Chapter Text
El aire olía a cloro y a metal quemado.
En el corazón de los laboratorios Cadmus, donde las luces blancas parpadeaban como si dudaran de su propia existencia, donde el tiempo no transcurría en horas, sino en pruebas y escaneos, (y donde el concepto de humanidad era reemplazado por estadísticas y gráficas biométricas), flotaba en silencio un muchacho.
Su cuerpo levitaba a medio metro del suelo, suspendido no por un acto de voluntad, sino por la costumbre impuesta de un control preciso, metódico, casi clínico de cada uno de sus movimientos. Tenía los brazos cruzados sobre el pecho desnudo, los ojos cerrados, el rostro inexpresivo, como si el vacío exterior hubiera logrado finalmente penetrar en él.
No tenía nombre.
No uno verdadero. 
Solamente un código: KR-13, mas comúnmente llamado experimento 13.
Proyecto de ingeniería genética de última generación, resultado de años de trabajo encubierto para fusionar lo inalcanzable con lo inaceptable.
En sus células convivían el símbolo más poderoso de la esperanza y la mente más retorcida de la ambición. Superman. Lex Luthor. Luz y sombra, entrelazadas en un equilibrio químico que ningún ser humano debería tener que soportar. Pero él lo hacía, no porque fuera fuerte, sino porque no le quedaba otra opción.
Cadmus lo creó, y, sin embargo, como ocurre con todo lo que respira, algo dentro de él empezó a buscar más que comandos.
Más que eficiencia.
Más que resultados.
Empezó a formar pensamientos propios, silenciosos primero, luego ruidosos. Preguntas como ecos que rebotaban entre sus costillas. ¿Quién soy? ¿Por qué existo? ¿Soy bueno? ¿Soy malo? ¿Puedo ser algo más que lo que me dijeron que soy?
Cuando nadie lo veía, repetía palabras que había encontrado en archivos antiguos de Superman. Frases pronunciadas frente a cámaras o en entrevistas.
“Nunca se rinde.”
“Siempre hace lo correcto.”
“Ayuda sin esperar nada a cambio.”
Las memorizaba como oraciones, como si al recitarlas pudiera convertirse, lentamente, en alguien digno de ese escudo que le habían estampado en el pecho como marca de propiedad.
Nadie le respondía cuando hablaba. Nadie le llamaba por su nombre. Nadie siquiera fingía afecto. Sus cuidadores—científicos, soldados, autómatas con rostro humano—se referían a él por su designación técnica.
Una herramienta más.
Un proyecto exitoso.
Una versión prometedora.
Todo cambió el día que la Liga de la Justicia irrumpió en Cadmus.
Fue rápido. Violento. Perfecto.
La estructura tembló, los sistemas de contención colapsaron, y las alarmas apenas tuvieron tiempo de activarse antes de que los pasillos se llenaran de siluetas imposibles.
La armadura de acero de Cyborg brillando con luz azulada.
El resplandor áureo del lazo de la verdad de Diana.
La capa roja ondeando como una herida viva detrás del Hombre de Acero.
La justicia descendió sobre Cadmus como un castigo divino.
Y en medio de todo, experimento 13 fue encontrado.
Diana fue la primera en verlo. Su mirada no fue de horror ni compasión, sino de análisis: midió su postura, su control, su silencio.
Batman lo escaneó desde la penumbra, sus ojos ocultos tras una lente fría, decodificando cada pulso de energía como si con un parpadeo pudiera identificar cada célula de su cuerpo.
Y Superman… Superman no lo miró. No una sola vez.
Conner—porque en secreto ya había comenzado a pensar en sí mismo con ese nombre robado, elegido, deseado—creyó en un primer momento que era un protocolo.
Que el Hombre de Acero no podía permitirse emocionalidades durante una operación. Que después vendría, que le hablaría. Que habría un gesto, una palabra.
Un reconocimiento.
Pero lo único que recibió fue un par de esposas inhibidoras. Y una celda.
No en Cadmus, sino que esta vez era en la Torre de la Liga.
—Es por seguridad —le explicó Canario Negro, sin atreverse a sostenerle la mirada.
—Tú entiendes, ¿no? —añadió Flash, con una sonrisa forzada, mientras sus pies ya giraban hacia la salida como si desearan estar en cualquier otro lugar.
No lo llamaron arma. Pero tampoco lo llamaron persona.
La celda donde lo ubicaron no parecía una prisión. Era amplia, con paredes de materiales pulidos, decorada con elementos pensados para emular una habitación humana: cama, estantería con libros seleccionados, una lámpara que imitaba la luz del sol, un pequeño gimnasio privado. Pero no había cerraduras por dentro. No había apagado para las cámaras. No había lugar que no estuviera monitoreado.
Conner supo enseguida que aquello no era un hogar. Era una vitrina, y él, el espécimen observado.
Los primeros días fueron confusos, casi tolerables. Le hablaron de rehabilitación, de proceso de adaptación, de entrenamiento supervisado. Le dijeron que la Liga necesitaba tiempo. Que debía demostrar que era confiable. Que su presencia era delicada. Que estaba allí “por su bien”.
Pero las palabras no se correspondían con los hechos.
Los entrenamientos comenzaron.
Primero fue con Red Tornado, luego con Green Arrow, más tarde con Shazam. Siempre uno a uno. Siempre bajo supervisión. No eran misiones. No eran prácticas reales. Eran pruebas encubiertas: test de fuerza, de reacción, de obediencia. Cuando superaba una, la siguiente era más dura, más ambigua.
A veces, lo hacían enfrentarse a hologramas de enemigos sin explicación previa. Otras, lo enfrentaban directamente a miembros de la Liga con fuerza real, sin contención.
Nunca le decían cuándo comenzaba el test. Nunca cuándo terminaba. Sin embargo, siempre salía lastimado. Moretones bajo las costillas. Rasguños en los antebrazos. Quemaduras leves. Hematomas en los muslos. Dolores que no desaparecían al instante, que se acumulaban.
Porque él no era invulnerable. Pero eso nadie lo sabía. Y él no pensaba decírselo a nadie.
Había aprendido muy pronto que la debilidad era peligrosa. Que ser un clon incompleto, un “Superman imperfecto”, lo convertía en desechable. Que si mostraba grietas, lo considerarían defectuoso. Inservible. Y quizás, terminaría como los prototipos que había escuchado mencionar en susurros mientras dormía en Cadmus: KR-2, KR-4… ninguno sobrevivió.
Así que Conner se vendaba en secreto. Usaba la ausencia de cámaras en el baño para cubrir sus heridas. Practicaba sonrisas frente al espejo para que no notaran el dolor. Fingía entusiasmo. Repetía frases de Superman como si fueran suyas, para que pensaran que compartían algo más que el ADN.
Y Superman… seguía sin hablarle.
Clark se cruzaba con él a veces, en los pasillos, en los entrenamientos, en las sesiones de evaluación. Nunca lo insultaba. Nunca le gritaba. Pero tampoco le dirigía la palabra. No lo corregía, no lo orientaba, no lo miraba como un padre, ni como un mentor, ni siquiera como un enemigo.
Era como si no existiera.
Conner intentó, al principio, acercarse. Preguntaba cosas pequeñas, de entrenamiento o historia de Krypton. Ofrecía ayuda cuando lo veía preparando informes. Buscaba su atención en los entrenamientos, como quien lanza una botella al mar esperando respuesta.
Nunca obtuvo nada. Ni un asentimiento. Ni una conversación. Sólo silencio.
El resto de la Liga no era mucho mejor.
Diana era fría. Profesional, pero sin calor humano. Lo observaba como a un experimento peligroso, útil si se mantenía controlado, letal si se salía de curso.
Hal Jordan evitaba hablar con él más allá de lo necesario.
Barry era amable, pero nunca se quedaba demasiado.
Cyborg lo trataba como una variable de código defectuosa, y J’onn lo escaneaba mentalmente en las noches, creyendo que no lo notaba.
La única voz que escuchaba con frecuencia era la de Batman. Pero no en persona. Siempre grabaciones. Informes. Datos.
—Inestable. Responde más a estímulos emocionales que racionales.
—Fuerte, pero falible. Su resistencia no es comparable a la de Superman.
—No está listo.
No está listo.
Esa frase se repetía como una sentencia en cada reunión, en cada informe, en cada intento fallido por demostrar su valor.
Hasta que una noche, sin más que hacer, Conner se sentó frente al ventanal de su celda. Miró el cielo estrellado —una proyección holográfica, lo sabía— y se preguntó si las verdaderas estrellas se veían así.
Pensó en Clark. En ese símbolo que había intentado imitar toda su vida. En todo lo que había sufrido para poder, quizás, un día, ser llamado hijo. Y justo entonces, Superman cruzó el cielo. Solo. Majestuoso. Sin detenerse.
Sin mirar.
Conner apretó los dientes. Sintió los ojos humedecerse, pero se contuvo. Su voz fue apenas un susurro, tembloroso, cargado de una tristeza que no encontraba escape.
—¿Qué soy para ti?
El vidrio no respondió. Tampoco lo hizo el viento.
Y Superman ya estaba demasiado lejos para oírlo.
Los días en la Torre se volvieron indistinguibles, como si el paso del tiempo se hubiera disuelto en la luz blanca y aséptica de los pasillos, en la voz impersonal del sistema que anunciaba cada nuevo bloque horario con una cadencia mecánica, sin emoción ni descanso. 
Conner dejó de contar las semanas desde que lo habían traído allí. Había dejado de medir los días en desayunos o entrenamientos, incluso en sus pequeños actos de rebeldía pasiva, como reordenar los libros de la estantería para que formaran frases ocultas, o pasar las noches mirando las estrellas falsas desde su ventanal.
Ahora todo era una masa uniforme. Silenciosa. Estéril.
Como él.
La depresión no llegó de golpe, no se manifestó con gritos ni golpes contra las paredes, no fue un colapso evidente como el que los psicólogos esperarían monitorear con sensores emocionales.
No.
Llegó como un agotamiento constante, como una bruma que se instaló en su pecho y fue hundiéndolo poco a poco, quitándole color al mundo, apagando los impulsos, volviendo irrelevantes los pequeños gestos con los que había intentado, al principio, conquistar un lugar entre ellos.
Había empezado a dormir más de lo necesario. A dejar comida en el plato sin explicación. A no cambiarse de ropa más que cuando el sistema lo obligaba. Pero nadie lo detuvo. Nadie lo confrontó. Nadie le preguntó cómo se sentía.
Las cámaras registraban cada anomalía en su conducta con eficiencia matemática, y él sabía que los datos se acumulaban en los informes de Batman como una montaña de fallas menores. No como alarmas, no como síntomas de un alma fracturada, sino como desviaciones técnicas.
Un experimento que se alejaba del estándar deseado.
Durante los entrenamientos, las cosas se volvieron más duras. No solo físicamente, sino también emocionalmente. Y, sobre todo, psicológicamente.
Los combates de práctica se tornaron cada vez más exigentes. Ya no había tiempo para detenerse, para respirar, para preguntar. Los niveles de intensidad subían sin previo aviso, y los instructores —si es que podía llamarlos así— parecían más interesados en llevarlo al límite que en enseñarle algo útil.
Una tarde, fue asignado a un combate cuerpo a cuerpo con Hawkgirl y Aquaman. Una combinación inusual, pensó, hasta que entendió por qué: sus estilos eran opuestos, impredecibles. Y violentos.
Desde el primer movimiento, comprendió que aquello no era una prueba. Era un castigo, y ni siquiera sabía que había hecho pra merecer ser castigado.
Hawkgirl no moderó sus golpes. La maza de Nth metal se detuvo apenas a centímetros de su sien varias veces, y cuando impactaba, dejaba hematomas que se clavaban hasta el hueso. Aquaman, por su parte, no decía una palabra. Lo empujaba, lo desarmaba, lo obligaba a caer de rodillas y levantarse una y otra vez. Ninguno de los dos fingía estar entrenándolo.
Eran soldados evaluando a un arma, y lo trataban como tal.
En un momento, tras una llave mal ejecutada, Conner cayó al suelo con el hombro dislocado. Lo supo de inmediato: el dolor le atravesó el brazo como fuego, y durante un segundo no pudo moverse.
—¡Alto! —gritó, sin poder contenerse.
Hawkgirl no se detuvo. La maza descendió.
Conner rodó justo a tiempo para que el impacto golpeara el suelo, pero el rebote lo alcanzó en la cadera. Un crujido seco. El dolor fue insoportable.
—¡Basta! —intentó gritar, pero la voz se le quebró.
Fue Aquaman quien alzó la mano.
—Se acabó —dijo con tono seco.
Conner se quedó en el suelo, jadeando, con la cara empapada de sudor y los músculos temblando. Su respiración era irregular, su visión borrosa.
Nadie se acercó a ayudarlo.
—¿Tienes idea de cuántas veces un verdadero oponente te dejaría respirar? —escupió Hawkgirl, sin molestarse en ocultar su desprecio—. Eres fuerte, pero pelear contigo es como entrenar a una pared con ansiedad.
Aquaman no habló. Solo lo miró con una mezcla de lástima y desinterés.
—Si no puedes soportar esto —añadió al fin—, tal vez no estás hecho para el campo.
Conner no respondió. Solo se quedó allí, con el dolor ardiendo en la piel, en el hombro, en la cadera, y sobre todo, en el pecho.
Un par de horas después, ya vendado —por su cuenta, como siempre—, caminó de regreso a su celda. Cojeaba ligeramente, pero no pidió ayuda. Se esforzaba por no demostrar nada. Por no temblar. Por no llorar.
La puerta se cerró a sus espaldas con su característico susurro metálico, y por primera vez, sintió que ese sonido tenía algo de definitivo. Como una lápida que cae al sellar una tumba.
Se dejó caer en el suelo, incapaz de llegar siquiera a la cama.
No era invulnerable. Nunca lo había sido.
Y empezaba a sospechar que, aunque lo fuera, seguiría sintiéndose igual de frágil.
Pasaron dos días sin que nadie lo llamara.
No para entrenar. No para conversar. No para evaluar su estado físico ni psicológico. El silencio de la Torre se volvió aún más frío, aún más opresivo. La inteligencia artificial que regulaba el entorno se limitaba a ofrecer comidas y ajustar la temperatura. Nada más.
Fue entonces cuando Batman, de forma inesperada, lo citó a la sala de análisis.
El trayecto hasta allí fue escoltado por un dron. Nada de miembros humanos. Nada de palabras.
Cuando llegó, encontró al Caballero Oscuro frente a una pantalla, de espaldas a él.
—¿Querías verme? —preguntó Conner, aún con cierta esperanza de que, quizás, fuera una oportunidad.
—Tus constantes vitales muestran fluctuaciones significativas —respondió Batman sin girarse—. No estás durmiendo bien. Tu masa muscular ha disminuido. Tienes microfracturas en tres costillas, y una dislocación mal curada en el hombro derecho.
Conner tragó saliva.
—No es grave. Estoy bien.
—Lo preocupante no es que estés herido. Lo preocupante es que no lo reportaras.
Un silencio espeso llenó la sala.
—¿Y si lo hubiera hecho? —replicó Conner al fin—. ¿Alguien habría hecho algo?
Batman se giró, por fin. Su expresión, oculta tras la máscara, era ilegible.
—No estamos aquí para mimarte.
—No estoy pidiendo que me mimen —espetó Conner, con la voz más firme—. Solo que me traten como algo más que un experimento con fecha de vencimiento.
Batman lo observó unos segundos. Luego se volvió hacia la pantalla.
—Sigue entrenando. O no lo harás más.
La conversación terminó allí.
Esa noche, Superman pasó por su celda. No entró. No llamó. Solo cruzó el pasillo y lo vio. Conner lo miró fijamente a través del cristal. Dio un paso. Esperaba… no sabía qué. Un gesto o una palabra. Cualquier cosa.
Clark desvió la mirada y siguió caminando.
Conner sintió que algo en su interior se resquebrajaba de forma irreversible. No con furia. No con rabia. Sino con una tristeza tan grande, tan absoluta, que no le quedó espacio para resistirse.
Ese hombre nunca lo iba a ver como suyo.
Ni como aprendiz.
Ni como hijo.
Ni siquiera como alguien real.
Y de pronto, todo lo que había sostenido su voluntad —la esperanza, la ilusión de pertenencia, el deseo de ser útil— se deshizo como ceniza bajo la lluvia.
Se sentó en el suelo, apoyado contra la pared.
Y murmuró algo, sin dirigírselo a nadie.
—No soy de nadie.
Las palabras quedaron flotando en la habitación como un eco sin respuesta.
En algún lugar de la Torre, un sensor detectó una caída leve en su temperatura corporal.
En otro monitor, se registró una baja en su frecuencia cardíaca.
Nadie vino.
Nadie dijo nada.
