón en el Luna Llena, te dieron la habitación más grande del Refugio y te invitaron a todas las reuniones importantes. Ya sabes que yo tampoco soy de los que agachan la cabeza, Sapnap — continué, aprovechando lo recto que era la autopista para mirar más de seguido al joven—, pero a vos te cego el puto orgullo…
—¡¿Por qué no cierras la puta boca?! —gritó, golpeando el salpicadero con el puño, lo que produjo una leve abolladura en él—. ¡No necesito tus putos consejos de mierda!
Me quedé en silencio, fumando y con la vista al frente. Quizá me había tomado demasiado en serio mi papel de Doctor Lobo y ahora era como uno de esos idiotas que habían tratado de «ayudarme» cuando era joven, pero solo me recordaban todo lo que hacía mal y me hacían sentir más frustrado y furioso que nunca. Tras un par de segundos, murmuré:
—Tenes razón. Perdona, Sapnap.
El joven se quedó mirándome fijamente, hinchando su pecho bajo la camiseta de Guns N’Roses con cada nueva bocanada. Después, subió casi al tope el volumen de la música y siguió fumándose el cigarrillo cara a la ventanilla abierta. Cuando llegamos al aparcamiento de la pequeña nave de trasteros en alquiler, bajó dando un fuerte portazo y se puso la capucha. Me reuní con él junto a la puerta, llevándome conmigo la llave que había en la guantera del Ford. Atravesamos el pasillo con suelo de corcho brillante, pasando verja tras verja pintada de un azul eléctrico hasta alcanzar la número 33. Usé la llave y pulsé el botón para levantarla seguida de un ruido metálico. Aquel sitio era una de las propiedades secundarias de la Manada, no sacaban mucho dinero de ella, pero les permitía esconder algunas cosas como caramelos, armas, o compañeras raptadas.
La mujer estaba al final del pequeño cuarto vacío, atada y amordazada en una silla. En una de sus manos había un muñón no demasiado bien vendado y empapado en sangre que todavía goteaba. No se movía, con la cabeza caída hacia delante y su pelo rubio oscuro cubriéndole por completo el rostro. Di un paso, adentrándome en aquel espacio que apestaba a un aroma metálico y también al charco de orina que había bajo la silla, puede que del terror o de llevar días encerrada sin moverse, la compañera no había podido aguantarlo. Chasqueé la lengua y solté aire entre los labios. No era una visión agradable y eso que yo no era un hombre aprensivo; pero ver a aquella mujer me recordó los peligros que corrías al ser compañero.
Veran, en tiempos de paz, a veces es duro, te enfrentas a la sociedad y al rechazo, pero tenes a tu lobo y la Manada. En tiempos de guerra, ser un compañero significa que estás jodido y que es mejor que no te encuentren con vida; porque podrían hacerte lo que le habíamos hecho a aquella mujer o incluso algo peor. No por placer, sino para usarte, por venganza o incluso para desestabilizar emocionalmente a la Manada enemiga. Todo vale en la Guerra. La única razón por la que Aroyitt no había terminado igual que aquella muchacha era porque se trataba de la compañera del Alfa. Los Aullido no habían querido precipitarse y habían preferido no perder ni dañar su única ventaja sobre nosotros para, en el momento adecuado, poder chantajearnos y usarla en nuestra contra.
—¿Es la primera vez que ves a un muerto, Spreen? —murmuró Sapnap a mi lado.
—No —respondí mientras me sacaba otro cigarrillo, porque había sobrestimado mi capacidad para llevar aquello e iba a necesitarlo—. Pero nunca es agradable —fumé la calada y la eché hacia el techo amarillento y agrietado—. Métela en una bolsa de plástico y vayámonos —le ordené—. Todavía tenemos mucho camino por delante.
—¿Me has traído solo para ser una puta mula de carga?
—No empecés, Sapnap —murmuré, dándome la vuelta hacia el pasillo—. No estoy de humor…
El joven gruñó a mis espaldas, pero, por suerte, no tuve que insistir. Mientras yo vigilaba el pasillo para que ningún cliente despistado nos interrumpiera, Sapnap desató a la mujer y la metió en una de las bolsas de basura tamaño industrial. Le hizo un nudo como si se tratara de basura y se lo cargó al hombro como si nada. Le eché una ojeada por el borde de los ojos y volví a chasquear la lengua. Era preocupante la poca empatía que mostraban los lobos por todos aquellos fuera de la Manada o que no pudieran coger. Le hice una señal hacia la puerta al final del pasillo y cerré la trapa antes de seguirlo.
Sapnap metió el cadáver en el maletero y se reunió conmigo en la parte delantera, volviendo a poner la música alta mientras yo conducía de vuelta a la ciudad para tomar el camino contrario, cruzar el río y dejarles un regalo envenenado a los Medianoche. Nos llevó media hora llegar al ferri, donde solo tuve que hacerme a un lado para que el hombre de guardia viera al lobo que me acompañaba. Como muchos otros servicios de la ciudad, los trabajadores del ferri estaban sobornados y comprados por la Manada, así que no fue difícil que nos hicieran un hueco en un carguero de mercancías que iba a cruzar el lago directo al pequeño pueblo marítimo de Southworth. Desde allí, solo eran veinticinco minutos por una carretera boscosa y sin tráfico hasta Bremerton. Tuvimos que pasar un par de peajes, pero aquellos hombres y mujeres ni se atrevieron a mirarnos a los ojos, conscientes de que había una guerra en marcha y que no querían ser una víctima colateral del conflicto. En nuestro trayecto por la costa del estrecho, Sapnap subió la ventanilla, bajó la música y me dijo sin mirarme:
—Nunca creí que dejaría el Territorio, y ahora ya estuve dos veces fuera de él. Es raro.
—Tampoco es que te hayas alejado mucho —murmuré, con el codo apoyado y solo una mano en el volante y una expresión aburrida en el rostro.
Respetaba el límite de velocidad porque no quería llamar la atención y miraba hacia la carretera iluminada por las luces largas con una sensación de soñolencia. Llevábamos un cadáver en el maletero, pero el viaje no estaba resultando lo más emocionante del mundo, quizá por eso Sapnap había decidido sacar alguna conversación tonta.
—Me he alejado mucho más que otros Machos de la Manada —me aseguró, dedicándome una mirada por el borde de los ojos—. Para nosotros es como cruzar a otro mundo. Durante mí… expedición por Tacoma, lo pasé bastante mal, aunque no lo creas. Me ponía muy nervioso y apenas conseguía dormir.
—Tranquilo, Sapnap. Solo será entrar, dejar a la compañera y volver a casa.
—Lo sé —frunció el ceño y negó con la cabeza—. No estoy nervioso, solo me siento un poco extraño fuera del Territorio. —Se quedó un breve momento en silencio y entonces añadió—: Si nos atacan, puedo defenderte, solo tienes que correr muy rápido y dejarme que yo me encargue.
—Primero que todo, no vamos a arriesgarnos tanto como para que alguna de las Manadas nos vean —le aseguré—, y, segundo, por supuesto que te iba a dejar tirado sin pensarlo dos veces.
Aquello provocó una leve sonrisa en los labios del joven, una que trató de ocultar con un gesto de la mano, como si se la quisiera limpiar de los labios antes de volver a estar serio y asentir.
—¿Cuál es el plan, entonces?
—La dejaremos en los baños de una gasolinera y llamaremos a la policía por el teléfono público.
—¿Y me necesitabas para hacer eso? —preguntó—. Creía que habías dicho que venía porque era un trabajo discreto…
—Y lo es —afirmé, respondiendo a su mirada seria antes de encogerme de hombros—. Entramos discretamente, dejamos a la muerta y nos volvemos tan discretamente como llegamos.
Sapnap gruñó por lo bajo y negó con al cabeza con una expresión asqueada.
—¿Qué mierda pensabas, que nos íbamos a cola en el Refugio de los Colmillo o algo así? —quise saber—. No seas tarado…
—No me necesitabas para hacer esto. No es…
—¿No es qué, Sapnap? —le pregunté—. ¿Digno de un SubAlfa? ¿O es que esto no es lo suficiente bueno y emocionante para vos? —esperé un momento, pero como no respondió y solo se limitó a seguir gruñendo, continué—: No, lo digo en serio. ¿Qué crees que es digno de vos, Sapnap? ¿Qué trabajo crees que te mereces? Porque mi Macho es Primer SubAlfa y se pasa las noches pegando palizas como un matón callejero. A lo mejor tengo que ir a hablar con Carola y obligarlo a que le dé un puto despacho y le ponga algún trabajo de oficina «digno de su rango».
—Roier no sabe ni contar… —dijo, levantando la voz.
—Cuidado, Sapnap —le advertí, con una mirada muy seria y un tono de voz que podría cortarle si se acercaba demasiado—. Tengo poca paciencia, pero tengo incluso menos si se trata de mi lobo…
El joven levantó la cabeza con orgullo e hinchó el pecho, pero no se atrevió a responder a mi mirada ni a decir nada al respecto. Lo dejé pasar y volvimos a sumergirnos en un pesado silencio los diez minutos que tardamos en alcanzar el desvío hasta el área de descanso con gasolinera, cafetería y un aparcamiento enorme para los camiones y los viajeros que decidían detenerse allí. Estaba dentro del Territorio de los Colmillo y era un lugar tan bueno como cualquier otra para dejar a la compañera. Detuve el Ford en uno de los lados más oscuros, le hice una señal fría y seca a Sapnap, quien me acompañó al maletero y cargó la bolsa de basura. Ambos tuvimos mucho cuidado de vigilar a ambos lados, para que no nos viera nadie y para comprobar que no hubiera cámaras de seguridad que pudiera cazarnos de camino a los baños.
Elegí el de mujeres, porque estaba un poco más limpio, solo un poco, y había menos posibilidades de que alguna humana despistada quisiera entrar en el cubículo donde dejamos a la muerta. El lobo puso una profunda expresión de asco y giró el rostro, aturdido por la peste que había allí.
—Así no podrán olernos, Sapnap —le expliqué.
Llevamos la bolsa al cubículo más alejado. El joven se encargó de sacarla de allí y sentarla sobre la taza del retrete, de tal forma que se sostuviera sola con la cabeza apoyada en la pared y los brazos muertos a ambos lados. Sin más preámbulos, nos fuimos de allí. Sin despedidas, sin palabras de disculpa o perdón susurradas a la primera víctima de esa guerra sin sentido. Aquella pobre compañera solo había sido un error convertido en mártir. No tenía que haber muerto, no tendría que haber sufrido y no tendría que haber sido abandonada en los baños de una asquerosa gasolinera. Pero allí estaba.
Nos subimos de nuevo al Ford y salimos de allí sin mirar atrás. No me detuve hasta una intersección de autopistas a medio camino donde, en otra área de descanso, utilicé el teléfono de la cafetería para hacer una llamada anónima.
—Sí, hola, soy Rob —dije con mi mejor acento texano—. ¿Es la policía del Estado? Mi mujer ha ido a empolvarse la nariz al cagadero de la gasolinera del área de descanso de la Autopista tres al sur de Bremerton, ¡y volvió gritando y llorando porque había una muerta! ¡Me han jodido las vacaciones y exijo una explicación!
Después de repetirlo, interrumpiendo constantemente a la mujer que trataba de hablarme y pedirme más datos mientras me yo quejaba de la inseguridad y vergüenza que daba la situación del estado, fingir estar sumamente enfadado y decepcionado y asegurar que dejaría una reclamación en el ayuntamiento; colgué. Subí al coche y arranqué para no detenernos hasta subir al ferry. No quería darle la razón a Sapnap, pero sí es verdad que sentí cierta relajación y tranquilidad cuando alcanzamos la costa de nuestro Territorio. No fui directo al Refugio, sino que me detuve una última vez en un McDonald y le ofrecí al joven que pidiera lo que quisiera, por la ayuda. Yo me pedí una hamburguesa con queso y una Coca-cola grande y me lo comí mientras Sapnap devoraba como un cerdo a mi lado. Al terminar, le ofrecí un cigarrillo y nos lo fumamos en el aparcamiento del local de comida rápida.
—No se trata del trabajo que me den, Spreen —me dijo Sapnap en apenas un murmullo. Giré el rostro hacia él y dejé escapar la voluta de humo entre los labios. El joven tenía la cabeza gacha y miraba al suelo de cemento gris
—. Sino de cómo me hacen sentir. —tomo una bocanada de aire y la soltó, levantando la mirada al frente—. Y me hacen sentir como si fuera todavía un crío tonto que no es capaz de hacer nada por sí mismo.
Me pasé la lengua por los dientes, como si quisiera asegurarme de que ningún trozo de la hamburguesa se me hubiera quedado atrapado entre ellos. Después miré también al frente y respondí:
—Yo también cometí muchos errores cuando era un niño pelotudo, Sapnap. Me metí en muchos problemas y tomé muy malas decisiones, pero llegó un momento en el que me di cuenta de que toda esa rabia y frustración que sentía solo me estaba haciendo daño a mí mismo. —Fumé otra lenta calada y solté el humo al aire frío de mediados de enero—. Dejé de culpar a los demás por no querer entenderme, dejé de creer que todo lo malo que me sucedía era solo porque el mundo me odiaba, dejé de huir y de esconderme y rehíce mi vida como pude. Paso a paso…
Sapnap me miraba por el borde de los ojos en silencio, hasta que me preguntó en apenas un susurro:
—¿Y eso te hizo sentir mejor?
Me encogí de hombros y me llevé el cigarrillo de nuevo a los labios.
—Seguía en la mierda y viviendo como un puto miserable, pero supongo que sí, sí que me sentía un poco mejor. Todavía me enfadaba de vez en cuando y, a veces, las cosas me superaban, pero conseguí cierto control sobre mi propia vida y me paraba a pensar antes de tomar una decisión, a decidir si era bueno para mí o si solo sería un error más… —Me quedé mirando el suelo de cemento, surcado por las marcas negras que delimitaban los aparcamientos y los fuertes focos de luz amarillenta de las farolas que los alumbraban—. Aunque ahora me haya metido de lleno en una puta Manada de lobos y tenga que cuidar de un enorme y apestoso subnormal para el resto de mi vida.
Oí un resoplido a mi lado y giré el rostro para ver a Sapnap negando con la cabeza.
—Para quejarte tanto de la Manada y de Roier, no paras de preocuparte de ellos y de cuidarlos —me acusó.
—Eso es cosa mía, Sapnap. Si quiero quejarme de mi lobo, lo hago, pero solo yo puedo. ¿Entendes?
El joven volvió a negar, pero giró el rostro y no dijo nada al respecto. Entonces, el teléfono vibró en mi bolsillo y lo saqué, mirando un número desconocido en la pantalla.
—¿Quién poronga sos? —pregunté.
—Spreen —respondió una voz que ya conocía demasiado bien—. ¿Dónde está Spreen? Roier no le encuentra en conserjería ni Guarida.
—Estaba tomando algo con Sapnap —le dije, relajando un poco el tono—. ¿Paso algo, capo?
—No. Roier volvió y no vio a Spreen y se preocupó mucho.
Puse los ojos en blanco. Lo que me faltaba, tener a un Roier obsesionado con que me iban a raptar a mí también.
—Volvemos ahora, espérame en la conserjería —y colgué.
—Le mentiste… —murmuró Sapnap a mi lado.
Chasqueé la lengua y respondí a su mirada y a su leve sonrisa.
—No, no le mentí, solo me salte la parte de la verdad. No quiero aguantar una noche entera de gruñidos de enfado y refunfuños —tiré la colilla del cigarrillo al suelo y me fui en dirección a la puerta del piloto—. A veces los compañeros hacen esas cosas, Sapnap. No tenes ni idea de lo insoportables que se ponen.
—Es nuestra naturaleza, Spreen. Nos preocupamos mucho por los nuestros, y más por nuestros compañeros.
—Sí… —murmuré, arrancando el motor—. No sabes la suerte que tienen de que toda esas tonterias vengan en un pack de cuerpo musculoso, cara sexy y pija enorme… porque sino van a morirse todos solos.
Sapnap frunció el ceño, sin entender a qué me refería. No se lo expliqué, no hacía falta gastar energías en algo que sabía que no iba a comprender. Así que cuando aparqué en el garaje del Refugio, le invité a un último cigarro y me fui directo a la nueva conserjería. Roier estaba allí, sentado en nuestro sofá y, por alguna razón que no comprendí, totalmente desnudo. Me quedé parado a un paso de la puerta, bajando la mirada por su pecho hacia la obscena entrepierna. Roier gruñó y movió la cadera mientras su pija se ponía más dura y gorda por momentos.
