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Lunes Santo

Summary:

Era el producto del amor y la ira, el Jesucriso del internado.

Notes:

Mi primer contribución para los sagrados ritos de la semana Benitesco/Tedebeni es un AU raro, que empezó como el intento de que Vincent fuera realmente Jesús y Goffredo realmente Judas, pero que a medio camino se transformó porque mi playlist puso "The Fallen" de Franz Ferdinand y "Jesus of Suburbia" de Green Day. Creo que se me perdió el prompt, pero ya ni modo.

Día 1 - Born in hunger

Chapter 1: Oficio de las tinieblas

Notes:

(See the end of the chapter for notes.)

Chapter Text

Y haciendo un látigo de cuerdas, echó a todos fuera del templo, con las ovejas y los bueyes; desparramó las monedas de los que cambiaban el dinero y volcó las mesas. 

Jn 2:14-15

El viernes lo expulsaron. Y a lo mejor eran imaginaciones de Goffredo, pero le pareció que el clima había empeorado drásticamente de un día para otro. Cruzó el patio corriendo para escapar de la lluvia. Subió al último piso todavía chorreando agua y en la puerta del dormitorio se cruzó con Bellini.

Aldo estaba furioso, pero Tedesco simplemente pasó a su lado sin prestarle mucha atención. No quería sentarse a explicar a Bellini que él no había sido el soplón. No le iba a creer, de cualquier manera. Continuó caminando despacio y notó que le sudaban las manos; maldijo por lo bajo. Estúpido Aldo, por su culpa ahora estaba nervioso.

Escuchó las voces de Lawrence y Benítez desde el interior y reunió valor para entrar. La puerta estaba abierta y las luces apagadas, salvo por la lámpara del escritorio. Bajo esa luz mortecina, Benítez parecía más apesadumbrado que hacía un rato. Su tía no estaría feliz con la noticia de su expulsión.

La presencia de Goffredo llamó la atención de los otros dos muchachos. Lawrence le dirigió una mirada que iba cargada de la misma ira asesina que la de Bellini. Bajo el juicio de Thomas, no obstante, Tedesco tuvo que admitir que sí sentía la necesidad de dar alguna explicación. Era natural que todos creyeran que el chivato había sido él, pero ellos no entendían: Tedesco habría preferido que lo expulsaran antes de delatar a Benítez. O a cualquier otro, en realidad, porque ir de soplón no era su estilo, pero si había alguien a quien jamás traicionaría, era Benítez.

Afortunadamente, todos los miedos de Goffredo se desvanecieron cuando Vincent levantó la cabeza y al verlo su cara se iluminó con una sonrisa. Alentado por ese gesto, Tedesco avanzó para sentarse al borde del colchón. El colérico escrutinio de Thomas lo persiguió mientras se peinaba el cabello mojado hacia atrás.

—Van a echarme —explicó Vincent con una sonrisa pesarosa, más como una disculpa.

—Ya sé.

Toda la tarde había estado pensando en lo que diría cuando estuviera frente a Vincent. La verdad no bastaría, había creído, porque usualmente no lo hacía. A veces había que apelar a la verosimilitud, más a que a los hechos. De modo que había elaborado no una mentira como tal, sino una versión parecida, para que le creyera. Pero al estar allí, el discurso que ya tenía aprendido lo evadió y la verdad se le escapó con la facilidad con que respiraba.

—No fui yo, Vincenzo.

Benítez lo observó con su mirada serena de ojos grandes y oscuros, ladeando un poco la cabeza.

—Ni siquiera se me había ocurrido.

—¿Ni una vez? —preguntó de veras incrédulo.

—¿Ni por un momento? —terció Lawrence que seguía mirando a Tedesco con hostilidad.

Nop —replicó Benítez.

La expresión de angustia de hacía un rato dio paso a aquel talante apacible que lo caracterizaba.

—Al menos fue divertido.

—Habría sido vergonzoso que te expulsaran y que no te hubieras divertido —Goffredo estuvo de acuerdo.

Ambos hicieron lo posible por contener la risa.