Conner cerró los ojos.
Y por primera vez, no deseó despertar.
Ese día comenzó con un silencio denso, más pesado que el habitual, como si la Torre misma supiera que algo estaba por desmoronarse. La rutina no cambió —el zumbido constante de los sistemas, la proyección artificial de luz solar atravesando el ventanal de su celda, la bandeja de desayuno que apareció a las ocho en punto, la ausencia de voces humanas—, pero en ese silencio había un matiz distinto, un eco que parecía anticipar la grieta. Conner lo sintió en el pecho, como un presentimiento no verbalizado, como una vibración enterrada bajo las costillas.
Ya no esperaba nada bueno. Pero algo en su interior, aunque fuese apenas una hebra, aún se aferraba a la idea de que el mundo podía ofrecerle una excepción. Una casualidad. Una fisura en la indiferencia donde pudiera respirar.
Fue al salir al pasillo que lo vio.
No de inmediato, no como un encuentro directo, sino desde una de las plataformas superiores del ala de entrenamiento, al tomar uno de los corredores que bordeaban el anillo central. Allí abajo, en el área de gravedad reducida, Superman entrenaba con su hijo, Jon.
El niño, de no más de diez años, flotaba en el aire con torpeza adorable, sus puños cerrados, su rostro concentrado. Llevaba una versión reducida del uniforme de su padre, con una capa que apenas rozaba sus pantorrillas.
Superman —Clark, Kal-El, la perfección encarnada— reía.
No a carcajadas, pero con una sonrisa genuina, visible desde donde Conner lo observaba.
Se movía con ligereza, tomaba a Jon de los hombros, lo ayudaba a estabilizar su vuelo. Le hablaba en voz baja. Lo corregía sin dureza. Lo felicitaba cuando algo salía bien.
Como lo haría un padre.
Era… un padre.
Conner no sintió celos. Lo que experimentó fue peor: comprensión.
Clark era capaz de eso.
De ternura, de paciencia, de afecto.
No era que no supiera cómo hacerlo. No era que su herencia kriptoniana o su rol como líder de la Liga lo hubieran vuelto incapaz de cuidar. Simplemente… no lo hacía con él.
No quiso mirar. Pero no pudo apartar los ojos. Era como ver una película ambientada en otro universo, uno donde él jamás había existido.
Jon se lanzó con demasiada fuerza hacia su padre y terminó enredado en su capa. Ambos rieron. Clark lo sostuvo del torso y lo elevó sobre su cabeza como si fuera una pluma. Aquel gesto fue demasiado.
Conner bajó la mirada. Sintió que el estómago se le encogía como si algo lo apretara desde dentro. No supo por qué lo hacía, pero empezó a caminar. Bajó dos niveles por las escaleras laterales, sorteando los sensores que delimitaban el perímetro autorizado. No había alarmas: su acceso aún era técnicamente libre dentro de la torre. Aunque, en la práctica, todo estaba vigilado.
El sonido de las risas se fue haciendo más nítido.
No pensaba en lo que hacía. Solo seguía avanzando, como si sus pies supieran algo que su mente no alcanzaba a procesar. Se detuvo al borde de la sala. Los entrenamientos estaban suspendidos para la mayoría de los miembros. Nadie más que ellos tres estaba allí. Nadie más que Superman, Jon… y él.
Dudó.
Quizás debía irse. Volver a su celda. No perturbar algo que no le pertenecía.
Pero una voz interna —tal vez el último rastro de su voluntad— lo empujó a dar un paso más.
—Hola —dijo con suavidad.
Clark lo oyó. Jon también.
Ambos se giraron. El niño lo miró con ojos curiosos. Superman… con un gesto indescifrable.
—No quise interrumpir —continuó Conner—. Solo… los vi desde arriba…
Silencio.
—¿Te hace falta algo? —preguntó Clark, sin acercarse.
—No. Solo… nunca te había visto entrenar así. —Conner intentó sonreír—. Eres un buen padre.
Jon bajó un poco la guardia, dando un paso hacia él, pero Superman extendió su brazo como una barrera.
—Jon —dijo con firmeza—. Quédate detrás de mí.
El niño frunció el ceño.
—¿Papá?
—Solo hazlo.
Conner dio un paso atrás.
—No… no es necesario —murmuró—. No iba a hacerle nada.
—Estás demasiado cerca —respondió Superman con un tono gélido—. Este es un espacio privado. Regresa a tu módulo.
—No tienes que tratarme así. Solo quiero entender…
Y entonces ocurrió.
Clark avanzó en un instante.
No voló. No gritó. Solo lo empujó con la mano abierta contra el pecho, con una fuerza controlada, pero suficiente para lanzarlo contra el muro de entrenamiento con una violencia desproporcionada.
El golpe fue seco.
Conner sintió algo romperse en su costado. El aire le escapó del cuerpo como un globo pinchado. Cayó de lado. El suelo vibró bajo su cuerpo.
Jon gritó. Clark se volvió hacia él.
—Está bien —dijo, con una voz tensa que pretendía calma—. Él no está herido.
Pero sí lo estaba.
Conner sintió la costilla rota. Lo supo. Lo había experimentado antes. El ardor, la punzada aguda al respirar, el calor del moretón naciendo bajo la piel.
Nadie fue a ayudarlo.
—Regresa a tu módulo —ordenó Clark sin siquiera mirarlo.
Conner se levantó con dificultad.
No dijo nada. No pidió explicaciones. No discutió. Apenas pudo sostenerse en pie, y cuando finalmente logró salir del área de entrenamiento, el pasillo giraba a su alrededor como si el mundo se hubiera torcido.
La habitación lo recibió como una prisión familiar. Caminó hasta la cama, se dejó caer con torpeza y se quitó la camiseta con manos temblorosas. El dolor en el costado derecho era tan agudo que casi no podía respirar. La piel ya estaba oscureciéndose. Bajo la clavícula, un hematoma enorme se extendía como una sombra morada.
Fue al baño. Se apoyó en el lavamanos y miró el espejo.
Se detuvo.
No por vanidad.
Sino por horror.
Lo que vio no era un joven con aspiraciones. No era un héroe en formación. No era una persona.
Era una cosa.
Un cuerpo marcado, golpeado, vendado con torpeza, con la piel desgarrada en puntos clave donde la resistencia le había fallado. Hombro dislocado aún resentido. Costillas moradas. Moretones sobre antiguos moretones. Un labio abierto que apenas había cerrado la noche anterior. Y lo peor: los ojos. Apagados. Vacíos.
No quedaba rastro de esperanza en ellos.
Se quitó el pantalón y la ropa interior, se quedó desnudo frente al espejo, sin poder ocultarse a sí mismo lo evidente. No era invulnerable. No era perfecto. No era amado. Y si la Liga lo sabía, lo ocultaban. Si no lo sabían, es porque jamás se habían detenido a mirar.
Nadie lo cuidaba.
Nadie preguntaba.
Porque nadie quería que estuviera allí.
Apretó los puños. Sintió el escozor de las uñas clavándose en las palmas. Quiso gritar, pero no tenía voz. Quiso romper el espejo, pero ni siquiera eso valía el esfuerzo.
Solo murmuró, con los labios secos y la garganta ardiente:
—No puedo más.
La frase no fue un lamento.
Fue una sentencia.
Se arrodilló, temblando, sintiendo cómo el dolor físico se mezclaba con la presión asfixiante de la tristeza. Sus hombros temblaban. No lloraba. Las lágrimas no salían. Estaba más allá del llanto.
Era un objeto. Una cosa. Un trozo de carne moldeado con genes de monstruo y esperanza, abandonado por ambos creadores.
El espejo le devolvía la imagen de alguien sin futuro. Sin amor. Sin propósito.
Se puso de pie. Se vistió con lentitud, disimulando como siempre las heridas. Tapando lo que nadie quería ver.
La mañana después del empujón fue extrañamente normal.
Los pasillos de la Torre permanecían tan silenciosos como siempre, inundados de una luz blanca que nunca se atenuaba ni cambiaba con las horas. La arquitectura era perfecta, clínica, sin grietas, sin olor a hogar. Las puertas se abrían con un suave siseo automático. Los techos eran demasiado altos como para sentirse contenido, pero no lo suficientemente abiertos como para sentirse libre.
Todo estaba pensado para la eficiencia. No para el consuelo.
Conner despertó en su módulo con el cuerpo entumecido y el brazo izquierdo adormecido por el golpe. Su espalda aún dolía por la caída, y una línea amoratada atravesaba su costado como un recordatorio silencioso de lo que había ocurrido. No necesitaba espejo para saber cómo se veía. Lo sentía bajo la piel, como un mapa de hematomas dibujado por manos que no sabían medir su fuerza.
No había visitas médicas, ni preguntas. Nadie parecía haber notado el incidente, y si lo habían hecho, no creyeron necesario comentarlo. En la torre de la Liga, el dolor era parte del entrenamiento, y el silencio era su anestesia.
Clark lo abordó unas horas más tarde, durante un traslado entre áreas de simulación. Fue en un pasillo lateral, lejos del bullicio casi inexistente de la base. No hubo ceremonia, ni preparación. Solo una presencia que emergió del aire como una sombra solar. El Hombre de Acero se detuvo frente a él, cruzado de brazos, con expresión neutra, y lo observó durante un segundo demasiado largo.
—No quise empujarte con tanta fuerza —dijo por fin, como si las palabras fueran una obligación más que una disculpa real.
Conner no respondió. Se limitó a mirar el suelo, no por sumisión, sino por una mezcla de vergüenza y resignación. Sentía que cualquier palabra que dijera sería inútil, como lanzar piedras a una estatua.
—Jon me dijo que… no fue necesario. —Clark desvió la mirada brevemente, como si admitir eso le incomodara—. Supongo que tiene razón. Solo… mantente en tu módulo la próxima vez. ¿Sí?
La frase final cayó como una losa. No había preocupación, ni ternura, ni reconocimiento. Solo la insinuación velada de que la cercanía de Conner era peligrosa. Que debía mantenerse al margen, alejado de ellos, incluso de un niño.
Conner asintió.
—Si, señor —se obligó a susurrar. No porque creyera que tenía razón, sino porque no tenía energía para discutir.
Porque una pequeña parte de él aún quería aferrarse a ese gesto vacío y fingir que era algo. Que había una grieta, por mínima que fuera, por donde pudiera colarse una posibilidad. Pero esa ilusión se disolvió lentamente, como polvo bajo la lluvia, a medida que el silencio volvía a llenar el espacio entre ambos.
Clark no lo miró al irse. Ni una palabra más. Ni una mano en el hombro. Solo el eco de sus pasos, y la certeza, clara como el acero, de que todo seguiría exactamente igual.
Esa noche, Conner no probó bocado. No tenía hambre. Ni cuerpo. Ni voluntad.
Se sentó en el suelo de su cuarto, la espalda apoyada contra la pared, los nudillos cerrados sobre las rodillas. En algún lugar de la torre, podía escuchar las risas apagadas de Jon, quizás interactuando con Diana, o viendo alguna simulación con Barry. El sonido era tenue, pero lo suficiente nítido como para atravesarle el pecho.
Jon era un niño de verdad. Con historia, con familia, con una vida que no había comenzado en una cápsula de líquido viscoso rodeada de científicos. Era carne de amor, no de laboratorio. Y eso lo hacía legítimo. Merecedor. Humano.
Conner, en cambio, era un ensamblaje de deseos ajenos. Una construcción genética tejida entre el idealismo de un símbolo y la ambición de un monstruo. Nadie lo había pedido. Nadie lo había esperado. Solo había sido “despertado” con una función en mente: servir, adaptarse, obedecer.
El dolor no venía del golpe de Clark, ni de los entrenamientos. Venía de lo otro. De la ausencia. De ese hueco que ningún poder podía llenar.
Pasó horas así, sin moverse, viendo las sombras proyectadas por la luz artificial cambiar lentamente de dirección. Pensó en los días en Cadmus, cuando aún tenía la esperanza de que su rescate significaría un nuevo comienzo. Cuando soñaba con ser parte de algo, con tener un nombre pronunciado con afecto. Cuando se imaginaba siendo llevado de la mano por Superman ante el mundo, como un hijo perdido finalmente encontrado.
Pero ahora lo entendía. Todo eso era una ilusión. Una esperanza equivocada.
No había espacio para él. Ni como héroe. Ni como familia. Ni como humano.
Y fue en ese punto exacto, en ese cruce de pensamientos rotos, que la idea apareció. No como un rayo, ni como una revelación. Solo como algo inevitable: debía irse.
No podía seguir allí. No porque lo odiaran —lo cual habría sido más fácil de sobrellevar— sino porque simplemente no existía para ellos. Era una función más del sistema, una línea más de código en la Batcomputadora, un archivo que algún día sería archivado, tal vez eliminado.
Decidió que se marcharía durante su próxima sesión de entrenamiento en solitario. Era lo único que aún le permitían hacer sin compañía directa, sin que alguien lo sujetara con la mirada o con un lazo dorado. Había detectado hace semanas un pasadizo lateral, una compuerta de mantenimiento tras una consola de refrigeración. Si lograba desviar el sensor de movimiento por dos minutos, bastaría para salir sin activar protocolos de seguridad. Sabía cómo hacerlo. Solo nunca había querido… hasta ahora.
No tenía un plan. No tenía a dónde ir. No conocía el mundo. Nunca había pisado una ciudad real ni sentido el frío de la noche en la piel. Pero prefirió el abismo a seguir sintiéndose invisible.
A la mañana siguiente, despertó antes del protocolo de encendido. Se duchó en silencio, con movimientos lentos, como si cada gesto formara parte de una despedida. Se vistió con su uniforme de entrenamiento, ese que ya le resultaba ridículo: el escudo de la esperanza sobre un cuerpo sin ella.
Antes de salir, se detuvo frente al espejo.
Se quitó la camiseta, una vez más. La luz blanca reveló la colección de moretones y marcas que su piel aún cargaba. Los hombros con quemaduras de fricción, las costillas con tonos oscuros e irregulares, el costado aún inflamado por el golpe de Clark. Se tocó el rostro. Las ojeras ya no eran un signo de cansancio. Eran parte de él. Como si se hubieran fundido en su genética.
Y entonces, sin rabia, sin lágrimas, solo con un susurro que no necesitaba oyentes, dijo:
—Ya no puedo seguir así.
Esa fue su despedida. No de la torre. No de Superman. Sino de la esperanza.
Salió en silencio.
El pasillo parecía más largo que nunca. A cada paso, una parte de él temía que alguien lo detuviera. Que un sensor vibrara. Que una voz sonara por los altavoces. Que Clark bajara del cielo a bloquearle el paso.
Pero no ocurrió, porque nadie lo estaba mirando.
Y eso, más que todo, le confirmó que irse era lo correcto.
Chapter 2
Notes:
Así que, un poco de Clark. Ódienlo, pero al final, cuando sepa cuánto la cagó, él mismo se odiará más de lo que lo harán ustedes.
Chapter Text
No había nada en el aire esa noche que advirtiera lo que estaba por suceder.
Ninguna vibración en la atmósfera, ninguna alteración en el campo electromagnético terrestre, ningún susurro en el viento que indicara que su propia identidad, cuidadosamente construida durante años, había sido usurpada.
Clark sobrevolaba Metrópolis, ajeno aún al informe que Bruce le enviaría en los siguientes minutos. Aún ignoraba que su sangre había sido tomada, que su legado había sido manipulado, y que en algún lugar bajo tierra respiraba un clon que compartía su rostro.
Fue en la cima del Daily Planet cuando recibió el mensaje.
Cadmus. Confirmado. Proyecto KR-13. ADN coincidente en un 94% con tus muestras. No es un accidente, Clark. Nos vemos en la entrada este. —B.
Al principio, pensó que se trataba de un error. Algún fraude más, un imitador cualquiera. No era la primera vez que algo así ocurría; ya había enfrentado androides, ilusiones, e incluso clones inestables.
Pero Bruce no usaba palabras como confirmado a la ligera. Y mucho menos, con esa clase de precisión genética.
Para cuando llegó al búnker donde estaban los laboratorios de Cadmus, sus sentidos estaban alerta. La instalación estaba bajo tierra, rodeada de capas de plomo y blindaje tecnológico que habrían bloqueado los sentidos de cualquier otro… pero no los suyos.
Podía oír latidos, y le resultaban inquietantemente familiares.
Caminó en silencio junto a Batman y Martian Manhunter, que lo esperaban junto a la compuerta principal. La tensión se podía cortar con una cuchilla. Ninguno dijo una palabra hasta que descendieron por el último ascensor.
—¿Preparado? —preguntó Bruce sin mirarlo.
Clark asintió. Pero no lo estaba.