Fruncí el ceño y traté de decir algo como: «¿Por qué carajos estás desnudo?» o quizá un: «¿Qué mierda haces?», pero, al final, solo tome una bocanada de aire y la solté lentamente.
—Estás puto enfermo… —murmuré, empezando a desnudarme.
Chapter 81: LA GUERRA: CONTRA UNO MISMO
Chapter Text
—Así que has conseguido que el Alfa te monte una conserjería nueva con todo el lujo, eh… —murmuró Ollie, echando un vistazo alrededor con una mano en el bolsillo de su pantalón mientras con al otra sostenía su bonito termo rosa con el nombre «Princesa» serigrafiado.
—Me lo debía —respondí, terminando de colocar la cafetera de último modelo que podía moler dos tipos diferentes de café y tenía conexión directa con un bidón de agua para no tener ni preocuparte de rellenarla tras cada servicio—. Tengo sirope de caramelo, ¿queres un poco?
—Sí, por favor —respondió, acercándose al espacio dedicado para la nevera y la mesa de servicio.
En solo una semana de uso, ya me habían llenado la nueva conserjería de mierdas: además de traer sus asientos para distribuirlos por la sala, también se habían traído sus propias tazas personalizadas junto con un montón de paquetes de galletas, dulces y salados para picotear. Venían sin avisar, entraban a la sala calida y ronroneaban de placer antes de irse a por una cerveza, un café o simplemente a tumbarse en su sillón, meterse la mano en los pantalones y rascarse los huevos mientras miraban la televisión proyectada en la pantalla de cine. Solo les paraba los pies cuando era demasiado, ¿qué era demasiado para un lobo? Por ejemplo, desnudarse porque «no les gustaba dormir con ropa» o traer alguna de sus putas y apestosas mantas. A veces les costaba recordar que aquella era mí conserjería y no su puto Refugio de Solteros o como mierda la llamara Aroyitt. Así que solo había un lobo que se fuera a desnudar allí, y ese era mi Roier. Y, bueno, Quackity a veces, pero solo porque era mi mejor amigo y tenía privilegios que otros no tenían.
—¿No tenías trabajo en el almacén hoy? —le pregunté a Ollie, entregándole de vuelta su termo repleto de café con leche y sirope de caramelo.
Me di la vuelta para hacerme uno solo para mi en un vaso carolino y le hice una señal hacia una de las paredes, donde había una mesa alta junto a la única ventana que se abría. Un lugar especial con cenicero en el que nos reuníamos los fumadores para no molestar a los demás. La mesa la había traído Conter y el cenicero de cuero y oro lo había robado Serpias de a saber dónde.
—No, todavía me dan poco trabajo desde… ya sabes —murmuró con una mueca apesadumbrada. Todavía se sentía mal por haber «fallado a la Manada» y haber dejado que se llevaran a Aroyitt frente a sus narices.
—Te drogaron, Ollie —le recordé, deslizando la ventana hacia abajo antes de encenderme el cigarro y soltar el humo—. Podrían haber tumbado a un oso con lo que te metieron.
—Lo sé, no es eso es… que… —se detuvo, bajó la mirada al termo entre sus manos y negó con la cabeza.
Le di un poco de tiempo mientras echaba otra calada y la soltaba en dirección al callejón que había entre el edificio de oficinas y el Refugio.
—¿Qué pasa, Ollie? —pregunté con un tono fingidamente despreocupado—. ¿Algo no va bien?
—No. No lo sé… —murmuró en voz más baja, casi un susurro—. Últimamente… todo me va mal, Spreen.
Asentí lentamente y seguí mirando al exterior. Había una luz suave y cálida en la conserjería, porque a mí me gustaba así, y nuestras sombras se perfilaban contra la pared de ladrillos del Refugio, sumergida en la oscuridad. Ya había ido a ver a Ollie un par de veces después de recuperarse y él también me había venido a buscar, pero solo se quedaba un poco más de tiempo si estábamos solos, porque no le gustaba que le vieran en un espacio al que, en teoría, solo iban los Solteros.
—¿Y eso? —pregunté, igualando su tono bajo de voz.
El lobo se encogió un poco de hombros, pero sus bonitos ojos de un amarillo pastel se humedecieron lentamente, volviéndose cristalinos y brillantes.
—Daisy sigue con su madre y me siento muy solo… —dijo al fin—. Me cuesta mucho volver a la Guarida noche tras noche y saber que estará vacía… —Apretó los dientes para detener un gemido de perrito triste que había empezado a brotar su garganta tras cada respiración. Se llevó una mano temblorosa al rostro y se apretó las sienes como si con eso pudiera recuperar el control.
—Eso es normal, Ollie —le dije tras un breve silencio—. Daisy lleva mucho tiempo lejos, pero no estás solo. Tienes a la Manada contigo.
—Pero la echo muchísimo de menos… —jadeó, incapaz de contenerse. Terminó por dejar el termo sobre la mesa y cubrirse el rostro con ambas manos.
Compartí otro silencio con él mientras le daba un trago al café. No quería presionarlo ni quería precipitar la conversación y asustarlo, así que simplemente dejé que fluyera, que Ollie se liberara, lágrima a lágrima, después de tanto tiempo llorando en silencio en la soledad de su Guarida.
—Claro que la echas de menos —dije tras un largo minuto—, la quieres mucho, Ollie.
Él asintió un par de veces y apartó las manos para mostrar unos ojos enrojecidos y unas mejillas empapadas en lágrimas. No era capaz de mirarme directamente, pero al menos ya era capaz de hablar y dejar de negar una y otra vez que «todo iba bien».
—Yo no me imagino lo que sería volver a la Guarida y no ver a Roier — continué—. Cuando estuve de viaje casi creí que me iba a volver loco. Dormir solo era una mierda y estaba tan excitado que me subía por las paredes…
—Yo… —empezó a decir con la voz ronca—, a mí también me… — cerró los ojos y agachó la cabeza—. Es tan triste… Tengo compañera y me la sigo tocando como cuando era un Lobato.
—¿Y qué, Ollie? —le pregunté, restándole importancia con un movimiento de hombros mientras me llevaba el cigarrillo a los labios—. Daisy no está y vos seguís siendo un Macho con ganas de coger. No entiendo por qué te parece tan terrible.
—Porque eso no tendría que pasar, Spreen —dijo con un tono más duro.
—No, no tendría que pasar, pero como vos no puedes dejar el Territorio y Daisy no puede dejar a su madre enferma, tendrás que pajearte y vaciarte un poco los huevos. Porque debes tenerlos muy hinchados después de tanta mierda.
El lobo no dejó de mirar su café mientras sostenía el termo entre las manos.
—Los Machos con compañero no hacen eso —repitió, como si se tratara de un mantra que se decía a sí mismo una y otra vez.
—Ollie, sabes que me caes bien y que te tome mucho cariño después de tanto tiempo juntos —murmuré, dejando un breve silencio para conectar con su mirada. Cuando el lobo al fin reunió el valor para alzar los ojos por debajo de sus cejas negras, continué—: pero a veces me dan ganas de darte una piña… Sos como el justiciero de «lo que debe ser y lo que no». Vivís en una especie de cuadrícula y no querés salir de ella. ¡Relájate, carajo! No digas: «los Machos con compañero no hacen eso» cuando no hay otro Macho con su compañero a cientos de kilómetros de distancia. Todos lo saben. No te van a juzgar por comer cuando está claro que Daisy no te puede dar de comer, ni te tienes que mortificar a vos mismo por masturbarte todo lo que quieras. Podes quejarte de sentirte solo en la Guarida —dije, añadiendo un gesto cortante de la mano—, porque eso es una maldita mierda que no podes evitar, pero deja de sentirte mal por todo lo demás. No es tú culpa que Daisy no esté acá y no estás haciendo nada malo.
Mis palabras dejaron un profundo silencio entre nosotros. Fumé un poco, bebí un trago de café y miré de nuevo por la ventana. Temía haber sido demasiado directo o agresivo con Ollie, pero ya había llegado el momento de dejar las cosas claras. El lobo se estaba culpabilizando por tonterias, solo a sí mismo, como si fuera el verdugo y no la víctima de aquella situación. Ollie miró su café de nuevo y, tras unos segundos, lo levantó para darle un trago y volver a dejarlo sobre la mesa.
—No es tan fácil, Spreen —me dijo en voz baja—. Las cosas no deberían ser así…
—Claro que no, pero lo son —insistí—. Y si llegara a estar en tu situación, te aseguro que cualquier otro sería un puto intratable, se enfadaría que te asustas todo el rato y no habría quién pudiera calmarlo. Sobre todo si me pasara a mí.
Eso consiguió arrancar una débil sonrisa a Ollie. Tomó una respiración profunda y miró a través del cristal.
—Es bastante complicado —reconoció—. Me siento mal por hacerlo. Es como si traicionara a Daisy…
—No la estás traicionando —le dejé bien claro—. Ella tomó la decisión de ir a cuidar a su madre y dejarte acá —me detuve al dudar de que mis palabras no hubieran sido demasiado, entonces continué—: No es cuestión de fidelidad, Ollie. Te ví todo este tiempo y sé que te estuviste esforzado muchísimo para que la Manada no crea que ella… es mala compañera ni nada así. Me refiero a lo de no comer con los demás Machos y a disculparte constantemente de que Daisy no pueda estar acá con vos. No es tu culpa — repetí—, todos los saben. Su madre está enferma y vos tenés que estar acá solo, tienes que comer y tienes que… jalartela como un lobato.
—¿Puedes dejar de insistir en que me masturbe, Spreen? —me preguntó, frunciendo un poco el ceño—. Es un poco raro…
—Ollie, en esta conserjería solo se habla de tres cosas: comida, sexo y deportes. Algunas veces de dos de esos temas a la vez, lo que creas o no, es impactante incluso para mí.
El lobo puso los ojos en blanco, todavía cristalinos y algo enrojecidos. Negó con la cabeza y se limpió un poco la boca.
—Deberías venir más, estar con los chicos y beber algo con nosotros — le sugerí antes de darle una de las últimas caladas al cigarrillo antes de tirarlo al callejón.
—No sé, Spreen —murmuró—. Últimamente me siento muy triste y no tengo muchas ganas de estar con más gente.
—Estar encerrado en una Guarida vacía solo te va a hacer daño, Ollie.
Sus ojos se humedecieron un poco y el lobo parpadeó para retener las lágrimas.
—Lo que más me duele es no saber cuándo va a volver… cuando la llamo siempre está ocupada o no tiene tiempo para hablar…
Chasqueé la lengua y preferí llevarme el café a los labios que soltar lo primero que me saliera por la boca, porque no iba a ser nada bueno.
—Deberías dejar de pensar en eso, Ollie. —Dejé el vaso carolino a un lado y apoyé los codos en la mesa para inclinarme un poco más hacia delante—. Sé que es fácil de decir y difícil de hacer, pero tenes que dejar de contar los días, compartir tiempo con la Manada y no bañarte en tu propia tristeza y en la soledad de la Guarida. Si necesitas volver al Refugio… —Ollie abrió mucho los ojos, como si estuviera asustado de oír aquello, pero eso no me detuvo—. Si necesitas volver al Refugio —repetí con más énfasis—, volves y ya está. Ahí no estarás solo ni tendrás tiempo de aburrirte entre tanto lobato rompe huevos y niños llorando. Y si necesitas salir para ir a tomar un café o ver una de esas exposiciones de mierda, me avisas.
—No… después de lo Aroyitt…
—Lo de Aroyitt fue un accidente aislado. De todas formas, con la Guerra entre los Colmillo y los Medianoche no les van a quedar demasiadas ganas de raptarme, te lo aseguro.
Ollie negó con al cabeza y volvió a mirar a través de la ventana. Iba a decir algo, pero un ruido de pasos y voces por el pasillo el interrumpió. Se secó los ojos tan rápido como pudo y bebió un par de tragos apurados del café.
—Gracias, Spreen, estaba muy bueno —me felicitó en un murmullo antes de despedirse con un leve cabeceo.
—Vamos a ver una película de mierda, ¿no queres quedarte?
—No, no, prefiero… pensar a solas.
No insistí, simplemente hice un vago gesto de despedida y me quedé mirando como se alejaba hacia la puerta, coincidiendo con Serpias y Criss que acababan de entrar con una sonrisa. Los lobos se dedicaron un rápido saludo y pasaron de largo.
—¿Aún no has hecho las palomitas, Spreen? —me preguntó Serpias, quitándose su chaqueta de nieve para dejarla tirada en el respaldo de su sofá antes de echarse con un jadeo de placer.
—Si hago las palomitas te aseguro que es para metértelas por el culo, Serpias —respondí—. Ya sabes dónde están los sobres y cómo funciona el microondas —le señalé la mesa.
—Los compañeros siempre preparan la…
No necesitó terminar la frase, solo ver mi cara para levantarse e irse a hacer sus putas palomitas. Criss fue más listo, simplemente sonrió y se fue a la nevera a por una botella de cerveza fría.
—Ya que estás, haz para todos —le sugerí a Serpias, a lo que el lobo gruñó por lo bajo.
El resto llegaron entre media hora y cuarenta minutos después, a excepción de Roier que apareció cuando ya había empezado, gruñendo con enfado al darse cuenta antes de reunirse a mi lado en el sofá.
—Roier estaba en la frontera. Deberían haberle esperado… —se quejó.
—Es una película de acción, no te vas a perder el argumento por diez putos minutos —respondí, entregándole el bol de palomitas para que se callara.
El lobo refunfuñó, pero en cuanto empezaron los tiroteos y las explosiones se quedó embobado como un idiota. A veces gruñía o soltaba algún gemido de sorpresa, buscando mi mirada y removiéndose por si yo también lo había visto. No sabía si era la violencia o las luces parpadeantes y los colores lo que el atraían tanto, pero Roier vivía muchísimo aquellas películas. Al final siempre acababa sobrexcitado y me daba un pedazo de sexo en la Guarida.
La última semana de enero, Sapnap también empezó a aparecer por allí. Ahora que trabajaba limpiando el edificio de oficinas, a veces subía al segundo piso a verme con alguna excusa tonta: pedirme tabaco, querer un café o una cerveza, cualquier cosa para echar una ojeada y ver quién estaba allí. Normalmente se encontraba solo con un Quackity dormido en su sillón de dos plazas que se había subido desde la antigua conserjería. Un día hasta lo vio desnudo, durmiendo como un oso con un brazo sobre los ojos y una pierna fuera de la manta, a lo que Sapnap terminó preguntándome:
—¿Se pasa la vida aquí o qué mierda?
—No le gusta estar solo —respondí antes de encogerme de hombros—, y a mí me da risa lo mucho que se le erizan los pezones con el frío.
Sapnap volvió a mirar a Quackity y apretó las comisuras de los labios.
—Pues yo también quiero dormir un poco…
—Encuentra un sofá, tráelo y te echas a dormir —le dije, porque sabía cuál era la intención del joven y, sinceramente, estaba cansado de repetirle que me daba igual si venía por allí o no.
Y eso hizo una noche cuando apareció con una butaca bastante cara, con asiento mullido, espalda reclinable y unos reposabrazos grandes. La puso cerca de mi sofá y el de Roier y se sentó allí, cruzándose de brazos y mirando la pantalla. Algunos de los presentes le dedicaron una mirada extrañada y fruncieron el ceño, pero, como ya sabían, yo decidía quién entraba y quién no en mi conserjería. Si no les gustaba, que se fueran al puto Refugio. Sapnap volvió a partir de entonces, mínimo una o dos horas a la noche para echarse una siesta o tomar algo. No participaba mucho en las conversaciones, solo estaba por allí. Hasta se trajo una taza con el símbolo de Metallica que puso al lado de la de Quackity, que tenía el dibujo de una pija, la mía, en la que ponía «Doctor Lobo» y la de Roier, en la que ponía «El mejor papá SubAlfa del mundo». Las tres las había comprado yo.
