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Capítulo 9: Susurros del Cambio
La sombra del evento en la plaza era larga y fría, y Lloyd decidió que la mejor estrategia era no darle forma ni nombre. Evitaría quedarse a solas con cualquiera de los ninjas. En grupo, podía esconderse detrás de la dinámica familiar, del ruido de las bromas y las discusiones heroicas. Pero a solas, con un solo par de ojos enfocados en él, sabía que la pregunta flotaría en el aire, tangible e inevitable: "¿Qué pasó en el evento, Lloyd?" Y no tenía una respuesta que no fuera una mentira o una admisión de debilidad.
Así que en los siguientes días se levantó con la determinación del soldado que se prepara para una batalla de desgaste. Pero su cuerpo, ese aliado traicionero, había empezado la jornada con su propia rebelión.
Varias veces se despertaba empapado, tantas que no podía contar, por lo tanto dejo de ignorar. No era inusual sudar tras una pesadilla—los ecos de Morro, del Overlord, de su padre con los ojos amarillos aún visitaban sus noches a veces—pero esta cantidad era diferente. No estaba fría por el miedo, sino caliente, abundante, como si su piel hubiera destilado la ansiedad de la semana entera mientras dormía. Su ropa de dormir, una sencilla camiseta y pantalón de algodón, estaba empapada hasta el punto de pegarse a su espalda y pecho. Bastante, pensó con una punzada de fastidio mientras se la arrancaba del cuerpo.
Se levantó con sigilo, como un fantasma en los pasillos aún oscuros del monasterio. Su plan era simple: bañarse, vestirse, entrenar. Sumergirse en la rutina hasta que el día lo absorbiera por completo. Al pasar frente a la cocina, vio la silueta familiar de Zane ante la estufa, la espalda recta, moviéndose con la eficiencia de un mecanismo de relojería mientras preparaba el café que despertaría a los demás. El aroma, normalmente reconfortante, hoy le recordó demasiado a la normalidad que sentía fuera de su alcance.
Intentó deslizarse como una sombra, pero los sensores del nindroide eran infalibles.
—Buenos días —la voz de Zane, neutra y clara, cortó el silencio antes de que Lloyd pudiera escabullirse por el pasillo.
Lloyd se detuvo, forzando una sonrisa tensa. Se volvió.
—Buen-nos d— —La palabra se quebró a mitad de camino. No fue un simple tropiezo. Fue un sonido agudo, estridente, un gallo que salió de su garganta como un chirrido involuntario y grotesco. La vergüenza, instantánea y abrasadora, le incendió las mejillas.
Zane giró lentamente, la taza de café en la mano suspendida a medio camino hacia la mesa. Sus ojos azules, brillantes y analíticos, se posaron en Lloyd con una intensidad que era casi física. No hubo risa, ni siquiera una sonrisa comprensiva. Solo una observación serena, que escrutaba más allá del sonido vergonzoso.
—¡Tomaré un baño antes del entrenamiento! —La frase de Lloyd salió en un torrente, demasiado rápido, demasiado alta, en un intento desesperado por ahogar el eco de ese gallo y la mirada de Zane. Antes de que el nindroide pudiera dar un paso o pronunciar una palabra, Lloyd había girado sobre sus talones y huido por el pasillo como si las sombras mismas lo persiguieran.
La puerta del baño se cerró tras de sí con un golpe seco. Apoyó la espalda contra la madera, respirando con dificultad. ¿Qué carajos le pasaba a su voz hoy? Se tocó la garganta, como si pudiera encontrar una respuesta física en la piel de su cuello. Se sentía… igual. Pero algo había cambiado. Algo dentro de él estaba fuera de sintonía.
Con movimientos mecánicos, empezó a desvestirse para la ducha, ansioso por lavar el sudor y la sensación de incomodidad que lo cubría como una segunda piel. Camiseta. Pantalón. Todo cayó al suelo. Luego, la ropa interior.
Y fue entonces, al quitarse el último velo, cuando lo vio.
No era algo en la tela. Era en él.