Cuando las puertas del laboratorio se abrieron, el mundo se volvió… demasiado frío. Las luces blancas del techo iluminaban filas de tubos, escritorios, maquinaria biogenética que incluso él no entendía. Y allí, en el centro, una celda de contención de cristal. Dentro, un muchacho. Apenas un adolescente.
Clark dio un paso al frente.
Y se congeló.
—¿Qué es esto? —preguntó finalmente, sin apartar la vista de él.
—Proyecto KR-13 —respondió J’onn con voz grave—. Clon genético desarrollado por Cadmus. No es solo tu ADN. Hay otra fuente, pero aún no la identificamos. Está estable. Entrenado en entornos simulados. Su mente ha sido condicionada.
Clark dio otro paso.
El muchacho alzó la cabeza y lo miró, y verlo fue como enfrentarse a un reflejo deformado, una versión más joven, con la mandíbula más marcada, los ojos más feroces.
La mirada del muchacho era una mezcla entre reconocimiento y vacío, y (Clark no quería reconocerlo) algo muy similar a la esperanza.
Fue en ese instante que algo se rompió en su interior. No se trataba de asombro. Ni siquiera de ira. Lo que sintió fue violación. Alguien había tomado lo más íntimo de su ser, y lo había convertido en un producto. Una versión empaquetada y funcional.
Una amenaza con su rostro.
—¿Quién lo hizo?
—Los registros están incompletos —intervino Batman—. Pero todo apunta a Luthor. O al menos, a científicos financiados por él. Cadmus ha sido intervenido. Estaban trabajando en esto desde hace años.
Años.
Clark apretó los puños.
Y sin embargo, no se acercó a la celda. No lo saludó. No preguntó cómo se sentía. No quiso saber su nombre si era que tenia uno. Porque, para él, eso no era un muchacho. Aún no. Era un problema.
Un problema con su poder.
—No puede quedar libre.
Bruce lo miró de reojo, pero no discutió. Al menos no todavía.
—¿Estás sugiriendo mantenerlo confinado?
Superman no se permitió dudar.
—Estoy diciendo que no podemos darnos el lujo de confiar. No sabemos qué información le implantaron, qué órdenes puede tener activadas. ¿Y si es un arma? ¿Y si fue creado para matarme y para reemplazarme?
J’onn, siempre más compasivo, replicó en voz baja:
—Clark… también es un ser vivo. Es tu…
Superman se giró lentamente hacia el marciano, y por un segundo, no respondió. No porque no tuviera argumentos, sino porque lo sabía. Sabía que ese clon —ese chico— tenía conciencia. Que lo había mirado como un ser humano mira a otro. Pero no podía permitirse bajar la guardia.
No ahora.
No cuando la única razón por la que existía ese reflejo suyo, era el resultado de una violación genética, un uso indebido de lo que él era. Lo sintió en su núcleo kriptoniano: no lo habían creado para amar. Lo habían creado para usarlo.
—No es nada mío.
La frase fue tajante. Fría. Un sello que buscaba justificar lo que venía.
—No es una persona —continuó, cerrando el corazón—. Es un proyecto. Y si tiene mis poderes… podría destruir ciudades. No voy a correr ese riesgo.
Y como la liga compartía un mismo propósito, nadie discutió.
La sala de reuniones de la Watchtower no tenía ventanas. Diseñada para ser funcional y segura, carecía de cualquier adorno innecesario, como si la estética fuese una amenaza a la claridad. A Clark le agradaba ese diseño. Porque en ese momento, más que nunca, necesitaba claridad.
Frente a él, sentados en semicírculo, estaban Diana, Hal Jordan, Arthur, J’onn,Hawkman, John Stewart y Barry... Batman permanecía de pie a su lado, en la sombra. Todos habían visto las imágenes. Todos conocían los resultados de los análisis. Nadie hablaba.
Clark lo rompió.
—No podemos tratar esto como una simple anomalía. Es un crimen.
Diana fue la primera en responder, con esa firme calma que a veces lograba irritarlo por dentro.
—Lo es. Pero también es una vida.
—Una vida construida —interrumpió Clark—. Una existencia fabricada con mi sangre. ¿Qué pasa si tiene mi fuerza, mi velocidad, mi visión de calor, y ni una sola de mis inhibiciones? ¿Qué pasa si lo soltamos y mata a alguien porque se le ordenó hacerlo?
—¿Y qué pasa si no? —respondió Barry desde el otro lado de la mesa, sin sarcasmo, solo con inquietud—. ¿Qué pasa si ese chico solo quiere vivir?
Clark no respondió de inmediato. Porque sabía lo que había visto en esos ojos. No odio. No maldad. Solo… vacío. Y eso era aún peor. Porque un alma vacía puede llenarse con cualquier cosa.
—No podemos arriesgarnos.
Arthur resopló, entre frustrado y cansado.
—¿Y entonces qué propones?
Clark cerró los puños sobre la mesa, con fuerza suficiente para hacer crujir el metal.
—Propongo llevarlo a la Atalaya, ponerlo bajo observación estricta y limitar su acceso al exterior. Que entrene en simulaciones. Que esté vigilado. Cada segundo.
El silencio volvió. Fue Diana quien lo rompió esta vez, suave pero cortante.
—Eso no es justicia, Clark. Es confinamiento. Es trato de prisionero.
—¡Fue creado en una prisión! —exclamó, con una pasión que sorprendió incluso a él mismo—. ¿Y si fue condicionado para esperar que lo traten así? ¿Y si ser libre lo desestabiliza?
Las palabras flotaron como humo espeso. La mayoría de los presentes desvió la mirada. No porque no tuvieran argumentos, sino porque lo conocían. Porque lo habían visto en batalla, en crisis, en luto. Y sabían que cuando Clark Kent tenía miedo, no lo mostraba con lágrimas. Lo mostraba con control. Con estructura. Con órdenes.
—Este no es un voto —añadió finalmente—. Pero es mi decisión. Estoy asumiendo la responsabilidad de esto. Lo llevo a la Atalaya.
Batman no dijo una palabra. Solo le lanzó una mirada breve, dura, que Clark eligió ignorar.
La casa estaba en silencio esa noche. Demasiado silencio para ser metrópoli. Lois estaba en la cocina, revisando papeles con una taza de té frío al lado. Jon jugaba en su habitación, su risa amortiguada por la distancia.
Clark estaba en la sala, en penumbra, con el televisor apagado, mirando su reflejo en la pantalla negra. Se había quitado el traje y lo había dejado doblado sobre el respaldo del sofá, como si al despojarse de la capa pudiera también dejar atrás el peso de la decisión que había tomado.
Pero no era tan simple.
—No has dicho una palabra desde que llegaste —dijo Lois desde el umbral.
Él no respondió de inmediato. Solo giró el rostro apenas, lo justo para verla.
—He tenido un día difícil.
Ella cruzó los brazos, pero no lo presionó. Caminó hasta sentarse a su lado.
—¿Esto es sobre Cadmus?
Él asintió. Sin matices. Sin detalles.
—¿El clon?
—Sí.
—¿Y?
Clark tragó saliva, como si le costara incluso formar la respuesta.
—Está he llevado a la Atalaya. Bajo vigilancia.
—¿Y cómo se siente él con eso?
La pregunta fue simple. Y sin embargo, lo desarmó.
Clark desvió la mirada. No quería decir la verdad. No quería admitir que no le había preguntado. Que no se había molestado en saber si ese… clon suyo tenía miedo, frío, confusión. Que lo había tratado como un experimento… porque eso era más fácil que aceptar que compartían algo más que genética.
—Es lo mejor.
Lois lo miró en silencio. Esa clase de mirada que no necesita palabras, que no exige explicaciones pero las deja flotando como fantasmas en el aire. Luego se levantó sin decir nada y se fue a preparar una nueva taza de té.
Clark se quedó ahí, solo, con el silencio clavado en el pecho.
Cuando regresó a la Torre de vigilancia, el ambiente artificial de la estación espacial lo envolvió con una familiaridad hueca. Era un lugar de decisiones frías, de estrategias, de medidas extremas. Allí no había lugar para lo humano, lo blando.
Pasó por varios módulos antes de llegar a la sala de observación. No lo hacía a menudo. En realidad, evitaba entrar en esa ala del complejo. Pero esa noche, algo lo arrastró.
KR-13 estaba en su módulo, dormido. Lo observaba a través del cristal reforzado, sin hacer ruido, con los brazos cruzados y el ceño ligeramente fruncido. Aparentaba ser más joven de lo que recordaba. Su cuerpo aún en formación, aunque fuerte. Dormía con los brazos recogidos hacia el pecho, casi como si intentara protegerse de algo.
Era un gesto tan humano.
Clark lo odiaba por eso.
No con rencor. Sino con miedo. Porque cada gesto natural, cada respiración calmada, cada mínimo movimiento lo hacía más real. Menos clon y más persona. Más parecido a un hijo que él no había elegido tener.
Lo contempló durante varios minutos, sin acercarse. Recordó el informe de Diana: «ha cooperado, no ha mostrado agresividad, pero parece desconectado emocionalmente. No responde bien al aislamiento, pero tampoco se rebela».
Era dócil. Obediente. Condicionado. Como una herramienta esperando ser usada.
¿O simplemente era un chico que no entendía su lugar en el mundo? Clark no quería hacerse esa pregunta. Porque si la respuesta era la segunda, entonces todo lo que estaba haciendo era cruel.
Lo observó unos minutos más, y se fue antes de que el clon despertara. No dejó notas. No dejó rastros de su visita. Solo se aseguró de cerrar todas las compuertas con los códigos de máxima seguridad.
Y, al volver a su habitación en la Torre, no pudo dormir.
Pasaron los días. El clon entrenaba en simulaciones supervisadas. Respondía a los comandos de los técnicos. Seguía cada rutina con una precisión que era casi dolorosa de ver. Nunca pedía nada. Nunca se quejaba. Solo esperaba. Como si supiera que era observado constantemente.
Como si no supiera cómo ser libre.
Una vez, lo encontró en la sala de gravedad aumentada. Estaba solo, golpeando el aire, practicando sin adversario. Clark lo observó desde la sombra de un umbral. Lo vio lanzar un puñetazo tras otro, perfeccionando la técnica sin convicción. Había algo en su postura que no era militar, ni frío, ni clínico. Era… resignación.
Fatiga.
Dio un paso adelante sin pensar, y el sonido alertó al clon, quien se giró rápidamente, con la expresión entre la sorpresa y la esperanza antes de ser capaz de vaciar su rostro de emociones.
—Lo siento —dijo, bajando la vista—. No sabía que estaba restringido.
—No lo está —respondió Clark, tenso—. Este módulo es libre para sesiones individuales.
Silencio.
El clon asintió. Pero no se movió.
Clark estuvo a punto de irse. Pero algo en la forma en que el clon bajaba los hombros, como si esperara una reprimenda o… tal vez algo más, lo detuvo.
—¿Cómo va el entrenamiento?
—Bien, señor.
“Señor”.
No “Clark”. No “Superman”.
Y aún así, esas palabras pesaron como plomo.
—¿Estás cómodo aquí?
Lo preguntó sin mirarlo a los ojos. Lo dijo como quien pregunta por protocolo, por deber, no por interés real. Lo lamentó en cuanto lo dijo.
El clon dudó. No porque no supiera la respuesta. Sino porque quizás entendía que la pregunta no era verdadera. O que la respuesta no sería bienvenida.
—Sí, señor.
Clark asintió con rigidez. Y se marchó sin agregar nada más.
La puerta se cerró detrás de él con un susurro metálico.
Más tarde, en la sala de comunicaciones, Batman lo interceptó sin preámbulos.
—No deberías seguir evitándolo.
Clark giró lentamente.
—¿Evitar qué?
—Lo que el clon representa. Lo he observado incluso más que tú en busca de fallas. Esperando la ruptura, pero he empezado a pensar que eso no va a pasar, Clark. Creo que no estamos ante una herramienta.
Clark apretó la mandíbula. Lo miró con una frialdad contenida, pero no respondió. Porque, en el fondo, sabía que Bruce tenía razón en lo que decía. Lo vigilaba como un enemigo esperando despertar. No como un joven intentando existir.
—No puedes castigarlo por haber sido creado sin tu consentimiento. No es su culpa.
Clark desvió la mirada, dejando que sus ojos se perdieran en la inmensidad del espacio a través del ventanal.
—No le pedí que existiera.
—Y sin embargo, existe.
El silencio cayó entre ellos, y Clark se apresuró a seguir su camino sin poder hacer frente a las plantas de Batman.
Esa noche, volvió a pasar por el módulo. El clon dormía otra vez, pero esta vez parecía más inquieto. Se movía en sueños, murmuraba cosas que Clark no lograba entender. Algo sobre fuego. O sobre vacío. No podía saberlo con precisión.
Observó su rostro contraído por unos minutos. Y por un instante fugaz, pensó en lo que habría sido si esa criatura no hubiera sido creada en un laboratorio, sino en una cuna. En su hogar. Entre los brazos de Lois, justo como lo había sido su hijo Jon. En medio de una vida que pudiera amar.
Pero eso no había ocurrido.
Y ya era demasiado tarde.
Así que dio media vuelta y se fue.
El aire en la sala de simulación pesaba más de lo habitual. La gravedad estaba aumentada un 20%, lo suficiente como para agotar a cualquier metahumano sin un control perfecto sobre su energía.
Clark no tenía intención de quedarse demasiado tiempo. Estaba allí por rutina, no por vigilancia directa. Había venido a revisar métricas y protocolos, aunque en el fondo sabía que lo empujaba otra cosa: un malestar persistente que no lograba nombrar.
Fue el sonido seco de un impacto lo que lo hizo detenerse.
Hal Jordan alzaba su voz en el centro de la sala, mientras una figura más joven jadeaba en el suelo.
—¿Eso es todo? —gritó el Green Lantern, formando una pesada cadena esmeralda entre sus manos—. ¿Eso es lo que tienes para ofrecer?
El clon, con el rostro sudado y la camiseta desgarrada, intentó incorporarse. Su brazo izquierdo pendía de forma tensa, y la marca roja en su costado no era simulada. Tosió al ponerse de pie. Hal lo esperaba, sin mostrar misericordia.
Clark frunció el ceño, deteniéndose en seco a unos metros del vidrio de observación.
—Arriba, KR-13 —dijo Hal—. ¿O pensás quedarte tirado como un maldito experimento defectuoso?
Clark apretó sus puños, reprimiendo el impulso de intervenir. A veces desaprobaba el método de Hal. No era la primera vez que lo veía ser duro, o incluso cruel, en los entrenamientos. Pero había algo en la postura de Conner en ese momento, en la forma en que no se defendía... Era resignación.
El puño de energía lo golpeó antes de que el clon pudiera reaccionar del todo, enviándolo contra la pared reforzada. El impacto hizo temblar las estructuras.
Clark contuvo un impulso involuntario de avanzar. Pero se forzó a quedarse quieto.
«Es entrenamiento,» se dijo. «No puede dañarlo. Es invulnerable.»
—Otra vez —exigió Hal, sin una pizca de duda.
Pero no hubo réplica.
Solo el eco sordo de la respiración cortada de Conner.
—¡Dije otra ronda!
Clark apretó los dientes.
El clon no respondió. Apenas levantó una mano. El suelo estaba manchado, pero no de sangre, pensó Clark, seguro que no. No podía ser sangre.
Clark apretó los dientes y cerró los ojos por un momento.
«Es un clon», se dijo. «Una herramienta, un arma, no un chico».
Su mente seguía buscando excusas, escudos, refugios lógicos. Porque si admitía lo que sus ojos veían —el cuerpo herido de un joven que ya no intentaba defenderse, que aceptaba el castigo sin rebelión—, entonces tendría que aceptar que lo estaba permitiendo.
Y Clark Kent no quería ser cómplice, no quería ser culpable. Porque entonces ya no sería un error ajeno. Sería su error. Su elección. Su omisión.
Si admitía otra cosa —si reconocía lo que estaba viendo—, tendría que actuar. Tendría que intervenir. Tendría que aceptar que estaba fallando.
Y no estaba listo para eso.
—Hal —dijo finalmente.
Green Lantern giró, sorprendido por su presencia. Clark no levantó la voz, pero su mirada bastó para congelarlo.
—Es suficiente.
—Solo estamos entrenando. El clon necesita…
—Se terminó.
La orden no tenía volumen, pero sí un peso que Hal no discutió. Bajó la guardia con un gesto vago y se retiró sin decir más.
El… clon permanecía en el suelo, aún sin incorporarse, con la frente contra el piso y los nudillos sangrantes. No lloraba. No pedía ayuda. Solo respiraba, como si con eso bastara para seguir existiendo.
Clark se quedó observándolo unos segundos más, desde lejos.
Luego se dio media vuelta, y se fue.
