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I Love The Winter Weather (So The Two Of Us Can Get Together)

Summary:

—No tienes ningún derecho a opinar de mi persona ni de mi relación con mis alumnos. —Le espetó. —Mis pequeños son extremadamente talentosos y te juro por Ariana Grande que la semana que viene, en mi clase, te van a callar la boca como que yo me llamo Álvaro Mayo.

o,

Paul, profesor de piano del Grado Superior en el Real Conservatorio Nacional, critica Álvaro, el nuevo profesor de piano del Nivel Infantil, sin saber que él —y sus pequeños alumnos— lo están escuchando. Cuando la supuesta "rivalidad" se extiende entre las familias de los alumnos, la directora decide obligarlos a dar clase y preparar juntos el recital navideño.

Notes:

Bon dia, amores.

Primero que todo: STREAM SPAWNPOINT. Si es que temazos, qué brutalidad, que todo… ESTOY LOCA, total y absolutamente.

Ahora al tema: este fanfic también tiene sus avisillos. Probablemente, lo hayáis visto en los tags, pero sí, antes de nada aclarar que, en esta historia, Paul es ciego. No pretendo haceros ningún spoiler con este aviso, pero quiero dejar dos cosas claras: la primera, fácil, es que yo NO soy ciega. Soy de la opinión que contenerse de escribir o relatar cosas que no conoces algo de cobardes, pero también de que tratar cualquier cosa ajena a ti debe ser una tarea hecha desde el respeto y habiéndote informado. He intentado investigar lo mejor posible sobre la realidad del día a día de una persona con una discapacidad visual severa, pero con gusto escucharé cualquier apunte si he mostrado algo incorrecto. Para el segundo aviso, os pediría que al acabar el “Punto de Partida” de este fanfic, leyerais también las notas del final.

(Y no, tampoco soy pianista, de hecho tengo uno oído musical totalmente nulo, pero he intentado disimularlo lo mejor posible)

(See the end of the work for more notes.)

Chapter 1: Punto de Partida

Chapter Text

Punto de partida. Miércoles, 23 de octubre.

—Que tengáis muy claro los dos, eh señoritos, que esto está es una de las situaciones más bochornosas por las cuales hemos tenido que pasar como institución. —Sentenció Noemí muy seriamente. Por primera vez, Álvaro no pudo evitar envidiar a su compañero, pues al menos él no tenía que sostenerle la mirada a la directora del conservatorio. —Y tú, —Se giró ella específicamente hacia Paul. —En todos los años que has estado participando aquí, tanto como de alumno como de profesor… ¡Nunca, jamás, me habría esperado algo así de ti!

—Señora Galera, —Intervino Álvaro, finalmente, con un suave hilo de voz. —No pretendo imponer mi opinión, pero creo firmemente que esto se ha salido de madre, ¿no cree? Me refiero, yo me hubiera conformado con una simple disculpa.

—Va mucho más allá, Álvaro.

El sevillano pudo deducirlo por la forma en la cual decidió llamarlo por su nombre de pila: en un lugar como el Real Conservatorio Nacional, el prestigio impulsaba a todo el mundo a guardar ciertas formalidades.

—El problema es que desprestigiar a otro profesor delante de sus alumnos, especialmente si son pequeños e influenciables, hace que ellos hablen, y ahora, niño de mi vida, tengo a varios grupos de padres frenopáticos obsesionados con convertir a sus hijos en niños prodigio dudando de tu profesionalidad y buscando echarte a la calle.

Álvaro cerró la boca.

—Yo no pretendía… —Murmuró Paul con la cabeza gacha. —En mi defensa yo no sabía que había niños ahí y la profesora Panchyshyna tampoco me avisó a tiempo.

—Ya, ¿y a mí qué? —Cortó la mujer. —Cuando el verdadero ex-niño prodigio que lleva años de renombre a sus espaldas carga contra su compañero, algunas personas tienden a tomar su palabra como si estuviera en la puñetera biblia.

Si Álvaro hubiera podido escoger, hubiera suplicado que se lo tragara la tierra para no escupirlo nunca jamás: escuchar a un hombre al que respetaba opinar tan mal de sus dotes de enseñanza había sido un golpe bajo. Saber que sus peques podían llegar a creerse lo que Paul había dicho de él le dolía aún más. Pero pensar que podía estar a punto de perder el trabajo que tanto amaba era como una puñalada en el pecho.

Noemí tenía razón: a ojos de cualquier persona medianamente entendida en el panorama de la música académica, Paul era o había sido una estrella. Lo suyo había sido vocacional, un talento de esos que se encuentran una vez en la vida. Álvaro nunca se lo había dicho, pero recordaba haberle visto en la televisión nacional cuando no era más que un crío. Su propia madre había quedado fascinada con ese pequeño niño prodigio al que habían llevado a no-se-qué premios para que actuara delante de los reyes.

A Álvaro, sin embargo, todo eso le daba bastante igual: lo único que deseaba era poder seguir dedicándose a su estimada profesión y darles clase a sus pequeños diablillos, pues, a sus ojos, todos ellos eran enormes prodigios.

—Así que os voy a decir lo que vais a hacer, ¿de acuerdo? Desde hoy mismo hasta el último día de clase antes de Navidad, Paul tú vas a ser profesor adjunto de la clase de Álvaro.

—Eso no es ni el Grado Elemental. —Se quejó Paul.

Lo cierto era que la clase de Álvaro era un grupo especial dedicado a los más pequeños: los minis, como a él le gustaba llamarlos, tenían entre cuatro y seis añitos, y no estaban aún cursando ninguna enseñanza reconocida de por sí. De todas formas, estaban aprendiendo un montón y por algún lado tenían que empezar.

—Y… ¿Profesor adjunto? Noemí, nunca hemos tenido… Llevo seis años enseñando, y toda la vida aquí…

—Profesor adjunto, he dicho. —Espetó la mujer. —Las clases que impartes en ese horario con los alumnos del Grado Superior saltarán automáticamente al profesor Lluch, que en conjunto al profesor Miralles se van a encargar de suplir esta pequeña baja temporal por tu parte. No es negociable, no hay más discusión, y no voy a aceptar un no por respuesta. —Explicó. —A partir de ahora y hasta Navidad, tu tarea de los miércoles y viernes por la tarde va a ser ayudar al profesor Mayo con los minis de cinco y media a siete y media, para demostrarles a cierto grupo de padres que confías en las habilidades de tus compañeros como docentes, ¿me has entendido?

—Noemí, no…

—Shhh, ¿qué te he dicho? —Chistó ella. —Mira, te voy a decir la verdad. Tú serás capaz de interpretar el estudio Torrent de Chopin a ciegas como quien baja a comprar el pan. Es un hecho que siempre has tenido talento y estoy muy orgullosa de haber podido seguir tu trayectoria desde que eras pequeño, pero, ¿sabes?, dentro de vuestros respectivos terrenos como docentes, creo firmemente que Álvaro es mejor profesor que tú. Tus alumnos te obedecen porque les intimida la fama que te precede, y mejoran al imitarte. Álvaro consigue que sus alumnos que llegan a él sin saber nada aprendan poco a poco y que se sientan orgullosos de sí mismos al estar mejorando cada día.

Álvaro sintió como se le cortaba la respiración: de veras Noemí opinaba todo eso de él. Sabía que nunca superaría en estima la que la mujer le tenía al profesor Bona de técnica vocal, pero estaba muy bien saber que ella apreciaba tanto su duro trabajo.

—Así que a partir de ahora vais a trabajar los dos juntos, a ver si se te pega algo, y vas a obedecerle a él dentro del aula. Si tienes que pasarte un mes y algo acompañando a críos de cuatro años al baño, eso es justamente lo que vas a hacer, ¿entendido?

Para sorpresa de los dos, Paul se quedó completamente callado, sin decir ni una palabra, y asintió secamente con la cabeza.

—Yo no tengo… ¿No tengo ni voz ni voto en esto? —Intentó meterse Álvaro. —Creo que esto solo va a entorpecer las clases con mis alumnos…

—Házselo pagar a tu compañero y a lo mejor se lo piensa dos veces antes de abrir la boca. —Noemí se encogió de hombros. —Lo siento, Álvaro, pero la decisión está tomada. Es un tema que concierne a la escuela el mantener la reputación del profesorado. Empezáis el miércoles de la semana que viene para que los dos tengáis el tiempo de explicarles los cambios a vuestro alumnado.

Resignados, ambos profesores dieron la conversación por terminada: Álvaro observó a Paul desplegar el bastón guía y ponerse de pie, poniendo la silla de nuevo en su sitio con una soltura sorprendente, y sin mediar ni una palabra más, ambos salieron en total silencio del lujoso despacho de la directora.

Eran altas horas de la tarde, casi de noche ya, y el pasillo se hallaba en total y absoluto silencio, por lo cual cuando el profesor granadino chasqueó la lengua con hastío, poco hizo la estructura del edificio para disimularlo.

Curiosamente, después de todo lo que había aguantado, fue esa la gota que colmó el vaso.

—A mí tampoco me hace gracia, ¿sabes? —Le recriminó Álvaro.

Paul ni siquiera tuvo la decencia de pararse a escucharlo, torciendo en dirección a la izquierda, buscando la salida del edificio.

—No me parece ni medio normal que mis alumnos vayan a tener que perder el tiempo por un simple malentendido.

—¿¡Malentendido!? —Exclamó Álvaro, avanzando a grandes zancadas para ponerse a su altura. Paul caminaba fascinantemente rápido. —Perdona, guapo, no es un malentendido que entraras en el puto auditorio diciendo que soy un mal profesor delante mío y de mis alumnos.

—Yo no dije eso. —Paul suspiró, cansado.

—¿Serás…? ¡Te recuerdo que yo estaba ahí! Mira, Paul, yo no quería que esto nos afectara a ninguno de los dos, mucho menos a nuestros alumnos, pero es lo que hay. Ya te he dicho que yo habría aceptado una simple disculpa y ya está, —Se puso a la defensiva. —Y que conste que yo en ningún momento me he chivado o he querido que esto llegara a la dirección del centro, por mucho que me haya dolido lo que dijiste…

—No lo entendiste bien…

—Paul, no me vengas con cuentos, le dijiste a Ruslana que te parezco un chiste. —Se cruzó de brazos, dolido, aprovechando que el otro no podía verlo. —Yo sé que probablemente ni en tres vidas voy a ser tan buen pianista como tú. Vale, no todos podemos ser el talento de una generación, ¿sabes?

—Yo no…

—Y no llenaré estadios, ni protagonizaré conciertos, pero confió en mis habilidades con el instrumento porque sé que soy bueno en lo que hago. —Sentenció, sintiendo como se le teñían de rojo las mejillas. A años y años de dudas, de intentar construir muros alrededor de un corazón vulnerable, no le estaba sentando bien esta conversación, pero Paul no tenía por qué saberlo. —Y francamente me da igual lo que pienses de mí, pero no voy a permitir que eso afecte a como doy mis clases o a la educación que reciben mis niños. Seamos civiles el uno con el otro, ¿de acuerdo? Yo no voy a ponerte a acompañar a los niños al baño como venganza con la única condición de que tengas la decencia de criticarme donde yo no pueda oírte.

El granadino chasqueó la lengua de nuevo.

—No quiero perder este trabajo, ¿lo entiendes Paul?, y creo que si tan solo los dos ponemos un poquito de nuestra parte, las Navidades llegarán antes de que nos demos cuenta y podremos dejar esto atrás.

Para decepción del sevillano, se limitó a pasarse una mano por la frente, un gesto muy abatido. Los dos giraron a la vez para poder bajar al piso de abajo, hacia la puerta principal.

—Álvaro… —Dejo ir, con voz rasposa. Al chico le jodía tener que reconocerlo, pero su nombre sonaba ridículamente sexy en su boca: que Paul y él nunca hubieran tenido relación no significaba que no pudiera… apreciarlo, desde lejos. —Lo qué le dije a Rus fue que…

—Escaleras.

Paul frenó en seco, arqueando las cejas ante el corte.

—¿Qué?

—Escaleras. —Explicó Álvaro. —Estamos al pie de las escaleras.

—Ya sé que estamos al pie de las escaleras, Álvaro, llevo viniendo aquí desde que tengo uso de razón. —Escupió molesto, dando un par de toques al suelo con el bastón. —Las bandas de relieve para señalizar el desnivel las pusieron por mí, ¿lo sabías, no?

El sevillano se encogió de hombros, antes de darse cuenta y explicarse.

—Por si acaso. —Masculló. —No quiero que estés demasiado ocupado discutiendo conmigo como para despistarte y pegarte el tropezón de tu vida.

Paul exhaló, visiblemente enfadado.

—No estamos discutiendo.

Álvaro, pese a su propio cabreo, iba a ofrecerle el brazo para bajar las escaleras, pero Paul se agarró a la barandilla y empezó a bajar sin esperarlo.

—Bueno, eso lo dirás tú. Yo solo quiero dejar lo que opino bien claro, para que no tengamos más malos rollos de cara a los próximos días. —Explicó con tono respingón. —Cada uno por su lado, intentando ser cordiales, sin saltar al cuello del otro, y…

—Blando.

Esta vez fue el turno de Álvaro de quedarse confundido.

¿Qué?, pensó.

—¿Qué?

Paul soltó un bufido.

—Blando, le dije a Ruslana que eres un blando.

—¿Y por qué…?

—No le dije que fueras mal pianista. —Interrumpió. —Ni un mal intérprete. No he dicho en ningún momento que no crea que tengas talento ni nada por el estilo. De hecho, estoy seguro de que muchísima gente pagaría por ir a un recital tuyo si supieran cómo te manejas.

—¿Me has…?

—Paso aquí muchas horas, Álvaro. —Explicó secamente. —He escuchado a todos en algún momento. Eres un buen músico, lo sé. Pero eres un blando, y estoy seguro de qué que tus alumnos sean adorables no te ayuda mucho a que seas lo suficientemente exigente con ellos. Te he escuchado en el auditorio con ellos. Un alumno necesita disciplina, y enseñar requiere rigidez. No puedes felicitarles tanto, ni ser tan… cariñoso con ellos. Necesitan que seas más duro, si van a aprender algo contigo.

—Paul, son… Son críos, ¿lo entiendes, verdad?

—¿Y qué? No te estoy diciendo que los machaques para que tengan pesadillas con tu cara. Pero no puedes ser tan dulce, necesitan una mano firme si realmente van a formarse. No te culpo, Álvaro. Simplemente creo que eres así por naturaleza.

—¿Blando? —Chistó, sintiendo como le hervía la sangre en las venas.

—Un poco. —Contestó Paul, sin mucho ardor en la voz. —Ya te he dicho que no es malo, de por sí, pero así los niños no van a aprender nada.

Por un breve instante, Álvaro se replanteó empujarlo escaleras abajo: hacía tiempo que nadie le hacía enfadar de esa forma, ni siquiera los padres que le habían fruncido el ceño al verlo venir maquillado al conservatorio. ¿Qué se creía, llamándolo “blando”, de entre todas las cosas? En qué universo podía venir el chaval sin tener ni idea de su vida y juzgarlo de semejante manera, poniendo en duda su forma de enseñar.

Paul podía ser un amargado, ser frío con sus estudiantes y no buscar mantener ninguna relación con ellos más allá de la de profesor-alumno, pero Álvaro no funcionaba así: a él le gustaba dejarle muy claro a sus pequeños que ellos podían contar con él. Los niños —especialmente los de las familias más snobs y exigentes— necesitaban saber que alguien confiaba ciegamente en ellos, a quien podían explicarle sus dudas y en quien apoyarse. A fin de cuentas, eran tan pequeños todavía, tan frágiles, con tanto aún por conocer y aprender…

Fue en ese mismo instante que Álvaro lo decidió: iba a demostrarle a Paul de lo que era capaz, y a conseguir que cambiara de opinión.

Para cuando el chico reaccionó, Paul ya había llegado al último escalón y se dirigía a la puerta. El hombre saludó al conserje educadamente, dándole las buenas noches, y se ajustó la bufanda antes de disponerse a salir. Álvaro apresuró el paso, plantándose a su lado dispuesto a cantarle las cuarenta.

—No tienes ningún derecho a opinar de mi persona ni de mi relación con mis alumnos. —Le espetó. —Mis pequeños son extremadamente talentosos y te juro por Ariana Grande que la semana que viene, en mi clase, te van a callar la boca como que yo me llamo Álvaro Mayo. Seré dulce con ellos, pero aprenden muchísimo conmigo, no solo a tocar, sino también a disfrutar de la música y a encontrar en ella un refugio. Así que vas a venir, los vas a escuchar, y vas a ver si realmente mis técnicas de enseñanza sirven o no para algo.

—Álvaro, en primer lugar, —Indicó Paul, finalmente. —No pretendía ofenderte. Ya te he dicho que no es nada malo, pero eres blando. Solo el hecho de que hayas querido avisarme de las escaleras ahí arriba mientras estábamos, según tú, discutiendo, me dice todo lo que tengo que saber. Sabes que llevo aquí décadas y aun así has preferido dejar aparte la discusión para evitar la posibilidad de que yo pudiera hacerme daño. Y he notado que querías ofrecerme tu brazo, ¿sabías? Eres blando. —Le explicó. —Y en segundo lugar, —Sacó unas gafas de sol del bolsillo exterior de la chaqueta, poniéndolas aunque el cielo estuviese oscuro. —Yo no veo nada.

Chapter 2: Primera Semana

Notes:

Hola! Ha llovido mucho desde la última vez que me visteis, pero quería explicaros que voy a seguir subiendo mis cosillas por aquí para que nos lo pasemos bien. Obviamente, recordaros que siempre máximo respeto a las parejas actuales de toda la gente implicada y que todo, todo, todo es ficción! Muchísimo cariño, o amo un montón!

(See the end of the chapter for more notes.)

Chapter Text

Primera semana. Miércoles, 30 de octubre.

Su primera clase estaba a punto de empezar, y Paul no sabía cómo sentirse: había llegado media hora antes al aula de Álvaro: si se esforzaba, creía poder recordar la estancia en sí. Él mismo había sido educado en esa clase cuando apenas era un niño, pero ahora esos años parecían quedar tan lejos que a duras penas recordaba nada más de sí mismo que no fuera a un crío de enormes gafas y manos temblorosas.

Él no impartía clase a niños pequeños: sus alumnos eran todos mayores de edad, en un enorme rango de variedades, principalmente adultos muy jóvenes que habían decidido hacer de la música su forma de vida, pero también personas mayores que querían cumplir un sueño.

Ahora, con veintiocho años, a duras penas tenía contacto con niños tan pequeños que no fueran sus propios sobrinos, los cuales, a decir verdad, le tenían bastante cariño. Claro que ellos estaban más que acostumbrados a su carácter taciturno y callado y nunca cuestionaban sus particularidades.

Su corazón se encogía cuando pensaba en la idea de los críos en general, y más de un recuerdo desagradable le venía a la mente.

Esto no cambia nada. No significa nada, se repitió una y otra vez.

Distraído, se dedicó a dar un paseo de un lugar a otro de la sala, buscando ubicar la mayor parte de las piezas que la integraban: entrando desde la puerta, la cual Paul sabía que estaba al final de la sala, había seis sillitas de un tamaño diminuto, pensadas para que los niños se pudieran sentar en un semicírculo, un gran espacio en el centro dedicado a que se pudieran mover de un lado al otro con cierta libertad, y delante de todo un enorme piano de cola y su respectivo banquito, a juzgar según él demasiado grande para unas personitas tan pequeñas.

Después de haber hecho un mapa mental del lugar, se sentó frente al instrumento y trasteó con él un rato, poniéndose a prueba con nanas y otras canciones infantiles que a duras penas recordaba: para su sorpresa, le suponían un mayor problema que las complicadas melodías que estaba acostumbrado a tocar.

—¿Por qué tienes un bastón? —Preguntó una voz aguda, sacándole de su ensoñación. —¿Te duele la pierna? A mi abuela le duele la pierna y a veces usa bastón, pero es diferente a est…

Al borde del infarto, Paul se dio la vuelta, intentando localizar de dónde venía la voz, girando la cabeza hacia abajo, a su costado.

—¡Adrián! —Exclamó entonces una voz conocida. —Primero que todo, ¡eso no se pregunta! Segundo, se dice “hola”, cuando se entra en una habitación y hay alguien, y tercero, ¿cuántas veces te he dicho que no puedes salirte de la fila antes de llegar al aula? ¡Vuelve aquí ahora mismo!