En su pubis, donde antes solo había una piel lisa, ahora asomaba un vello oscuro, fino pero inconfundible. No era una mata espesa, sino los primeros exploradores de un bosque que empezaba a crecer. Su corazón dio un vuelco. Bajó la mirada, escaneando su propio cuerpo desnudo con la atención urgente con la que revisaría una herida en plena batalla.
Ahí. En las axilas. Otro puñado de vello oscuro, tímido, recién brotado. Su mente, acostumbrada a catalogar amenazas, registró las zonas. Desde cuándo le habían empezado a salir vellos en esas zonas?
Estaba tan sumergido en su mente que recién se percató de ese cambio físico.
Se acercó al espejo empañado por el vapor que empezaba a levantarse de la ducha abierta. Frotó el cristal con la palma de la mano, creando un claro. Su rostro reflejado lo miró, los ojos verdes más grandes de lo habitual, la expresión entre perpleja y asustada. Su cara, al menos, parecía la misma. No había vello nuevo en su barbilla o su labio superior. Su cuerpo… su cuerpo parecía ser el mismo de siempre, pero con ligeros cambios que tardo en notar.
Una oleada de vergüenza, diferente a la del gallo pero igual de intensa, lo inundó. Esta no era la vergüenza de un error, sino la de ser visto en un estado vulnerable, íntimo, cambiante. La misma sensación que tuvo cuando las fans lo tocaron en la plaza, pero dirigida hacia su propia imagen en el espejo. Se dio la vuelta bruscamente, como si pudiera esconderse de sí mismo, y se metió bajo el chorro de agua casi hirviendo, frotándose la piel con la esponja como si pudiera borrar esos nuevos rastros, esas pruebas físicas de que algo dentro de él se estaba moviendo, transformando, sin su permiso.
El baño fue rápido, casi violento. Al salir, se envolvió en la toalla con la meticulosidad de quien se venda una herida, asegurándose de que cubriera desde el pecho hasta medio muslo. Al pasar de nuevo frente a la cocina, ahora llena del murmullo matutino—Kai bostezando sobre su taza, Jay contando algo animadamente a una Nya medio dormida, Cole asintiendo con los ojos entrecerrados—no se detuvo. Un «buenos días» lanzado al aire como una granada de distracción, y siguió su camino hacia la seguridad de su habitación.
Una vez dentro, con la puerta cerrada, respiró. Buscó su gi verde—su armadura, su uniforme, su segunda piel—y se lo puso con la urgencia de un caballero vistiéndose para la batalla. Cada capa de tela que cubría su torso, sus brazos, sus piernas, era un alivio. Cuando el último broche estuvo en su lugar, se miró en el espejo pequeño de la habitación. Allí estaba: el ninja Verde. No el chico desnudo y asustado del baño. No el adolescente con cosas nuevas y una voz que le traicionaba. El héroe. Así nadie notaría nada. Tenía que ser verdad.
El entrenamiento transcurrió en una especie de niebla de determinación. Lloyd se esforzó el doble, atacó con más fuerza, se movió con más precisión, como si el exceso de energía física pudiera quemar la confusión interna. Notó la mirada de Zane sobre él, constante, pesada como una lupa. El encuentro matutino, pensó, solo es por el gallo de esta mañana. Negó con la cabeza, concentrándose en una serie de patadas aéreos. Pero en el fondo, sabía que Zane veía más. Siempre veía más.
La búsqueda de Wu los dividió en grupos. A Lloyd le tocó con Jay y Cole. Era un alivio; Jay era distracción pura, y Cole, aunque perceptivo, era discreto. Siguieron una pista que olía a desesperación y terminó, como tantas otras, en un callejón sin salida frente a un anciano que intentaba venderles «información privilegiada» a cambio de dinero. La sensación de derrota, de tiempo perdido, era familiar. Pero hoy, Lloyd la recibió casi con alivio. Era un problema simple. Un problema que años atrás era su cotidianidad.
En el camino de regreso, Jay estaba en su elemento, intentando reclutar a Cole para una salida al cine.
—Si Lloyd me dice algo que me tiente, iré —dijo Cole, su mirada pesada y amable posándose en Lloyd. Era una oferta, una cuerda de salvamento lanzada a la normalidad.