Voló sin rumbo durante horas. Se mantuvo justo por encima de la atmósfera, donde la presión disminuía y los sonidos eran apenas un rumor. Allí, entre la nada, trató de ordenar lo que sentía. Las excusas seguían repitiéndose dentro de su cabeza con disciplina militar, pero por debajo… algo más se movía.
Una sospecha incómoda.
Una posibilidad devastadora.
¿Y si lo está quebrando?
¿Y si nunca había sido una amenaza y lo estaba moldeando para que lo fuera?
Lois lo vio entrar sin decir una palabra.
La luz de la cocina estaba encendida. Jon ya dormía. El reloj marcaba más de la medianoche.
Clark dejó la capa en el respaldo de una silla y se apoyó en la encimera como.
—¿Estás herido? —preguntó Lois.
—No.
«No físicamente», no dijo, pero ella lo supo ver igual.
—Algo sucede —indagó, aunque su frase fue dicha como una declaración.
Él respiró hondo. Se quedó en silencio por unos segundos, y cuando finalmente habló, su voz tenía algo que Lois no había escuchado en mucho tiempo: duda.
—Hoy vi a Hal entrenarlo. Fue… brutal. Y lo dejé continuar. Me dije que era necesario. Me dije que él podía soportarlo. Pero cuando lo vi en el suelo… no se defendía. No luchaba. Solo se quedaba ahí, como si esperara que alguien dijera que se terminó.
Lois dejó la taza que tenía en la mano y se acercó, lenta, con el ceño fruncido.
—¿Y lo hiciste?
Clark asintió, muy despacio.
—Sí. Pero tardé. Y solo porque Hal se estaba pasando de la raya. No fue por… él. Fue por el protocolo. Porque si me permito actuar desde la emoción… no sé qué va a pasar.
—¿Por qué?
—Porque si me permito sentir lástima por él, si me permito preguntarme si está bien, si pienso en él como en un «él» y no en un «eso»… entonces tengo que aceptar que todo lo que le estamos haciendo está mal.
Ella lo miró con una mezcla de ternura y enojo. Apoyó una mano sobre su brazo, no para consolarlo, sino para que la escuchara con atención.
—Clark, cariño, no puedes seguir mintiéndote a ti mismo.
Clark cerró los ojos y dejó caer su cabeza hasta que Lois fue incapaz de ver el dolor en sus ojos, pero no pudo evitar borrarlo de su voz.
—No pedí esto —susurró él.
—Él tampoco.
La frase fue un latigazo.
Lois dio un paso hacia él, y con suavidad acarició su rostro, guiándolo para que la mirase.
—Ese chico no eligió nacer así. —Le recordó, y el hecho de que lo llamase un «él» sin siquiera conocerlo destruyó a Clark por completo.
Clark intentó desviar nuevamente la mirada, pero era débil ante las manos de su esposa, quien no lo perdonó dejándolo continuar viviendo en negación.
—Cariño, el chico no eligió llevar tu rostro ni tener tus poderes. Lo único que ha hecho desde que llegó es intentar adaptarse al lugar donde lo metiste.
Clark no respondió, pero en su mente el eco de la sala de entrenamiento volvía una y otra vez. El ruido seco del golpe. La forma en que Conner se quedó quieto.
—¿Tenías miedo de que fuese peligroso? Bien, ¡lo entiendo! Pero lo han tenido allí por meses y el chico ha sido ejemplar. No ha dado problemas, no ha pedido nada, lo ha tomado todo y se ha quedado en silencio.
—Yo solo…
No supo como continuar porque no tenía excusas, comenzaba a ver. Las acusaciones de Lois le dolían, pero más me dolía saber que eran verdad.
—Cariño… es hora de que dejes de verlo como un arma y comiences a verlo por lo que es, un chico que necesita nuestra ayuda. Porque si sigues así… lo vas a quebrar, Clark, y a veces, hay cosas que no pueden arreglarse una vez que se quiebran.
Clark durmió poco esa noche.
Se quedó junto a la ventana, escuchando el leve sonido del viento nocturno, preguntándose si en algún rincón del mundo alguien más se sentía tan perdido como él.
Y en lo profundo de su mente, por primera vez, no pudo silenciar la imagen del chico: con los hombros hundidos, el cuerpo tembloroso, y la respiración contenida como si ni siquiera supiera si tenía derecho a seguir vivo.
Chapter 3
Notes:
Empeora antes de mejorar. Porque mejora 🤍.
Chapter Text
El módulo de entrenamiento estaba oscuro.
Era una de esas raras ocasiones en que le permitían quedarse más tiempo, porque “no molestaba a nadie ahí”. Un rincón donde podía moverse sin que lo miraran como una bomba a punto de estallar. Donde podía respirar sin sentir que alguien contaba cada uno de sus pasos.
Y esa noche, mientras el silencio lo cubría como un manto, tomó la decisión. No hubo ruido. No hubo alboroto. No hubo un plan brillante ni una estrategia de escape perfecta. Solo hubo un muchacho agotado, de pie bajo la tenue luz azul del módulo, con el cuerpo aún adolorido del último entrenamiento, y el alma rota en partes que ya no sabría cómo volver a juntar.
No se llevó nada. No tenía nada que llevar.
Solo el nombre que él mismo se dio, su ropa —suficiente para pasar por uno más entre tantos—, y una dirección precisa en la memoria: “Zeta-Tube, destino Batcueva”.
No lo eligió por rebeldía. Lo eligió porque era la única ubicación en la Tierra que conocía fuera del protocolo habitual. La Atalaya tenía registros de destinos seguros para miembros selectos. Batman, por supuesto, no compartía fácilmente su tecnología ni sus secretos, pero había momentos en que lo necesitaban en segundos. Emergencias, amenazas, esas cosas. Y en una ocasión, alguien había murmurado las coordenadas cerca de él. Solo una vez. Pero fue suficiente.
Cuando el tubo Zeta se activó, lo hizo con un zumbido grave y breve, un destello blanco que envolvió su figura antes de arrastrarla con violencia a través de una corriente de energía comprimida. Su cuerpo fue desmaterializado y reconstituido en menos de un parpadeo.
La cueva estaba fría. Fría y en penumbra.
El primer sonido que escuchó fue el goteo persistente del agua que caía desde el techo hacia las profundidades invisibles. Luego, el eco de su propia respiración. Era un lugar muy frío, y nadie lo esperaba.
La consola de la Batcomputadora brillaba en un rincón como el ojo despierto de una bestia que jamás dormía. Las vitrinas con trajes estaban alineadas con una precisión casi inhumana, como soldados dispuestos a una guerra eterna. Allí estaban las capas, los símbolos, los rostros cubiertos de máscaras. Una pared de recuerdos.
Dio un paso, y el eco pareció multiplicarse en las rocas.
Allí estaba. La cueva de Batman. El lugar que muchos temían. El corazón de la oscuridad. Y aun así, a Conner no le pareció intimidante. Le pareció… triste. Como un santuario olvidado. Como un mausoleo.
Y en medio de ese espacio de leyendas, lo vio.
Era un niño.
Estaba a mitad de camino en la escalera que descendía desde la mansión, con una bata de dormir y una mirada de desdén dibujada en el rostro, incluso en la quietud de sus facciones. Pero no lo veía. Sus ojos aún estaban pesados de sueño. Bajaba por rutina, quizás buscando a Batman.
Conner se ocultó entre las sombras sin pensarlo. Era instinto. Tal vez por miedo a ser descubierto, o tal vez porque no quería perturbar lo que veía: un hijo bajando a buscar consuelo.
Pasó cerca de él sin notar su presencia. Pequeño, orgulloso, con la espalda recta incluso cuando nadie lo observaba.
Y Conner lo miró. Lo miró como se observa algo que duele. No por envidia, sino por la idea rota de lo que pudo ser.
“Él también tiene un padre”, pensó.
Conner se preguntó si, de haber sido diferente —si hubiese sido creado por amor y no por ciencia—, Batman también lo habría visto como a un niño, y como un arma. O al menos, no habría temido su presencia. No habría dicho que debía mantenerlo vigilado porque “no sabemos si tiene el control”.
Si no hubiese nacido como clon… ¿hubiese tenido un lugar allí, donde había más jóvenes?
Un lugar en esa cueva. En esa casa. En ese corazón.
Pero el pensamiento le supo amargo. Porque ya no había espacio para esas preguntas.
Dio un paso hacia atrás. Luego otro. Se deslizó entre las sombras como un recuerdo que nunca existió. La cueva volvió a la calma, y Damian llegó al final de las escaleras sin saber que alguien había pasado por su mundo como un fantasma. Una presencia sin nombre. Una posibilidad no cumplida.
Conner halló una de las salidas secundarias.
No estaba sellada. No del todo. Era antigua, una compuerta olvidada entre pasajes auxiliares. No dudó. Su cuerpo, entrenado en el silencio, en el disimulo, se movió con la agilidad de quien sabe que no puede volver si lo descubren.
Y cuando emergió al exterior, la noche lo recibió como a un hijo extraviado.
A lo lejos, Gotham se alzaba como una herida encendida. Pero no fue hacia allí que caminó. Eligió la dirección opuesta, donde las luces eran menos agresivas y las calles menos vigiladas. Siguió caminando hasta que las sombras de los suburbios lo envolvieron. Cruzó un puente de hierro oxidado, tomó un tren de carga sin ser visto. Bajó al azar. Y cuando finalmente se detuvo, lo hizo en un lugar sin nombre. Una ciudad cualquiera, a pocas horas de Gotham, donde nadie lo conocía, donde nadie esperaría encontrar a un clon de Superman.
Se tomó un momento para respirar.
El aire golpeó su rostro con una fuerza distinta a la de los entrenamientos. No era artificial, ni estéril, ni contenido por filtros o sistemas de purificación.
Era frío, sucio y real.
El cielo, cubierto por nubes pesadas y grisáceas, se abría como una promesa de tormenta. Una ciudad se extendía bajo él: caótica, vibrante, cruel. Un millón de luces, de sonidos, de olores que lo abrumaron de inmediato. La ciudad no se parecía a nada de lo que había visto en la información que le fue implantada.
Aquí todo dolía, todo vibraba con un desorden que su mente entrenada no sabía cómo procesar.
Finalmente terminó cayendo en un callejón, demasiado exhausto para mantener el vuelo más allá de unos minutos. Sus pies tocaron el suelo con torpeza, y sus rodillas no tardaron en ceder. Se quedó allí, respirando con dificultad, mientras una ráfaga de viento levantaba polvo y envolvía su figura.
Estaba libre.
Y estaba completamente solo, con la certeza —dolorosa, irreparable— de que ni siquiera los hombres más poderosos del mundo quisieron ser su padre.
Las primeras horas fueron de supervivencia básica. Buscar refugio. Evitar miradas y preguntas. Luego, alimento. Comió por primera vez ese día hacia la medianoche. Un trozo de pizza frío, robado del plato de una mesa abandonada frente a una pizzería de mala muerte. El estómago gruñó, agradecido y avergonzado a la vez. No sabía cómo lidiar con esa mezcla de hambre y humillación.
Dormir fue más difícil. Aprendió rápido que nadie duerme realmente en la calle. Se sobrevive con los ojos bien abiertos.
Se acurrucó en la esquina de un edificio, envuelto en una frazada mugrienta que alguien había dejado tirada. Tembló, no solo por el frío, sino por la certeza de que no había retorno. Nadie lo buscaría. Nadie notaría su ausencia. Y si lo buscaban, entonces no era por preocupación, sino porque habían perdido su arma mejor guardada.
Conner no podía volver allí, sin importar qué.
Los días siguientes no fueron mejores.
Conner aprendió rápido que la ciudad devora a los que no tienen nombre. Las personas no miraban hacia abajo, no respondían cuando hablaba. Algunos lo ignoraban, otros lo alejaban con un simple gesto de la mano. Aprendió que no todos los golpes vienen de superhéroes; algunos vienen en forma de palabras secas, de rechazos cotidianos, de indiferencia masiva.
Encontró una rutina entre las ruinas.
Ayudaba a quien podía, sin dar su nombre. Detenía pequeños robos, rescataba niños de autos atrapados en el tráfico, evitaba que ancianos fueran atropellados al cruzar. Lo hacía sin volar, sin fuerza desmedida, sin llamar la atención.
Pero ayudar, pronto entendió, no pagaba comida.
Ni hospedaje.
Ni calor.
La tercera semana, sus costillas ya se marcaban con claridad. Tenía moretones en los brazos de dormir contra los muros, arañazos en las piernas de correr entre escombros. Su cuerpo no era invulnerable. Nunca lo fue. Pero ahora lo sentía con más crudeza, la falta de sustento hacia que su sistema fuera más lento, incluyendo su curación acelerada.
A Conner le dolía el cuerpo… pero más le dolía la humanidad que estaba descubriendo demasiado tarde.
Una noche, llovía. Lluvia real. Cruel. Sin techo. Sin refugio, y entonces apareció él. Un hombre mayor. Sonrisa falsa. Ojos opacos.
“¿Buscas algo para comer, chico?”
Conner no respondió. Pero el hambre ya hablaba por él.
El motel estaba a la vuelta de la esquina. Las luces parpadeaban. La alfombra raspaba y olía a suciedad.
Lo demás…
No necesita contarse en detalle. Solo basta decir que, al salir, tenía dinero en la mano.
No lloró. No vomitó. Solo caminó, como lo hizo aquella vez al dejar la Torre. Como si pudiera seguir alejándose sin rumbo, sin culpa, sin nombre. Pero había algo diferente ahora. Algo que no podía sacarse de la piel, por más que se escondiera bajo la capucha o caminara hasta que los pies le dolieran. Algo que se le había metido entre las costillas, como agua fría.
Como suciedad.
Como vergüenza.
No era la primera vez que sufría dolor, pero era la primera vez que no había estado preparado para soportarlo.
Conner no volvió a ese rincón por varios días. Se mantuvo en movimiento, durmiendo bajo puentes, detrás de carteles oxidados, en escaleras de incendio, cuando el clima lo permitía. Robó dos veces comida de una gasolinera, y se sintió menos sucio que cuando había aceptado aquel billete húmedo con olor a cigarrillos baratos.
Algunas noches ayudaba a otros, a quienes estaban en peligro, porque aún tenía la necesidad absurda de creer que eso lo definía, que todavía podía ser algo más que el cuerpo que otros veían. Pero los días pasaban y el hambre regresaba. El frío no se iba, y las voces en su cabeza no paraban de repetir cosas.
“Quizás nunca debí haberme ido. Quizás podía haber soportado un poco más. Un entrenamiento más. Un encierro más. Al menos allí había techo y comida. Al menos allí no tenía que…”
Nunca completaba el pensamiento. No quería. Negarse a ponerle nombre lo hacía más fácil de soportar.
Una noche, después de horas sentado en un banco, con la mirada clavada en sus propias manos como si fueran ajenas, Conner aceptó que ya no podía seguir. El cuerpo se le estremecía de debilidad. El orgullo no calentaba el estómago. Y lo que alguna vez fue dignidad se le había perdido como las huellas en el barro, borradas por la lluvia.
Volvió a caminar. A pararse en una esquina sin nombre.
Volvió a fingir que no le importaba. Que estaba bien.
Volvió a mirar los autos con ojos vacíos.
Y fue entonces cuando uno se detuvo.
Un coche negro, viejo, con las luces opacas. El motor rugía como si suplicara una reparación. No era lujoso ni elegante, pero se detuvo, y eso bastaba.
Conner tragó saliva y se acercó. Sintió su estómago contraerse, no por hambre esta vez, sino por algo más profundo, más confuso.
El hombre que estaba al volante bajó el vidrio con lentitud. Tenía el cabello canoso, una barba desordenada, y los ojos… cansados, pero atentos. Vestía una campera de jean y guantes de lana. Tenía algo en el rostro que no encajaba con el resto de la escena.
—¿Estás bien, hijo? —preguntó con voz grave, amable, pero no invasiva.
Conner dudó.
Siempre dudaba ahora.
Las palabras “¿qué estás buscando?” no salieron de él, pero flotaron en el aire como un espectro malherido. El chico bajó la mirada. Su cuerpo ya conocía el protocolo. Detrás de cada frase amable había una intención. El instinto de supervivencia lo había moldeado para detectar el peligro disfrazado de caridad.
—Estoy bien —murmuró, aunque el barro a sus pies y los temblores en su voz dijeran lo contrario.
El hombre lo miró con más atención. Había algo en su expresión —no lástima, no juicio— que a Conner lo desarmó un poco. Era… pena, quizás. O algo más viejo: pérdida. Como si el tiempo le hubiera arrancado algo y, por un segundo, creyera estar viéndolo de nuevo, encarnado en ese chico empapado.
—No me malinterpretes, no estoy buscando nada raro —dijo el hombre, lento, midiendo sus palabras—. Solo me detuve porque pensé que necesitabas ayuda. Es tarde, llueve como condenado, y no parecés tener a dónde ir.