—¡No importa si fue divertido, lo expulsaron! —gritó Bellini histérico desde la puerta.


El jueves prevaleció un ambiente tenso en el internado. La policía había venido por la mañana para conversar con cada uno de los alumnos de último grado. El inspector y un par de oficiales abandonaron el colegio bien entrada la noche, mientras algunos de los estudiantes se reunían clandestinamente en el comedor vacío.

Tremblay fue el último en ser entrevistado. No estaba nervioso, como el resto de ellos, y cuando le señalaron su peculiar aplomo, aprovechó la oportunidad para explicar su brillante plan. A Goffredo le recordaba a esos comerciantes de baratijas que no sirven para nada, los que te enredan la cabeza con palabrería y te crean necesidades que realmente no tienes. Le ofreció a Vincent un plan maravilloso para desviar la atención a los chicos del colegio rival. No era la primera vez que entraban por la noche al internado a causar destrozos, después de todo. Sin embargo, Vincent no estuvo muy de acuerdo con la idea, porque si iban a culpar a inocentes de sus fechorías, prefería simplemente confesar.

—Eres demasiado bueno o demasiado estúpido para tu propio bien —había dicho Tremblay con su habitual condescendencia disfrazada de amabilidad. Una actitud que a Tedesco le repugnaba—. Por eso todos aquí te admiramos. Hasta Goffredo.

Tedesco respingó al escuchar su nombre y sintió ganas de golpear a Joseph. Sólo que no era estúpido; por más artimañas que hubiera aprendido de sus hermanos mayores y de los otros muchachos en el vecindario, jamás le ganaría a Tremblay en un enfrentamiento físico.

—¿Yo qué? —rezongó Tedesco—. No admiro a nadie, sólo estaba aburrido.

—¡Qué curioso! —insistió Joseph—. Tú ni siquiera sueles venir a estas reuniones.

Él sabía a dónde quería llegar el jodido canadiense de porquería, pero Vincent no iba a caer. No. Benítez no creería que él sería capaz de jugarle sucio luego de todo lo que había pasado el lunes. No obstante, se dio cuenta de que el imbécil de Tremblay sí había logrado sembrar la duda. No en Benítez, sino en él.

—Me alegra que te hayas unido —intervino Vincent y sonaba tan estúpidamente feliz que Goffredo se sintió igual.

No obstante, procuró no demostrarlo y sólo se encogió de hombros.

—Como sea, Bellini ya lo dijo. Si todos damos la misma versión, nadie va a descubrirnos —expuso Joe y luego bostezó de forma exagerada—. En fin, ha sido un día muy largo. Me voy a dormir.

Al pasar junto a Vincent, Tremblay le dio un apretón en el hombro.

—Descansa, Vin.

Al verlo, Tedesco de pronto recordó que Adeyemi no toleraba a Joe y más de una vez se había referido a él como «Judas» en el pasado.


Goffredo no supo lo que ocurrió el miércoles sino hasta mucho tiempo después. Tremblay había creído que podía engañar a un inspector del departamento de policía. Él, un tonto estudiante de diecisiete años. Joseph siempre había sobrestimado su propia inteligencia porque era el mocoso más vanidoso que jamás hubiera pisado la Tierra. Aunque no fuera del todo malvado, tenía un delirio de grandeza tal que lo cegaba. En realidad no importaba si sus intenciones habían sido buenas o malas, no cuando los resultados hablaban por sí mismos.

En el tiempo anterior a la llegada de Vincent al internado, Tedesco había seguido a Joseph en varias de sus trastadas. También habían competido mucho y peleado hasta casi llegar a los golpes en el seminario de retórica. Se toleraban, en el mejor de los casos, y si había que ponerle un alto a Bellini y sus insoportables aires de superioridad, se aliaban, pero nunca habían llegado a ser amigos.