Unos pasitos apresurados se alejaron de Paul, dejándolo con la respiración agitada y totalmente desorientado.

—Hola, Paul, —Dijo entonces Álvaro, secamente. —Me alegro de ver que ya estás aquí. —Su voz se volvió dulce enseguida. —Vale niños, sentaos y sacad la merienda, ¿de acuerdo? Como siempre, quince minutitos para comer antes de empezar. ¿Habéis practicado en casa?

Un estruendoso coro de síes inundó la sala mientras los niños se sentaban en sus sillitas y sacaban la comida. Paul arqueó una ceja, y notó a Álvaro acercarse.

—¿Qué pretendes, que los tenga hasta las siete sin comer? —Susurró. —Son muy pequeños, Paul, necesitan la fuente de energía. Se pasan dos horas aquí cada día que vienen, los primeros quince o veinte minutos son para merendar y relajarse. Además, así me cuentas sus cosillas y la verdad es que son la mar de graciosos.

Paul escuchó a Álvaro acercarse a todos los niños, uno por uno, ayudándoles a abrir mochilas y pinchar bricks de zumo, comentándoles pequeñas tonterías a todos ellos. El granadino los notó ciertamente silenciosos para su edad, pero no tardó en darse cuenta de que el motivo de eso era claramente él.

—Vale, muy bien, —Asintió Álvaro finalmente. —Chicos, os presento a mí… amigo, Paul.

Paul se limitó a levantar una mano en un saludo tímido.

—Hola. —Dijo con un hilo de voz.

Álvaro ahogó una risilla.

—¿Os acordáis de él? Da clases a los mayores y es muy, muy buen pianista. La semana pasada os expliqué que Paul va a venir a todas las clases con nosotros hasta las vacaciones de Navidad, así que vamos a hacer que se sienta como en casa. Tenéis que tratarle igual que me trataríais a mí, ¿vale?

Los niños debieron asentir, porque Álvaro dio una palmada alegremente.

—Muy bien, así me gusta. —Los felicitó. —Una cosa que tenéis que saber sobre Paul, es que él no puede ver nada, ¿lo entendéis?

—¿Pero cómo…? —Murmuró una vocecilla.

—Pues tiene los ojos abiertos. —Cuchicheó otro niño.

—¿Nada de nada? —Preguntó un tercero, aparentemente incrédulo.

—Sí, —Le contestó otra, en un susurro. —Mi tía tampoco ve nada de nada y por eso siempre lleva gafas de sol dentro de casa.

Álvaro dio una palmada, y todos los niños se callaron.

—Niños… —Les regañó suavemente. —Escuchad.

Paul interpretó que Álvaro quería que se presentara.

—Me llamo Paul. —Titubeó un poco. —Soy profe de música. D-De piano. Doy clase a los del Grado Superior que es… bueno, eso da igual. Pero estaré con vosotros y con Álvaro un tiempo. —Repitió un poco lo que había explicado el sevillano. —Soy ciego. —Explicó al fin. —Lo que significa que sí, no veo nada de nada y… sí, bueno, por eso llevo un bastón, q-que… que alguien creo que uno de vosotros me lo había preguntado, que me ayuda a… bueno, ver de alguna forma, donde están las cosas.

—¿El bastón tiene un ojo? —Preguntó una niña, con verdadera curiosidad.

—¡Lila! —La regañó Álvaro.

Paul esbozó una sonrisa incómoda, girándose hacia donde provenía la voz infantil.

—No, —Negó, lo más suave posible. —El bastón no tiene un ojo. No es que pueda ver de ninguna forma. Más bien me guío por el tacto y el sonido. El bastón me ayuda a… a saber donde están las cosas porque puedo ir dando pequeños toques a lo que me rodea con él. También escucho un poco mejor que la gente que no es ciega.

—Oh. —Exclamó la misma niña. —Como un murchi… Como un mur… Argh. Como un…

—Murciélago. —Suplió el otro profe.

—Como un murciélago. Nos los explicaron en el cole que los murciélagos no ven nada pero hacen así. —Explicó la niña, y procedió a soltar un ruido extremadamente fuerte y agudo, dejándolos a todos un poco trastocados. —Y lo escuchan y entonces no se chocan.

Paul se encogió de hombros.

—Sí, —Se rasgó el oído, que aún le pitaba. —Algo así.

Satisfecha, la niña hizo un ruidito alegre.

—Para que Paul pueda estar en clase con vosotros, es importante que sepáis portaros, ¿de acuerdo? Nada de ponerse delante suyo sin avisar, no dejéis vuestras cosas tiradas por el suelo y nada de zarandearlo de cualquier manera. Sed los monstruitos educados que sé que sois y nos lo vamos a pasar muy bien todos juntos. Ahora, ¿por qué no os presentáis uno por uno para que Paul identifique vuestras voces? Empecemos por aquí…

—¡Yo me llamo Lila! —Dijo la voz de más a la derecha. Su voz era aguda y espitosa, pero dulce y alegre de todas formas. Paul no pudo evitar imaginarse a la niña como a Mabel, un dibujo animado de una serie llamada Gravity Falls que él veía cuando era pequeño, muchos años antes del accidente. Sonrió levemente, asintiendo.

—Yo soy Bruno. —Dijo el niño que había explicado lo de su tía. Sonaba avispado y atento.

—Yo Adrián. —El pequeño tenía un deje travieso en sus palabras, lo que le cuadraba con que fuera el que se había escapado de la fila. Él y el otro niño habían estado hablando anteriormente, y a Paul le recordaron a Chip y Chop, las ardillas de las pelis de Disney.

—¡Julieta! —La voz de la niña era suave y extremadamente dulce, así que enseguida la asoció con Marie, la gata blanca de Los Aristogatos.

Entonces, silencio.

Escuchó a Álvaro suspirar.

—Este es Leo. —Murmuró el chico con voz paciente. —Es un poco tímido, ¿verdad? Pero ya verás que enseguida se le pasa. Di hola, Leo, sé educado.

—Hola.

Paul estaba convencido de que, de no haber sido gracias a su oído un tanto potenciado, hubiera sido incapaz de escucharlo. Pensó en Mudito, uno de los enanitos de Blancanieves.

—Y yo Estela. —Finalizó la última niña, aparentemente la más calmada de todos ellos. Por algún motivo, Paul pensó en Wendy, la pequeña de Peter Pan.

—Muy bien, —Murmuró él, sin saber muy bien qué decir. —Encantado de conoceros a todos.

Álvaro dio otra palmada, animosamente, y empezó a echar una mano a los niños a recoger sus fiambreras y bolsas, animándoles a que sacaran sus dosieres y estuches. Invitó a Paul a tomar asiento en la única silla de tamaño regular que había en el aula, y él mismo se sentó al piano. Dedicó los primeros minutos a ofrecerles a los pequeños a compartir lo que habían hecho durante la mañana.

Julieta habló de un dibujo que había hecho en clase de plástica, Bruno explicó que había marcado un gol a la hora del patio, y Estela explicó que había podido alimentar al hámster del colegio.

—Ahora, —Habló Álvaro al fin. —Primero que todo, como siempre, vamos a hacer un poquitín de solfeo porque queremos entrenar esas orejitas preciosas. Hemos hecho esto cientos de veces, pero vamos a repasar que identifiquemos las notas.

Álvaro pulsó un do.

—Do. —Respondieron los niños a coro, manteniendo el tono con una destreza bastante sorprendente.

Álvaro hizo un ruido alegre, pulsando un re.

—Re.

—¡Muy bien! —Los felicitó.

Paul se distrajo momentáneamente, empezando a disociar ligeramente. ¿Qué se suponía que debía hacer? Era más que obvio que el sevillano tenía a los niños bajo control, sirviera la clase o no para algo. Paul tenía cero práctica instruyendo a alumnos tan pequeños y Álvaro no le necesitaba para nada en absoluto. Si más no, tenía sensación de que estaba realmente entorpeciendo la clase: no tenía forma de comprobarlo, pero notaba las pesadas miradas de seis pares de ojitos cayendo sobre él de vez en cuando, y el chico se veía con la obligación de llamarles la atención regularmente, recordándoles que se concentraran en sus explicaciones.

—Adrián, deja de mirar a Paul y estate a lo que estamos, ¿vale, amor?

El sevillano pulsó mi.

—Mi.

Probablemente buscando pillarlos, el chico tocó un la.

—La. —Respondieron todos a la vez, de forma totalmente unánime, y Paul no pudo evitar una mueca de sorpresa. Álvaro hizo un ruido de apreciación, orgulloso de sus niños, y volvió a pulsar las teclas.

—Re. —Repitieron todos, esta vez sin tanta convicción, hasta que una voz muy tímida añadió. —Bemol.

—¡Ding, ding, ding! —Exclamó Álvaro. —¡Muy bien, Leo!

El profesor continuó un buen rato con aquel ejercicio, buscando atrapar a los pequeños una y otra vez con secuencias confusas, cada vez más seguidas, tocando alguna que otra melodía muy pausada para que los niños identificaran todas las notas. También se encargó de ir uno por uno probando las habilidades de todos los pequeños individualmente, y Paul permaneció en silencio, cada vez más intrigado conforme los pequeños no se dejaban engañar y seguían dando con las repuestas correctas.

Cuando los niños se cansaron de aquel ejercicio, Álvaro pasó a una pequeña práctica de ritmo, poniendo un metrónomo en medio de la sala y haciendo a los niños picar fuerte con los pies en el suelo. Después de eso, cuando el reloj ya marcaba que había pasado una hora del inicio de la clase, les dejó salir al pasillo a hacer un pequeño descanso, jugando con ellos al pillapilla cinco minutos antes de entrar de nuevo a la sala para preparar los teclados de práctica.

—¿Qué opinas? —Preguntó el sevillano mientras se apoyaba al lado de Paul.

—Los veo… muy bien, la verdad. —Reconoció algo cortado. —Quiero decir, aún no los he visto tocar en sí, pero van muy bien de teoría musical, tienen el oído entrando, y… bueno, para unos niños que en el cole aún están aprendiendo a leer es realmente… fascinante.

—¿Sigues opinando que soy un blando?

Incómodo, Paul carraspeó.

—Álvaro, no… Sigo pensando que eres algo demasiado dulce con ellos, pero…

—Escoge a uno.

El granadino tosió brevemente.

—¿Qué?

—Qué escojas a uno, el que sea.

Paul intentó pensar rápido.

—¿Ju… Julia? —Fue el primer nombre que se le vino a la cabeza.

Notó como Álvaro se alejaba, probablemente asomándose de nuevo a la puerta. Sorprendido, se quedó con la palabra en la boca, sin saber como reaccionar ante eso.

—Julieta, —Llamó. —¿Puedes venir un momento, por favor?

Paul se quedó expectante al tiempo que oía unos suaves pasitos tímidos asomarse a la sala.

—¿Sí? —Murmuró con voz diminuta.

—Peque, ¿puedes hacerme un favor? —Le preguntó el chico suavemente. El otro profesor no escuchó una respuesta, pero asumió que la niña había asentido cuando Álvaro añadió. —¿Podrías enseñarle a Paul la canción que practicamos el otro día al final de la clase?

El pianista escuchó el trasteo de ambos —profesor y alumna— mientras el mayor la ayudaba a subir al banquillo del instrumento y le ponía el libreto delante.

—Muy bien, amor, adelante. —Le susurró a la pequeña. —Yo sé que tú puedes, que lo vas a hacer perfecto.

Se hizo el silencio absoluto durante un par de segundos, antes de que Paul pudiera oír a la pequeña inspirar, sostener el aliento, y empezar a tocar una rendición casi perfecta —para la edad de la niña— del estribillo de la canción “Parte de él”, de la película de La Sirenita. La interpretación dejó a Paul tan anonadado que esta vez fue él a duras penas respiro durante aquellos treinta segundos, dejando ir el aire con un suspiro casi rompedor en la última nota.

—¿T-Te ha gustado, Alvi? —Preguntó Julieta tímidamente, apenas audible.

—Ha sido maravilloso, cariño, ya puedes ir con los demás.

Mientras los pasos de la niña se alejaban, Álvaro dejó ir un ruidito satisfecho.

—Espero que esto lo consideres el primer paso hacia un cambio de opinión. —Dijo, sobrado. —Y cierra la boca, que te van a entrar moscas.

Primera semana. Viernes, 1 de noviembre.

Álvaro tocó las últimas dos notas de una nana que su madre solía cantarle cuando era pequeño, pisando el pedal de resonancia para dejar que el sonido rebotara por toda la sala una última vez. Era una tradición suya, la de acabar la clase con una canción de relax interpretada exclusivamente por él mientras animaba a los niños a apoyar la cabecita contra las mesitas de sus pupitres y cerrar los ojos. Siempre les recomendaba pensar en cosas bonitas: donde les gustaría estar, si en casa, o en un lugar más lejano, como la playa o la montaña, con quien, si con sus padres, abuelos, o amigos, que les gustaría estar haciendo… Le hacía gracia ver como hasta los niños más nerviosos se quedaban medio fritos, hechos una bolita en sus diminutas sillas.

Después de eso, siempre dejaba unos segundos de margen, esperando a que los niños se despertaran por sí solitos, antes de hacerles levantarse poco a poco y ayudarles a ponerse chaquetas y mochilas para salir a la calle y devolvérselos a sus respectivos padres. A decir verdad, la mayoría de veces soñaba con llevárselos él mismo a su casa, como si de sus propios hijos se tratase.

Solo uno, se sorprendía a sí mismo pensando. Solo uno de ellos, un día. Por favor.

Y la verdad era que, francamente, le daba igual cuál. La reflexiva Estela, o el travieso Adrián. Quizás Leo o Julieta, ambos tan tímidos, él tan torpe y ella tan coqueta. O tal vez Bruno, tan gracioso él, o Lila, tan llena de curiosidad. Todos eran un pequeño universo en su propia medida, y Álvaro hacía tanto que soñaba con descubrir más de ellos fuera del aula. Siempre había tenido vocación para los más pequeños, y aunque había pensado que el agotamiento de sacar adelante un trabajo tan difícil quizás mitigaba un poco sus ganas de ser padre, lo cierto era que ese deseo no había hecho más que aumentar con el tiempo.

Pero Álvaro era un profesional, y sabía perfectamente distinguir la frontera entre sus deseos personales y su vida laboral, lo suficiente como para no dejar que una cosa interfiriera en la otra.

No podía evitar notar, sin embargo, que Paul no podía decir lo mismo: desde el primer día, Álvaro ya había notado que algo se interponía en su camino. Era más que obvio que no estaba nada acostumbrado —y probablemente aún nada de acuerdo— a sus técnicas de enseñanza, pero, durante el jueves, el sevillano había dedicado una cantidad vergonzosa de tiempo a pensar en su compañero, sacando, casi sin quererlo, más de una teoría. Paul debía tener algún trauma infantil, si pensaba que tratar a los niños con cariño, paciencia, y respeto era algo negativo para su aprendizaje. Por el otro lado, el chico no se había mostrado nada arisco o prepotente frente a los pequeños, más bien optando por ignorarlos siempre que fuera posible.

Y es que ahí estaba el otro punto que le había llamado la atención: era más que obvio que Paul estaba claramente incómodo entre sus nuevos alumnos. Por algún motivo, la presencia de los niños parecía, quizás no enervarlo, pero sí ponerlo en un estado constante de ansiedad y perturbación. El porqué, era algo que se escapaba de la comprensión de Álvaro, pero él y Paul aún no tenían ni una fracción de la confianza necesaria como para abordar del tema. ¿Podía ser por su discapacidad visual? Los niños, desorganizados e imprevisibles por naturaleza, podían generarle un estrés comprensible al obligarle a estar permanentemente alerta. Quizás era solo su naturaleza: a cientos de personas no le gustaban los niños, ¿cierto? Ya había notado de él que era tímido y necesitaba sus tiempos para procesar las cosas, y la energía eterna de los pequeños podía ser agotadora para alguien como él. Si a eso se le sumaba que se suponía que tenía que estar enseñando a un nivel años luz por debajo del suyo propio, probablemente se sentía extremadamente fuera de lugar.

Aun así, Álvaro no podía evitar pensar que había algo más.

Observó a Paul, sentado en la silla de la clase anterior, mientras apuntaba atentamente cosas en una libreta. Era fascinante verlo escribir, mirando prácticamente al frente, mientras usaba una libreta de hojas extra gruesas y hundía pequeños puntos en el papel con la ayuda de un punzón y una regleta de plástico. Por obvios motivos, Álvaro no podía tener ni la más mínima idea de que era lo que estaba apuntando, pero no podía evitar distraerse con esa imagen.

—Vale, chicos. —Murmuró al fin, muy suavemente. —Fin de la clase. Arriba todos poco a poco.

Álvaro se levantó del banquito, acercándose a Leo, que se había quedado dormido, haciéndole una suave caricia en la espalda.

—Vamos, mi amor, buenas tardes. —Le revolvió el pelo mientras abría los ojitos. —Es hora de irse a casa.

El pequeño hizo un puchero, frotándose la carita con los dos puños bien cerrados, pero obedeció, incorporándose en la silla para después ponerse de pie. Álvaro se movió de un niño al otro, guardando lápices y cerrando mochilas, antes de pasar a asegurarse de que todos ellos se ponían bien la chaqueta para protegerse bien del frío.

—A ver, cariño, el pelo por fuera… —Murmuró, mientras le atusaba el pelo a Estela para que no se le quedara por dentro del cuello del jersey. —Que si no pica.

Con Lila, Julieta, Leo y Estela ya listos en el marco de la puerta para hacer fila y bajar a la salida, Álvaro estaba demasiado ocupado buscándole un pañuelo a Bruno para que se pudiera sonar la nariz como para poder prestarle atención a nada más. A lo lejos, sin embargo, le parecía escuchar el sonido de Paul recogiendo sus cosas, guardándolo todos sus materiales metódicamente en su bolsa. De pronto, un estrepitoso ritmo de pequeños pasitos revolotearon por toda la sala y, antes de que él pudiera siquiera reaccionar, se giró para encontrarse de cara con un desastre a punto de suceder: Adrián, que estaba correteando por toda la sala, salió disparado directamente hacia Paul, al tiempo que el adulto, distraído y ajeno a lo que estaba pasando, se disponía a ponerse de pie.

—¡Cuida…! —Intentó a avisar, pero ya era demasiado tarde.

Adrián se dio de frente contra la cadera de Paul, que justo acababa de incorporarse del todo, y la colisión de ambos, todavía en movimiento, mandó al pequeño directamente al suelo.

Para suerte del menor, su altura era demasiado reducida como para hacerse realmente daño: Adrián a duras penas media un metro de altura haciendo la caída prácticamente mínima, con el añadido de haber caído de espaldas, por lo que dejó de caer tan pronto como sus rodillas cedieron e impactó de culo contra la moqueta. Álvaro sabía que no debía preocuparse; el niño era tan movido que verle tropezar, caerse o darse golpes contra diferentes piezas del mobiliario no era una ocurrencia extraña para él. La mayoría de veces, además, a duras penas lo notaba, y nunca lloraba antes de ponerse de pie y estar botando de nuevo.

De hecho, Álvaro estaba convencido de empezar a ver asomar la sonrisa en esa carita confundida que no entendía como aquello podía haber pasado hasta que, de pronto, un grito cortó el aire.

—¿¡Estás bien!? —Paul sonaba al borde del infarto. —¿¡Qué ha pasado!?

Álvaro se levantó del suelo, acercándose a la escena para poner al pequeño de pie, el cual miraba a Paul asombrado.

—¿¡Qué ha pasado!? —Repitió el chico muy agitado. —¿Quién…? —Su voz cayó en un susurro angustiado, mientras intentaba agacharse y buscar a la persona que había impactado con él. —¿¡Le he hecho daño a alguien…!?

Adrián se levantó del suelo con un puchero muy asustado. Parecía querer salir corriendo, aunque Álvaro no estaba muy convencido si quería ir a esconderse entre los demás niños, o pretendía intentar acercarse a Paul. El profesor conocía lo suficientemente bien a Adrián para saber que era un niño muy cariñoso, que si le hacía daño a alguien por accidente probablemente querría disculparse con un abrazo, pero no era una buena idea en ese momento: Paul parecía fuera de sí.

—Álvaro. —Suplicó, con la voz tan rota que, por un instante, el chico pensó que iba a ponerse a llorar. —P-Por favor…

El sevillano reaccionó al fin, saliendo de su estupor.

