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Nuestras propias grandes memorias

Summary:

Después de años siendo la consejera de Camp Buddy, Yuri Nomura se enfrenta a una encrucijada: su padre está por jubilarse, una carta inesperada llega desde el pasado… y su corazón empieza a mirar más allá del bosque que la vio crecer. Emilia, quien alguna vez fue una presencia difícil en su vida, se ha convertido en alguien indispensable.

Entre despedidas, heridas que aún duelen y nuevos comienzos, Yuri y Emilia emprenden un viaje —físico y emocional— para descubrir qué significa construir una historia propia… y si esa historia puede escribirse juntas.

Work Text:

Cuando era más joven, solía pensar que Camp Buddy era un lugar que existía fuera del tiempo. Las estaciones cambiaban, sí. Los árboles florecían, el río bajaba con más fuerza o más calma, y las risas eran distintas dependiendo del año. Pero el corazón del campamento… ese siempre se sentía igual.

Ahora, a mis treinta años, me doy cuenta de que el lugar no cambió. Cambié yo.

Soy Yuri Nomura. Consejera de Camp Buddy. E hija de Goro Nomura, el fundador de todo este lugar. Desde que tengo memoria, este sitio fue mi hogar, mi escuela, mi refugio. También fue el lugar donde perdí a mi madre. Bueno, no la perdí exactamente. Ella decidió irse.

No voy a mentir: durante muchos años creí que todo lo que yo era estaba pegado al nombre de mi padre, a su legado, a este campamento. Me convertí en la versión más responsable, más amable, más "ideal" de mí misma, intentando llenar los huecos que ella dejó. Me dediqué a cuidar a los chicos, a mantener en pie las tradiciones, a cubrir con sonrisas los vacíos que nadie quería mencionar.

Y funcionó. Por un tiempo.

He visto generaciones pasar por este lugar. Rostros nuevos. Vidas que llegan con cicatrices y se van con esperanza. A veces creo que los que más necesitábamos sanar éramos nosotros, los adultos.

Uno de esos rostros fue el de Emilia.

Al principio, no nos llevábamos bien. Ella era ruda, cerrada, con una actitud de "no necesito a nadie" que me hacía chocar con cada una de mis fibras pacientes. Yo tampoco era muy amable con ella. En secreto, la juzgaba. Me decía: ¿Qué hace alguien tan complicado en un lugar tan sencillo?

Hasta que una noche, Emilia tuvo una recaída.

Pastillas. Gritos. Una llamada a la enfermería.

Ese fue el momento en que se quebró la idea que yo tenía de ella. Y se abrió la posibilidad de conocerla de verdad.

Desde entonces… no sé en qué momento pasamos de soportarnos a entendernos. De ahí a preocuparnos. De ahí a compartir los desayunos en la cocina cuando todos dormían, o las caminatas al atardecer para evitar el bullicio. Emilia aprendió a confiar en mí. Y yo aprendí a dejar de actuar como si tuviera que tener todas las respuestas.

Ahora, me encuentro en la oficina que fue de mi padre por décadas. Él está por jubilarse. Yoshinori tomará su lugar como director. Y yo… he empezado a preguntarme qué quiero construir por mí misma. No lo que se espera de mí. No el legado que debo continuar.

Sino la historia que quiero escribir por mí misma.

La puerta de la cabaña crujió suavemente al abrirse, y el olor a café recién hecho se mezcló con el aire húmedo del bosque. Emilia estaba recostada en uno de los sofás de lectura, con las piernas cruzadas, su camiseta de Camp Buddy arrugada y una expresión de calma fingida mientras hojeaba una vieja revista.

—¿Vienes a decirme que tengo que ayudar a lavar los platos o a darme otro discurso motivacional? —dijo sin mirarme.

Sonreí. Era su forma de decir “te extrañaba”.

—Vengo a hablarte de algo serio —respondí, cerrando la puerta tras de mí.

Emilia alzó una ceja, bajando la revista a su regazo. Sus ojos, de ese tono entre gris y avellana, me analizaron como si intentaran leer algo en mí antes de que yo lo dijera.

—Eso suena peligroso —murmuró.