En retrospectiva, Tremblay había actuado especialmente raro aquel miércoles. Como si quisiera decirle algo —para hacerlo participar del más estúpido de sus planes—, pero retractándose en el último momento. Quizá intuía que le diría que no porque no eran tan cercanos, o quizá sabía algo de lo que había sucedido el lunes entre Vincent y él. Tedesco, preocupado por cosas inmediatas, no consideró que Joseph sería tan idiota como para conspirar, tratando de sacar ventaja de la desgracia del resto. Porque podían llevarse como perros entre ellos, pero venderlos a los prefectos y a la policía era de cobardes.


—No tengo miedo —dijo Benítez el martes a la hora de la cena.

Tedesco lo escuchó desde la mesa contigua. Entre cada cucharada de sopa, la mirada de Goffredo acudía al lugar donde Vincent discutía con Adeyemi. No eran los únicos, alrededor de ellos estaban Bellini, Lawrence, Sabbadin y Tremblay.

Joshua quería convencerlo de sabría Dios qué plan —a ratos los chicos hablaban en susurros muy quedos y Tedesco no estaba lo suficientemente cerca—, pero Benítez no era dado a las salidas fáciles y se había negado desde el primer momento. El resto de la conversación, según entendía, podía resumirse en Joshua y Giulio tratando de hacerlo entrar en razón.

—Ya déjenlo —Bellini intentó zanjar aquel tema—. No necesitamos planes, sino que ninguno lo venda. Por mi parte, sé que no lo haré. No es tan complicado, ¿o sí?

Entre las miradas furtivas que no dejaba de dirigir a la otra mesa, Goffredo logró captar la sonrisa casi compasiva de Benítez, y cuando le respondió a Bellini, Tedesco no pudo evitar coincidir con él.

—Es fácil decirlo, pero estoy seguro de que alguien va a delatarme.

—Nadie más que nosotros sabe la verdad —susurró Bellini, aunque no tan bajo que Tedesco no pudiera hacerse una idea de lo que se decía—. Y aquí nadie va a hablar.

—Cualquiera lo haría bajo presión —respondió Benítez como si se tratara de una obviedad.

—Yo jamás lo haría.

—Bellini, hasta negarías conocerme. Y está bien, hay que ver primero por uno.

Notes:

El tenebrae (oficio de las tinieblas) sólo incluía miércoles, jueves y viernes santo, según entiendo, pero aquí lo extendí hasta el martes porque Dios me dio permiso.

Chapter 2: Domingo de Ramos

Notes:

(See the end of the chapter for notes.)

Chapter Text

Sus horarios coincidían perfectamente los lunes. Las mismas clases por la mañana, los mismos cursos extracurriculares en la tarde, el taller de carpintería luego de la comida y la práctica con el equipo de fútbol antes de la cena. Pasaban prácticamente todo el día juntos. Y como la compañía usual de Vincent odiaba los trabajos físicos o no tenía interés en el deporte, podía estar con él sin el incordio de sentirse vigilado constantemente por Bellini y Lawrence. Claro, salvo a la hora de la cena. Mientras que las amistades de Goffredo toleraban a Vincent, las de él parecían dispuestas a envenenarle el plato.

Aunque debía darles la razón, hasta cierto punto. Tedesco era infame por su cercanía con algunos de los prefectos y corría la teoría de que él había delatado Sabbadin y Bellini aquella vez que se escaparon por la noche. Era falso, pero Tedesco jamás había hecho nada por desmentirlo. Así que tenía sentido que los amigos de Benítez no confiaran demasiado en él, aunque la opinión de ellos (o de quien fuera) les tenía sin cuidado.

Su improbable amistad había surgido una tarde de lunes. Mientras Goffredo trataba de descubrir qué diablos estaba haciendo mal con el torno para madera en el taller, Vincent, que ya iba de salida, se había acercado a ayudarlo. Tedesco no lo había tomado muy bien al principio —¿cómo iba a dejar que un amigo de Bellini le enseñara algo a él?— y lo había dejado hablar únicamente para que se largara lo más pronto posible. El taller era el único lugar donde se sentía realmente cómodo y este crío estaba interrumpiéndolo. Sin embargo, mientras intentaban descubrir por qué la pieza de madera se bamboleaba sin control, y Vincent seguía hablando sobre los árboles que crecían en su pueblo, se descubrió en serio interesado en lo que escuchaba.