—Adrián. —Consiguió soltar, algo ahogado. —Adrián venía corriendo hacia ti sin darse cuenta, se ha chocado y se ha caído. Pero está bien, ¿verdad que sí peque? Porque es un chico muy fuerte y valiente. Pero también un imprudente. ¿Qué dijimos de ponerse delante de Paul sin avisar?

El niño suspiró consternado.

—Que no… Lo siento mucho.

Álvaro le acarició la frente ahí donde se había dado el golpe.

Paul no reaccionaba: apoyado contra el lateral del escritorio, de rodillas, tenía el ceño fruncido y estaba completamente pálido, casi como si fuera a vomitar. Álvaro no lo entendía, no conseguía comprender que era lo que había ocurrido para dejarlo tan tocado.

—L-Lo siento, yo… No quería, no…

—Paul está bien. —Lo intentó calmar. —Ha sido un accidente, estas cosas pasan. El otro día le di un codazo a Bruno sin querer y me ha perdonado, ¿verdad que sí, cariño?

El granadino no parecía nada convencido, a duras penas parecía ser capaz de escucharlo, no mientras repetía “lo siento” una y otra vez, intentando incorporarse de nuevo, buscando frenéticamente su bastón.

—Tengo que irme. —Consiguió decir, finalmente. —Tengo que irme, yo…

Álvaro no sabía qué hacer: no quería que Paul se fuera así, no cuando parecía a escasos segundos de un ataque de ansiedad, pero seguía teniendo a seis niños a su cargo que estaban igual o más confundidos que él. Asintió, intentando pensar rápido.

—Vale. —Contestó, intentando poner su voz más alegre y dulce posible. —Vale, Paul, tienes razón. Seguiremos la semana que viene. Nos vemos el miércoles, ¡más y mejor! —Intentó que quedara lo menos falso posible. —¿A qué sí, Adrián? —Le hizo un gesto al pequeño con la cabeza. —Di adiós a Paul que tiene que irse ya. Todos, venga, que recordad que Paul también vendrá la semana que viene.

—Adiós. —Murmuró Adrián, obviamente aún muy confundido, con un tono suave poco característico de él. Álvaro pudo notar que se sentía culpable, aunque no entendiese que acababa de pasar.

Los demás niños, Lila —tan despistada y en su mundo como siempre— la primera, se fueron sumando tímidamente a la despedida mientras Paul se acercaba a la puerta, y Álvaro se le rompió el corazón al ver como la mayoría se alejaban ligeramente de él como de pronto sintieran cierto miedo hacia su persona. Por primera vez, dio las gracias de que Paul no fuera capaz de poder verlos.

El chico, agradecido por la salida rápida que el sevillano le había garantizado, hizo un último gesto con la cabeza antes de salir por la puerta con un tímido “adiós” de vuelta, dejando a Álvaro con un suspiro en la boca.

Esto va a ser mucho más difícil de lo que esperaba, pensó.

—Sana, sana, culito de rana. —Murmuró suavemente, acariciadole la frente al pequeño. —Si no sana hoy, sanará mañana.

O eso espero.

Notes:

Teorías... amores míos? Teorías?

Chapter 3: Segunda semana

Notes:

Hola, hay capítulo porque es mi cumple <3

Chapter Text

Segunda semana. Miércoles, 6 de noviembre.

La clase se le estaba haciendo eterna: tan solo era la tercera vez que dedicaba tiempo a pasarlo con los niños y cada vez parecía hacérsele más eterno.

El final del último día había sido rocoso cuanto menos. El camino a casa se le había hecho arduo y eterno, y nada más llegar había necesitado entrar en llamada con Ruslana, su amiga y profe de guitarra del conservatorio, quien se había convertido en una segunda hermana pequeña para él. Sin embargo, no se había podido calmar del todo hasta la hora de irse a dormir, cuando había decidido tumbarse en la cama y ponerse los auriculares con música a toda pastilla, bloqueando cualquier posible pensamiento. No quería reflexionar sobre lo que había pasado.

Los días de viernes a miércoles habían pasado con una velocidad pasmosa, y en un abrir y cerrar de ojos volvía a estar sentado en el escueto escritorio del aula de Álvaro, con los músculos agarrotados y los nervios a flor de piel intentando mantener la atención en los niños.

Palpó el reloj de muñeca que le había regalado su hermana mayor las navidades pasadas: tenía dos pequeñas bolas de titanio, una en el borde y una en el centro, que marcaban mediante su posición las horas y los minutos respectivamente. Había sido uno de los regalos favoritos de su vida: agradecía la discreción que le daba no tener que irle dando al botón del volumen para que el reloj dijera la hora en voz alta. Suspiró aliviado cuando comprobó la hora: quedaba tan solo media hora para el final de la clase.

Durante los días que llevaba en la clase, Paul había estado recopilando información sobre lo que creía que los pequeños podían practicar para mejorar, casi de forma individual. Se había dado cuenta, por ejemplo, de que Bruno, al igual que Adrián, era extremadamente nervioso, lo que a menudo le llevaba a equivocarse en fallos tintos, mayoritariamente al confundir las teclas. El pequeño necesitaba interiorizar qué dedo le correspondía a cada tecla, y así aislar ese movimiento del control de su cerebro, siempre demasiado agitado. Por el otro lado, Estela, al igual que Julieta, era demasiado precavida; nunca se equivocaba, pero le faltaba soltura, así que necesitaba aprender a dejarse llevar.

Así, con todos y cada uno, Paul había localizado sus habilidades y flaquezas, y había intentado dedicar el tiempo muerto en clase a planear estrategias para potenciar lo primero y solventar lo segundo. Era algo que pensaba compartir con Álvaro en privado: en su cabeza, lo que más tenía sentido sería compartirlo directamente con los niños, explicarles muy claramente que estaban haciendo mal y proponerles cómo practicar para mejorarlo, para acto seguido ponerlos a hacer dichos ejercicios. Estaba convencido, sin embargo, de que el sevillano no comulgaría con su razonamiento, y era Álvaro quien estaba al mando, así que creía que era mejor comunicárselo directamente a él y dejarle gestionarlo por su cuenta.

Pasos suaves se acercaron a su mesa, a lo que Paul irguió la espalda enseguida, entrando en alarma.

—¿Qué estás haciendo? —Preguntó una voz aguda, con un retintín preguntón. Era Lila.

El profesor dejó el punzón a un lado, apartando su libreta y la regleta que usaba para anotar.

—Estoy escribiendo. —Contestó secamente. Tras el incidente de la semana anterior, Paul había notado que la mayoría de los críos optaban por no acercarse a él, y aunque Álvaro lo hubiese estado intentando disimular, podía sentir perfectamente a los pequeños dando pasos atrás, fuera de su camino, siempre que le que levitan acercarse. Una vez más, Paul había preferido no reflexionar sobre el tema, mucho menos dedicarle tiempo a pensar cuánto le dolía eso.

Hubo un instante de silencio al tiempo que Paul notaba una pequeña figura encaramarse a la mesa. El chico tragó saliva, notando como se le aceleraba el corazón.

—No es verdad. —Se quejó la niña.

Paul frunció el ceño.

—Si es verdad. —Rebatió. —Estoy haciendo mis notas.

—Pero ahí no hay nada escrito.

El hombre se cruzó de brazos.

—¿Acaso sabes leer?

Lila le sorprendió refunfuñando enfadada, alejándose de él sin mediar ni una sola palabra más. Poco a poco, Paul reanudó su trabajo en la libreta: era bastante más engorroso que escribir en un teclado braille, pero agradecía el sentimiento tradicional que le brindaba el papel. Álvaro se despidió de los niños con la misma rutina de los días: una canción relajante para acabar la clase, después poniéndose las chaquetas y mochilas a todos ellos, y mandándoles a hacer una fila para ir a la planta baja, en el punto de recogida, de vuelta a casa con los respectivos padres.

Los pequeños estaban preparados para salir por la puerta cuando esta vez fue Álvaro quien se acercó a su mesa.

—Paul, ¿cuándo hayamos repartido a los niños, crees que podemos hablar un momento?

Petrificado, el granadino aceptó con un hosco gesto de cabeza. En total silencio, se levantó recogiendo sus cosas, esta vez sin ningún percance, y siguió la lenta hilera de niños desde el aula hasta el exterior de la escuela. El frío aire de noviembre le azotó las mejillas, mientras esperaba de pie a que los niños se fueran, y escuchaba a Álvaro despedirse personalmente de cada uno.

—Mira Leo, —Dijo al fin. Era el último que quedaba. —Ahí está mamá.

Paul no discernió ninguna respuesta, pero sobreentendió que el niño no debía estar muy contento, pues escuchó el suave sonido de un beso en la frente y pudo oír a Álvaro susurrar.

—Venga, Leo, va. —Habló suave. —Tienes que irte a casa. Nos veremos el viernes, ¿sí?

El sonido de ambas chaquetas estrujándose mutuamente inunda el ambiente cuando, Paul supuso, ambos se daban un abrazo.

—Adiós, Alvi. —Murmuró Leo con voz pequeña.

—¡Adiós, amor! —Alzó la voz el sevillano, al tiempo que los pasos del niño se alejaban.

Cuando todos parecían haberse ido, Álvaro suspiró.

—Vamos, —Exhaló, cansado. —Tengo que ir a por mi bolsa y dejar las sillas en su sitio. ¿Parece mentira como unas criaturitas tan pequeñas pueden hacer tanto destrozo, verdad?

Paul asintió en silencio, siguiendo a Álvaro de nuevo hacia el aula.

—Mi Leo… —Suspiró el chico. —Nunca quiere irse a su casa. Él es tan dulce, tan callado, y tan tímido, que yo pensaba que no le hacía ninguna gracia tener que venir a clases, pero… parece que no. Siempre se queda abrazadito a mi pierna hasta que viene a buscarlo su madre. —Álvaro sonaba derrotado. —¿Sabes una cosa? Creo que ella es el problema. Parece tan… frígida. Tan estricta, tan brusca siempre… Leo necesita mucha paciencia y coger confianza en sí mismo. Y eso son muchas palabras de ánimo y mucho rato de reforzar ese vínculo de apoyo. El pobre es tan sensible… ¡Y a su madre por algún motivo parece molestarle! —El chico bufó. —Nos pagarán lo suficiente para enseñar a estos niños, pero nunca lo suficiente para lidiar con las familias.

Asintiendo distraído, Paul no se sentía capaz de contener la intriga mucho más: en cuanto cruzaron el umbral de la clase, se giró, buscando confrontar a Álvaro.

—¿Qué querías decirme? —Habló al fin.

Sintió al sevillano soltar aire con un gesto dramático, mientras se alejaba para recoger su bolsa. El tintineo de las llaves de Álvaro lleno el espacio por unos segundos mientras el chico se dedicaba para cerrar el armario con los teclados.

—No quiero que te lo tomes a mal, ¿me entiendes? —Masculló, en voz baja.

—Ya veremos.

Álvaro soltó un bufido: no había pillado el intento de broma.

No era que Paul tuviera muchas ganas de reírse, pero necesitaba urgentemente aligerar el ambiente.

—Primero que todo, admito que sé que puede sonar precipitado. Sé que solo llevamos tres clases, prácticamente, y que no hemos… no hemos tenido todas las oportunidades de adaptarnos a los métodos de trabajo del otro. Pero se acerca el recital de Navidad, las presiones están al máximo y…

—Álvaro, ve al grano. —Pidió.

—Voy a intentar pedirle a Noemí que nos deje acabar con esto.

Paul se irguió, casi por acto resorte, sumamente sorprendido: en una extraña paradoja, era exactamente lo que había anticipado, y a la vez lo último que esperaba oír.

—¿Perdón?

—Voy a ir a hablar con Noemí para que nos deje volver a nuestras rutinas normales. —Explicó Álvaro. —Es más que obvio que no se te hace agradable estar aquí, y…

El granadino sacudió la cabeza.

—Te va a decir que no. —Sentenció.

Álvaro chasqueó la lengua, molesto ante la interrupción.

—Te va a decir que no. —Reiteró, conteniendo la respiración. —Las decisiones de Noemí siempre son finales.

Por la forma en la que el chico rebuznó Paul lo tuvo fácil para discernir que al sevillano, no parecía nada satisfecho con su respuesta. Era, sin embargo, la más pura verdad: la directora del conservatorio era una mujer de ideas fijas, y Paul, en toda su trayectoria como alumno y como docente, aún no la había visto ceder ante nada.

—Por eso había pensado que podíamos ir los dos. —Insistió Álvaro. —Deberíamos plantarnos en su despacho, tú admites que has aprendido la lección y yo intento dar la suficiente pena como para que te levante el castigo y nos deje volver cada uno a la nuestra. No te lo digo a malas, de veras Paul, cielo, pero esto no es lo tuyo.

¿Qué tan mal lo había hecho?

—¿A qué te refie…?

—A qué siempre que entras en esta clase parece que te hayan metido un palo de escoba por el culo. —Álvaro no le dejó acabar. —A eso me refiero.

Paul no supo qué responder a eso, y sintió como se le encendían las mejillas: sabía perfectamente que aquello no estaba funcionando, pero no esperaba haber crispado tanto los nervios del chico como para forzarlo a rendirse: que no quisiera estar ahí no significaba que estuviera dispuesto a no demostrar sus capacidades.

—No interactúas con los niños, no… No es solo que te incomoden, es que los evitas activamente. —Álvaro dio una palmada. —Lo que pasó el otro día fue un incidente aislado, ya te dije que nos puede pasar a todos, y te prometo que esto no tiene nada que ver con mi decisión, ¿de acuerdo?, pero es que… Paul, ¡te tienen miedo!

El granadino sintió una punzada en el corazón frente a sus palabras. Álvaro tenía razón: los niños de la clase no querían saber nada de él. Nunca sería capaz de…

—¡Y eso no sería un problema tan gordo si no fuera porque tú les tienes tres veces más terror a ellos!

Paul tragó saliva: en parte, sabía que Álvaro tenía razón. No podía evitar estar… tenso, alrededor de los niños. Por mucho que el sevillano insistiera, él sabía que accidentes como el del otro día tenían todos los números para repetirse. Era inherentemente un peligro para esos pequeños, y en cierta medida, ellos lo eran para él.

—Si quieres que realmente esos niños aprendan, tienes que escucharlos.

—¡Lo he hecho! —Se defendió. —He estad…

—Escucharles de verdad, Pablo. No solo cuando tocan el piano, tienes que hablar con ellos. Tienes que entender como funcionan sus cabecitas, porque van a mil por hora, y si no entiendes el cómo ni el porqué, no puedes guiarlos para que mejoren. ¡Y piénsalo! Pasan muchas horas aquí, metidos con nosotros. En su mente, dos horas es como… media vida para ti o para mí. ¿Entiendes qué para ellos encontrar un lugar seguro en nosotros es muy importante? Que de repente llegue un desconocido para ellos es un gran cambio, y si ese desconocido parece no querer estar con ellos, ¿por qué iban a sentirse cómodos contigo?

Paul se sentía tal y como si hubiera recibido bofetada tras bofetada. Sin saber qué decir, simplemente se quedó callado, dejando a Álvaro continuar.

—Paul, no digo que esto no pueda cambiar. —Suspiró el chico al final. —Me agobia que esto sea un contratiempo para el recital de Navidad, nada más. Ahora no tengo tiempo de ponerme a… ¿Enseñar a otro profe a ser profe de un grupo totalmente diferente a lo que está acostumbrado? No sé, es todo muy fuera de mi alcance…

El sevillano no parecía haber caído en que lo acababa de llamar “contratiempo”, por lo que Paul asumió que no debía tomárselo mal, pero eso no hacía que doliera menos. Álvaro divagó unos segundos moviéndose por la habitación con pasos suaves.

—Pero lo más seguro es que tengas razón, que Noemí no esté dispuesta a cambiar de opinión y… tampoco me sale a cuenta enemistarme con ella, así que…

Hubo un breve silencio.

—Se me ocurren dos cosas. —Explicó el chico finalmente.

Paul no dijo nada: era como si tuviera una pinza en la garganta, impidiéndole hacer cualquier tipo de ruido, así que simplemente hizo un gesto con la cabeza y rezó por que Álvaro le hubiese visto.

—La primera es… —Suspiró. —Puedes dejar de venir. No tienes por qué estar en clase, simplemente sal sin que te vean y… te prometo que te cubriré. Le diré a Noemí que me has ayudado y todo, y tú simplemente… puedes irte a tu casa. Hacer cualquier otra cosa que tengas que hacer, no sé… No es cosa mía.

—Álvaro, no…

—La segunda. —Le cortó sin miramientos. —Es que si te animas a seguir viniendo, tienes que cambiar de actitud.

El granadino se sentía como un niño siendo reprendido.

—Si quieres seguir estando en mi clase, tienes que jugar con mis reglas, ¿entendido? —Sentenció Álvaro, y Paul le notó acercarse una vez más. Esta vez parecía que lo tenía todo, y sintió un suave apretón en el brazo mientras el otro profe le indicaba que saliera para cerrar la puerta del aula. —Paul, creo de veras que puede estar en ti. Perdona de verdad que no tenga más tiempo o… más ánimo para poner más de mi parte. Me has pillado en mal momento y… A lo que voy es que en esto, el cambio tiene que empezar de ti.

Paul escuchó la puerta cerrarse y a Álvaro dar dos vueltas a la llave.

—Si piensas venir a la siguiente clase, piensa en lo que te he dicho, ¿vale? —Murmuró, no sin cierta calidez en la voz. —Tú… no sé. Piensa en como te hubiera gustado que te trataran de pequeño.

Segunda semana. Viernes, 8 de noviembre.

—Estela, no debes de tenerle miedo a las teclas. —Le explicó Álvaro, lleno de paciencia. —El piano no va a comerte, tienes que tener más ímpetu.

Suspiró, cansado. Había sido un día plenamente largo y se sentía totalmente fuera de órbita, con mucha menos energía de la requerida para lidiar con tantos enanos revoltosos. Sin embargo, había puesto su mejor sonrisa para sus niños nada más empezar y, como siempre, estaba decidido a acabar la semana sin dejarse derrotar. Ya tendría el fin de semana para pudrirse en el sofá y dormir la mona.

Observó a Paul hacer un gesto, morderse el labio.

No le había sorprendido verle en el aula al llegar a clase, aunque aún no estaba conseguido descifrar que había sido lo que le había traído ahí. Álvaro sabía que había sido duro, y durante el jueves se había replanteado una y otra vez si sus palabras habían sido… escogidas con sabiduría.

No sabía si detrás de los motivos de su compañero para venir se hallaba una verdadera intención de cambio, o si Paul simplemente tenía demasiado miedo de que Noemí se enterara de que estaba faltando al trabajo como para cometer esa travesura. Algo le decía que Paul había sido un niño obediente de pequeño. No tenía cara de haber sido un pillo, como Bruno o como Adrián, más bien alguien reflexivo y tímido.

En todo caso, le gustaba aferrarse a la idea de que Paul estaba dispuesto a intentarlo. Le carcomía la curiosidad de saber qué le pasaba, de donde venía esta reticencia, pero también sabía morderse la lengua y dejar que las semanas transcurrieran de la forma más orgánica posible, con la esperanza de que eso trajera las vacaciones más rápido.

La pequeña hizo un puchero, bajándose del banquillo con suma dificultad, probablemente conteniendo un sollozo.

Consternado, Álvaro no pudo evitar sentirse mal. No solo era la rabia de observar como la pequeña no progresaba y la frustración que eso le generaba a la niña, era también el saber que no había escogido bien como comunicárselo.

—Estela. —La llamó. —Ven aquí.

Sin dudarlo, abrió los brazos y la niña, que escasos segundos atrás parecía querer huir lo antes posible, se tiró sobre él con un suspiro de alivio. Álvaro la apretó con fuerza, acariciando la cabecita con mucha delicadeza para no despeinarla, y acunándola ligeramente. Se le partió el corazón al escuchar un diminuto ruidito de pena, casi como si la pequeña fuera a romper en lágrimas, pero Estela se contuvo hasta que el mayor la soltó.

—No pasa nada, ¿entendido? Todos podemos tener un día flojo. Estás aprendiendo mucho, y vas a mejorar aún más, ¿de acuerdo?