Lloyd respiró. Esto era fácil. Esto lo conocía. El cómic. Los personajes. Los giros argumentales. Abrió la boca, preparando su mejor discurso de fan, una sonrisa genuina empezando a formarse en sus labios.
—Me conoces, Cole. Sé que te encantar-a—
La última sílaba no salió. Se quebró, se elevó, se transformó en un gallo tan agudo y ridículo como el de la mañana. Pero esta vez no fue en la seguridad de la cocina vacía. Fue frente a Jay y Cole, al aire libre, sin paredes que absorbieran el sonido.
El tiempo se detuvo por un segundo. Lloyd sintió el rubor subirle desde el cuello hasta la raíz del cabello, caliente y humillante.
Y entonces, la risa de Jay estalló como un cohete.
—¡Amigo, qué fue eso! —rugió Jay, doblando la cintura, las lágrimas asomando en sus ojos de pura diversión descontrolada.
Lloyd se quedó petrificado, un tomate con patas. Miró a Cole, buscando refugio, y encontró en el rostro del maestro de la tierra una sonrisa cómplice, no burlona, pero sí llena de un reconocimiento que no entendía.
—Jay, lo estás avergonzando —dijo Cole, aunque su propia sonrisa delataba que también encontraba algo gracioso en la situación.
—¡Lo siento! —Jay se secó una lágrima, recuperando un ápice de compostura. —Es que… ¡me recordó a nuestros tiempos cuando Wu nos reclutó!
—¿Jay, en serio? —Cole frunció el ceño, y un rubor inusual tiñó sus mejillas.
La vergüenza de Lloyd cedió un centímetro, reemplazada por la curiosidad. —¿Por qué lo dices?
Jay, viendo la apertura, recuperó su entusiasmo. —¡Amigo, este ser de músculos puros —señaló a Cole con el pulgar— no podía decir nada en esos días sin tener un gallo de por medio! ¡Era como tener un pollo enfadado de compañero de equipo!
Un «¡JAY!» resonante, mitad protesta mitad risa, salió de Cole. Y entonces, algo mágico sucedió. La tensión en los hombros de Lloyd se deshizo. Una risa, primero leve, luego más segura, brotó de sus labios. No era la risa nerviosa. Era una risa genuina, compartida, liberadora. Jay seguía riéndose, Cole fingía estar ofendido pero no podía ocultar su sonrisa, y Lloyd, por un momento, olvidó los vellos nuevos, la voz traicionera, la mirada analítica de Zane. Solo eran tres hermanos, riéndose de un recuerdo tonto en medio de una calle cualquiera.
La vergüenza se había transformado, no en algo que desapareciera, sino en algo que podía compartirse. Que, al parecer, todos habían vivido en algún momento.
Al regresar al monasterio, encontraron a los otros con caras igual de vacías. Otra pista de Wu que se esfumaba en el aire. El cansancio y la frustración los envolvieron, y cada uno se retiró a la quietud de su habitación.
En la suya, Lloyd se quitó el gi, esta vez sin la urgencia de la mañana. Se quedó en pantalón y camiseta, y antes de acostarse, miró discretamente hacia su axila. Allí seguían. Los vellos oscuros. No eran una ilusión. Se tocó la garganta. Volvió a intentar hablar en un susurro. «Hola.» La voz sonó rasposa, pero no se quebró.
Se acostó, mirando al techo. La risa con Jay y Cole aún resonaba cálida en su pecho, un bálsamo contra la vergüenza. Pero debajo de ella, una pregunta nueva, más profunda, empezaba a formarse: si el gallo en la voz era algo por lo que todos pasaban… ¿y los vellos? ¿Era eso también… era normal? ¿O era otra cosa, algo que solo le pasaba a él, el chico que había crecido demasiado rápido y ahora quizás estaba… cambiando otra vez?
El miedo y la curiosidad se entrelazaron en su estómago mientras cerraba los ojos. El viaje no había terminado. Solo había tomado un nuevo, e inquietante, giro.
Continuará