Fue un buen mes, para nosotros, quiero decir. Porque al otro lado del lago se seguía librando una guerra encarnizada que estaba llevando a los Medianoche y los Colmillo al borde de la extinción. Carola seguía llamándome dos o tres veces por semana para comentarme un par de planes y hablarme de la situación. Los Medianoche habían encontrado a la compañera muerta y habían planeado un ataque directo, habían quemado el Refugio de los Colmillo y estos se habían tenido que replegar y esconderse para atacar de vuelta con la misma furia asesina. Ya nadie salía de noche por Bremerton y las autoridades estaban a punto de declarar el estado de alarma debido a la alta violencia callejera y al peligro que representaba para la ciudadanía una guerra de esas proporciones.
Carola todavía le daba vueltas a sus planes de conquista, esperando pacientemente a que las Manadas se destruyeran entre ellas mientras nosotros recuperábamos el total control de nuestro Territorio y a los numerosos clientes que habíamos perdido debido a la vigilancia policial. Las cosas parecían irnos muy bien, hasta que una noche de principios de febrero, el Alfa me llamó a su despacho. Nada más entrar vi su expresión y supe que algo no iba bien. Cerré la puerta, me saqué un cigarro y me senté.
—He descubierto algo importante —me dijo, agarrando una de las hojas sobre su escritorio para entregármela. Leí primero el membrete de una clínica privada y después levanté la mirada hacia Carola.
—¿Tenes cáncer? —le pregunté.
El Alfa frunció el ceño y me dedicó una mirada seria.
—No, Spreen. Sigue leyendo.
Solté el humo a un lado y continué leyendo. Había mucho lenguaje administrativo que no entendía muy bien, pero al final llegué a la parte interesante y bajé la hoja para quedarme mirando el escritorio blanco.
—Verga… —murmuré. Me llevé la mano a los ojos y me los froté un poco—. ¿Cuándo fue?
—En diciembre, las fechas concuerdan.
Resoplé y dejé la hoja encima de la mesa.
—No puede saberlo, Carola —le dije—. Ya está empezando a avanzar, si descubre esto… lo destruirá.
—O quizá le ayude a darse cuenta de que la humana no volverá — respondió él.
—No. Lo destruirá —repetí, bastante seguro de mis palabras—. Que no lo sepa.
El Alfa alargó la mano para recoger la hoja, la arrugó hasta convertirla en una pelota y la tiró de un tiro limpio a la basura.
—Cuando acabe todo esto y haya paz en la ciudad, voy a matarla — murmuró con ese tono de voz que no aceptaba réplicas.
Asentí lentamente y fumé otra calada, perdido en mis propios pensamientos. Cuando volví a conserjería, Quackity me preguntó que había pasado, pero no quise responder, ni a él ni a Rubius cuando vino a hacerme una visita rápida para beberse una cerveza y comerse una bolsa de cecina. Solo cuando llegó Roier y gruñó con preocupación al verme tan serio, le hice una señal para que no insistiera hasta llegar a la Guarida. Allí, me abrazó desde el ascensor hasta la puerta y me acarició el rostro contra el pelo como si quisiera darme ánimos. Dejé la chaqueta a un lado, puse la calefacción y me saqué un cigarrillo para fumarlo al lado de la puerta corredera mientras el lobo cenaba.
—Daisy aborto —le dije entonces, girándome hacia él—. La muy idiota se quedó preñada de Ollie en el último Celo.
A Roier se le cayó la costilla que estaba royendo y me miró con labios entreabiertos y empapados en salsa y sus ojos cafes de bordes ambar. Entonces agachó la cabeza y gimoteó un poco.
—No quise decírselo al resto porque no quiero que tengan más pena de Ollie de la que ya tienen —concluí, arrojando la colilla más allá del balcón frío y mojado por las últimas lluvias.
Cerré la puerta corredera y me fui a preparar un café. Roier se había quedad quieto, con los hombros caídos y una expresión bastante triste que contrastaba mucho con su rostro rudo y fuerte.
—Ollie no puede saberlo —murmuró tras un breve silencio.
—No, claro que no.
Roier asintió lentamente y apoyó los codos en la mesa antes de pasarse un trapo cercano por los labios manchados de grasa. Apartó la bandeja de comida, aunque todavía le quedaban dos o tres costillas de un total de veinticinco que ya se había comido. Se quedó mirándose las manos callosas y me empecé a preguntar si no había sido un error contárselo.
—Si Daisy no quería la Cría, hizo bien —le oí decir entonces.
Fruncí el ceño y me llevé el café recién hecho hacia la isla para dejarlo al lado del fregadero que había allí. Me senté en un taburete y esperé a que Roier me dedicara una mirada por el borde superior de sus ojos de largas pestañas negras.
—¿Eso crees? —pregunté. Roier asintió de nuevo.
—Roier… —se detuvo, tragó saliva y esquivó mi mirada un par de segundos, como si dudara en contarme algo—. Spreen sabe que Roier tuvo una infancia dura. Su madre… tampoco quería a Roier. Estaba con un humano, no con un Macho, y también se quedó embarazada en Celo sin querer. Tuvo a Roier de todas formas y, cuando entendió que Roier no era humano, lo… ahogó. —Se detuvo y me miró, muy atento a ver la reacción de mi rostro, pero no encontró nada más que mi expresión de siempre y un silencio a la espera de que continuara—. Roier era una cría muy pequeña y eso le hizo daño… aquí —se señaló la cabeza—. Por eso Roier no habla normal y le cuesta mucho aprender y… es un poco tonto. —Se volvió a quedar callado mientras yo bebía un trago de café caliente y asentía. En el momento en el que mostrara la más mínima expresión o gesto de pena o tristeza, el lobo pararía de hablar por miedo a que yo dejara de quererlo—. Roier sobrevivió, pero sus padres no lo querían. Lo ataron en el desván y lo dejaron allí durante años. Roier… se llama Roier porque era lo que ponía en el plato de perro en el que le daban de comer. Pero Roier se hizo grande y fuerte —añadió más rápido, hinchando su pecho y alzando la cabeza—. Escapó cuando era Lobato. Huyó lejos y al final encontró a la Manada.
Cuando terminó nos quedamos un momento en silencio. Chasqueé la lengua y le dije:
—Yo hui de casa cuando uno de los novios de mi madre me tocaba, ella lo sabía pero no hacía nada y me escapé. Así que no me das pena —le dejé bien claro—, que eras tonto ya lo sabía cuándo te conocí.
El lobo soltó un gruñido agudo y corto. No tenía claro si por lo que yo le había contado o por mi reacción, pero, fuera lo que fuera, consiguió distraerlo y olvidarse del miedo y la angustia. Nos tumbamos en el sofá y le acaricié la barriga hasta que se quedó dormido ronroneando como un león. Entonces me levanté para fumar un último cigarrillo. Fue entonces cuando pensé que, quizá, Roier sí necesitaba al compañero cariñoso y atento que todos pensaban que algún día tendría. Después de una infancia así, necesitaba mucho amor. Sin embargo, el que estaba allí era yo, porque a veces la vida tenía un retorcido sentido del humor. Resoplé soltando el humo de la última calada y fui a despertar al enorme lobo para llevarlo a la cama y abrazarlo, solo un poco más fuerte de lo normal, mientras apoyaba la cabeza en su pecho.
—Al final, Spreen también encontró a Roier y a Manada —oí susurrar al lobo antes de que me frotara el rostro contra el pelo, sonriera y se quedara dormido.
—Fue un largo camino… —murmuré, aunque Roier ya no pudiera oírme.
No soy yo quien debe juzgar si lo que hizo Daisy estuvo bien o mal. Tomó una decisión y siguió adelante con su vida. No es la primera mujer que subestima las advertencias sobre la fertilidad de los Machos durante el Celo, creyendo que no va a ser mucho peor que un humano salido, y comete un error que termina en embarazos no deseados. El problema es que algunas de esas mujeres tienen pareja, o quizá estén casadas, y deciden fingir o se mienten a sí mismas con la esperanza de que ese niño sea de su hombre; pero cuando nace una Cría de lobo, lo sabes. Eso causa muchos problemas, tantos como se podrán imaginar, el principal de ellos es que todo lobo necesita una Manada, las Crías necesitan a sus padres apestosos y protectores y los Lobatos necesitan a un Alfa que los controle. Sin ellos, esos lobos se pierden y se convierten en bestias solitarias y peligrosas.
Así que les daré un consejo: si por alguna razón cometen el error de quedarse preñadas de un lobo del que no son su compañera, o abortan o llevan a la Cría junto a la Manada más cercana. Ellos no van a rechazar jamás a un bebé lobo, no les van a juzgar, ni a hacer daño, ni a pedirles dinero a cambio ni a utilizarlo para chantajearlos. Simplemente lo aceptarán como uno de los suyos, porque en la Manada siempre hay sitio para uno más. Tan simple como eso.
Pero no crean que pueden criarlo solas o hacerlo pasar por un niño normal, porque no lo es, y al final le van a hacer mucho más daño a su hijo de lo que creen.
Chapter 82: LA GUERRA: Y SUS SECRETOS
Notes:
(See the end of the chapter for notes.)
Chapter Text
Me desperté porque me faltaba el aire y notaba un pesado, caliente y apestoso cuerpo sobre mí. Con un gran esfuerzo y un gruñido de queja, conseguí llevarme a Roier hacia un lado, el que se había vuelto a quedado dormido después del primer sexo. El movimiento le desveló, gruñó por lo bajo y esperó a que yo le acariciara el pelo revuelto mientras le decía con cariño:
—Despetate, tenemos que ir a desayunar y ya es tarde.
Todavía hacía frío a principios de febrero, aunque las nevadas hubieran cesado para ser sustituidas por lluvias torrenciales que repiqueteaban contra los cristales sin parar. Se estaba muy a gusto en la cama, cubiertos por las sábanas y el edredón mullido que conservaba el calor y la peste a lobo; pero a mí me gustaba salir y tener un poco de tiempo a solas con mi Macho antes del trabajo y las constantes visitas. Roier asintió lentamente, me acarició el rostro contra el suyo y me dio un beso en los labios antes de moverse, entre graves gruñidos y resoplidos de queja, hacia el borde de la cama. Me fui a dar una ducha y, cuando salí, lo encontré vestido, pero en la misma posición sentada de expresión seria. Fui por mi chaqueta y le hice una señal para que nos fuéramos. Al llegar al portón, todavía había una luz pálida y plomiza del atardecer sobre las nubes de tormenta, bañando la ciudad junto con la lluvia. Así que apuramos el paso y aprovechamos todo soportal y cobertura posible de camino a la cafetería. Fuimos a hacer el pedido a la barra y nos sentamos en nuestra mesa de siempre al lado de los cristales. A golpe de sábado, había bastante gente allí, tomándose algo antes de irse a cenar; pero, como siempre hacíamos, ignoramos las miradas y los susurros.
Roier se bebió su enorme vaso de leche caliente y se limpió los labios manchado de blanco con la lengua mientras yo me terminaba el primer sándwich vegetal y miraba la televisión. En el canal 24h de la CNN habían incluido imágenes y datos sobre las noticias del «conflicto entre bandas» de Bremerton. La Guerra había llegado a un nivel nacional y estaba causando cierto malestar entre la población. En la ciudad temían que aquello se extendiera más allá del lago y no entendían por qué no habían mandado ya al ejército hasta allí, porque todos sabían que no eran más que lobos.
—Ya debe faltar poco —le dije a Roier, haciéndole una señal hacia la televisión.
El lobo asintió y gruñó algo bajo y corto, una muestra de preocupación o de reflexión.
—Alfa querrá atacar antes de que se recuperen —murmuró.
—Sí, eso hará —afirmé—, pero vos vas a tener mucho cuidado y no te meterás en problemas innecesarios, ¿verdad?
Roier respondió a mi mirada seria y, tras un par de segundos, terminó asintiendo.
—Roier estará bien.
—Más te vale…
Al volver a casa, me puse mi ropa de Doctor Lobo, me despedí de mi Macho con una caricia y un beso rápido y le recordé que dejara el tupper sucio en el lavaplatos antes de irse. Había reanudado mis clases cuando había sido posible. Aun con la Guerra, el número de alumnos seguía creciendo, al igual que mis precios. Ya cobraba cien dólares por cabeza y los muy idiotas los pagaban sin dudarlo. Para ser justos, diré que había dejado de dar las clases en una deprimente ONG de la periferia y había alquilado un pequeño local en unas galerías interiores e íntimas. ¿Recuerdan dónde estaba el Sex-Shop? Pues justo en frente, en lo que había sido una mercería que se había ido a la quiebra porque las viejas no querían pasar hasta el final de una galería oscura donde había una tienda de pervertidos. A mí, por el contrario, eso me venía de lujo.
—Sí, el local es espacioso… pero me preocupa la mala situación —le había dicho a la mujer de la inmobiliaria—. Verá, siempre tuve el sueño de hacer una pequeña librería, con charlas y esas cosas… pero no sé cuántos clientes tendrían el valor para venir hasta el final de las galerías, por temor a que los confundan con unos pervertidos que quieren comprar en esa tienda de en frente…
Al final, conseguí un alquiler estúpidamente barato para tratarse del centro de la ciudad. La inmobiliaria solo quería sacarle rentabilidad a aquel local que, sabían, nadie más alquilaría, y yo solo tuve que invertir doscientos dólares en pupitres de segunda mano y un proyector. Había mandado la nueva dirección y había seguido ganando dinero como un maldito a expensas de los desesperados que llegaban con las mismas preguntas y las mismas ideas tontas.
—¿Por qué llegas tarde todos los sábados y con esas pintas de idiota? —me preguntó Sapnap, que ya me estaba esperando, fumando distraídamente en la puerta con su chaqueta abierta y una camiseta de Iron Maiden que parecía bastante usada, porque las letras en rojo estaban algo quebradizas y habían perdido color.
—¿Por qué no estás haciendo tu puto trabajo? —respondí, quitándome las gafas de mentira antes de hacerle una señal con la cabeza y sacarme un cigarro de camino al garaje.
Los Lobatos ya habían cargado los tuppers en el maletero del Land Rover y solo estaban esperando a que les diera su tabaco de premio.
—Ey, Spreen —me dijo Jack, fumando con la espalda pegada en la pared, separado del resto de adolescentes porque él era «uno de los mayores»—. Quiero hablar contigo… —se acercó e ignoró por completo a Sapnap a mi lado, lo que no sentó nada bien al lobo—. ¿Qué es eso de tenes un sitio increíble con sofás, una pedazo de televisión y cervezas? —me preguntó el Lobato en voz más baja junto con una sonrisa pícara en su atractivo rostro juvenil—. Missa dice que ya fue un par de veces… Creía que éramos amigos, Spreen. ¿Por qué no me dijiste nada a mí?
—Como te acerques a mi conserjería, te quitaré ese culo de goma al que tanto quieres y volverás a correrte metiendo la pija en la almohada, ¿te quedo claro?
Jack gruñó por lo bajo y perdió la sonrisa, apartando el rostro antes de fumar una calada de su cigarrillo largo.
—¿Metiste al puto Missa en la Madriguera? —me preguntó Sapnap una vez en el coche.
Odiaba aquel nombre que le habían puesto a mi conserjería, porque sonaba a que era un espacio común como el Refugio, pero no lo era.
—Claro que no —murmuré, arrancando el motor para salir hacia la carretera.
Sapnap levantó la cabeza y produjo un sonido ronco de entendimiento.
—Entonces Missa miente para decir que está con los Machos y reafirmar su autoridad como Alfa entre los Lobatos —me dijo, como si yo no me hubiera dado cuenta.
—Missa tiene que tener cuidado de no romperme las pelotas, porque como los Lobatos comiencen a rondar por mi conserjería, me voy a enojar muchísimo…
—Spreen enfadado. Mal —dijo Sapnap, imitando la voz de Roier y la cadencia más lenta de su voz antes de sonreír.
Soltó el humo por la leve abertura de la ventanilla y encendió la radio que ya estaba sintonizada en el canal de música rock de la ciudad. Por alguna razón, llevaba acompañándome un tiempo a mis viajes al almacén, a donde seguía llevándoles la comida, para después pararnos a comer algo antes de volver a mi conserjería para hacer poco más que vaguear, ver la tele o dormir. El joven no me había pedido permiso, solo había aparecido una noche, me había seguido al garaje y se había subido al coche. Si Carola lo sabía, no parecía hacer nada por evitar que Sapnap escapara de su trabajo de limpiador para escapar conmigo.