No era habitual que Goffredo encontrara alguien con quien conversar se diera de manera tan natural y más raro aún era que alguien estuviera dispuesto a prestar atención a las cosas de las que de veras necesitaba hablar: que extrañaba su casa, que mamá estaba enferma, que una de sus hermanas se había fugado, que los otros chicos de su dormitorio le hacían burla por la manera en que hablaba y comía y aunque parecía que ninguna crítica lo afectaba, la de la comida sí le molestaba bastante.

Todos los lunes, la convivencia y, un día al fin, la innegable expectativa, su entusiasmo vuelto nerviosismo en el estómago. Con Vincent era todo tan real que, en algún punto, dejó de enmascarar su acento. Luego, renunció a la agotadora competencia por ser el más inteligente de los dos. A Vincent eso no le importaba. Y así, al cabo, todas las cosas que Goffredo tenía que proyectar para congraciarse con sus compañeros, en mayor o menor medida, fueron cayendo en el olvido.

Para Vincent debió ser parecido, porque como no queriendo la cosa, Tedesco terminó fijándose en el volumen de sus carcajadas, más estruendosas cuando estaba con Goffredo, quien nunca le pidió que bajara la voz; en el entusiasmo que no intentaba contener cuando anotaba un gol en las prácticas o en la viveza de su gesticulación cuando le hablaba. Le contaba que tenía la presión constante por mantener una beca, que en casa una de sus hermanas y su madre habían muerto porque no había dinero para medicinas, a veces no había dinero ni para comer, y que debido a eso había terminado viviendo con su tía. Era buena y estricta y por eso demandaba excelencia de parte de él.

Ambos sabían cuánto pesaba el sol a mediodía en el campo, el escozor de las ampollas en las manos y el hormigueo como único alivio a las que salían en las plantas de los pies. Quizá porque también conocían el horrible pinchazo del hambre en el estómago, compartían su comida todo el tiempo. Se guardaban los dátiles del postre para la clase de carpintería. El día en que se repartía tiramisú, Vincent cedía toda su porción porque sabía que era el favorito de Goffredo y, a cambio, al volver del descanso por Navidad, Goffredo le llevaba una canasta llena de rosacatarre que su madre le había preparado especialmente, luego de todo lo que Goffredo había parloteado sobre él durante las vacaciones.

Quizá, si la compañía mutua no les hubiera dado valor, no hubiera ocurrido nada de lo que ocurrió aquel lunes.

Vincent odiaba el hambre. La suya, por supuesto, pero sobre todo la de otros. Detestaba las injusticias de todo tipo y algunos dirían que tenía serios problemas con las figuras de autoridad. A menudo, lo único que se interponía entre él y llana desobediencia en clase era la amenaza de una reprimenda ejemplar de parte de su tía. Odiaba las órdenes estúpidas y las reglas sin sentido.

Muchos no lo sabrían, porque Vincent, por la suavidad de su voz o la afabilidad de su trato, no daba la impresión de ser un chico problemático. En verdad, habría podido ser el estudiante estrella si hubiera sido un poco menos rebelde, pero como siempre estaba discutiendo con un profesor después de clase (y a veces a mitad de la misma), o su prefecto estaba dándole algún sermón, el podio se lo disputaban Lawrence, Bellini y Tremblay; de Vincent ni la sombra.

Tedesco suponía que esta fama jugó en su contra el jueves por la noche, cuando Tremblay relató —exagerando los detalles, Goffredo estaba seguro— su versión al inspector de policía. La verdad era más sencilla que el cuento de Joe: Vincent odiaba el hambre, las figuras de autoridad y las órdenes estúpidas.


El domingo el rector ordenó a los prefectos de cada dormitorio una revisión. Nadie se había enterado a tiempo, lo cual, por sí mismo, ya era sospechoso. De una forma u otra, el rumor de una inspección solía correr por todo el internado días antes de que sucediera. Los muchachos tenían tiempo para ocultar los cigarrillos, el alcohol que había entrado de contrabando en botellas discretas, las revistas para adultos y las cartas de amor. Estas últimas, no porque estuvieran prohibidas, sino por vergüenza, ya que quien las incautaba solía leerlas en voz alta para humillar al pobre diablo que las había escrito.