La niña asintió, aunque no parecía muy convencida. Cuando Álvaro la dejó de nuevo en el suelo, Estela se agarró una última vez a su cadera, y el chico no pudo contenerse de dejarle un beso en la frente.

—Vamos a hacer el descanso, ¿qué os parece? —Comentó mientras veía como Julieta le secaba una sola lagrimita a su amiga en su pupitre. —Creo que hoy estamos todos muy cansados, ¿no? Nos va a venir bien despejar la mente.

Álvaro dejó que todos los pequeños salieran al pasillo mientras él se sentaba en su silla, mental y físicamente agotado.

—Tiene miedo a equivocarse. —Escuchó, y no pudo evitar contener un jadeo del susto. Por muy horrible que sonara, durante la última media hora, Paul había sido tan silencioso que casi se había olvidado de que estaba ahí.

—¿Ehm?

—Estela. —Aclaró el otro. —Puede tocar con soltura. Tiene la técnica perfectamente adecuada a su nivel y no… No noto otra cosa que la esté paralizando, que el miedo que tiene a hacerlo mal. Necesita soltarse y… y coger más confianza en sí misma, supongo. Tú la animas y… eso es bueno. Pero no consigue mantener esa seguridad cuando se enfrenta a las teclas.

Álvaro le dejó seguir.

—Creo que hacer ejercicios de percusiones rápidas y probar a replicar ritmos con muy poco tiempo de respuesta le haría perder el miedo a fallar. Tiene que interiorizar su habilidad, dejar atrás la lógica para usar los dedos. A la hora de interpretar, la música no reside en la mente, está en el alma. Es lo que mueve el cuerpo. Si lo sobrepiensas… ahí es donde te equivocas.

 

El sevillano no pudo evitar considerarlo dos veces, repasando de memoria las últimas veces que Estela se había sentado a tocar. Paul tenía razón: la niña era pulcra y precisa, pero le faltaba dinamismo. Estela tocaba de memoria, no de corazón, pero al fin y al cabo Álvaro estaba ahí para enseñarles las bases antes de que pudieran dejarse llevar. Sin embargo, el granadino tenía un punto cuando señalaba su miedo al error, y era un punto importante que aprendiera a “llevar la música en la sangre” lo antes posible.

—Tienes… —Habló después de un largo silencio. —Tienes razón.

Paul asintió en silencio, visiblemente intentando contener la satisfacción al escuchar las palabras de Álvaro, quien no pudo evitar poner ligeramente los ojos en blanco. Si Paul realmente se había fijado en esto, ¿por qué no había intentado explicárselo antes o decírselo a la niña?

—Creo que deberías proponer ejercicios de percusión cuando vuelvan. Como algunos del otro día, digo. Pero asegurarte de que Estela use la inercia, y no lo piense mucho. Cuando lleve un rato soltándose, que vuelva a intentar la pieza de antes y… seguro que le sale mucho mejor.

Álvaro dio una suave palmada en la mesa, sumamente decidido.

—Tienes razón. —Repitió. —No lo había visto así, pero creo que deberíamos intentarlo. Y, ¿sabes qué?

—¿Qué?

—Se lo vas a enseñar tú.

—¡Muy bien! —Exclamó Álvaro, alegremente.

Quedaban a duras penas veinticinco minutos de clase y creía firmemente que iba a desfallecer, puesto que llevaban un buen rato jugando a la versión en español de la canción “head, shoulders, knees and toes” y los niños tenían, definitivamente, mucho más aguante que él. Sin embargo, enseguida le ofreció a Bruno chocar los cinco, ya que era el que definitivamente estaba manteniendo mejor el ritmo.

—Uf… —Jadeó mientras se acababa la canción. Agotado, se tiró al suelo en el medio de la clase, arrancándole una risa a la mayoría de niños, e incluso haciendo que algunos, como Lila, lo imitaran. —No puedo más… ¿Cómo tenéis tanta energía? Yo creo que me voy a echar una siesta aquí mismo…

Estela, por su lado, no parecía acabar de integrarse del todo. Ninguno de los juegos que habían estado haciendo parecía estar ayudándola realmente y, a decir verdad, Paul no había sido de gran ayuda tampoco, al prácticamente haberse negado a intervenir. Frustrada, la niña se sentó en el suelo tan pronto como se acabó la música, cruzándose de brazos con un puchero.

—Estela, mi amor, no pasa nada… —Suspiró entonces, aún falto de aire. —No tienes por qué ponerte triste. Lo que no salga hoy, saldrá en la próxima clase. ¿Por qué no les dices a papá y mamá que practiquen contigo?

La mueca de la niña se ensanchó.

—No van a querer.

—Bueno, podemos preguntarles. —Se incorporó. —Y si no, nosotros siempre vamos a estar aquí para que podamos practicar todos juntos, ¿a qué sí?

Los demás niños dieron su aprobación a coro, pero la pequeña Estela no parecía nada convencida, claramente a punto de romper a llorar. Álvaro entendía el porqué: probablemente se había puesto progresivamente nerviosa, al ver que las cosas no le salían, la frustración le había ido aumentando y haciéndole todo más difícil.

Álvaro se levantó del todo al ver que clarísimamente que la niña iba a romper en llanto preparado para ir a consolarla, aunque se notó desfallecer al ver como la pobre intentaba aguantarse de todas formas posibles.

Mi pequeña… pensó, sintiéndose inútil. Por nada del mundo quería que los niños se sintieran mal en sus clases: los niños tenían que aprender a gestionar la frustración y el error, pero para él era muy importante que entendieran que eso no era algo malo, que no debían sentirse menos por no aprender algo a la primera pero, ante todo, que no iban a ser despreciados por ello. Que Estela se enfadara consigo misma, era el verdadero fracaso, y no de la niña, sino suyo.

—Estela.

La niña se congeló.

—Ven aquí.

Álvaro se giró al ver a Paul de pie, con una mano extendida hacia adelante, indicándole a la niña vagamente que se acercara. La pequeña miró a Álvaro, como preguntando si debía obedecer y, confundido, el sevillano asintió brevemente, algo temeroso de lo que estaba a punto de pasar.

—Hola. —Murmuró Paul.

—H-Hola. —Contestó la niña, evidentemente dubitativa, dejando ir un ruidito en un intento de aguantar un sollozo.

Paul titubeó.

—No llores. —Dijo, y pese a su entonación seria, Álvaro identificó el tono más dulce que le había escuchado a Paul hasta la fecha.

La niña no digo nada.

—Vamos a probar una cosa, ¿te parece?

Estela asintió, pero enseguida se dio cuenta de que Paul, por motivos obvios, no podía saberlo.

—Sí.

—Muy bien. —Aceptó. —¿Dónde está tu mesa?

La niña se acercó a su pupitre, sentándose, y Paul siguió el ruido de sus pasos hasta poder arrodillarse a su lado, no sin cierta dificultad.

—Tienes que seguirme, ¿entendido?

—Vale.

Paul dio dos golpes sobre la mesa, luego una palmada.

Estela se quedó quieta.

—Vamos. —La animó el mayor.

Ella lo imitó.

—Muy bien.

Repitió lo mismo y, esta vez, sin esperar sus órdenes, Estela lo imitó.

—Lo podéis hacer todos a la vez. —Explicó a la clase.

Paul repitió lo mismo una y otra vez, imitando ligeramente el ritmo de la canción “We Will Rock You” de Queen, hasta que Estela empezó a seguirlo con seguridad. Cuando todos los niños se habían confiado, el granadino cambio el ritmo, pillándolos a todos por sorpresa. Bruno, Adrián y Lila lo siguieron sin problema, pero Leo, Julieta, y Estela se quedaron momentáneamente quietos.

El mayor repitió el nuevo ritmo, y los dos primeros enseguida captaron la nueva secuencia. Estela, sin embargo, no parecía querer arriesgarse, y se quedó a la espera de que Paul lo repitiera otra vez.

—Inténtalo. —Animó el profe.

La niña se quedó parada.

—No lo pienses.

Estela imitó lo que ella creía haber oído, que no era exactamente lo que Paul había hecho, pero se asemejaba bastante.

—No. —Sentenció el hombre.

—Paul. —Intervino Álvaro, quien se había quedado prendado hasta el momento.

—Pero casi. —Añadió Paul a toda prisa. —Repito, no lo pienses. Solo sigue el ritmo.

Paul lo repitió una vez más y Estela se apresuró a imitarlo, esta vez consiguiéndolo a la perfección.

—Vale. —Pareció pensárselo. —Muy bien. Ahora sí.

El granadino optó por un nuevo ritmo, esta vez más complicado y más rápido, y por primera vez Álvaro pudo ver una diminuta sonrisa asomar por la cara de la niña al conseguir replicar la secuencia a la primera y casi de forma inmediata. Paul los felicitó a todos, y volvió a empezar, inventando nuevos ritmos y añadiendo pasos nuevos con una facilidad que, por un momento, Álvaro empezó a creer que Paul quizás había estudiado batería en vez de piano. Cuando la clase empezaba a parecer una estampida de animales de la sabana, el chico pareció darse por satisfecho.

—Suficiente. —Les explicó, severo pero no agresivo, y los niños se quedaron quietos de inmediato, como si fueran miembros del ejército.

Paul se llevó una mano a la muñeca, y Ávaro asumió que estaba mirando la hora. Apenas quedaban diez minutos, y él, como siempre, tenía pensado usar los últimos cinco para poder hacer la relajación.

—¿Puedo? —Preguntó el chico muy bajito.

Álvaro se sorprendió, sin entender muy bien a que se refería.

—Vale.

—Estela, ven conmigo un momento. —Pidió con una suavidad sorprendente. Lentamente, se acercó con su bastón al piano y se sentó sobre el banquito del instrumento, haciendo un gesto para que la niña se sentara a su lado.

La pequeña lo miró expectante, sin saber muy bien que iba a hacer el mayor.

—Lo mismo, ¿vale? Quiero que me imites. No lo pienses. Solo hazlo mismo que yo.

Al no obtener respuesta, Paul añadió.

—Sé que puedes hacerlo.

Sin decir nada más, el mayor tocó la melodía que habían estado intentando practicar anteriormente. Años de práctica y un talento innato hacían que todo lo que Paul interpretara sonara tal y como el dulce cantar de un pájaro, aunque se tratara de una cancioncilla infantil.

La niña lo imitó, aunque no sin cierto vacile.

—Otra vez. —Insistió el mayor, tocando solo las primeras notas.

Estela obedeció, tocando solo el trozo que Paul había hecho, pero mucho más segura.

—Otra. —Habló mientras tocaba un pedacito ligeramente más largo.

Álvaro frunció el ceño al ver a Estela hacer el mismo gesto: la niña estaba evidentemente cansada, puesto que había sido un día largo para ella, pero ciertamente sonaba mucho mejor que antes. Paul se lo hizo repetir una y otra y otra vez más, jugando con las diferentes partes de la canción, antes de que el sevillano estuviera a punto de intervenir.

—Una última vez más. —Dijo Paul, antes de tocar la melodía completa.

Esta vez sí, Estela lo imitó casi con la misma gracia, sin el miedo que había caracterizado sus intentos anteriores. Parecía decidida, casi algo enfadada. Con el mundo y, lo más seguro, especialmente con Paul. La diferencia, sin embargo, era claramente evidente y, por primera vez desde que lo había conocido, Álvaro vio a al granadino esbozar una sonrisa, una de verdad.

—Muy bien. —Concluyó Paul. —Esto está mucho mejor, Estela. Felicidades.

La niña relajó la expresión, adoptando una casi de sorpresa, sobre todo cuando vio a Paul levantar una mano tímidamente, con una expresión esperanzada, pero llena de duda.

—Chócala. —Susurró. —Lo has hecho muy bien.

Estela estalló en una sonrisa, chocando la mano del chico decididamente para tirarse sobre él sin pensárselo dos veces, dándole un abrazo al que Paul a duras penas respondió cuando se vio encerrado en sus diminutos bracitos.

—Estela, cuidado. —Intercedió Álvaro dulcemente, al darse cuenta de que Paul claramente no sabía como responder. La niña a menudo era la más calmada y reflexiva de todos, la menos propensa a actuar de sopetón, por lo que pudo asumir que realmente estaba muy emocionada. Ella obedeció, separándose y yendo a sentarse al lado de Julieta con una amplia sonrisa, mientras Álvaro tomaba el relevo frente al piano, preparado para la nana del final de la clase.

Álvaro se sentó al lado de Paul con una amplia sonrisa llena de satisfacción y un inexplicable calor en el pecho. El otro profesor tenía la cabeza inclinada hacia su regazo, jugando con las manos en silencio, aparentemente sin saber muy bien que hacer.

—Muy bien. —Soltó sin pensárselo dos veces, apretando el hombro alegremente, notando un cosquilleo cuando Paul no pudo evitar llevarse la mano ahí donde había estado la suya apenas segundos antes. Iba a soltar una pequeña mentira, pero no se arrepentía de ello. —Sabía que podías hacerlo.

Chapter 4: Tercera Semana

Notes:

Disfrutad mis polluelas.

The party ended an hour ago and they are still here!

(See the end of the chapter for more notes.)

Chapter Text

Tercera semana. Miércoles, 13 de noviembre.

—Eso ha sido casi perfecto. —Animó Paul, intentando esbozar una sonrisa.

Leo no respondió, como siempre, pero el mayor optó por querer pensar que al niño le había hecho ilusión escucharlo.

—Recuerda aflojar las muñecas. —Le explicó al niño, levantando los brazos y exagerando el movimiento de sus manos, como si dirigiera una orquesta. —Así. Tienes que controlar el movimiento, sí, pero sin forzar tu cuerpo a que esté rígido.

—Vale. —Murmuró el niño, a duras penas audible.

Álvaro llevaba un rato repasando teoría musical con los otros niños, mientras Paul les hacía salir uno por uno al instrumento, para repasar individualmente. La ventaja de ser dos era que, si se ponían bien de acuerdo, podían dividir las actividades por dos y practicar varias cosas a la vez.

Leo se levantó para ir con el resto del grupo sin decir ni una palabra más, dejando a Paul ligeramente decepcionado. La mayoría de niños aún no se habían acostumbrado del todo a su presencia, pero después del éxito con Estela la semana pasada, estaba cada vez más dispuesto a seguir intentándolo y había descubierto rápidamente que Leo iba a ser el hueso más duro de roer.

Paul esperó en silencio a que el siguiente pequeño se acercara, y se sorprendió al escuchar dos pares de pasos viniendo hacia él.

—Hola. —Saludó.

—Hola. —Respondieron dos vocecitas a coro. Estela y Julieta. —Toma, —Añadió la primera. —Para ti.

Paul no pudo contener cierto grado de sorpresa, desconcertado por la timidez en la voz de las pequeñas. El mayor extendió el brazo, igual de cortado que ellas, hacia adelante, y notó como dos manitas diminutas le dejaban en la suya lo que al tacto parecía una bola de papel.

—Oh.

Analizándolo mejor y con mucho cuidado para no estropearlo, Paul dedujo que se debía tratar de algún tipo de recorte, cuya forma no era realmente capaz de identificar del todo. Tardó poco en notar el peso de dos miradas sobre él: era curioso como era una habilidad que nunca perdería del todo, la de sentir cuando alguien lo estaba mirando. Era capaz de palpar la expectación en el ambiente, así que enseguida esbozó una amplia sonrisa hacia las niñas.

—Te íbamos a hacer un dibujo. —Explicó Julieta. —Pero como no puedes ver, lo hemos recortado para que lo puedas tocar.

—¿De verdad? —Soltó, muy sorprendido. Palpó la figura por todos los lados, pero era irregular y demasiado delgada como para sacar una forma en claro. —¡Vaya! Muchas gracias… Es un… —Titubeó. —Precioso.

Cómo un ángel, Álvaro acudió en su rescate, acercándose a él y a las niñas con rapidez.

—¡Wow! —Soltó con mucha teatralidad. —¿Lo habéis hecho vosotras? Es el copo de nieve más bonito que he visto nunca.

—¡Es maravilloso! —Se añadió Paul, consternado. No sabía muy bien que decir. —¿Lo habéis hecho en el cole?

—Sí. —Explicó Estela. —Tienes que doblar el papel para que quede igual por todos los lados.

Álvaro pareció agacharse a la altura de las niñas.

—Os ha quedado genial, chicas. Seguro que Paul se lo guarda para siempre, ¿a qué sí?

Paul carraspeó, agradeciendo la ayuda.

—Por supuesto. —Afirmó. —Me lo voy a guardar en el despacho. Como aquí casi nunca nieva, me lo voy a dejar bien cerquita para poder tocarlo y acordarme de lo bonita que es la nieve cuando cae. ¿Qué os parece?

—No estará frío. —Observó Estela con cierta decepción.

Paul no pudo evitar reírse un pelín ante la lógica de la niña.

—No. —Le concedió. —Pero mejor para mí, así no me dolerán las manos al tocarlo. No se deshará tampoco, y durará para siempre conmigo en la oficina. ¿No mola eso mucho más?

El argumento pareció convencer a la niña, que hizo un ruidito alegre.

—Muchas gracias. Me gusta un montón. —Repitió, y las pequeñas se dieron por satisfechas. Agradeció hasta cierto punto que esta vez no hubiera abrazos repentinos ni sustos inesperados, pero aun así no pudo evitar sentir como el corazón le vibraba dentro del pecho de todas formas, casi igual que como si lo hubieran asustado.

Quizás no exactamente igual.

Álvaro masculló entre dientes algo sobre la hora, como si estuviera replanteando si hacer el descanso ahora o después, argumentando que era demasiado pronto, pero confesando tener hambre y ganas de comerse él la merienda. Paul no contestó: todavía estaba distraído con su nuevo copo de nieve, feliz como uno de sus pequeños alumnos cuando Álvaro les dejaba empujar la varilla del metrónomo. A veces eran tan fáciles de distraer…

—A ver… —Preguntó una vocecita. Lila se inclinó curiosa sobre él, probablemente mirando el papel. Paul se lo acercó con cuidado. —Oh… —Admiró la niña, con verdadero asombro. —Qué bonito…

Se giró hacia su compañero dispuesto a pedirle si podía alcanzarle su libreta. A fin de cuentas, no había mentido: pensaba guardar el recorte en el despacho. Aunque no lo viera, le gustaría saber en el futuro que el copo de nieve estaba ahí como recuerdo de las niñas y de esta experiencia tan bizarra que le estaba tocando vivir. Quería que aquello en lo que las pequeñas habían puesto tanto esfuerzo llegara sano y salvo a su escritorio para poder ponerlo a buen recaudo, así que lo mejor sería guardarlo planos entre las hojas de su cuaderno.

El ruido de la puerta, sin embargo, lo dejó con la palabra en la boca.

—Álvaro. —Cortó una voz de adulto.

Paul lo reconoció al instante y, en un acto reflejo, dejó el recorte sobre el piano y se puso de pie.

—¿Te suena donde se puede haber quedado el mando del proyector del aula magna? Ya sabes, el que tiene el puntero láser y eso… No aparece por ningún lado.

Sobresaltada por la interrupción brusca, Lila dejó ir un suave ruidito de sorpresa. Inmediatamente, Paul buscó la mano de la niña, tirando de ella hacia él y pegándola a su cuerpo, indicándole con un gesto que se quedara en silencio.

—No, señor Guix. —Negó Álvaro, con voz tan grácil como siempre. —Mi clase es muy… tradicional. No creo que las pantallas les hagan mucho bien a estas cabecitas. —Con una suave risa, Álvaro pareció girarse hacia los niños. Paul notaba cientos de miradas encima, por lo que intuyó que más de uno se había distraído con él. —¿Quién os ha criado, peques? Se dice ‘hola señor Guix, buenas tardes’.

Todos y cada uno de los pequeños lo imitaron, a excepción de Lila, quien aún estaba enganchada a Paul mientras él aferraba su mano. Nadie pareció reparar en ello, o al menos nadie hizo gala de ello.

—Ya va bien, ya… —Suspiró el profesor Guix. —Yo tampoco creo que eso sea bueno para los críos, pero esta tarde me ha tocado repasarles teoría musical básica a unos cazurros de catorce años que parece que no entienden nada si no está en una pantalla táctil, así que es lo que hay… En fin, seguiré mirando a ver si aquí el señor Bona se lo ha vuelto a llevar sin preguntar…

Auch. —Paul escuchó entonces, y el pequeño sobresalto le hizo darse cuenta de que había estado conteniendo la respiración. Lila le dio dos golpecitos en la pierna. —Paul, me haces daño.