Hicimos nuestra primera parada en el Coffe&Shop del centro, una especie de extraña cafetería/supermercado del que Sapnap me había hablado. Seguía prefiriendo el Starbucks, pero los sábados llegaba demasiado tarde de mis clases y aquel era el único sitio algo parecido que seguía abierto. Además, aprovechaba para hacer la compra de la semana, más grande en aquella ocasión porque se acercaba un partido importante. Así que aparqué, nos pusimos nuestras capuchas y salimos corriendo hacia la puerta para mojarnos lo menos posible. Por alguna razón, Sapnap siempre ronroneaba por lo bajo al entrar allí: quizá por el olor a café y bollos, quizá por algún buen recuerdo de aquel lugar, o quizá porque le hacía feliz el estúpido hecho de pasearse con su latte macchiato en la mano mientras miraba las estanterías de productos. Entre las cajas de cerveza, pizza de microondas, palomitas, refrescos y bolsas de snacks, siempre colaba algo que le gustara y le llamara la atención. Aquel día fue un nuevo tipo de Red Bull con sabor a moras. A mí me daba igual, porque aquello no lo pagaba yo, sino una preciosa tarjeta a nombre de una empresa fantasma de la Manada, así que el lobo podía llevarse la tienda entera si quería. Al terminar, salí corriendo hacia el Land Rover y, con todos los huevos, lo acerqué marcha atrás hasta casi la puerta corredera del local, donde Sapnap ya me estaba esperando con todas las bolsas y cajas. Las cargamos frente a un equipo de seguridad impaciente y nervioso que no nos quitó ojo de encima hasta que nos subimos al coche de nuevo y nos fuimos de allí.
—Tengo una nueva humana, Christina —me dijo de vuelta en el coche tras bajar el volumen de la música—. Tiene un piercing en la lengua… — sonrió más.
—No estoy impresionado —murmuré sin apartar la mirada de la carretera. Tenía los limpiaparabrisas a tope y aún así me costaba mirar algo con tanta lluvia.
—Y… —añadió, volcándose un poco hacia mí como si se tratara de algún secreto—, puede ponerse las piernas detrás de la cabeza. Es profesora de yoga.
—Ahm… —comprendí—, así que te gusta jugar a poner posturas raras en la cama.
El lobo se encogió de hombros, pero no perdió la suave sonrisa.
—Es divertido, ¿tú no lo haces, Spreen?
—No. Roier tiene cinco posturas y no las cambia nunca.
—¿Cuáles?
—Misionero, a perrito, Cara a Cara, la Silla Caliente o yo montándolo pero moviendo él la cadera. Se pone nervioso y se enfada si no puede cogerme al ritmo que el gusta.
Sapnap frunció el ceño y sacó el celular para, discretamente, buscar las posturas en internet.
—Ah, sí, la Silla Caliente también me gusta mucho —murmuró—, pero me gusta más el perrito tumbado que el de a cuatro patas. —Guardó el celular y se cruzó de brazos mientras miraba al frente de forma distraída—. El otro día, mi otro humano, Jonathan, me pidió que me corriera solo en su boca y en su cara. Está un poco obsesionado con el tema…
Me detuve en un semáforo y giré el rostro hacia Sapnap. Me hablaba mucho de sus humanos últimamente, de sus experiencias o de lo que hacía o no con ellos. No es que fuera un tema extraño ni mucho menos, solo que el joven a veces escondía preguntas o reflexiones bajo frases que trataba de hacer pasar por simple charla.
—Para que vos digas que alguien está obsesionado con las mamadas y con tragar, debe ser muy grave, Sapnap —murmuré.
El lobo sonrió y me dedicó una rápida mirada por el borde de sus bonitos ojos color miel.
—Eso me gusta mucho, Spreen, ya lo sabes —afirmó, encogiéndose levemente de hombros—, pero cada vez que voy a ver a Jonathan es siempre lo mismo. Me sienta en el sofá o se pone de rodillas y no para hasta que me corra dos o tres veces. Me empieza a aburrir un poco, la verdad…
—Entonces, deja de ir —respondí, arrancando de nuevo el coche para seguir por la carretera en dirección a las afueras.
—Sí… lo pensé… —murmuró, entrecerrando los ojos y aspirando un poco de aire entre los dientes—, pero es que ese cuerpo de bombero me tiene un poco loco…
Puse los ojos en blanco y negué con la cabeza.
—Entre Rubius y vos van a acabar con todos los músculosos de gimnasio que vayan al Luna Llena —le aseguré.
—No lo sé —dijo él, perdiendo al instante el buen humor—. No me hablo con Rubius.
Ese era el problema, que Sapnap no se hablaba con nadie, solo conmigo. Por muy irónico que sonara, creo que el joven había encontrado en mí una especie de apoyo, alguien que no se limitaba a ponerle expresión seria y a darle respuestas cortas. Tras el rapto y su degradación en rango, el lobo había tocado fondo en la Manada. Todos lo sabían. Él lo sabía. Seguía siendo demasiado orgulloso para dar un paso al frente, pero aún así se esforzaba a su manera por entrar en el grupo de Machos Solteros; aunque sus muchos errores le habían alejado de ellos y ahora estaba más solo que nunca. Aquellas conversaciones que teníamos en nuestros viajes, eran solo reflejos de las que tenían los chicos en la conserjería, cuando discutían sobre sus humanos o contaban alguna anécdota divertida que les hubiera pasado. Sapnap escuchaba, a veces decía algo, a veces hablaba un poco, pero cuando a sus palabras seguía el silencio o una breve y escueta respuesta, tensaba la mandíbula y se iba. Que en la Manada fueran unos idiotas rencorosos, no era nada nuevo.
Cuando llegamos al almacén principal, saludé a Max, el viejo lobo con el parche en el ojo que seguía vigilando la entrada. Él se acercó corriendo bajo la lluvia y abrió la verja antes de volver a cubierto. Me saludó con un respetuoso asentimiento porque yo era el compañero de su SubAlfa y después me ayudó con las cajas de tuppers. Sapnap no salió del coche, se quedó allí esperando, con la ventanilla un poco abierta mientras fumaba con expresión seria en el rostro atractivo y masculino.
—Ese chico… —gruñó Max en voz baja—. En mi época ya le habrían expulsado…
—En tu época quemaban a las mujeres en la hoguera por brujería, Max —respondí yo.
—En mi época las cosas eran difíciles —dijo, levantando su cabeza de barba espesa y larga de santa Claus—. Los Machos de ahora no saben la suerte que tienen.
—No me jodas, Max, tú eras un Macho Soltero en los ochenta y te hinchaste a coger con hippies en mitad de la ola de amor libre y experimentación sexual —le recordé, caminando a su lado por el pasillo.
—No hablaba de eso —insistió, inflando su pecho todavía fuerte y musculado aunque probablemente el lobo rondara los sesenta y pocos—. Eran momentos de inestabilidad, había guerras y la Manada no podía permitirse cargar con Machos débiles que no dieran más que problemas…
Preferí no insistir, porque sabía que Max y yo terminaríamos discutiendo. No era un mal lobo, pero su generación tenía esa mentalidad de «nosotros sí que sufrimos» que me ponía de muy mal humor. Así que me limité a repartir los tuppers, responder los saludos de los lobos que se acercaban como hienas al oler la carne e ir en busca de Ollie que me esperaba a cubierto en un lado del almacén. Ya no se escondía en el exterior, pero todavía era incapaz de comer con el resto.
—Mañana vamos a ver un partido, ¿queres venir? —le pregunté cuando ya había terminado de comer y volvía a ser un lobo con raciocinio y no una bestia hambrienta.
Ollie se pasó una mano por los labios manchados de salsa de tomate y fue a darle un trago a su termo de café con sirope de avellana. Yo ya me había terminado el mío, fumando distraídamente a un par de pasos de distancia para no molestarle con el humo. Se suponía que no se podía hacer dentro de la nave, pero yo tenía muy buen trato con el director, un lobo degenerado y asqueroso llamado Rubius, así que disfrutaba de privilegios como aquel
—¿Es la Super Bowl, no? —me preguntó.
—Sí, van a venir bastantes chicos y Shadoune va a gritar como un hijo de puta con todo su ropa de fanático pelotudo puesta.
Ollie bajó la mirada al tupper vacío, apretó una de las comisuras de sus labios y murmuró:
—No lo sé, Spreen. No me gustan los deportes.
—No se trata del partido, se trata de pasar un rato divertido. Habrá cerveza, comida y creo que hasta Carola bajará de su cúpula del mal para pasarse un rato. Me estuvo preguntando nada sutilmente si íbamos a ver el partido o no en la conserjería.
Ollie gruñó con interés, replanteándose seriamente la idea. Iba a decir algo, pero unos pasos le interrumpieron y Rubius apareció por un lado con un cigarrillo en los labios manchados y una enorme sonrisa.
—¿Estáis hablando del partido? —preguntó, dándole un leve apretón en el hombro a Ollie—. Vente, será la hostia. Espero que no gane el equipo de Shadoune, o Corney va a tener una noche muy movida… —añadió con una tono más bajo y sórdido.
Se me escapó una breve carcajada. Shadoune se había mudado hacía poco con esa chica, Coney, con la que había pasado los últimos dos Celos. Ahora el lobo pelirrojo tenía Guarida y, la humana, un nombre que decía la Manada. Si las cosas iban bien, quizá en unos meses o en un año aparecería en una de las fiestas.
—Me lo pensaré —prometió Ollie, levantándose del pequeño cajón en el que se había sentado. Me dio las gracias por lo bajo y se despidió de Rubius antes de alejarse.
—Rubius, ahora que tenes Machos de sobra y ya no te ocupas de todo el trabajo, quizá deberías mandar a uno a que vaya a por los tuppers y los traiga —le sugerí.
Él sonrió de esa forma tan sexy y se encendió el cigarrillo sin dejar de mirarme a los ojos.
—Pero entonces dejaría de ver todos los días ese culito apretado que tanto me gusta, Spreen… —murmuró, soltando el humo y alargando la sonrisa—. Cuando traes esos pantalones negros de rayas amarillas siempre me tengo que ir a casa de uno de mis humanos de lo cachondo que me pongo.
Mantuve su mirada sin decir nada, pero, como solía pasarme, terminé por soltar un breve bufido y sonreír.
—Deberías darle las gracias a Roier de haberme encontrado primero, porque te aseguro que no ibas a poder conmigo, Rubius —respondí, apartando la espalda de la estantería para alejarme en su dirección—. Y manda a un puto Macho a que recoja los tuppers —añadí.
—Pero me gusta que los traigas tú… —dijo, esta vez con un mohín de pena y un leve ronroneo de queja—. Así charlamos un poco —y guiñó un ojo de esa forma que podría haber derretido una estatua de hielo.
Tome aire y suspiré, negando con la cabeza antes de irme con las manos en los bolsillos hacia la salida. El pelotudo de Rubius siempre conseguía darme las vueltas y usar ese encanto para conseguir que me ablandara con él. Era un jodido manipulador, pero, sinceramente, esa era una de las cosas que más me gustaban de él. De vuelta en el coche me reuní con Sapnap, quien siguió con expresión seria hasta que dejamos atrás el almacén y nos detuvimos en la hamburguesería preferida del lobo; un pequeño local en el bajo de un edificio con solo un letrero en neón parpadeante que decía: «Hamburguer&Fries». Apestaba a grasa de freidora, tabaco negro y a carne a la parrilla, no tenía ventanas y solo había dos mesas redondas con manteles de plástico frente a un mostrador con una caja registradora de los sesenta. Lo mejor era que el cocinero no hablaba nuestro idioma y tenías que señalarle el número de lo que querías en una carta mientras te miraba con cara de asco. Al final había que gritarle y darle el dinero por adelantado para que se diera la vuelta y empezara a cocinar. Todavía no tenía claro si lo hacía porque Sapnap estaba allí y era un racista o porque ese hombre era así.
—Cada día me gusta más esta mierda de local —le confesé mientras nos íbamos a sentar a una mesa con restos de migas de pan y manchas de kétchup.
—Lo descubrí cuando era Lobato, había robado algo por aquí cerca y necesitaba un sitio donde esconderme —me explicó antes de quitarse su chaqueta y dejársela apoyada en el regazo, porque no había otro lugar donde ponerla.
Saqué el paquete de cigarros y le entregué uno a Sapnap antes de colocar otro en mis labios. Lo mejor de ese local era que se podía fumar dentro porque el cocinero lo hacía todo el rato.
—¿Fue antes o después de joderme uno de mis trabajos? —le pregunté.
—Un poco antes —respondió, sacando su zippo negro para encender la punta del cigarrillo y soltar una voluta de humo a un lado—. ¿Va a venir Ollie a ver la Super Bowl? —me preguntó entonces.
—No lo sé, sigue teniendo miedo de juntarse con los Solteros, pero le dije que vendría Carola y eso le calmó un poco.
—¿Por qué no se da cuenta de que ese humana es una zorra? —repitió, como hacía siempre que salía el tema—. ¡No puede ser tan imbécil!
Le dediqué una mirada seca para que controlara el tono y, tras un par de segundos, me saqué el cigarrillo de los labios y respondí:
—Lo sabe, Sapnap. Ese no es el problema. El problema es que es su compañera y la quiere más que a nada. Aunque ella no se lo merezca.
—¿Y a qué está esperando? ¿A que le escupa en la cara y se ría de él? Matémosla, finjamos que es un accidente y que Ollie le haga un entierro y se olvide de ella.
Murmuré algo y me pasé la lengua por los dientes antes de mirar a un lado.
—No es mala idea… de todas formas va a morir cuando la Guerra termine.
Sapnap frunció el ceño y levantó la cabeza con interés.
—¿Ah, sí? Bien, me alegro de que Carola al fin se haya dado cuenta de que es lo más fácil.
—Sinceramente, no sé qué es peor, porque a Ollie le va a romper el corazón, pero Daisy cruzo demasiadas líneas rojas.
—Matarle de hambre y abandonar a su Macho es una línea roja suficiente para merecer morir —me aseguró Sapnap.
—Daisy… —me detuve, chasqueé la lengua y tomé una bocanada de aire—. Esto es un secreto, Sapnap, y no quiero que se lo digas a nadie, ¿me escuchas? —esperé a que el lobo asintiera lentamente y entonces, solo porque quería darle una muestra de confianza al lobo, le dije—: Carola descubrió que Daisy aborto la Cría de Ollie.
El joven se quedó en blanco. Entreabrió los labios hasta que sus cigarrillo quedó casi colgando de su boca, solo sujeto por el rastro de saliva que lo mantenía pegado. Parpadeó y bajó la mirada a la mesa sucia. No supo qué decir, solo se quedó así más de medio minuto hasta que se quitó el cigarrillo y se pasó una mano por el pelo negro. Negó con la cabeza y, con los ojos un poco empañados, me miró para decir:
—Hay que hacer sufrir a esa puta tanto como nos ha hecho sufrir a nosotros…
—Carola no pasará esto por alto, ya lo sabes —respondí en voz baja, echando la ceniza del cigarrillo al suelo porque no podía estar ya más sucio—. Pero esto solo lo sabemos nosotros y Roier, así que cierra la puta boca…
El joven alzó la cabeza con orgullo pero asintió, demostrando que estaba preparado para formar parte de los pequeños secretos de la élite. Aún así, la noticia le afectó de una manera que no me esperaba. Comió sus nueve hamburguesas dobles y sus dos paquetes grandes de patatas con lentitud, para ser un lobo, quiero decir. Miraba la mesa, gruñía por lo bajo, y a veces incluso levantaba la cabeza hacia la pared a mi espalda, donde había un horrible cuadro de un anuncio de los setenta donde una mujer sonriente enseñaba una hamburguesa con queso.
—Déjame en Capitol Hill —me pidió cuando entramos en el coche.
—¿Vas a ir a ver a la profesora de yoga?
El lobo asintió.
—Necesito distraerme.
No dije nada, giré en dirección contraria para no tener que dar un rodeo y dejé al lobo en la dirección que me señaló. Antes de bajarse, apagó la radio y me miró.
—Gracias por contármelo, Spreen.
Me limité a hacer un gesto con al cabeza, un poco sorprendido de que el lobo me diera las gracias por primera vez después de tanto tiempo.
—Pásala bien —murmuré.
—Lo haré —me aseguró, abriendo la puerta y colocándose bien calada la capucha de pelo canela antes de salir bajo la lluvia torrencial.