Conner lo miró por fin. Sus ojos estaban cansados, sí, pero también genuinos. No había avidez, ni deseo, ni esa tensión en la mandíbula que precedía a las propuestas silenciosas. Aun así, su cuerpo no se relajó. No podía.
—¿Importa? —preguntó al fin, sin rodeos.
El hombre frunció el ceño, confundido.
—¿Importa qué, exactamente?
—Que no tenga a donde ir —aclaró con voz plana.
El silencio del hombre fue extraño. No era el de los que negociaban, ni el de los que fingían sorpresa. Era el de alguien que acababa de escuchar algo que no esperaba en absoluto.
—Por supuesto que importa—dijo al fin, con suavidad. —Por favor, solo sube al auto, hijo.
Conner dudó, y luego obedeció. No estaba seguro de todo aquello, pero al menos esta vez si sabía que hacer, pensó.
El asiento era cálido, y olía a café. No a perfume, ni a alcohol, ni a desinfectante, como solía oler el laboratorio. Era simplemente olor café, y por algún motivo eso lo tranquilizó. Cerró la puerta, y el coche arrancó sin dirección clara.
No hablaron mucho en el camino. Conner miraba por la ventana, pensando en lo que sin dudas vendría. ¿Casa o motel? ¿Cuánto tiempo duraría? ¿Sería tan malo como la vez anterior?
Thomas —así dijo llamarse— no hizo ninguna insinuación ni le dio ninguna pista sobre lo que pretendía que sucediese. Solo condujo. Callado. Como si estuviera procesando algo.
Cuando salieron de la ciudad, Conner comenzó a tensarse inevitablemente.
—¿A dónde vamos? —preguntó.
Su tono sonó alerta, casi hostil, pero no pudo evitarlo.
—A mi casa —respondió Thomas—. Está en las afueras. Es más tranquila que aquí.
Conner se tragó la inquietud. Al menos estaría caliente, pensó, y con suerte, no sería demasiado violento.
La casa era pequeña, con pintura descascarada y un jardín lleno de hojas secas. No había señales de vida reciente, pero tampoco de abandono. Una de esas casas que parecen sostenerse solo porque alguien las necesita.
Entraron. El ambiente estaba tibio. Había fotos viejas en la pared, un perchero con una bufanda colgando, una estufa a leña aún encendida, aunque apenas.
Thomas le indicó la dirección del baño principal.
—Hay toallas limpias. Y voy a dejarte algo de ropa seca, si querés cambiarte.
Conner lo miró por un momento, intentando descifrar si era una trampa, una fantasía de rol, alguna perversión. Pero no encontró pistas. Solo cansancio sincero en los ojos del hombre.
Se duchó. Se frotó tan fuerte que se dejó la piel roja e irritada. Como si el agua pudiera hacer retroceder los días. Como si pudiera borrar lo que había hecho. Como si no fuera tarde.
Pero lo era.
Y ahora le tocaba acostarse en la tumba que el mismo había cavado.
Al salir, encontró ropa de abrigo en la cama del dormitorio principal. Se la puso sin muchas dudas, y bajó las escaleras.
La cocina olía a sopa.
Thomas servía dos platos.
Comieron en silencio. No hubo preguntas incómodas. Solo comida caliente, pan fresco, y una radio encendida bajito con música instrumental.
Le hubiese encantado disfrutar de su primera comida caliente en mucho tiempo, pero Conner no podía más. No por hambre o por frío. Sino porque la amabilidad lo rompía más que la crueldad. No podía entenderla. No sabía cómo recibirla.
Pero había aprendido cómo ganársela. Cómo agradecerla.
Cuando terminaron de cenar, se levantó sin decir palabra, sin dudarlo dirigiéndose hacia el pasillo.
—¿Todo bien?
Thomas lo miró con una ceja alzada mientras lo veía deslizarse fuera de la habitación.
—Sí —murmuró Conner, bajando la mirada.
Entró en la habitación. Se sentó en la cama. Respiró hondo.
Y entonces lo hizo.
Se quitó la camiseta. Lentamente. Luego los pantalones. Los dejo en el suelo, y se colocó en el centro de la cama, de perfil, esperando. Sin decir palabra. Sin mirar.
Oyó el ruido de platos siendo recogidos, y luego unos pasos firmes pero lentos que se dirigían en su dirección. Se obligó a calmar el temblor de su cuerpo.
Cuando Thomas asomó a través de la puerta y lo vio, se quedó quieto. Pasaron varios segundos en los que nadie respiró.
—¿Qué carajos es ésto? —preguntó, en un susurro helado.
Parecía conmocionado.
Conner no se dejó engañar.
—Era lo que querías, ¿no? —Conner no podía sostenerle la mirada. Quería que terminara rápido. Que no hablara. Que simplemente lo usara y se terminara de una vez.
Pero Thomas no se movió para abalanzarse sobre él.
—No, hijo. No, no es eso lo que quiero —dijo, dando un paso atrás y desviando la mirada del aún desnudo cuerpo de Conner —. Por Dios, no.
Conner se elevó sobre sus codos en la cama.
—Pero… me trajiste. Me diste de comer. Me diste ropa — enumeró, confundido.
—Porque necesitabas ayuda. No porque…
La voz se le quebró un poco, y Thomas se giró de golpe, como si ni supiese que hacer, y quedó de lado, como hablándole al marco de la puerta, aunque sus palabras eran todas para Conner.
—¿Pensás que todo gesto de bondad viene con una deuda a pagar con tu cuerpo?
Conner no respondió. No sabía cómo. Solo apretó las manos sobre las sábanas, desorientado, como si el gesto pudiera anclarlo a la realidad.
Su silencio pareció ser respuesta suficiente. Thomas abandonó su posición mirando el marco de la puerta, y se apresurándose a recoger una manta que había sobre un pequeño baúl de madres, se acercó. Lentamente, asegurándose de no tocarlo, envolvió su cuerpo aún desnudo con una manta, y Conner no se había dado cuenta del frío que sentía hasta que sintió esa calidez envolverlo.
—Acá estás a salvo, ¿sí? —Thomas buscó su mirada —. Escuchame bien. Acá nadie te va a pedir nada. Nadie te va a tocar. Nadie te va a mirar como algo que puede usarse. Lo entendés, ¿no?
El chico no contestó. Solo asintió. Apenas. Como si hubiese recibido tanta información en tan poco tiempo que le costaba procesarla.
Aún peor, le costaba creerla.
Thomas suspiró, aún a su lado, medio incómodo, pero como si quisiera ayudar y no supiera cómo. Al final, se sentó por un momento en la cama donde Conner aún estaba acostado y quieto como una estatua.
—No sé qué te sucedió, hijo, pero no permitiré que vuelva a suceder, ¿de acuerdo?
El silencio que siguió fue denso. Lleno de una tristeza distinta. Una que no nacía del daño, sino de la posibilidad remota… de que no todo estuviera perdido.
Conner se permitió sentir eso que se había negado a sí mismo por mucho tiempo. Esperanza.
—De acuerdo —susurró, y relajó un poco su posición en la cama.
Thomas le dirigió una pequeña sonrisa, como si supiera cuánto le habían costado esas palabras. Su sonrisa era apenas una curvatura en sus labios, pero en los ojos, no pudo evitar notar, había bondad.
Conner no podía recordar que alguien alguna vez lo hubiese mirado con tanta calidez.
Nunca había creído que pudiera estar dirigida a él.
La primera noche que durmió allí, Conner no cerró los ojos del todo. El cuerpo, aún cubierto por la manta que Thomas había colocado con delicadeza sobre él, se mantenía rígido, a la defensiva, como si esperara que en cualquier momento la puerta se abriera de golpe y algo —una mano, una palabra, una orden— lo arrancara de allí. La cama era demasiado blanda, demasiado cálida, demasiado amable para que fuera real.
Durante horas, escuchó los sonidos de la casa: los pasos de Thomas yendo al baño, la madera que crujía con el cambio de temperatura, el susurro de la estufa apagándose poco a poco. Todo eso, sumado al aroma persistente a sopa y café, lo envolvía como una canción lejana, imposible de recordar pero familiar en su efecto. Aun así, no se dejó vencer por el sueño hasta muy entrada la madrugada, y aun entonces, sus sueños fueron inquietos, cortados por imágenes que no quería recordar.
Por la mañana, despertó sobresaltado. No por un grito, ni por una alarma, ni por golpes en la puerta. Solo por el sol entrando por la ventana, cálido y manso.
Se sentó en la cama de golpe, confundido, sin recordar por un segundo dónde estaba. Cuando cayó en cuenta de la casa, del cuarto, de la manta… y de Thomas, su cuerpo se relajó apenas.
Se vistió con la ropa seca que le había dejado la noche anterior y bajó las escaleras con pasos controlados, en silencio, como lo había hecho en Cadmus, en la Torre, en cada sitio donde vivir significaba no molestar.
Encontró a Thomas en la cocina, preparando algo. El olor a café era aún más fuerte que la noche anterior, y había una sartén en el fuego.
—Buenos días —dijo el hombre, sin girarse—. ¿Dormiste algo?
Conner dudó.
—Sí —respondió al fin.
Thomas asintió, como si no esperara más detalle, y le sirvió un plato con huevos revueltos y tostadas. Había una jarra de jugo de naranja sobre la mesa.
—No tienes que quedarte si no es lo que quieres —dijo Thomas mientras se sentaban frente a frente—. Pero mientras estés aquí, habrá comida caliente y una cama, y prometo que nadie va a hacerte daño.
Conner asintió, aunque las palabras rebotaron en él como si fueran ajenas. Había escuchado tantas promesas que ya no sabía qué creer.
Durante los días siguientes, Thomas no preguntó nada. No le pidió nombre, ni procedencia, ni explicaciones. Lo único que dijo, con cierto aire pragmático, fue:
—La habitación donde dormiste anoche es la mía. Pero tengo otra, bueno… tenía otra. Es un desastre. Usaba ese cuarto para guardar herramientas, cajas viejas, cosas que no quería tirar pero tampoco ver. Pero si querés, podemos ordenarla. Podés hacerla tuya mientras estés acá.
Conner lo miró como si hablara en otro idioma. Nadie le había ofrecido nunca hacer suyo un lugar. Ni siquiera le habían ofrecido permanecer.
—No voy a quedarme mucho —dijo, rápido, como si necesitara dejarlo claro, aunque no sabía bien a quién—. Es temporal.
—Claro —respondió Thomas con una pequeña sonrisa—. Pero mientras tanto, podés tener tu cuarto.
Conner no se negó, y la perspectiva calentaba algo en su pecho que llevaba mucho tiempo frío, casi helado.
Comenzaron con la limpieza ese mismo día.
Ordenar aquella habitación fue más difícil de lo que Thomas había admitido. Había polvo por todas partes, cajas con álbumes de fotos, herramientas oxidadas, hasta una vieja bicicleta que llevaba años sin moverse. Thomas arremangó la camisa y trabajó sin quejarse, y Conner, aún inseguro, se le unió.
No hablaban mucho, pero hubo silencios cómodos. Conner aprendía a leer el ritmo del otro hombre: cuándo estaba recordando algo, cuándo se cansaba, cuándo prefería el silencio.
Y, lentamente, comenzó a notar cosas.
Thomas tenía las manos curtidas, los nudillos marcados por años de trabajo manual. Mantenía la casa con cierta dignidad, aunque con poco esmero decorativo, como si no estuviese seguro de su valía la pena. Había fotos antiguas, sí, pero ninguna reciente. Ninguna enmarcada con alegría. Ninguna de alguna familia. En el cuarto, Conner encontró una caja con juguetes de madera y ropa infantil cuidadosamente doblada. No preguntó. Solo la cerró y la puso a un costado.
Thomas lo notó.
—Era de mi hijo —dijo, simplemente. No añadió más, no lo necesitaba.
Conner no contestó. Solo continuó acomodando los estantes. Pero en su interior, algo se acomodó también. Como si entendiera, sin necesidad de explicaciones, que ambos cargaban pérdidas. Que ambos estaban rotos de formas que no se podían arreglar. Que esa casa, con su pintura descascarada y su estufa a leña, era lo más parecido a un refugio que había conocido desde que salió de su cápsula.
Hubo una noche en que todo casi se desmorona.
Conner había estado dormido apenas unas horas cuando despertó sobresaltado por un portazo. El viento había hecho que una ventana se cerrara de golpe, pero en su mente, la explosión del sonido fue otra cosa.
Otro tiempo.
Otro lugar.
Bajó corriendo, descalzo, temblando, buscando sin tener muy claro qué. Entró en la cocina justo cuando Thomas cerraba el refrigerador.
—¿Qué pasa? —preguntó el hombre, desconcertado al ver su rostro.
Pero Conner no respondió. Se había detenido en seco, con la espalda tensa, la mirada baja, las manos quietas a sus lados… como si no supiera si era seguro moverse.
Thomas lo entendió de inmediato.
—Ey… no. No, hijo. Nadie va a lastimarte en esta casa.
Dio un paso hacia él, pero al notar cómo Conner se encogía, retrocedió de inmediato.
—No voy a tocarte. Tranquilo.
Conner asintió, pero no se movió. Apretaba los dientes como si contuviera el cuerpo con pura fuerza de voluntad.
—Solo fue el viento. A veces estas ventanas se cierran de golpe —explicó Thomas, con voz suave—. No fue nadie. No hice nada. Y si alguna vez hiciera algo que te hiciera sentir miedo, quiero que me lo digas, ¿está bien?
No hubo respuesta. Pero al cabo de unos segundos, Conner exhaló el aire que llevaba retenido.
No dijo nada esa noche. Solo volvió a su cuarto y se quedó allí, despierto hasta el amanecer. Pero algo había cambiado
Entendió que no todo se rompía. No todo terminaba en dolor.
Pasaron los días, y luego, las semanas. Y, aunque seguía diciéndose que era temporal, que en cualquier momento se iría, que no podía quedarse para siempre… empezó a acomodar la ropa que Thomas generosamente le había comprado en los cajones. Comenzó a elegir dónde poner sus cosas. A colgar su toalla siempre en el mismo lugar. A barrer las hojas del jardín sin que nadie se lo pidiera.
Una noche, Thomas llegó a casa y encontró que Conner había preparado arroz con verduras. No era gran cosa, pero era algo. El chico no dijo nada al respecto. Solo sirvió los platos y se sentó. Thomas tampoco comentó, solo le regaló una sonrisa, y luego comió.
Y en ese silencio, se tejía algo que ninguno de los dos se atrevía a nombrar.
Hasta que, una noche, Conner bajó las escaleras, cruzó el pasillo, y se detuvo frente a la sala donde Thomas leía. El hombre levantó la vista de su libro y esperó, sin presionar.
Conner dudó un instante, pero llevaba días pensando en lo mismo. Thomas era tan amable con él… y merecía saber que no era a un adolescente al que estaba ayudando. Que no era a una persona, sino a un…
Ya ni siquiera sabía cómo llamarse a sí mismo.
—Tengo que decirte algo —murmuró Conner. Su voz era baja, pero cargada.
Thomas cerró el libro sin apuro.
—Dime.
Conner tragó saliva. Sintió la garganta apretada. No era fácil. Había guardado silencio tanto tiempo. Había vivido sin nombre. Sin historia. Sin lugar, y ahora que tenia uno, lo estaba poniendo en riesgo en nombre de la verdad.
—No tengo nombre.
El silencio que siguió fue absoluto. Pero no hostil
—No quería mentirte —continuó—. Pero la verdad es que… ni siquiera soy una persona real. Me llamaron… muchas cosas. En el laboratorio era “KR-13, o aveces “el experimento trece”. En la… Atalaya, simplemente me decían “el clon”.
Thomas no se movió. Solo lo escuchó. Sin interrupciones. Aunque habia algo en su expresión, como una mezcla de incertidumbre e indignación… Conner no podía leer mucho más en ella.
—Y después, cuando me… escapé, me inventé un nombre: Conner. Porque necesitaba algo que me hiciera sentir real, humano, aunque no lo soy, y lamento haberte engañado haciéndote creer que soy solo un… adolescente perdido. Lo cierto es que yo ni siquiera debería existir.
Su voz se quebró con su última confesión. Pero no lloró, solo bajó la mirada, con temor de lo que podría ver.
El silencio se hizo espeso en la pequeña sala, y luego Thomas se levantó con lentitud. Caminó hasta él. Y con la misma cautela que había usado al cubrirlo con la manta aquella primera noche, le puso una mano en el hombro.
—No digas eso, muchacho. Existes y eres real. Estas aquí ahora mismo, y eso es lo que cuenta —Lo reprendió con calidez —. Y bueno, entonces supongo que tendré que acostumbrarme a llamarte Conner.
