Work Text:
—Qué tranquilidad, qué paz.
Sobre el parqué frío y duro del suelo, Martin se siente flotando en una nube de luces de ambiente que tiñen el techo purpúreo.
En su nuca es capaz de sentir el leve baile de un pecho al respirar lentamente, profundo, uniforme, como las olas del mar en calma, arriba, abajo, arriba, abajo, y, si escucha con la atención suficiente, el murmullo de un corazón latiendo bajo las capas de piel y hueso que conforman el que es para él el lugar más cálido y seguro nuevo que podría imaginar: Juanjo Bona.
Aún con la vista puesta en el techo y el silencio sepulcral de los escasos minutos previos al fin del mundo, Martin siente los labios del zaragozano dibujar una sonrisa tierna, de esas que tan bien le quedan. Es casi como si pudiese escuchar el movimiento sutil de sus músculos faciales, o los sintiese flexionarse y relajarse bajo su propia piel.
Un ligero movimiento de cabeza, lo suficiente como para salir en busca de la mirada que tan bien ha aprendido a leer y encontrarla con éxito, confirma sus sospechas, y para cuando se quiere dar cuenta, su cara duele de lo amplio que ha estado sonriendo de vuelta todo este tiempo.
Martin no se mueve ni un solo centímetro. Juanjo se mueve aún menos, y así, completamente quietos, como si tuviesen miedo de cortar el aire con un movimiento brusco, sosteniendo sus miradas como quien sostiene un cristal, podría jurar que se sienten las personas más grandes del mundo, gigantes sobre el cielo, contemplando el imperio que han levantado con sus propias manos.
Dos pares de pasos se aproximan, pero ninguno de los dos se inmutan, inmersos en el otro, tomándose a sorbos por los ojos como viajero cansado al divisar un oasis. No se mueven cuando escuchan las teclas del ordenador en su discreto rumor, o el clic de un ratón al presionar play.
No se mueven cuando las primeras notas de la canción comienzan a sonar, pero viajan.
A través, no tanto del espacio sino del tiempo, apenas un mes antes, tumbados en ese mismo suelo, escuchando esa misma canción, con los ojos puestos en el mismo sitio, aunque con sensaciones muy distintas en el pecho.
Martin recuerda sentirse pequeño, pequeño, muy pequeño y asustado, como el niño que se asoma desde el tobogán más alto del parque y de repente deja de querer tirarse por él. Navegando por mares bravos, en plena tormenta y fuera de ruta, con la posibilidad de encallar en cualquier momento posada sobre la base de su cuello, y sin puerto a la vista.
Las dudas. La presión. Los miles de ojos que siente sobre su persona. La sensación escalofriante que tiene el cuerpo cuando nota un cambio en el ambiente y el gélido viento en la cara al virar y cambiar de rumbo. Las miradas que duran más de lo normal. Los roces accidentales de las mismas manos, revoloteando sobre él como el aleteo de una mariposa. Los encuentros a medianoche y de madrugada, las miradas que sólo el ha visto, los sonidos que sólo él ha escuchado y todos los secretos que sólo él sabe, al margen de la página, apartados del mundo por unos instantes, aunque sean pocos.
Martin lo recuerda todo como si fuese ayer; el vértigo, la euforia, la sensación de estar actuando como un completo idiota. La inseguridad por todo. Por su aspecto, porque nadie nunca se fijaría en alguien con sus pintas. Por su forma de ser, demasiado pegajosa, demasiado abrumadora y agobiante. Por su voz al hablar, demasiado pequeña y calmada en un pequeño mundo en el que todos parecen tener algo que gritar. Por todas las veces que su mirada fue rechazada, o sostenida un segundo solo para serle arrebatada. Por las expresiones de aburrimiento o irritabilidad, los momentos de mal humor y comentarios ácidos; sarcasmo amargo sobre su figura de cristal de caramelo.
Y aún así, entre ensayos de una canción de amor y citas falsas en un cine que nunca existió, entre pequeñas expediciones para excavar y acabar con el muro de hielo y fuego puro que rodea a Juan José Bona, Martin recuerda haber encontrado un corazón demasiado grande como para apenas lograr esconderse tras la indiferencia, como quien encuentra una viruta de oro en el cauce de un río.
Y cual rey Midas, recuerda haberlo sostenido entre sus manos justo a tiempo de ver su mundo tornarse del color del sol, en forma de abrazos cálidos, que no aprietan, pero se mantienen firmes, lo suficiente como para no querer estar en ningún otro sitio. En miradas que no se quiebran ni desembocan en una mueca. En buenas palabras, sinceras, desde el alma, sobre lo increíble que es y lo mucho que tiene que ofrecerle al mundo. En risas, muchas risas, y muchos otros momentos que añaden centímetros a su vuelo hasta que el mundo se convierte en una pequeña mancha bajo las nubes y el parqué del suelo no es más que una mota de polvo en la inmensidad de un universo en el que sólo caben ellos dos.
Así que ahora, un mes más tarde, Martin no siente miedo alguno, y en vez de sentir su corazón encogerse con el anhelo de un deseo que jamás se cumplirá, se permite a sí mismo soñar despierto con una vida en la que poder dormirse cada noche tal y como está, en el lugar más cálido y seguro del mundo.
La canción les envuelve, tanto que escuchan desde la distancia las voces amigas que la cantan, bailando alrededor de la habitación. No restan, sino suman. Forman parte del momento, llenan el aire de amor, en todas sus formas, tipos, y colores, lo limpian hasta quedar tan puro que todo error del pasado queda borrado y las palabras de Juanjo resuenan en su cabeza al son de la música.
“Vas a brillar, ¿me oyes? Vas a brillar.”
Esta vez, Martin se las cree un poquito más.
Hay que ver, las sorpresas que esconde el chico del que se enamoró cantando. El afecto, el cariño, y la bondad que le inundan. La dulzura de su mirada cuando se despoja de todo aquello que lo cohibe y se deja ser.
Martin se promete allí mismo no dudar jamás de la palabra de Abril Zamora, pues tenía toda la razón.
Las voces que cantan y amenizan la velada se acercan, y sus pasos se detienen, y de repente está siendo abrazado, y el perfume de Bea se hace notar en el ambiente. Martin extiende el brazo y la abraza de vuelta, pero sus ojos no se desvían un sólo segundo.
Te regalo las piezas
Que mi alma conforman
Que nunca nada te haga falta a ti
Te voy a amar hasta morir
Te voy a amar hasta morir
La canción acaba con el abrazo de una amiga, la mirada de un amante, y la magia de la música dibujando espirales en el aire.
“Qué tranquilidad, qué paz.”
Es un grito. Uno mudo, sin palabras, sin articular sonido alguno. Un código secreto que sólo ellos entienden, a pesar de que ninguno entienda por qué, aunque esto último es lo de menos.
Juanjo sonríe, y Martin sabe que su mensaje ha sido enviado y recibido perfectamente.
“Tú eres mi paz.”
Más allá de los muros de palacio, el mundo exterior aguanta la respiración y deja soltar una lágrima antes de apagarse por completo.