Cuando al fin volví al Refugio y aparqué el coche, entré en busca de algún Macho despistado que pudiera ayudarme a cargar todo lo que tenía en el maletero del Land Rover, pero a quién encontré en el salón grande fue a Mari Ann, una de las Ancianas. Me saludó con una sonrisa y se quitó sus gafas de cerca para decirme:
—¿Buscas algo, cariño?
—No, señora, solo a un par de lobos que me ayuden con la compra.
—Ah, los chicos están ya en esa Madriguera tan bonita de la que hablan sin parar.
—Mierda… —murmuré, dando un escueto «gracias» a la vieja antes de girarme en dirección a la puerta.
Salí en dirección al edificio de oficinas y entré de golpe en mi conserjería, encontrándome con que Conter, Criss, Finn, Roy y Axozer habían movido uno de los sofás y se habían traído su videoconsola del casino para jugar en la enorme pantalla de cine. Ya se habían bebido las seis últimas cervezas y comido las tres últimas bolsas de snacks, pero como no había sido suficiente, había cinco cajas de pizza vacías a un lado junto a las latas. Ellos me saludaron con una sonrisa y algo rápido para no apartar la mirada de la pantalla.
—¡Ven, Spreen! —me animó Conter —. ¡Es un videojuego de miedo y está gracioso!
—Criss ya se ha asustado tres veces —añadió Axozer con una sonrisa cruel—. Ah, y Carola ha llamado un par de veces preguntando por ti.
—Por cierto, Spreen, no queda cerveza —dijo Finn, señalando las latas vacías del suelo—. ¿Has ido a comprar más?
¿Recuerdan cuando les dije que los lobos simplemente tomaban las cosas sin preguntar y que si les dabas la mano te terminaban agarrando hasta el brazo? A esto me refería. Pero conmigo había un límite, y los Machos solo necesitaron mirarme la cara para saber que algo no iba bien. Pausaron el videojuego y se quedaron en silencio y a la espera, un poco encogidos y atentos por si tenían que salir corriendo en cualquier momento.
—La compra está en el maletero del Land Rover —dije en voz baja, pero con el intenso silencio se me escuchó perfectamente—. Van a levantarse, van a tirar toda esa mierda a la basura y van a traer las cosas acá para ordenarlas en la nevera y las estanterías…
Cuando asintieron lentamente les tiré las llaves y me aparté de la puerta a la espera de que desfilaran por delante de mí, sin darme demasiado la espalda. Cerré de un portazo y me fui con la cara de muy molesta hacia el teléfono rojo.
—Privet, camarada Carola.
—Me resulta curioso que tú mismo hayas asumido que eres el bando soviético, Spreen —respondió el Alfa. No parecía cortante y su tono de voz era calmado, así que, llamara por lo que llamara, no era nada grave—. ¿Es porque eres un admirador de la Mano de Hierro con la que dirigía Stalin?
—Sí, pero también es porque lo de ser un líder carismático que después resulta ser un boludo ególatra y corrupto te pega más a vos, Carola.
Tras un breve silencio, respondió:
—Puede ser… Ven a verme cuando puedas, me gustaría discutir algo contigo.
—Voy ahora —murmuré antes de colgar.
Me quité la chaqueta, la dejé sobre la barra de bar de madera que separaba un poco la parte de la cocina, los muebles y nevera y fui con un cigarro en los labios y el zippo en la mano hasta el despacho del Alfa. Llamé más por costumbre que por educación y me sumergí en aquella peste ácida y desagradable. Carola continuó escribiendo algo sin si quiera levantar la vista, solo cuando terminó, cerró la tapa del bolígrafo y me miró.
—La Guerra está a punto de terminar. La policía portuaria de Bremerton ha encontrado el cadáver de Victor, el Alfa de los Colmillo, flotando en el puerto. Los Medianoche no tardarán en dar caza a los últimos supervivientes y en llevarse a sus Crías. He planeado el ataque y es el momento de hacernos con el control de Tacoma y toda la península. Nuestro Territorio será uno de los más grandes del país… —con una sonrisa blanca y perfecta de grandes colmillos, saboreó la idea, dulce en los labios pero amarga en la garganta, porque volvió a ponerse serio y fue a por el mapa enrollado a sus espaldas—. Pero me preocupa dar un paso en falso y perder a alguno de mis Machos. Aún con sus fuerzas mermadas, un taque frontal podría no ser la mejor idea. Deben ser conscientes de su posición y de que los Luna Llena estaremos frotándonos las manos a espera de poder sacar partido de la situación. ¿Tú que crees?
—Creo que esa caja de puritos te está durando muchísimo, Carola — respondí, señalando el cigarro que se había sacado y que, solo cuando dejó de hablar, fue a encenderse—. Pensaba que solo se vendía de diez en diez…
El Alfa me dedicó una mirada cortante y seria por el borde superior de los ojos. Soltó el humo azulado lentamente, que acarició su rostro masculino , y me dijo:
—Quizá sea mejor que utilices ese ingenio tan agudo que tienes para el tema que nos preocupa, Spreen —utilizó la misma mano con al que sostenía el puro para dar un par de toques al mapa extendido.
Me recosté más en el asiento y me quedé un momento en silencio, dándole otra calada al cigarro y preparándome para una noche de esas largas en el despacho del Alfa. Era cierto que yo no trabajaba mucho y solía pasarme las noches rascándome los huevos en la conserjería, pero estaba seguro que aquellas sesiones intensas lo compensaban con creces. Salí de allí cuando ya había amanecido, con una expresión seria y cansada. Fui directo a la calle y crucé la lluvia para subir a la Guarida. Roier todavía me estaba esperando despierto, sentado en el sofá mientras miraba uno de sus programas de jardinería.
—¿Qué tal Spreen con Alfa? —me preguntó, apagando la televisión y siguiéndome hacia la cama.
— Cansado —murmuré—. Vamos a atacar a los Medianoche.
Mi lobo gruñó un poco y se puso muy serio de pronto, mirándome fijamente antes de apretar los puños y asentir.
—Buen momento. Son débiles y la Manada puede ganar mucho.
—Sí… —me detuve y me giré hacia él—. Vos vas a dirigir el segundo frente, después de que Carola inicie el ataque.
Roier alzó la cabeza y volvió a asentir, como si fuera un caballero del rey dispuesto a luchar a muerte. Pero no lo haría, porque yo me había asegurado de que estuviera lejos del peligro en todo momento. Había ayudado al Alfa a planearlo y había podido jugar un poco sucio con sugerencias sobre quién debería ir a donde. Carola se había negado a dejar a Roier atrás como le había pedido en un principio, después de todo era su SubAlfa y uno de los Machos más grandes y fuertes de la Manada, pero aceptó algunas otras proposiciones, consciente de que yo estaría más receptivo y participativo si me daba lo que quería; y lo que quería era que Roier volviera con vida de allí.
Yo quería a la Manada, pero quería mucho más a mi lobo.
Notes:
Mañana ultimos capítulos 👀
Chapter 83: LA GUERRA: Y SUS VÍCTIMAS
Chapter Text
Carola decidió atacar la noche del veinte de febrero. Hizo llamar a todos sus Machos, cerró todos los negocios de la Manada por un día y movilizó sus fuerzas. Ya habían llegado la mayoría de compañeros y sus Crías al Refugio el día anterior, más comprensivos y relajados aquella ocasión en la que no éramos nosotros las víctimas, sino los agresores. Aroyitt organizó todo, muy preocupada de que estuviera cómodos y tranquilos durante las horas de vigía que se pasarían allí encerrados esperando noticias del frente. Les dio mantas, comida y hasta organizó juegos para mantenerlos entretenidos, lo que, sinceramente, resultaba un tanto macabro pensando en que los Machos se iban a ir a matar a gente y que nosotros íbamos a estar jugando al escondite y al bingo.
—Spreen, si tienes una idea mejor, me la cuentas —dijo Aroyitt cuando, en uno de sus breves descansos, se escapó de las constantes preguntas y la planificación para tomar un café en la conserjería; el único lugar virgen e intacto que quedaba en el edificio de oficinas—, pero creo que distraernos será mucho mejor que estar sin hacer nada y pensando que nuestros Machos no van a volver con vida.
Yo, como es evidente, había evitado a toda costa caer de nuevo en la órbita de la organización, alejándome lo más posible y refugiándome en mi conserjería, la que, ahora sí, era más bien una Madriguera. Solo intervenía en casos especiales, como cuando tuve que resolver un problema con los Lobatos que se habían llevado los calefactores.
—¿Dónde mierda están los radiadores? —había preguntado, abriendo la puerta sin más antes de echar una rápida mirada a los cuatro.
Los lobatos estaban en la cama baja de la litera, Milo tenía la mano dentro del pantalón de chándal; Jack se los había bajado hasta el muslo y se frotaba la pija con una mano mientras apoyaba la otra detrás de la cabeza, Ron estaba directamente desnudo y prefería centrarse en frotar la cabeza empapada que todo el tronco mientras que Missa solo se había desabrochado la bragueta y se había levantado la camiseta para no mancharla con las corridas. De la tablet que habían estado mirando tan fijamente salían gemidos y jadeos entrecortados de, diría, alguna película porno que hubieran encontrado en internet. Si el Olor a Lobato ya era fuerte, el olor de verga de lobato era incluso peor. Tan fuerte, agrio y denso que me hizo perder el aliento y soltar una breve arcada.
—¡Mierda! —exclamé antes de taparme la nariz—. ¿Llegara el día en el que entre acá y no vea a alguno jalandocela como un mono? —les pregunté.
—Sí, el día que llames a la puta puerta —respondió Ron.
—Decime donde están los calefactores y les dejaré seguir con su paja grupal .
—Y por qué no vienes aquí, nos la chupas un poco y después te lo contamos —dijo Jack, meneando un poco su pija mientras sonreía.
Iba a decir algo, pero fruncí el ceño tras una breve mirada y le dije:
—La verdad es que tenes una pija enorme para ser un lobato, Jack.
El lobato se quedó quieto un instante y entonces sonrió mucho y alzó la cabeza con orgullo, inflando su pecho que ya empezaba a ser musculoso, pero en el que aun tenía que crecer mucho vello.
—La mía es más grande —negó Milo, sacándosela de dentro del pantalón para enseñármela—. ¿Ves, Spreen? Es mucho más gorda…
Milo, además de convertirse en un Macho que iba a romper corazones, también iba a romper muchos culos por el camino porque estaba cerrando la mano alrededor del tronco y apenas la conseguía abarcar toda.
—Spreen dijo que la mía es enorme —le recordó Jack, todavía en su nube de orgullo.
—¿Te gusta la mía, Spreen? —preguntó Ron, volviendo a frotarse la cabeza—. A mí también me gustaría ver la tuya…
Durante todas aquellas pelotudeces, Missa se había levantado, se había subido la bragueta todavía muy abultada por tener que soportar la tirantez de su erección, y vino junto a mí a la puerta. La cerró y me miró antes de cruzarse de brazos.
—Quiero ir a la Madriguera —fue lo que dijo—. Déjame entrar y te daré los radiadores.
—Oh… —comprendí de pronto, imitando su postura de brazos cruzados—. Así que los escondiste a propósito…
El lobato se encogió de hombros, se frotó la parte baja de la nariz con el dedo índice y me miró por el borde superior de los ojos como todo un pandillero.
—Ya nos conocemos, Spreen —me dijo—. Tú y yo nos entendemos bien. Yo quiero ir a la Madriguera y tú quieres los radiadores… así que podemos hacer uno de nuestros tratos. ¿Qué me dices?
Missa iba a ser un gran Macho porque era todo un jodido extorsionador y un puto mafioso de mierda. Por eso era mi favorito.
—Vas a mantener a los lobatos tranquilos la noche del ataque, no vas a dejar que molesten a los compañeros ni a las Crías y no vas a permitir que salgan del Refugio a hacer alguna de sus idioteces aprovechando que no habrá Machos por acá. Eso es lo que te digo.
—Y me llevas a la Madriguera y me tomo una cerveza —añadió. Tardé un par de segundos en decir:
—Solo esta vez…
Missa sonrió, descruzó los brazos y me quiso dar un apretón para cerrar el trato, a lo que yo me negué.
—Ya vi donde tenías antes esa mano, Missa. Espero que te la laves con legía antes de venir a mi conserjería.
El lobato, sin inmutarse por mis palabras, se llevó la mano a los labios y la lamió soltando un gruñido de placer.
—Ahora ya sé por qué a los humanos les gusta tanto comerme la verga…
—Dios, qué asco me dan —negué con la cabeza y me fui de allí.
Resuelto el problema de los radiadores, que habían escondido en una esquina del desván bajo una vieja manta, tuve que cargar con la casi inmediata visita de Missa y los resoplidos de queja de Sapnap.
—A mí no me ofrecías tratos tan buenos, Spreen.
—Antes, vos no estabas tan dispuesto a cooperar conmigo como lo está Missa —le recordé, vigilando atentamente al lobato mientras daba vueltas por conserjería con una cerveza en la mano y una sonrisa de victoria en los labios. Se aseguró de acercarse a las ventanas donde se podía ver el Refugio y quedarse allí mientras, seguramente, los lobatos se apiñaban en las ventanas del pasillo para comprobar si era verdad que había ido a la Madriguera—. ¿Sabes que escondio los radiadores a propósito para chantajearme? —le pregunté a Sapnap, sentado al otro lado de la mesa alta mientras fumábamos y nos tomábamos un café—. El hijo de puta es muy listo.
—¿Y eso no te enfada? O es que te has ablandado con los Lobatos desde que yo me fui…
Me encogí de hombros.
—Me vengaré de esto, te lo aseguro —murmuré, echando una calada hacia la ventana—, pero Missa la jugo bien y se merece su victoria. Yo también me aproveché de ellos para conseguir que me vendieran el ático casi regalado. ¿Al final dejaste a Jonathan? —pregunté, cambiando de tema.
—Más o menos. Ya no como nada en su casa, pero voy de vez en cuando para que me la chupe mientras fumo y veo algo en su televisión de pago.
Me reí y asentí.
—Ya… yo también hacia eso a veces. Sobre todo cuando llovía y no quería dormir en la calle.
El lobo puso una mueca extraña, de ceño fruncido, algo entre la incomodidad y la pena. Fumó una calada del cigarrillo y giró el rostro hacia la ventana abierta para soltar el humo.
—Eres la última persona en el mundo a la que creía que le tomaría cariño, Spreen —murmuró.
—Eso pensé yo de Roier y la Manada —respondí antes de beber un trago de mi café.
—Entonces cada Macho se trae aquí su sofá —nos interrumpió Missa, colocándose a un lado con una mano en el bolsillo de sus pantalones y la otra en la cerveza—. Dentro de poco yo también seré un Macho, así que podría ir dejando un…
—Como traigas el puff apestoso ese o alguna de tus mierdas acá, me voy a enojar —le dije—, cuando seas un puto Macho, tengas tu propia habitación y tus propios humanos para no tener que pajearte con el resto de pibes pajeros, hablamos de si te dejo o no venir a la conserjería. Así que cierra la puta boca, seguí paseándote delante de las ventanas para que te vean y no toques nada…
El lobato gruñó y puso mala cara. Se tomó la libertad de agarrar un cigarrillo de mi paquete y el zippo plateado sobre la mesa para encendérselo, soltó una bocanada de humo y se fue por otra cerveza con un gesto airado y la cabeza bien alta. Sapnap, sin embargo, sonrió un poco y le siguió con la mirada hasta que estuvo lo suficiente lejos para decirme:
—¿Los atrapaste jalandosela en grupo? Qué triste…
—No te hagas el digno, Sapnap —respondí—. Lo que hacian ustedes en el callejón del Luna Llena no deja de ser una paja en grupo, pero a otro nivel.
El lobo frunció el ceño y gruñó un poco, pero, antes de que pudiera darme alguna excusa de mierda para desmentir mis palabras, alguien nos interrumpió llamando a la puerta. Se trataba de Clara o Cloe o alguna boludes así, una compañera de la antigua generación que parecía sacada de una tienda de Tarot y que siempre hablaba casi en susurros.
—Perdona, Spreen… la caldera no funciona y Aroyitt me ha pedido que te pregunte si podrías echarle un ojo…
—Cuando terminé el café —respondí. Ella asintió y cerró la puerta pidiendo otra vez disculpas por molestarnos—. Missa, vos venís con nosotros, no te vas a quedar acá solo.
—¡Y una mierda! —gritó.