Tan rápido como pudo, Paul la soltó casi como activado por un muelle. No se había dado cuenta de que la estaba sujetando tan fuerte.

—L-Lo siento. —Farfulló, casi falto de aire.

Cerró los ojos, buscando refugiarse en un lugar lejano.

Suárez.

Paul dio un bote.

—¿Sí?

—Hombre, ¿no dices nada? —Reclamó el hombre. —Va a ser que vas a ser tú al que no le han enseñado modales, ni me había dado cuenta de que estabas aquí. ¿Qué haces con…? Noemí te ha metido en esto, ¿me equivoco?

—No, señor Guix.

—Manu para ti. —Concedió con voz jovial. —Se te echa de menos, ¿sabes Paul? De cuando los estudiantes aquí valían la pena… Tú sí que eras un modelo a seguir. Alguien con talento que estaba dispuesto a aprender.

—Gracias, se… —Paul se quedó en silencio.

—Nos veremos, Paul. —El hombre no se había movido de la puerta, así que tan solo la cerró ligeramente de nuevo. —Espero que en un ambiente un tanto más… serio.

El hombre desapareció tal y como había llegado, y Paul sintió como le fallaban las piernas y se dejó caer de nuevo sobre el banquillo del piano, tragando saliva. Distraído, se llevó el índice izquierdo a repasar el dorso de la mano derecha, ahí donde una cicatriz repasaba el contorno de la base de su dedo pulgar.

—Descanso. —Sentencio Álvaro seriamente, ahora plenamente convencido. —Vamos a hacer el descanso. Tengo mucha, mucha hambre… —Explicó. —¿Quién quiere jugar a una partida al pica pared?

Emocionados, la mayoría de niños salieron al pasillo, pero Paul pudo notar la presencia de Lila a su lado más de lo normal, como si la niña vacilara en sí alejarse o no de él. Finalmente, mientras Álvaro y los demás se alejaban, la niña echó a correr en su dirección, dejando a Paul solo en esa sala una vez más.

—Leo, ¿tienes sueño, mi amor? —Habló Álvaro con toda la dulzura del mundo. El pequeño debió asentir porque el mayor dejó ir una risilla, y se escuchó el sonido de un suave beso, probablemente sobre la frente del niño. —Está bien, peque. Hoy el día se ha acabado al fin. Ahora vamos a relajarnos, y nos vamos a ir todos a casa, ¿qué te parece?

Leo no contestó, o al menos no de forma audible.

Álvaro lo debió coger en brazos, por el cambio en el ruido de sus pisadas, y se paseó por la sala con dificultad mientras parecía evaluar la situación sutilmente. Todos estaban recogiendo, incluido Paul, quien después del descanso había dedicado unos segundos a sentarse aparte con su libreta y apuntado un par de cosas.

—¿Por qué haces puntitos? —Le preguntó Lila, quien no había dejado de estar interesada en los quehaceres de Paul cuando este se encerraba en sí mismo.

—Porque no veo. —Le respondió algo seco, arrepintiéndose casi de inmediato.

—Ya. —Contestó ella, como si fuera obvio. —¿Por qué puntitos?

—Porque así tienen textura y los puedo tocar para leer.

—Ala. —Añadió. —Qué guay. ¿Puedo tocar?

El mayor asintió ofreciéndole la libreta para que pudiera pasar el dedo. Notó la leve presión de sus manitas contra el papel, dejándole explorar.

—Están raspositos. —Sentenció la pequeña, como si hubiera hecho un gran descubrimiento científico.

—Sí, están raspositos. —Concedió Paul, sin poder contener la primera sonrisa en un buen rato.

—Lila, ven a recoger tus cosas, y siéntate que vamos a descansar cinco minutitos antes de irnos a casa. —Reclamó Álvaro, a lo que la niña hizo un sonoro ruido de descontento. —Sin poner caras… —La regañó. —No es bonito hacerle muecas a la gente.

—Hazle caso. —Le recordó Paul con voz severa, y la niña se alejó con pasos pesados. El granadino se entretuvo con una última cosa antes de recoger él sus propias materiales y girarse en la dirección en la cual creía que debía estar Álvaro. —¿Están todos casi listos?

—Sí. —Suspiró el chico. Sonaba cansado y fatigado por el esfuerzo. —Vamos Leo, abajo contigo, peque. Me voy a sentar al piano un ratito si me dejas. —El pequeño debió de negarse o de hacer algún tipo de mueca de descontento, porque Álvaro dejó ir un jadeo de agobio. —Venga, mi amor… —Insistió. —Hay que descansar.

Una vez más no hubo respuesta, pero Álvaro no se rindió.

—Si no puedo sentarme al piano, no hay canción de relax hoy. —Le explicó. No sonaba enfadado, sino más bien compasivo. Desesperado. —¿Qué pasa hoy? —Añadió en un susurro, sentándose en una de las sillas de tamaño normal que estaba cerca del piano. Hablaba muy bajito, para que los demás no pudieran escucharle, pero Paul tenía un oído muy agudo. —¿Por qué no quieres que Álvaro te suelte?

El niño no hizo ningún tipo de ruido, pero su respiración se volvió pesada. Paul asumió que estaba enganchado al otro profesor, quien probablemente lo estaba acunando.

—¿Álvaro…? —Preguntó Paul en un murmuro.

—No sé… —Jadeó el sevillano, verdaderamente nervioso.

Paul carraspeó en voz alta, probablemente ganándose la atención de todos los presentes.

—Bueno. —Dijo, sin saber muy bien por donde proceder. Dejó que su dedo resbalara por todo el teclado, haciendo un ruido estridente. Muchos de los niños se rieron. —Esta vez voy a tocaros yo algo.

Julieta y Adrián dejaron ir ruiditos de asombro.

—Poned… bueno, me refiero. Podéis poner la cabecita… así, digo. —Explicó, imitando incómodamente el gesto de apoyarse sobre la mesa. —Y eso… como siempre. Os voy a tocar una nana que me cantaba mi madre cuando yo era pequeñito, pequeñito como vosotros.

Lo cierto era que Álvaro nunca hacía presentaciones de sus melodías al final de la clase, pero a Paul le pareció lo propio. Una parte de su mente aún estaba con él y con el pequeño Leo cuando empezó a tocar, intentando dejarse llevar por la canción. Sus padres eran dos amantes empedernidos de la música, quienes habían recibido con alegría que su pequeño tuviera un talento especial para ello, y él había crecido rodeado de todo tipo de influencias en el mundo de ese arte. Uno de sus momentos favoritos durante toda la infancia, sin embargo, siempre había sido cuando su madre le cantaba a él y a sus hermanas una pequeña canción antes de mandarlos a dormir. Según ella le había dicho, antes de poder hablar, él ya intentaba tararear las melodías que ella les cantaba intentando imitarla.

No podía saber si su canción estaba surtiendo el mismo efecto que las que su madre entonaba cuando él era pequeño, pero rápidamente las suaves respiraciones de los niños se suavizaron hasta que en el aula tan solo se podía respirar una paz absoluta.

Cuando la canción llegó a su fin, Paul dejó unos minutos de silencio antes de notar a Álvaro dar un pequeño respingo, a lo que no pudo evitar hacer una mueca traviesa.

—¿Te habías dormido?

—Estaba descansando la vista. —Se quejó el sevillano.

—Mira tú qué suerte… a mí no me suele hacer falta.

—Ja, ja… —Soltó Álvaro, aparentemente nada convencido con la broma, aunque en el fondo Paul pudo notar que le había hecho gracia. —Vale, vamos a intentarlo de nuevo.

Álvaro se centró en intentar poner a Leo en pie, buscando que esta vez el pequeño quisiera soltarse de él mientras Paul se levantaba del banquillo y se acercaba a los niños, aun guardando ciertas distancias.

—Vamos. —Animó. —Arriba todo el mundo, que hay que hacer fila para irnos a casa.

—Que chuli la canción Paul. —Murmuró Julieta alegremente, después de un sonoro bostezo.

—Me alegro. —Esbozó una sonrisa en su dirección.

—¿Vas a tocar más?

—El próximo día quizás.

El granadino repasó uno por uno, preguntándoles si se habían puesto las chaquetas y cogido la mochila. Era de menor ayuda echándoles una mano con esas cosas, puesto que tenía mucha menos practica que su compañero y se le dificultaba el no poder ver que hacían.

Cuando ya estaban casi listos, el chico se acercó suavemente a Lila, tendiéndole un pedazo papel con un pequeño relieve en el centro.

—Puntitos. —Dijo la niña.

—Sí. —Aceptó. —¿Sabes que pone?

Ella negó.

—Tu nombre. En braille.

—Braille. —Repitió la niña. Era una palabra nueva y compleja para alguien como ella.

—Los puntitos se llaman así.

La niña tomó el papel, soltando un ruidito alegre.

—¡Qué guay! —Gritó, pero una mueca de Paul hizo que bajara el tono. —Muchas gracias.

—No hay de qué. —Dijo sin más, aunque no pudo evitar encogerse cuando la niña se abrazó a su pierna. —Vamos, hay que irse.

Tercera semana. Viernes, 15 de noviembre.

Álvaro no tenía para nada claro que esto fuera a ser una buena idea, pero todos y cada uno de los niños aprecian haberse puesto de acuerdo para ello hasta tal punto en el que no se había visto con otra opción que aceptar el cometido a la causa, asombrado por la mera dedicación a ello.

—No creo que vaya a colar. —Le explicó a Lila, quien lo estaba empujando dentro de un armario destinado a que el profe de turno guardara sus pertenencias.

La niña era demasiado pequeña para pillar la ironía del asunto, pero probablemente algún día se acordaría de ello y se echaría una que otra risa.

—Shhh. —Insistió ella, antes de alejarse y tomar refugio bajo el piano.

Todos los demás ya estaban escondidos: Adrián se había escondido entre una pila de chaquetas, Bruno y Julieta bajo el escritorio, Estela se había hecho una bola detrás de una de las cortinas de la ventana, y Leo había vacilado un pelín antes de meterse en un cajón vacío donde antes se guardaban tambores.

Le parecía un poco cruel que por llegar tarde una sola vez en todo el tiempo, Paul estuviera ya a punto de comerse una trastada, pero no podía evitar reconocer que los niños habían sido francamente convincentes con sus argumentos. En el fondo, además, sabía que el hecho de que los niños estuvieran decididos a hacerle una broma, era señal de que estaban entrando en confianza con él.

—¿Sabéis que no ve nada, verdad? —Aclaró. —En plan, podríamos simplemente quedarnos muy quietos en el sitio sin hacer ruido y no se daría cuenta…

—Pero hay que esconderse para dar un susto. —Le recordó Lila, como si fuera una obviedad.

—Vale, vale… —Suspiró el mayor, aceptando el argumento. —Solo decía…

—¡Shhh!

Julieta hizo un sonido de terror.

—¡Ya viene! —Exclamó en un susurro.

—¡Escondeos! —Dijo Adrián.

Álvaro obedeció, cerrando ligeramente la puerta del armario, dejando una ligera rendija por la que espiar.

A diferencia de lo que todos pensaban, Paul tardó más en llegar de lo esperado. Parecía agobiado, probablemente por llegar tarde, pero no se atrevía a moverse bruscamente por la clase, acostumbrado ya a la idea de que los niños podían estar por en medio.

—Hola. —Dijo al aire. —Perdón por llegar tarde. El metro se ha… Normalmente, estoy en la escuela, pero he venido de casa y… el metro estaba a reventar. Lo siento mucho.

Álvaro se sorprendió al ver como ninguno de los niños movía ni un solo músculo, dándole la bienvenida a Paul con el más absoluto silencio.

El granadino parecía muy desconcertado.

—¿Hola?

Ciertamente, Álvaro se sentía algo culpable. Un sentimiento de vergüenza le invadió al darse cuenta de que lo estaba observando sin que él lo supiera, y sin quererlo el sevillano se sonrojó.

Él, a diferencia de su compañero, no era ciego: Paul era un hombre guapo, de eso no cabía duda. Álvaro había estimado que debían tener la misma edad, y el chico tenía un porte similar al suyo, alto y esbelto, con un toque algo más desgarbado. Su cara era… Álvaro no sabía lo que era, pero había algo en ella que hacía que no pudiera dejar de mirarla. Tenía unos rasgos sinuosos y unos ojos profundos y oscuros, a juego con el pelo corto y una barba sorprendentemente pulida. Vestía siempre en tonos oscuros, como si le diera cierto miedo arriesgarse a jugar con el color, pero el talle y la forma de la ropa a menudo le dotaban de una figura elegante y a la vez moderna.

Álvaro suspiró avergonzado, intentando pensar en otra cosa, pero enseguida le llamó la atención la reacción de Paul, quien parecía totalmente sacado de sus casillas.

—¿Hola? —Repitió.

Al no obtener respuesta, salió al pasillo un instante, como si buscara rehacer sus pasos hasta allí.

—¿Me habré equivocado de clase…? —Masculló, y se palpó el reloj de la muñeca.

—¿Á-Álvaro? —Exclamó en voz alta.

Ciertamente, su nombre sonaba bien en los labios del chico.

Paul se paseó por el aula, pasando peligrosamente cerca de Lila, y acercándose al escritorio donde estaban Bruno y Julieta. Todos estaban conteniendo la respiración, temerosos ante la idea de que el otro profe pudiera encontrarlos antes de tiempo.

Parecía desconcertado, y tan pronto como lucía confundido, también lo hacía mucho más joven. Paul le pareció pequeño y perdido por un breve momento, y Álvaro se sintió horrible enseguida por jugar con el chico. Pero Paul era un adulto, uno por quien Álvaro rezaba para que tuviera sentido del humor.

Lleno de anticipación, Álvaro salió parcialmente del armario, suavemente sacando una mano mostrando tres dedos.

Tres… señalizó.

Enseguida bajo uno.

Dos…

No quería hacer esperar.

Uno.

Con una sincronización digna de un equipo, los seis niños y él salieron a la vez de sus escondites, abalanzándose fuera al sonoro grito de “¡bú!”, paralizando el tiempo por un solo instante en un enorme estruendo. Paul gritó del susto, encogiéndose y quedándose congelado en el sitio casi de inmediato, llevándose una mano al corazón.

—¡Sorpresa! —Gritó Adrián.

—No es su cumpleaños… —Observó Bruno, pero la mayoría de niños ya coreaban gritando “sorpresa, sorpresa” dando botes por todo el aula.

—Te hemos dado un susto, Paul. —Explicó Julieta. —¿Te has asustado?

—¿No nos habías escuchado? —Añadió Lila.

—No sabías donde estábamos, ¿a qué no? —Se metió Bruno. —Julieta y yo estábamos debajo de la mesa, ¿a que no nos encontrabas?

Paul estaba parado en mitad del aula, aún encogido y con un gesto aterrorizado en la mirada, girando la cabeza de un lado al otro como si intentara analizar lo que acababa de pasar. Leo fue el primero en considerar que algo no iba bien, acercándose a Álvaro para abrazarse a su pierna.

—¿Paul? —Preguntó el mayor al fin, con un leve temblor en la voz. —¿Todo bien?

El granadino no respondió, quedándose en silencio ante todo el barullo, llevándose una mano a la cara, frotándose las mejillas. Los demás niños no tardaron en darse cuenta de que Paul no reaccionaba, preocupándose enseguida por él.

—¿Paul? —Insistió Lila. —¿Profe Paul?

Estela pareció querer acercarse dubitativamente, pero enseguida debió pensárselo mejor, quedándose quieta.

—Oye, perdona, —Habló Álvaro. —Siento mucho haber… Ha sido cosa mía, no debería haber dicho que sí, solo queríamos hacerte la gracia, no queríamos…

—Lo siento. —Se disculpó Adrián en voz alta, mientras todos los pequeños murmuraban sus disculpas.

Entonces, Álvaro lo vio, el cómo los hombros le temblaban al chico, casi como si estuviera llorando o…

El granadino soltó una carcajada en voz alta.

Riendo.

Paul se estaba riendo.

Álvaro enseguida se notó esbozar una sonrisa: era la primera vez que lo oía reírse de verdad, y ciertamente Paul tenía una risa preciosa, de las más dulces y vivas que el sevillano había escuchado jamás. Poco a poco, el chico relajó los hombros, volviendo a dejar la punta del bastón en el suelo, deshaciendo el gesto encogido mientras se seguía riendo. Los niños no tardaron en empezar a reírse con él, pasado el susto, y Álvaro realmente pudo volver a respirar en paz.

—¡Me habéis asustado! —Exclamó. Con mucho cuidado, el hombre se agachó hasta apoyar una rodilla en el suelo, poniéndose a la altura de los niños. Hizo un puchero falso. —¡Me he asustado mucho!

Lila se acercó tentativamente a él, riendo.

—¿Te ha gustado la sorpresa?

—Hmm… no sé. —Murmuró el chico rascándose la barbilla. —Me ha dado mucho miedo.

—¿Tienes miedo? —Inquirió la niña. —¿Quieres un abrazo?

Paul no tuvo tiempo a contestar, ni Álvaro a reaccionar y frenar aquello antes de que cinco niños se tiraran sobre el otro profe en un abrazo que fue más un placaje digno de rugby, tirando al mayor al suelo de un solo golpe. El granadino se debatió en intentar mantener cierto equilibrio, pero tantos pares de bracitos lo desarmaron enseguida, y finalmente optó por dejar el bastón aparte y pasar sus propios brazos por encima de los niños que se le habían tirado al cuello.

—Vale… ay, cuidado, cuidado… —Se quejó, pero aún se estaba riendo. Lila se había agarrado a sus hombros, mientras que Bruno y Adrián lo tenían inmovilizado a la altura de la cadera, sentados sobre él, y Julieta y Estela, mucho más consideradas, se habían quedado de pie a su lado abrazándolo cada una de un lado. Tentativo, Leo se separó de Álvaro acercándose él también y sentándose al lado de sus amigos, dándole unas palmaditas al mayor en la pierna. —Vale, ya no estoy asustado… muchas gracias a todos.

El sevillano no pudo evitar reírse, considerando seriamente unirse al abrazo.

—¡Álvaro! —Gritó Paul, falto de aire. —¡Ayuda!

El chico se dio por aludido, acercándose a desenterrar a Paul de la montaña de niños que tenía encima. Le sorprendió mucho ver como realmente el chico les estaba devolviendo el abrazo esta vez, pero no tuvo tiempo de pararse a apreciar la imagen antes de poder ver como Paul se estaba quedando casi sin aire y necesitaba asistencia urgente.

—Vale, peques, liberadlo. —Exigió. —Cuidado, que vais a matar al pobre Paul, si no lo dejáis tieso del susto, será de asfixia.

Los niños a duras penas entendían sus palabras, pero se dejaron levantar por Álvaro sin dudarlo, volviendo a corretear por la sala mientras él le tendía su bastón y una mano extra a Paul para ayudarlo a levantarse.

—Considérate bienvenido de una vez por todas.

Álvaro apartó el móvil, ignorando el último mensaje que había recibido.

—¿Lo tienes todo? —Preguntó Álvaro alegremente.

Los niños se habían ido todos a casa ya, y a ambos profesores solo les quedaba cerrar la clase después de un día agotador y lleno de emociones. Álvaro no podía evitar sentir una calidez especial en el cuerpo, nacida por la reacción tan dulce que Paul había tenido a la sorpresa de los niños.

El granadino asintió, acercándose a la puerta y colocándose a su lado.

—Sí, estoy listo. —Confirmó mientras el otro cerraba la puerta.

El sevillano se mordió el labio replanteándose en silencio una tontería.

—Paul. —Habló al fin, después de recorrer casi todo el pasillo hacia la salida. —Estaba pensando… Has sido muy dulce con los niños esta semana, y lo de hoy ha sido muy tierno por tu parte. Te veo intentarlo y… me encanta, estoy muy feliz de ver como te estás integrando.

—Oh. —Murmuró el otro, francamente sorprendido.

—A lo que voy es… —Titubeó Álvaro. Esperaba con todas sus fuerzas que esto no sonara raro. —¿Me dejas invitarte a un café?

 

Notes:

¿me comentáis cosas bonitas?

Chapter 5: Cuarta Semana

Notes:

el kdramapolvorón me ha motivado a niveles insospechados os amo

(See the end of the chapter for more notes.)

Chapter Text

Cuarta semana. Miércoles, 20 de noviembre.

—¿Escuchaste el audio que te mandé?