Que el cateo hubiera ocurrido en domingo también se discutía entre los estudiantes. Los fines de semana, el internado se vaciaba casi por completo. Una inspección era más fructífera si estaban todos dentro, pues se podía señalar a los culpables. El castigo de una inspección de fin de semana era general, pero menos severo que uno individual.

Y fue justamente la extrema severidad de un castigo que usualmente no lo era lo que sacó de sus casillas a Vincent. Las celebraciones por el aniversario del colegio se reducirían a los actos solemnes, habría toque de queda un mes, se reduciría el agua caliente a unos cuantos minutos por la mañana y se omitirían el almuerzo y la cena durante varios días.

No estaban en un internado militar, fue la primera consigna de Vincent. Era inhumano obligarlos a vivir sin más que una comida al día. Los que tuvieran dinero pagarían el contrabando, pero los demás tendrían que apañárselas con el hambre o acceder a hacer las tareas de otros por meses. Todo tipo de iniquidades comenzarían a proliferar.

La rebeldía de Vincent lo empeoró. El último grado perdió el derecho a salir los fines de semana durante un mes. El castigo de la comida se extendió y el agua caliente no volvería hasta nuevo aviso. Todo porque habían encontrado revistas pornográficas en el dormitorio de alguien, lo cual en sí mismo ya era motivo de sanciones, pero lo que había agravado la situación fueron los relatos eróticos que describían historias turbias de hombres con otros hombres. Poco se decía, pero el remate habían sido las revistas de «fisicoculturismo». Los rumores no se habían hecho esperar, ¿en el dormitorio de quién habían encontrado todo eso y, sobre todo, quién había escrito aquellas historias?

Tedesco podría jurar que Vincent sabía a quién pertenecía aquellas historias (Tedesco mismo tenía un sospechoso en mente), pero ese no era el punto, porque relatos eróticos y revistas de esa índole circulaban todo el tiempo en el internado, él mismo había tenido un par a principios de año. El punto era el castigo.

Notes:

Si no logro escribir para los siguientes días de la semana Benitesco, MI PUTA OTP, será culpa de este fic. Lo empecé hace un mes, pero me quedé atorada en esta segunda parte hasta hace dos días que me acordé que «La ciudad y los perros» existe. Vargas Llosa era un ruco nefasto, pero hoy sirvió a una causa noble(?) contra su voluntad, tho.

Chapter 3: Lunes de Autoridad

Chapter Text

El lunes Vincent lo despertó antes del amanecer. Entre susurros y gestos lo urgió a vestirse en la oscuridad y como Tedesco se tambaleaba por la ceguera y la somnolencia, Benítez mismo lo ayudó a quitarse el pijama y a ponerse la ropa civil. Ni siquiera tuvo claridad para preguntarse cómo diablos había hecho para entrar a su dormitorio, si el de él estaba al otro lado de la escuela. Todo parecía tratarse más bien de un sueño y con esta vaga noción se dejó hacer con total obediencia, sonriendo como idiota mientras los dedos de Vincent desabotonaban la parte superior de su pijama. Pero al cabo de un rato, cuando se dio cuenta de que lo que estaba subiendo por su pierna no era el pantalón del uniforme, espabiló del todo. Fue a la ventana y miró entre las cortinas.

—Es de madrugada, Benítez —se quejó con la voz ronca.

Se puso las gafas y se dio cuenta de que él también usaba ropa del diario. Tedesco hizo todo las conexiones en unos cuantos segundos. No sabía cuál sería el método, pero conocía perfectamente el propósito.

—Estás por tu cuenta —declaró tratando de volver a la cama.

Pero Vincent tiró de las cobijas y luego de él para retenerlo en donde estaba.

—No, tenemos que hacer esto.

—No tenemos.

Tedesco hizo una mueca para enfatizar la ausencia de una razón para seguirlo en sus correrías.