Pero al final vino con Sapnap y conmigo a arreglar el puto calentador del edificio, y también cumplió su promesa. Los lobatos no nos dieron problemas durante la fatídica noche en la que los Machos abandonaron el Refugio y se adentraron en el Territorio de los Medianoche.
Recuerdo que esa tarde, tras un buen sexo, me quedé más tiempo con Roier en al cama, le acaricié la barriga y el pelo, lo llevé a desayunar, le di una buena comida y, antes de separarme de él, lo abracé con fuerza.
—Si tenes que correr, corre —le dije al oído.
El lobo gruñó un poco y me miró a los ojos antes de acariciarme el rostro.
—Roier es grande y fuerte. Estará bien. Volverá.
—Más te vale… —le advertí.
Me volvió a abrazar, ronroneó en mi pelo y me dijo:
—Roier se va a la Guerra.
—No te mueras, capo —respondí.
El lobo asintió y se alejó en dirección al Jeep negro, dejándome con el corazón en un puño y un nudo en la garganta. Me reuní con Sapnap en la puerta del edificio de oficinas y me saqué un cigarrillo, el primero de muchos que fumaría aquella noche. Había una angustia latente en mi pecho y, aunque supiera que había hecho todo lo posible por alejar a mi lobo de los problemas, todavía temía que no hubiera sido suficiente.
—Sapnap, no seas pelotudo, no te hagas el puto héroe y tene cuidado —le dije al joven sin mirarlo.
El lobo resopló un poco, como si le indignara mi preocupación, pero después de arrojar la colilla del cigarrillo a la lluvia, colocó una discreta mano en mi brazo para darle un apretón.
—Estoy en el equipo de Roier, le vigilaré la espalda —me prometió, saliendo hacia la lluvia para reunirse con el resto de Machos que aguardaban a la espera, fumando, despidiéndose de sus compañeros frente al Refugio o tratando de apaliar su nerviosismo de alguna forma.
Cuando el último todoterreno giró la esquina de la calle, se produjo un extraño silencio tan solo interrumpido por la lluvia que caía con fuerza sobre la ciudad. Sería una noche oscura, larga y difícil para aquellos que nos habíamos quedado allí esperando. Incapaces de hacer nada más que aguardar y soñar conque su Macho no resultara herido o algo peor. Me terminé el cigarrillo, al que di incesantes caladas antes de pisarlo en el suelo y meterme en el edificio de oficinas. En el último piso, en un cuarto de apenas veinte metros cuadrados sin ventanas, estaban tres Machos de los ocho que se habían quedado allí. Todos eran bastante mayores, pero todavía no había llegado ese momento en el que se convirtieran en Ancianos y quedaran apartados de las actividades de la Manada. Para los lobos no había una edad exacta de jubilación: aunque te hicieras viejo, seguías trabajando hasta que te fuera imposible.
Los tres me saludaron con un respetuoso asentimiento y siguieron mirando los monitores como si ya esperaran algún cambio. Podría decirse que aquel era el centro de operaciones, uno muy cutre y no demasiado profesional. No teníamos seguimiento en tiempo real, ni radares, ni estábamos conectados a satélites. Solo había un par de teléfonos en la mesa y el Google Maps. Si alguno de los Machos estaba perdido o tenía noticias, llamaría allí y, si no podían darle una solución, contactarían con el Alfa. Yo me quedé a un lado de la puerta, apoyado en la pared y cruzado de brazos, tratando de controlar la respiración y la inquietud que me atenazaba las entrañas. Pasó una hora, y después la siguiente y nada cambió. Salí a fumar de nuevo, evitando siempre las zonas más pobladas del edificio y minimizando toda posibilidad de que alguien pudiera hablarme; porque yo sabía que todo lo que pudiera decir en aquel momento no sería nada bueno.
Media pequete y tres horas después, seguíamos sin noticias. Eso no tenía por qué ser malo, pero a mí me pareció malo. El plan era sencillo: atacar varios puntos a la vez aprovechando la gran superioridad numérica de nuestra Manada. Someter a los Medianoche no tendría que resultar difícil, no después de aquella Guerra encarnizada. Entonces alguien llamó: habían puesto explosivos en las propiedades más importantes. Los Machos llamaron a todos para advertirles. Carola y yo ya habíamos barajado la posibilidad de que nos estuvieran esperando, habíamos hecho planes de respuesta y habíamos tomado toda las precauciones; pero, incluso con explosivos, tres horas era mucho tiempo y ya deberían haber terminado. Empecé a ponerme tan nervioso y a frustrarme tanto que prácticamente me pasé la cuarta hora fumando sin parar, subiendo a la sala de operaciones para preguntar si había noticias y bajar de vuelta a la puerta. Cuando subí de nuevo a la sala de operaciones, fui directo al teléfono y llamé al Alfa delante de unos Machos sorprendidos.
—¿¡Qué mierda está pasando!? —le grité nada más responderme.
—Todo está bien. Hemos tenido un par de bajas…, pero ya estamos cazando a los últimos —y colgó.
Un par de bajas… podía significar muchas cosas: heridos o muertos. Tomé una profunda respiración y dejé el teléfono en su sitio antes de bajar por última vez al portón del edificio. El decimo tercer cigarrillo de la noche se consumió por completo entre mis dedos mientras yo miraba los charcos de la carretera. Solo oía la lluvia y un profundo latido en los oídos. Respiraba de forma pausada y pensaba, pensaba mucho, en muchas cosas. Alguien que había vivido lo que yo había vivido, solo se espera lo peor del mundo. Si alguien tenía que morir aquella noche, ¿cómo no iba a ser el lobo de Spreen? Porque al universo le encantaba joder a Spreen y hundirlo en la puta miseria. Los ojos se me empañaron por primera vez en mucho tiempo, no recordaba exactamente hacía cuanto no lloraba, aunque hubiera tenido infinidad de razones para hacerlo hasta entonces.
Solo cuando vi unas luces a los lejos salí de aquel estado frío y oscuro. Miré el todoterreno que se acercaba y que aparcó en frente al Refugio. Un par de Machos salieron de él, ninguno estaba herido, fueron directos al maletero y comenzaron a sacar cajas que fueron metiendo rápidamente en el interior del edificio. Sin decir nada, se volvieron a ir. No lo dudé. Todavía con el filtro del cigarrillo entre los dedos, caminé bajo la lluvia y abrí las cajas.
Solo había papeles, informes, notas… información sacada de la base de los Medianoche y que resultaría muy útil cuando Carola se hiciera con el control de todos sus negocios y posesiones: empresas fantasma, fondos de inversión, dinero y secretos.
Otro todoterreno llegó veinte minutos después con más cajas. Entre los Machos estaba Finn, al que interrumpí para hacerle una sola pregunta:
—¿Roier?
El me miró con sus ojos amarillentos y negó con la cabeza.
—No lo sé, Spreen. Yo estaba en otro grupo.
Asentí y me aparté para que dejara más cajas antes de irse de vuelta. Como un incesante goteo, más coches y más lobos fueron llegando a medida que se acercaba el amanecer. Traían cosas, todo tipo de cosas, como el pillaje tras la Guerra donde el vencedor tomaba cuanto quería y se lo llevaba. Algunos de esos lobos se quedaron. Ninguno sabía nada de los demás grupos. Col me dijo que a ellos les había sorprendido una bomba en el puerto, que Vick estaba herido y habían tenido que llevarlo al hospital de urgencias. Cuantos más Machos llegaban, más noticias traían del frente. Los Medianoche se habían preparado para el ataque, pero de una forma mucho más agresiva y suicida. Habían colocado explosivos para inmolar sus propiedades y matar a cuantos más enemigos posibles pudieran en el proceso. Sabían que no podían ganar aquello, así que solo les quedaba luchar hasta la muerte.
Carola había pensado en eso y había obligado a los lobos a asegurarse de que no hubiera nadie por los alrededores antes de acercarse a las propiedades. Nadie que pudiera hacer detonar aquellos explosivos. Aun así, parecía que los Medianoche tenían entre ellos a algún compañero con conocimientos útiles, un químico o un físico, capaz de hacer explosivos caseros con temporizador. Al recibir el anuncio del ataque, solo habían tenido que activarlos y esperar a que, con suerte, los Luna Llena ya estuvieran dentro antes de explotar. Eso había atrapado desprevenidos a algunos, porque seguían llegando noticias de heridos que habían tenido que llevar a urgencias.
Los compañeros empezaron a salir del edificio de oficinas, a buscar a sus Machos, a abrazarlos si estaban ya allí, a preguntar si no lo estaban y a llorar si les decían que habían resultado heridos. Por ahora, nadie había muerto, pero eso era solo porque nadie del equipo de Roier había vuelto todavía. El equipo más seguro, era el que más tardaba en regresar. Cómo no… el universo se estaba riendo de mí una vez más.
Quackity volvió con las primeras luces del amanecer. Se acercó a mí con una herida a la altura de la ceja y una mano mal vendada y algo ensangrentada. Vio mi rostro y frunció el ceño.
—¿Todavía no volvieron? —preguntó en voz baja, porque él creía que ellos eran los últimos.
Hice un gran esfuerzo para no ponerme a gritar y a romper cosas. Juro que estuve al borde de un ataque de ira como nunca había tenido. Solo la desesperación y el vacío que me llenaba el pecho me contuvo. De pronto estaba más furioso que nunca y al siguiente segundo solo quería caerme de rodillas al suelo y llorar a gritos. Los lobos volvían. Pero no mi lobo.
Ben llegó a primera hora de la mañana, bajo la lluvia que todavía caía. Salió del coche y abrazó a Stephen, quien corrió como un desesperado hacia sus brazos mientras lloraba tras sus gafas. El Segundo Beta se tomó un momento para ronronear mientras abrazaba a su compañero, le dio un beso y después se lo llevó al Refugio. Fue él quien anunció la victoria arrolladora de la Manada y dijo que Carola estaba repasando los últimos detalles antes de volver. Los Machos, aunque cansados y agotados tras aquella noche, lo celebraron con gritos y aplausos. La Manada Luna Llena era ahora una de las más poderosas, no solo del Estado, sino quizá del país.
Entonces me fui de allí. Con paso lento, me dirigí a la conserjería, me preparé un café y me saqué un cigarrillo tembloroso entre mis dedos. Me senté en la silla y me cubrí el rostro antes de empezar a llorar en silencio. Trataba ahogar los gemidos apretando tan fuerte el abdomen que me dolía. No quería ver a nadie, no quería estar con nadie ni escuchar a nadie. Ya había amanecido hacia dos horas y todavía no sabía nada de Roier ni de su grupo, solo que habían escondido explosivos y que algunos lobos no habían tenido suerte. ¿Y quién tenía la peor suerte del mundo? Yo, por supuesto.
Solo yo.
Entonces oí la puerta. Levanté la mirada, dispuesto a gritar a cualquiera que se hubiera atrevido a interrumpirme. Como sabía que haría desde entonces hasta el día que me muriera, porque después de aquello jamás podría volver a ser el mismo. Se había acabado el bueno de Spreen. Había muerto junto con su Macho.
—Spreen —dijo él—. Roier volvió.
Me quedé muy quieto, mirando a mi lobo con una pierna herida que no apoyaba en el suelo. Había sangre seca en su oído y una quemadura en su mano derecha. Pero estaba allí, mirándome de vuelta con sus ojos cafés de bordes ambar. Quería gritarle. Quería cagarme en su puta madre y preguntarle por qué mierda había tardado tanto. Quería enfadarme tanto con él que se le quitaran las ganas de volver a dejarme allí esperándole y sin saber nada. Pero solo pude decir:
—Bien.
El lobo sonrió y se acercó cojeando hasta la mesa, donde se apoyó para avanzar hacia mí y abrazarme con un brazo antes de frotar el rostro en mi pelo y ronronear. Me quedé así, con los ojos empapados en lágrimas y la frente pegada a su pecho. Tomé una gran bocanada de aire y la solté entre los labios.
Mi Roier estaba allí.
Chapter 84: LA GUERRA: Y SUS HUÉRFANOS
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El equipo de Roier había tenido problemas al intentar entrar en el almacén principal de los Medianoche. Habían seguido a un grupo de Machos hasta allí y habían caídos directos en una trampa. Por suerte, Sapnap había sufrido un golpe de iluminación y había demostrado que tantas horas a mi lado le habían servido para algo. El lobo había mantenido la calma, se había parado a pensar y se había dado cuenta de lo raro que era que los Medianoche fuera a refugiarse a aquel lugar, en vez de reagruparse con el resto de su Manada en un edificio más fortificado y mejor defendible que una nave industrial al sur de Tacoma. Le había dicho a Roier que esperaran y usaran los cócteles molotov directamente sobre las ventanas, sin tener que meterse dentro a matarlos ellos mismos cuando, simplemente, podían vigilar las salidas y evitar que salieran antes de quemarse vivos. El problema, era que la cantidad de explosivos que había allí dentro sí que agarró por sorpresa al equipo, que se vio abrumado por la enorme explosión. Los Medianoche se habían asegurado de volar por los aires toda la mercancía que guardaban antes de que cayera en nuestras manos. Atraer a los lobos para, además, causar un par de muertes por el camino, fue solo un giro improvisado y suicida de aquellos Machos.
Cuando explotó el edificio, se llevó por delante los alrededores, causando estragos en el equipo de Roier, demasiado cerca para poder correr a tiempo. El caos y la confusión obligaron al grupo a reorganizarse. Había bastantes heridos y afectados, pero ningún muerto; al menos ninguno en primer momento. Roier era de los que habían estado más cerca del almacén, vigilando la entrada principal. La explosión hizo saltar la chapa y le dio de frente, y quizá hubiera muerto allí, de nos ser porque Sapnap se había interpuesto y había recibido la mayoría de la metralla en la espalda, protegiendo al SubAlfa, como me había prometido que haría. Roier consiguió sobreponerse y, entre gruñidos de furia y gritos, había cambiado el plan inicial para llevar a todos los heridos al hospital antes de que fuera tarde. Evidentemente, la Manada tenía bajo nómina —eso quiere decir «sobornados»—, algunos centros de salud que atendían a los lobos sin hacer preguntas y sin dejar engorroso papeleo que nadie pudiera encontrar.
Ya que eran pocos los que todavía podían conducir con ligereza, tardaron bastante tiempo en los viajes de ida y vuelta hasta el Territorio para dejar primero a los más graves antes de llevarse a los que simplemente tenían heridas. Roier comunicó el accidente al Alfa y después se quedó con el grupo de Carola, negándose a dejar el frente, mientras terminaban de dar caza a los últimos rezagados, invadir el Refugio de los Medianoche y expoliar sus tesoros.
Esa había sido la emocionante historia. Fueron los últimos en llegar a media mañana simplemente porque no tenían prisa en regresar, curioseando y bañándose en su victoria. Y, ¿no se les ocurrió informar de eso para no preocuparnos al resto? No, por supuesto que no. Carola estaba bien y habíamos ganado sin apenas bajas; así que todo iba bien. Decir que me enoje seria decir poco. Pero eso fue más adelante, cuando mi mente volvió a ser racional y mi sentimientos dejaron de girar como un torbellino de un lado a otro. Aquel primer día, simplemente me llevé a mi lobo al hospital. Roier solo quería abrazarme y dormir un poco, pero a mí no me salía de los huevos quedarme dormido creyendo que quizá tuviera una conmoción cerebral de la que no se despertara. Les obligué a los médicos a hacerle una placa o una resonancia o lo que mierda fuera para asegurarse de que todo estaba bien, le vendaron la pierna herida, le lavaron la sangre y le dieron un par de pastillas para el dolor; diciéndome que todas las pruebas habían sido correctas y que no veían nada extraño por ninguna parte, pero que, si quería, podíamos quedarnos allí y le harían otras a la noche. Así que eso hicimos.
—¡Roier quiere ir a Guarida!
—¡ROIER VA A HACER LO QUE YO DIGA! —rugí, porque la ansiedad y la angustia desaparecieron, solo quedó un Spreen muy enfadado que no tenía paciencia para nada ni nadie.