Clink.

El granadino asintió, llevándose otra vez el tenedor a la boca.

—Me parece bien. —Contestó. Álvaro le había enviado un par de vídeos y resúmenes hablados de estos por mensaje el día anterior, después de haber intercambiado los números la semana pasada durante el café. —Creo que a todos les hace falta repasar un poco de coordinación, así que esos ejercicios estarían bien.

Clink.

Llevaban toda la semana, finde incluido, enviándose mensajes el uno al otro, pasándose ideas para sus clases conjuntas, y quejándose de todas las otras tareas extras que tenían pendientes. Álvaro era una persona sorprendentemente fácil para conversar, así que llevaban desde el café del viernes pasado hablando de trivialidades, conociéndose un poco más y con el sevillano enviándole algún que otro meme que luego le explicaba en un audio, como si fuese su lector de pantalla.

Clink.

—Creo que sobre todo Adrián necesita practicar sus cambios, ya sabes, a usar las dos manos propiamente.

Clink.

—¿Verdad? —Inquirió el mayor. —Pensé especialmente en él, pero creo que nunca va mal un repaso para todos.

Clink.

—¿Pero cuánto azúcar le has echado a eso? —Preguntó Paul al fin, haciendo un gesto vago hacia donde creía que estaba el café de Álvaro. —He escuchado la cuchara caer cinco veces.

—Bueno… Perdona Spider-Man. Tengo mucho sueño y se avecina una clase movidita por delante. Cada año pasa igual, cuanto más se acercan las vacaciones de Navidad, se van poniendo más nerviosos, así que me estoy preparando por adelantado. Tú deberías hacer lo mismo, ¿sabías?

Ambos profesores llevaban en el conservatorio desde primera hora de la mañana, con sus diferentes faenas, así que cuando Álvaro le propuso comer juntos antes de su clase de la tarde, se sintió tentado por la compañía.

—Aunque al paso que comes ni siquiera sé si llegaremos algún día a clase. Me parece muy bien que digieras la comida, pero es que he visto ancianitas de ochenta años y sin dientes comer más rápido que tú.

Paul se dio por aludido: por la mañana había decidido ser un adulto responsable y prepararse una ensalada para llevar, pero o bien era un cocinero horrible, o estaba destinado a comer a tener el paladar de un niño de cinco años para siempre.

—Ya voy, ya voy… —Rebufo, metiéndose una hoja de lechuga en la boca y haciendo una mueca de asco. Álvaro se le echó a reír en la cara. —Oye, con los nenes eres muy dulce, no me esperaba que fueras a ser tan malo conmigo.

—Eres un adulto crecidito, Pablo, no me das pena. —Paul sonrió. —Cómete tus verduras y hazlo rápido yo que tenemos que ir a trabajar.

—Oye, soy más mayor que tú. —Supuso. —Muéstrame un poco de respeto.

—Ah, ¿sí? —Álvaro comentó extrañado. —¿Cuándo es tu cumple?

—El catorce de diciembre. —Masticó un poco la ensalada antes de tragar con desagrado. —Eugh.

—¿De qué año?

—Del dos mil dos.

—Ah, te jodes. —Exclamó el sevillano, y Paul notó como una bola de papel, probablemente una servilleta arrugada, impactaba en su mano. —Soy más mayor que tú.

—¿Qué? —Hizo un puchero. —¿De cuándo?

—Cuatro de marzo. Piscis. Tú eres sagitario… encima de diciembre, qué horror…

—¡Oye! No se lo que eso significa, pero me ofende igualmente.

—Que eres un intenso. —Álvaro hizo un ruidito alegre. —¿Eres un intenso Paul?

El menor se encogió de hombros.

—No sé…

—Seguro que lo sabes… Y si no lo sabes es porque lo eres, es como lo de ser el primo gay de la familia.

Paul tosió.

—¿El qué? —Soltó una carcajada.

—Por estadística, si no tienes ningún primo o prima en la familia que sea LGBT… probablemente ese seas tú. —Álvaro se echó a reír. —Yo dije la típica de ‘pues yo creo que no tengo ningún primo que sea gay’ y, sorpresa, era yo. Tampoco era muy difícil de imaginar, ¿eh? No hicieron falta cálculos nucleares. Pero a partir de ahora ya lo sabes…

—¿Qué en toda familia de bien siempre tiene que haber una persona rarita y no heterosexual en la familia que se dedique a las artes escénicas? —Paul se rascó la ceja y se alzó mínimamente la manga del brazo izquierdo, donde llevaba una pulsera con tres cuentas, una rosa, una lila, y una azul. —Lo sé, Álvaro, creo que en el caso de mi familia ese también soy yo.

—Qué bonita. —Dijo el mayor dulcemente.

—Me la hizo mi hermana pequeña hace un siglo ya, —Explicó Paul, jugando con la cinta que a día de hoy ya era poco más que un hilo. No sabía si explicarle esta historia a Álvaro, pero el otro chico e inspiraba confianza suficiente parra ello. —Cuando la profe de teatro me pilló subido a horcajadas del chico que estaba haciendo de técnico de luces para la obra de fin de curso mientras él me metía la lengua hasta la garganta.

El sevillano dejó ir una risa increíblemente alegre, riéndose con él.

—Yo tocaba el piano en directo porque era una versión un tanto extraña de Grease y alguien tenía que acompañar la escena de Summer Nights y eso…

—Bueno, tú te estabas dando tú summer night por tu cuenta en cierto modo, chico, ni tan mal.

—Ay, no, calla, calla. —Notó como se le calentaban las mejillas, y se llevó una mano a la frente. —Fue incomodísimo. Era la primera vez que me liaba en serio con alguien y no… Nunca ha sido mucho lo mío. —Carraspeó. —Pero llevábamos dos meses haciéndonos ojitos de un lado al otro de la sala de actos y de repente, no sé, estábamos en ello y… creo que los dos estábamos tan concentrados en “hacerlo bien” —Hizo comillas con los dedos. —Que ninguno de los dos escuchamos a la profe llegar. Nos metieron un parte y… bueno, avisaron a nuestros padres. Colegio medio religioso y eso… Por suerte mis padres se lo tomaron bien y mi hermana… —Alzó el brazo. —Supongo que lo veía venir.

Álvaro suspiró.

—Lo siento. Eso podría haber acabado fatal, pero me alegro de que tengas un recuerdo medianamente gracioso de ello. Y la etapa adolescente de liarse a escondidas siempre es divertida. —El chico sorbió el café, cambiando de tema, volviendo a algo más profesional. —Entonces, volviendo a la clase de hoy. Si tu hoy repasas con Adrián, Bruno, y Lila, yo me puedo quedar el primer ratito con Leo, Estela y Julieta, y dividimos los que son más movidos con los más tranquis para que todos vayan a su ritmo. Creo que de pequeño me hacían hacer algo parecido, así que… ¿a ti no?

—Bueno, de pequeño hacía la mayoría de clases solo. —Confesó.

Álvaro soltó una risilla por lo bajo, pillando a Paul por sorpresa.

—¿Qué pasa?

—Nada, nada que me he acordado de una chorrada. —Dijo riéndose.

—Eh, no vale… —Se quejó el chico. —Yo te he contado cosas, ahora tú deberías contarme algo. Es educación básica y… bueno, todo eso.

—No, no es que… —Álvaro no podía parar de reírse, una risa nerviosa llena de timidez. —Ay, no sé si te va a hacer mucha gracia…

Paul no sabía si tenían la confianza como para insistir, pero a fin de cuentas Álvaro se estaba riendo, así que simplemente alzó una ceja.

—Que he dicho lo de las clases de cuando era pequeño y eso y… me he acordado de que te había visto en la tele.

Paul se sonrojó hasta la raíz del pelo.

Eso parecía haber sido eones atrás, tanto, que a duras penas se acordaba. Pero Álvaro tenía razón: de pequeño el conservatorio lo había llevado aquí y allá con la intención de hacer gala del nuevo niño prodigio que tenían en sus manos.

—¿Qué?

—Sí, cuando tocaste en aquellos premios. ¿No estuviste en la ceremonia Princesa de Asturias o algo así, de pequeño? Más de un año incluso.

—No, Álvaro, por favor… —Soltó, muerto de vergüenza.

—Pero si eras monísimo… ¿Quieres que te cuente algo embarazoso de mi vida? Mi madre… mi propia madre, —Recalcó. —Quería que fuera como tú. Siempre le hacía mucha gracia lo pequeño que eras con tus gafitas y el pelito así cortito. Te ponían esmoquin… ¿Quién le pone esmoquin a un niño? Mi madre me decía, —Puso voz aguda. —‘Mira a ese niño, Álvaro, haciendo algo de provecho’ como si yo me dedicara a comer tierra.

Paul no pudo evitar reírse, sonrojándose color carmesí. Le hacía gracia como Álvaro parloteaba por los codos, y sin duda era muy, pero que muy divertido escucharle.

—Es broma, eh, la quiero un montón. Pero si era cierto que me hizo odiarte bastante cuando teníamos como… ¿Cuántos años tenías? —Inquirió. —¿Siete, ocho? No sé ni siquiera si llegabas a eso. Parecías tan pequeño.

—Empecé a los seis a salir en sitios. Así que sí… supongo que algo así. —Contestó. Lo cierto era que a duras penas recordaba esa etapa de su vida. Era muy pequeño, y recordaba anhelar sentarse en el regazo de su padre para que este le leyera cuentos y le hiciera mimos en el pelo, pero poco más.

—En serio, eras tan cuco así de chiquitín… si me acuerdo de que te mordías la manita así… —Paul supuso que le estaba imitando. —Cuando pensabas que ya no te estaban grabando.

El menor tragó saliva, sin decir nada.

—Así que, sí, Pablo Suárez Delgado, ya sabes tu mi secreto. —Dijo Álvaro en un susurro. —Te odiaba, pura y duramente.

Por algún motivo, aunque se tratara de una broma, Paul no pudo evitar ponerse ligeramente triste, cosa que se le debió notar en la cara, porque Álvaro le puso una mano sobre la suya, acariciándolo con un dedo.

—No pongas esa carita. —Lo arrulló el sevillano. —Te he conocido, y me caes genial. Aquí en el conservatorio hasta ahora solo te había visto de lejos, pero… Supongo que es un poco el caso opuesto de no conozcas a tus héroes y todo eso… La persona a la que no soportabas sin un motivo real, resulta ser alguien bastante majete. Incluso cuando te ha criticado a tus espaldas…

Paul notó como le caía un enorme peso en el estómago.

—Álvaro, yo…

—Me estoy quedando contigo. Está perdonado. —Aclaró Álvaro. —Eres… mucho más lindo de lo que parece, Pablo, sobre todo cuando dejas ir toda esa fachada de tío duro…

Paul alzó una ceja, esbozando una sonrisilla otra vez. Se alegraba de haber enterrado esa hacha, pero aun así arrugó el ceño.

—Yo no…

—¿Qué no? —Inquirió. —¿Qué fue todo ese ‘oh, Álvaro, eres un blando, no-sé-qué’? —Le imitó poniendo la voz grave. —El otro día te desarmaron niños de cuatro años. Yo seré blando, pero tú eres un duro de pacotilla.

Por algún motivo, Paul notó como se calentaban las mejillas un grado de más.

—Supongo que no eres tan malo como pensaba. Muy en el fondo, digo…

El menor no contestó, mordiéndose el labio sin saber muy bien qué decir.

—Ahora en serio. —Añadió Álvaro, poniéndose más sereno. —Me alegro muchísimo de que la clase del otro día fuera tan bien. Creo que los peques te están cogiendo mucho cariño, ¿no te hace ilu?

—Depende. —Paul se encogió de hombros, pegando otro bocado. —¿Eso significa que también acabaré hablando como uno? Si no es así, entonces sí, a mí también me hace mucha ilu.

—¿¡Serás completamente idiota!? —Soltó Álvaro empezando a partirse de risa. Paul recibió otro golpe con una bola de papel.

—En serio, Álvaro. Ahora de verdad. Me alegra participar en que los peques se lo pasen bien en clase. Yo no… no recuerdo haber pasado tan buenos ratos aquí cuando era pequeño. Era todo más serio, más… supongo que no había tanta paciencia de cara a los alumnos más peques. Es precioso que ahora haya alguien como tú que les escuche, que crea en ellos de verdad.

Hubo un breve silencio, y Álvaro carraspeo.

—Vaya. Ehem, —Farfulló. —Gracias.

Los dos se quedaron en silencio.

—Mis clases de piano también eran un coñazo. —Añadió Álvaro para llenar el silencio. —Pero mi madre siempre se encargó de que yo siguiera amando la música. —El chico pareció vacilar. —¿Puedo hacerte una pregunta personal?

Paul tosió.

—Si… claro.

—Llevas toda la vida aquí. No dudo que te encanta la música, pero no… ¿Qué te mantiene aquí?

El menor se lo pensó dos veces antes de responder. Su camino en el conservatorio había sido una constante en su vida, antes y después de perder la vista. No recordaba un pasado antes de él, ni proyectaba un futuro en el que estuviera ausente. Paul suponía que era una costumbre ya, y como todo en la vida, tenía sus aspectos positivos y una cara más oscura, pero era parte de él.

—¿Te gusta lo que haces? —Inquirió Álvaro, al no recibir respuesta.

Paul titubeó: era otra buena pregunta.

Tenía claro qué cosas le gustaban de su vida, como pasar tiempo con sus amigas y su hermana, o escuchar películas. Le gustaba jugar a videojuegos, y en algún momento de su vida había sido un ávido compositor, guardando las letras de sus canciones en su diario como adolescente enamoradizo que era. Otras cosas no le gustaban tanto, como ser incapaz de borrar viejos hábitos, o tener que depender de los demás para ciertas cosas extremadamente específicas.

Su trabajo se hallaba en un punto vago entre estirarse a cotillear con su hermana después de hacer la siesta y tener que salir a preguntarle a la vecina de enfrente —una mujer encantadora— si se había afeitado bien por la mañana. Estaba a años luz de lo primero, pero no le jodía tanto como lo segundo.

—No tienes por qué contestar. —Se arrepintió el mayor.

—S-Si… —Escupió al fin. —Sí. Está bien. Es un trabajo como cualquier otro, supongo.

—Hmmm… —Álvaro pareció procesar la respuesta. —Siempre has tenido una carita algo seria, ¿sabías?

El granadino no supo qué contestar, cambiando ligeramente de tema.

—Me parece bastante feo que tú me hayas visto en varios puntos de mi vida y yo no tenga ni idea de qué pinta tienes.

Álvaro no contestó en absoluto, dejando a Paul con la palabra en la boca hasta el punto en el que el menor empezó a pensar que la había liado.

—¿Álvaro? —Murmuró, preocupado.

—¿Q-Qué? —Dijo el otro, repentinamente muy extraño.

—No sé. Dímelo tú. ¿Qué pasa?

—Perdona, estaba mirando el móvil. L-Lo siento.

—No pasa nada. —Le aseguró el menor, inclinándose un poco sobre la mesa. —¿Todo bien?

—Sí, sí… —Le aseguró, aunque no muy convincente. —Es solo que…

—Tranquilo. —Aseguró. —No tienes por qué…

—Es… —Cortó Álvaro, evidentemente nervioso. —Es mi ex.

Paul no sabía muy bien qué decir.

—Oh.

—No quiero ser la típica persona que se pone a rajar de su expareja y a… dar la vara con el tema.

—Puedes… Puedes quejarte, Álvaro, no voy a ser yo quien te lo impida. Estás en todo tu derecho de desahogarte y sobre todo si…

—Fue un cabrón.

—Oh.

—Y me trató fatal.

—Joder.

—Me puso los cuernos. —Soltó al fin, y Paul le dejó seguir porque notó que el chico lo necesitaba. —Acabé en la psicóloga por su puta culpa y no le perdonaré en la vida lo que me hizo porque realmente me hizo dudar de mí mismo.

—Que le jodan, entonces.

—Y… —Álvaro tragó saliva. —Lleva unos días… intentando contactar conmigo por todas partes. Dice que tiene que explicarme algo muy importante y que tiene que ser en persona. Yo no me fío de él, ni tengo ganas de verlo, pero… es amigo íntimo de unos familiares algo lejanos, y supongo que Sevilla no es tan grande, aún y cuando llevas años viviendo en Madrid.

—No le debes nada, Álvaro. No tienes por qué acercarte a él si no te sientes cómodo a su lado, y si verle acaba siendo algo imprescindible, seguro que encuentras a alguien que se ofrezca a ir contigo. —Pensó en ofrecerse él mismo, pero rápidamente descartó la idea. —No es algo que tengas ni debas enfrentar solo.

—Lo sé. —Murmuró el mayor entre dientes. No parecía muy convencido, pero era obvio que agradecía las palabras de su compañero. —Gracias, Paul.

Hubo un silencio entre ambos, que dejaron que el barullo de fondo en el comedor de profesores invadiera su espacio un momento.

—Paul. —Habló Álvaro al fin, después de ese pequeño momento fugaz. Su voz sonaba aún congestionada y triste, pero algo más ligera.

—¿Sí?

—¿Puedes acabarte de una puñetera vez la ensalada, por favor? Me gustaría muchísimo llegar a clase en algún punto de la tarde, antes de que nuestros alumnos de cuatro años se nos hagan viejos y nos tengan que enterrar siendo tú y yo solo un montón de huesos.

Paul estalló en una carcajada.

—Si tanto te jode puedes ir tirando. —Pinchó. —¿O es que te hace ilu ir conmigo?

Recibió otra bola de papel, esta vez en la mejilla.

—¿Pero de dónde estás sacando tantas servilletas…?

Álvaro se puso de pie, riéndose por lo bajo.

—¿Ves cómo trabajar con niños te está afectando?

—Me acabas de tirar una bola de papel…

—Cuando hayas recuperado tu madurez, —Sentenció el mayor. —Te estaré esperando en clase.

 

Cuarta semana. Viernes, 22 de noviembre.

—Un, dos, tres pica pared. Un, dos, tres, ¡ya! —Álvaro se giró hacia los niños, obviando ligeramente como Bruno, que se había quedado sobre un solo pie, se estaba tambaleando peligrosamente hacia un lado. —Hmm… Salvados, de momento…

Varios niños se rieron cuando se dio la vuelta, y Álvaro volvió a repetir el mismo proceso.

—Un, dos, tres pica pared. Un, dos, tres, ¡ya!

Llevaba así todo su supuesto descanso: los niños estaban sorprendentemente activos esa tarde, y necesitaban jugar a algo que les hiciera, sacar toda la energía que llevaban dentro, o no iba a haber manera de que se concentraran el resto de la tarde.

—Vale, Bruno, esta vez ya no cuela. —Chasqueó la lengua. —Al fondo.

—Pero…

—De pero nada, peque, que pareces un flan con el baile de San Vito.

—¿De quién?

Paul, sentado en una silla en el marco de la puerta, escribiendo en su portátil esta vez, dejó ir una fuerte risa. Parecía que, por una vez, realmente no quería perderse el ambiente de la clase, y pese a no estar incluido en el juego, se notaba que quería pasar el tiempo libre con los niños.

—¿Y tú de qué te ríes? —Inquirió Álvaro sonriente. —No me pagan lo suficiente para esto.

—En mi defensa, te has metido en esto tú solito.

—Deberías venir tú a jugar. A ver si te parece tan divertido.

El menor aceptó con gracia la broma, dedicándole una expresión divertida, pero a espaldas de Álvaro, seis caritas se iluminaron llenas de emoción.

—¡Sí! —Gritaron la mayoría a coro.

—Sí, ¿qué? —Preguntó Álvaro confundido, pero para cuando se giró Lila y Adrián ya estaban a al lado Paul, agarrándolo cada uno de un brazo para intentar que se levantara. —Eh, ¡no!, dejadlo en paz.

Paul cerró el portátil, dejándolo sobre la silla para evitar que le pasara nada, y giró la cabeza en dirección a Álvaro en búsqueda de ayuda.

—Paul, ven a jugar con nosotros. —Suplicó Lila.

—Porfa… —Se añadió Estela desde su la postura donde se había quedado “congelada”. Julieta dio un par de saltitos en el sitio, aprobando el mensaje de sus amigas.

—Vamos… —Insistió Bruno, poniendo carita y voz de pena.

Adrián le sacudió el brazo con toda la felicidad del mundo, estirándolo ligeramente un poquito más. Paul, por su lado, se hallaba totalmente tieso, de pie frente a la silla. Parecía estar buscando la forma más educada de rechazar la oferta, claramente incómodo.