Conner alzó la vista con rapidez ante sus palabras despreocupadas, y esta vez si, sus ojos se llenaron de lágrimas.
Por primera vez, sintió que quizás no estaba destinado a ser solo una sombra. Que quizás, en esa casa vieja con olor a café, podía construirse, poco a poco, un lugar en el mundo.
Uno que pudiera, aunque fuera imposible, llamar hogar.
Chapter Text
Era temprano cuando Clark caminó por los pasillos de la Atalaya, con el ceño fruncido y la mirada baja.
Aún no amanecía en la mayoría de las zonas horarias de la Tierra, pero la estación espacial jamás dormía, iluminada de forma constante por el reflejo artificial del sistema de soporte vital y las interminables pantallas de control. Sin embargo, en su interior, él sentía una sombra pesada sobre los hombros. Un malestar que ni el vacío sideral podía aligerar.
Desde la noche anterior, había algo que no lo dejaba tranquilo.
El recuerdo de su mano extendida con violencia. De los pasos que se apresuraron al sentirlo cerca. Del cuerpo que se dobló y se fue al suelo, más liviano de lo que debería. Del sonido seco del golpe contra el pavimento, y del silencio que siguió después.
El chico no había dicho nada. Ni un reproche, ni un gesto de dolor. Solo se había alejado, obediente, dócil, como quien entiende que ya no puede luchar más por un lugar que no le pertenece.
Clark había seguido con el entrenamiento de Jon, pero su mente se quedó estancada en aquella imagen. La sorpresa en sus ojos al verlo entrenar con Jon, el intento fallido de acercarse, de mirar desde lejos algo que nunca había sido suyo. Y él… él lo había empujado como si fuera una amenaza. Como si el simple hecho de que existiera cerca de su verdadero hijo pudiera suponer un riesgo.
“No fue tanto”, se había dicho una y otra vez. “Solo lo aparté. Fue instintivo. No tenía por qué acercarse así. Fue imprudente”.
Pero el sueño le había sido esquivo. En la oscuridad de su cuarto, con Lois durmiendo a su lado, no pudo dejar de recordar el sonido del cuerpo de chico al caer. Ni la forma en que no intentó defenderse.
A la mañana siguiente, se cruzó con el chico en un pasillo lateral de la estación, lejos del bullicio y la actividad y se obligó a disculparse.
—No quise empujarte con tanta fuerza —dijo sin mucha emoción —. Jon me dijo que… No fue necesario. Supongo que tiene razón. Solo… mantente en tu módulo la próxima vez, ¿si?
Ojos en el piso. Un asentimiento. Voz mecánica.
—Si, señor.
La voz por el comunicador lo despertó sin necesidad de volumen.
Eran poco más de las siete de la mañana cuando recibió el informe, seco y directo, de que el módulo asignado al Proyecto KR-13 estaba vacío. La cama hecha. La ropa intacta. Ningún dato de salida. Ninguna señal de fuerza. Ninguna alarma activada.
—¿Qué significa que no está? —preguntó Clark con el ceño fruncido, mientras se dirigía al núcleo de mando con pasos apurados, aún vestido con su traje de rutina, la capa apenas acomodada.
—Literalmente eso —dijo el técnico —. No está. No hay lecturas de vida dentro. Pero tampoco hay registro de escape. Ninguna alarma encendida. Lo que nos preocupa es que tampoco hubo brecha.
El silencio que siguió se sintió más espeso que el aire de la Atalaya.
El chico se habia ido. Desaparecido.
—Tenemos a un clon kryptoniano sin control, sin rastros ni autorización de salida. —agregó uno de los coordinadores—. Si escapó por los tubos Zeta, debió haberlo hecho desde el interior. Lo que implica que burló los protocolos de seguridad.
Clark no respondió de inmediato.
Sintió algo moverse en su pecho. Una punzada leve, mezcla de culpa y ansiedad. Pero lo aplastó de inmediato. No era momento para sentimentalismos. Si el clon se había ido, si lo había hecho en secreto, quizá tenía un objetivo. Un propósito.
Y no sabía cuál era.
—Aseguren los protocolos de contención. Y activen el rastreo inmediato. —ordenó. Pero su voz ya no era tan firme como otras veces.
No lo diría en voz alta, pero lo pensó:
“Dejamos escapar a un clon kryptoniano sin control emocional completo. Uno que fue entrenado en combate. Uno al que aún no hemos registrado como completamente estable.”
Clark no estaba muy seguro de que hubiese imaginado un desarrollo como ese, y no podía entender cómo su plan de escape se les había escapado a los mejores héroes del planeta. Tampoco tenía tiempo para cuestionarlo, sino para buscar.
Batman llegó apenas diez minutos después. Ya había recibido el informe y estaba trabajando desde su terminal portátil incluso antes de aterrizar.
—No hay señales de violencia. Ninguna marca de sabotaje en los tubos Zeta. —informó, frío y meticuloso como siempre—. Lo hizo con acceso. Desde dentro.
—¿Cómo es posible? —preguntó Clark, crispando los dedos.
—Alguien le permitió acceso. O encontró una grieta en el sistema. En ambos casos, es grave.
Clark se mantuvo en silencio. La idea de que el chico —no, el sujeto, corrigió mentalmente por costumbre— hubiera podido desaparecer sin que nadie lo notara, lo ponía nervioso. La idea de tener a un clon con sus habilidades vagando por el mundo, en estado emocional imprevisible, representaba un riesgo incalculable.
—Si quiere pasar desapercibido, puede hacerlo. —dijo Batman—. No lleva rastreador, no tiene dependencia tecnológica. Lo entrenamos para ser autónomo. Y ahora lo es.
—¿Cómo no lo vimos venir…? —susurró Clark, más para sí que para el otro.
Bruce lo reprendió con la mirada.
—Porque no mirábamos.
Clark sintió sus palabras como una puñalada.
Batman tenía razón.
—Aunque ahora lo haremos —agregó Bruce, y comenzó a caminar.
Clark lo siguió.
El núcleo de seguridad del ala de observación estaba vacío cuando ambos entraron. Solo las luces frías del sistema de vigilancia y la infinidad de pantallas proyectaban su resplandor azul sobre sus rostros.
Batman tomó el control.
—Buscaré las grabaciones del módulo desde anoche. —informó—. Si no lo detectamos saliendo, quizá nos dejó una pista de cómo lo hizo, y continuaremos desde ahí.
Clark se quedó de pie, los brazos cruzados, la mandíbula tensa. Una parte de él quería encontrarlo ya. Otra… aún no estaba lista para saber cómo se había ido. Ni por qué.
La pantalla mostró al chico en su habitación, de espaldas a la cámara. Todo parecía normal al principio. Él, de pie, solo, frente al espejo. Quieto, casi inerte. Como si esperara algo. Como si cargara con todo el peso del mundo en los hombros.
—Adelanta. —dijo Clark, incómodo. No había tiempo para observaciones triviales.
Batman lo ignoró.
—Espera.
Lo que vino después fue un acto íntimo. Uno que ninguno de los dos estaba preparado para presenciar.
Conner se quitó la sudadera con lentitud, revelando la delgadez de su torso. Lenta, dolorosamente. Como si cada movimiento implicara un esfuerzo. Y lo que apareció debajo… no era el cuerpo de un guerrero. Ni el de un clon diseñado para la perfección. No era el cuerpo de un semikryptoniano en forma.
Era el de alguien que no comía bien, que no dormía, que no se recuperaba. El de alguien que no era invulnerable.
Era el de un chico demacrado. Frágil. Herido.
Clark sintió cómo el aire se le trababa en el pecho mientras más miraba.
Las marcas saltaban a la vista. Morados oscuros recorriendo sus costillas, como un mapa del descuido. Raspones viejos y nuevos. Golpes mal curados. Cicatrices finas en los brazos, probablemente de fricción o entrenamiento sin protección. Una quemadura en el hombro. Un corte aún enrojecido sobre el costado. Cicatrices mal curadas. Un cuello con marcas de presión. Brazos con heridas de entrenamiento que nadie había tratado.
Clark dio un paso hacia atrás. Sus labios se entreabrieron.
El estómago se le revolvió.
—Esto no… —balbuceó, y de pronto giró sobre sí mismo, tambaleante, buscando algo.
Encontró una papelera junto a la pared. Se inclinó sobre ella. Y vomitó. Toda la cena, el desayuno, el aire. Como si por fin el cuerpo procesara la verdad que la mente se había negado a aceptar durante meses.
Batman frunció el ceño mientras miraba la pantalla, pausando la imagen.
—Esto lleva semanas.
Reconocerlo dolía.
—¿Cómo es posible? —preguntó Clark, pero la respuesta ya se formaba sola, amarga y terrible—. Nunca nos lo dijo.
—¿A quién habría podido decirle?
La pregunta flotó en el aire como una acusación antes de que Batman continuase.
—Hubo una vez… Le llamé la atención sobre sus heridas durante el entrenamiento. Eran… ya ni siquiera lo recuerdo. Pero pensé que no curaba rápido porque estaba descuidando su rutina. Su sueño y su alimentación. Pensé que era quizás un intento de rebeldía, así que lo reprendí por eso.
Clark apretó la mandíbula ante las palabras de su compañero. Quería estar furioso por su admisión, quería poder indignarse. Pero no podía. Si él no se había hecho cargo de la responsabilidad de velar por el cuidado del chico, ¿cómo podía reprender a alguien más por seguir su ejemplo?
—No era tu responsabilidad —dijo finalmente —. Era mía.
—Quizás. Pero Clark, no tengo excusas para el modo en que lo traté.
Clark no preguntó a qué se refería. Ya lo sabía porque había hecho exactamente lo mismo: tratarlo como a una cosa.
La imagen del muchacho seguía allí, en el reflejo del espejo, observando su propio cuerpo como si no le perteneciera. No con orgullo. No con resignación. Sino con un dolor tan profundo que atravesaba incluso la imagen.
Batman le quitó la pausa a la grabación. Entonces lo oyeron. Apenas un susurro, apenas un murmullo captado por el sistema de sonido ambiental.
—Ya no puedo seguir así…
Clark se dejó caer de rodillas.
Se cubrió el rostro con ambas manos, como si pudiera desaparecer. Como si pudiera retroceder el tiempo con la fuerza del remordimiento. Ya no era miedo lo que sentía. No era el temor ante un clon descontrolado. No era la seguridad fallida ni el entrenamiento perdido. Era otra cosa. Una comprensión que llegaba tarde y se clavaba como un cuchillo:
Todo eso fue abuso.
El aislamiento. Las órdenes. El entrenamiento sin descanso. Las miradas vacías. Las oportunidades negadas. Las advertencias constantes de no acercarse. De no “cruzar límites”. De no “invadir”.
La indiferencia. La violencia. El empujón. El silencio posterior.
Clark se sintió hueco por dentro.
—Yo lo hice. —dijo, la voz apagada por las manos sobre su rostro—. Fui yo. Lo ignoré. Lo vi cada día y me negué a ver esto.
Batman no respondió. Porque no había nada que decir.
Solo el eco del error repitiéndose en su interior.
Clark se obligó a incorporarse. Los ojos enrojecidos. El rostro pálido.
—Tenemos que encontrarlo.
Por primera vez en meses, su mirada ya no tenía esa distancia orgullosa. Ni el peso de la vigilancia. Tenía culpa. Tenía pena. Y, sobre todo, tenía la certeza de que el chico ya no era el clon peligroso del que había que cuidarse.
Era el chico que había olvidado proteger.
Encontrar a alguien que no quiere ser encontrado es difícil. Pero encontrar a alguien que cree que el mundo no quiere encontrarlo… Eso es casi imposible.
Pasaron dos días antes de que el equipo de la Atalaya pudiera reconstruir el escape completo. Clark no había dormido en ese tiempo. Se movía de sala en sala con una intensidad que muchos confundieron con determinación, pero que no era más que una forma distinta de hundirse en la culpa. No hablaba mucho. Solo revisaba una y otra vez las grabaciones, buscando algo que se les hubiera pasado, un ángulo nuevo, un instante perdido, una dirección.
El punto final seguía siendo la Baticueva. Una aparición breve, sin que nadie notara su llegada. Luego, silencio. Ningún transporte posterior registrado. Ninguna cámara lo captó saliendo.
Bruce analizó las lecturas térmicas y electromagnéticas del área con sus propios recursos. Damian fue interrogado —no por la Liga, sino por su padre—, pero el chico juró que no había visto nada fuera de lugar. Alfred, por su parte, recordó vagamente haber sentido un cambio en el aire esa madrugada. Nada más.
Lo siguiente fue una búsqueda meticulosa en Gotham.
Clark sobrevoló la ciudad durante tres noches consecutivas sin descanso. Se detuvo en cada edificio abandonado, cada alcantarilla con acceso desde la cueva, cada zona donde la señal de los tubos Zeta podía haber tenido eco.
Bruce rastreó movimiento extraño que pudiera haber involucrado al joven prófugo, sin encontrar coincidencias.
Diana incluso intentó buscarlo con ayuda de Zatanna, pero la magia no revelaba nada: “No se esconde. No se borra. Simplemente no cree que alguien lo esté buscando”.
Eso fue lo que dijo la maga. Y esas palabras cayeron como plomo en el pecho de Clark. La búsqueda continuó por semanas. Pasó de ser una operación de riesgo, a una de rescate. De contención, a la búsqueda de una víctima.
Pero no había pistas claras.
Hasta que, al fin, empezaron a aparecer los fragmentos.
No fue J’onn. No fue Diana. Fue un analista menor, uno de los muchos técnicos que trabajaban para la Torre desde la Tierra. Cruzaba grabaciones de cámaras urbanas para mejorar los patrones de vigilancia, y de pronto se detuvo en una imagen apenas clara, en la esquina de un callejón.
No había audio. Solo una figura delgada —demasiado delgada—, con ropa desgastada y sucia, ayudando a una mujer a levantar una bolsa caída. Un niño se le había acercado, señalando su pelota rota. El chico la recogió, la empujó contra el suelo… y esta rebotó más de lo que cualquier pelota debería.
Clark apenas parpadeó al verla. El chico aún conservaba su fuerza.
Compararon la altura, el ángulo de rostro visible, la forma en que usaba las manos. Coincidía.
Estaba ahí, en algún lugar.
La fecha del video era de hacía más de dos semanas. Gotham, zona sur. Un barrio de casas bajas y calles estrechas, fuera del radar principal. Había cámaras que cubrían parcialmente la zona, pero no en secuencia directa. Aun así, los técnicos comenzaron a hacer búsquedas transversales.
Pronto apareció otro video.
Y otro.
Y otro más.
No eran registros de delitos. Eran grabaciones accidentales.
Una cámara lo captó saliendo de una panadería a la que alguien le había dado pan viejo en una bolsa de papel. Un supermercado lo filmó dejando discretamente una moneda junto a una señora que buscaba en su cartera para pagar.
En todas las imágenes, aparecía de paso. Nunca repetía un lugar. Nunca miraba directo a la cámara. Siempre parecía estar huyendo, aunque sus pies se detuvieran para ayudar.
—Está desnutrido. —murmuró Diana al ver uno de los videos.
—Mira su cuello. —agregó Bruce—. Hay marcas nuevas. Eso es reciente.
—¿Cómo sobrevive…? —preguntó Wally en voz baja.
Clark no respondió, porque ese chico —el que alguna vez pensaron que era solo una herramienta, un clon, una falla de laboratorio— había sobrevivido por su cuenta contra todas las probabilidades. Sin casa, sin nombre ni identidad. Sin ayuda.
—No busca ayuda —observó J’onn —. Pero sí ayuda a otros. En cada imagen, en cada registro.
Clark se quedó viendo una grabación una y otra vez. La imagen era gris y borrosa. Una cámara de tráfico barata y de poca calidad, desde muy lejos.
El chico estaba en un callejón, sentado junto a alguien. Le estaba dando su abrigo. Una anciana, seguramente sin hogar, lloraba mientras lo abrazaba, y el chico se dejó abrazar, inmóvil, como si no supiera cómo reaccionar.
Esa fue la gota final.
—Quiero cada registro desde esa zona. Cada ruta de escape. —ordenó Clark, pero ya no como líder.
Ya no como símbolo. Ahora hablaba como quien sabe que había cometido un crimen por omisión, y estaba dispuesto a pagar con cada segundo de su tiempo para corregirlo.
—Vamos a encontrarlo —agregó. Y esta vez, lo dijo con el tono de alguien que por fin entendía a quién buscaba.
No a un sujeto peligroso. No a una amenaza perdida. Sino a un chico que nunca debió ser dejado solo.
  
  
Habían pasado más de nueve semanas desde su desaparición.