Dormimos juntos en la cama y, por increíble que pueda parecer, no tuvimos sexo hasta que le volvieron a hacer las pruebas y me llevé a un Roier muy enfadado y frustrado de vuelta a la Guarida. Él insistía en que estaba bien y le molestaba que yo le obligara a quedarse allí y, peor aún, a aguantarse su erección de caballo y sus ganas de coger. Pero eso duró poco cuando llegamos a casa y le ayudé a llegar a la cama, para que no apoyara mucho la pierna herida. Entonces llegó el momento de que ambos nos calmáramos y culmináramos aquella horrible experiencia con sexo bastante salvaje. El lobo no se podía mover demasiado, pero se aseguró de morderme bien fuerte, gruñir bien alto y encerrarme bajo su apestoso cuerpo mientras me agarraba de las muñecas y me taladraba como un puto energúmeno. Cuatro corridas después, nos quedamos dormidos durante la inflamación.
Nadie en la Manada trabajó demasiado en los siguientes días. Todos los Machos se habían ganado un descanso para comer mucho, coger mucho, disfrutar de sus compañeros, sus humanos o, simplemente, vaguear tras una breve pero intensa Guerra. El único que se tomó la molestia de levantarse de la cama o el sofá para vestirse e irse al despacho, fue Carola. Me llamó un par de veces, pero ni le respondí. Me llevé a Roier en coche a desayunar para que caminara lo menos posible, hicimos otra visita al hospital, pero esta vez para hacer una visitar al equipo herido y, sobre todo, a Sapnap. Le habían ingresado porque había perdido bastante sangre, un trozo de chapa le había perforado la espalda y, por suerte, no le había dañado ningún órgano vital.
—Te ganaste todo mi respeto, Sapnap —le confesé, de pie al lado de su cama. Saqué un cigarro para él y otro para mí y los encendí ambos con mi zippo. No se podía fumar, pero nadie iba a entrar en esa habitación con peste a lobo y quejarse del tabaco.
—Solo tuve que pensar: ¿qué haría el idiota de Spreen? —me dijo con la voz ronca mientras el cigarrillo le bailaba en los labios—. Ah, sí, ser un hijo de puta y aprovecharse de la situación…
Sonreí y solté el humo al techo.
—Sí, eso es exactamente lo que haría —reconocí.
Pasadas las pequeñas vacaciones, llegó el momento de los grandes cambios y de trabajar duro. Resulta que ahora la Manada tenía un enorme Territorio del que hacerse cargo. De extremo a extremo y de orilla a orilla del lago: todo Tacoma y, por supuesto, Bremerton. Carola ya tenía grandes planes, pero sabía que no necesitaba darse prisa, así que lo que planteó en un primer momento fue hacer una especie de avanzadillas, como centros de control que después expandiría a medida que las cosas se fueran calmando. Mandó a Quackity a Tacoma y a Ben a Bremerton, convirtiéndoles en líderes de la zona y en los responsables de desarrollar la influencia de la Manada allí. Lo lógico es que hubiera mandado a Roier, ya que era su SubAlfa, pero Carola no era tan boludo como para alejarme de él.
—Se dice que mantengas a tus aliados cerca y a tus enemigos todavía más cerca… —me dijo el Alfa mientras fumaba otro de esos «puros que le quedaban». Estaba feliz y sonreía, aunque mi cara seria no diera pie a ningún tipo de felicidad ni muestra de querer reírme—. Si te alejo de aquí, estoy seguro de que siempre encontrarías buenas excusas para no responder a mis llamadas y no venir a verme. ¿Me equivoco, Spreen?
—Te equivocaste en muchas cosas, Carola —murmuré, devolviéndole el nada sutil golpe en la cara que me había dado—, pero en eso no… Por cierto —añadí, soltando una bocanada de humo—, ya que Quackity va a estar en Tacoma, quizá deberías pensar en darle a Sapnap una segunda oportunidad en el Puerto. Ha madurado mucho estos meses.
—Es un puesto demasiado grande para un Macho Común.
—Pues devolvele el rango de Segundo SubAlfa.
—Fuiste tú el que me dijo la primera vez que no debería darle tanto poder, y tenías razón —me recordó, recostándose sobre su sillón, el cual emitió un quejido agudo por tener que soportar el peso del enorme lobo—. Que haya salvado a su SubAlfa y que ese SubAlfa resulte ser tu Macho, no cambia el hecho de que Sapnap haya demostrado no ser digno del rango, Spreen.
—La gente cambia, Carola. Aprende con el tiempo… Vos aprendiste a morderte la puta lengua y a dejar de ser un boludo injusto conmigo. Más o menos —añadí con un cabeceó—. Sapnap se merece una nueva oportunidad. De no ser por él, Roier y el equipo hubieran entrado en el almacén y volado por los aires mientras vos estabas haciendo el pelotudo en el Refugio de los Medianoche y contando su dinero. Así que no me toques los huevos…
El Alfa perdió la sonrisa y me dedicó una de esas miradas serias y enfadadas por el borde superior de los ojos. Gruñó por lo bajo a forma de advertencia y tomó una bocanada del purito antes de soltar el humo lentamente y responder:
—Será la última oportunidad que le dé.
Cuando fui a visitar a Sapnap al hospital, le llevé la buena noticia junto a ocho hamburguesas y dos paquetes enormes de patatas fritas que había comprado en Hamburguer&Fries. El lobo gruñó muy agudo y abrió mucho los ojos, terminando por sonreír.
—No la cagues esta vez —le advertí, a lo que él asintió.
Los cambios habían comenzado, pero no fueron repentinos. Ben y Stephen prefirieron mudarse a una nueva Guarida en Bremerton, como algunos de los lobos que iban a quedar bajo sus órdenes y patrullarían la zona desde entonces; pero Quackity no tenía compañero, así que conducía hora y media todas las noches. A veces me iba con él y hacíamos un poco de turismo por la ciudad portuaria para que el lobo se fuera familiarizando, encontrando locales útiles y organizando el pequeño supermercado que habían elegido como centro de operaciones. Fue una semana divertida y tranquila, de esas en las que no te das cuenta de lo feliz que eres hasta que, de pronto, tu vida cambia por completo y miras al pasado con añoranza y melancolía.
Algo terrible estaba por llegar. Algo que no me esperaba y que me golpeó en la cara como un jarro de agua fría. Roier cometió un error y nuestras vidas se convirtieron en un pozo de miseria y largos días de lamentos. Lo recuerdo perfectamente. Una noche de finales de febrero cuando entré en la Guarida y vi a mi lobo en el sofá. No estaba como siempre, porque algo había pasado. Giró el rostro para mirarme y se levantó con la cabeza gacha. Yo me quedé paralizado y las llaves se me cayeron de las manos, produciendo un sonido seco contra el suelo.
—¿Qué mierda hace eso acá, Roier? —le pregunté con un tono seco y frío—. Llevalo de vuelta…
—Roier… pensó… —empezó a decir, pero cuando levanté de nuevo la mirada hacia él se detuvo y retrocedió un paso. Tardó un momento en tomar aire, hinchar el pecho y levantar la cabeza—. Ahora Manada tiene muchas Crías y Roier pensó que Spreen y él podrían…
—No —repetí, negando sin parar con la cabeza—. Ni de puta broma. Llévatelo ya…
El lobo gruñó y se acercó más al bebé que sostenía entre sus brazos, el cual, quizá por instinto o por aquel sonido ronco, comenzó a berrear y llorar. Roier dejó de gruñir al instante y lo acunó.
—Papá Roier está aquí —le susurró.
—La puta que me pario… —murmuré, llevándome las manos al rostro.
No sé si lo sabian, pero las termitas y algunas clases de hormigas, cuando conquistan un nuevo territorio y destruyen un termitero enemigo, se llevan los huevos con ellas para así aumentar el tamaño de sus tropas. No los matan como al resto, porque esas larvas iban a crecer dentro de la nueva colonia y nunca iban a descubrir que eran huérfanas raptadas que había parido otra reina. Bien, pues los lobos hacen los mismo. Las Crías de hasta cuatro o cinco años, todavía podían cambiar y aprender. No tenían tan enraizado ese instinto de pertenencia a una Manada en concreto y, con un poco de tiempo, acabarían olvidándose de los olores familiares y aceptar los nuevos olores de sus padres u otros lobos como parte de la Manada. Así que, tras una Guerra, se llevaban a los que no habían conseguido huir con sus madres a tiempo —como habían hecho los del Aullido—, o esperaban a que las autoridades intervinieran en las Guaridas que habían quedado vacías con ellos dentro. Fuera como fuera, los Medianoche lo habían hecho con los Colmillo, y nosotros lo habían hecho con los Medianoche, así que ahora, entre sus muchas pertenencias, su dinero y sus posesiones, también teníamos a tres docenas de Crías nuevas en busca de una Guarida. Pueden verlo como una inversión a futuro, porque cuando crecieran, harían a la Manada todavía más grande y fuerte con tres docenas de Machos enormes. Pero, por el momento, no eran más que crías lloronas y apestosas.
Roier y yo tuvimos una gran discusión aquella noche; no recuerdo quien gritó más, si yo, Roier o el bebé. Mi lobo se había ofrecido para llevarse a una de las Crías, sin preguntarme antes y muy consciente de lo que pensaba yo de los niños. Él se trataba de defender diciendo que lo había hecho porque la Cría tenía también los ojos violetas y el pelo negro, como yo. Lo que ni siquiera era cierto. El bebé tenía los ojos grises oscuros, no eran morados como los míos. Ni tampoco tenía el pelo negro como yo, sino más bien tenía un castaño oscuro. Pero el muy pelotudo de Roier solo se enfadaba más y gruñía más fuerte cuando le decía que no íbamos a cuidar de un puto niño porque ya tenía suficiente con cuidarlo a él, que era poco más que un bebé grande y peludo.
—¡QUERES LA PUTA CRÍA! —terminé rugiendo—. ¡PUES LA CUIDAS VOS! —y me fui de casa dando un portazo.
Cinco copas y medio paquete de cigarros después, volví. Entré a mitad de mañana sin hacer ruido y me moví algo tambaleante hacia la habitación. Encontré a Roier tumbado, rodeando al bebé con un brazo mientras este dormía con la cabeza apoyada en su pecho. Parecía increíblemente pequeño comparado con el enorme lobo. Tomé una bocanada de aire y me desvestí antes de acercarme y sentarme al borde de la cama. Con los codos apoyados en las rodillas los miré un poco más antes de chasquear la lengua y hundir el rostro entre las manos. Una vez más, Roier había traído a mi vida algo que yo no buscaba ni quería, pero esta ocasión no era una Manada rencorosa ni una puta cantidad absurda de plantas, sino una Cría; y eso era algo serio. No sabía si el lobo se creía que también iba a poder dejar al bebé en una maceta, darle de comer día sí y día no y verse algún programa en la televisión para saber cuándo necesitaba podarlo…
En algún momento me tumbé y me quedé dormido, despertando solo cuando oí unos gritos agudos y berreantes. Lo mejor para la resaca: una puta Cría llorona. Me tomé un par de segundos, apreté los dientes y me moví para mirar a Roier, que intentaba que el bebé dejara de llorar. Le acunaba con cuidado y me miraba a mí con temor, con una expresión entre la pena y la angustia mientras gemía por lo bajo. Tenía miedo de haberla cagado de verdad, y no me sorprendía. Se había pasado con aquello.
—¿Te das cuenta de lo que hiciste? —le pregunté, solo para estar seguro.
—Roier… quería Cría con Spreen.
Tardé un par de segundos y asentí lentamente.
—Y vos sabes cambiar un pañal, conseguir leche y cuidar de un bebé. ¿Verdad?
El lobo miró de nuevo al niño y le siguió acunando.
—Roier puede aprender… —murmuró—. Roier cuidará bien de Cría.
—Ahm… ya… —me levanté y fui hacia el baño para vomitar, porque tenía el estómago revuelto y un sabor a bilis en la garganta. Cuando volví con la boca mojada de agua me quedé en la puerta del baño y miré al lobo
—. Tiene hambre o se cago, Roier, deja de acunarlo como un boludo y vístete.
Les diré algo: cuidar de un bebé es jodido, pero cuidar de una Cría de lobo que además estaba pasando por un proceso de adaptación al nuevo Olor a Macho desconocido que lo rodeaba, es incluso peor. Si no estaba durmiendo, estaba llorando y gritando sin parar hasta que se cansaba y volvía a quedarse dormido. Mi vida se convirtió en un infierno la siguiente semana y media que la Cría tardó en acostumbrarse al nuevo olor e identificarlo como algo positivo y bueno. Fueron largos días de sueño interrumpido, lloriqueos y una abismal cantidad de mierda y vómitos que, por supuesto, yo no tenía pensado limpiar.
—¿Qué tal, papá Spreen?
—Ey, Papi Spreen, dame un biberón de cerveza. Me tumbo encima y me lo pones en la boca mientras me rascas la tripita.
—Huele como a… mierda, ¿no? Spreen, ¿has traído algún pañal o algo?
—Oye, Spreen, tenemos una apuesta sobre a ver cuánto tardas en tirar a Roier y la Cría por el balcón. ¿Crees que te falta mucho? Porque he apostado cien dólares a que no pasaban vivos de los cinco días…
Esas eran algunas de las brillantes bromas que los Machos me soltaban cuando huía a dormir a la conserjería o, simplemente, quería visitar un lugar con adultos que, aunque gritones, llorones y quejumbrosos, al menos no se cagaban encima. Roier, como ya le había dicho, sería el encargado de cuidar del bebé. Él lo había traído y él se lo iba a comer. Pero, para mi sorpresa, Roier aguantó bastante bien mi mal humor y el del niño. Quizá fuera su orgullo o quizá se había despertado su instinto de Padre Lobo hiper protector, porque no dudaba en levantarse de la cama cuando el niño gritaba, ni en darle paseos en el regazo hasta que eructara, ni en calmarlo hasta que se durmiera. Cada día estaba más cansado y se dormía en cualquier parte de la casa, unas ojeras azuladas le habían ido creciendo bajo los ojos mientras ya apenas conseguía llegar al segundo orgasmo antes de la inflamación y caer rendido para roncar como un oso; lo que solía terminar despertando otra vez a la Cría.
Solo una noche de mediados de marzo, me quité a Roier de encima y me levanté para ir a buscar yo al niño a la cuna que, por supuesto, su papá lobo le había armado cuando aún tenía energías y estaba ilusionado. Miré al bebé de tres o cuatro meses y chasqué la lengua antes de cargarlo en brazos.
— Mierda, qué gordo estás —murmuré, apoyándole a un lado de la cadera mientras le sostenía con el brazo y me lo llevaba al salón, cerrando la puerta de la habitación para no molestar a Roier—. No me extraña, comes como un puto troll…
Aroyitt ya me había advertido de que las Crías de lobo comían tanto como sus padres y que eran estúpidamente grandes para su edad. Me había dado algunos consejos sobre comidas, purés, papillas y cosas de ese estilo, pero había parado al darse cuenta de que mi actitud con respecto al niño. Me lo llevé a la parte del salón en la que había extendida una manta de las apestosas mantas de Roier, ahora llena de babas y mocos, y me senté allí con el niño en brazos para darle uno de sus estúpidos juguetes.
—¿Poded dejar de llorar de una puta vez, Bobby? —le pregunté, acariciándole la cabeza como hacía con Roier.
El niño dejó de gemir, se sorbió un poco los mocos y se llevó una de sus regordetas manos a los ojos.
—Buen chico, Bobby, muy bien… —le premié con un par de palmaditas en la cabeza y alargué la mano para entregarle un cubo de madera con letras que le gustaba llevarse a la boca. Si aquello era normal o sano, me daba igual, solo quería que se callara.
Tras jugar un poco con el cubo, lo tiró a un lado y me apretó la camiseta, tratando de escalar un poco hacia mí. Me limité a controlar que no se cayera y dejé que pegara su asquerosa mano babeado y mocoso para olerme antes de emitir algo similar, o remotamente parecido, a un gruñido gorgoteante. Yo apestaba a Roier, por supuesto, tanto como lo hacía él ahora, un olor que significaba de nuevo comida, protección y cariño para él. Cuando mi lobo se despertó, se revolvió muy preocupado de no vernos allí y salió corriendo hacia el salón para vernos en el sofá, mirando una mierda de programa de dibujos animados que echaban en la tele por cable.
—Sinceramente, ahora entiendo por qué los niños salen idiotas — le dije, señalando los dibujos.
Roier se acercó y gruñó un poco por lo bajo. Mirándome antes de bajar hacia Bobby en mi regazo, durmiendo como el pequeño hijo de puta que era con un biberón vacío entre las manos regordetas. Dio otro paso y se inclinó, frotándome el rostro contra el mío antes de ronronear.