—Porfa. —Insistió otra vocecilla.

Leo se mordía el labio desde su sitio, como si estuviera a punto de pedir una golosina, y Álvaro no pudo evitar sorprenderse ante la petición. Paul también debió de sentirse algo presionado por el pequeño, porque tragó saliva y asintió cortadamente.

—Vale, esto… Vale. —Tosió. —Bueno. Podemos… puedo jugar una partida, pero… Yo no… no veo nada, no sé cómo se supone que…

—¡Ven con nosotros! —Insistió Lila, estirando un poco más de él. Paul hizo ademán de buscar el bastón que había dejado a un lado, pero los niños lo cogieron cada uno de una mano, haciendo que fuera una tarea imposible.

Entonces Álvaro lo entendió, cuál era el plan de los pequeños: Lila y Adrián arrastraron a Paul hasta la línea de salida, y los demás no tardaron en abandonar sus puestos para volver al final del pasillo, rodeando al mayor por ambos lados, agarrándose de la tela de su jersey y sus pantalones para poder estirarlo. El sevillano no supo como reaccionar, riéndose ligeramente al no poder evitar acordarse de la película de Blancanieves y los siete enanitos, puesto que los niños a duras penas le llegaban a la cadera.

—¿Paul, estás seguro de esto? —Preguntó.

—¡Sí! —Respondieron los niños a coro.

—¡He dicho Paul! —Se ofendió entre risas.

Paul no parecía nada seguro, blanco como el papel, pero se encogió de hombros.

—Podemos intentarlo… —Susurró. —Solo una partida, ¿vale?

Los pequeños hicieron diversos tipos de ruiditos afirmativos, animando a Álvaro efusivamente a que volviera a girarse. Algo inquieto al respecto, el sevillano obedeció.

—Un, dos, tres pica pared. —Contó en voz alta, cerrando los ojos de cara al gotelé de la pared. El estruendo de muchos pares de pasos corriendo hacia él. —Un, dos, tres, ¡ya!

Álvaro se giró y se encontró a todos sus alumnos —y a Paul, aún sujeto por una docena de manitas diminutas— apenas medio metro más cerca. Era obvio que así iban más lentos, pero no podía evitar pensar que era bueno para enseñarles a trabajar en equipo. El mayor aún no parecía nada convencido, pero claramente no tenía nada que objetar, por lo que Álvaro volvió a girarse, repitiendo la cancioncilla.

—Un, dos, tres pica pared. Un, dos, tres, ¡ya!

Los pequeños tenían expresiones idénticas de travesura, sonrientes ante la idea de haber conseguido integrar a Paul en el juego. Álvaro suponía que sentían una especie de validación al ver como Paul, un adulto, unirse a su juego y confiar en ellos. Asumía que era un efecto colateral de llevar tanto tiempo con ellos: los niños a él ya lo veían, en cierta forma, como a “uno más”, por lo que una figura aún un poco externa —y tan curiosa— como Paul era toda una novedad.

Álvaro tuvo que admitir que estaban jugando con mucha precisión. Todos los peques se quedaban inmóviles cuando él se giraba, muy cerquita de Paul, quien empezaba a tener una sonrisilla tímida. Contó una y otra y otra vez, hasta que los niños ya estaban muy cerca.

—Un, dos, tres pica pared. Un, dos…

Notó un toque en la espalda, y se giró justo a tiempo para ver a todos los niños huir en dirección contraría, hacia la línea de salida para ponerse a salvo. Los niños arrastraban a Paul con ellos, corriendo a toda velocidad mientras reían alegremente.

—Corre, Paul, corre… —Insistió Estela, que era la que iba en cabeza.

Álvaro reaccionó tarde, pero aun así fue lo suficientemente rápido como para encontrarse con todos a medio camino. Se retrasó un par de segundos, decidiendo apreciar la estampa adorable que eran sus niños, acogiendo a Paul con tanto cariño. Le pareció escucharlo reírse durante un breve momento, durante el cual el sevillano no pudo estarse de tomar una decisión ligeramente egoísta.

En un inicio, el sevillano había pensado en dejarlos huir a todos, que ganaran y buscando quedarse él para contar a la siguiente ronda. Pero algo en él se removió ligeramente, y aunque no podía saber exactamente que era, divertido, alcanzó al primer niño que encontró cerca: Adrián, quien probablemente había sido el que le había dado el toque en la espalda, era el más rezagado del grupo, empujando a sus amigos hacia la meta. Álvaro no tardó en alargar los brazos, atrapándolo con un gesto rápido y alzando al pequeño hacia arriba.

—¡Pillado! —Exclamó, y el niño se retorció, esbozando un puchero que a penas duró unos segundos hasta que el chico lo sacudió ligeramente, haciéndole empezar a reírse, casi en contra de su voluntad. —Ahora la pillas tú, ¿a qué sí?

Adrián refunfuñó como un viejecito, casi como si tuviera ochenta años y no cuatro, sacándole a Álvaro una risa.

—No te enfades, tontorrón… —Murmuró, a lo que el niño le sacó la lengua con carita frustrada. El sevillano le dejó un beso en el pelo, dejándolo en el suelo, lo que pareció sacarle una sonrisita. Enseguida, Adrián se acercó a la pared, preparado para relevarle el puesto.

—¿Juegas otra, Paul? —Preguntó Lila. Paul no podía saberlo, pero había puesto esos ojitos de súplica que la hacían irresistible.

Paul se sonrojó un poco. Los niños no lo habían soltado, y aunque no parecía muy seguro del asunto, se podía apreciar que el pobre se lo había pasado bien, aunque siguiera preocupado.

—Vale, sí… si queréis podemos…

Los pequeños se alegraron enseguida, dando saltitos y botes de felicidad. Mientras, Álvaro se acercó, a la espera de poder hacerse un sitio junto a ellos.

—¿Te ayuda si esta vez me uno? —Murmuró, con voz pequeña. Con delicadeza, le pidió a Julieta que le dejara un sitio, tras lo que la niña se apartó hacia adelante y le soltó la mano a Paul, relevo que enseguida Álvaro aprovechó, poniéndose a su lado.

Paul se irguió en su sitio, poniéndose rígido al notarlo cerca, sin mover ni un solo músculo y dejando la mano en el sitio exacto donde Julieta lo había dejado. Álvaro no supo muy bien como interpretar aquello, empezando a dudar de si había sido una buena idea.

—¿Me guías tu esta vez? —Preguntó Paul, al fin, en un hilo de voz.

Envalentonado, Álvaro acercó su propia mano hacia la del chico, dejando que su dedo meñique se enredara en el del granadino, quien, una vez más, no hizo gesto alguno. Álvaro sintió que le ardían las mejillas.

—Profe Álvaro, ¿estás bien? —Preguntó Estela.

Álvaro saltó, casi al borde del infarto.

—¿Eh? —Exclamó. —¿Qué? Sí, sí… estoy perfecto. Como una rosa.

La niña lo miró extrañado, pero no dijo nada.

—Adrián va a contar ya, cariño, atenta.

La niña se giró y en el secretismo de saber que los demás peques no los miraban, Álvaro dejó que su dedo fuera más allá, esta vez tomando el menique y el anular de la mano del otro chico. Y él pensaba que no iría más, cuando Paul de pronto giró su propia mano para tomarle dos dedos más, entrelazando sus manos casi por completo en un gesto dulce.

—P-Pues claro, —Respondió como pudo, notando un extraño nudo en el estómago. —No voy a dejar que te pase nada.

El menor sonrió, con la cabeza hacia al frente, y Álvaro en última instancia no pudo evitar que su pulgar rozara el dorso de su mano, haciéndole una caricia casi imperceptible.

—¡… tres!

El sevillano notó un fuerte empujón en la cadera, a la vez que recibía una mirada furiosa de Bruno, que los observaba a ambos muy extrañado.

—¡Corre! —Insistió.

—Perdón. —Se disculpó Paul por su parte, ahogando una risita, y Álvaro le pareció ver que también estaba un poco sonrojado.

—Perdón. —Lo imitó él. Apenas avanzaron dos pasos hasta que Adrián se giró y se vieron obligados a quedarse congelados en el sitio. —No sé qué me ha pasado.

Paul contuvo una sonrisilla.

—¿Te has puesto nervioso, Álvaro? —Murmuró.

Álvaro se puso un tono más rojo, girándose para responderle.

—Álvaro, —Soltó Adrián, muy satisfecho. —¡Te has movido!

Notes:

me ponéis comments bonitos?

Chapter 6: Quinta Semana

Notes:

aaaaa

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Chapter Text

Quinta semana. Miércoles, 26 de noviembre.

—Lila. —Intervino cuando la niña falló por décima vez en el mismo acorde. —¿Qué ocurre?

La niña, cosa rara en ella, no dijo nada.

—Si estás haciendo gestos. —Lo intentó. —Recuerda que yo no puedo… No puedo verte. ¿Por qué no me dices que ha pasado?

—Nada.

—Hmm… —Exhaló Paul, llevándose las manos a la cara, secándose la frente. La semana se le estaba haciendo cuesta arriba. Llevaba varios días durmiendo fatal, levantándose en mitad de la noche sin motivo alguno. Era tan exagerado que, por la mañana, del cansancio, se había hecho un enorme destrozo al afeitarse, y su vecina le había recomendado que era mejor quitarse la barba por completo y luego dejar que volviera a crecer, lo que tardaría aún un par de días. —Vale.

Lo último que le faltaba aquella tarde era que —aunque no tuviera permitido hacer distinciones— su quizás alumna favorita también estuviera decaída.

—Yo estoy triste. —Dijo al fin, sin saber muy bien como proceder. Tenía una idea de como sonsacarle a la niña que le pasaba pero, primero, sabía que tenía que abrirse con ella.

La niña debió de sorprenderse.

—¿Por qué? —Preguntó.

—Estoy cansado. —Confesó. —Y echo de menos a mi madre porque siempre me hace sopa de fideos cuando estoy cansado.

—¿Por qué tu mami no te puede hacer sopa de fideos ahora?

Paul soltó una risilla.

—Porque ella volvió a vivir a Granada, donde yo nací, pero yo me quedé aquí en Madrid.

La niña hizo un ruidito descorazonador, como si eso le pareciera lo más deprimente del mundo y, de alguna forma, eso solo hizo que Paul se sintiera mucho peor.

—¿Sabes… Sabes lo que me haría sentir mucho mejor? —Lo intentó.

—¿Qué?

—Un abrazo.

Apenas tuvo tiempo de respirar dos veces antes de notar todo el peso de la pequeña lanzarse sobre sus hombros. Paul ahogó un suspiro de la sorpresa, acogiendo a la niña con cuidado entre sus brazos, y atreviéndose a dejarle un par de palmaditas suaves sobre la cabeza. Lila lo abrazaba con tanta fuerza que pronto el mayor empezó a ahogarse, tosiendo ligeramente pero sin buscar liberarse de su agarre. Meció ligeramente a la niña, pensando en que más decir, cuando lo notó, el cómo su pequeño cuerpo se sacudía con la fuerza de un sollozo de lo más desgarrador.

—Oh, Lila… —Murmuró contra su pelo. —Lo siento mucho.

La niña empezó a llorar totalmente desconsolada, sujetándolo cada vez con más y más fuerza, hasta que Paul se vio obligado a levantarla un poco del banco, dejándola sentadita sobre su regazo. Con cuidado, la rodeó con cuidado a la altura de los hombros, y dejó que las puntas de sus dedos buscaran su mejilla, encontrándola totalmente llena de lágrimas.

—Shhh… —Susurró, haciéndole una caricia en la frente. Por primera vez, pudo hacerse una muy ligera idea de carita de la niña, que tenía una nariz respingona y unas mejillas rellenas. Toda ella era aún tan pequeñita, y aun así lloraba tan amargamente. —Ya está, ya paso… Ya está… —Le prometió. —Todo está bien. Va a estar bien.

Lila tardó varios minutos en empezar siquiera a calmarse: eventualmente, casi del propio agotamiento, sus sollozos perdieron fuerza y se dejó caer sobre el pecho del mayor apoyando la cabecita contra él y quedándose poco a poco aturdida, como si estuviera al borde de dormirse. Paul la acunó un ratito más, dejando la mejilla apretada contra su pelo mientras le acariciaba la espalda.

—¿Qué ha pasado? —Preguntó al fin con un hilo de voz, intentando ser lo más suave posible. Paul intentó recordar lo que Álvaro había dicho la última vez que Leo se había puesto mal, buscando cómo calmar a la pequeña. —¿Me lo quieres contar? A lo mejor puedo arreglarlo…

La niña negó contra su pecho, muy agitada, y Paul se le hundió el corazón.

—¿Qué ha sido? —Insistió.

Lila ahogó un hipido, intentando hablar.

—En el cole… —Dijo.

—¿Sí? —La animó.

—En el cole un niño de mi clase m-me ha gritado.

Paul hizo un puchero.

—Oh, peque. —Le salió solo. —Lo siento mucho. Eso está muy feo.

La niña se sorbió la nariz, y dijo algo en un murmullo que Paul no acabó de entender.

—Lo siento, Lila, no lo he oído bien. ¿Qué has dicho?

—Me ha dicho que me calle.

El mayor frunció el ceño.

—Y que n-nadie quiere estar conmigo.

Paul se quedó congelado, notando casi como si le hubieran clavado en un puñal en el corazón.

—¿Qué? —Exclamó, sin poder evitar subir el tono de voz. Sabía que debía reprimir instintos asesinos contra un niño de cuatro años, pero si en el momento le hubieran colocado al pequeñajo delante, Paul dudaba que pudiera hacerse responsable de sus actos. —Lila, escúchame muy atentamente. Eso no es verdad, ¿me oyes?

La niña no dijo nada.

—¿Me oyes? —Repitió. —Eso es mentira, y no se deben decir mentiras. Todos aquí queremos estar contigo, ¿lo entiendes? Adrián, Bruno, Estela, Julieta, Leo… Álvaro también, ¡y yo! Yo también. A todos nos hace superfelices cuando vienes a clase.

Lila arrancó a llorar de nuevo.

—¿No s-soy ins… inosoport… inosoportable?

El mayor notó como se le aguaban un poco los ojos: Lila era tan pequeña que a duras penas era capaz de pronunciar la palabra correctamente, ¿cómo alguien podía haber querido decirle eso?

—No, peque. No eres insoportable. —Aseguró, remarcando la palabra. —Es más, te voy a explicar una cosa y tienes que escucharme muy atentamente, ¿lo harás?

—Sí. —Murmuró la pequeña, con voz diminuta.

—El niño que te ha dicho eso… Probablemente, lo haya escuchado de otra persona, alguien más mayor, y puede que alguien se lo haya dicho a él. Eso le hizo sentir mal, y él ha querido hacerte sentir mal a ti. Eso está muy mal. Nunca debemos intentar hacer sentir mal a los demás, ni siquiera cuando nos han hecho sentir mal a nosotros. ¿Lo entiendes? —Paul le hizo una caricia en el hombro, retirándole el pelo de la cara. —Pero a lo que voy es que es muy seguro que no entienda el significado de esas palabras. Por eso no debes creértelo, y aunque realmente quisiera decir lo que ha dicho, está equivocado.

La niña se intentó refugiar en él, acercándose aún más.

—Eres una buena persona, que es lo más importante. —Le explicó, con voz severa. Quería que a Lila no le pudiera quedar menor duda de sus palabras. Aun así, una parte de él se moría por estrujarla entre sus brazos y cubrirle la carita de besos. Esto no cambia nada, se repitió. —Eres muy simpática, y todos estamos muy contentos de que estés aquí con nosotros. ¿Te ha quedado claro?

La pequeña hizo un ruidito afirmativo, pero Paul insistió.

—¿Te ha quedado claro?

—Sí.

—Muy bien. —Confirmó, bajándola de su regazo y poniéndola de nuevo sobre la banqueta del piano. —Y ahora, y esto te prohíbo repetirlo o chivarse de que yo lo he dicho… El niño es tonto.

Lila dejó ir una risita de repente, tan incrédula como divertida.

—Muy, muy tonto… Anda que decirte eso. ¡A nuestra Lila! Que no se entere Álvaro o le hará comerse las teclas del piano una a una, y eso que hay muchas.

—Ala… —Soltó la niña, atónita.

—Y suficientemente enfadado estoy yo. —Confesó. —No dejes que otros niños te digan cosas feas, ¿de acuerdo?

Lila se agarró a su bracito.

—Vale. —Contestó, sorbiéndose la nariz.

—Ya está. —Prometió, y en un ataque de valentía, buscó su pequeña manita, dejándole un diminuto besito en el dorso. —No llores más, princesa.

La niña hizo un ruidito lleno de felicidad, aparentemente ya mucho menos disgustada, especialmente cuando unos pasitos se acercaron hacia ellos y Paul identificó a Estela, que había venido a curiosear.

—Lila, —Dijo la niña. —¿Estás bien?

Las dos pequeñas cuchichearon a toda velocidad, demasiado rápido para que Paul pudiera entender nada, pero pudo notar como las dos se daban un abrazo y Estela se quedaba cerca de su amiga con un gesto sobre protector.

—¿Todo bien por aquí? —Preguntó entonces otra voz, Álvaro esta vez.

—Creo que sí. —Contestó Paul, francamente sorprendido consigo mismo. —De milagro, pero creo que sí.

—¿Seguro que te dejo bien? —Insistió Álvaro por decimocuarta vez.

—Álvaro, sé girar una llave. Que sea ciego no…

—Ya se que puedes. —Cortó. —No es eso, es que no quiero que tengas que salir más tarde por un problema mío, no es justo.

Todos los niños ya se habían ido, y Álvaro aguardaba en la salida con su bolsa y llaves ya en la mano. La clase estaba aún por recoger y cerrar, pero Paul no era tonto, y sabía que una llamada a media clase había trastocado a Álvaro lo suficiente como para hacerle querer marcharse cuanto antes.

—Vete. —Contestó, cabezudo. —Sea lo que sea, seguro que es urgente. Puedo apanármelas yo solo.

—¿Seguro? Mira que subimos los dos en un momento y…

—Álvaro. —Bufó. —Vete. Márchate. Fuera de mi vista.

El sevillano suspiró.

—Vale, me voy, me voy, me largo. Fuera de tu… argh. Lo pillo. —Se echó a reír, y le colocó las llaves de la clase sobre la palma de la mano. —Eres mi ángel.

Paul creyó sonrojarse, al menos un poquito.

—Me voy, ¿vale? Nos vemos el viernes.

—Nos vemos el viernes. —Asintió satisfecho.

Los pasos de Álvaro se alejaron con un retintineo ágil, y pronto Paul se encontró a sí mismo helado, en la puerta, con un simple jersey que se había arremangado durante la clase, así que enseguida se apresuró a darse la vuelta y entrar de nuevo en el conservatorio. El edificio estaba prácticamente vacío, por lo que no pudo evitar silbar despreocupadamente una de la cancioncilla que Álvaro les había interpretado a los niños para que descansaran al final de la clase.

Había sido un día duro y largo, pero al menos sabía —porque se lo había dicho su compañero— que Lila se había ido a casa con una sonrisa en la cara, y Álvaro le había acabado felicitando por manejar la situación de esa forma, dándole un golpecito con la cadera.

Aún se le estaba bajando el rojo de las mejillas cuando lo escuchó.

—Suárez.

El aire se le congeló en los pulmones.

—Señor Guix.

Paul notó una presencia acercarse, le temblaron las piernas y estuvo a punto de soltar el bastón.

—Y dale con esa manía. —Se echó a reír el hombre. —Ya no tienes cinco años, Paul, puedes llamarme Manu. Una cosa son los formalismos para que aprendas que es el respeto en el mundo de la música, pero ahora… esto ya es un asunto familiar. —A Paul se le retorció el estómago. —Dime, ¿sigue Noemí con esa chorrada de que tenerte dando clase a mocosos de cuatro añitos?

Asintió.

—Veo… Son monos, pero solo durante un ratito. Tienen poco aguante y cero disciplina, parece que hoy en día en casa ya no los educan. Tu al principio me ponías un poco nervioso también, eh… pero te enderecé rápido, chico. Déjame decirte, que si quieres que te saque de este castigo estúpido, puedo mover algún que otro hilo. Estoy seguro de que tienes mejores cosas que hacer.