Me senté junto a ella, dejando el café sobre la mesa. Por un segundo, no supe por dónde empezar. No era fácil ponerle palabras a algo que venía madurando desde hacía meses.

—Mi papá se jubila este otoño —dije al fin.

—Ya era hora —contestó sin sorpresa, pero sin burla. Luego me miró—. ¿Eso no es lo que hemos estado esperando? ¿Te entristece?

Negué suavemente.

—No. Yoshinori tomará el cargo como director. Es lo que él quiere, y lo que el campamento necesita. Yo… me estoy despidiendo también. No de este lugar, pero sí de ese rol que me tocó por inercia. Quiero algo diferente.

Ella me observó en silencio, asintiendo lentamente.

—¿Y qué tiene eso que ver conmigo?

Respiré hondo. Ese era el momento.

—Quiero que tomes mi lugar como consejera.

Emilia parpadeó. Fue como si todo su cuerpo se tensara un poco.

—¿Qué?

—Lo que oíste. Nadie conecta con los chicos como tú, Emilia. No por tus palabras, sino por tu historia. Porque no finges. Porque eres real. Y porque sé que tú también necesitas algo que te ancle… algo que sientas como tuyo.

Se quedó mirando el café humeante por un largo rato.

—Pensé que no confiabas en mí para este tipo de cosas —susurró.

Me acerqué un poco más.

—Pensé muchas cosas sobre ti cuando llegaste. La mayoría equivocadas. Pero luego vi cómo ayudabas a Taiga cuando te pedía consejo. Vi cómo detenías a los más pequeños antes de que cruzaran los límites. Vi cómo estabas presente, sin que nadie te lo pidiera.

Ella tragó saliva, y por un instante su máscara cayó.

—¿Estás segura de que no lo haces solo por lástima?

Levanté la mano y la apoyé suavemente sobre la suya.

—No me da lástima alguien que ha sobrevivido tanto. Me inspira.

Hubo un momento de quietud entre nosotras, como si el bosque mismo contuviera el aliento.

Emilia desvió la mirada, pero su voz fue suave cuando habló.

—¿Y tú qué vas a hacer, Yuri?

—Aún no lo sé. Solo sé que esta vez, la decisión será mía.

Ella me miró, y por primera vez en mucho tiempo, su mirada no tenía una barrera.

—He aprendido a amar Camp Buddy, pero sin ti no sería lo mismo —dijo, con una media sonrisa—. ¿Puedo acompañarte?

—Si tú quieres —respondí—. Podríamos construir algo distinto. No aquí. No en el pasado. Sino a nuestro ritmo, en un lugar nuevo.

Por primera vez, Emilia no respondió con sarcasmo.

Solo asintió, y apretó un poco más mi mano.


 

El campamento dormía. Solo quedaba el crepitar lejano de las antorchas de seguridad y el zumbido constante de los grillos. Emilia y yo estábamos sentadas en la banca del muelle, con una manta sobre las piernas y una botella de vino que habíamos robado del almacén de provisiones.

—¿No hace frío? —me preguntó Emilia, mirando el cielo.

—Un poco. Pero quería que estuviéramos solas.

Saqué un sobre que había guardado en mi bolsillo interior todo el día. Estaba gastado en los bordes, con mi nombre escrito con una caligrafía que no veía desde hacía más de una década.

—¿Recuerdas que te dije que quería irme? Bueno… esto tiene mucho que ver con eso.

Emilia miró la carta, sin tocarla.

—¿Es de tu mamá?

Asentí.

—Llegó hace una semana. La encontré sobre mi escritorio, sin explicación. Solo la carta. Me escribió desde algún pueblo en la costa. Dice que quiere verme. Que quiere... intentarlo de nuevo.

—¿Y tú? —Emilia ladeó la cabeza, sin juicio, solo curiosidad—. ¿Tú quieres?

Miré mis manos. Siempre tuve las uñas cortas, los dedos llenos de pequeñas marcas. Huellas de campamento. Pero también de los momentos en que quise controlarlo todo y lo único que logré fue presionar demasiado fuerte.

—No sé. Parte de mí quiere gritarle. Otra parte quiere abrazarla. Y hay una que ni siquiera sabe si merece una disculpa.