Para ese momento, la Torre ya no operaba bajo el protocolo de emergencia por sujeto extraviado, sino por lo que llamaban informalmente Operación KR. Clark había dejado de utilizar ese código, al menos en voz alta. Ya no lo llamaba sujeto. Ya no podía. Cada imagen que revisaban, cada pequeño registro donde lo veían dar algo de sí sin recibir nada a cambio, deshacía una parte más de esa etiqueta clínica.
Era un chico.
Uno que no conocía el descanso.
El último conjunto de videos lo mostraba más flaco aún, con los hombros hundidos por el peso de la ropa húmeda y el cansancio acumulado. Caminaba con una leve cojera, probablemente de una herida sin tratar. Se detenía a ayudar a una madre con dos hijos, luego a un anciano a levantarse del suelo.
Nadie lo reconocía. Nadie lo retenía. Solo una cámara de un hospital de asistencia pública lo registró permaneciendo una hora fuera del edificio sin entrar. Simplemente mirando a la gente pasar.
Clark lo había visto más veces a través de esas grabaciones que en todos los meses que estuvo en la Atalaya.
Y en todas esas imágenes, lo que más lo atormentaba no era lo que hacía… sino cómo lo hacía. Como quien busca redimirse por el simple hecho de estar vivo.
Bruce fue quien encontró lo que habían pasado por alto.
—Mira esto —ordenó, proyectando un video de una calle secundaria, filmado por una cámara de seguridad de tránsito.
El chico caminaba bajo la lluvia. No llevaba abrigo. La camisa le pegaba al cuerpo, revelando la delgadez extrema, la fragilidad de quien no ha dormido bajo techo en demasiados días. Se detenía cada tanto, como si pensara en volver, pero no tenía a donde. Entonces, se paró a un lado de la calle, como sin saber a dónde ir.
Clark cerró los ojos un momento, temiendo ver a dónde se dirigía todo. Luego los abrió.
Un auto se detuvo.
Clark contuvo el aliento.
Un sedán oscuro, viejo, con las luces encendidas. Se podía ver al conductor hablando desde adentro. El chico parecía dudar. Dio un paso atrás. Luego otro hacia adelante. Se acercó a la ventana, murmuró algo. El auto no arrancó. Él se quedó quieto.
Y finalmente, abrió la puerta del pasajero y subió.
—No… —susurró Clark.
—Lo recogieron —dijo Wally, serio por primera vez en días.
Bruce ya había investigado rápidamente la placa del vehículo.
—El coche pertenece a Thomas R. Henley. Sesenta y dos años. Jubilado. Veterano de guerra. Vive solo en una ciudad cercana a las afueras de Gotham, en una casa antigua. No tiene antecedentes penales. Al menos, no oficiales.
—¿Cuándo fue ésto? —preguntó Clark.
—Según las cámaras… casi un mes. Veintidós días, para ser exactos.
—¿Ha aparecido en alguna otra grabación posterior a esa fecha?
—No —informó Bruce, confirmando los temores de todos. —Este es el rastro más reciente que hemos encontrado.
Clark frunció el ceño y apretó los puños, sin saber cómo reaccionar.
Las imágenes en su mente se volvieron más oscuras de lo que hubiera querido admitir. Un chico vulnerable, sin techo, sin protección, aguardando en la calle, y luego subiendo al auto de un desconocido.
Sin volver a aparecer por sí mismo.
—¿Qué tipo de relación puede establecer un hombre mayor con un chico así…? —empezó Barry, pero se interrumpió a sí mismo, incómodo.
Nadie quería continuar con esa línea de pensamiento.
—Tenemos que actuar. —dijo Diana con firmeza—. Si está siendo retenido, si fue manipulado… debemos intervenir.
Todos estuvieron de acuerdo.
Bruce tomó la palabra.
—Si esta persona lo recogió con intenciones de… —parecía dolerle decir la palabra —aprovecharse, entonces debemos actuar con cuidado. No sabemos el estado en el que estará cuando lo encontremos.
Las palabras le dolieron a Clark más de lo que pudo disimular. No quería ni pensarlo. Así que intentó aislar sus emociones y se endureció con una renovada resolución.
—Hay que planear una extracción —ordenó, y comenzaron.
Pasaron la tarde planeando y organizando que hacer una vez que encontrasen al chico si es que aún estaba en la casa de ese tal Henley. Luego acordaron descansar, y aunque la mayoría optó por la atalaya, Clark fue a su hogar.
Esa noche la casa estaba en silencio. El tipo de silencio que solo se percibe en la madrugada, cuando incluso la ciudad parece sostener la respiración.
La luz de la cocina estaba encendida, suave y cálida, como una promesa de consuelo. Clark se apoyaba contra el marco de la puerta, con una taza entre las manos. No había bebido de ella ni una gota. El café estaba frío.
A pocos metros, dormido sobre el sofá, Jon respiraba con la tranquilidad inocente de quien todavía no carga con errores irredimibles.
Clark lo envidiaba.
Lois apareció en el umbral con pasos lentos, envuelta en una bata, el cabello algo revuelto. No dijo nada al principio. Solo lo observó.
—No has dormido —señaló finalmente.
Clark no respondió. Sus ojos seguían fijos en Jon, como si el sueño del niño pudiera darle respuestas que no encontraba en ningún otro lado.
—¿Sabes qué hora es?
—No importa.
Ella caminó hasta la mesa, tomó asiento, sin apartar los ojos de él.
—¿Lo encontraron?
Clark negó con la cabeza, muy levemente.
—Vimos una imagen… de hace veintidós días. Se subió a un auto. Seguimos la pista, es la aparición más reciente que hemos encontrado de él.
Lois le dio un momento, y luego, siempre una reportera, atacó.
—¿Qué quieres decir con que se subió a un auto? ¿El auto de quién, exactamente?
Clark no quería, pero necesitaba admitirlo.
—No sabemos muy bien porqué lo hizo, pero hemos encontrado al sujeto. Es un hombre mayor. Veterano, vive solo. No hay señales de violencia en el registro, pero… no sé. No sé si fue elección. No sé si fue por desesperación, o…
No continúo su pensamiento, pero no importó. Lois no lo perdonó.
—Creo que debe haber sido desesperación, sino ¿por qué habría hecho algo tan peligroso?
Clark se encogió.
—Lo sé —reconoció. —Y pensar en eso me está matando. Al principio, durante un momento pensé…
Se detuvo un momento. Lois lo miró con atención, sin interrumpirlo. Entonces continuó.
—Pensé que estábamos buscando un arma suelta, un peligro. Que necesitábamos recuperarlo para contenerlo, para proteger a otros. Y luego comencé a verlo. Cada video… cada imagen que reviso… —apretó los labios, bajando la vista—, lo único que veo es un chico solo. Ayudando gente sin esperar nada. Demacrado. Cansado. Roto.
El silencio volvió a instalarse entre ellos, hasta que Lois habló:
—Nunca lo llamas por su nombre.
Clark levantó la mirada.
—No tiene uno —admitió con vergüenza.
—¿Y si lo tiene, pero nunca se lo preguntaste?
Eso lo atravesó como una flecha.
Lois era la única que podía decirle cosas así sin que él se cerrara.
Clark dejó la taza sobre la mesada.
—Lo entrenamos. Lo vigilamos. Lo aislamos. Yo… yo le dije que no debía acercarse a Jon. Con mis acciones, le dije que se mantuviera lejos de mi. —Su voz se quebró, por primera vez en días—. Lo empujé. No solo físicamente. Lo empujé fuera de mi vida desde el primer día.
—Lo hiciste por miedo. —señaló Lois, sin justificarlo, pero con calma—. Miedo a lo que significaba. A lo que podía representar. A lo que vos podrías haber sido si alguien te hubiera creado como a él.
Clark la miró. Y por un momento fue solo eso: un hombre lleno de dudas, sin capa, sin escudo. Solo un hombre que había fallado.
—¿Y no lo hace eso todo peor? —preguntó, aunque ya tenía clara la respuesta.
Luis no contestó. Ambos sabían que lo hecho no tenía defensa.
—¿Sabes qué es lo peor? —preguntó—. No estoy seguro de tener el derecho de ir a rescatarlo. Porque todo… esto, empezó porque estaba tan solo y desesperado que huyó de nosotros. Porque no le dimos otra opción.
Lo llevaba pensando demasiado tiempo, y el reconocimiento dolía, pero ya no podía negarse a la verdad. Si alguien lo había dañado, si estaba siendo… abusado de algún modo, entonces la responsabilidad recaía en sus hombros.
Lois se levantó, caminó hasta él y le apoyó una mano en el pecho.
—No se trata de tener derecho. Se trata de intentarlo.
Y eso era lo que más temía, porque, ¿qué si ya no tenía oportunidad de intentar? ¿Si ya no quedaba nada por qué hacerlo?
—¿Y si ya lo arruiné todo para siempre?
Lois le dio un golpecito en el pecho.
—Entonces vas, lo ves a los ojos, y le confiesas sin excusas lo mucho que lo arruinaste. Admites que fue tu culpa y pides perdón.
Clark hizo una mueca. Sonaba tan fácil, y sin embargo…
—No merezco ningún perdón.
—Todos merecemos ser perdonados.
Clark negó.
—No yo. No con esto.
Lois no insistió, aunque su mirada le decía que no lo dejaría caer tan fácilmente. Clark bajó la cabeza un momento, cerrando los ojos por un momento.
—A veces lo miro en esas grabaciones —confesó en voz baja —. Y me pregunto qué habría pasado si hubiese hecho algo distinto. Si le hubiese hablado desde el primer día. Si le hubiese mostrado cómo es tener un hogar, o si… si le hubiera dejado acercarse alguien. Al menos una persona con quien hablar.
—Todavía puedes hacerlo.
—¿Y si no me cree? ¿Si ya no confía en mí?
—Entonces tendrás que aceptar que va a necesitar tiempo, y que, tal vez, no lo haga nunca —le señaló con razón —. Pero no por eso hay que dejar de intentarlo.
Clark no contestó, sabía que su esposa tenía razón. Casi siempre la tenía.
Volvió a mirar a su hijo dormir por un momento. Suavemente, como si el silencio pudiera protegerlo.
—Si él hubiera sido Jon… si hubieran tomado a Jon y lo hubieran criado así, como a una cosa… —trató de decir, pero no terminó.
No pudo. Las lágrimas le nublaron la vista, pero no las limpió.
Lois lo abrazó entonces. Fuerte. Sin decir más.
Y Clark, por primera vez en mucho tiempo, apoyó la frente en su hombro y dejó que el peso cayera. Porque sabía que no podía cambiar el pasado.
Notes:
Esto se me esta yendo de las manos… Me encanta 🩶.
Chapter Text
El sol de la mañana entraba por la ventana del comedor, dibujando rectángulos dorados sobre la mesa de madera. El aroma del café recién hecho se mezclaba con el de pan tostado y manteca, un olor que Conner nunca había asociado con su vida antes de llegar allí. Era tan distinto del aire frío y reciclado de la Atalaya, o de la neutralidad casi clínica de Cadmus, que cada vez que lo respiraba le parecía un recordatorio silencioso de que estaba en otro lugar… un lugar que, aunque no lo admitiera en voz alta, empezaba a sentir como un hogar.
Thomas estaba junto a la cocina, moviendo con calma una espátula en la sartén. El chisporroteo de los huevos llenaba el ambiente junto con un murmullo de radio, una voz que hablaba de noticias locales, del clima, de cosas que a Conner le resultaban extrañamente reconfortantes por su simpleza. Se sentó a la mesa con las manos rodeando la taza caliente, observando cómo el vapor ascendía y desaparecía, como si estuviera viendo algo más que café.
En las últimas semanas, la casa había dejado de parecerle solo un refugio temporal. Había encontrado en ella un ritmo que desconocía: desayunos sin prisa, conversaciones sobre qué arreglar ese día, caminatas por el bosque cercano donde el suelo crujía bajo las hojas secas y el aire olía a tierra húmeda. Thomas había sacado los tarros de pintura que llevaba meses sin usar, y juntos habían dado nueva vida a la fachada, cubriendo las manchas del tiempo con capas frescas de color. La brocha se le había pegado a los dedos al principio, pero Conner había terminado disfrutando la sensación de ver algo transformarse bajo su mano.
También habían trabajado en el jardín. Las malezas se habían rendido ante horas de limpieza, y donde antes había un rincón abandonado ahora había macetas con flores pequeñas pero vibrantes. Thomas decía que el lugar “respiraba mejor”, y Conner, aunque no lo decía, sentía lo mismo… quizá porque él también respiraba un poco más fácil allí.
Las tardes las pasaban a veces junto a la estufa, cada uno con su taza —Thomas con café fuerte, Conner con chocolate caliente o té—, hablando de cualquier cosa: el clima, historias del pueblo, alguna anécdota de juventud. Nada que pesara demasiado. Eran conversaciones ligeras, pero que para Conner tenían un peso enorme, porque le recordaban que no todo lo que salía de su boca tenía que ser una respuesta calculada o una justificación.
En la Atalaya, el silencio lo había acompañado como una sombra pesada, llena de miradas frías y evaluadoras. Allí, cada paso era observado, cada palabra medía su valor. En la casa de Thomas, el silencio no era vigilancia, era descanso. Y, lo más importante, no duraba para siempre. Siempre había algo que interrumpía la quietud: el sonido de la cafetera, el roce de las escobas contra el suelo del porche, el ladrido lejano de un perro en el vecindario, o la risa breve que Thomas dejaba escapar cuando Conner decía algo que lo sorprendía.
Ese día en particular, el plan era simple: revisar la leña para el invierno y caminar hasta el arroyo que quedaba a pocos minutos del bosque. Thomas decía que con las lluvias recientes seguro el agua estaría alta y el sonido sería más fuerte. Conner no dijo nada, pero en el fondo lo esperaba con algo parecido a emoción. Había aprendido que esos paseos eran momentos en los que la mente se le aquietaba, como si el peso del pasado se volviera más llevadero cuando estaba rodeado de árboles y tierra.
Mientras Thomas servía el desayuno, Conner notó que el hombre llevaba una camisa vieja con manchas de pintura que no habían salido, y por algún motivo, eso lo reconfortaba. Conner bajó la mirada con una pequeña sonrisa. No podía evitar pensar en cómo, para Thomas, incluso algo gastado y manchado tenía valor. No era como en Cadmus, donde lo que no servía se descartaba sin más.
Comieron sin apuro, y luego pasaron buena parte de la mañana apilando troncos y revisando que estuvieran secos. Thomas le enseñó a reconocer la madera lista para quemar, a distinguir el sonido hueco que hacía cuando estaba bien curada. Era un conocimiento inútil en el mundo de la Liga, pero aquí, en este rincón apartado, parecía tan importante como saber volar.
Cuando terminaron, caminaron hasta el arroyo. El sonido del agua golpeando las piedras llenaba el aire, y Conner se sentó en una roca, sintiendo cómo el sol le calentaba la espalda. Thomas se acomodó a su lado, sin decir nada durante un rato. Ese era uno de los detalles que más valoraba: que no tenía que llenar los espacios con palabras.
Durante varios minutos ninguno de los dos dijo nada, hasta que Conner se inclinó hacia adelante, apoyando los codos en sus rodillas. El reflejo del sol en el agua le hizo entornar los ojos, pero no apartó la vista de la corriente.
—Ya te había contado que no soy… normal —empezó, con la voz baja, casi como si temiera que los árboles pudieran escucharlo—. No soy como los demás chicos que ves por aquí.
Thomas lo miró de reojo, pero no interrumpió. Esa ausencia de juicio lo empujó a continuar.
—Fui creado en un laboratorio —continuó, dejando escapar un poco el aire que estaba conteniendo—. No tengo una infancia que recordar… no tengo padres, no tengo recuerdos de cuando era pequeño porque no existieron. Solo me… fabricaron. En una cápsula, con crecimiento acelerado. Cuando salí de ella hace menos de un año me veía igual que ahora. Fui creado para ser algo útil, para obedecer, para pelear…
El hombre asintió despacio, como alentándolo a continuar, y sus ojos no se apartaron de él. Conner sintió un leve temblor en las manos, pero no se detuvo.
—Soy un clon. Mitad humano, mitad kriptoniano. Tengo poderes… volar, fuerza, cosas así. Aunque no soy como él. No soy perfecto.
Thomas no necesitó que dijera el nombre, el reconocimiento brillando en su mirada. Había visto las noticias suficientes veces para saber de quién hablaba.
—Superman —murmuró, como quien confirma un detalle ya sabido.
Conner asintió.
—Ellos me encontraron en Cadmus… encerrado en un contenedor, conectado a máquinas. La Liga de la Justicia. —Conner tragó saliva, apretando la mandíbula. —Yo pensé que… que eso era mi rescate, que al fin iba a conocer lo que era estar con alguien que me quisiera de verdad, que me cuidara. Que ese era el momento en que mi vida iba a empezar. —Soltó una risa amarga, corta—. Pero no fue así. Me sacaron de allí como si solo hubieran desactivado una bomba que aún querían estudiar para determinar sus componentes.