—N-No. —Murmuró Paul de vuelta, mientras seguía intentando avanzar hacia la clase. —No, me… M-Me gusta. Me gustan enseñarles a los peques y d-dar clase con Álvaro.

—Oh, —El hombre dio un respingo. —Claro, claro… Álvaro. Es lógico que te guste la clase, entonces. —Dijo con un tono jocoso. —Esto explica muchas cosas, Paul, siempre pensé que eras demasiado… dulce. —Pronunció como un insulto. —Haz lo que quieras, chico, hasta el recital ese de Navidad o lo que sea, pero no malgastes tu talento en chorradas de críos cuando podrías estar de nuevo metido en asuntos serios. No entiendo por qué tú mismo te cerraste a tantas oportunidades cuando sigues siendo igual de bueno que cuando veías perfectamente.

—N-No creía… No creo que el escenario sea lo mío.

Manu chasqueó la lengua, poniéndole la mano en el hombro, y él no pudo contener el susto.

—¡No digas tonterías, Suárez, por dios!

No diré tonterías, fue la respuesta inmediata de su cerebro. Lo haré bien, por favor, lo prometo, pensó, pero Paul aguantó un jadeo: no sabía que decir —desde luego no eso— así que no dijo nada, por miedo a pronunciar las palabras equivocadas. Empezaba a pensar que estaba experimentando algún tipo de déjà vu, y de pronto tenía ocho años y muchas ganas de poder volver a casa para acurrucarse en el regazo de su padre.

—No voy a discutir contigo a estas horas, pero si alguna vez decides dejar de malgastar tu talento, ya sabes donde está mi oficina.

El hombre desapareció tan pronto como había llegado: en apenas un instante, Paul volvía a estar solo en el pasillo, desorientado. Reafirmó el agarre sobre su bastón y dio unos pasos temblorosos adelante: las piernas no le respondían y notaba como le faltaba el aire.

Otra vez no, pensó. Por favor. Y ese fue su último pensamiento coherente antes de sentir el mareo, el cosquilleo en las manos. Una presión en el pecho y en el estómago, e incluso en el vientre, un síntoma de ansiedad extrema que no experimentaba desde que se preparaba para el examen final de la carrera. Necesitaba ir al baño, aliviarse, vomitar, lavarse la cara.

En vez de eso, Paul siguió casi por instinto el camino que se había aprendido cuando era pequeño: tercer piso, al fondo girando a la izquierda, había un armario de material que a duras penas nadie tocaba desde hacía años al estar demasiado aislado del resto de aulas. Palpó la pared hasta encontrar el manillar roto y cerró de nuevo la puerta tras meterse dentro.

Ya no cabía igual de bien que cuando era pequeño, y la sensación de oscuridad que un día había pasado de temer a anhelar ya no tenía ese efecto milagroso en él para calmarlo. Aun así, Paul se encogió sobre sí mismo e intentó practicar los ejercicios de respiración que su psicóloga le había enseñado.

Es ridículo, pensó enseguida. Esta vez nada parecía tener efecto, y la presión en el pecho no hacía más que aumentar mientras una vergüenza incipiente empezaba a asediar su mente. Hacía años que no recaía en sus ataques de ansiedad de esa forma. ¿Le había pillado Manu con la guardia baja? Ya no era un niño, no era para tanto.

Paul cerró los ojos y algo en él desconecto, al menos el tiempo suficiente como para que, cuando notó la puerta del armario abrirse, le pareciera despertarse de un profundo sueño.

—He visto tu clase abierta. —Murmuró una voz femenina. Ruslana. —He visto tus cosas aún ahí, he oído a Manu ensayando en el auditorio y he pensado que estarías aquí.

Él no contestó, aún consternado: se sentía tan pequeño…

—Hacía muchísimo que esto no pasaba. —Continuó la chica, con un tono sumamente dulce, muy poco característico de ella. Paul se estremeció: estaba jodido, jodido. La notó cernirse sobre él, llevándole la mano a la cara. —Va, amor, no te muerdas la mano, que te vas a hacer daño otra vez.

Sin decir nada más, las dos manos de la chica se cernieron sobre la suya, la derecha, y con mucha delicadeza tiró para hacerle sacarse el dedo de entre los labios. Las nuevas marcas de sus dientes sobre el contorno de la base del pulgar debían de alinearse perfectamente con las antiguas, con aquella cicatriz extraña que el mismo se había hecho.

Muy jodido.

Paul dejó salir una risa amarga cuando Ruslana le acarició la mejilla.

—No. —Pidió, muy avergonzado. —Suficientemente ridículo me siento. Me gustaría dejar de ser un puñetero niño algún día.

Quinta semana. Viernes, 6 de diciembre.

—Álvaro, escucha. —Insistió el chico.

—¡No! —Gritó. Era consciente de que se estaba portando como un niño pequeño, de que estaba montando un escándalo en su propio puesto de trabajo, pero era incapaz de contenerse. —No. ¡No! Te quiero fuera de aquí. ¡Fuera! ¿Quién te ha dejado entrar siquiera?

—Te recuerdo que yo también he sido profe de música y aunque fuera en Sevilla sigo teniendo mi carnet de docente. Y estás montando un pollo, Álvaro. Estás actuando como un bebé con una pataleta, ¿de verdad quieres hacer esto en público?

—Miguel, —Respondió él, mientras caminaba frenético por los pasillos. Buscaba a alguien, quien fuera, que pudiera sacarle de esta situación. —No quiero hacer esto ni en público ni en privado. No quiero verte. No quiero hablar contigo, no quiero respirar el mismo aire que tú, y sobre todo no quiero que vengas a verme a mi lugar de trabajo con cualquier excusa de mierda. Han pasado dos años y medio, joder, intenta superarlo de una puñetera vez.

Álvaro torció a la derecha en el primer pasillo que vio.

No tenía fuerzas para esto: Miguel siempre iba a ser una herida que quizás había sanado, pero que nunca parecía cerrarse del todo. Él había sido la primera persona junto a la que Álvaro había proyectado realmente un futuro. Habían hablado seriamente de la idea de una boda —Álvaro se había dejado convencer rápido por algo pequeño, íntimo— de lo que significaría oficializar su relación en un matrimonio, e incluso de la idea de tener hijos.

Se había martirizado a sí mismo cuando había empezado a experimentar problemas de confianza. Sospechaba de la mayoría de personas que se acercaban a su novio, y había decidido pedir ayuda profesional para tratar sus ataques de celos y sanar otras heridas del pasado. La parte que más vergüenza le daba es que había tardado meses en darse cuenta de que siempre había estado en lo cierto: Miguel se había repasado a la mayoría de chicos de los cuales había dicho ser “solo amigo”, y dicho cosas de Álvaro a sus espaldas que el sevillano nunca sería capaz de olvidar.

En su momento, Álvaro había necesitado el apoyo de todos sus amigos y familia para plantarle cara y salir de ahí, cosa que había acabado consiguiendo. Pero ahora Miguel estaba allí, otra vez, y le destrozaba comprobar que el chico seguía siendo capaz de desarmarlo con su mera presencia.

 

—Me voy a casar.

Álvaro frenó durante un microsegundo.

Oh.

Reanudó su huida enseguida.

—¿Y a mí qué? —Escupió.

Miguel nunca le pidió la mano. A menudo dejaba algún que otro inuendo, llevando a Álvaro algún “plan romántico sorpresa” que casi siempre resultaba ser una disculpa por adelantado por alguna estar a punto de romper una promesa, como aquella vez que juró que le acompañaría a su prueba final en el conservatorio —aquel que determinar si se podría graduar y cumplir su sueño— y acabó dejándolo tirado con menos de un día de antelación, cuando ya nadie más podía venir a apoyarlo.

—¿Es alguno de los chicos a los que les metías la polla mientras yo estaba llorando con un cuadro de ansiedad en casa? —Dijo, con todo el asco y el odio que alguien podía llegar a conjurar.

—Álvaro… —Avisó el otro, como si tuviera algún tipo de autoridad sobre él.

—¡No! —Se quejó. —Vete, déjame. No quiero saber si te casas o que haces con tu vida. ¡No me interesa!

El sevillano escaneó las salas llenas de gente. El conservatorio estaba sorprendentemente bullicioso aquella tarde, con la gente moviendo arriba y abajo preparativos para el recitar de Navidad. Sabía que probablemente si ponía suficiente carita de pena, Juanjo —pese a ser un trozo de pan— le metería un mandoble a Miguel sin pensárselo dos veces, y con la fuerza que debía tener en esa espalda enorme, quizás era capaz de dejarle con un moratón hasta la boda, pero fomentar la violencia dentro de una organización tan prestigiosa como el Real Conservatorio Nacional probablemente haría que se quedaran los dos sin trabajo.

A lo lejos vio a Lucas, uno de los profes de guitarra, con Ruslana al lado. También estaba Cris, que daba técnica vocal con Juanjo, y Violeta, una de las profes de clarinete. No sabía como, pero quería pedirles ayuda: necesitaba salir de esa situación lo antes posible. Entonces, le vio.

Paul.

Estaba de pie, con la libreta en la mano, dándose un pequeño paseo de arriba a abajo, mascullando algo en voz baja como si estuviera repasando una canción en su cabeza. Antes de poder pensárselo, Álvaro estaba caminando hacia él, con Miguel pisándole los talones mientras seguía con su diatriba.

—Por lo que he venido, Alvi…

—¡No me llames así! —Le gritó, sulfurado.

—Es porque quiero asegurarme de que no te vas a meter en la lista de invitados. Sabes que tenemos… gente en común, y no quiero oírme que hay personas que rechazan la invitación porque tú te has dedicado a decirles lo… horrible que soy y todos esos delirios tuyos.

El sevillano no se dignó contestarle, caminando cada vez más rápido.

—Podemos ser civiles el uno con el otro, cachorrito. —Álvaro contuvo una arcada. Nunca le había gustado ese apodo, pero cuando estaban juntos lo dejaba pasar porque pensaba que era algo dulce. Ahora, no podía evitar pensar que era una forma que siempre había tenido Miguel de burlarse de él. Él lo consideraba débil, ansioso, necesitado… Un cachorrito. —Siempre estás más guapo cuando te portas como un adulto.

Álvaro cerró los ojos: no sabía si estaba conteniendo las lágrimas o el impulso de darle un puñetazo.

Se apresuró en dirección al otro profe, rezando por que alguien pudiera ayudarle, porque alguien pusiera fin a esta situación de una vez por todas… Solo quería que alguien le sacara de esa pesadilla.

—Paul. —Exclamó. —¡Estás aquí!

El granadino reaccionó casi de inmediato, girándose en su dirección sin poder contener una mueca de sorpresa. Un pensamiento cruzó la mente del mayor, y antes de poder considerar si era o no una buena idea, Álvaro se aferró a ella como su única vía de escape.

—Álvaro. Qué… —Paul dejó ir un jadeo por el impacto sorpresa cuando Álvaro se tiró a sus brazos. Preso de la confusión, el chico lo rodeó con mucho cuidado, aceptando el abrazo.

Por favor, sígueme el rollo.—Álvaro le suplicó al oído. — Te lo suplico, Paul. Haré lo que quieras.

Y quizás había sido solo una ilusión, pero a Álvaro le pareció que Paul asentía ligeramente, en un gesto casi imperceptible, dando el visto bueno.

Mi amor… —Suspiró. Estaba tan cansado que le faltaba el aire. —Te estaba buscando.

Paul esbozó una sonrisa, una tan realista que Álvaro por poco se lo creyó.

—He estado aquí todo el tiempo, cariño. Te estaba esperando para enseñarte lo que vamos a practicar con los niños de cara a la semana que viene.

Si hubiera tenido una ínfima parte menos de aguante, Álvaro se hubiera roto en lágrimas de alivio nada más escucharlo.

—Wow… —Intervino Miguel. —Mi amor, cariño… tú tampoco has perdido el tiempo. Con ese físico siempre has… levantado pasiones, Álvaro, pero no me imaginaba que la cosa fuera tan seria.

Álvaro se separó, a punto de contestar, cuando notó como el brazo de Paul le rodeaba la cintura.

—¿Quién eres…? —Habló, frunciendo el ceño.

Miguel abrió la boca.

—Miguel es mi ex, amor. Te he hablado de él alguna vez. —Paul asintió, poniendo mala cara. —Ha venido a decirme que se casa.

—Ah, qué bien… ¿Felicidades?

El hombre extendió una mano en dirección hacia Paul, para que esta se la estrechara, quien por obvios motivos le dejó sin respuesta. Álvaro no pudo evitar esbozar una débil sonrisilla.

—Amor… —Insistió con una risita.

—¿Qué pasa? —Preguntó Paul, confundido. —¿Ah, quiere que…? —Se giró hacia Miguel. —¿La mano o…?

—Bueno, no es una obligación. —Carraspeó el otro, incómodo.

Paul levantó el bastón, con una sonrisa falsa.

—No me había fijado.

—Ah, —Masculló Miguel entre dientes. —Hostia que es ciego…

—Y tu un maleducado. —Se metió Álvaro.

El hombre abrió la boca, pero Paul intercedió antes.

—Amor, tiene razón. Soy ciego. —Explicó con una sonrisa. —Estoy acostumbrado a que la gente se sorprenda. No…

—¡Eres el crío ese! —Se volvió a meter Miguel, esta vez con voz sorprendida. —El de la tele. Salió en las noticias cuando tuviste el accidente. Un golpe como ese es terrible… te podrías haber quedado en el sitio.

Álvaro estaba a punto de saltarle al cuello, pero Paul lo sujetó con fuerza de la cintura, apretándolo de más contra su cuerpo.

—Sí… me fue de un pelo. Pero bueno, mala hierba nunca muere y eso… —Exclamó con falsa alegría, y con una mueca evidentemente despectiva, añadió entre dientes. —Como es evidente. Además, el destino me lo compensó con la suerte de cruzarme con este chico maravilloso.

Álvaro no sabía como reaccionar: no sabía que Paul era tan buen actor, pero se le paró el corazón cuando notó la mano del chico viajar hasta su frente para acariciarle los rizos. El granadino lo tomó de la barbilla, entonces, y lo acercó con delicadeza hacia su cuerpo para dejar un beso en la mejilla, justo la comisura de sus labios.

—¿Estás bien, amor? —Preguntó en voz baja, pero no lo suficiente como para que Miguel no pudiera oírlo. Había algo en su voz que reconfortó a Álvaro enseguida, casi como si Paul le estuviera comunicando que estaba dispuesto a armar el papelón de su vida. El sevillano asintió débilmente, conteniendo las ganas de echarse a llorar.

Sabía que no estaba bien, pero quería con todas sus fuerzas abrazarse a Paul, esconder la cabeza contra su cuello y dejarle llevar la situación. No recordaba la última vez que alguien lo había defendido así, aunque fuera poco ortodoxo, y era la primera en la que simplemente deseaba aceptarlo y dejarse proteger. Simplemente no podía más; estaba tan cansado…

—Hmm, —Como si le hubiera leído el pensamiento, Paul lo atrajo un poco más hacia él, apoyándole por completo contra su cuerpo y dejándole poner la cabeza sobre su hombro mientras le hacía mimos en pelo. Estaban cumpliendo el papel de pareja inaguantablemente enamorada, en plena fase de luna de miel, y Álvaro podía notar que a Miguel no le estaba haciendo ninguna gracia. —Te has puesto la colonia que me gusta.

El sevillano asintió, haciendo un ruidito coqueto, sin fuerza para añadir nada más. Sabía que no iba a ser tan convincente como Paul, que enseguida se la notaria lo histérico que estaba.

—Manuel, pues… —Suspiró Paul al fin. —Me sabe fatal, pero aquí Álvaro y yo tenemos una clase que ir a dar. Si tienes algún detalle de la boda o lo que sea… bueno ya enviarás la invitación. No creo que podamos ir, la verdad, porque estamos muy ocupados y eso…

—No era por…

—Pero que nada, un placer, en serio. —Y antes de que el otro pudiera añadir nada más, enlazó su brazo con el de Álvaro apoyando la punta del bastón de nuevo en el suelo. —Cariño, ¿y si vamos tirando? En un rato tendremos que bajar a por los niños y tendríamos que ir abriendo la clase y eso.

Álvaro se aferró a la vida de salida que Paul le acababa de ofrecer.

—¡Sí! —Asintió agradecido. —Va-Vamos… si quería enseñarte una cosa antes de empezar.

Paul se dio por satisfecho, pero se giró una última vez hacia Miguel, hablando vagamente hacia su dirección.

—Manuel, por cierto, —Repitiendo el nombre mal a propósito. —Yo iría saliendo, ¿vale? No se quién te habrá dejado entrar, pero llevo muchos años aquí y se que no les hará gracia que gente de fuera del conservatorio se dedique a efectuar visitas personales no solicitadas. —Sonrió. —Como consejo, ¿eh? ¡Qué vaya bien!

—Lo siento. —Repitió Álvaro por decimocuarta vez. —Ha sido una falta completa de respeto y de profesionalidad.

Paul no pudo evitar reírse un poco, y a su vez el sevillano no pudo evitar maravillarse de como él su actitud vacilona y prepotente había desaparecido de un plumazo para dejar de nuevo al hombre que él ya conocía y apreciaba, mucho más tímido y dulce.

—Álvaro, ya te he dicho que está bien. —Le aseguró. —Lo he visto necesario. No lo hubiera hecho de no hubiera estado cómodo con ello.

—No debería…

—Para. —Le cortó una vez más. —Álvaro, no estoy enfadado. ¿Acaso no crees que yo no he hecho cosas raras cuando se ha tratado de mi ex?

Álvaro reculó.

—Además, déjame decirte que es un tremendo imbécil. Se ve de lejos, y me ha encantado tener la oportunidad de ser borde con él a la cara. No te voy a mentir, me encantaría haber visto su reacción, la verdad.

Álvaro se echó a reír, pero enseguida notó un sollozo subirle por la garganta, y se encogió en la silla de la clase.

—Lo sé… Pero lo siento mucho igual, yo… me jode tanto, no… me jode haberle dado esta ventaja sobre mí. Haber tenido que huir corriendo hacia ti para que me ayudaras… N-No quiero ser así, Paul. Pero gracias. Gracias por haber estado ahí y haberlo mandado a la mierda tan educadamente.

—Ha sido un placer. Y no te agobies, Álvaro, todo pasará, y algún día él será solo un recuerdo lejano. —Paul rebuscó en su bolsa durante un rato, y finalmente le tendió un clínex.

—Eso es lo que más me jode, Paul. Han pasado dos años. N-No rompimos ayer. —Se secó un par de lágrimas, sintiéndose como un imbécil. —Y aun así él puede permitirse venir a reírse de mí, y yo hay días donde me tragaría de nuevo todas las cosas horribles que me dijo solo por la idea de que alguien me acogiera en sus brazos al llegar a casa y me dijera que me ha echado de menos.

Paul buscó su mano a través de todo el escritorio, acariciándolo con cuidado, haciendo que Álvaro se rompiera un poco más. El menor no parecía saber muy bien que decir.

—Echo de menos que alguien me diga que me quiere, y aunque fuera mentira era siempre tan… t-tan convincente que… —Respiró con dificultad, antes de añadir cualquier otra tontería que le hiciera sentirse peor consigo mismo. —Espero, —Soltó una risita nerviosa. —Que ahora no pienses que soy totalmente idiota.

El menor chasqueó la lengua, casi como si estuviera ofendido, y estiró de él hasta poder darle un abrazo.

—Claro que no, Álvaro. —Le susurró al oído. —Claro que no.

Notes:

os amo

Notes:

¿QUÉ OS ESTÁ PARECIENDO? Probablemente, ya lo leísteis en mi Twitter, pero recordad que tan solo acabamos de empezar.

El segundo aviso: probablemente os haya llamado la atención esta caracterización de Paul más “malhumorada” y seca. Una vez más, esto es solo el principio, pero quiero dejar clara una cosa muy importante: aunque lo iréis descubriendo más adelante, las formas de Paul no se deben a la perdida de su visión. En la vida querría caer en el tópico de “personaje al que su discapacidad le vuelve amargo y borde”, aunque comprenda que a veces salir adelante en un mundo que solo se está empezando a adaptar a la diversidad funcional es jodido. Como todos, Paul!Fic tiene sus altibajos y, pequeña “pista”, os digo que es otra cosa la que lo mantiene tan “arisco”.

Also, si me decís cosas bonitas en los comentarios escribo más rápido!