—Sí —aseveró con firmeza—. Sí tenemos.

Lo siguiente que Tedesco supo fue que Vincent presionaba sus labios contra los de él. Tenía el rostro frío y las manos que ahora capturaban su cabeza le arrancaron un escalofrío. La reacción de Goffredo tardó lo suficiente para que Benítez hiciera el ademán de alejarse, pero cuando lo sintió tirar levemente, lo retuvo por los hombros y entreabrió un poco los labios para Vincent siguiera besándolo.

A Goffredo podían no gustarle demasiado las reglas, las órdenes estúpidas o las injusticias, pero estaba tan habituado a obedecer, seguir y consentir, que se había insensibilizado a cualquier instinto de subvertirlas. De hecho, si el podio de alumnos estrella admitiera un cuarto o quinto lugar, probablemente Tedesco ocuparía alguno de los dos. Él jamás hubiera seguido a nadie para provocar el caos por todo el internado mientras los demás dormían. A nadie salvo a Benítez.

Y Benítez lo sabía.

Empezaron en la oficina del rector. Se escabulleron de los vigilantes, rompieron la ventana para entrar y empezaron a husmear en los cajones y los archiveros. No tenían idea de qué buscaban, pero algo debía poder hacerse allí dentro, era la oficina del rector después de todo.

—¡Benítez! —lo llamó con un murmullo urgente.

Tedesco se había arrodillado frente a un caja dentro de la que había encontrado varios expedientes de último año. Conforme los fue revisando, advirtió que sólo estaban unos cuantos. Afortunadamente, el suyo no, pero al fondo de la caja, una carpeta a punto de reventar estaba rotulada con el nombre completo de Benítez.

—¿Qué hacen aquí? —preguntó Vincent con el ceño fruncido, hojeando el raquítico expediente de Thomas Lawrence.

Goffredo se encogió de hombros.

—Seguramente los quieren dejar otro año.

Vincent negó efusivamente con la cabeza.

—A mí no, estoy becado, me echarían nada más.

Benítez cerró el expediente y se quedó callado un largo rato, sin dejar de caminar por la oficina. Uno de los vigilantes pasaría tarde o temprano frente a la puerta y notaría el vidrio roto. No tenían demasiado tiempo y ahora Vincent parecía dispuesto a echarse para atrás.

—Hay que quemarlos —sugirió Tedesco sin pensarlo mucho.

Jamás. Jamás se le habría ocurrido sugerir algo así de no haber sido porque le espantó la posibilidad de tener que permanecer otro año en el colegio y, peor incluso, hacerlo sin Vincent. Su nombre no estaba aquí ahora, pero cuando hubieran terminado con esto, seguro que sí.

—Bueno —accedió Benítez tras una breve reflexión. Demasiado breve, pensó Tedesco con cierta hilaridad.

La hoguera con los expedientes alertó a los guardias y el revuelo de éstos alebrestó a los estudiantes que empezaban a despertar aquel lunes. Los ánimos, que estaban caldeados desde la tarde anterior, terminaron por estallar cuando uno de los carceleros (como ellos llamaban por igual a prefectos, monitores y guardias de seguridad del internado), golpeó a alguien con la porra en el intento de «mantener el orden».

Al mismo tiempo, alguien había utilizado el fuego de los expedientes para quemar las oficinas administrativas. Aunque no se enteraron de los detalles hasta más tarde, porque todo ese tiempo estuvieron ocupados organizando a otros de los chicos que habían salido de los dormitorios en medio del caos. Thomas y Aldo (el sospechoso principal de los relatos homoeróticos, por cierto) aún estaban en pijama cuando Vincent los arrastró hasta la despensa para abrirla y repartir lo que se pudiera. Pese a que al inicio se mantuvieron lejos de la carne y los productos lácteos porque no tendrían dónde cocinarlos y, menos aún, dónde almacenarlos, al final alguien sugirió venderlos en el contrabando con el exterior.