—Roier muy cansado, quedó dormido sin querer… —se disculpó.
—Eso espero, porque fue un sexo de mierda —respondí.
El lobo agachó la cabeza con una expresión apenada y siguió frotando más lentamente mi pelo como si quisiera limpiarse algo de los labios.
—Escucha, Roier —le dije—. Date una buena ducha, iremos a desayunar los tres y después me llevo a Bobby para que descanses lo que tengas que descansar y vuelvas a ser un ser vivo y no un puto zombi. ¿Qué te parece?
El lobo alzó rápidamente la cabeza y gruñó entre la sorpresa y el placer. Asintió y se fue hacia la ducha para volver vestido y con una mochila portabebés alrededor de los hombros, algo que, sinceramente, jamás creí que vería. Suspiré y me levanté con el niño para dárselo a papi Roier, quien no tardó en meterlo con cuidado y frotarle la cabeza como había hecho conmigo.
—Bobby ya huele mucho a Roier —anunció con orgullo.
—Como todo en esta puta casa… —murmuré, poniéndome la chaqueta y sacándome un cigarro antes de dirigirme a la puerta.
Ahora que mi vida había dado un giro final, solo me quedó girar con ella. La Cría había venido para quedarse, al igual que su padre adoptivo, así que, aunque no pudiera vender sus pañales sucios en internet, al final terminé tomándole cariño. El nombre, Bobby, se lo había puesto yo, porque Roier no paraba de decir «Boobb, Boobb…» para llamar su atención. Y como era mi hijo, lo llamaría como me sale de la pija. Sin más.
Tras aquellas primeras semanas de marzo bastante duras para Roier, mi ayuda supuso un gran paso para recuperarse, poder retomar sus actividades delictivas y darse un poco de tiempo que, evidentemente, necesitaba. Normalmente me llevaba a Bobby conmigo si iba con Quackity a Tacoma o a hacía una noche poco lluviosa y aparecía con un café y unas hamburguesas en el puerto para Sapnap. Bromas a parte, los Machos siempre se mostraban muy cariñosos con las Crías de la Manada y hasta parecían un par de idiotas jugando con ellas. Por suerte para mí, también podía dejar a Bobby en el Refugio con el resto de niños y tener más de la mitad de la noche libre. Ahora que apestaba a Roier y había dejado de llorar por cualquier mierda, le deba un beso en la frente, le decía «pasala bien, cachorro», y lo dejaba en la enorme sala de juegos vigilada por los compañeros.
Después volvía a la conserjería, me tomaba un café o una cerveza con los chicos y me quejaba de mi puto hijo más que nadie. Y así, sin más, llegó el Celo de abril, un año después del primero que había pasado con Roier. Las Crías quedaron al cargo de los Ancianos o los Machos y compañeros viudos que iban a estar libres y a pasarse tres o cuatro días escuchando llantos y lloriqueos mientras el resto estábamos cogiendo presos en las camas con lobos fuera de sí. El tercer Celo no es ni mejor ni peor que el primero o el segundo, al final es como montar en bici, sabes lo que va a pasar, lo que tienes que hacer y simplemente sigues adelante.
Cuando Roier recuperó la conciencia, me abrazó con fuerza, tomó una buena respiración y ronroneó muy alto de puro placer.
—Spreen huele muchísimo a Roier… —sonrió.
Chapter 85: FINAL: LLEGÓ EL MOMENTO DE TERMINAR
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No hay mucho más que contarles sobre los lobos que no les haya contado ya. Ya saben mi historia, los problemas que tuve y todo lo que me llevó a ser quien soy hoy. Espero que les haya ayudado a comprender mejor a los lobos y a cambiar algunas de vuestras ideas sobre ellos, quizá a decidir experimentar o quizá a aclarar sus ideas sobre si seguir recibiendo a ese Macho que les viene a visitar a casa o, simplemente, marcharse para no volver.
El resto de mi historia, no tiene interés para ustedes. Saber cómo criamos a Bobby o las pocas desventuras que pasaron en la Manada, no va a añadir nada de lo que ya saben y sería solo alargar este libro de forma innecesaria. Quizá sí haya algunas dudas que les pueda interesar, solo por curiosidad, o quizá cabos sueltos de los que quieren conocer el final. Como, por ejemplo, lo que pasó con Ollie y Sapnap.
No es un episodio que me agrade recordar, porque me dolió mucho en su momento y todavía me duele ahora. Ollie consiguió recuperarse un poco, venía a la Madriguera, se tomaba algo, hablábamos mucho sobre sus problema y hasta conseguí empezar a sacarlo a ver sus putas mierdas de exposiciones y obras de teatro que el gustaban. El problema fue que, como se imaginaran ya, Sapnap cometió un enorme error y lo jodió todo. No fue algo premeditado, no fue algo que hiciera a propósito ni de lo que fuera consciente hasta que ya fue demasiado tarde.
Todo sucedió una calurosa noche de julio, en mi conserjería. Los ventiladores estaban a tope, las ventanas abiertas y los chicos habían venido para beber cerveza fría y ver una película tonta. Antes de empezar, empezaron a hablar de sus humanos, la típica conversación para matar el rato mientras los demás llegaban. Sapnap estaba allí, llevaba tiempo viniendo e intentando que volvieran a incluirle con el resto; sin embargo, se estaba encontrando con un muro de frustración y rechazo que ya no era capaz ni de entender ni de soportar.
Volvía a ser el SubAlfa, estaba llevando bien el puerto y no había vuelto a cagarla. Quería que los Machos olvidaras sus errores porque creía que ya había demostrado que había madurado y cambiado. Yo esto lo sabía porque hablaba con él, pero el resto seguía tratándolo como a un lobato grande. El momento llegó cuando Ollie, casi de forma irónica y un poco prepotente, le respondió con un:
—Tú todavía no sabes nada de humanos, Sapnap…
El joven alcanzó el límite. La última gota que desbordó un vaso que la propia Manada había estado llenando lentamente y sin piedad. Entonces gruñó, miró a Ollie y se lo dijo. Le dijo que Daisy jamás volvería, que le había dejado y que todos lo sabíamos, le dijo que no le hablara de humanos cuando él había elegido como compañera a una zorra que le había abandonado y abortado a su Cría.
Fue uno de los momentos más impactantes de mi vida, y ya saben que eso es decir mucho para mí. El mundo se paralizó por unos segundos y, de pronto, todo fue muy rápido. Ollie se fue corriendo, yo traté de seguirlo pero no lo atrapé a tiempo. Sapnap recibió un par de golpes de los otros machos por haber abierto la boca y, cuando Carola se enteró, se puso como un fiera. Hubo un ambiente muy tenso en la Manada hasta que al día siguiente le pedí al Alfa que fuéramos a la Guarida de Ollie, porque me temía lo peor.
Ya les contado cómo pasó, la carta que escribió y lo doloroso que fue verlo. Carola fue incapaz de entrar más allá del salón. Lloraba y gemía de una forma que nunca había oído, porque sabía que algo muy malo había pasado. Fui yo quien entró, fui el que vio el cuerpo tirado en la cama y abrazado a una camisa que Daisy se había olvidado allí. Recuerdo que retrocedí un paso. Recuerdo que casi me caí contra la pared y que perdí el aliento. Recuerdo que tome la carta en la que ponía «Para la Manada» con una mano temblorosa y se la llevé a Carola. No la leímos entonces. Solo nos quedamos sentados allí, fumando y procesando lo que había pasado. Cuando el Alfa se levantó, se secó las lágrimas y se fue.
Le dio tal paliza a Sapnap que tuve que llevarlo al hospital, y, esa misma noche, lo expulsó de la Manada. Me quedé con él hasta que volvió a abrir los ojos. Cuando me miró, solo pudo llorar y gemir como un perrito. Solo pude apretarle la mano y bajar la mirada, porque él ya sabía que había cometido un error del que no habría vuelta atrás. No voy a decir que fuera culpa suya, porque no es cierto. La Manada puede ser muy cruel a veces, y Sapnap, como yo, sufrió las consecuencias de haber cometido un error muy pronto y haber creado una línea que, desde entonces, le costó todo su esfuerzo superar.
—Abriré una cuenta secreta y te daré dinero —le dije antes de irme—. Podrás alquilar un apartamento y comer… —me detuve a tomar aire y, tras un par de segundos, añadí—: No te rindas, Sapnap. Te ayudaré en lo que pueda y, quizá algún día, consiga que vuelvas a la Manada.
El joven no dijo nada. Solo se quedó mirando al frente y llorando en silencio. Sintiéndose tan muerto y vacío como lo estaba para la Manada. Nadie lo volvió a ver, nadie volvió a decir su nombre ni a hablar de lo sucedido. Tras el entierro de Ollie, Sapnap despareció por entero de sus vidas. Aunque no de la mía, por supuesto, porque, como ya saben, seguimos en contacto durante muchísimo tiempo.
En cuanto a Roier, Bobby y yo, nada cambió realmente. Los años pasaron, la Cría creció hasta convertirse en un Lobato hijo de puta y pajero y después en un Macho enorme, con unos ojos preciosos, una cara muy atractiva y un carácter que se parecía tanto al mío que daba miedo.
Roier envejeció a mi lado, por supuesto, hasta que un día su corazón le falló y una horrible mañana de noviembre lo perdí para siempre. En su funeral, le llevé una de sus macetas y me quedé delante de su tumba con ella entre las manos sin saber qué más hacer. Sapnap vino a buscarme, me rodeó los hombros y me llevó con él a tomar un café. Entonces lloré como nunca antes había llorado y solo le hice una pregunta:
—¿Qué voy a hacer sin mi Roier?
Sapnap me miró con ojos llorosos y me dijo:
—Puedes escribir tu historia, siempre has dicho que sería un Best- seller.
Así que eso hice.
Solo les daré una última advertencia: una vez que te enamoras de un estúpido Lobo, no hay vuelta atrás...
Chapter 86: ROIER
Notes:
(See the end of the chapter for notes.)
Chapter Text
A Roier no le gusta sentarse en los sillones del Luna Llena. A Roier le gusta más caminar y mirar a los humanos, como hacía antes, cuando no tenía Manada, ni casa, ni local al que ir para acercarse a los humanos.
Se pasea, olfatea, miraba, esperaba…
Roier nunca lo reconocería, pero tiene un poco de miedo a los humanos. Es un Macho grande y fuerte, pero sabe que tiene mal la cabeza y que es un poco tonto. Sabe que algunos humanos se ríen de él y le hacen preguntas incómodas cuando lo oyen hablar.
«Espera, ¿te llamas Roier? ¿Cómo un perro?»
«¿Por qué hablas tan raro? ¿Vas de Tarzán por la vida o qué?»
«¿Intentas hacerte el primitivo como una especie de fetiche? Porque me pone bastante…»
Por eso Roier prefiere no decir nada. Se calla y se acerca a los humanos que más le gustan. Si a ellos también les gusta Roier, él los lleva al baño o al callejón. Roier no necesita decir nada para coger.
Roier se para al lado de una columna y se cruza de brazos. Es temprano, pero piensa que será una noche larga y aburrida, que no hay demasiados humanos y que ninguno es interesante.
Los sillones se llenan, las botellas se vacían y la noche continua. Roier resopla y mira a un lado.
Entonces lo ve.
Está bailando sentado en el sillón de Shadoune, pero apenas se mueve. Balancea lentamente la cabeza cubierta por una gorra vieja y demasiado usada, y el pie que golpetea repetidamente contra el suelo siguiendo el ritmo de los graves.
Es muy sexy, pero no se esfuerza por serlo.
Su ropa es vieja, usada, demasiado ancha para su cuerpo. Tiene una botella en la mano a la que de vez en cuando le da cortos tragos. No mira a nadie. No parece importarle. El humano sabe que es demasiado guapo como para que lo ignoren y Roier sabe lo mucho que eso le gusta.
Su corazón se acelera y en su garganta se produce un gruñido grave. Deseo y necesidad. Entonces el Humano mira a Roier. Sus ojos, deslizándose sin interés por el local, se quedan un par de segundos en los suyos. La luz es azulada, pero refleja la tonalidad clara y brillante en sus iris.
A Roier se le escapa un jadeo y el corazón se le detiene. Es el Humano más guapo que ha visto nunca.
Pero él deja de mirarlo y baja la cabeza para ocultar su rostro de Roier. Y Roier siente una punzada de nervios y ansiedad en el pecho. Roier lo quiere. A él y solo a él.
Se acerca más y refunfuña en mitad del retumbar de la música. Busca la mirada del Humano, pero teme que él no vuelva a mirarlo de nuevo.
Hincha el pectoral y levanta un poco la cabeza, demostrando lo grande y fuerte que es. Quizá eso lo atraiga.
No funciona.
Roier gime por lo bajo, pero, por suerte, nadie puede oírlo, ni siquiera los demás Machos. Se acerca un poco más y se cruza de brazos, apoyando su hombro en la columna. Mira al humano fijamente y espera. Roier es SubAlfa de la Manada, es un Macho muy importante, no puede ir junto al Humano. Es él quien tiene que venir a Roier.
Pero él no se mueve y Roier está cada vez más impaciente y nervioso. Cuanto más lo mira, más le gusta: el pelo azabache, los labios carnosos, su nariz recta y la forma en la que se mueve.
Roier empieza a tener envidia de Shadoune, por tenerlo en su sofá. Empieza a tener celos de los humanos que se sientan a su lado, por tenerlo tan cerca. Empieza a tener celos de la chaqueta militar que cubre su cuerpo, de la música que tanto parece gustarle e incluso de la botella de la que bebe, por rozarle continuamente los labios.
Entonces el humano vuelve a mirarlo. Lo hace discretamente, por el borde de los ojos y apenas por debajo de la visera de su gorra; y si Roier no hubiera estado tan atento, posiblemente se lo hubiera perdido.
Roier aprieta los bíceps para marcarlos y levanta un poco la cabeza. Es un buen Macho para él. Grande y fuerte. Tiene que saberlo.
Pero el humano hace un movimiento con los labios y aleja la mirada. Parece tenso. Deja de bailar y entonces se levanta. Roier aparta el hombro de la columna y espera con emoción. Quizá se acerque al fin. Roier está ahora mucho más nervioso.
Entonces el Humano se va. No hacia Roier, que lo está esperando con el corazón tamborileando sin cesar en el pecho; sino hacia la puerta de salida.
Roier gimotea y siente un profundo vacío dentro.
Quizá le hayan hablado de Roier. Quizá el humano sepa que no está bien de la cabeza y que él se merece algo mejor. Porque es demasiado guapo y baila demasiado bien.
Y, de pronto, el humano gira la cabeza en su camino a la salida. Tiene un cigarrillo en los labios y vuelve a mirar a Roier en la distancia. Roier se queda paralizado y piensa todo lo rápido que puede. ¿Significa que quiere que lo siga?
Roier ya está caminando hacia la puerta a grandes pasos. Trata de parecer orgulloso y grande, pero por dentro está temblando.
Roier sabe que está mal de la cabeza y es un poco tonto; pero está muy seguro de que esa noche lluviosa encontro a su compañero.
Roier jamás volvería a estar solo nunca más; así que toma una buena bocanada y sale al exterior en busca del Humano.
Notes:
Y así finalizamos con Humano, ahh de seguro chillaron como yo lo estoy haciendo ahora mismo. no importa cuantas veces lea los últimos capitulos siempre se me aguitan los ojos
Pero bueno, ya en el capítulo 22 sabian que Roier iba a morir asi que si siguieron leyendo es porque son masoquistas, me libro de culpa, igual una lavadita de ojos no esta mal de vez en cuando.Aunque la verdad no sabia si compartir esta adaptación, costo un monton no solo por la cantidad de capítulos (1000 paginas) y que todo estaba escrita en español españa sino por la cantidad de capítulos actualizados diariamente. Iba a ser muy pesada la lectura si hubiera sido solo uno diariamente. Es muy adictivo asi que por eso decidi subir muchos al dia.
Ademas me gustaría saber si les gusta los libros asi, con muchos capítulos al dia. Porque podria hacerlo pero no estaría trayendo varias historias a la vez. Por ahi un par y me desaparecería por unas semanas para tener todo adaptado antes de subir otros dos¿Les gusta este formato de varios capítulos por dia y desaparecerme por unas semanas? o ¿ir actualizando diariamente y desaparecerme solo una semana? jajaja bueno despues de nether park veremos
Muchas gracias por leer ♡

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