Emilia guardó silencio, dándome tiempo.

—A veces el dolor se acomoda tan bien en una parte de ti —continué—, que cuando alguien intenta sacarlo, ni sabes qué dejar en su lugar.

Ella asintió despacio.

—Cuando estuve en rehabilitación, hubo un día en el que me preguntaron si quería llamar a mis padres. Dije que no. Pero no era un “no” real. Era miedo. Miedo de que me dijeran que estaban mejor sin mí. Miedo de que me creyera aún esa versión rota de mí misma.

La escuché en silencio. Era raro vernos así: tan expuestas, sin paredes.

—¿Y ahora?

—Ahora creo que… si tengo una oportunidad de hacer las paces con esa versión de mí, debería tomarla. Aunque duela.

Miré la carta. No la había leído más de una vez, pero podía recitar cada palabra de memoria. En el papel no había grandes promesas, ni excusas. Solo un simple: “Lo siento. Si me dejas, me gustaría volver a conocerte.”

—Quiero verla —dije al fin—. No para darle una segunda oportunidad a ella. Sino para dármela a mí misma.

Emilia sonrió levemente.

—Entonces ve. Pero no irás sola.

La miré, confundida.

—¿Vendrías conmigo?

—Claro. Alguien tiene que asegurarse de que no te eches para atrás. Además —agregó, dándome un golpecito en la pierna—, si vas a sanar tu pasado, deberías llevar contigo a quien cree en ti, incluso cuando tú no puedes hacerlo.

Por primera vez en mucho tiempo, sentí que algo se aflojaba dentro de mí.

Y que no tenía que cargarlo sola nunca más.


 

Una semana después, estábamos en el tren.

Emilia dormía con la cabeza apoyada en mi hombro, una de sus manos aferrada suavemente a la mía. Afuera, los árboles corrían hacia atrás como pensamientos que ya no necesitaban detenerse. Yo miraba por la ventana, sintiendo algo nuevo: ligereza.

Habíamos dejado el campamento hace apenas unas horas. No hubo despedidas largas, solo un abrazo fuerte de Yoshinori —que ahora dirigía oficialmente Camp Buddy—, un par de lágrimas de Aiden, y una promesa silenciosa de volver cuando lo necesitáramos… no antes.

Mis cosas cabían en una maleta. Emilia solo cargaba una mochila. Todo lo demás lo habíamos dejado atrás. Lo importante venía con nosotras.

—¿Estás pensando mucho? —preguntó Emilia, sin abrir los ojos.

—Solo lo justo —respondí, sonriendo.

Ella se incorporó un poco y me miró con una mezcla de cansancio y ternura.

—¿Sabes ya qué le vas a decir a tu madre?

—No. Pero creo que por primera vez, no necesito un discurso. Solo estar ahí y ver qué pasa. Y si duele… bueno, ahora no tengo que sostenerlo sola.

Emilia apretó mi mano.

El tren frenó brevemente en una estación menor. Una familia subió con una niña pequeña que traía una lupa y un sombrero de exploradora. Me hizo recordar mi primera vez acampando con mi padre, cuando todo parecía enorme y nuevo.

Y pensé: ya no necesito estar allá para sentir eso otra vez.

Volví a mirar a Emilia. Ella me devolvió la mirada con una sonrisa que no intentaba esconder nada. Una sonrisa completa, sin reservas.

—¿Sabes? —le dije, medio riendo—. A veces me preguntaba si algún día podría tener una historia propia. No la de mi papá, no la de mi mamá, no la del campamento. Solo mía.

—¿Y ahora?

—Ahora creo que sí. Que estamos escribiéndola. Tú y yo. En cada estación a la que bajemos, en cada error, en cada desayuno improvisado, en cada miedo que compartamos y en cada cosa que aprendamos una de la otra.

Emilia se inclinó y me besó la mejilla.

—Entonces no dejemos de escribirla.

El tren avanzó, y nosotras con él.

No sabíamos exactamente a dónde íbamos.

Pero ya no importaba.

Porque lo que estábamos construyendo no eran solo recuerdos de lo que dejamos atrás.

Era algo más grande, más íntimo, más libre.

Eran nuestras propias grandes memorias.