Vincent dejó a cargo de esto a Lawrence y arrastró a Goffredo hasta los salones. El profesor de Cálculo era un tirano. Los exámenes siempre eran varias veces más difíciles que cualquier ejercicio que hubieran hecho en clase. «Si ya estamos en esto, hay que hacerlo bien», dijo Vincent sin que la preocupación asomara siquiera a su semblante. La mitad de los estudiantes iban a reprobar de todas formas.

Los exámenes debían seguir en la sala de maestros, el profesor de Cálculo nunca se los llevaría a su apartamento, eran demasiados. Entrar no fue el problema, sino salir. Los habían interceptado los lamebotas de los prefectos de quienes, para más inri, se sospechaba algún grado de culpabilidad de la inspección del domingo. Tedesco reconoció a varios de los chicos con los que solía juntarse (luego supo que Tremblay también iba entre ellos, pero que al verlos había decidido quedarse fuera de la sala) y retrocedió un paso instintivamente.

Buscó con la mirada a Vincent, pensando que quizá le acusaría de algo o dudaría o le haría alguna pregunta para confirmar que estaban del mismo lado… Nada. Vincent ni siquiera lo miraba. Estaba preparado para la pelea. Uno de los lacayos del rector los amenazó con partiles la cara si no salían ya mismo de la sala de maestros, tenían permiso de romper algunos huesos incluso.

Para ser justos, Vincent no dio el primer golpe como había dicho Tremblay. Giró para tomar tantos exámenes como pudo y los rasgó con dificultad antes de que se abalanzaran sobre él. Tedesco se quedó congelado unos instantes, bajo la acusatoria expresión de los que no estaban intentando contener a Vincent. Pero cuando alguien finalmente alcanzó con el puño la cara de Benítez, Goffredo se olvidó de poner la otra mejilla.


Si Vincent hubiera querido, habría podido delatar a todos los demás. A lo mejor así, la magnitud de su castigo se habría reducido considerablemente. Pero no lo hizo y el domingo por la mañana, su tía apareció en el internado para llevárselo. Tenía cara de que iba a colgar a Vincent por las orejas en cuanto llegaran a casa y Tedesco sintió pena del pobre Benítez.

Tendría que regresar a la estación de policía cuantas veces lo llamaran, pero como nadie había podido comprobar que él hubiera iniciado el incendio en los salones, por ahora estaba libre de cargos. El inspector había tenido el buen juicio de considerar que si había culpables en el incidente que había despertado a todo el vecindario, eran las autoridades del colegio por no saber mantener la disciplina en la institución. Las declaraciones de Tremblay, al final del día, lo volvieron el blanco de las sospechas y también había sido expulsado.

Goffredo ayudó a bajar las maletas de Vincent, aunque era un equipaje sorprendentemente ligero. Las nubes se habían disipado el día anterior y hoy el sol tenía un brillo muy limpio. Caminaron hasta el estacionamiento, mientras la tía de Benítez terminaba de discutir con el rector (ya sabía de dónde había sacado la personalidad). Subieron el equipaje al maletero y se recargaron sobre el vehículo sin saber cómo iniciar la despedida.

En realidad, Goffredo sí sabía cómo debía decir adiós, pero si comenzaba a besarse con Benítez a mitad del estacionamiento, lo echarían del colegio también.

—Fue divertido, ¿eh?

Golpeó una piedrecilla con la punta de su zapato. Ojalá Vincent entendiera que no se refería a los actos de vandalismo, sino a los múltiples besos que hubo entre cada uno de ellos.

—Un montón —coincidió Benítez con una sonrisa apenada—. Qué lástima que no tuvieramos más tiempo, pero te voy a escribir.

Tuvo el impulso de responder con alguna tontería para restarle importancia, pero jamás habían sido partidarios de fingir ser cosas que no eran, al menos no entre ellos. 

—Al menos tú ya no tienes que volver a este lugar. —Soltó un suspiro de derrota—. Ven a verme algún fin de semana.

—Seguro. —Benítez asintió repetidamente con la cabeza.

Encima del viejo automóvil, Vincent buscó su mano y Tedesco arqueó una ceja cuando sus dedos se rozaron. El internado sería un lugar tan aburrido sin él.