Thomas lo escuchaba con atención absoluta, su cuerpo ligeramente inclinado hacia él, como para recordarle que no estaba hablando al vacío.
—Me llevaron a la Atalaya, la estación espacial que usan como base. Allí… no era un chico, ni un rescatado. Era un experimento bajo observación. Pasaba cada día sabiendo que me miraban, que evaluaban si era un riesgo o una herramienta. Y cada vez que me hablaban… no era a mí, era al proyecto. Proyecto KR-13, eso era lo que yo era.
Apretó las manos, clavando las uñas en las palmas.
—Los entrenamientos eran… demasiado. No era para aprender, era para probarme, para llevarme al límite, para ver cuánto aguantaba. Y yo no soy invulnerable, Thomas. —Lo dijo como si confesara una vergüenza profunda—. No soy como él. Cuando me golpeaban, me dolía. Cuando me lanzaban contra el suelo, me rompía. Tardaba días en sanar. A veces semanas. Y lo peor… lo peor era que a nadie le importaba. Ni siquiera a Superman.
La voz se le quebró en ese nombre. Miró al agua, incapaz de sostener la mirada del hombre, como si todavía temiera leer desprecio en ella.
—Yo… yo pensé que si me parecía a él, aunque fuera un poco, entonces podía ser su hijo. Que había una razón para que existiera. Pero cuando lo conocí… me trató como si fuera nada. Peor que nada. Como si fuera una sombra incómoda que no quería tener cerca. Solo me vio como un peligro, una responsabilidad, algo que había que vigilar. Nunca hubo lugar para mí en su vida.
Thomas respiró hondo y se inclinó un poco hacia adelante.
—Debió doler mucho —señaló, con voz grave, sencilla. Sin juzgar.
Esas palabras, tan simples, golpearon a Conner más que cualquier discurso. Nadie lo había dicho antes. Todos habían hablado de control, de riesgos, de entrenamientos, pero nunca de dolor.
—Dolió. Muchísimo. Toda mi vida —continuó él, casi con un hilo de voz— me han mirado, pero nunca me han escuchado. Siempre era un proyecto, un arma, un error a punto de estallar y era mejor dejar solo. Así que me escapé. Estaba desesperado. Utilicé uno de los códigos que memoricé al oírlo una vez para poder utilizar el tubo z, y me marché. Y fue… horrible —confesó —. Terminé en la calle porque no había ningún lugar ni nadie que me aceptase ni allí ni en ningún lugar. Porque… porque nadie quería una cosa como yo.
Su voz se quebró, y su respiración se aceleró. No estaba llorando, pero la tensión en sus ojos era tan fuerte que parecía que las lágrimas luchaban por salir.
Thomas, con la calma de siempre, no lo interrumpió. Dejó que se sacase todo del pecho. Cuando vio que ya no podía seguir, que la voz de Conner se quebraba en un susurro, habló con suavidad.
—No eres una cosa —. Extendió una mano y le dio un leve golpe en el hombro, firme pero cálido—. Eres un muchacho que respira, que siente, que se ríe cuando ve algo que lo sorprende. Que se cansa cuando trabaja en el jardín, que se moja las manos de pintura y se queja porque no sale fácil. Yo no veo un arma delante de mí, Conner. Veo a alguien que merece que lo llamen persona.
Conner cerró los ojos y dejó que su peso se inclinara hacia Thomas, quien no dudó en rodearlo con un brazo.
—¿Lo dices en serio?
El bazo a su alrededor se apretó.
—Claro que sí, muchacho. Eso es lo que veo porque es lo que eres.
—¿Y entonces por qué…?
Tenía un nudo en la garganta que le impedía sacar las palabras, pero lo intentó.
—¿Por qué nadie más que tú ha sido capaz de verlo? ¿De verme?
—Hijo… —usó la palabra sin pensarlo, y eso solo hizo que Conner levantara la cabeza con un temblor en la mirada—. Ellos no vieron a un muchacho. Vieron lo que querían ver, y todo lo que no eras. Te pusieron un nombre de proyecto porque no quisieron darte uno de persona. Y ese error, Conner, no fue tuyo. Fue de ellos.
Con suavidad su gran mano sujetó su rostro, guiándolo para encontrar su mirada seria y honesta.
—Escúchame bien: no hay nada malo en sentir dolor, en tener heridas, en tardar en sanar. Eso no te hace menos. Eso te hace humano. Y si Superman, o quien fuera, no pudo verlo, entonces el defecto no estaba en ti. Estaba en sus ojos. Estaba en él.
Conner parpadeó, incapaz de contener el nudo en la garganta.
—¿Y si nunca soy suficiente? ¿Y si… lo único que puedo ser es lo que ellos dijeron que era?
Thomas negó despacio, con una seguridad que no dejaba espacio a dudas.
—No hay modo de que tengan razón, hijo. Te lo prometo: ellos se equivocaron, y yo no pienso cometer el mismo error. Yo no veo un clon, ni un experimento. Veo a un chico con una fuerza enorme, no solo en los músculos, sino aquí. —Le dio un leve toque en el pecho, sobre el corazón—. La fuerza de sobrevivir a todo eso y seguir aquí, buscando, intentando. Eso no es de una cosa. Eso es de alguien que merece un hogar, merece cariño y merece ser visto.
Las palabras se clavaron en Conner con una intensidad que casi le dolía. Nadie lo había defendido así antes. Nadie lo había mirado sin miedo ni juicio, solo con esa certeza tranquila que Thomas llevaba en cada gesto.
El hombre se puso de pie, y su sombra se alargó sobre la corriente anaranjada del arroyo. Luego extendió la mano, no para tirar de él, sino para ofrecerle apoyo.
—Hijo, volvamos a casa —sugirió, con una suavidad que le atravesó el pecho.
Conner dudó un instante, conmovido profundamente, pero se secó las lágrimas que sin querer se habían deslizado por sus mejillas, y finalmente levantó. Y cuando lo hizo, Thomas pasó un brazo por sus hombros en ese gesto simple y seguro que no necesitaba palabras. No era un abrazo posesivo, no era compasión vacía. Era compañía, un recordatorio físico de que no estaba solo.
Caminaron juntos de regreso, y por primera vez en mucho tiempo, Conner supo sin dudas que la palabra casa significaba algo real para él.
Al entrar, la luz cálida de la casa envolvió a Conner como un abrazo silencioso. El aroma de la madera y el café recién hecho se mezclaba con el ligero olor a pintura de la fachada, un recordatorio de todo lo que habían hecho juntos.
Thomas dejó la puerta abierta mientras él se acomodaba en la alfombra junto a la estufa, donde el calor le acariciaba la espalda. Thomas se había burlado de él pocos días antes al verlo allí sentado. Había dicho que parecía un gatito. Conner le confesó que jamás había tenido contacto con ninguno, y Thomas tarareó como si estuviera pensando mientras sonriendo se dirigía a hacer las compras.
—¿Quieres algo de cenar? —preguntó Thomas aproximándose al fuego, sacándolo de sus recuerdos —. Pensaba hacer unas verduras y un poco de carne al horno si te encuentras con apetito.
Conner asintió con la cabeza. No tenía hambre real, pero el simple hecho de que alguien preparara comida para él, que lo invitara a compartirla sin prisa ni observaciones, le parecía un lujo desconocido.
La tarde transcurrió tranquila mientras Thomas cocinaba y Conner le ayudaba cortando algunas verduras. Luego de que Thomas finalizó todo y lo puso en el horno, Conner aprovechó para darse una ducha rápida antes de comer. Quería refrescarse para poder limpiarse de la angustia que por un momento en la tarde lo había embargado.
Minutos luego, bajó, y Thomas sirvió dos platos, sentándose frente a él.
Comieron en silencio al principio. Cada bocado parecía un acto de normalidad que Conner nunca había conocido: masticar sin mirar por encima del hombro por miedo a que se le recriminase la comida que tomaba de las alacenas. Poco a poco, la conversación surgió, ligera al principio, sobre la lluvia de la tarde, sobre cómo la madera del jardín había quedado perfecta, sobre cómo los pájaros habían regresado al bosque cercano.
Pero Conner necesitaba hablar aún más. La revelación en el arroyo le había liberado algo, y el calor de la estufa, la cercanía de Thomas, lo empujaban a continuar. Sentía que si paraba, entonces luego ya no podría decir palabra.
—Antes de venir aquí, de que me trajeras a tu casa… —empezó con voz baja— creí que nunca tendría algo así. Nunca alguien que solo… me viera.
Thomas giró el cuchillo por un momento, como meditando qué decir antes de responder.
—Conner… ellos se equivocaron contigo. Eres un chico que ha pasado por cosas que pocos podrían soportar y que, a pesar de todo, sigue intentando. Eso te hace fuerte. Eso te hace valioso.
El joven bajó la mirada, sintiendo un calor en el pecho que no sabía nombrar. Era tranquilidad, aceptación… y un alivio que casi le hacía temblar.
Thomas continuó, con la voz suave y firme:
—Mira, yo también he cometido errores. He dejado pasar cosas por miedo o por no saber cómo enfrentarme a ellas. Pero contigo no. Contigo no hay excusas ni dudas. Aquí, en esta casa, eres visto. Eres escuchado. Eres importante. Eres alguien muy apreciado para mi.
Conner levantó la mirada y vio en los ojos de Thomas algo que no había experimentado nunca: certeza. Una certeza inquebrantable de que no estaba solo, de que por primera vez alguien lo aceptaba sin reservas.
Thomas se inclinó un poco y le palmeó el hombro suavemente.
—Vamos a dejar que esta noche sea tranquila. Mañana podemos seguir pintando, arreglando el jardín, o simplemente estar aquí. No hay prisa para nada. Aquí estás seguro.
Conner respiró profundo, y luego sonrió con cariño al hombre que le había dado todo sin pedir nada a cambio.
—Creo que mañana debería ser día de limpieza —sugirió con humor —creo que hemos estado descuidando el interior de la casa.
Thomas se detuvo a mitad de un bocado, y miró hacia los lados. Había algunos platos acumulados, huellas de berro en la entrada, pequeños trozos de corteza de árbol frente a la estufa…
—Creo que suena como un plan.
La mañana siguiente había comenzado con una calma casi perfecta. La luz del sol se filtraba por la ventana de la cocina, iluminando los platos humeantes de desayuno y el aroma del café recién hecho, que se mezclaba con la fragancia a madera y a pintura de la casa.
Conner sostenía su taza de chocolate caliente entre las manos, dejando que el calor del líquido subiera por sus dedos, mientras Thomas removía lentamente el café en la suya, charlando sobre la cerca del jardín y cómo podrían terminar de arreglarla aquel día luego de la necesaria limpieza a su hogar.
Era una mañana simple, llena de pequeñas rutinas que Conner jamás había tenido, y por un instante, incluso los recuerdos de la Atalaya parecían lejanos, apenas sombras lejanas que no podían tocarlo allí.
Pero la paz a veces dura apenas un instante.
Un zumbido metálico comenzó a llenar la cocina, creciente y extraño, hasta que de repente, figuras emergieron del aire con movimientos rápidos y precisos. La puerta principal ni siquiera había tenido tiempo de cerrarse; Superman estaba al frente, con su capa ondeando levemente, acompañado de Batman, Wonder Woman y otros miembros de la Liga. Cada uno descendía flotando, con la firmeza de quien cree estar haciendo lo correcto, con el peso de la autoridad y la certeza de su misión.
Invadieron su hogar antes de que Conner pudiese apenas reaccionar pese a su extenso y duro entrenamiento.
—¡Aquí está! —gritó Superman, señalando directamente a Conner sin decir una sola palabra que pudiera parecer humana —. Te hemos estado buscando, chico. Hemos venido a rescatarte.
Conner sintió cómo el corazón se le encogía. No había alivio en esa declaración, solo un eco aterrador de sus recuerdos más recientes: la Atalaya, los entrenamientos brutales, las miradas frías, los golpes, la presión constante, la sensación de que todo lo que hacía era observado y evaluado.
Para él, aquello no era un rescate; era un arresto, un ataque.
Su mirada buscó a Thomas, que permanecía inmóvil, confundido y asustado ante la irrupción. De pie, pero aún con la taza de café en sus manos.
Antes de que pudiera reaccionar, Superman dio un paso adelante y su voz llenó la cocina con un tono firme, casi acusatorio le ordenó a Conner:
—Aléjate de él, ese hombre ha estado recogiendo a jóvenes vulnerables de la calle para aprovecharse de ellos. Tú —amenazó señalando a Thomas— vas a responder por tus actos.
Uno de los héroes, con movimientos rápidos y seguros, sujetó a Thomas por el brazo, inmovilizándolo.
La taza cayó al suelo y el café se derramó por el piso que planeaban limpiar. Pero Conner comenzaba a comprender que el plan no se llevaría a cabo.
La cocina, antes cálida y acogedora, se convirtió en un escenario de tensión insoportable.
—¡Suéltalo! —gritó Conner, con el pecho apretado y la voz cargada de rabia y miedo en un arrancó de emoción—. ¡No le hagan daño!
Superman lo miró con frialdad, creyendo que la intervención era necesaria.
Mientras, Conner no podía escuchar más allá del pánico que le recorría el cuerpo. Cada recuerdo de la Atalaya lo golpeaba con fuerza: los golpes que lo habían dejado adolorido, los días enteros de observación constante, la indiferencia de quienes debían protegerlo, la frialdad de Superman mismo… todo se mezclaba con la necesidad de proteger a Thomas a toda costa.
Cerró los ojos un momento y luego los abrió, intentando tranquilizar su corazón. Porque sabía lo que debía hacer. Era la única solución si quería mantener a Thoma a salvo. Para eso necesitaba caer en viejos hábitos. Volver a su comportamiento distante y dispuesto, cumplir con sus órdenes. El podía… el podía…
Por Thomas, él podría hacerlo.
—Si han venido a buscarme, entonces iré. —Declaró Conner, su voz casi temblando pero, al final, manteniéndose firme.
—No, hijo…
Conner interrumpió a Thomas, intentando protegerlo, aunque callarlo le dolía en el alma.
—Si quieren que vaya, lo haré. No resistiré. Pero él tiene que quedar libre.
—¡No!
Thomas trató de moverse y alcanzarlo, pero Green Lentern lo sostuvo firmemente, impidiéndole moverse.
Wonder Woman dio un paso al frente, dirigiéndole una mirada de asco a Thomas, y Conner tuvo que apretar la mandíbula para no saltar a defenderlo, porque ¿cómo se atrevía a mirar así a una persona tan gentil y buena?
Luego, su mirada intensa apuntó a Conner, como buscando leer la verdad en sus ojos, tratando de transmitir calma:
—No queremos hacer daño. Solo estamos tratando de protegerte.
Pero Conner no podía escuchar razones.
No podía creer sus razones.
Su mente estaba llena de imágenes de los entrenamientos, de los golpes, de las veces que nadie había mostrado preocupación por sus heridas. Su instinto de supervivencia y de protección hacia Thomas dominaba cualquier pensamiento racional: no permitiría que lo lastimaran.
Preferia ser lastimado.
—No necesitan mentirme, sé que han venido a arrestarme—señaló, con los puños cerrados y el corazón latiendo con fuerza. Sin embargo, se obligó a abrirlos y no reaccionar.
Superman frunció el ceño, evaluando la situación, mientras Conner respiraba hondo, intentando mantener el control sobre el temblor de sus manos y la aceleración de su pulso. Cada recuerdo de Cadmus y la Atalaya le recordaba lo que podía suceder si daba un paso en falso: que lo lastimarían para contenerlo porque era peligroso.
Un arma peligrosa y descontrolada.
—Está bien, este es el trato: —ofreció finalmente, su voz firme aunque quebrada por la emoción—. Me entregaré. No resistiré. Pero Thomas debe estar libre y seguro. Si lo lastiman, no daré ni un paso con ustedes. Así que no me resisto, y ustedes no lo lastiman, ¿de acuerdo?
Superman asintió, apretando la mandíbula.
Conner quiso gritar, pero se contuvo. Su entrega era inevitable, pero la condición de que Thomas no fuera tocado era innegociable. Mientras respiraba profundo, podía sentir la tensión en el aire, el zumbido de poder de los héroes flotando alrededor, y aun así, en medio de todo, la certeza de que debía mantener intacta la seguridad de Thomas, de que ese era el único punto de control que aún le pertenecía.
Respiró aliviado por un momento por haber podido mantenerlo a salvo antes de dirigirse a la salida de su hogar.
Lejos de un hombre al que cada día más quería llamar padre. Uno hombre que nunca dudaba en llamarlo hijo.
Notes:
No me odien :(

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